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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

MILICIA

El modelo literario del guerrero (III de VI). La literatura heroica de Homero a Jünger

El modelo literario del guerrero (III de VI). La literatura heroica de Homero a Jünger

Infokrisis.- En esta tercera entrega de la serie nos centramos en el estudio concreto de la literatura heroica ahora que ya conocemos cuál es su origen y como situarla en la historia. La casta guerrera ha tenido un género literario adaptado a su psicología y a sus usos y tradiciones. Desde la antigua epopeya griega hasta los relatos de Ernst Jünger, los modelos de la tradición guerrera se han forjado en las páginas de los más bellos cantares épicos.

 
La literatura heroica

Hubo un hombre llamado Jünger. Había nacido en Heidelberg en 1895 y murió en 1998 a los 103 años. Durante toda su vida fue un guerrero. Ernst Jünger fue autor de una literatura que solamente un guerrero podía apreciar. En 1911 se unió al Wandervögel, un movimiento de juventud que preconizaba el retorno a la naturaleza y a la fidelidad a la tierra, pero, dos años después, deja atrás la serenidad de los bosques y el alejamiento de la vida burguesa en el que se había criado, e ingresa, con 18 años, en la Legión Extranjera Francesa. Poco después, al estallar la Primera Guerra Mundial, deserta y se alista voluntario en el ejército de su patria. En 1918 ya ha recibido todas las condecoraciones al valor. El fuego que ardía dentro de su corazón le había convertido en un guerrero. Con apenas 25 años publica sus recuerdos de guerra: “Tempestades de Acero”. Su planteamiento es sorprendentemente lúcido: las destrucciones de la guerra pueden hundir al ser humano o bien acabar con su personalidad consciente y hacer que emerja de su interior algo más profundo y esencial. La guerra es la “prueba” por excelencia, al menos para un determinado tipo humano: si no lo derrumba, lo fortalece. Además, en la guerra los instintos humanos se quintaesencian, alcanzan una agudeza que eclipsa al consciente, y la grandeza de las destrucciones parece destruir la realidad construida por los sentidos. La exaltación de las cargas a la bayoneta, la camaradería vivida por las “tropas de asalto” en primera línea, abolen las barreras de lo individual y las fronteras entre el yo y el no-yo. Jünger, que ha experimentado esta sensación, encuentra en ella al “ser auténtico”. Otros, en el mismo conflicto y en el mismo bando, reaccionaron de manera diferente. Erik Maria Remarke con “Sin novedad en el frente”, lamenta el eclipse de lo humano en los campos de batalla. No es que hayan asistido a dos conflictos diferentes; han visto las mismas explosiones y bombardeos bajo la misma bandera. Es que pertenecen a dos castas. Remarke es un soldado de leva. No ha pedido ir a la guerra: lo han llevado a ella. Ni su cerebro, ni su instinto, ni su corazón, estaban preparados para contemplar de cerca la posibilidad de destrucción de lo humano. Jünger está hecho con otra pasta: ha conocido el éxtasis en los campos de batalla.

Las castas han desaparecido. Solamente en Prusia los herederos de la Orden de los Caballeros Teutónicos han logrado, hasta 1918, que se mantuviera el espíritu de la tradición guerrera. Pero el hundimiento del frente, en noviembre de ese año, provoca también la caída del último reducto de la casta guerrera en Europa. Jünger no pertenece a la casta militar, es hijo de burgueses en un momento en el que, salvo en Prusia, las castas han periclitado. Pero en su interior late un espíritu guerrero. No así en el de Remarke. Por eso éste se hunde, cuando aquel resulta fortalecido. Los escritos de Jünger perdieron intensidad a medida que se alejaba de la experiencia bélica pero, hasta su muerte, siguió siendo un brillante narrador cuyas obras estaban escritas para transmitir valores y experiencias. En los años 60 conoció a Aldous Huxley y a Albert Hoffman, el descubridor del LSD. Junto a ellos consumió ácido lisérgico buscando experiencias nuevas. ¿Acaso Aleister Crowley no había escrito que “la droga es el alimento de los fuertes”? Otros guerreros como Unger Khan von Stemberg, “el barón loco”, uno de los líderes de la contrarrevolución “blanca” en Rusia, opinaba otro tanto de la droga y del alcohol. Pero este camino será explorado más adelante. Y la droga –ingerida cuando Jünger contaba ya 65 años- le volvió a abrir experiencias nuevas allí donde otros se hundían irremisiblemente. Volveremos a estos desarrollos más adelante.

El “caso Jünger” tiene un interés particular para nuestro estudio. Demuestra, por una parte, que incluso en el caos social actual, cuando la inmensa mayoría no tienen conciencia exacta de lo que llevan dentro de su personalidad, cuando aquellas referencias dadas por la pertenencia a la casta han desaparecido, la casta se reconstruye automáticamente en los momentos de crisis. Al ser atacados –o resultar accidentados- dos helicópteros españoles en Afganistán, tras la muerte de 17 de nuestro soldados, un número desmesuradamente alto de “soldados profesionales” pidió ser dado de baja. No eran guerreros, tenían vocación de funcionarios o burgueses: lucían el uniforme a cambio de un salario. Eran “soldados” (de “soldada”, sueldo, salario), no eran guerreros. Un ejército que les daba la posibilidad de huir del paro les interesaba mucho más que un ejército que les diera la posibilidad de probar su temple. Y se fueron. Pero en nuestro propio país, y no hace tanto, cuando en 1990 estalló la Segunda Guerra del Golfo tras la invasión iraquí de Kuwait, fueron enviadas algunas unidades navales españolas al teatro de operaciones. Los hubo que se “rajaron” –el ejército, entonces, era de leva- pero otros de nuestros muchachos solicitaron ir voluntarios. A través de ellos se evidenciaron las posibilidades de reconstrucción de la casta guerrera. Las castas han caído como estructuras orgánicas, pero el espíritu de las castas no ha terminado por desaparecer. Cualquier situación de crisis es capaz de operar una reorganización de la sociedad en torno a quienes están dispuestos a defenderla. Tal es la primera conclusión del “caso Jünger”. Hay otra.

Jünger, en realidad, no es más que el último exponente de una literatura heroica confeccionada para transmitir valores. Los valores militares se transmiten a través del ejemplo y a través de obras literarias para uso específico de la casta guerrera. Es posible que otros las puedan admirar, pero presentan modelos que solamente quienes tienen un tipo concreto de constitución interior pueden comprender y seguir. De la misma forma que la literatura sacerdotal creó himnos religiosos y poemas místicos, tratados escritos con “inspiración carismática” o estableció ritos; al igual que la literatura y el arte para uso y disfrute de la burguesía generaron un arte y unas concepciones adaptadas para sus principios y valores (el trabajo, la tranquilidad, la nación, el esteticismo, el realismo, etc.), la casta guerrera tuvo su literatura, seguramente desde el momento en que tomó conciencia de sí misma.

La epopeya constituyó la primera forma de literatura guerrera en la antigüedad clásica. Solía narrar episodios ejemplificantes en los que los dioses y los hombres caminaban juntos, frecuentemente enfrentados, y las rivalidades entre los dioses se traducían en luchas entre los hombres. El ser humano actúa en medio de un mundo mágico mucho más rico que el definido por los sentidos. Seres divinos, encarnación de fuerzas sobrenaturales, la Historia convertida en leyenda y el mito reconducido a la Historia, son las fuentes de inspiración de esta literatura. Su estilo es majestuoso a la medida de los protagonistas que describe y de la grandeza de los episodios que narra. Occidente sería muy distinto si un rapsoda ciego no hubiera compuesto la Ilíada y la Odisea en el arranque del mundo clásico. Las aventuras de Ulises en su retorno a Ítaca después de haber combatido en las murallas de Troya, y los héroes que lucharon en aquella guerra, definieron los rasgos esenciales del guerrero clásico y, por extensión, del milite europeo. Ya entonces era una literatura que no ofrecía solamente distracción y ocio, sino que pedía ejemplo y aportaba modelos.

A partir de la lectura de la “Odisea” y la “Ilíada”, como a partir de la lectura de “Los Trabajos y los Días”, el mundo clásico estableció su concepción del mundo. También, como en la Biblia, el mundo clásico habló de una “caída” (la muerte de Cronos, el último rey de la Edad de Oro), y estableció la posibilidad de “tomar el cielo por asalto” y reintegrarse en ese estado primordial de la civilización mediante la “Vía Heroica”: el Hércules, que arrojado a la tierra y limitado a las posibilidades de lo humano, alcanza, mediante una serie de “trabajos” de naturaleza guerrera, la inmortalidad. Ésta no es una concesión, sino una conquista. La literatura griega (y toda la literatura épica indoeuropea, desde las sagas nórdicas hasta las epopeyas hindúes, desde los poemas homéricos al ciclo arturiano, hijos todos de la misma madre) nos enseñan que la “prueba”, el “combate”, el “heroísmo”, son capaces de situarnos a la misma altura que los dioses. Es la “raza de los Héroes” la que aflora en estos poemas. Sus nombres están escritos con letras de oro en la literatura europea: es Aquiles el de los pies ligeros, es el Hércules revestido con la piel del león de Nemea, es Ulises y su hijo Telémaco, es Jasón y sus argonautas, es Teseo perdido en el laberinto de Minos, es Galahad y Perceval conquistando el Grial. Es Jünger rodeado de cadáveres, entre cráteres de obuses y detonaciones, entre barro y ruinas, pero “despierto”. Todos estos nombres corresponden a la “raza de los Héroes”.

Pero no siempre el éxito acompaña a la “aventura heroica”. Allí donde unos triunfan otros se hunden. Allí donde unos logran tomar el cielo por asalto, otros se despeñan hasta las profundidades. Abordar la “aventura heroica” no garantiza el triunfo. De hecho son pocos los que coronan los trabajos que llevan a Hércules a conquistar el fruto de la inmortalidad o a Jasón a hacerse con el Vellocino de Oro, o a Ulises regresar a su amada Ítaca. Muchos de ellos fracasan en la aventura. De entre todos, el fracaso de Prometeo es, sin duda, el más dramático. Intenta hacerse con un poder –el fuego del conocimiento- que no logra controlar y ese fuego le quema. Castigado eternamente por los dioses, un águila le devorará en los días el hígado que por las noches volverá a crear para ser devorado nuevamente al día siguiente. Es el infierno en el que cae el “arcángel” Lucifer (¿qué es un arcángel sino un ángel guerrero con espada de fuego?), es el Tártaro a donde van a parar los aspirantes a héroes que han fracasado en su aventura. Frente a la raza triunfante de los héroes, la epopeya clásica, nos presenta a la raza fracasada de los titanes. De hecho, el “titanismo” ha pasado a ser sinónimo de la tendencia a emprender una tarea que excede con mucho las fuerzas del sujeto protagonista. Hoy existen pocos héroes y muchos titanes. El desconocimiento de uno mismo y de las propias fuerzas hace que se sobrevaloren las posibilidades de la personalidad, se emprendan caminos abiertos para unos y cerrados para quien se equivoca al reconocerlos como propios.

Desde el punto de vista literario, se considera a la epopeya como un subgénero de la literatura épica. Otros subgéneros de la misma serían el cantar de gesta, algunos tipos de relatos legendarios y mitos, buena parte de los romances y algunas novelas. Todos los pueblos han conocido la epopeya. Sumerios (Epopeya de Gilgamesh), griegos (Ilíada, Odisea) e hindúes (Mahabarata), tuvieron las suyas e inspiraron la educación y la formación del carácter de la casta guerrera. No se trataba de simples piezas de lucimiento literario, sino que encarnaban el “impulso vital” de un pueblo. El hecho de que todas estas composiciones –extraordinarias, desde el punto de vista literario, sin excepción- no tengan autor conocido o, cuando se dispone del nombre de un autor, dé la sensación de que estamos ante un mito, una firma colectiva, o un personaje no menos ficticio que los protagonistas del relato, es suficientemente elocuente de la tendencia a encarnar unos valores “de casta” más que a sustentar el prestigio y la fama de un autor.

Posteriormente, durante la Edad Media, la epopeya siguió presente en la vida de la casta guerrera, aunque sus estrofas entretuvieran a toda la población. Había nacido el Cantar de Gesta. El mundo trascendente sigue presente, pero ya no es un mundo pagano recorrido por distintos dioses y fuerzas de la naturaleza, sino el mundo cristiano, reavivado por la aportación de sangre “bárbara” a la romanidad tardía, y en torno al cual se recompondrá la sociedad medieval. En las formas más tempranas siguen existiendo alusiones al mundo mágico (en las sagas islandesas y nórdicas, incluso en el Beowulf sajón o en el Cantar de los Nibelungos germánico, es decir en las zonas tardíamente evangelizadas), pero en general, los héroes son humanos y su relación con el mundo espiritual se produce a través del catolicismo. Es el Cantar de Roland, es el poema del Mío Cid, es también el ciclo artúrico, o las aventuras de Robin de los Bosques (que recoge el mito del “rey de los bosques”) o el personaje de Wilhelm Tell, héroe de la tradición céltico-suiza.

Todo este material que animará las cortes medievales, los burgos de calles estrechas y abigarradas y los núcleos campesinos, llevados por juglares errantes y trovadores (muchos de los cuales surgirán de la propia casta guerrera) proporcionará modelos, inyectará valores a la sociedad y especialmente a los que  habían hecho de la defensa de la comunidad y de la vía de las armas los elementos que darían sentido a sus vidas. La literatura propia de la casta guerrera es el poema épico y el cantar de gesta hasta el Renacimiento.

 

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es 

 

El modelo literario del guerrero (II de VI). La doctrina de la “regresión de las castas”

El modelo literario del guerrero (II de VI). La doctrina de la “regresión de las castas”
Infokrisis.- La segunda entrega de esta serie está dedicada a la doctrina de la "regresión de las castas" y a los elementos de inestabilidad del sistema de castas. Esto nos permitirá conocer que cada casta tiene sus valores determinados y que la casta guerrera ha logrado desarrollos culturales específicos, uno de los cuales, la literatura, será estudiada en la tercera entrega de esta serie.

 

Aquel tipo barbudo que estableció desde su mesa de la Biblioteca de Londres que la historia de la humanidad era la historia de la lucha de clases, se equivocó de medio a medio. La casta y la clase no son equiparables. La casta se forma en función de las predisposiciones psíquicas de sus individuos; la clase deriva de su situación en el proceso de producción. De la misma forma que la alquimia es a la química lo que la astrología a la astronomía, la casta es a la clase. El sistema de castas quedó completamente desarticulado en Occidente con las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII y de todo el siglo XIX. La burguesía reivindicó el poder, en tanto que clase social hegemónica.

Habían pasado varios siglos desde que la burguesía había iniciado su lento ascenso en el Renacimiento. Durante dos centurias, la estructura gremial contuvo las aspiraciones de la burguesía de convertirse en casta hegemónica. De hecho, hasta principios del siglo XX existían normativas gremiales, incluso en España, que exigían a sus afiliados que limitaran sus ambiciones sociales y les conminaban a una vida austera y digna, alejada de lujos. En la Revolución Francesa, mucho más que en la Americana, fue evidente la insurrección de la burguesía contra la aristocracia. A partir de entonces se gestó una nueva forma de concebir el poder y las relaciones de poder: liberalismo y democracia, burguesía y comercio, producción e intercambio, posesión de los medios de producción y aportadores de la fuerza de trabajo, salario y beneficio, constituyeron las díadas básicas del nuevo sistema. El proceso se inició en el Renacimiento cuando los comerciantes genoveses, pisanos y venecianos alcanzaron, con sus expediciones a Oriente y con la importación de especies y tejidos, una acumulación de capital sin precedentes. Estos comerciantes estaban situados fuera del sistema de gremios y no disponían de un contrapeso a sus ambiciones individuales. Era el único grupo social de tales características. Poco a poco, el excedente económico acumulado por los comerciantes fue invadiendo el terreno de otros grupos. Compraron tierras a la aristocracia y, sobre todo, impulsaron una incipiente industria que en el curso de los dos siglos siguientes, reforzada por los descubrimientos técnicos y científicos, se fue transformando en cada vez más poderosa. En 17…, fecha de la independencia de los EEUU y poco después, en 1789, al estallar la Revolución Francesa, la burguesía impone su nueva escala de valores. Pero no se ha llegado hasta allí sino tras un largo proceso que vamos a intentar resumir y que la doctrina vedantina había previsto y califica como la “regresión de las castas”.

Si queremos introducirnos en esta doctrina con datos seguros vale la pena seguir a René Guénon -especialmente nos ayudará la lectura de su obra “Autoridad Espiritual y Poder Temporal” publicada en 1929- y a Julius Evola, en concreto la segunda parte de su obra “Revuelta contra el Mundo Moderno”, cuya primera edición se publicó en 1939. Es preciso advertir que ambos autores están de acuerdo en el análisis global, pero solo hasta cierto punto. En el fondo, ambos responden en su psicología profunda a las características de la casta sacerdotal (Guénon) y de la casta guerrera (Evola). El mismo título de sus dos obras capitales (“La crisis del mundo moderno” de Guénon y “Revuelta contra el mundo moderno” de Evola) ya son suficientemente ilustrativas de sus rasgos psicológicos. El punto central de la discusión entre Evola y Guénon atañe al orden de las castas y la naturaleza de las mismas.

Ambos autores están de acuerdo en la gradación jerárquica entre las castas (casta sacerdotal, casta guerrera, casta productiva) y en sus funciones respectivas. Ahora bien, difieren respecto a la naturaleza de la Realeza. Mientras que para Guénon el monarca o el emperador es, simplemente, el primero entre los aristócratas (es decir, el primero entre la casta guerrera, los shatriyas de la India védica), para Evola, de espíritu gibelino, el monarca detenta la doble espada, espiritual y material y el doble poder correspondiente. Su función se sitúa, pues, sobre la casta sacerdotal y, aunque haya salido de la aristocracia, sus funciones están por encima de su casta de origen.

Ambos autores parten del estudio de las formas tradicionales de la humanidad premoderna. Coinciden en que la “doctrina hindú enseña que no había primeramente más que una sola casta; el nombre de Hamsa, que se da a esta casta primitiva única, indica un grado espiritual muy elevado”, tal como expresó Guénon. Esto correspondería en el relato bíblico al período de Adán y Eva. La distinción posterior entre agricultores (Abel) y pastores (Caín) ya indica una especialización posterior a la “caída”. En la belicosidad de Caín se encuentran ya algunos rasgos propios de la casta guerrera, mientras que en Abel aparecen rasgos propios de la función productiva. Pero, con el tercer hijo de la pareja originaria, Set, se intuye la función sacerdotal. No en vano, según la Leyenda Áurea, es él quien regresa al Paraíso en busca de un esqueje del Árbol de la Sabiduría. En la tradición céltica, los dos poderes centrales están representados por el oso y el jabalí, el primero representa el poder temporal, el segundo el espiritual o, si se quiere, la casta guerrera y la casta druídica. En la India, la ruptura de la unidad originaria en el Hamsa primitivo favoreció la aparición, “separados el uno del otro, del poder espiritual y del poder temporal, que constituyen precisamente, en su ejercicio distinto, las funciones respectivas de las dos primeras castas, la de los brâhmanes y la de los kshatriyas”, por emplear palabras de Guénon.

La oposición entre el “poder espiritual” y el “poder temporal” se encuentra en casi todas las civilizaciones. Inicialmente, la casta guerrera acepta la primacía de la casta espiritual y se contenta con el gobierno de las cosas terrenales, dejando a la casta sacerdotal la dirección espiritual de los asuntos de la comunidad. Esto implica que “el primero entre los khsatriyas”, el monarca, sea consagrado por “el primero de los brahamanes”, el sumo pontífice. De éste recibe la sanción superior para poder ejercer su mandato. Pero no siempre fue así. El faraón egipcio era el primero entre los sacerdotes del “doble reino” y, en cuanto al césar romano, era también el sumo sacerdote del culto imperial. Guénon se centra especialmente en la India védica. Allí sí fue evidente que, en un momento dado, se produce la “revuelta de los khsatriyas”, la revuelta de los guerreros contra el poder sacerdotal. Para Evola, que ha analizado más de cerca la tradición latina y el budismo, las cosas se han sucedido de otra manera: en primer lugar, el Emperador nace de la casta guerrera y, a su vez, recibe la consagración sacerdotal en el momento de su consagración. Así pues, ya no es un khsatriya, sino que, a partir de ese momento, encarna la “doble espada” espiritual y temporal. Por eso es el sumo sacerdote de los ritos y el jefe de administración y, también, el conductor de los combates. Por otra parte, analizando la aparición del budismo, Evola recuerda que, efectivamente, la reforma budista aparece de la mano de un aristócrata, Sidharta Gautama, pero aparece solamente cuando la casta brahamánica ha caído en un ritualismo y ha relajado su tensión metafísica. No se trata, pues, de una revuelta, sino de la emergencia de un nuevo poder ante una situación de crisis que la propia casta brahamánica no estuvo en condiciones de superar.

En realidad, ambos autores están hablando casi de lo mismo, pero las conclusiones son diferentes dependiendo del marco geográfico en el que se fijen. El esquematismo rígido de Guénon no siempre es aplicable, y el gibelinismo medieval europeo está demasiado próximo como para que pueda olvidarse que la concepción que esta corriente medieval se hacía de la función del Emperador, lo situaba por encima de la aristocraciaupero también por encima del clero. El problema es conceptual: mientras que Guénon considera que la función real comprende, en sus palabras, “todo lo que, en el orden social, constituye el «gobierno» propiamente dicho, y eso aun cuando el gobierno en cuestión no tuviera la forma monárquica; esta función, en efecto, es la que pertenece en propiedad a toda la casta de los kshatriyas, y el rey no es más que el primero entre éstos. La función de la que se trata es doble en cierto modo: administrativa y jurídica por una parte, y militar por la otra, ya que debe asegurar el mantenimiento del orden a la vez dentro, como función reguladora y equilibrante, y fuera, como función protectora de la organización social; en diversas tradiciones, estos dos elementos constitutivos del poder real son simbolizados respectivamente por la balanza y la espada. Vemos por esto que el poder real es realmente sinónimo de poder temporal”. Y, para él, la función esencial del sacerdocio “es la conservación y la transmisión de la doctrina tradicional, en la cual toda organización social regular encuentra sus principios fundamentales”.

Merece destacarse la distinción que Guénon realiza entre los conceptos de “autoridad” y “poder”. Éste último se reserva al orden temporal y evoca casi inevitablemente la idea de fuerza material y coerción. Sería, pues, un poder sobre la naturaleza material que, frecuentemente, debería suponer un entendimiento casi constante con la fuerza. La “autoridad” (y Guénon sólo reconoce un tipo de autoridad, la espiritual) es “interior por esencia, no se afirma más que por sí misma, independientemente de todo apoyo sensible, y se ejerce en cierto modo de forma invisible”. La distinción es brillante, pero dista mucho de ser evidente. La institución monárquica y la imperial se han visto aureoladas hasta un tiempo relativamente reciente de una “autoridad” que excedía con mucho el mero prestigio o la eficacia de su gestión. Por otra parte, el error de Guénon consiste en ignorar que la ley de lo humano es la caducidad. Todo lo que existe en este mundo sublunar tiene fecha de caducidad y atraviesa procesos de cambio que, muy frecuentemente, son procesos degenerativos. Desde el punto de vista teórico, la doctrina del poder y la autoridad de Guénon es brillante, pero, desde el punto de vista de lo cotidiano, está literalmente de espaldas a la realidad. En cierto sentido el gran misterio de la humanidad es el de la decadencia: ¿ por qué “cualquier tiempo pasado fue mejor”? Cuando los principios hacen perder la perspectiva es que hay algún desenfoque en el nivel de esos mismos principios.

El error de Guénon consiste en ignorar a ratos una ley objetiva que la propia tradición hindú recoge: la ley de la regresión de las castas. Julius Evola se preocupa de traerla a colación en su “Rivolta contro il mondo moderno”: “a partir de los tiempos preantiguos, se produce una pendiente progresiva del poder y del tipo de civilización que pasa, en sentido descendente, de una a otra de las castas”. Efectivamente, el poder pasa de una realeza sacerdotal a una aristocracia guerrera y, de esta, a una burguesía económica.

En un primer momento los representantes del majestad divino, los jefes que reúnen en si los dos poderes son desbordados por la casta guerrera, situada en el nivel inmediatamente inferior. Los monarcas, a partir de ese momento, dejan de estar aureolados con un doble poder político y espiritual para ser simplemente jefes militares, señores de justicia temporal y, finalmente, soberanos absolutos políticos. La ley de ese tiempo es “realeza de la sangre, pero no majestad del espíritu”, en palabras de Evola. La idea del “derecho divino” sigue apareciendo durante un tiempo, pero como fórmula privada de un verdadero contenido. Este proceso se alcanza en Occidente al disolverse la ecumene medieval y producirse el tránsito a la la Edad Moderna.

La fides que cimenta al Estado en ese momento ya no tiene carácter religioso, sino solamente guerrero; se es fiel a un monarca por lealtad, honor y fidelidad, no porque tenga una autoridad espiritual. Guénon está básicamente de acuerdo con este razonamiento, e incluso afina a la hora de señalar el punto de inflexión: “También en Europa encontramos desde la Edad Media, el análogo de la rebelión de los kshatriyas; lo encontramos incluso más particularmente en Francia, donde, a partir de Felipe El Hermoso, (…) la realeza trabajó casi constantemente para hacerse independiente de la autoridad espiritual. Los «letrados» de Felipe El Hermoso son ya, mucho antes de los «humanistas» del Renacimiento, los precursores del «laicismo» actual”. Como es suficientemente conocido, Felipe El Hermoso, destruyendo a la Orden del Temple, orden ascético-militar, eliminó un vestigio de la antigua concepción del poder como unión de la autoridad espiritual y la temporal. Ciertamente, el papado no hizo nada para defender a los templarios, pero es que, según recuerda Guénon, tal disolución “fue querida por el rey de Francia, fue al menos realizada de acuerdo con el Papado; la verdad es que fue impuesta al Papado, lo que es completamente diferente”. Es significativo que Dante identificara la “avaricia” como móvil que indujo a Felipe El Hermoso a destruir al Temple. Pero la avaricia ya no es un vicio guerrero sino de la casta siguiente; es, en efecto, propio de la burguesía. En realidad, para destruir primero a los templarios y luego imponerse sobre las aristocracias guerreras en su tendencia a la constitución de los Estados Nacionales, las monarquías medievales debieron apoyarse especialmente en la incipiente burguesía urbana, en el Tercer Estado. De hecho, tal como recuerda Guénon, “los reyes de Francia, a partir de Felipe El Hermoso precisamente, se rodean constantemente de burgueses, sobre todo aquellos que, como Luis XI y Luis XIV, llevaron más lejos el trabajo de «centralización», cuyo beneficio debía recoger después la burguesía cuando se apoderó del poder por la Revolución de 1789”. No importa hacia donde dirijamos la vista; en la Europa del siglo XIV este proceso se generaliza. Federico II crea un cuerpo de jueces laicos para administrar justicia. En los reinos españoles se inician las luchas entre los monarcas y la nobleza y siempre, inevitablemente, los primeros se apoyan en la burguesía y en las milicias ciudadanas para imponer su poder.

Hacia finales del siglo XIV ya queda muy poco de la “cristiandad”. Se han formado, o definido suficientemente, los futuros Estados Nacionales que combatirán durante las guerras de religión y que adquirirán carta de naturaleza en la Paz de Westfalia. Pero, sigue Guénon: “las naciones, que no son más que los fragmentos dispersos de la antigua «Cristiandad», las falsas unidades que han sustituido a la unidad verdadera por la voluntad de dominio del poder temporal, no podían vivir, por las condiciones mismas de su constitución, más que oponiéndose las unas a las otras, luchando sin cesar entre ellas sobre todos los terrenos”. Cuesta, efectivamente, poco entender que, en tanto que la referencia espiritual tiende hacia la unidad, a medida que nos vayamos alejando del terreno espiritual entramos en el mundo de la multiplicidad y la división, la contradicción y el antagonismo. Cuando sobre las cenizas de la catolicidad medieval emergen los Estados Nacionales, estamos en puertas de conflictos que se prolongarán incesantemente desde el siglo XV hasta el XX.

Pero las monarquías basadas en estos principios no iban a poder soportar por mucho tiempo la presión de aquellos en los que se habían inicialmente apoyado. Al calor de las cortes reales aparecen las oligarquías económicas que, poco a poco, van presionando sobre los residuos de la aristocracia y del clero. El Tercer Estado va creciendo en fuerza y fortaleza a lo largo de los siglos XVII y XVIII y con él avanza su propio paradigma ideológico. A las monarquías absolutas, increíblemente centralizadoras y prepotentes –“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”- el Tercer Estado responde, primero, con la fórmula “El rey reina, pero no gobierna” y después con la guillotina. Se instauran las repúblicas y las democracias parlamentarias pero, en el fondo, la monarquía en cierta manera sigue existiendo: aparecen los reyes del estaño, los reyes del petróleo, los reyes del carbón, del hierro y del acero. Las dinastías oligárquicas basadas en el control de los medios de producción y en su riqueza, ocupan el lugar de la aristocracia de la sangre y del espíritu. El nuevo “contrato social”, que aparece como modelo para las relaciones humanas, ya no contempla una fides basada en el honor y la lealtad como la medieval, sino de carácter utilitario y económico, la única que un mercader puede concebir. De ahí que sea cuestionable el carácter “democrático” de nuestros Estados actuales. En la medida en que quien gobierna realmente son grupos de presión e intereses económicos nacionales e internacionales, convendría más bien ser consecuentes y hablar de “plutocracias”, que manifiestan solamente el poder del dinero por encima de cualquier otro. “La aristocracia –escribe Evola- cede el sitio a la plutocracia; el guerrero, al banquero y al empresario”. Ha llegado el tiempo en que el Tercer Estado, la función productiva, la casta de los mercaderes, ha terminado por ser hegemónica y modelar el poder a su conveniencia.

Quedaba por recorrer un último peldaño. Siempre es posible empeorar. Y el siglo XX ha podido ver cómo se entraba de lleno en lo que podemos llamar la “era de las masas”. En la India védica existían grupos de población situados fuera del régimen de castas. Si cada casta tenía una propia ley interior en función de la cual ordenaba su vida, existían también linajes que estaban fuera de cualquier ley. Eran los parias. En cierto sentido, distintos movimientos de masas del siglo XX han encarnado las reivindicaciones de estos parias y han hecho que, al menos una parte del poder, no el económico desde luego, pero sí el poder cultural y los hábitos de vida de las poblaciones –que alcanzan incluso al estilo de vida de buena parte de las nuevas generaciones de oligarcas- hayan descendido un último peldaño. En efecto, las actuales muestras de la “cultura de masas” y el hecho de que esas masas, incluso en Occidente, se muestren absolutamente permeables a las consignas emanadas de los medios de comunicación y de los popes adocenadores de la cultura de masas, evidencian que hemos entrado en lo que Nietzsche llamó la era del “último hombre”. Porque el peldaño final de este recorrido en la senda de la regresión de las castas es, precisamente, el que estamos viviendo actualmente: la era de las masas anónimas e informes. 

Es importante la precisión que realiza Evola: “El proceso de regresión de las castas no tiene sólo un alcance político-social sino que invierte todos los dominios de la civilización”. En arquitectura, por ejemplo, esta regresión es perceptible en las edificaciones emblemáticas de cada momento histórico. Del templo vinculado a la primera casta, se pasó al castillo y a la fortaleza propias de la casta guerrera, luego a la ciudad fortificada y, más tarde, a la fábrica y a las colonias industriales, después a los rascacielos, propios de la casta burguesa. Más tarde, en el último peldaño, a las ciudades dormitorio concebidas como colmenas impersonales adaptadas a la era de las masas. Así mismo la familia, que tuvo un fundamento sagrado en los orígenes, pasa a ser un modelo autoritario en el que se conserva la patria potestad solamente en un sentido jurídico; y luego, más tarde, exclusivamente burgués y convencional, hasta que se encamina hacia la disolución en la actual era de las masas. Lo mismo puede decirse de la noción de guerra: de la doctrina de la guerra sagrada y el mors triumphalís, primera casta, se pasa a la guerra que lucha por el honor del príncipe, casta guerrera; en un tercer momento las ambiciones nacionales ligadas a los planes y a los intereses de una economía y una industria azuzan los conflictos; tras el interregno comunista en el que se impone la idea de que la guerra entre naciones no es sino un residuo burgués y solamente es justa la revolución mundial del proletariado contra el mundo capitalista, aparece la extraña teoría que afirma que la única guerra justa es aquella que se aplica contra el “terrorismo”, es decir contra una amenaza difusa y de la que puede decirse cualquier cosa menos que es real. En la época actual de masas, la característica fundamental es lo caótico e indiferenciado, la imposibilidad de reconocer, a primera vista, la realidad de la superchería y el hecho de que nada pueda asumirse como cierto sin grandes reservas mentales. Las dudas en torno a lo sucedido el 11-S y la quiebra de la versión oficial sobre la responsabilidad de Al Qaeda en el 11-M son buena muestra de lo que decimos. Sabemos que hay terrorismo, no sabemos ni quien lo provoca ni en función de qué se provoca.

En el dominio del arte se ha pasado de un arte simbólico sacro, propio de la primera casta, al predominio de la epopeya y del arte épico (inseparable de la casta de los guerreros). Luego se ha pasado a un arte romántico convencional, sentimental, erótico y psicologistica, forjado esencialmente para uso y disfrute de la burguesía culta y a la búsqueda de valores y referencias culturales tranquilizadoras; pero esto no ha podido evitar que, a principios del siglo XX, las vanguardias hicieran saltar en pedazos este planteamiento para concebir un "arte de masas", frecuentemente desprovisto de cualquier calidad; así hasta llegar, finalmente, al op-art y al pop-art de los años 60, cuyos mentores –Warhol, Schneider- aspiraban a crear “obras de arte tan absolutamente desagradables que nadie se atreviera a exhibirlas ni a colgarlas de las paredes”. En cuanto a los modelos organizativos, las sociedades tradicionales se organizaron en “órdenes”: órdenes ascético-monásticas, órdenes guerreras de carácter caballeresco; más tarde, la transformación de los gremios de constructores en logias masónicas marca la forma organizativa de la burguesía de mediados del siglo XVIII y de todo el siglo XIX. Pero aún habrían de llegar las células revolucionarias que, al desaparecer, dejaron un absoluto vacío organizativo. Hoy, en la era de las masas, con el individualismo y la impersonalidad elevadas a la máxima potencia, no es raro que la “sociedad civil” esté desarticulada y las únicas agrupaciones posibles sean “virtuales”. La llamada “sociedad de la información”, en la que la realidad se ha sustituido por una ansiada virtualidad, aparece como la propia de un período de masas.

Queda el plano de la ética. También aquí la “regresión de las castas” ha operado sus estragos”. Evola explica: “ es sobre el plano de la ética que el proceso de degradación es particularmente visible. Mientras en la primera época fueron propios el ideal de la “virilidad espiritual", la iniciación y la ética de la superación del vínculo humano; y en la época de los guerreros fueron propios todavía el ideal del heroísmo, de la victoria y del señorío y la ética aristócrata del honor, de la fidelidad y de la caballería, en la época de los mercante el ideal es la economía pura, el beneficio y la “prosperity”. No es raro que en el período siguiente, en el de las masas, cualquier rastro de ética quede abolido y todo consista en buscar el régimen de estupefacientes más adecuado a cada personalidad, desde la TV hasta el porro,  del deporte concebido como espectáculo de masas a la despersonalización chamánica operada gracias a ritmos sincopados servido con exceso de decibelios en un ambiente oscurecido solo iluminado por destellos rítmicos e hipnóticos.

Tal es el panorama de la “regresión de las castas”. Es difícil encontrar en esta perspectiva un punto de apoyo. No hay ni gobierno digno de tal nombre, ni principios que merezcan ser defendidos; la distancia entre la retórica con que se defienden los “principios democráticos” y la práctica miserable con que se aplican, no puede inducir sino al más triste de los pesimismos. Llama la atención –puesto que estamos hablando de la casta guerrera- la brecha absoluta entre las razones que llevaron a enviar a nuestras tropas a Irak o a Afganistán y el heroísmo de nuestros muchachos allí desplegados. No valía la pena morir en defensa del petróleo de Bush, no valía la pena arriesgar un pelo olvidado para pacificar una tierra remota para mayor gloria de la “lucha antiterrorista”, y sin embargo se exigió a nuestros soldados, mal pagados y peor comprendidos que fueran allí a sacar las castañas del fuego a los distintos gobiernos democráticos. Y fueron por disciplina. Realmente, nunca el alto sacrificio exigido estuvo tan alejado de la misérrima situación que se defendía.

Nuestros gobernantes debieran haber leído a Confucio. Así sabrían en que consistía el arte del buen gobierno. No en la ambición de poder, desde luego, sino en la capacidad para ejercer el poder; no en la capacidad para subyugar a las masas en el curso de 15 días de campaña electoral, sino en la cualificación en el ejercicio del poder. Dice Confucio estas palabras que, 2500 años después de ser escritas, conservan todavía su frescura: «Los antiguos príncipes, para hacer brillar las virtudes naturales en el corazón de todos los hombres, se aplicaban antes a gobernar bien cada uno su propio principado. Para gobernar bien sus principados, ponían antes el buen orden en sus familias. Para poner el buen orden en sus familias, trabajaban antes en perfeccionarse a sí mismos. Para perfeccionarse a sí mismos, regulaban antes los movimientos de sus corazones. Para regular los movimientos de sus corazones, hacían antes su voluntad perfecta. Para hacer su voluntad perfecta, desarrollaban sus conocimientos lo más posible. Uno desarrolla sus conocimientos escrutando la naturaleza de las cosas. Una vez escrutada la naturaleza de las cosas, los conocimientos alcanzan su grado más alto. Habiendo llegado los conocimientos a su grado más alto, la voluntad deviene perfecta. Siendo la voluntad perfecta, los movimientos del corazón se regulan. Estando regulados los movimientos del corazón, todo el hombre está exento de defectos. Después de haberse corregido a sí mismo, se establece el orden en la familia. Reinando el orden en la familia, el principado es bien gobernado. Estando bien gobernado el principado, pronto todo el imperio goza de la paz».

A partir de ahora, ya tenemos dos elementos que nos eran imprescindibles para avanzar en nuestro estudio: de un lado sabemos lo que fueron las castas, en función de qué aparecen las castas y qué es lo que representan; luego hemos estado en condiciones de insertar en una visión global de la Historia de la humanidad, el fenómeno de la regresión de las castas. Hemos situado a la casta guerrera en relación a las otras dos y hemos definido el actual momento histórico como un período caótico: la era de las masas, en la cual cualquier ley de casta es abolida e incomprendida. Ahora nos toca dar unos cuantos pasos adelante en nuestro estudio y plantear con más detalle cuál es el modelo del guerrero y de qué manera puede operar el guerrero en un momento histórico como el presente. Para ello será necesario, en primer lugar, echar un vistazo a la literatura heroica, en la medida en que en ella se concentran los modelos ideales del guerrero. Porque si hay un género literario específico de la casta guerrera, ésa es la epopeya heroica.

 

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 08.06.06 

El modelo literario del guerrero (I de VI). El instinto de jerarquía en la naturaleza

El modelo literario del guerrero (I de VI). El instinto de jerarquía en la naturaleza

Infokrisis.- Hace unos meses publicamos una serie de artículos dentro del mismo tema -Milicia- en el que aludíamos al instinto de supervivencia, al instinto territorial y a la agresividad como instintos que posibilitaron la evolución de la humanidad. Esta se realizó, no a espaldas de las armas, sino gracias a las armas. Ahora recuperamos el tema introduciendo un nuevo elemento: el instinto de jerarquía que nos permitirá introducirnos, más adelante en los valores específicamente militares. Esta es la primera de seis entregas dedicadas a la materia.


El modelo literario del guerrero

La ideología “progre” ha querido imponer unos cuantos clichés humillantes en torno a la milicia. La frase aquella de que “la música es a la música militar lo que la justicia es a la justicia militar”, se sitúa en el arranque de todas las iniquidades perpetradas contra la milicia en tiempo de paz. A partir de ahí, y aceptado esto, era fácil seguir degradando a las fuerzas armadas para terminar con el “sargento Arencibia” como esperpéntico exponente de todas las cualidades militares.

Del elitismo progre a lo casposo no hay más que un paso que se da en cuanto se diluye la carga intelectualista incrustada en cualquiera de los razonamientos de la “gauche divine”, de la “izquierda caviar” o de las “rosas blancas”, intelectuales y artistas alimentados por un poder que aspira a justificarse con el concurso de “intelectuales y artistas”. Pero de estas sofisticadas gentes de la izquierda progresista a quienes concibieron al sargento Arencibia, no hay tanto trecho como parece. De hecho, tiene castaña que quien asumió ese papel en las dos desafortunadas y deslavazadas películas sobre “Historias de la puta mili”, fuera un conspicuo actor ligado ocasionalmente a Izquierda Unida. Lean algún semanario de humor que anda por ahí –y constituyó en su momento la matriz de las “Historias de la puta mili”- y advertirán que lo casposo ha sustituido a cualquier otra connotación. Díganme si es manía mía que el lastre progre de este pretendido semanario de “humor” no incite, por casposo, ni siquiera un proyecto de sonrisa; desde el “profesor Cojonciano” hasta “El facha Martínez”, pasando por “Mamen” y por el “Partido de la Gente de Bar”, más que ácrata literalmente analfabestia; productos todos de una progresía de hace treinta años que no ha tenido en cuenta aquella letrilla de Bob Dylan: “Los tiempos van cambiando y lo que es presente hoy será pasado, mañana”. Es triste envejecer y no advertirlo, pero es más triste aún pensar que lo que fue progre ayer sigue siéndolo hoy. Así se entiende que el susodicho semanario se haya convertido en el receptáculo del cutrerío, última trinchera de lo progre y destilado pestífero final de las pretensiones intelectuales del progre ya avejentado, canoso, barrigón y amargado por divorcios, incomprensiones de su prole y por ver frustrados todos aquellos proyectos que le animaron en su juventud, pudo poner en práctica y vio como se estrellaban. Si alguien merece un monumento a la frustración, ése es el progre. Allá ellos con sus tópicos. Existe vida inteligente más allá del reino de la caspa. “Quico el progre” no murió con su creador –Perich– sino que sigue presente en algunas redacciones y en determinados partidos políticos y, especialmente, entre “intelectuales y artistas”. Al menos su creador reconoció el fracaso existencial de su personaje. Algo sobre lo que sus émulos a destiempo deberían meditar.

Y es que los juicios progres, a poco que dejan de ser tópicos inamovibles y entrar en la sala de disección, aparecen como gigantescas proyecciones de estulticia infinita. La música militar no se puede comparar con la de Bach, Beethoven o Mozart, tanto como la de estos genios es radicalmente diferente al jazz, los Beatles, los Rollings, Queen, U2 o Franz Ferdinand. O con el gregoriano, que no es manco ni aun cantado por neófitos. ¿Recuerdan el capítulo anterior sobre las castas? Más vale que lo recuerden porque ahora mismo será cuestión de recuperarlo donde lo dejamos.

El instinto de jerarquía omnipresente en la naturaleza

Tres castas: una para cada modelo de personalidad. Una casta para orar. Otra casta para combatir. Y otra más para trabajar. Sacerdotes, chamanes, sanadores y videntes de un lado; nobles, guerreros, aristócratas armados, de otro. Artesanos, burguesía gremial, comerciantes y campesinos, de otro. Tres castas para ordenar orgánicamente una sociedad. Una concepción perfecta que encontró su cristalización más completa en las sociedades indoeuropeas. Sólo quedaba por definir un problema: el de la jerarquía y el mando.

No estamos seguros de cómo fue la jerarquía de las sociedades primitivas. Solamente sabemos que -contrariamente a lo que afirmaron los antropólogos marxistas durante casi cincuenta años- el concepto de jerarquía es inseparable de la especie humana y de cualquier especie con un mínimo de desarrollo. Incluso el grupo de primates tiene a su líder, que une entre otras cualidades la fuerza y la diplomacia. Los combates intraespecíficos a los que aludía la etología tendían a definir estos mecanismos jerárquicos. No es posible asegurar cómo eran las jerarquías y en función de qué se formaban en los primeros momentos, cuando la incipiente humanidad apenas había abandonado su estado animalesco. ¿A quién tenían como líder las tribus primitivas? ¿Al chamán que lograba curar una enfermedad aplicando cualquier hierba extraña? ¿Al que entraba en trance evidenciando capacidades de videncia? ¿Al que lograba una mayor destreza en el manejo de los primitivos instrumentos de trabajo? ¿Quizás al que demostraba una mayor agresividad y una efectividad absoluta en el combate? ¿Al que tenía una habilidad especial de seducción? No se tiene la seguridad de cómo ocurrió, lo que sí se sabe es que ocurrió en la especie humana como lo había hecho en cualquier otra especie animal. Tal como expresó Robert Ardrey en “Génesis en África”: “La conciencia de rango parece haber hecho su aparición en una época muy temprana dentro de la evolución de los seres vivientes”. Y añade unas líneas después: “El predominio se manifiesta cuando dos o más animales persiguen una misma actividad (…) El animal social no busca meramente dominar a sus compañeros; lo consigue. Y al conseguirlo alcanza un grado jerárquico a los ojos de los demás (…) y la superioridad suficientemente satisfactoria quedará como norma para todos”. Aún hoy existe jerarquía en la especie humana después de algo más de dos siglos de ideología igualitaria. Pero siempre la jerarquía ha sido más clara en la milicia, allí donde las tensiones de los combates hacían necesario desde muy antiguo dividir funciones y distribuir responsabilidades.

Junto al instinto territorial, a la agresividad, al instinto de supervivencia, podemos considerar al instinto jerárquico como una de las cualidades inseparables de la condición humana y de nuestra naturaleza biológica. Lo que está en todas las especies vivas, estará también en el ser humano, necesariamente. Complicado lo tienen las ideologías igualitarias extremas (marxismo y anarquismo, tópicas y “de moda” durante unas décadas y en el basurero de la historia en nuestros días) para demostrar su concepción de la sociedad sin relaciones jerárquicas. Toda jerarquía implica distintos niveles de mando y de obediencia. Negar, como hacía el marxismo, estas jerarquías o considerar que solamente derivaban de los aspectos económicos; e intentar, junto con el anarquismo, construir una sociedad utópica sin especialización ni jerarquías, es negar la evidencia y obstinarse en intentar ignorar nuestra carga biológica. Ardrey escribe: “El predominio –más allá de toda comprensión- está relacionado con el misterio de la fuerza fundamental de la vida”.

Konrad Lorenz, durante años, estudió a los grajos que graznaban sobre su casa de campo. Estableció que todo grajo macho tiene su “número”. Desde el primero (el “número uno”) hasta el último, todos saben perfectamente qué lugar ocupan dentro de la jerarquía de la bandada. Y esta clasificación procede de cuando los polluelos abandonan el nido. Picoteando a unos o a otros, algunos se retiran, otros emergen. En la cúspide tienden a situarse los más fuertes, los más decididos, los más arriesgados. En los estratos más bajos: los débiles, los tímidos, los que carecen de resolución y valor. Ningún polluelo puede picotear a los de rango superior; es lo que la zoología llama “jerarquía en línea recta”. Lorenz jamás vio “un solo caso de cambio de posición jerárquica causado por descontento de alguno situado en una escala inferior”. Todo esto parece muy cruel y, desde luego, lo es. A fin de cuentas siempre existe un pobre polluelo al final de la escala jerárquica que puede ser picoteado por todos y no tiene la posibilidad de picotear a ninguno. Pero, tras años de estudio de este sistema jerárquico, Lorenz entendió el motivo: “Los grajos establecen su predominio, no para sostener disputas, sino para minimizarlas (…) El grajo de alta posición, si participa en una riña entre inferiores, generalmente es para arreglar la situación (…) Los grajos principales casi inmediatamente después de conseguir sus elevadas posiciones adquieren sentido de responsabilidad social. Carpenter observó precisamente la misma reacción en los macacos”. Algunos progres de izquierda, en lugar de redactar leyes para proteger al mono, deberían convivir con él para aprender algo sobre la vida. Lo más sorprendente es que “De vez en cuando un aristócrata puede intervenir en una disputa entre inferiores, pero, invariablemente se coloca al lado del litigante que lleva el número inferior. Es como si intuitivamente recompusiera el equilibrio de poderes (…) Al apoyar con su autoridad a los miembros inferiores de la bandada, el grajo asegura que todos encontrarán nidos razonablemente satisfactorios”. Quien dice jerarquía, dice necesariamente, complementariedad. Ardrey escribe: “Podemos afirmar con certeza que el instinto de jerarquía beneficia considerablemente a la sociedad animal”. Y da como ejemplo las manadas migratorias de patos salvajes. Los fuertes vuelan en primer lugar, rompiendo el viento en una formación en V y facilitando el vuelo de los más débiles. La formación en V no es un capricho ni una casualidad estéticamente vistosa, sino el producto de una relación jerárquica en el interior de la bandada. Lo mismo ocurre en las manadas de elefantes migratorios: los fuertes van primero abriendo el camino; los más débiles se benefician de la senda trazada por los primeros, su esfuerzo es menor y sus posibilidades de supervivencia mayores. ¿Por qué esto es así? Porque es una condición para que la Naturaleza opere su selección natural. Porque, en definitiva, beneficia a la especie. Si el orden jerárquico fuera contrario a la especie, o bien ésta lo habría abandonado, o simplemente la especie habría desaparecido.

Los zoólogos progres sostuvieron durante un tiempo que estas luchas tenían que ver solamente por la posesión de las hembras. Error. Primero se dirime la lucha, luego la hembra suele elegir. Ocurre con los grajos y ocurre en las colonias de focas. Primero las focas macho conquistan un territorio, luego luchan entre ellos. Los machos más fuertes, más audaces y más combativos ocupan los mejores lugares como recompensa. Hasta aquí las hembras no aparecen. “Cuando llegan ya está todo decidido”. El instinto territorial primero, el instinto de jerarquía después y el instinto de reproducción finalmente, también pueden regularse como distintos y sucesivos peldaños de una escalera. ¿Y los leones? ¿Qué me dicen de los leones? Rampantes o no, los leones constituyen una de las especies con rasgos jerárquicos más estables. Y no lo hacen en función del sexo. La leona es un animal periódico. Tampoco la jerarquía entre los leones se establece por las luchas contra los enemigos. Todas las especies saben que el león es el “rey” y ninguna se arriesga a atacarle. Y en cuanto a la teoría que afirma que la jerarquía se basa en la defensa de los cachorros, es igualmente inválida. Los cachorros, en cuanto se destetan, aprenden también a cazar; no necesitan cuidado alguno. El león tiene un hándicap: no es lo suficientemente rápido para alcanzar a sus presas favoritas. Esto le ha obligado a desarrollar estrategias de caza. De hecho, tal como Ardrey –que los observó hasta la saciedad- los define, “una manada de leones es una unidad de caza”. Y cuando se refiere a “unidad” está queriendo decir, unidad militar. Si el león no dispone de la ventaja de su velocidad para atrapar antílopes ni cebras ni impalas, debe actuar de otra manera: “Debe aproximarse a su presa con cautela y sobre todo con táctica. Una manada de leones es una unidad táctica, al igual que una escuadra naval; y el predominio de su jefe es tan esencial como la autoridad indiscutible de un almirante”. El león macho rara vez mata por sí mismo, esta tarea corresponde a las hembras que han sido desplegadas en las alas mientras que los leones machos ocupan el centro de la partida de caza. Las alas –las hembras- se adelantan sigilosamente. El macho hace saltar a la presa, su rugido tiene como fin aterrorizarla y comunicar a las hembras que la caza ha comenzado. Lo más sorprendente es que, a condiciones nuevas, las manadas de leones aprovechan invariablemente las mejores ventajas tácticas. En la reserva de caza Kruger, las leonas utilizaban a los Land-Rover de los turistas como pantalla para aproximarse a las presas sin ser vistas y sin que su olor pudiera alertarlas. Cuando en febrero de 1960 las autoridades sudafricanas construyeron la cerca metálica en torno a la reserva, los leones tardaron sólo tres meses en aprender a acorralar a los antílopes contra la valla. Si el león fue frecuentemente adoptado como emblema heráldico y si es considerado como el rey de la selva, no lo es gratuitamente, sino porque ha demostrado habilidad, sutileza e implacabilidad táctica, solamente superadas por el ser humano.

Antes hemos hablado del gorila. Vale la pena ahora decir algo más, que el “legislador” que lo protegió no fue capaz de entender. Este simio dependió demasiado de la vida en el bosque y de sus frutos como alimento. Las crisis climáticas disminuyeron sus posibilidades alimentarias. El orangután y el gorila disponen de cuerpos enormes difíciles de alimentar en un medio con escasos frutos. La diferencia entre uno y otro estriba en que el orangután se quedó en los árboles y desde allí afronta su extinción y el gorila bajó, acelerándola. El gorila siente que se extingue. Los zoólogos han notado rasgos anómalos en el comportamiento del gorila. El gorila es el único primate que carece de instinto territorial; solamente dispone de un atisbo de tal instinto en algunos machos dotados de una excepcional vitalidad. El problema seguramente se inició cuando el gorila se vio obligado a bajar de los árboles y aceptar la vida en un medio para el que no estaba preparado. Esta inadaptación habría dotado a la especie de un “desaliento vital” que ha terminado debilitando el instinto territorial. Pero ésta no es la única anomalía de la especie. Existe una gradación jerárquica en el interior de los grupos de gorilas, pero el macho dominante apenas ejerce su rango, ni siquiera en la relación con las hembras del grupo. El gorila carece de hogar, lo construye apresuradamente en el suelo y es completamente apático. Ni siquiera se levanta para defecar, siendo el único caso conocido en la naturaleza de una especie que ensucia el propio lugar en el que duerme. También su instinto sexual está debilitado. Se une muy poco con la hembra. ¿Qué se puede esperar de un animal que no mantiene limpio su habitáculo, que no lucha por su territorio o que el sexo no le motiva apenas? Dos cosas: una ley que lo proteja (para eso ya está ZP y su arsenal legislativo) y la extinción inevitable (por muchas campañas que promuevan los ecologistas). Su impulso vital ha concluido; el gorila es un experimento frustrado en la evolución.

Hay algo en lo que el “legislador” proteccionista de los primates tenía razón: la distancia entre el gorila y algunos grupos humanos no es tan amplia como parece. Hay grupos humanos que se niegan a asumir sus necesidades de defensa nacional y han sustituido el instinto territorial por un “buenismo humanitarista”. Dentro de estos grupos, algunos individuos han olvidado que la sexualidad tiene como finalidad el placer y la reproducción y, a través de las relaciones con los individuos de su propia especie, amputan las posibilidades de supervivencia de la misma. Y además, cultivan lo inútil: asimilan informaciones completamente inservibles en su tiempo de ocio, su formación humana es deficitaria y su sistema de enseñanza no responde a las necesidades de la especie. Sus valores apenas son otra cosa que tópicos. Sus gobernantes ni siquiera tienen la noción de “comunidad” con rasgos de identidad propia; “papeles para todos” que pedían algunos y regularizaciones masivas que operaban otros, reflejos ambos de la desaparición del instinto territorial. ¿Es viable una comunidad de este tipo? Desde el punto de vista zoológico, no, desde luego.

Si aceptamos que la jerarquía está presente en todas las sociedades animales, entenderemos por qué también debe estar presente en la humanidad y debe experimentarse de manera más intensa en la milicia. La diferencia estriba en que entre la especie humana y, especialmente, en nuestro Occidente, hijo de la cultura clásica greco-latina, el instinto jerárquico ha sido modulado por la civilización. La complejidad de las agrupaciones humanas forzó en primer lugar una especialización. Es posible que, inicialmente, la única especialización posible derivase de la diferenciación sexual. Las capacidades físicas y fisiológicas del hombre y de la mujer son diferentes. Pero luego, quizás tras el descubrimiento del fuego y de su posibilidad de reproducción y transporte, las sociedades humanas empezaron a ganar complejidad. Entonces debió aparecer un segundo nivel de especialización que llevó directamente a la aparición de las castas. En el sistema de castas se perciben todos los elementos que Ardrey y Lorenz habían estudiado en las jerarquías animales: el sistema de castas está organizado jerárquicamente, tiende a la especialización, pero también a la complementariedad; ninguna casta puede sobrevivir aislada de las demás.

Pero hay otra diferencia: mientras que en las sociedades animales, el último polluelo picoteado por todos y que no puede picotear a ninguno no protesta porque obtiene otras ventajas, en la especie humana siempre existen descontentos con la situación que ocupan en el jerarquía del grupo. Y, en ocasiones, no se trata solamente de individuos aislados, sino de toda una casta que no acepta su situación de subordinación y ausencia de privilegios. Por eso en las sociedad humanas existen rebeliones de castas, revoluciones y conflictos sociales.

(c) Ernesto mila Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 09.06.06

 

 

El modelo literario del guerrero (IV de VI). Las

Infokrisis.- Las llamadas "tres materias" de la literatura heroica medieval y los "nueve varones" presentados como arquetipos para ilustración de la casta guerrera, constituyeron los modelos a imitar por los caballeros entre el siglo XI y el XIV. No se trataba solamente de una literatura que encajara con los "gustos" de la nobleza guerrera, sino más bien de un intento de transmitir valores.

Las “tres materias”

Fue en la “Chanson des Saisnes”, un cantar de gesta tardío sobre las aventuras de Carlomagno donde se alude enigmáticamente a las “tres materias” que “todo hombre de honor debería conocer” para su buen criterio y el cultivo de su valor: la materia de Bretaña, la materia de Francia y la materia de Roma la Grande. En otras palabras, lo que se está recomendando es la lectura del ciclo del Rey Arturo y de sus nobles caballeros (materia de Bretaña), los romances y cantares de gesta sobre el Emperador Carlomagno y sus nobles palatinos (materia de Francia) y la lectura atenta de las epopeyas clásicas sobre el sitio de Troya, las hazañas de Carlomagno y la vida de Julio César (materia de Roma la Grande). Así pues, tenemos ya definida y acotada la literatura heroica propia de la casta guerrera, una literatura que no tiene nada que envidiar a cualquier otra. Evidentemente, la “Chanson des Saisnes”, de origen francés, deja de lado otras literaturas periféricas como nuestro “Cantar del Mío Cid” y algunas piezas de nuestro “Romancero” que entrarían perfectamente en el género de literatura heroica; sin olvidar, por supuesto, el “Curial e Güelfa” o el “Tirant lo Blanc” y la última de todas ellas, cierre del ciclo, broche final, que fue la obra escrita por aquel humilde soldado herido en Lepanto y de comportamiento heroico que fue Miguel de Cervantes. Si, porque en “Don Quijote de la Mancha” lo que se da es el carpetazo final a la literatura heroica medieval, caída en el topicazo y en la reiteración enfermiza de los modelos tardíos. Lo importante es considerar que la casta guerrera dispuso de una literatura para su uso, disfrute y -no se olvide- educación en sus valores; y que tal literatura sigue al alcance de quien hoy quiera consultarla y destilar sus sabias enseñanzas y ricos simbolismos.

Las “tres materias”, en realidad, forjaron la mitología de la casta guerrera y, en especial, le proporcionaron arquetipos.

El grueso de la “materia de Francia” es posible que fuera anterior al siglo XI, cuando aparece en forma escrita. Es fácil pensar que antes, rapsodas y juglares ambulantes corrían de pueblo en pueblo cantando las hazañas de Carlomagno y sus pares palatinos. Entonces algo ocurrió, y en el último cuarto del siglo XII y durante los siguientes cincuenta años, como si se obedeciera a una consigna, floreció la literatura del Grial, la “materia de Bretaña”. Julius Evola en su “Misterio del Grial” comenta: “Ese período corresponde también al apogeo de la tradición medieval, al período de oro del gibelinismo, de la alta caballería, de las Cruzadas y de los Templarios y, al mismo tiempo, del esfuerzo de síntesis metafísica desarrollada por el tomismo”. Lo mejor de la Edad Media se concentra en ese período y parece cristalizar en la “materia de Bretaña”. Apenas han pasado cincuenta años y en ese tiempo han florecido los romances de Chretién de Troyes (“El Caballero del León”, “El cuento del Grial”, “Lanzarote del Lago o el Caballero de la Carreta”, “Tristán e Isolda”), la gran epopeya de Wolfram von Eschembach (“Parsifal”), el ciclo de Robert de Boron (el “José de Arimatea”, el “Merlin”, el “Perlesvaux”), “La Morte Darthur” de Malora, el “Diu Crône” de von dem Turlim, el “Grand Saint Graal”, el “Titurel” de Albretcht von Scharffenberg… Luego, la veta parece haberse agotado, la fuente deja de manar. Evola dice: “En los primeros años del siglo XIII, como obedeciendo a una consigna, en Europa se deja de escribir sobre el Grial. Tiene lugar una renovación tras un sensible intervalo, en los siglos XIV y XV, con formas ya cambiadas, a menudo estereotipadas que entran en rápida decadencia”. Este colapso, añade Evola, “coincide con el del máximo esfuerzo de la Iglesia por reprimir corrientes que ella consideró heréticas”.

Vamos a intentar resumir la teoría de Julius Evola sobre esta materia. No es fácil, pero vale la pena. El cristianismo primitivo logró imponerse en un momento de decadencia romana. No es que el cristianismo fuera el responsable de esa decadencia, ni que la acelerara, sino que el cristianismo pudo arraigar cuando la concepción originaria de la romanidad ya había entrado en crisis. Lo hizo a través de las capas más bajas de la sociedad y de las mujeres patricias. A medida que estos sectores fueron ganando importancia, el cristianismo ascendió con ellas. En la Roma de las guerras púnicas, en la Roma republicana o en los primeros años del Imperio, el cristianismo no hubiera podido encontrar acomodo en una sociedad orgánica, excepcionalmente coherente y homogénea. Pero en un Imperio que englobaba a pueblos demasiado diversos, en el que los cultos exóticos mediterráneos (isiácos, mitríacos, órficos) habían preparado el caldo de cultivo cultural que el cristianismo de San Pablo pudo aprovechar cuando las élites romanas estaban ya debilitadas: bien por haber perdido en siete siglos de guerras continuas a sus mejores combatientes, bien por la molicie que acompaña inevitablemente a toda civilización sofisticada o porque, incluso, estaban penetradas por ideas que suponían una ruptura con el legado de las “gens” originarias; en ese entorno fue cuando las distintas corrientes cristianas encontraron un terreno abonado.

Constantino el Grande, devoto del culto de Mitra, aceptó que el cristianismo fuera la religión de Estado en un intento desesperado de cohesionar las energías del Imperio y superar la dispersión cultural que vivía su tiempo. Era preciso optar entre el mitraísmo (religión mayoritaria entre las Legiones Romanas y ligada a la casta guerrera) y el cristianismo (religión mayoritaria entre las capas populares) y Constantino el Grande lo hizo por la segunda, aunque fue iniciado en el culto a Mitra. Por otra parte, ambas religiones tampoco se diferenciaban demasiado: su personaje central moría y resucitaba al cabo de tres días, había nacido en el Solsticio de Invierno (Dies Natalis Solis Invictus), el 25 de diciembre. La diferencia radicaba en que la iniciación mitríaca se confería después de una ascesis ritual dificultosa, mientras que el sistema cristiano de los sacramentos aseguraba la salvación y el gozo eterno en el Cielo, sin tanta complicación.

Una vez convertida en religión de Estado, el cristianismo que, hasta entonces, había propuesto la deserción para cumplir el mandamiento de “no matarás”, da un giro copernicano. Quedan solamente las sectas gnósticas y alejandrinas, residuo del magma caótico que acompañó al cristianismo en sus primeros tiempos y que ya podía intuirse en la lectura de los “Hechos de los Apóstoles”. En Nicea toda la disidencia es expulsada del marco de la Iglesia. Los gnósticos y alejandrinos quedan fuera de los muros recién construidos por la ortodoxia. Aun así, el cristianismo de aquel tiempo difería mucho del actual. La doctrina de los sacramentos estaba todavía en pañales. El matrimonio no dejaba de ser una bendición sacerdotal a la unión civil de la pareja. El rito de la extremaunción tampoco estaba en vigor. La Inmaculada Concepción deberá esperar hasta el siglo XIX para ser considerada como dogma. Y, por no estar claro, ni siquiera lo está la naturaleza de Cristo. Prisciliano, desde su tierra natal hispana, lanza sus tesis heréticas y Arrio espera el mejor momento para aportar las suyas. En el siglo IV y V, el cristianismo sigue siendo caótico, movedizo y muy diferente al actual. Pero también es diferente al impulso que formó la Roma de los Césares y de los hacedores de Imperio. Pareció como si el espíritu de los primeros romanos hubiera desaparecido. En esto llegaron los bárbaros y se produjo un fenómeno paradójico: eran “bárbaros” en tanto que permanecían en niveles primarios y esenciales de civilización, pero no estaban privados de cultura. Su nivel cultural era similar al de los romanos de los orígenes. De hecho, sus troncos éticos eran similares a los aqueos, dorios y, por supuesto, a los latinos. Cuando algunos de los pueblos bárbaros se asentaron en el imperio, traían en sus carromatos los mismos valores que dieron vida a “Roma la Grande”. A medida que fueron aceptando el cristianismo (en la mayor parte de las veces por motivos políticos) le fueron imprimiendo su propio impulso interior. Así el “cristianismo” se convirtió en “catolicismo”. Y así surgió la Edad Media Católica que, en gran medida, permaneció de espaldas al cristianismo de los orígenes.

Este proceso se dio, especialmente, entre la aristocracia, mucho más que entre el clero. Los teóricos de la aristocracia y de la “renovación del Imperio Romano”, elaboraron una compleja teoría en la que, aceptando lo esencial del cristianismo, aportaban un matiz no carente de importancia. En el Antiguo Testamento se percibe una diferencia entre el “sacerdocio de Abraham” y el “sacerdocio de Melkisedec”, el mítico rey de Salem, a la vez “rey, sacerdote y profeta”. Era evidente que, a partir de esta interpretación, iban a producirse importantes desarrollos futuros que encontraron su clímax en la dinastía de los Hohenstauffen, especialmente con Federico I Barbarroja, en las Órdenes Militares, en la aparición de la Caballería Medieval y de la literatura heroica que la acompañó (especialmente con la “materia de Bretaña”), en las cruzadas y, finalmente, en las tensiones entre güelfos y gibelinos, es decir, entre el papado y el imperio.

Porque, a fin de cuentas, la gran contradicción en lo mejor de la Edad Media fue entre papado e Imperio, entre sacerdocio y nobleza, entre aquellos que consideraban que el papado estaba por encima del Imperio y los que consideraban justo lo contrario. De todas formas esto es no decir nada. Sería necesario definir con claridad el concepto que se tenía de “papado” y de “imperio”. A partir de Hildebrando, devenido papa con el nombre de Gregorio VII, la Iglesia sostuvo la teoría de que a ella le correspondía el cuidado de las almas y al Imperio el de los cuerpos, lo que equivalía a dar primacía a la Iglesia, dado que nadie dudaba que el “alma” es superior al “cuerpo”. Esta doctrina implicaba, en la práctica, que el papado estaba por “encima” del Imperio; de ahí que fueran los papas y los obispos quienes consagraran a los emperadores y a los reyes. Pero la teoría gibelina veía las cosas de otra manera. Se defendía la teoría de la “doble espada”. Al igual que una espada, el Imperio tenía dos filos: el que apuntaba a la naturaleza material y el que apuntaba a la espiritual. Al Emperador correspondía manejar la espada que, en su aspecto espiritual, delegaba en el papado. No es que los gibelinos –tal como se ha enseñado reiteradamente en el bachillerato- defendieran la “separación” entre Iglesia e Imperio, sino que concebían el Imperio en un doble aspecto espiritual y material. Hace falta realizar una matización y no confundir el “reino” con el “imperio”.

A partir de la entrada de Odoacro y sus hérulos en Roma, la disolución del Imperio creó un vacío que pronto fue sentido incluso por aquellos que más habían contribuido a destruirlo. En los albores de la Edad Media empezó a considerarse que “toda legitimidad procede de Roma”. La idea de legitimidad acompaña a toda concepción monárquica e imperial. Se trata de ver qué tronco tiene raíces más profundas. De lo “originario” deriva toda legitimidad. Con Carlomagno, la búsqueda de “raíces profundas” se exaspera. En la coronación de Carlomagno se proclama que la ansiada “renovación” del Imperio Romano ya se ha producido. El Emperador es el heredero de los césares y su vocación es la de reinar en todo el mundo conocido, como lo hizo “Roma la Grande”. Además, envía emisarios a Palestina para traer un vástago de la Casa de David a Septimania y entroncar su dinastía con la ungida por Dios. El antiguo exilarca Makhir-Natronal David, jefe de la Casa Real de David, terminó estableciéndose en Francia y casándose con Auda Martel, la hermana del rey Pepino “el Breve”. La fórmula de coronación (“Renovatio Romanii Imperi”) y el enlace con la monarquía bíblica, así como la victoria sobre sus adversarios, fueron los elementos que favorecieron la proclamación del Imperio Carolingio.

Los reinos eran compatibles con el Imperio. Los reinos eran las partes, el Imperio el todo. Los reinos cristianos, hasta la segunda mitad del siglo XIII, tuvieron presentes la pertenencia a una unidad superior, la “Roma Grande”, en la que reconocían su origen. Los Estados independientes que surgieron tras las invasiones germánicas, se consideraron siempre “federados” de Roma. Roma era la fuente de toda legitimidad.

Tras esta matización prosigamos con el enfrentamiento Iglesia-Imperio. La fuente metafísica de esta contradicción eran los dos conceptos del sacerdocio, según Abraham o según Melkisedek, que se identificaron respectivamente como inspiradores de la iniciación eclesiástica y de la iniciación imperial. El hecho de que ambos sacerdocios estuvieran registrados por el Antiguo Testamento les confería a ambos legitimidad suficiente como para poder ser defendidos en el marco de una civilización católica. La consagración según Melkisedec fue la buscada por los emperadores en tanto el papel de este personaje mítico encajaba en la doctrina de los dos filos de la espada. De esta corriente emanó también el fenómeno de la caballería.

Desde el principio la caballería se dividió en tres modalidades: la caballería “del siglo”, esto es los hombres de armas mundanos que buscaban gloria para sí y para su haber; la caballería ascética encarnada en las órdenes militares que exigían a sus miembros el respeto a los votos de pobreza, castidad y obediencia; y la caballería errante formada por caballeros que recorrían los caminos intentando realizar el bien y ofreciendo sus triunfos a una “dama”. En su inmensa mayoría, los caballeros tuvieran una irreprimible tendencia a situarse al lado del Imperio, y sus disputas con el clero fueron constantes. Permanecían dentro del catolicismo, incluso dentro de la ortodoxia católica, pero esto no evitaba una incomprensión y una rivalidad, no sólo hacia la Iglesia, sino incluso hacia los principios que dieron vida al cristianismo primitivo. Julius Evola afirma con tanta rotundidad como razón: “Teniendo por ideal el héroe antes que el santo, el vencedor antes que el mártir; situando la suma de todos los valores en el honor y en la lealtad, antes que en la caridad y en la humildad; viendo la vileza y la vergüenza como un mal peor que el pecado; no siguiendo el precepto evangélico de no resistirse al mal y de devolver bien por mal, prefiriendo, en cambio, castigar al injusto y al malvado; excluyendo de las propias filas a quien se atuviera literalmente al precepto cristiano de “No matarás”; teniendo por principio no amar al enemigo, sino combatirlo y ser magnánimos con él solamente después de haberlo vencido… en todo esto la caballería afirmó casi sin alteración alguna una ética aria en un mundo que solo era nominalmente cristiano”.

Esa caballería precisaba modelos. Sabemos cuáles eran los modelos de la Iglesia: fundamentalmente los mártires y los santos. No eran, desde luego, los modelos de la caballería. Era evidente que la caballería había jurado defender a la Iglesia y a la fe y que lo hizo durante siglos. Esa promesa se mantuvo con “fidelidad”, incluso en los peores momentos del enfrentamiento Iglesia-Imperio. Pero todo induce a pensar que se trató de una decisión similar a la que el caballero adoptaba en defensa de la mujer. Se defiende al indefenso, al que no tiene posibilidad de defenderse por sí mismo, pero acudir en defensa de la Iglesia nunca implicó, en la mentalidad de la época, depender de ella.

Es significativo que toda la “materia de Bretaña” partiera del Grial, cáliz mítico que contuvo la sangre de Cristo. Esa copa no fue confiada a una saga de sacerdotes, sino de guerreros que se inicia con José de Arimatea. No pasa por los discípulos, ni siquiera por Pedro fundador de la Iglesia. Tras la milagrosa liberación de José de Arimatea, el cáliz es entregado a la custodia de una orden de monjes guerreros. El sacerdocio no entra para nada. La “materia de Bretaña” es, en este sentido, un compendio de leyendas de uso caballeresco, emanadas, no de la doctrina de la Iglesia, sino de restos de viejo paganismo ordenados en función de las necesidades del Imperio. El hecho mismo de que los relatos graélicos de la “materia de Bretaña” abunden en episodios eróticos y muestras sicalípticas de amor profano, es suficientemente elocuente del alejamiento de su núcleo central de las influencias ideológicas de la Iglesia. Las mismas leyendas gibelinas traducen los principios de aquel mundo ya desaparecido. En la leyenda del “Árbol Seco” se realiza un relato paralelo al del Génesis. Se dice que tras la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, su tercer hijo, Set, regresó a las puertas del jardín originario cuando su padre –Adán- se sintió morir. Set logró convencer al arcángel que custodiaba la puerta de acceso de que le dejara coger un esqueje del Árbol de la Ciencia. De regreso, Set plantó este esqueje en Jerusalén y el Árbol floreció. Con él se construyó la cruz de Cristo y, en el momento en que el Salvador expiró, sus ramas se secaron. Pero siempre se ha mostrado este Árbol simbólico, en toda la iconografía gibelina, con sus ramas resecas pero dotado de algunas pocas hojas verdes. El Árbol estaba seco, pero no muerto. La vieja leyenda gibelina termina afirmando que el Árbol volverá a florecer cuando un “Emperador llegado de Occidente cante misa bajo sus ramas”. Estas leyendas circularon incluso por la Corona de Aragón, y se creía que iba a ser el gran Federico Barbarroja, o quizás su hijo, quien recogiera y protagonizara esta leyenda que, evidentemente, se refería a los Hohenstauffen. Sin embargo, ninguno de los Emperadores de esta dinastía quiso llegar tan lejos y, aun defendiendo el doble carácter espiritual y temporal de la misión del Emperador, no se sintieron con el ánimo suficiente como para oficiar la misa. En aquel tiempo, desde las costas del Reino de Aragón hasta las playas de San Juan de Acre, los juglares y los trovadores, mucho más próximos al Imperio que al Papado, transmitían un mensaje: “El alto cedro del Líbano será cortado. No habrá más que un sólo Dios y un sólo Monarca. Miseria al clero. Cuando caiga, un nuevo orden estará dispuesto”. El papa Gregorio IX percibió perfectamente el peligro cuando calificó a Federico II como aquel “que amenaza con sustituir la fe cristiana por los antiguos ritos de los pueblos paganos y sentándose en el templo usurpa la función del sacerdocio”.

Hubo hombres de guerra que optaron por la defensa del papado. Pero en su línea central, la caballería, especialmente las órdenes ascético-militares (Templarios, Hospitalarios y Teutónicos) y la caballería errante, no pudieron disimular su preferencia por el Imperio. Por eso forjaron sus modelos en los de tiempos pre-cristianos (los héroes homéricos que lucharan bajo las murallas de Troya y de Tebas, el gran Alejandro de Macedonia, Julio César, pero también Publio Cornelio Escipión, Leónidas u Horacio Cloques. O bien en la veta literaria que tomó como punto de partida la leyenda del Grial y la dinastía que custodió a la copa sagrada. La “materia de Bretaña” y la “materia de Roma la Grande” encontraron su complemento con la “materia de Francia”, especialmente en los cantares inspirados en las gestas y en la corte de Carlomagno y sus caballeros (Roldan “el valiente”, Oliveros “el prudente”, Ogiero “el heroico”, Carlomagno “el leal gobernante y el campeón de la Cristiandad”).

En estas “materias” se percibe un “mundo duro y viril, cuyos intereses se dirigen claramente más hacia el campo de batalla que hacia la corte. Sus héroes son caballeros diestros en el nuevo arte de luchar a caballo con la lanza en posición horizontal; sus espadas y sus caballos son considerados un tesoro, son propiedades personificadas como la espada Durandal de Roldán o el caballo Brojefort de Ogiero” dice Maurice Keen, en “La Caballería”. Esta literatura difiere poco de la realidad caballeresca: si los protagonistas de estas “materias” afrontaban constantemente hechos de armas y su mayor preocupación era seguir la ética del honor, el caballero en su día a día tenía idénticas preocupaciones. Keen explica: “En los cantares de gesta resuena la misma exultante alegría por la cruel batalla. El culto caballeresco a la guerra y el culto al honor están juntos en los cantares de gesta e irrebatiblemente unidos el uno al otro”. Estos cantares de gesta reproducen fielmente la realidad de su tiempo. En España, la fresca simplicidad de los “romances de frontera” refleja lo que estamos diciendo. En un tiempo en el que la guerra es el hecho central, los relatos sobre guerreros reflejan mejor que cualquier otro el espíritu de la época. Era tan simple y tosca como se quiera pero fue donde los valores de la antigua tradición guerrera vivieron una nueva edad de oro: la necesidad de la prueba del combate, el orgullo por servir a la dama o al rey con honor y lealtad llevadas más allá del límite de lo heroico, la liberalidad y las buenas costumbres, la defensa de las causas nobles y justas, se convirtieron en el alma de la caballería y, consiguientemente, en ejemplo para toda la sociedad. Cuando un caballero alcanza los más altos laureles en combate se dice de él que ha llegado al nivel de alguno de los héroes antiguos. En la heroica actuación de Godofredo de Lusignan en los muros de Acre se dice que “La caballería no ha conquistado tan gran alabanza desde el tiempo de Roldán y Oliveros”. Cada héroe aportado por la realidad es equiparado a un héroe mítico, hasta el punto de que en el siglo XIII cobra forma el modelo de los “Nueve Barones”.

Estos “Nueve Barones” están divididos en tres tríadas y nos muestran a héroes histórico-literarios concretos. Cada “materia” aporta una tríada de héroes. La “materia de Roma la Grande” aporta las figuras de Héctor, el héroe troyano, Alejandro el Grande de Macedonia y Julio César; la “materia de Bretaña” nos muestra a Arturo, Galahad y Parsifal; la “materia de Francia” proporciona a la caballería las figuras ejemplares de Carlomagno, Roldán y Godofredo de Bouillon, el conquistador de Jerusalén y de los Santos Lugares. Frecuentemente, los autores cambian las tríadas, pero el fondo es el mismo siempre: mostrar ejemplos de caballeros abnegados, heroicos y devotos. En el siglo XII, por ejemplo, se valoraba la figura de los héroes guerreros del Antiguo Testamento, Josué, el rey David y Judas Macabeo, tal como afirma Jean de Longuyon en “Voeux du Paon”. Este autor afirma, según Keen, que “hay tres campeones de la caballería de la Vieja Ley: Josué, David y Judas; tres campeones de la Ley Pagana: Héctor, Alejandro y César; y tres de la Nueva Ley cristiana: Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon”. Nueve nombres, los “Nueve Barones” a los que, más adelante, se añadirán “nueve heroínas”.

Estas tríadas simbolizan los distintos capítulos conocidos de la historia caballeresca. La tríada bíblica nos remite al Antiguo Testamento. Se trata de héroes pertenecientes a la nación elegida por Dios, depositaria de su alianza con la Humanidad. La Iglesia, naturalmente, lo aceptaba sin dificultad, pero mucho más le costaba asimilar la valoración de los “caballeros paganos”. ¿Cómo era posible que los rudos caballeros medievales hubieran oído hablar de las hazañas de Héctor, de las cabalgadas de Alejandro Magno hacia la India o del creador de la grandeza imperial de Roma, Julio César? La doctrina de la época refería que la caballería cristiana había surgido de la fusión de la caballería bíblica con la caballería pagana. Ésta había recibido de Dios el poder de gobernar el mundo en paz –la “pax romana”-, algo que se echaba en falta en la turbulenta Edad Media. Por su parte, la caballería judía había sido encargada de custodiar Tierra Santa y defender la religión dada por Dios a los hombres. Era evidente que la Iglesia difícilmente aceptaba la interpolación de paganos y que la caballería cristiana se considerase en parte hija de “Roma la Grande”, que tantos y tan buenos mártires deparó al cristianismo. Pero en esta doctrina se encuentra ya implícita la conflictividad que presidió toda la Edad Media entre Iglesia y Papado, clero y nobleza.

Llama la atención la inclusión de Godofredo de Bouillon entre los “Nueve Barones”. El hecho de que fuera el heroico conquistador de Jerusalén el que en gesto de humildad se negara a ser coronado rey “allí donde Cristo fue coronado de espinas”, su porte heroico y sin mácula, victorioso en los combates, justo gobernante de las tierras conquistadas, guardián de Tierra Santa, hacían de él un personaje mítico, incluso entre quienes le conocieron. Si había entre los nobles guerreros de la época alguno que descendiera de la saga del Grial, del Rey Pescador y de los caballeros que conquistaron la copa sagrada, éste era Godofredo de Bouillon. Además, era él quien sostenía la columna del puente que unía la ficción histórica pasada con la realidad de aquel tiempo. La caballería no sólo tuvo una misión en el pasado, en tiempos de la “materia de Roma la Grande” o de la “materia de Bretaña”, ubicada en el siglo VII, estaba también presente en los siglos XI-XIV. Naturalmente, en cada reino de la cristiandad, se interpolaba un “décimo Barón” que respondiera a las expectativas locales: en las islas británicas el Príncipe Negro fue situado como prolongación de los “Nueve Barones”, en Escocia el Rey Bruce ocupó tal honor, en los reinos ibéricos, la figura del Cid se alzó sobre cualquier otra y en Francia Bertrand du Guesclin recibió puntualmente este honor.

El hecho de que Alejandro Magno combatiera en los mismos lugares en que tuvieron lugar las cruzadas, aumentaba la sensación de proximidad de este modelo a la caballería de los siglos XI a XV. Los enemigos de Alejandro, “babilonios”, “malvados beduinos”, “turcos”, volvían a ser los adversarios. Estas descripciones pueden parecer ingenuas e incultas, pero no hay que engañarse tampoco con esto. Los cantares de gesta y la literatura heroica medieval no eran productos literarios infantiles o poco elaborados, en un mundo tosco e incivilizado. A lo largo de la Edad Media se sabían apreciar los tratados griegos y romanos e incluso se realizaron muchas traducciones, no sólo a la sombra de los monasterios, sino también tras las almenas de las fortalezas. Los Valois del siglo XV encargaron versiones de Tito Livio y de Valerio Máximo, de Cicerón y Aristóteles. En los castillos no existieron grandes bibliotecas porque ni la imprenta se había inventado aún, ni el caballero disponía de excesivo tiempo para constituir una biblioteca medianamente surtida. Los juglares ambulantes y los rapsodas suplían con creces a una biblioteca. Además, en algunas fortalezas, sus propietarios habían pintado verdaderos “programas iconográficos” en frescos y tapices, que reproducían escenas de los héroes. Bastaba incluso con reproducir los escudos de armas atribuidos a los caballeros míticos para tener una idea de sus gestas y valores. Era preciso, por supuesto, saber leer el lenguaje heráldico, una verdadera ciencia caballeresca. Por otra parte, en la época se conocían a los grandes héroes y generales romanos. Se tradujeron tratados militares y se reconstruyeron las biografías de los Escipiones. Incluso anécdotas tomadas de tales biografías sirvieron para reordenar las campañas.

Jean de Boucicaut, gran mariscal francés, tras leer la biografía de Publio Cornelio Escipión supo que debía expulsar a las prostitutas de los campamentos, limitar el consumo de alcohol y castigar a sus propios hijos si protagonizaban alguna indisciplina. Al leer el tratado de Vegecio sobre la instrucción de las tropas comprendió que era necesario seguir entrenamientos continuos. Supo de Demóstenes y comprendió que un jefe eficaz debía de ser elocuente en sus arengas y razonable con los vencidos. Otros caballeros y heraldos establecieron las reglas de los torneos al saber de las costumbres de la sociedad artúrica. El torneo medieval se instituyó tras la lectura de la dinámica de los torneos en tiempos de Uther Pendragon. No se dudaba de la historicidad de Arturo y de sus caballeros, como no se dudaba de Troya. Si Roma había sido grande y pudo conquistar el mundo, había simplemente que estudiar cómo diablos logró hacerlo e imitar el procedimiento. Godofredo de Monmouth había leído a Virgilio y su obra refleja tal influencia. La “materia de Bretaña”, particularmente, estaba compuesta por reflejos históricos deformados, y por leyendas galesas. Chretien de Troyes conocía a Ovidio y estaba familiarizado con la florida literatura provenzal de la época. Quienes compusieron los cantares de gesta y la literatura heroica eran cualquier cosa menos ignorantes y zafios. La banalidad, ligereza intrascendente y socarronería de la mayoría de los poemillas y romances, surgidos al margen de la literatura heroica, demuestran la calidad de una producción que, como la música militar, tenía un único destinatario capaz de poderla valorar en su justa medida, la casta guerrera. El compás de la música militar sirve para marcar el paso. Marcar el paso crea “unidad” entre gentes venidas de diversos horizontes. Así mismo, la literatura heroica medieval unificaba a la caballería por encima de las fronteras nacionales y hacía que, en el fondo, un caballero suabo estuviera más cerca de un tardío Suero de Quiñones que de un menestral de su propia nacionalidad. Las trescientas lanzas rotas por Suero de Quiñones en la Gesta del Paso Honroso evidencian, por otra parte, que la caballería y los retos caballerescos no eran solo un producto literario, sino que la vida de los caballeros estaba guiada y ejemplarizada por los modelos contenidos en esta literatura.

Y, además, quienes redactaron la literatura guerrera medieval conocían el mundo y sabían lo que era la vida dura. Sus descripciones de las batallas reflejan que habían conocido la guerra muy de cerca. Frecuentemente, sus relatos describen crueldades inimaginables para quien no ha sentido la exaltación de las cargas de caballería, el enervamiento generado en la espera del combate y el frenesí de una lucha cuerpo a cuerpo. Las heridas que describen eran las heridas verdaderamente producidas en combate. Los ruidos de la batalla están demasiado fielmente reflejados como para que pudieran ser descritos por un desconocedor de la batalla. Sabían de la guerra y sabían del amor. Pocas literaturas han descrito apasionamientos amorosos de tal magnitud como los que tienen lugar entre Ginebra y Lancelot, entre Tristán e Isolda, y no es precisamente moralidad devota lo que destilan, sino apasionamiento y sensualidad. Allí donde la intensidad guerrera está presente, el erotismo y la sensualidad alcanzan la excelencia. Godofredo de Charny reconocía que era bueno que el “hombre de armas estuviera enamorado, porque esto le enseñará a buscar fama más alta que hacer honor a su dama”.

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 08.06.06

 

La casta guerrera y la sociedad (I) El papel de la casta

La casta guerrera y la sociedad (I) El papel de la casta

Infokrisis.- Iniciamos una serie de dos artículos sobre la casta guerrera sus valores. En esta primera entrega definimos lo esencial del sistema de castas, las diferencias entre casta y raza y encarrilamos el tema explicando cual es el fundamento metafísico de la casta en las doctrinas tradicionales. En la siguiente entrega nos centraremos en la casta guerrera y pasaremos revista a sus valores.

 

 

Han pasado milenios e incluso cientos de miles de años. El ser humano primitivo que un día empuñó un fémur de gacela con la mano derecha, y un cuchillo hecho con una mandíbula de herbívoro para defender su comunidad u obtener alimento para él y para los suyos, ha tenido tiempo para observarse a sí mismo. Ya no es solamente un ser movido por sus instintos, es algo más: es un animal social que se considera –con razón- radicalmente distinto al resto de la naturaleza; es capaz, no sólo de tener conciencia de sí mismo, sino de reflexionar sobre sí mismo. Y sus reflexiones y observaciones le han llevado a una multiplicidad de ricas conclusiones. Sabe que los seres humanos son relativamente iguales y relativamente diferentes, y establece patrones. De un lado, rasgos de identidad (la tribu, la raza, el culto, el sexo; luego la nacionalidad, la cultura, el imperio). De otro, certidumbres sobre el mundo que le rodea (la importancia del sol, el ritmo de las estaciones, la previsión del tiempo, la utilización de recursos de la naturaleza en medicina, nutrición, fabricación de herramientas); y es así como empieza a valorar que la igualdad entre los seres humanos, así como sus diferencias, son aparentes. Es posible reducir los tipos humanos a unos pocos en función de rasgos muy visibles que surgen del interior de los seres humanos. Percibe en la práctica que estos rasgos son complementarios; intuye que los distintos tipos humanos se precisan entre sí. Ve que la sociedad va ganando complejidad y que es bueno que haya una división de funciones y una especialización creciente. Al principio, todos los varones del mismo sexo eran capaces de empuñar un arma y salir a buscar alimento, mientras las mujeres se encargaban del cuidado de los hijos y del mantenimiento de hogar. Hubo una primera especialización de carácter biológico, la derivada de la diferenciación sexual. La experiencia indicó que no todos reaccionaban igual ante un mismo peligro. Unos experimentaban una sensación irracional de miedo que no conseguían vencer ni ocultar: huían ante el peligro. Advirtieron que otros sentían igualmente miedo, pero lograban controlarlo. En unos, las alteraciones fisiológicas del miedo les hacían imposible responder eficazmente; en otros, tales alteraciones estaban ausentes. Unos buscaban el combate y el riesgo, otros lo evitaban y cuando estaban ante él se derrumbaban. Pero, seguramente, entre éstos, los había que habían aprendido a desarrollar otras habilidades. Unos observaban el mundo que les rodeaba y constantemente intentaban extraer de él enseñanzas y recursos para su vida cotidiana. Además, creían percibir otra realidad y comunicarse con la naturaleza, extraer fuerzas de ella para orientarlas hacia la sanación, la percepción o la magia. Estos alumbraron el pensamiento mágico-religioso. Chamanes, sacerdotes, videntes, estaban replegados en sí mismos, parecían poder comunicarse con dimensiones que estaban vedadas al resto. Los guerreros precisaban de ellos para que realizaran los ritos propiciatorios que les ayudarían en el combate o los identificaran con los tótems de los que extraerían su fuerza. Y, en cuanto a los chamanes, precisaban también del guerrero para que les procurara alimento y seguridad. En sus observaciones, el ser humano originario había advertido la presencia de determinados minerales en la naturaleza y aprendió a utilizarlos. En un principio, empleó los metales “siderales” que habían llegado a la tierra en forma de aerolitos. Parecían un regalo de los dioses y con ellos forjaron las primeras armas de hierro. Luego reconocieron esos mismos minerales en determinadas zonas geográficas y aprendieron a explotarlos. Pero no eran ni los guerreros ni los sacerdotes a quienes competía esta función, sino a quienes no se sentían ni particularmente dotados para hablar con los dioses, ni experimentaban un fuego interior que sólo podía consumirse en el combate. La función productiva precisaba el favor del sacerdote y su ciencia, y también la protección y la seguridad aportada por el guerrero. Él, por su parte, forjaría armas, construiría defensas, elaboraría instrumentos susceptibles todos de mejorar la vida de las comunidades. Había nacido lo que, con propiedad, podemos llamar civilización. Su complejidad entrañaba la formación de castas.

La raza como forma, la casta como espíritu

Frithjof Schuon, un discípulo aventajado de René Guénon, estableció la diferencia entre la “casta” y la “raza”: «La casta está por encima de la raza porque el espíritu es superior a la forma; la raza es una forma, la casta un espíritu. Ni siquiera las castas hindúes pueden limitarse a una raza: hay brahmanes tamules, balineses y siameses». En el Occidente medieval quedó claro que las castas estaban también por encima de las naciones. Las órdenes religiosas y militares eran “supranacionales” e, incluso, los gremios artesanales tenían más que ver entre sí, aunque estuvieran separados por las fronteras, que con las otras dos castas de su propia nacionalidad. La raza es la forma, la casta es el espíritu.

Los miembros pertenecientes a la misma raza tienen, indudablemente, cierta unicidad y, en algunos casos, incluso la conciencia de pertenecer a un grupo diferenciado. Y, por lo demás, cada raza está mejor o peor dotada en determinados terrenos. El propio Schuon añadía: «Sin embargo, es imposible admitir que las razas no signifiquen nada fuera de sus características físicas, pues, si bien es cierto que los constreñimientos formales no tienen nada de absoluto, no por ello pueden las formas carecer de razón suficiente; si bien las razas no son castas, deben corresponder, sin embargo, a diferencias humanas de otro orden, un poco como diferencias de estilo pueden expresar equivalencias espirituales, a la vez que indican divergencias de modo». Siguiendo su hilo argumental, más adelante explica que: «Si bien hay que rechazar todo racismo, también hay que rechazar un antirracismo». Existen diferencias raciales, pero todas ellas palidecen ante las diferencias de “casta”. Es lo que los racistas de todos los tiempos jamás han entendido: que gentes pertenecientes a la misma casta, aun en dos nacionalidades y razas diferentes, tienen unas similitudes psíquicas mucho más homogéneas que gentes de distintas castas pertenecientes a una misma raza o nacionalidad. El guerrero es guerrero aquí y en las Galápagos. El burgués lo es en todas partes. La serenidad del sacerdote es idéntica y situada por encima del espacio y del tiempo. Existen algunas variantes, claro está: el nivel de civilización, por ejemplo, las condiciones antropológicas y culturales, pero la constatación de fondo no varía. La mentalidad militar es la misma allí  donde existe alguien que ha decidido defender a su comunidad, o entre quienes se sienten más capacitados para producir bienes con sus manos, o entre los que buscan la relación con la trascendencia. 

En los pueblos indoeuropeos la característica fundamental de su organización social es la distribución trifuncional de sus miembros; pero nos equivocaríamos si pensáramos que este modelo orgánico está ausente en otras latitudes y entre otras razas. Quizás haya sido entre los pueblos indoeuropeos donde el sistema trifuncional ha alcanzado sus más altas cotas y su mayor refinamiento pero, con mayor o menor tosquedad, apareció allí  donde se asentó lo humano. Esto ya indica la “primordialidad” del fenómeno.

De hecho, las castas son divisiones verticales de la sociedad, mientras que las razas son divisiones horizontales asentadas sobre territorios concretos. La verticalidad implica, necesariamente, estratificación y orden jerárquico. Así pues, el conjunto social estuvo dividido entre castas y razas, asentadas ambas sobre el marco geográfico de naciones y nacionalidades. Las interacciones entre todas ellas generaban espontáneamente las condiciones antropológicas y culturales específicas de cada “pueblo”.

La raza facilita una identidad “primaria” e “igualitaria”. Hitler en “Mein Kampf” propone construir un Reich en el que ser un humilde barrendero pueda ser considerado como algo tan digno como ser emperador en un país extranjero. Está claro que antepone el concepto racial a cualquier otro y que, dentro de una misma raza, dominan los valores igualitarios, aunque concibe la relación entre las razas como una relación jerárquica de superiores a inferiores. En algunos escritos de ideólogos hitlerianos se alude específicamente a los “colonos-soldados” (Walter Darré). En otros se insiste en la forja de una “orden militar” (Heinrich Himmler) e, incluso, la prehistoria del nazismo abunda en especulaciones místicas que atribuían a los “godi” (sacerdotes) la capacidad de dirigir a la sociedad. Pero en el nazismo no existe absolutamente ninguna referencia a la antigua estructura trifuncional de las sociedades indoeuropeas (y por tanto a la que se daba en su variante germánica), ni tampoco a sus relaciones jerárquicas. De hecho, el nazismo es un producto de la modernidad que, como el stalinismo o cualquier otra ideología del siglo XX, insiste mucho en el “demos”, en lugar de en el “ethos”. Amadeo Bordiga ironizaba sobre la constitución soviética promulgada por Stalin diciendo que era “la más democrática del mundo”. En efecto, consideraba a la “totalidad” de ciudadanos rusos como “trabajadores” y, por tanto, protegidos por el Estado. En el mismo sentido, introduciendo el elemento racista propio del nazismo, cabe decir que toda la “raza alemana”, es decir, la mayor parte del pueblo salvo las minorías étnicas, tiene los mismos derechos. Las primeras constituciones democráticas solamente daban el derecho al voto a quienes podían justificar un determinado nivel de ingresos y, solo muy tardíamente, a las mujeres; e incluso en algunos Estados se excluía a minorías raciales de la mayoría de derechos políticos. La democracia deja de ser tal, para convertirse en totalitarismo, cuando se registra la tendencia de englobar en una estructura única e indiferenciada a la totalidad de la población, ya sea en virtud de su procedencia étnica (la raza germánica en el caso del nazismo) o de su condición (la condición de proletario en el caso stalinista). Los teóricos de la democracia, a lo largo del siglo XVIII, fueron elaborando sus ideas que cristalizaron en la Revolución Americana primero y en la Revolución Francesa poco después. La idea de la “igualdad” era la segunda de la tríada que, defendida inicialmente en las logias masónicas, hizo fortuna junto a las de libertad y fraternidad. Esa idea venía del rechazo de las incipientes masas burguesas al régimen estamental y a su subordinación a la aristocracia y al clero. En el fondo, el motor ideológico incontestable de las revoluciones liberales fue la masonería setecentista y ésta practicaba la igualdad entre sus miembros, al mismo tiempo que la fraternidad en el interior de las logias, cuyo carburante ideológico era la posibilidad de poder discutir libremente sobre cualquier cosa (libertad). Estos tres valores, que en el interior de las logias habían dado buen resultado, se traspasaron a la sociedad y cristalizaron en el paradigma revolucionario burgués: “libertad, igualdad y fraternidad”. A partir de 1789, éste sería el paradigma que regiría a la sociedad política. Las nociones de casta y raza desaparecían.

En un marco como el creado en los dos últimos siglos en Occidente, es imposible mantener el sistema de castas. Schuon, en su tantas veces citado “Castas y Razas” resume el proceso de disolución de las castas seguido en nuestro ámbito geográfico: «Si al occidental le cuesta trabajo comprender el sistema de las castas, es ante todo porque subestima la ley de la herencia; y la subestima por la sencilla razón de que se ha vuelto más o menos inoperante en un medio tan caótico como el Occidente moderno, en el que aproximadamente todo el mundo aspira a ascender la escala social –si es que eso existe todavía– y en el que casi nadie ejerce la profesión de su padre; uno dos siglos de tal régimen bastan para hacer la herencia tanto más precaria y flotante cuanto que no se la había hecho fructificar anteriormente por un sistema tan riguroso como el de las castas hindúes; pero incluso allí donde había oficios transmitidos de padre a hijo, la herencia ha sido prácticamente abolida por las máquinas»

Sin embargo, una vez más, lo que se pretendía detener de un portazo, terminó filtrándose por las ventanas. La negación de la raza hizo que un reflejo degenerado se filtrara en la sociedad en forma del peor y más discriminativo racismo, a partir de la publicación de las obras de H.S. Chamberlain y del Conde de Gobineau. Quienes redactaron la Declaración de Independencia de los EEUU eran unos redomados racistas que despreciaban y abominaban de los esclavos negros e incluso siguieron haciéndolo tras la Guerra Civil Americana y hasta muy entrado el siglo XX.

En cuanto a la casta, su reflejo degenerado y contrahecho se filtró en la sociedad en forma de “clasismo”. No solamente las clases aristocráticas ejercieron el clasismo, sino muy especialmente los burgueses, enriquecidos con la nueva situación, e incluso los trabajadores se agruparon en torno a doctrinas específicamente clasistas (marxismo, anarquismo) que consideraban enemigo a cualquiera que no perteneciera al proletariado e, incluso, a quien no asumiera la mentalidad proletaria.

Cuando, en el último tercio del siglo XX, las sociedades desarrolladas empezaron a desembarazarse de los prejuicios racistas y clasistas y se hundieron las opciones políticas que los defendían, cristalizó una doctrina humanista y globalizadora que seguía negando y desconfiando de las nociones de casta y raza. Si cualquier referencia a la “raza” evocaba inmediatamente los desastres del nazismo, la casta parecía sugerir inmovilidad social, y el sistema de castas terminó considerándose como la peor forma de estratificación social. “Pertenecer a una casta”, a partir de los años sesenta, empezó a ser considerado un descrédito y un menoscabo. Pueden entenderse las connotaciones negativas con que se aureoló a la palabra “raza”, a tenor de las desagradables situaciones de discriminación a las que se llegó en algunos países no precisamente subdesarrollados; y a que el sustrato originario del nazismo era racista. Pero no existen las mismas connotaciones que pesen sobre la palabra “casta”. Quizás fuera la sensación de que la pertenencia por nacimiento a una casta se consideraba fundamentalmente injusto, o que la permanencia de los hijos en la misma casta de sus padres parecía contradecir el inmortal principio de libertad. Sea como fuere, la casta se vio denostada y desprestigiada, aunque en el vocabulario siguieran existiendo expresiones que la magnificaban: “Fulanito, tiene casta”, entendiendo por tal un carácter fuerte y determinado.

Ahora bien, si el “orgullo de casta” ha degenerado en clasismo, y la identidad étnica o racial ha terminado en el más odioso racismo excluyente, ¿sobre qué elementos se puede asentar una identidad personal? No vaya a ser que, aboliendo la casta y negando a la raza, falte el suelo bajo los pies.

La casta como reservorio de potencialidades

René Guénon en “Autoridad Espiritual y Poder Temporal” escribió: «Las "clases" sociales, tal y como se entienden hoy en día en Occidente, no tienen nada en común con las verdaderas castas, y no son, a lo más, sino una especie de falsificación sin valor ni alcance, pues de ningún modo se fundamentan sobre la diferencia de posibilidades implicada en la naturaleza de los individuos». Si en las castas lo que cuenta es su “función” –productiva, sacerdotal, guerrera-, en las clases lo único que cuenta es el lugar ocupado en el proceso de producción. En el fondo, la clase social no es sino una estratificación de los seres humanos en relación a su papel en el proceso de producción o, lo que a fin de cuentas es lo mismo, a su declaración de IRPF… Y desde este punto de vista “moderno” solamente existen “los que tienen” y los “que no tienen” o si se quiere, “los que dan un salario” y “los que lo reciben”, o también “los propietarios de los medios de producción” y “los que no tienen propiedad sobre los medios de producción”. Por decirlo de otra manera: las clases sociales se ordenan en relación a las leyes de la materia (tanto tienes, tanto vales), mientras que las castas se articulan en función de las leyes del espíritu. ¿Leyes del espíritu? Si, verán…

Hemos preferido que sea Allan Watts, uno de los mentores de la contracultura, quien nos lo explicara en un lenguaje accesible. Dice Watts en “La identidad suprema”: «El sistema de castas de la India, muchas veces mal entendido y ahora menospreciado, se basaba en la concepción de que la sociedad posee un orden triple que corresponde por analogía a la constitución interior del hombre (aproximadamente lo que los cristianos llaman cuerpo, alma y espíritu) y a los tres principios cosmológicos de la inercia (tamas), la actividad (rajas) y el equilibrio (sattva)». Así pues, la organización social en castas se basa en tres principios: de un lado la existencia de tres tipos humanos básicos, de otro la especialización de cada ser humano en la actividad más acorde con su naturaleza y, finalmente, la herencia. Vamos a verlos con cierto detenimiento.

Tamas, rajas y sattva, son las “tres gunas” que constituyen el fundamento de la filosofía Sankhya. “Gunas” es el término sánscrito que significa cualidades y atributos. Las sustancias esenciales que sintetizan los veinticinco principios cósmicos (tattvas) emanadas de la naturaleza primordial (prakriti). La filosofía védica entiende por “Prakriti” a la sustancia cósmica de la que han emanado todos los elementos del universo material. Su contraposición es “Purusha”, las almas individuales. “Prakriti” es una sustancia inconsciente pero eternamente activa, una naturaleza multiforme que genera en su propio seno a la totalidad de seres materiales o bien se reabsorbe en sí misma, volviendo a un estado indiferenciado y sutil que tenía originariamente. Es inevitable que este proceso, enunciado por la filosofía Sabkhya, recuerde extrañamente las más modernas teorías cosmológicas. El proceso de expansión del cosmos a partir del “átomo primordial” y del “big-bang” originario, de un lado, y de otro la absorción del cosmos en sí mismo a partir de los agujeros negros que irán comprimiendo el cosmos y, en el límite, volverán a reconstruir el “átomo primordial” originario, es descrito íntegramente en la tradición védica con el nombre de “el aliento de Brahma” que crea y destruye “los mundos”. Así pues, estamos lejos de doctrinas místicas y religiosas, y más bien las filosofías vedantinas contribuyen a darnos una explicación del Cosmos que no difiere en absoluto de la que están construyendo las teorías más avanzadas; sólo difieren en que el vedanta nos da estas explicaciones mediante la poesía, mientras que las visiones actuales se configuran a través del pensamiento científico.

Pues bien, la filosofía Sabkhya sostiene que este proceso de expansión y compresión del Cosmos se realiza mediante los veinticuatro principios cósmicos (tattvas) emanados directamente de la “Prakriti”. Estos principios, finalmente, se reducen a tres “sustancias esenciales” o “gunas”. Estas sustancias están presentes en los seres humanos, definiendo y constituyendo lo esencial de su personalidad. Desde este punto de vista, solamente existen tres tipos humanos:

-         Aquellos que interiormente están condicionados para la acción (o dicho en palabras de Watts, en los que prima la actividad y el “rajas”, la tendencia a la acción, sobre cualquier otro impulso). Se caracterizan por el movimiento y la pasión. Su tendencia es dinámica, expansiva, apasionada. Es el rasgo esencial de la función guerrera.

-         Aquellos que interiormente están condicionados para la contemplación (lo que Watts define como equilibrio, utilizando el término sánscrito “sattva” con la raíz “sat-“, el ser asimilado a Brama; lo real, lo real absoluto, la existencia, la que confiere armonía; tendencia ascendente, luminosa, consciente). Es el rasgo esencial de la función sacerdotal.

-         Y aquellos que tienen tendencia a operar sobre la materia, producir bienes o comerciar con ellos (lo que Wats y la tradición hindú llaman “tamas”, uno de cuyos sentidos es deseo). Es el rasgo esencial de la función productiva.

Dice Biolcati en “La Edad Crepuscular”: “Las castas surgen de un concepto básico que consiste en el conocimiento de que un individuo no es un producto intercambiable con otro individuo al diferenciarse solo por lo exterior, materia, visible y aparente, como ocurre en el mundo moderno. La idea tradicional se basa en el hecho de que cada ser humano tiene una naturaleza mental y física distinta a la de cualquier otro, y otra función en la sociedad». Inercia, actividad y equilibrio: mantenerse en permanente quietud, moverse por iniciativa propia o ser impulsado por otros, tales son las tres únicas actitudes en relación a la materia.

En el “Glosario de la Tradición”, instalado en Internet, un autor anónimo (en cualquier caso discípulo de René Guénon, Julius Evola, Fritzjof Schuon y demás) resume el sistema en pocas líneas y a él apelamos: la institución de las castas, como explica Guénon (Autoridad Espiritual y Poder Temporal), «es la aplicación de la doctrina metafísica al orden humano» según la cual en el punto más alto de la jerarquía comunitaria lógicamente debe encontrase el que posee la verdadera sabiduría, o sea, la autoridad espiritual, representada en el caso de la India por la casta brahmánica. Ella tiene como función la transmisión y conservación de la Doctrina Sagrada y detenta el nivel superior que es el puramente intelectual, ámbito que supone estar más allá de las contingencias históricas. El poder temporal, en cambio, lo posee la casta de los Shatriyas. Durante la Edad Media el orden social imperante en los países que formaban la Cristiandad dependía de una estructura tradicional y era análogo al de la India actual. Así, el clero tenía una función semejante a la de los brahmanes y la nobleza correspondía a la casta de los Shatriyas. Según la jerarquía hindú, luego de los Shatriyas se encuentran los Vaishyas (comerciantes) y, siguiendo a estos, los shudras. A ellos correspondía el "Tercer estado" y los siervos respectivamente en la organización medieval europea.

En estas sociedades el sacerdocio (Brahmanes), como foco de orientación espiritual, conserva la doctrina, la contempla y enseña. Es autoridad porque se sustenta en sí mismo. Los guerreros ( Shatriyas) gobiernan, es decir, ejercen la función administrativa, judicial y militar, conservando el orden interno y preservándolo de los ataques exteriores. Constituyen el poder, porque su potencia se apoya en la fuerza externa o material. Los artesanos (Vaishyas) manufacturan e intercambian bienes y servicios. Los agricultores (Shudras) trabajan la tierra y aportan a la comunidad sus frutos. Todos ellos bajo la inspiración y supervisión de la casta sapiencial. Símbolos, leyendas y sistemas de castas mantienen el recuerdo de esta organización de funciones acordes con las capacidades respectivas del ser humano. En la medida que Occidente se conservó fiel a una doctrina tradicional mantuvo también una estructura social paralela. La Europa de la Edad Media,   consolidada felizmente como un complejo de civilización tradicional: la Cristiandad, alcanzó una organización política equivalente y San Bernardo de Claraval, al mismo tiempo místico especulativo, caballero y fundador de órdenes monásticas constructoras de catedrales, es la síntesis humana de semejante cultura con sólidos cimientos en la tradición.

Ya hemos visto, pues, cuáles son los tres tipos humanos básicos y la actividad que corresponde a cada uno de ellos. Se trata de tipos “especializados” que se transmiten por “herencia”. Veamos estos dos aspectos. Podemos hacer abstracción sobre las explicaciones que las filosofías tradicionales dan a la estratificación en castas. Su explicación es demasiado compleja y nos desviaría excesivamente del tema de esta obra. Y por lo demás es innecesaria, toda vez que nadie discute el valor de la especialización. Alguien que se ha especializado en determinada actividad es aquel que la ha transformado en el centro de su vida. Un relojero, que sólo es relojero, nada más que relojero, que ha sido educado para la relojería y que trabaja durante toda su vida entre relojes, no hay ninguna duda de que será un relojero, como mínimo, solvente y seguro. La especialización es lo contrario a la dispersión, tiende a concentrar la actividad en una sola tarea, aquella que mejor encaja con la personalidad. Esto puede aceptarse con facilidad; cuesta mucho más aceptar que, en el antiguo sistema de castas, las profesiones se transmitieran por herencia. La profesión de los hijos depende de la de los padres y estos la han heredado de sus antepasados. No es que el vástago X, en un determinado momento, haya decidido ser relojero, es que procede de un linaje de relojeros y está, casi diríamos, preprogramado para ser relojero. Una concepción así, indudablemente, supone una limitación a la sacrosanta libertad; por tanto, desde una óptica moderna, es rechazable. Pero si examinamos las cosas de cerca, percibiremos cierta lógica y algunos beneficios.

En las sociedades tradicionales algunas preguntas básicas de la existencia quedaban contestadas automáticamente: ¿Qué voy a ser? ¿Qué vocación tengo? Respuesta: voy a ser lo que ha sido mi padre, tengo la vocación de mi padre; y también: sirvo para hacer lo que ha hecho mi linaje durante siglos. El problema de la vocación no se planteaba en los términos modernos; bastaba observar la profesión del padre para saber cuál iba a seguir. Con el desmantelamiento del sistema de castas, el ser humano fue libre. Harina de otro costal es si estaba preparado para serlo. En cualquier caso, lo que ocurrió fue que, cada vez con más frecuencia, se produjeron errores en la percepción de la propia vocación, o simplemente un vacío total vocacional. Cada vez es más habitual encontrar a jóvenes sin vocación definida. Al ser humano “libre” no se le enseñó a realizar una introspección objetiva sobre sí mismo y contestar a la pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Qué llevo dentro de mí? ¿Mi personalidad es enérgica y activa, pasiva y meditabunda, sirvo para trabajar sobre la materia? El ser humano integrado en el sistema de castas, por el mero hecho de su nacimiento, ya tenía estas cuestiones resueltas. Sabía que, por el mero hecho de haber nacido en determinada casta o en una familia perteneciente a un gremio concreto, estaba determinado a seguir la tradición familiar. Podemos imaginar que una familia de relojeros, a lo largo de las generaciones, estaba en posesión de secretos de oficio y dominaba todas las técnicas de su profesión. El hecho de que, desde la cuna, los recién nacidos vieran y vivieran la profesión de sus padres, les facilitaba una educación permanente desde su llegada al mundo. Además, cada familia debía mantener, conservar y aumentar su prestigio en la profesión; esto suponía una presión adicional para elevar el listón de autoexigencia en el ejercicio de la misma. No se estaba trabajando solamente por el propio prestigio, sino por el del linaje, por el buen nombre de los que fueron y de los que vendrán.

Es evidente que todo esto tiene su traslación en la casta guerrera: de la casta de los samurais solamente pueden salir samurais y, desde su más tierna infancia, aprenden las leyes de su casta y el manejo de sus instrumentos, las armas. La “agogé” espartana, la famosa educación que forjaba el carácter del hoplita como el acero recibe su temple en el yunque, se iniciaba a los siete años. Los cadetes entraban a esa misma edad en la escuela que modelaba su valor y liderazgo. Se ingresaba en el cuerpo de mosqueteros con apenas catorce años y la mayoría de ellos eran “hijos del cuerpo”, o bien pertenecían a la pequeña nobleza de Gascuña y el Perigord. Militares, hijos de militares, alumbraban a vástagos que ingresarían automáticamente en la milicia. El mismo escalafón del Ejército Español está, incluso hoy, repleto de apellidos ilustres que se repiten desde el siglo XIII, invariablemente. En las órdenes ascético-militares el voto de castidad impedía la transmisión de la condición de guerrero a unos hijos a los que voluntariamente se había renunciado; pero estas órdenes respondían también a una exigencia de la sociedad medieval: el hijo mayor –llamado por los antiguos, “el hijo del deber”-  recibía el feudo en herencia, era la institución del “mayorazgo” o del “hereu”. Al resto de los hijos –que los antiguos conocían como “los hijos del amor”- les quedaba sólo ingresar en el clero, recorrer el mundo a la aventura… o ingresar en una orden militar.

Cualquier objeción desde el punto de vista moderno es admisible y este sistema de castas parece hoy un arcaísmo destinado a desaparecer. Bien, pero el sistema moderno, completamente inestable, donde los errores en la percepción de la propia vocación y en la valoración de uno mismo y de sus potencialidades son la norma; este sistema moderno en cuya máxima expresión, los EEUU, es habitual la movilidad horizontal (los cambios de domicilio) y vertical (cambios de profesión), no parece mejor que el antiguo, sino, como mucho, más inestable.

Lo esencial a efectos de nuestro estudio, no es entrar en discusiones de esta índole, sino reconocer el valor y la realidad de tres tipos invariables de caracteres: aquel en el que la acción es el rasgo dominante encuentra su lugar en una serie de profesiones. La milicia es una de ellas. La milicia es la profesión tradicional que corresponde a aquellos seres para los que la tendencia a la acción priva sobre cualquier otra.

 

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 07.06.06 

 

 


Cyrano de Bergerac y la tradición heroica de los Mosqueteros

Infokrisis.- Recientemente, hemos visto las dos versiones del film "Cyrano de Bergerac" y repasado la obra original de Rostand, al mismo tiempo que releíamos "Los Tres Mosqueteros" de Dumas. Todo esto nos induce a realizar unos comentarios sobre la tradición guerrera de los mosqueteros, como heredera de la tradición militar espartana.

 

[foto de José Ferrer como Cyrano, en la versión de 1950]

El Cyrano de Bergerac histórico

Su padre, Abel de Cyrano, fue diputado en el Parlamento parisino mientras que su madre, Espérance Bellanger, era hija del tesorero de la Casa Real. Recibió de sus padres tierras en el pueblo de Bergerac. Pero, en 1636, su falta de habilidad para gestionar el patrimonio familiar le lleva a liquidar sus posesiones, conservando de ellas solamente la alusión a la villa que le vio nacer. Nace en 1618, el mismo período en que aparecen los manifiestos rosacrucianos atribuidos a Johann Valentín Andreae (1614), en un período sangriento marcado por la Guerra de los Treinta Años que se prolongará hasta la Paz de Westfalia en 1848. Es la última guerra de religión y su fin sella la balcanización de Europa.

Es posible que Cyrano perteneciera a alguno de los círculos rosacrucianos de la época. Esto explicaría algunos de los símbolos utilizados en su “viaje al sol”, cuando es recibido por un pequeño ser desnudo que lo recibe sobre una piedra: símbolo de la pureza (desnudez) situada por encima de todas las formas (la piedra). Asimismo, las obras herméticas de Cyrano entran dentro de la tradición rosacruciana y de la práctica de la alquimia por parte de los afiliados a estos círculos. El hecho mismo de que Cyrano, ingenuamente, presentara como una posibilidad de volar llenar esferas de cobre con rocío que luego al evaporarse las elevaría hasta la luna, es apenas un símbolo cuando se conoce el papel del rocío en las manipulaciones alquímicas (ver la primera tabla del “Liber Mutus”). La obra de Cyrano de Bergerac es, sobre todo, una obra de contenidos herméticos, con referencias a la ciencia de su tiempo aún no liberada del pensamiento mágico.

En 1639 entra en el cuerpo de los mosqueteros a las órdenes del Capitán Carbon de Casteljaloux. Rostand recuerda este episodio en la presentación que hace Cyrano de los mosqueteros al Duque Guiche: “Estos son los cadetes de la Gascuña y Carbón Jaloux su capitán…”. Nadie dudó en su época de sus habilidades como notable espadachín. Movilizado con su unidad en el sitio de Arrás, recibe una herida en la garganta y se licencia poco después. En París se une a un grupo de “libertinos” (calificación que englobaba a gentes sin religión, más que a personas carentes de ética y moral). Se unió al filósofo materialista Gassendi y escribió en ese período la mayor parte de sus obras. “La muerte de Agripina”, mencionada en el texto de Rostand, acaparó polémicas y escándalos al ser considerada blasfema. Participó en la revuelta de La Fronda al lado de Mazarino, sucesor de Richelieu y, tal como refleja Rostand, hasta el último momento de su vida siguió siendo un personaje polémico capaz de ganarse continuamente enemigos. La enemistad con los jesuitas, por ejemplo, fue recíproca y virulenta. Cyrano es coetáneo de Descartes, a quien tiene como maestro de filosofía. Es posible que ambos pertenecieran a algunas de las muchas fracciones del movimiento rosacruciano de la época. En su simbólico “Viaje a la Luna”, Cyrano incluye referencias al “Discurso del Método” y multiplica envites contra el catolicismo y la moral. Duda de todo –la duda es para Descartes la primera obligación del filósofo- o de lo contrario la verdad puede ser tan sólo apariencia y la auténtica realidad estar en otra parte.

En 1654, tal como refleja Rostand, un accidente callejero, fortuito o provocado, merma su salud cuando vive en medio de dificultades económicas y no ha obtenido el reconocimiento artístico que cree acorde con sus cualidades. En ese momento era secretario personal del duque de Arparon, al que dedicaría sus últimas obras. El 23 de julio de 1655 Cyrano pidió ser trasladado a la quinta de su primo en Sannois. Cinco días después moriría a la temprana edad de 36 años. Desde 1911 se conoce su certificado de defunción, conservado en el archivo municipal de Sannois, en cuya iglesia de San Pedro y San Pablo se encontraba su tumba, en la capilla de San Sebastián.

Edmond Rostand, absorbido por su obra

La obra del dramaturgo y poeta francés Edmond Rostand (1868-1918) estuvo en auge en el tránsito del siglo XIX al XX. Marsellés de origen, desde muy pronto abordó la creación literaria y, a partir de 1888, entregará diversas obras de teatro todas las cuales gozaron de un gran éxito. Pero se trataba de éxitos puntuales que no estaban todavía en condiciones de hacerse con un hueco en las letras francesas.

Será en 1897 cuando, solamente por “Cyrano de Bergerac”, pase a la historia de la literatura mundial. La obra se estrenó por primera vez en 1897 en el teatro de la Porte-Saint-Martin de París.

Tras su “Cyrano”, Rostand compondrá otras obras que gozaron de gran éxito, pero ninguna alcanzó la perennidad de aquella. Ingresó en la Academia Francesa y en los últimos años de su vida se retiró a las estribaciones de los Pirineos.

Llegó a reconocer que “Cyrano” de Bergerac eclipsó cualquier otra cosa que compuso, incluso su propia vida. Falleció en 1918.

A poco de ser estrenada, el famoso actor francés Coquelin hizo una gira mundial con su Cyrano, que llegó a representarse en el Teatro Principal de Barcelona. No volvería a ser interpretada en nuestro país hasta cincuenta años después, en 1955, dirigida por José Tamayo. Manuel Dicenta y María Dolores Pradera encarnaron a Cyrano y a Roxana, estando a la altura de la obra. Por el contrario, mucho más débil y quebradiza fue la versión de 1985 protagonizada por Josep María Flotats. Hasta hace poco, Manuel Galiana encarnó al protagonista en el Teatro Español de Madrid, con Manuel Gallardo como el Conde de Guiche y José Carabias en el papel de Ragueneau, el “pastelero poeta”.

Los valores del “Cyrano”, valores de la tradición guerrera: amor y guerra

¿Qué nos quiere transmitir Ronsard con su “Cyrano”? Sería demasiado simple reducir la trama a una simple historia de amor. Lo es, pero es mucho más que eso, desde luego. Es una historia de amor y de guerra. Contrariamente a lo que sugirieron los hippies en los sesenta –“haz el amor, no la guerra”-, Rostand parece querer decirnos, justo lo contrario: “el que no sabe hacer la guerra, no sabe hacer el amor”. La ética guerrera se desprende de cada uno de los versos del “Cyrano”.

“Cyrano” es, desde luego, la cúspide de una literatura que gira en torno al cuerpo de los mosqueteros del Rey, ambientada en pleno siglo XVII, durante el gobierno de Richelieu. Mucho más simple, y también mucho más conocida, es la novela por entregas de los Dumas, “D’Artagnan y los tres mosqueteros”. Vale la pena preguntarse por qué este cuerpo de élite ha inspirado y sigue inspirando relatos de amor y de guerra.

Para los que no conozcan la trama de la obra de teatro, ésta alude a un personaje que realmente existió, Cyrano de Bergerac, gascón, espadachín y alquimista, poeta y científico; dotado, al parecer, de una gigantesca nariz. A partir de los escasos datos y de algunas obras atribuidas al Cyrano histórico, Rostand compone su personaje y el entorno histórico en el que se desarrolla la trama.

La fealdad física de Cyrano le hace imposible conquistar el amor de su prima Roxana. Ésta se siente enamorada de un joven alistado en los mosqueteros, cuerpo en el que Cyrano es un notable veterano. Roxana le pide que le proteja de las novatadas que otros “gascones locos” pueden propinarle. Así, Cyrano se ve ante la tesitura de apoyar a su rival y mantener secretos sus sentimientos hacia Roxana. Pero el apuesto joven es un completo inepto en el terreno que a Roxana le interesa: la expresión de los sentimientos amorosos; carece del don del ingenio y es un absoluto negado para la poesía. Así que Cyrano pacta con él prestarle sus habilidades literarias para que Roxana pueda valorarlo. Esta “joint venture” permite a Cyrano expresar justamente las sensaciones que Roxana le inspira y, al joven cadete, quedar a la altura que ella desea. En el sitio de Arrás, frente a los tercios españoles, Cyrano sigue enviando en nombre del cadete –que ya ha contraído matrimonio con Roxana- cartas henchidas de amor y sensibilidad. Pero el cadete muere en la batalla y Cyrano decide seguir manteniendo el secreto de quién es el verdadero autor de las cartas. En la última escena, situada treinta años después, Roxana entiende finalmente quién ha sido durante todos estos años el objeto real de su amor y Cyrano muere satisfecho de saber que, en su hora postrera, su amor silencioso y oculto es, por fin, recompensado.

La obra contrapone el “amor físico” al “amor espiritual”, siendo el propio Cyrano la quintaesencia de la “belleza interior” y su alter ego, el cadete imperito, un superficial –aunque no malvado- exponente de la “belleza exterior”. Pero esta trama, bastante sencilla, discurre sobre un trasfondo de heroísmo, honor y lealtad, espíritu de camaradería y de sacrificio.

Los mosqueteros como herederos de Esparta

En el año 1622 se crea en Francia la unidad de los Mosqueteros de la Casa Real. Barrés, en su “Viaje a París” cuenta que, en esos días, el mariscal de Bassompierre, al recibirlos un día mientras leía un fragmento de la “La vida de Licurgo” escrita por Plutarco, les dijo: “Verdaderamente, señores, yo juraría que todos los lacedemonios tenían tanto de cartujos como de mosqueteros”. Y, sin embargo, la fama que acompañaba a los mosqueteros era como explicaba Rostand atribuyendo sus palabras a Cyrano: “Son los cadetes de la Gascuña, / que a Carbón tienen por capitán, / son quimeristas y embusteros; / y a la vez nobles, firmes y enteros, /blasón viviente por doquier van. / Ojos de buitre, pies de cigüeña, / dientes de lobo, fiero ademán; / cuando arremeten a la canalla, / no ciñen casco ni fina malla; / rotos chambergos luciendo van… / Punza-barrigas y Rompe-hocicos / son los dulces nombres que ellos se dan. / Ebrios de gloria, sueñan conquistas, / corren garitos, dan entrevistas; / donde haya riñas, allí estarán… / Tras las coquetas, corren ansiosos, hacen cornudos a los celosos…”, el estilo de los mosqueteros difería, evidentemente, de la austeridad y el autocontrol espartano, pero había un idéntico poso de alegría y austeridad que se reconoce en ambos cuerpos.

En el fondo, alguna diferencia había. Los hoplitas espartanos habían sido educados para la guerra desde la más tierna infancia, mientras que los “carabinos” o “mosqueteros” eran considerados soldados de fortuna, rufianes desarrapados, la mayor parte surgidos de la Gascuña francesa y el Perigord. Pero la escuela de mosqueteros, creada a imagen y semejanza de las “fatrias” espartanas, demostraría su valor convirtiendo a una tropa heterogénea y turbulenta en un cuerpo disciplinado, henchido de valores y dispuesto a demostrarlo hasta el esfuerzo final y la entrega absoluta.

Enrique IV de Francia, a finales del siglo XVI, organizó el “Cuerpo de Carabinos” a la vista de la importancia que progresivamente iban cobrando las armas de fuego en las batallas. Su habilidad en el tiro aseguraba la iniciativa táctica en las largas distancias y la posibilidad de golpear al adversario antes de llegar al cuerpo a cuerpo, algo que los antiguos hoplitas espartanos hubieran considerado una táctica “poco honorable”, ellos, que luchaban a distancia mínima permitiendo al enemigo que pudiera ver la abeja de tamaño natural que tenían dibujada en su escudo circular. En 1615, los “carabinos” habían sido distribuidos entre distintas unidades de choque, especialmente entre la caballería ligera, con misiones de reconocimiento. Esta dispersión fue negativa para todos. Mantenían su espíritu de cuerpo, orgulloso y rebelde. Allí donde fueran destinados abundaban las pendencias, y los duelos se habían convertido en habituales, siempre con ellos como protagonistas y retadores. Luis XIII volvió a reunirlos en un sólo cuerpo, encomendando al capitán Epernon su mando. Había destacado en el asalto a Montpellier y era un militar valeroso y enérgico, acaso el único capaz de reimplantar la disciplina en tan turbulenta tropa. Pero Luis XIII no contemplaba la reconstrucción de una unidad específicamente dedicada al tiro con arma larga, sino que había diseñado para ellos una nueva misión. Se podía decir que eran pendencieros y caóticos, pero nadie hubiera osado acusarles de falta de valor y empecinamiento heroico en los combates. Así pues, disponían de las cualidades necesarias para constituir una guardia personal, de lealtad y valor reconocidos, afecta a la persona del monarca. Poco después de la entrevista del Rey con Epernon, un real decreto transformó el Cuerpo de Carabinos en Cuerpo de los Mosqueteros de la Casa Militar del Rey, y él mismo fue eligiendo individualmente a los integrantes de la tropa. Desde el principio (1622) y hasta su disolución (1749), esta unidad sería la preferida de los monarcas franceses.

Se reclutaba a los mosqueteros muy jóvenes, apenas a los dieciséis años. Ni era necesario un título de nobleza ni buenos caudales, bastaba simplemente una recomendación dirigida a su capitán y era éste quien realizaba la primera selección, que luego el rey solía confirmar. Esto explica el porqué la mayor parte de los mosqueteros procedían del sur de Francia, de la Gascuña y el Perigord y algunos del Languedoc y Aquitania. En general, se trataba de hijos segundones de la nobleza de provincias, empobrecida o sin muchos bienes, tal como nos los pintan en “Los Tres Mosqueteros”. Se les ve en los figones y tabernas situados en torno al Louvre, tocados con anchos chambergos con plumero, capa con largas cintas y mano en la espada. Pero aunque fueran con atuendos más habituales, se les distinguiría por su acento. Dice Dominique Venner: “para aquellos jóvenes flacos, de silueta felina, venidos a pie o montados en lastimosos pencos, su espada era toda su riqueza y su honor la única razón de vivir”.

Si hay algo que, tanto Rostand como Dumas, tienen razón al reflejar en sus obras, es la íntima relación de los mosqueteros con el duelo a espada. Desde 1616, un decreto los ha prohibido, pero es evidente que, no solamente no lo respetan, sino que incluso buscan el duelo, y sus movimientos fuera del cuartel son una pura provocación. Quien no responde a una afrenta pública, quien no toma la espada para defender su honor, es porque no lo tiene. Y quien ha emitido este decreto ignora lo que es el honor, esto es, carece de honor. Además, si los duelos están prohibidos, hay que tener doble valor para aceptarlos y batirse. ¿Por qué el duelo? En primer lugar, por circunstancias históricas. Francia vive un período en el que ha concluido la Guerra de los Treinta Años, hay una paz precaria, y los campos de batalla hace tiempo que se han transformado de nuevo en tierras de cultivo. Los mosqueteros, hombres de armas y entrenados para la guerra, difícilmente pueden soportar las largas guardia en el Palacio del Louvre, o cabalgar junto al rey y otros notables persiguiendo liebres y ciervos. Lo hacen por lealtad a su compromiso, pero piden algo más: demostrar aquello para lo que han sido educados. De otro lado, a su espíritu provinciano le repugna el carácter de la nobleza parisina e, incluso, de los burgueses preocupados siempre por la buena marcha de sus negocios. Ni lo comprenden, ni les interesa. De París aman tan solo la belleza de sus mujeres y el ambiente de las tabernas. El resto se lo puede llevar el diablo o la punta de su espada. Consideran el duelo como un deporte, el más realista y mejor entrenamiento militar posible. No se aprende a matar ni a morir en los entrenamientos casi circenses a los que son sometidos. Se aprende en la “prueba” y no hay ocasión mejor para demostrar el valor y la propia habilidad que el duelo. Los oficiales e incluso la Casa Real no dan mucha importancia a la vulneración de una ley, conocen el fuego que arde en el interior de los mosqueteros y comentan las últimas novedades sobre los últimos duelos y sus protagonistas con la fruición y el interés puesto hoy en los asuntos del “colorín” y en las botillerías sobre el famoseo. En el Prado de los Clérigos situado en las inmediaciones de la Iglesia de Saint Germain, tal como le ocurre a D’Artagnan a poco de su llegada a París, acuden una y otra vez los mosqueteros y sus rivales y dirimen sus disputas; frecuentemente, no sólo hasta la primera sangre sino hasta la muerte. En apenas diez años 8000 muertos son el resultado de estas disputas, muchos de ellos mosqueteros. Ningún otro cuerpo armado ha sufrido tal hemorragia de bajas en aquellos años de recobrada paz. Richelieu no sabe apreciar estas habilidades –él, cardenal de la Iglesia, que ha pactado con los turcos para debilitar a sus enemigos, España en primer lugar-, las considera solamente como una sangría sin sentido que podría evitarse y que debilita la función principal asignada al cuerpo: la protección del Rey.

Hacia 1628 este período de paz concluye y se inician nuevas guerras contra el último reducto hugonote en La Rochelle y contra los ingleses que no dudan en aliarse con ellos. No llegaron a tiempo de combatir, pero lograron impresionar a Richelieu que, a partir de ese momento, los incorporará a todas sus campañas. Es en 1629 cuando tiene lugar su bautismo de fuego real, en la campaña contra el duque de Saboya apoyado por España. La vanguardia del asalto al Pas-de-Suse estaba formada por la Compañía de Mosqueteros. El rey les dio la señal de asalto y, en apenas unos minutos, la lucha ha concluido con la derrota total de los saboyanos. El propio Luis XIII se lanzó también al asalto tras los mosqueteros. La unidad está dirigida por un nombre que Dumas se encargará de popularizar en el siglo XIX, el heroico Troisvilles, pronunciado “Treville”, que en esa acción recibirá los galones de teniente.

A partir de ese momento, los elogios prodigados por el rey a “sus mosqueteros” se hacen casi obsesivos, especialmente a oídos de Richelieu, que ha organizado su propia “Guardia”. Entre ambos cuerpos empieza a existir una rivalidad irracional de la que, frecuentemente, los mosqueteros salen victoriosos, sellándose con afrentas acumuladas a la guardia del cardenal . Pronto empieza a planear un odio cerval del cardenal hacia estos hombres de armas que escapan a su disciplina (y, en realidad, a cualquier disciplina) y tienen a bien, incluso, excitar al combate al propio rey que, tal como dijo en cierta ocasión, de no haber nacido para el trono hubiera amado pertenecer a aquellos “gascones locos” (tal como los define el Duque de Guiche durante el sitio de Arrás en la obra de Rostand). La campaña de Lorena en 1630 aplaza estas disputas y, nuevamente, el ya capitán Troisvilles se cubre de honor dirigiendo la carga contra los loreneses. Ya son casi todos gascones, e incluso el grito de guerra propio de aquella raza indómita –“Billegañé, billegañé”- se ha convertido en el grito de asalto de la unidad que, por si mismo, basta para causar terror en el adversario. Cuando lo oyen pronunciado con el acento duro del sur, saben que tienen delante a mosqueteros. Este origen gascón es reflejado por Rostand en su “Cyrano” cuando durante el cerco de Arras, para animar a la tropa, el protagonista pide al músico que toque su flauta. Dice Cyrano: “Oíd: mientras sus notas desentraña, / el pífano suspira: / suspira recordando tiernamente / que si de ébano es hoy, fue ayer de caña (…) / Gascones escuchad… bajo sus dedos, / no es la trompa guerrera / no es en sus labios el marcial sonido / que al combate nos llama: es el silbido / que oíamos antaño / es la flauta grosera / del pastor que apacienta su rebaño / Escuchad, escuchad… es la espesura / es el monte, el arroyo, la llanura; / el rabadán inculto y atezado / el pastor avezado / al rigor de las frías estaciones / que calza abarcas y cayado empuña; / es el campo, es la paz… Oíd gascones / ¡es toda la Gascuña”. Mientras los mosqueteros, en el tiempo de Troisvilles, fueron mayoritariamente procedentes del sur, siguieron experimentando la indómita atracción de su tierra natal, al igual que otros como Christian de Neuvillete, normando, seguía arraigado en el norte. Por eso, Christian pregunta a Carbón: “Cuando a un joven forastero / humilde, si no menguado, / le llegan a provocar / meridionales matones / y por demás fanfarrones / ¿qué ha de hacer?”. Y el capitán le responde: “Debe probar / que, aun siendo del Septentrión / también puede ser valiente”. La región de origen –lo que hoy se llamaría “nacionalidad”- sirve sólo para estimular rivalidades y competencias, a ver quién se distingue más por su valor. Pero, a fin de cuentas, todos están de acuerdo en que, sea cual sea la nacionalidad de la que se proceda, es una nación, un Estado y una Corona lo que se trata de defender. A fin de cuentas, no es la rivalidad por el origen, sino la rivalidad por el valor y el honor lo que forja la dureza diamantina del Cuerpo de los Mosqueteros.

Resuelta sin grandes complicaciones la campaña, regresan a París en un momento en el que, tanto el Rey como el Cardenal, han asumido el patronazgo de los Mosqueteros y de la Guardia respectivamente y no les importan los duelos si con ellos unos muestran su superioridad con la espada frente a los otros. Es el año 1632. Dos años después, el rey Luis XIII se nombrará “Capitán de los Mosqueteros”, mientras que Troisvilles recibe el mando en plaza de la compañía. Con este aval, los mosqueteros son conscientes de su prestigio e inician una espiral de duelos sin precedentes. Como siempre, los Guardias del Cardenal suelen llevar la peor parte.

Más o menos en esas fechas aparece un joven gascón en las abigarradas calles de París. Se llama Carlos de Baatz de Castelmore, pero su figura aparecerá en el relato de Alejandro Dumas como el padre de D’Artagnan. Se sabe, asimismo, que poco después fueron admitidos en el cuerpo Armando de Sillegues de Athos, en 1640, Henri de Aramitz, su sobrino, y quizás hacia 1641, Isaac de Portau. D’Artagnan, Atos, Portos y Aramis, los cuatro protagonistas de la novela de Dumas, existieron realmente e, incluso, tal como la novela refleja, se vieron envueltos en conspiraciones palaciegas y embrollos sin fin.

Son los años en los que la Compañía de Mosqueteros asienta sus valores y fija su perfil definitivo. Dominique Venner nos cuenta de ella: “Su disciplina era muy severa. Habituados a vivir juntos, los Mosqueteros se tenían mutuamente en gran estima. No había entre ellos uno sólo que no fuera un valiente; se era particularmente exigente en lo tocante al valor personal. El espíritu de cuerpo era muy pujante, porque se asentaba en la amistad y la confianza recíproca entre todos los hombres de cada destacamento. La compañía había llegado a ser la mejor escuela para aprender a la vez el menester del soldado y los deberes del hombre de la corte”. Aparentemente, estamos ya lejos de aquellos primeros tiempos del cuerpo descritos por Rostand en la presentación de los mosqueteros al Duque de Guiche. Es cierto que habían asimilado algo el estilo de la corte. Como Cyrano, había entre ellos poetas tan hábiles con la pluma como con la espada. Dominaban las buenas maneras y la cortesía, pero nadie había conseguido erradicar ni su tendencia al duelo, ni sus desplantes. Lo había comprobado Richelieu y lo comprobó después Mazarino, que no dudó en dispersar la compañía en otras unidades. Tresvilles, promovido al cargo de gobernador de Foix, terminó retirándose a su amada Gascuña muriendo en 1672 con el grado de Teniente General concedido por Luis XIV.

El Rey Sol era un apasionado del arte militar y Mazarino, para congraciarse con él, le propuso reconstruir el Cuerpo de los Mosqueteros como Guardia Real. Quien los disolvió, volvía a sugerir su reorganización en 1656. A pesar de que el sobrino del Cardenal Mazarino recibe la jefatura de la unidad, el mando real corresponde a D’Artagnan. Estos nuevos mosqueteros, son diferentes a los anteriores. Propuestos por D’Artagnan es, finalmente, el Rey quien los selecciona. Y ya no basta una simple recomendación. Se exige un título de nobleza o, si no se posee, caudales suficientes para asegurar uniforme y manutención. Es el precio por estar próximo al Rey. Porque, prácticamente, en esa época los mosqueteros departen cada día con el Rey. Es él quien dirige sus entrenamientos en el Louvre o en el Castillo de Vincennes, él quien diseña uniformes y les pasa revista u observa sus maniobras con fuego real en Neully. En 1657 la unidad reconstituida entrará de nuevo en combate. El propio Luis XIV va con ellos a Calais para combatir a los españoles con ayuda de Cromwell. El 23 de junio la ciudadela capitula y los mosqueteros regresan a París habiendo pagado un elevado tributo de sangre, pero también confirmando a Luis XIV las expectativas que había depositado en el cuerpo. Tanto es así que, en 1659, cuando se concierta la Paz de los Pirineos y se pacta el matrimonio de la hija de Felipe IV con Luís XIV, el rey elegirá a D’Artagnan y a un contingente rigurosamente seleccionado para que le acompañen en su boda. La boda, celebrada en San Juan de Luz, facilitará que la comitiva real recorra entre vítores y muestras de adhesión la Gascuña, tierra natal de D’Artagnan, e incluso se detenga en Castelmore, su ciudad natal.

En la cúspide del reinado de Luis XIV, la compañía se divide en cuatro brigadas, cada una dotada de penachos específicos. Su uniforme característico, el jubón azul, está adornado con la cruz en las mangas y en la espalda. Luego, cada brigada recibirá una casaca de distinto color y, más tarde, se les distinguirá también por el color de sus caballos. Se diría que, desde la rusticidad inicial de los mosqueteros, Luis XIV parece haberlos convertido en un juego cortés de la época. Pero se trata solamente de una pátina frívola impuesta por un monarca no menos frívolo. En realidad, los mosqueteros vuelven a mostrar su valor en el sitio de Munster frente a los mercenarios movilizados por el obispo de esa ciudad. Incluso la más novata, la segunda compañía, compuesta por jóvenes reclutas, mostró su efectividad en el combate. A partir de entonces, los mosqueteros destierran el tratamiento de “Señor” y se llaman unos a otros, incluidos los oficiales, “compañeros”, palabra que expresa la tradición del cuerpo expresada en la divisa de la novela de Dumas: “Todos para uno, uno para todos”. Una vez más, un cuerpo de élite recuperaba la vieja idea espartana: el individuo aislado, el acto de valor individual, no sirve para nada. Es preciso un espíritu colectivo, una disciplina, en la que la personalidad quede abolida y emerja de entre sus restos el “espíritu de cuerpo”. Y para ello, lo primero se trata de estimular la solidaridad vincular entre cada uno de sus miembros. Nadie es más que otro; todos tienen la seguridad de que, en caso de resultar heridos en combate, no serán abandonados en el campo de batalla.

En los años siguientes los mosqueteros participarán en todas las campañas de Luis XIV, distinguiéndose, inevitablemente, como los más efectivos en combate. D’Artagnan seguirá siendo su capitán, aunque no participe en los combates por decisión expresa de Luis XIV que lo reserva para su guardia personal. Sin embargo, el viejo mosquetero no rehuía el combate, y en él encontró la muerte a manos de un arcabucero holandés; justo cuando le atravesaba con su espada, éste le disparó un balazo en la garganta. Allí habían acudido los mosqueteros para participar en el cerco de Maastrich defendido por españoles y holandeses. En su epitafio se leía: “D’Artagnan y la gloria tienen el mismo féretro”. Y no se trataba de un relato novelesco. Muy frecuentemente, en especial en el caso de los mosqueteros y, por extensión, en toda la tradición guerrera, la realidad supera a la ficción. No es raro que, a partir de Maastrich, toda la nobleza francesa que aspiraba a realizar la carrera de las armas aspirara a un puesto entre los mosqueteros. Y así fue hasta la batalla de Fontenoy en 1745 en la que, una vez más, se impusieron sobre sus adversarios.

Lo que podríamos llamar el estilo de los mosqueteros se ha forjado a imagen y semejanza del estilo espartano. Hay, naturalmente, diferencias. En el siglo XVII el individualismo, no sólo se insinúa en el horizonte, sino que lleva ya dos siglos ganando fuerza y empuje. Los mosqueteros tienen algo que, para nosotros, resulta más accesible y comprensible que el viejo estilo espartano: existe en su interior un régimen de pesos y contrapesos. Al espíritu de cuerpo y a la disciplina que solamente es capaz de forjarse aboliendo las distinciones individuales, se añade un deseo de honor individual y de gloria personal inexistente y condenable en Lacedemonia. El espartano no busca gloria individual, su “aurea mediocritas” reside en el cumplimiento del deber y en el mantenimiento de la disciplina. El mosquetero, cuando está desmovilizado, resuelve su vida en los burdeles y figones, en tabernas de mala reputación, o cultivándose, si le apetece, en los múltiples teatros de la capital. Procura que sus frases sean aceradas e incluso provocativas, pero ya está lejos del laconismo espartano. Solamente mantiene ese laconismo en las órdenes que recibe. Hay un común orgullo de raza en ambas experiencias guerreras. Un guerrero no puede buscar protector, tal como le sugiere Lebrel a Cyrano, el cual, asiendo la espada enfundada le contesta: “No tengo protector, ésta es mi protectora”; o cuando, tras la presentación de los mosqueteros al Duque de Guiche, tiene lugar el famoso monólogo –recogido casi íntegramente en ambas versiones cinematográficas- en el que Cyrano rechaza en bloque los valores burgueses y vender su talento, certificando su abominación con el estribillo: “No, gracias”, exaltando su dorada soledad: rechaza un protector y un mecenas al cual deba alabar y bendecir por sus favores, “No, gracias”; rechaza “¿arrastrarme, cual serpiente / ante estúpido anfitrión, / y ejercitar contorsiones con habilidad dorsal?”, “No, gracias”; “¿Publicar versos por cuenta propia / y así la fama de autor alcanzar?”, “No, gracias”; “¿lograr que diez botarates / en su cónclave risible / me proclamen infalible?”, “No, gracias”. Y tras esta retahíla de rechazos indignos, traza su credo: “En cambio… ¡oh, dicha, vencer / gracias al propio heroísmo / fiando sólo en ti mismo / pudiendo siempre a placer / himnos de gloria entonar / o denuestos proferir / soñar, despertar, sentir / lo que es hermoso admirar; / tener firme la mirada / la voz que robusta vibre, / andar sólo, pero libre”. Y sigue: “no escribir nunca jamás / nada que de ti no salga / y, modesto en lo que valga / pensar que otro vale más; / ¡y contentarte, por fin, / con flores, y hasta con hojas / como en tu jardín las cojas / y no en ajeno jardín!”. Para concluir al fin: “En resumen: desdeñar / a la parásita hiedra / sea fuerte como la piedra / no pretender igualdad / al roble por arte o dolo, / y, amante de tu trabajo, / quedarte un poco más bajo / pero sólo siempre sólo”. El espíritu individualista y retador de la época está también presente en este fragmento: “Ah, Lebrel! ¡si comprendieras / cuánto se siente halagada / mi alma bajo una mirada / insultante! ¡si supieras / lo bien que mancha el jubón / la baba de los cobardes…”.

En el fondo, hay algo en Cyrano y en los mosqueteros que remite a la antigua Esparta. No en vano, ambos son vástagos de la misma tradición. Hijos de tiempos distintos, uno es su espíritu y una su vocación.

Dos filmes, dos épocas, dos éxitos

Debió ser cuando apenas teníamos 14 años, que TVE, la única de la época, emitió la película “Cyrano de Bergerac”, protagonizada por José Ferrer. Aquella obra nos impresionó vivamente por la belleza de sus poemas y una mezcla de dramatismo, socarronería, amor y guerra. Poco después tuvimos ocasión de leer el texto de la obra (publicado por Espasa Calpe, en la colección Austral y reeditado desde entonces en decenas de ediciones). Pero no sería sino hasta 1991 cuando –en unas circunstancias interiores muy tensas- pudimos ver el remake realizado por Repennau y protagonizada por Gerard Depardieu.

Vale la pena decir que las dos películas son extremadamente fieles a la obra original. Realmente, pocas obras de teatro han sido llevadas al cine alterando tan pocos elementos y manteniendo, incluso entre sí, unos paralelismos extraordinarios. La obra de teatro, por supuesto, es más extensa y ha sido, en cierta medida, concentrada; pero en ambas traslaciones cinematográficas se han mantenido los fragmentos más vibrantes y bellos del libreto original.

Otro paralelismo entre ambos filmes es que los dos han sido premiados. La primera versión (1950) recibió el Oscar a la mejor interpretación masculina, mientras que la segunda (1990) también recibió una granizada de premios en Europa y América. Pero estas películas, de Michael Gordon y de Jean Paul Rappeneau, siendo las mejores, no han sido las únicas. Otras dos versiones anteriores, en 1945 (versión francesa debida a François Rives) y la versión muda de Auguste Genina en 1925, evidenciaron que, a medida que el cine ha ido avanzando y perfeccionándose, del mismo modo las versiones del Cyrano han sido progresivamente más atractivas.

Una obra como ésta descansa, inevitablemente, en el actor que encarna el papel de Cyrano. José Ferrer, desde luego, tuvo la fuerza interpretativa para realizar una versión particularmente enérgica y, más tarde, Depardieu logró igualarla, si no superarla. La versión de 1950 tiene el atractivo de la banda sonora original de Dimitri Tionkim, mientras que la de Rappeneau consigue un entorno musical incluso superior.

Los tiempos en los que ambas obras fueron elaboradas son diferentes. En 1950, el blanco y negro y los decorados a lo largo de toda la película, evidencian que todavía estamos más cerca del teatro que del cine moderno. La película no debió contar con un presupuesto excesivo, los decorados son limitados, como si esta película, de matriz norteamericana, fuera rodada sin excesivas ambiciones. Por lo que se refiere a la versión de 1991, fue la gran película francesa de aquel año, con vocación de producto internacional y amparado en un esfuerzo económico notable, especialmente para el cine europeo. Con una fotografía muy superior y unas ambientaciones que, ni siquiera el mismo Rostand fue capaz de definir es, incluso hoy, una de las más altas cotas del cine europeo; donde se muestra nuestra posibilidad de competir ventajosamente, y con productos culturales mucho más afinados, con el cine norteamericano. Resulta extremadamente reconfortante saber que no todo el cine europeo es Almodóvar o los hacedores de ese cine de tantas pretensiones intelectuales (es decir, de izquierdas); o de un intimismo intrascendente habitualmente galardonado en ese esperpento nacional que son los “Goya”.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 28.05.06

Esparta: la madre de todos los guerreros (II) La Falange Hoplítica

Esparta: la madre de todos los guerreros (II) La Falange Hoplítica
Infokrisis.- En esta segunda entrega, describimos el núcleo del ejército espartano y, por extensión, de los ejércitos griegos: la falange hoplítica. Abordamos su forma de combate, su organización y armamento y los combates en los que participó hasta la batalla de Leuctra que marca el inicio de la decadencia espartana. El ejército espartano constituyó el nervio de la ciudad libre.

 

Esparta en combate (I): la falange hoplítica

La falange era la formación de combate habitual en Grecia desde mediados del siglo VII a. JC. No se tiene una idea exacta de si la falange surgió espontáneamente o si fue el resultado evolutivo de formaciones anteriores de combate. Se tiene tendencia a pensar que su concepto estaba relacionado con las competiciones atléticas teatralizadas; la evolución colectiva y mil veces repetida, el culto a la fuerza, al empuje físico y a la resistencia, así lo hacen pensar. Anteriormente, en todas las ciudades griegas existía la casta de los guerreros profesionales que combatían preferentemente a caballo y constituían una especie de aristocracia. En la falange hoplítica este concepto queda superado: son los ciudadanos libres de Esparta los que participan en ella como combatientes de a pie. No hay casta guerrera: todos los hombres libres en edad de empuñar un arma son guerreros.

Es posible que esta idea de la falange hoplítica influyera decididamente en la formación de un sistema tan sofisticado de pesos y contrapesos como era el espartano. En la falange hoplítica combate desde el rey hasta el ciudadano poseedor del lote de tierra más apartado. La idea de igualdad en la batalla debería de arrastrar, casi de forma automática, la igualdad política. El guerrero, en el fondo, pasa a ser un reformador político. No es la democracia la que modela la función del guerrero, como en las actuales democracias, sino justo al revés: el guerrero reproduce las condiciones del combate, que vive constantemente, en las instituciones políticas.

A pesar de la enorme innovación que supuso en la organización militar del mundo antiguo la irrupción de la falange hoplítica, hay que reconocer que tácticamente estaba muy limitada. Tenía muy escasa movilidad, costaba mucho pasar del “orden grueso” al “orden delgado”. Por otra parte, el hecho de que se tratara de una formación de infantería contribuía a limitar aún más la rapidez de movimientos. Si la falange hoplítica pudo imponerse sobre los adversarios de Esparta e incluso una pequeña ciudad, con demografía limitada, se enfrentó y venció al Imperio Persa, fue gracias a su entrenamiento ininterrumpido y a la moral impresa en sus guerreros por la “agogé” y, especialmente, por el sentido del honor y la lealtad que sabía transmitirles.

La estructura interna de la falange era extremadamente complicada y seguramente fue ganando complejidad con el paso del tiempo y a la vista de las experiencias adquiridas en combate. La estructura básica de combate era el “sintagma”, formado por cuadrados de 16 combatientes por cada uno de sus lados. Su elemento básico era la “fila”, formada por un frente de 16 combatientes; cuatro filas formaban una “enomotia”. En el interior de la “enomotia”, las filas impares recibían el nombre de “protóstatas” y las pares el de “epístatas”. Cuatro “enomotias” formaban una “hilera”, dos “hileras” una “diloquia”; dos “diloquias” una “tetrarquía”; dos “tetrarquías”, una “taxiarquía” y, finalmente, dos “taxiarquías”, un “sintagma”. En total, el bloque, equivalente a nuestros actuales batallones, estaba formado por 256 hombres. Existían unidades mayores. Dos “sintagmas” formaban una “pentacosiarquía”; dos “pentacosiarquías” formaban una “quiliarquía”; dos “quiliarquías”, una “menarquía” y dos “menarquías”, una “falange”. El total de combatientes era de 4.096 guerreros, con 256 “hileras”. Dos “falanges” formaban una “difalangarquía” con algo más de 8.000 hombres como núcleo de combate, y unos 2000 más de reserva, intendencia y algunos jinetes. Ahora bien, estas proporciones fueron variando con el paso del tiempo y corresponden sobre todo al período más arcaico del que se tiene noticia. La organización tuvo su origen en Esparta pero fue adoptada por todas las ciudades griegas, siempre con algunas modificaciones. En tiempos tardíos, la falange macedónica de Alejandro Magno correspondía, en realidad, a una “menarquía” y, en tiempos de su padre, se sabe que una falange estaba formada por 6.500 hombres.

La formación de combate de la falange se constituía a partir de la “hilera”. Marchaba como un bloque compacto cuadrado con 16 soldados de fondo (“orden cerrado”), que podía evolucionar hasta los 32 (“orden grueso”) o alcanzar los 8 (“orden delgado”). Al parecer, era frecuente que estuviera formada por un frente de 256 soldados (16 “filas”) por 16 de fondo. Su jerarquía interior era bastante simple: el general, “estratego”, ocupa la cúspide jerárquica de la falange; luego estaba el “taxiarca” o centurión, oficial fuera de fila que mandaba sobre dos “tetrarquias” (128 soldados); luego estaba el hoplita o soldado raso. Cada división de la falange tenía un jefe: “diloquita”, “tetrarca”, “sintagmatarca”, “pentacosiarca”, “quiliarca”, “merarca” y “falangarca”. En combate, a estas jerarquías correspondía transmitir las órdenes a los hoplitas que dirigían y combatir codo a codo con ellos.

Los hoplitas se configuraban como una especie de infantería pesada, armada y equipada como tal. Casco de metal, escudo (“hóplon”), espada corta, pica larga de 6 ó 7 metros (“sarisa”). Marchaban en formación, separada cada hilera por unos dos metros. Iban seguidos por los sirvientes (peltastas) que les llevaban el bagaje y algunas armas de repuesto. Los hoplitas constituían el núcleo central de la falange. Existía también una infantería ligera, los “psilites”, desprovista de armas defensivas y cuya función era proteger con ondas y jabalinas el avance de los hoplitas. El equipamiento se completaba con las grebas o canilleras metálicas que protegían la parte del cuerpo no cubierta por el escudo. La formación hoplítica estaba muy condicionada por el escudo que llevaba cada uno de sus combatientes. El mismo nombre de “hoplita” procede del escudo, hóplon, fabricado en bronce o bien en madera o incluso en mimbre recubierto de piel; su diámetro era ligeramente inferior al metro. Hasta la aparición del hóplon, los escudos griegos solían colgarse del cuello mediante una correa durante la batalla, o bien, en las marchas o en las retiradas esa misma correa se pasaba por el hombro y el escudo se colocaba a la espalda. Con la aparición del hóplon todo esto varía extraordinariamente. Una correa servía de asa y una abrazadera por la que pasaba el antebrazo izquierda aumentaba su maniobrabilidad. Las armas ofensivas se manejaban con el brazo derecho. La envergadura del escudo dificultaba movimientos e, incluso, en determinadas situaciones hacía descender su visibilidad; pero todo esto se compensaba con la seguridad que daba, no solamente sentirse protegido por el propio escudo, sino por el del compañero situado a la derecha. El hóplon, en el fondo, es el elemento que más contribuye a la solidez de la falange hoplítica y a la solidaridad entre sus miembros. Era extremadamente pesado y se sujetaba con el antebrazo. Cubría la parte izquierda del hoplita y la derecha del compañero que formaba a su lado. Así pues, la vida y la seguridad de cada combatiente dependía tanto de él como de los que le seguían y precedían en la hilera. “Con tu escudo o sobre él, espartano”, era la frase ritual que repetían las madres y las esposas de los guerreros cuando marchaban al combate. En la tradición guerrera espartana regresar sobre el escudo significaba morir en combate. Los compañeros del guerrero caído transportaban el cuerpo de éste sobre su propio escudo. Regresar sin el escudo suponía haber sido derrotado colectivamente o bien haber perdido el honor.

En el combate se evitaba romper esta formación. La primera línea estaba constituida por esa muralla de escudos de la que sobresalían las lanzas de la segunda y tercera hileras. El espartano consideraba que los arcos y las flechas eran armas poco honorables porque hacían innecesario el cuerpo a cuerpo; no las utilizaba, pero se protegía de ellas mediante la muralla de escudos. En algunos momentos una loriga bastante simple, especialmente estudiada para atenuar el impacto de la flecha, formaba parte de su uniforme.

Grecia no era rica en pastos, por lo tanto el caballo, aunque se conocía y se dominaba el arte de la doma, nunca constituyó el elemento central de los combates. A partir de las guerras contra Persia y, en especial, en la batalla de Platea, el general persa Mardonio utilizó unidades de caballería pesada. A pesar de que las fuerzas de ambos bandos eran equivalentes, la presencia de estas unidades daba cierta ventaja y, desde luego, más movilidad a los persas. Pero, a la hora del combate, el rey espartano Pausanias y sus hoplitas lograron rechazar los ataques de la caballería pesada (gracias a sus picas) y evitar los estragos que podían haber causado las constantes lluvias de flechas (mediante el escudo). El pequeño núcleo hoplítico espartano quedó desconectado del resto de fuerzas griegas, pero, tras rechazar a la caballería persa, logró romper las líneas de Mardonio (el cual murió durante la batalla) y sus fuerzas se desbandaron. A partir de Platea, algunas ciudades griegas constituyeron unidades de caballería. Se constituyeron “tagmas” formadas por 500 jinetes, “drongos” con 2000 y escuadrones de 64 caballos o “ilas”. Cuatro “ilas” constituían una “terantinarquía”, cuatro “terantinarquías”, una “hiparquía” y cuatro “hiparquías”, una “epitagma” con 4.096 jinetes.

El hoplita avanzaba siempre en formación cerrada, hileras densas erizadas de lanzas y protegidas con escudos, una verdadera muralla en movimiento buscando el choque frontal. No existía nada más alejado al modelo homérico de combatiente que el hoplita espartano. Si Homero había exaltado al héroe aislado que lucha en solitario y vence o muere, la falange hoplítica es una tarea colectiva. No se concibe el combate como exhibición individual de heroísmo, sino como evolución colectiva. No se pide al hoplita que tenga iniciativa personal, sino que se comporte con disciplina, evite que la formación se rompa y evolucione colectivamente con precisión milimétrica. Era el heroísmo colectivo y no el arrojo individual lo que se exaltaba y lo que tenía lugar en la táctica espartana.

El 13 de septiembre del año 409 a. JC, el general ateniense Milcíades, al mando de 10.000 combatientes griegos, volvió a afrontar a los persas lanzados contra las ciudades helénicas. Darío había conseguido desembarcar  20.000 guerreros y tomar posiciones en la llanura de Maratón. Milcíades, a pesar de contar con la mitad de efectivos, desplegó  sus tropas en una línea igual en extensión a la persa, dio a los flancos la máxima densidad y avanzó a la carrera contra las filas persas. Estos, sorprendidos, no pudieron hacer uso de sus arqueros y, al verse rebasados, se retiraron hacia sus naves. Grecia, una vez más, se había salvado del asalto de Asia. El soldado Filípides llevó la noticia de la victoria a Atenas, distante 42 kilómetros del campo de batalla, muriendo al llegar. Hoy, los Juegos Olímpicos evocan esta gesta en la prueba del maratón. La victoria griega se debió a la superioridad táctica, al armamento y a una moral de combate más perfilada que la persa. Además, los griegos defendían su libertad y su integridad territorial.

La estructura y las tácticas de la falange fueron trasplantadas a todas las ciudades griegas. Cada una aportó sus propias modificaciones, obedeciendo a sus características, a la funcionalidad que pretendían dar a su milicia y a sus propias tradiciones militares. Atenas primero y Macedonia después, contaron con las organizaciones más complejas, adaptadas para proteger su comercio, Esparta era la más simple y, sin duda, la mejor entrenada, con una finalidad puramente defensiva. Otras ciudades apenas tenían una milicia que no llegaba a la categoría ni a la complejidad de la falange; el “Batallón Sagrado” de Tebas, formado por parejas de hombres que se juramentaban para defenderse mutuamente hasta morir, o los eparitas de Arcadia, y los “Mil de Argos”, etc. La falange hoplítica pasó a ser una realidad espartana extendida a todas las ciudades griegas. Paradójicamente, su punto álgido y su máxima complejidad militar la alcanzó en tiempos de Filipo de Macedonia, y no en territorio espartano. Esparta solamente había forjado un ejército para defender sus límites territoriales. El espartano, a lo largo de casi toda su historia, apenas albergó ninguna vocación imperialista, ni expansionista. El apego a sus tradiciones seculares le hacía considerar como “ajeno” el territorio que estaba más allá de los límites de su ciudad. El “demos”, originariamente, aludía al terreno a distribuir entre los miembros de la comunidad. Se forma así una potente clase de campesinos-soldados que constituye el armazón central de la falange hoplítica espartana. El soldado se costea a sí mismo su equipo y combate para conquistar nuevos campos de cultivo. Se ha dicho que la “guerra hoplítica” no es expansiva ni imperialista, su objeto solamente consiste en ocupar nuevas tierras de cultivo, cuando estas son necesarias.

En general, las ciudades griegas no estuvieron dotadas para el espíritu expansionista e imperial que luego encontramos en Roma. Atenas era una potencia comercial capaz de sembrar el Mediterráneo de colonias y factorías, pero no de sumar territorios. Esparta era una potencia guerrera continental, poco apta para la navegación y mucho menos para la conquista. Frecuentemente, las ciudades griegas mantenían polémicas agrias entre sí que terminaban en conflictos armados. Solamente la sombra de un riesgo exterior les animaba a abandonar sus diferencias y luchar codo a codo contra el enemigo común.

Filipo de Macedonia fue el único, junto a su hijo Alejandro Magno, en contemplar posibilidades expansivas para Grecia. A tal fin adaptó la estructura de la falange. Su gran creación fue el “argiráspides”, verdadero Estado Mayor del ejército, capaz, no solamente de dirigir tácticamente las batallas, sino de establecer estrategias en campañas. Filipo reimplantó la disciplina y el riguroso entrenamiento como no se conocía desde el período áureo espartano y creó el cuerpo de “pedhetairoi”, compuesto por campesinos libres. En tiempos de las guerras asiáticas de Alejandro, la falange macedónica agrupaba a 13.000 hombres, aproximadamente el equivalente a una división moderna. El Estado Mayor dirigía, no sólo a combatientes, sino también a unidades de ingenieros y de exploradores (“bematistas”). El rey iba protegido por una guardia personal (hipastistas).

Esta estructura, con ligeras modificaciones en cuanto al número de combatientes, se mantuvo hasta que se produjo el choque con el naciente Imperio Romano. La derrota de Cinoscéfalos supuso un grave quebranto para la estructura de la falange hoplítica. La estructura de la Legión Romana se mostraba mucho más móvil y adaptable a la realidad de los combates. Pero fue en Pydna cuando fue barrida definitivamente el 22 de junio de 168 a. JC. Durante la Tercera Guerra Macedónica. El general Lucio Emilio Paulo, después de un inicio incierto del combate, logró derrotar a Perseo de Macedonia. En el primer choque la potencia de las falanges fue tal, que la primera línea romana quedó deshecha y los legionarios se retiraron hacia las colinas que protegían su campamento. El ejército macedonio creyó que la batalla estaba decidida y deshizo sus filas, persiguiendo a los legionarios. Lucio Emiliano consiguió reagrupar sus fuerzas y contraatacar a los macedonios en los flancos y en la retaguardia. La caballería macedónica no actuó, protegiendo el tesoro del rey Perseo, cuya proverbial avaricia decidió el combate en su contra. Cuando percibió las primeras dificultades, se retiró con la caballería. Una hora después todo había terminado. Veinte mil macedonios resultaron muertos y once mil cayeron presos. Las pérdidas romanas fueron insignificantes. Esta victoria marcó, no solamente la incorporación de amplios territorios al Imperio Romano, sino el fin definitivo de la falange hoplítica. Su hora había pasado. Llegaba la hora de la Legión.

El combate de Pydna muestra el punto débil de la concepción táctica de la falange hoplítica. Tal como fue concebida por atenienses y macedonios, solamente podía evolucionar con ventaja táctica en un terreno excepcionalmente llano, sin obstáculos y con un patrón preestablecido –agon- que no dejaba lugar a improvisaciones. En los habituales conflictos entre las ciudades griegas, casi todo obedecía a un ritual preestablecido que se repetía siempre de forma rutinaria. Las batallas entre las distintas ciudades griegas eran rápidas (apenas una mañana) y las campañas rara vez se prolongaban más allá de unas pocas semanas. No existían, por tanto, grandes problemas de avituallamiento, ni se precisaba una logística sofisticada. Las guerras solían tener lugar en el verano, justo antes de las cosechas. Así existía la posibilidad de conquistar las cosechas del enemigo, mientras las propias ya estaban aseguradas. Se elegía el campo de batalla de mutuo acuerdo, de manera que no diera ventaja a ninguna de las partes. Antes de la batalla solían realizarse sacrificios a los dioses pidiendo de ellos apoyo, valor y fortuna en el combate. Luego ambas formaciones se colocaban una frente a otra y avanzaban, primero lentamente y luego a paso ligero. Se evitaba por todos los medios romper la formación, ni los escudos se separaban unos de otros. El ejército espartano avanzaba siempre en silencio y los únicos murmullos que salían de sus movimientos eran los producidos por las fricciones entre los escudos de bronce; este sonido casi insonoro, unido a la música austera de la flauta causaba una honda impresión en quienes no lo habían oído jamás. Era frecuente, en otras ciudades griegas, que el avance fuera acompañado por gritos de guerra, tambores y trompetas y salves a los dioses de la guerra. Iniciado el combate, se trataba de que la totalidad de la falange presionara colectivamente. Las bajas producidas eran cubiertas con los soldados situados inmediatamente detrás. Los flancos estaban cerrados por tropas auxiliares y se tendía solamente al ataque frontal. Las maniobras de envolvimiento y los ataques laterales apenas fueron utilizados. Se sabe, eso sí, que las falanges no avanzaban de manera completamente rectilínea. El peso del escudo, situado a la izquierda, les hacía adquirir una tendencia natural a avanzar hacia la derecha para compensar ese peso. Solamente existían dos posibilidades en la batalla. O bien se rompía el frente en el centro, o en los flancos. A medida que se perforaba el centro de la formación o una de sus alas, se trataba solamente de evitar que la brecha fuera taponada y conseguir una especie de efecto dominó en el cual el soldado enemigo muerto dejaba el flanco derecho de su compañero desprotegido y, a su vez, pasaba a ser vulnerable. Primero se combatía con la lanza y cuando la proximidad de las fuerzas enfrentadas la hacía inhábil para combatir, se desenfundaban las espadas que sobresalían entre las filas de escudos. La bajas podían llegar –y frecuentemente llegaban- al 15% de los efectivos entre los derrotados y al 5% entre los vencedores. Concluido el choque se construía un monumento a la batalla, habitualmente una torre de madera decorada con las armas y estandartes de los enemigos caídos. Mientras, ambas partes retiraban a sus muertos y realizaban sacrificios a los dioses.

Esparta en combate (II): guerras de Esparta, guerras contra Esparta

Esparta constituyó el modelo de ciudad dórica por excelencia. Los dorios, conocidos como griegos del noroeste, se instalaron en el Peloponeso, en las costas de Asia Menor y en algunas islas del Egeo. En tanto que pueblo indo-europeo, estaba organizado de manera trifuncional. Míticamente, los dorios descendían de los hijos de Eginio; uno de estos hijos, Hilo, es en realidad hijo de Hércules, adoptado luego por Eginio. De estos parentescos surgió la leyenda del “retorno de los Heraclidas”. La tradición se refiere al retorno de los Heráclidas como acontecimiento posterior a la guerra de Troya, fundamento de una imagen de Esparta como ciudad típicamente dórica. La aristocracia espartana se consideraba heredera y descendiente de los Heráclidas. En realidad, el ciclo de leyendas en torno a la guerra de Troya se situaba en la época micénica.

Esparta, cuando fue presionada por su propia demografía en el siglo VII a. JC, inició la conquista de la vecina Mesenia, situada al suroeste; pero el carácter específicamente espartano, guerrero y austero, parece haberse formado en el siglo VI a. JC. En esa época se inició la educación militar de los adolescentes. Tras las Guerras Médicas y con el episodio de las Termópilas en el 480 a. JC, Esparta demostró la terrible eficacia de tales criterios educativos. La Guerra del Peloponeso, en la que logró imponerse sobre Atenas en el 404 a. JC, le dio una hegemonía temporal sobre las ciudades griegas que Epaminondas se encargó de destruir en el 371 a. JC, derrotando a Esparta en la batalla de Leucra. A partir de ese momento, la ciudad-guerrera se redujo a sus dimensiones geográficas tradicionales. Finalmente, en el 396, los visigodos de Alarico la destruyeron definitivamente sin que quedara ya nada de su antiguo régimen militar.

Después del dominio aqueo de Grecia, Esparta se convirtió en una ciudad doria. La leyenda no contribuye mucho a esclarecer la fundación de Esparta. Al parecer, los dorios, dirigidos por Aristodemo, aparecieron en la llanura Mesenia ochenta años después de la Guerra de Troya. Después de una serie de conflictos internos, Esparta conquistó toda la región de Laconia, partiendo de la vega del río Eurotas. Más tarde rechazaron la irrupción de Argos y se anexionaron la ciudad de Mesenia. Después de dos siglos de tensiones y desconfianzas, Esparta terminó destruyendo Argos y Acadia, sus principales rivales en la zona. Estamos en el siglo VII-VI a. JC.

En el año 506 a. JC, el rey Cleómenes de Esparta organiza una coalición en la que participan todas las ciudades del Peloponeso, pero ni explica sus objetivos, ni siquiera el alcance de la misma. Cuando en el santuario de Eleusis los corintios y el otro rey espartano, Demarato, advirtieron que se trataba de luchar contra Atenas, se produjo el “divorcio de Eleusis”. Cleómenes resultó abandonado por sus aliados y por su socio en el gobierno de la ciudad. Un año después, Esparta convocó una nueva alianza para restablecer en el trono de Atenas al rey Hipias, dando lugar a la fundación de la Liga del Peloponeso. Desde el inicio del siglo V a. JC nadie duda que Esparta es la gran potencia indiscutible en el Peloponeso.

Cleómenes I había decidido centrar la influencia de Esparta solamente en el Peloponeso, eludiendo acudir en defensa de las ciudades de Asia Menor amenazadas por los persas, a diferencia de anteriores gobernantes que habían llegado a fraguar alianzas con los reyes de Lidia. En el 491 a. JC, Cleómenes arroja a un pozo a los embajadores persas llegados para reclamar tributo de sumisión a la ciudad. Acto seguido, enviará refuerzos a los atenientes que no lograrán llegar a tiempo para participar en la victoria griega de Maratón. Diez años después, Jerjes vuelve a intentar la sumisión de Grecia, pero la formación de la Liga Panhelénica con Atenas y Esparta a la cabeza logra retrasar el avance persa en las Termópilas y permite la reorganización del ejército conjunto y de la flota ateniense, al mando de generales espartanos. La victoria naval de Salamina es un triunfo de la escuadra ateniense mandada por el espartano Euribíates. Dos años después, las victorias de Platea y Mícala tienen lugar bajo el mando espartano.

Sin embargo, una vez restablecida la paz, la coalición se deshace, cuando Atenas considera que hay que defender a las ciudades situadas en Asia Menor y Esparta considera que están demasiado alejadas. Además de este conflicto, Esparta empezó a inquietarse por la hegemonía ateniense. La exigencia espartana de que Atenas no reconstruyera las murallas destruidas por los persas fue la excusa para que la ciudad abandonara la Liga Panhelénica y pasara a constituir la Liga de Delos. Hasta el 462 a. JC no se produjo un conflicto armado. Ese año se produjo la revuelta de los ilotas y Atenas envió un contingente dirigido por Cimón para auxiliar a Esparta. El contingente fue rechazado por la gerusía y el episodio marca un enfriamiento rápido de las relaciones entre ambas ciudades. En el 457 a. JC, la tensión precipitó una situación de guerra abierta. Entre ese año y el 440 no se produjo el triunfo decisivo de ninguno de los dos bandos. La paz firmada ese año solamente logrará mantenerse durante cinco años hasta que, en el 446 a. JC, el conflicto se recrudeció. El ejército espartano ésta vez sí estuvo en condiciones de invadir Ática, mientras que los atenienses, dirigidos por Pericles, deciden refugiarse tras los muros de la ciudad. Sin embargo, logran capturar en un islote a 120 hoplitas pertenecientes a las familias más nobles de Esparta. Los rehenes serán recuperados tras la rendición de la flota espartana. Es la primera vez que un grupo de hoplitas deciden rendirse en lugar de morir con las armas en la mano. La paz de Nicias firmada en el 421 apenas se prolongará tres años.

En el 418 a. JC el conflicto vuelve a estallar a causa de una nueva disputa territorial. En los años siguientes, las armas atenienses no tendrán fortuna y la defección de los aliados jonios permite a Esparta alcanzar la iniciativa estratégica y lograr la capitulación de Atenas en el 404 a. JC. El tratado obligará a Atenas a derribar buena parte de sus murallas e impondrán el gobierno de los “treinta tiranos”. La victoria en la Guerra del Peloponeso hará durante un tiempo de Esparta la ciudad que gobierne toda Grecia. Cobrará tributos a las ciudades vencidas, les enviará guarniciones militares, impondrá gobiernos colaboracionistas y restará, en definitiva, libertad y autonomía a las ciudades vencidas. A partir de ese momento, Esparta mira hacia Persia y asume la dirección de la lucha enviando 10.000 combatientes procedentes de todas las ciudades griegas, que son derrotados en el 401. Jenofonte narra las vicisitudes de esta expedición en su “Anábasis” o “La Retirada de los Diez Mil”. En el 306 a. JC, Atenas, Tebas y Argos se han sublevado contra Esparta y Agesilao, enviado para socorrer a las ciudades de Asia Menor, debe regresar precipitadamente para participar en la Guerra de Corinto que se desencadena a partir de ese momento. Esparta salió triunfante en el 394 a. JC en las batallas de Coronea y Nemea y tebanos, atenienses, beocianos y corintios resultaron aplastados por los hoplitas de Agesilao, pero estos triunfos no impidieron que Esparta perdiera la hegemonía marítima y que los persas, a la vista de los conflictos entre las ciudades helénicas, intentaran aprovechar la situación lanzándose de nuevo a la ofensiva. A partir de este momento, Esparta empezó a ser consciente de que la situación estratégica le era altamente desfavorable y firmó con atenientes y persas la paz de Antalcidas en el 386 a. JC. Sin embargo, ésta no sería la última vez en la que Atenas y Esparta se desangrarían. En el 378 a. JC se producen nuevos ataques espartanos contra El Pireo iniciándose un nuevo conflicto que durará siete años más. No fue la victoria de ninguna de las dos partes la que impuso la firma de la paz en el 371 a. JC, sino el ascenso de Tebas a potencia regional. Tardaría poco en dirigir sus tropas contra la ciudad, pero aquí, Tebas consiguió la victoria histórica de Leuctra.

Leuctra, o la derrota de la rutina

El 3 de agosto del 371 a. C, en las inmediaciones de Leuctra, las fuerzas de la Liga Beocia, dirigidas por Epaminondas, se enfrentaron contra los espartanos de Cleómbroto. Inicialmente la relación de fuerzas era favorable para los espartanos, que consiguieron movilizar a 10.000 combatientes, entre ellos 3200 hoplitas, por apenas 7000 sus adversarios. La habilidad de Epaminondas consistió en entender desde el principio que no podría obtener una victoria mediante la estrategia clásica. Le costó más vencer la oposición de sus aliados para imponer un ataque poco convencional. Hasta ese momento se sabía que los ladecemonios atacaban siempre en formación cerrada, la única para la que estaban entrenados. Los estrategas militares griegos y persas siempre habían pensado que si ésta era la estrategia empleada por los espartanos, es que se trataba de la mejor concebible, y la imitaban. El problema era que, en el terreno del adiestramiento, Esparta siempre se mostró superior y, por tanto, en el combate en orden cerrado llevaba siempre las de ganar. Epaminondas, por el contrario, ideó una táctica distinta: el “orden oblicuo”, con el flanco derecho en vanguardia y el izquierdo en retaguardia; en ésta añadió una columna de 50 hileras de profundidad. La idea era golpear la formación espartana en un solo punto, mientras procedía al envolvimiento con el ala derecha. Una vez iniciada la batalla la caballería espartana fue casi completamente diezmada y Cleómbroto no pudo deshacer la punta del flanco izquierdo beocio. El “Batallón Sagrado” de Tebas, al contraatacar, deshizo el orden cerrado espartano. Cleómbroto murió en combate junto con 400 ciudadanos libres, 1000 periecos y 2500 enrolados. Esparta jamás logró recuperarse, no sólo demográficamente, sino también desde el punto de vista de su prestigio militar. Tebas pasaba a ser la primera potencia de Grecia. La Batalla de Leuctra demuestra que las rutinas estratégicas suelen tener éxito hasta que terminan enfrentándose con un adversario hábil e innovador. Cuando se dice rutina, no hay lugar para el factor sorpresa.

Leuctra desarticuló completamente el dominio espartano sobre Mesenia. El primer efecto fue la disolución de la Liga del Peloponeso. Si Leuctra marca el inicio de la decadencia espartana, las guerras posteriores confirman y afianzan esta decadencia. La campaña de Agis III contra Macedonia en el 33 a. JC se salda con un nuevo fracaso en Megápolis; y durante la Guerra Lamiana iniciada tras la muerte de Alejandro Magno, Esparta no dispone de fuerza suficientes para participar a favor de ninguno de los dos bandos. La derrota de Selasia contra la Liga Aquea dirigida por Macedonia lleva por primera vez a la ocupación de la ciudad. Este episodio supone un hito: Esparta está vencida. La historia que le queda por delante no tiene nada que ver con el glorioso y heroico pasado de la ciudad.

En el 205 a. JC Esparta se alía con Roma, pero ocho años después las alianzas se invierten y, ésta vez, la ciudad lacedemonia está sola frente a Roma y las demás ciudades griegas. La paz del 195 a. JC sella su debilidad. Es obligada a ceder el puerto de Giteo con su flota, se le prohíbe reclutar periecos y resulta amputada de buena parte de su territorio. En el 192 a. JC la ciudad ingresa casi por la fuerza en la Liga Aquea, con la condición de derribar los muros que habían sido construidos no hacía mucho por el rey Nabis, los primeros de su historia. También se le obliga a abolir la “agogé” y liberar a los ilotas. En el 148 a. JC, tras un corto período de paz, la Liga Aquea vuelve a derrotar a los restos del ejército espartano. El gran beneficiario de todos estos conflictos es Roma, que impone definitivamente su dominio sobre Grecia.

A partir de ese momento se evidencia una extraña neurosis en la sociedad espartana. Destruida su potencia militar, vencida, la ciudad renuncia a dirigir ninguna coalición ni a intentar recuperar su influencia en la política griega. Esparta lo había perdido todo. Sus murallas, sus ilotas, su área de influencia, su prestigio militar. Sólo le quedaba una cosa: la “agogé”. Paradójicamente, ésta, lejos de relajarse, recrudece su crueldad y si ya hasta entonces había sido particularmente dura, ahora se vuelve inmisericorde y sangrienta. La imposibilidad de vencer enemigos exteriores hace que la agresividad espartana se vuelva contra los más débiles: sus propios hijos, los teóricos beneficiarios de la “agogé”. De todo el mundo conocido acuden gentes ávidas de asistir a los ritos sangrientos realizados en público y que prefiguran los juegos de gladiadores. Los niños de menor edad son castigados con una dureza sin precedentes en el mundo civilizado. Tras cualquier falta, por pequeña que sea, son azotados. Muchos mueren bajo el látigo. Finalmente es preciso construir un anfiteatro para que un público extranjero, cada vez más numeroso, pueda asistir a estos espectáculos. Ya no volverá a haber nada notable ni digno de mención en la ciudad. Sus últimos cinco siglos de existencia son de una tristeza exasperante. En el siglo IV estos espectáculos seguían siendo representados para sorpresa y satisfacción de los recién llegados a la ciudad. Los hérulos terminaron saqueándola en el 267 y los visigodos de Alarico terminaron destruyéndola en el 395 y dispersando a su población. La fundación de la ciudad de Lacedemonia por el Imperio Bizantino no supuso, ni remotamente, un acercamiento al antiguo prestigio de Esparta.
 

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 26.06.05


Esparta: la madre de todos los guerreros (I) La Sociedad Espartana

Infokrisis.- En nuestra serie de artículos sobre la tradición guerrera presentamos la primera de dos entregas sobre Esparta. Esparta puede ser considerada como la madre de todas las tradiciones guerreras. Todas las unidades militares de élite, incluso en nuestros días, se han inspirado en las tradiciones militares y en la educación espartana.

 

Esparta. La madre de todos los guerreros

“Que cada uno siga firme sobre sus piernas abiertas,

Que fije en el suelo sus pies y se muerda el labio con los dientes.

Que cubra sus músculos y sus piernas, su pecho y sus hombros

Bajo el vientre de su vasto escudo.

Que su diestra empuñe su fuerte lanza

Que agite sobre su cabeza el temible airón”.

Elegía de Tirteo recitada por Leónidas

al inicio de la Batalla de las Termópilas

“Las murallas de Esparta son sus jóvenes,

y sus límites el hierro de sus lanzas”

Antacildas, rey de Esparta

 

Uno de los últimos videojuegos para PC, lanzado por Friendware, lleva por título “Esparta”. El jugador tiene ocasión de “organizar su propia civilización” para resistir frente a los demás imperios. No es raro que el nombre de Esparta ejerza todavía cierto atractivo, aunque la idea de “imperio” fuera completamente ajena a la ciudad. Hace más de 2.500 años, la ciudad libre de Esparta sólo tenía dos propósitos: entrenarse para la guerra y luchar en ella. Nadie dudaba que sus combatientes eran los más fuertes, rápidos y mortíferos del mundo conocido. Gracias a ellos, los espartanos crearon su propio Imperio, denominado “Lakeidamon”, que hizo frente a los rivales griegos (Atenas, Tebas, Corinto, Macedonia) y al Imperio Persa. Los usuarios de este videojuego cuentan con decenas de unidades, recursos y tecnologías para llevar a cabo inmensas batallas y asedios en partidas individuales o de dos jugadores por red local o a través de Internet. El juego dispone de un mapa de campaña randerizado en 3D y de batallas con “zoom” y cámara giratoria, también tridimensionales. La antigua Esparta está presente en la modernidad.

Sin embargo, Esparta murió como mito invencible cuando Epaminondas, tebano y comandante en jefe de la Liga Beocia, deshizo a las falanges hoplíticas en la batalla de Leuctra. Era la primera vez que la ciudad conocía la derrota. Epaminondas fue enterrado en Mantinea y cuenta la leyenda que viajó a la Península Ibérica y plantó sus estandartes a orillas del Manzanares, fundando la ciudad de Mantua Carpetana que corriendo el tiempo se convertiría en Madrid. Se trata, evidentemente, de una leyenda extraída de los cronicones renacentistas, pero muestra el afán de algunos autores imaginativos y poco escrupulosos en demostrar que sus pueblos descendían de razas heroicas.

Asimismo legendaria es la consulta que el espartano Phalantos hizo al oráculo de Delfos sobre la expedición colonizadora de Italia que iba a comenzar, y se le respondió que tomaría Tarento cuando “sintiera caer la lluvia de un cielo claro”; Phalantos comprendió el oráculo cuando sintió en su cuello las lágrimas de su mujer Aithra (literalmente, "cielo claro"). Mucho más real, sin embargo, es la prescripción que realizó Licurgo, el legislador espartano, de ordenar arrancar las vides que rodeaban a la belicosa ciudad lacedemonia, pues consideraba que el vino tendía a hacer perder el control del carácter y le restaba firmeza.

A los griegos les gustaba contar con admiración y respeto las anécdotas que generaba la ciudad libre de Esparta. Hoy, todo lo que se refiere a Esparta parece pura invención legendaria, sin embargo la investigación arqueológica ha demostrado que la realidad, a menudo, es más sorprendente que la leyenda.

Esparta: laconismo y austeridad

La Batalla de las Termópilas constituye el monumento a la raza de Esparta y al genio de Europa. Los poetas y los rapsodas cantaron durante siglos las “frases lacónicas” atribuidas a Leónidas en vísperas del combate. Cuando se le advirtió que las flechas medas cubrían el sol, no dudó en decir entre desafiante y displicente: “Entonces combatiremos a la sombra”. Y cuando hubo de recibir a los enviados de Jerjes quienes le solicitaron la rendición y la entrega de armas, se limitó a decir: “Decid a vuestro rey que venga y las gane”. Tras los primeros combates, en los que el ejército persa fue duramente castigado, Leónidas volvió a lanzar una de sus afiladas frases: “Los persas tienen muchos hombres, pero ningún guerrero”. Pero todas las historias de heroísmo y grandeza tienen un final trágico. No existen finales felices en la guerra antigua ni moderna. Un pastor griego, Efialtes, traicionó a los héroes de las Termópilas, mostrando a Jerjes un paso alternativo que permitía envolver a los espartanos. Se dice que cuando Leónidas advirtió la maniobra de envolvimiento ordenó la retirada de sus aliados, permaneciendo él y sus 300 espartanos, unos pocos tepisteos y tebanos, sobre el desfiladero. Al amanecer del quinto día de batalla, Leónidas aconsejó a sus hombres: “Desayunad bien que hoy no habrá cena”. Luego todos murieron, pero su sacrificio retrasó unos días la marcha del ejército persa y permitió a los griegos reorganizarse. Una lápida colocada allí, tan austera como los protagonistas cuya gesta recordaba, decía: “Caminante, hemos muerto aquí en obediencia a las leyes de Esparta”.

Situada en el Peloponeso, justo en el valle de Eurotas y rodeada de las altas montañas de Lacedemonia, la más famosa de las cuales era el monte Taigeto, Esparta apenas distaba 32 kilómetros del mar. En el año 900 a. JC. los dorios fundaron la ciudad.  Los montes eran el mejor muro defensivo de esta ciudad que se negó a construir empalizadas durante la mayor parte de su historia por entender que relajarían la tensión guerrera de sus habitantes. En el 640 a. JC, los mesenios se sublevaron contra Esparta en un conflicto que duró años y que concluyó con la victoria espartana. La dureza del conflicto y la posibilidad de que pudiera reproducirse, indujo a Esparta a forjar sus tradiciones guerreras.

Los 43 templos de divinidades y los 22 templos de héroes, 15 estatuas a los dioses y 4 altares distribuidos por la ciudad indican, sin sombra de dudas, que los piadosos espartanos atribuían, más que cualquier otro griego, gran importancia a sus dioses. Lejos de ser una sociedad machista y sexófoba, las divinidades femeninas gozaban de gran prestigio; entre los templos de mayor prestigio figuraban los de Artemisa y Diana. Aparte de Apolo, que recibía un culto particular, como también los gemelos Castor y Pólux (que la tradición presentaba como espartanos), Hércules era particularmente venerado por los jóvenes. Los héroes de la guerra de Troya habían sido elevados al rango de dioses: Aquiles, Agamenón, Menelao… Incluso sus santuarios marcaban los límites de la ciudad. El santuario de Artemisa estaba situado a orillas del Eurotas, el de Atenea también estaba junto al río, pero en el extremo opuesto.

Los griegos se referían a Esparta con el nombre de Lacedemonia, una de cuyas derivaciones semánticas solemos utilizar en nuestros días. En su período de educación a los jóvenes espartanos se les enseñaba el arte de la conversación. Austeros en su comportamiento, debían serlo también en la conversación; aprendían a hablar poco, utilizar escasas palabras, concentrar ideas y lograr que cada frase fuera tan incisiva como el aguijón de las abejas que estaban pintadas en sus escudos de combate. Este hablar “lacónico” deriva, precisamente, de la región de Lacedemonia donde se practicaba como un arte espartano.

Los habitantes de la ciudad estaban estratificados en tres categorías: los “hombres libres” figuraban en la cúspide de la jerarquía. Eran llamados “astoi” o “ciudadanos” (término más aristocrático que el de “polités”, habitual en otras ciudades griegas). También se les conocía como “Homoioi” (“Pares” o “Iguales”). Eran pocos y todos descendían de los antiguos dorios que habían invadido la Península Helénica en el siglo XI a. JC. Se consideraban los verdaderos espartanos, y este exclusivismo les llevaba a ser los únicos que gozasen de todos los derechos políticos. A ellos se les encargaba el gobierno de la ciudad y sólo ellos podían formar parte de la élite del ejército: la infantería pesada u hoplítica. Heródoto explica que en el siglo V a. JC apenas existían 8000 hoplitas. Cuando llegó la batalla de Leuctra, en el 371 a. JC, eran sólo 1200, 400 de los cuales murieron en este combate que supuso el inicio de la decadencia espartana.

No todos los espartanos fueron “iguales”. Los considerados cobardes en el combate, llamados por los historiadores latinos “tresantes” (“los temblorosos”), eran despreciados y vejados: debían pagar el impuesto de soltería, se les expulsaba de las tareas colectivas, incluidos el deporte, la comida y los cantos; y vivían en un estado de marginación similar al de los ilotas. A pesar de que, en teoría, les estaba permitido redimir su deshonra mediante actos de valor en la guerra, en la práctica, incluso muriendo en el combate se les solía negar un homenaje. En la batalla de las Termópilas, dos hoplitas de los que se conocen sus nombres, Aristodemos y Eritos, sufren una grave dolencia en la vista y se les autoriza a regresar a su hogar. Pero cuando comienza la batalla, Eritos se coloca la coraza, acude al combate y muere con honor. Aristodemos regresa a Esparta, pero es despreciado por todos. Sus amigos y vecinos le llaman “el cobarde Aristodemos”. Se le niega el pan y la sal y, lo que es peor, la leña para hacer fuego. Además, todos evitan hablarle. De nada servirá que al año siguiente muera heroicamente en la batalla de Platea; sus camaradas le negarán el homenaje debido a los valientes. Dominique Venner, quien nos cuenta esta anécdota, añade: “En Lacedemonia una muerte honorable no basta para lavar una falta de honor”.

Ni las distinciones honoríficas ni los castigos recibían mucha atención en Esparta. Las acciones heroicas apenas suponen otra cosa que el cumplimiento del deber. Si el heroísmo ha sido extremo, al protagonista se le concede una corona de laurel y una mención ante sus ciudadanos. Nadie, ni el propio protagonista, considera que tiene derecho a recibir más. Y si ha muerto en combate ¿a qué fin más alto podía aspirar un combatiente? Cuando se conoció la derrota de Leuctra la ciudad estaba celebrando la fiesta de las gimnopedias. Los magistrados de la ciudad no permitieron que nada se modificara. El coro de hombres, ya en el escenario, siguió actuando y los juegos continuaron hasta el final. Sólo cuando la fiesta terminó los éforos leyeron la lista de los muertos. Esparta había perdido a dos terceras partes de sus hombres en edad militar. Al concluir, los éforos recomendaron a las esposas de los caídos que llevaran en silencio y con dignidad su dolor. En los días siguientes, los padres de los muertos lucieron sus mejores galas y caminaron sonrientes por las calles. Solo permanecieron tristes aquellos que no habían perdido a ninguno de sus hijos. Esparta seguía siendo Esparta.

En el segundo nivel de jerarquía, los periecos eran hombres libres encargados del comercio. Estaban agrupados en un centenar de asentamientos –de ahí que Estrabón recordara que Esparta era conocida como “la ciudad de las cien villas”. Los asentamientos periecos eran sometidos a la autoridad y el control de los “harmostes”, magistrados espartanos. Existían veinte magistrados, uno por cada asentamiento. Habitaban en la periferia de la ciudad y, aunque eran ciudadanos libres, la reforma legislativa de Licurgo les negó cualquier derecho político y no podían participar en las decisiones que afectaban a la ciudad. Tenían, eso sí, el derecho en exclusiva de comerciar, y compartían con los ilotas la artesanía. Algunos eran agricultores, pero estaban reducidos a cultivar los terrenos menos productivos. Podían comprar esclavos y poseer casa propia. Los periecos descendían de los estratos originarios de población, previos a las invasiones aqueas y dorias, que habían aceptado voluntariamente su dominio. Estaban obligados a proporcionar contingentes que combatían junto a los espartanos en unidades separadas y constituían la tripulación de la marina espartana. Pagaban los mismos tributos que los ciudadanos espartanos. Tampoco podían casarse con espartanas. A pesar de la limitación de sus derechos, los periecos jamás se sublevaron contra la autoridad espartana, lo que permite pensar que su situación era soportable, mucho más, desde luego, que la de los ilotas.

Tiende a confundirse el estado de los ilotas con la esclavitud cuando, en realidad, se trataba de siervos. Cultivaban los campos, pagaban tributos y, de manera excepcional, podían ser reclutados para el ejército. Eran la clase más numerosa; Tucídides cifra su número entre 150.000 y 200.000 personas. Los ciudadanos libres temían su revuelta y les declaraban ritualmente la guerra cada año y castigaban con una dureza infinita cualquier voz discordante. Finalmente, la sublevación se produjo y costó diez años de revuelta, y guerra de guerrillas. En el 192 a.C. la Liga Aquea obliga a la ya decadente Esparta a derruir sus muros (los primeros de su historia, que Nabis había mandado edificar), libertar a los ilotas y abolir la “agogé” o educación específicamente espartana.

A pesar de esta estratificación social, Tucídides observa el hecho de que entre todas las clases existía una similitud en el estilo de vida. En efecto, todos llevaban una vida austera.

“Agoge”. La educación espartana

Uno de los capítulos más importantes de la legislación de Licurgo era el consagrado a la forja del carácter de los jóvenes, el “agogé” o educación. Era obligatoria y a cargo del Estado. Inicialmente reservada solamente a los ciudadanos libres, aunque a partir de cierto momento se admitieron también a periecos y luego a ilotas. También hubo griegos que fueron enviados a Esparta para ser educados en la austeridad. Jenofonte fue uno de ellos. El modelo educativo de Licurgo estaba basado en una dureza que se manifestaba desde el momento mismo del nacimiento. Justo al nacer el niño era examinado por los ancianos para determinar si podría convertirse en un buen guerrero. En caso de que se tratara de un bebé débil o con malformaciones, era llevado al pie del monte Taigeto donde se le arrojaba por un barranco. Se consideraba que la ciudad no debía tener lastres y que a cualquier ser que no fuera lo suficientemente fuerte como para sobrevivir era mejor evitarle una vida de deshonra constante para él y carga para la comunidad. Ahora bien, si superaba la primera prueba de su vida recibía un lote de tierra y se autorizaba a su familia para que lo criara. Desde entonces su destino estaba trazado: si había nacido varón no podía ser otra cosa más que soldado.

Sus padres ponían especial énfasis en liberarlos de los terrores de la infancia. Debían ser valientes desde que eran capaces de andar por sí mismos y demostrar que no tenían miedo a la oscuridad, que la soledad del bosque no les infundía temor y se les prevenía contra las supersticiones: el destino lo forjaban ellos, no otros. La voz de los dioses podía escucharse, pero el fuerte debía demostrar su fortaleza especialmente cuando estaba sólo. Estos valores eran infundidos a los niños por sus nodrizas, una de las instituciones más apreciadas de la vieja Esparta.

A los siete años abandonaba el entorno familiar y se integrada en el grupo militar con el que compartiría el resto de su vida. Su educación seguiría hasta los veinte años ya en régimen militar. El niño espartano aprendía pronto a resistir el frío y el calor, su vestimenta no variaba a lo largo del año y siempre era ligera. Por las noches dormía sobre cañas trenzadas que él mismo construía con sus manos. Era alimentado por el Estado con la famosa sopa de bodrio, compuesta por tocino hervido con sal y vinagre. Si quería comer más –y era necesario comer más para soportar el esfuerzo– debía proveerse él mismo de alimento, sin descartar ningún medio incluido el hurto. Se admitía el hurto para alimentarse, pero si era sorprendido cometiéndolo se le castigaba con una dureza que podía ir desde morderle el pulgar hasta azotarlo. Así se desarrollaba el espíritu de supervivencia, la habilidad, mientras que el niño se familiarizaba con el riesgo. Se conoce el caso de un joven que acababa de robar un cuervo; cuando fue sorprendido lo ocultó bajo su túnica y el cuervo le desgarró el vientre, aún así, el niño no evidenció dolor alguno. Desde niños caminaban descalzos por la montaña y solamente recibían una túnica al año y ningún manto. Algún viajero contaba que sabía que había llegado a Esparta por la imagen de sus adolescentes desnutridos pero siempre ágiles y activos.

La educación espartana se basaba en la “prueba”. El niño primero, el adolescente después, y el joven finalmente, debían superar cada día y durante años, más y más pruebas. Esas pruebas sólo tenían un objetivo: endurecer al soldado, habituarlo a las condiciones más adversas. Si el enemigo no tendría piedad de él, la mejor educación para la guerra consistía en tener educadores que, asimismo, lo trataran sin piedad aunque con cariño. Los educadores solían estimular peleas entre ellos para observar sus reacciones, su acometividad, su capacidad de autocontrol, su fuerza, su determinación y su valor personal. Aprendía también disciplina, espíritu de cuerpo y se fortalecía mediante ejercicios constantes. Los atletas espartanos sobresalían habitualmente en los Juegos Olímpicos. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que esta educación no infundía también lo que hoy entendemos por cultura. Se les enseñaba a leer y a escribir, pero también a expresarse de forma concreta y concisa, esto es, lacónica. También aprendían música y danza.

¿Y las niñas? A ellas también se las educaba de manera diferente al resto de Grecia. Se trataba de hacer de ellas madres fuertes, aptas para engendrar hijos vigorosos. También ellas estaban sometidas a una rigurosa selección eugenésica que llevaba a muchas de ellas al pie del monte Taigeto. La sexualidad que desarrollaban era muy diferente de la que podemos conocer hoy. Las mujeres no dudaban en mostrarse desnudas ante los varones, así, éstos podían apreciar su idoneidad para criar hijos. Formada la pareja, estaban solamente obligados a tener hijos. En caso de no hacerlo, por el motivo que fuera, se les humillaba públicamente, obligándoles a dar vueltas en la plaza de la ciudad.

Asimismo era frecuente que, tanto hombres como mujeres, tuvieran además del marido, el amante, e incluso que todos convivieran en el mismo hogar sin que aparecieran rastro de celos, ni se conociera el delito de adulterio. Legalmente ambos cónyuges podían tener amantes. Si existía acuerdo entre las partes, una mujer joven casada con un hombre mayor podía llevar a su casa a un amante joven y, un hombre enamorado de una mujer casada, podía solicitar –y frecuentemente obtener– permiso del marido para visitarla con la frecuencia acordada. De hecho, el matrimonio lo único que debía asegurar era la procreación; el placer se situaba en otra área. El matrimonio no era convenido por los padres, sino realizado de acuerdo con la voluntad de los dos futuros cónyuges. A diferencia de la Grecia clásica, donde los jóvenes se casaban muy pronto, en torno a los 14 ó 15 años, en Esparta el matrimonio solía concretarse hacia los 20 años. Ellas se dejaban “raptar” por el joven elegido y luego vivían una temporada cada uno en su casa. Solamente se veían fugaz y esporádicamente, habitualmente en la noche o al atardecer. Se decía que algunos hombres eran padres sin haber visto a su mujer bajo la luz del sol.

Las mujeres espartanas vivían en régimen de igualdad con los hombres. Tenían voz en las asambleas políticas y recibían herencias de sus padres. A diferencia de otras ciudades griegas, las mujeres espartanas practicaban deportes como los hombres y peleaban completamente desnudas. Sus responsabilidades eran muchas. Dado que sus maridos se dedicaban al oficio de las armas y que la educación de los hijos estaba asumida por el Estado, de ellas dependía todo lo relativo al hogar y, en este terreno, tenían el poder de decidir. La famosa anécdota referida por una extranjera que conoció a la esposa de Leónidas es significativa; cuando la visitante le preguntó por qué sólo las mujeres espartanas dominaban a sus hombres, ella le respondió: “Porque sólo nosotras parimos verdaderos hombres”. 

La vida de los jóvenes era extremadamente dura hasta los 18 años y, a pesar de que a esa edad, el legislador consideró que ya habían adoptado los valores que a partir de ese momento tendrían presentes toda su vida, hasta los 30 años seguían careciendo prácticamente de vida privada. Hasta esa edad no podían viajar al extranjero, ni poseer joyas. Sin embargo debían contribuir con el trabajo en su lote de tierra a las comidas en común. Se juzgaba que si lo perdían todo era porque no habían sabido trabajar la tierra o la habían descuidado; eso implicaba un fallo y, por tanto, eran desposeídos de la ciudadanía.

Y valores. Sobre todo, se les inculcaba valores. El primero de todos era la austeridad. El soldado en el frente debe hacerlo todo contando con nada. Debe estar preparado para la guerra pero no incitar a la guerra. Licurgo había dado la fórmula para liberarse de los enemigos: “ser pobres y no desear más poder que otro”. Pero el eje del “agogé” era un valor diferente al resto de Grecia. Buenos combatientes hubo siempre en todas las ciudades griegas pero, mientras que en el resto se ensalzaba el valor personal y se consideraba como arquetipo al héroe homérico en busca de gloria personal, en Esparta el combatiente debía fundirse con sus compañeros y sacrificar cualquier impulso personal al beneficio y  la gloria de la comunidad.  Se cuenta que, observando una colmena, Licurgo tuvo la revelación de que el destino de la comunidad era más importante que el del individuo. Nada distingue a unos individuos de otros dentro de una colmena, sin embargo todos, cumpliendo su cometido, hacen que la colmena progrese.

Esparta era una ciudad alegre. El “agogé” y el entrenamiento militar permitía a sus ciudadanos disponer de abundante tiempo libre. Plutarco nos explica el motivo: “Licurgo proporcionó a sus conciudadanos abundante tiempo libre; pues en modo alguno se les dejaba ocuparse en oficios manuales y, en cuanto a la actividad comercial, que requiere una penosa dedicación y entrega, tampoco era precisa, al carecer por completo el dinero de interés para los espartanos”. En efecto, el dinero no era nada para Esparta. Sus monedas eran de hierro, pero ni siquiera valían lo que pesaban, pues se habían templado con vinagre para evitar su perennidad. Eran grandes y una cantidad relativamente importante solamente habría podido transportarse sobre un carromato. A nadie se le escapan los motivos de esta extraña norma económica: era raro que algún ladrón pudiera estar tentado de conquistar un botín que no hubiera podido transportar sin llamar la atención y, por lo demás, la codicia quedaba erradicada de la ciudad. Un hombre cargado de monedas inútiles de hierro inspiraba más comicidad que otra cosa. Porque al espartano le gustaba reír. A Licurgo incluido. Fue él quien introdujo la estatua al dios de la Risa en la “fidicia”, otra tradición espartana a tener en cuenta.

La fidicia era una especie de comida pública en la que participaban quince compañeros. La palabra indica “amistad”, pero también “ahorro”. En realidad, se trataba de estimular una amistad entre los hombres tan fuerte que los convirtiera en combate en una unidad de choque sin fisuras y en el que cada combatiente podía estar seguro del apoyo que recibiría de su compañero. En cuanto al sentido del ahorro, remitía al valor de austeridad, primero de todos los que insertaba la “agogé” y que rechazaba la gula y su manifestación externa, la obesidad. Era una obligación para todos los varones pertenecer a una de estas fidicias y aportar cada mes la parte alícuota de higos, carne, queso, harina y vino. El plato que inevitablemente se servía era la “sopa negra” (hecha con carne y vísceras hervidas en sangre y vino) precedida de queso, seguida por unos cuantos higos, y acompañada por una simple torta de harina.

Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, aunque lo comunitario pesara más que lo individual, el espartano se quería tanto a sí mismo como quería a su comunidad. Es conocida la anécdota de aquel virtuoso y heroico espartano que no fue elegido entre los 300 mejores ciudadanos de la ciudad y, en lugar de regresar humillado y triste a su hogar, lo hizo contento de saber que en la ciudad había 300 mejores que él.

La ciudad jamás contó con más de 20.000 espartanos dotados de todos los derechos. Todos se conocían entre sí y, por ello, el prestigio individual y el honor eran para ellos extremadamente importantes. La cobardía en el campo de batalla o cualquier mancha en el honor podía acarrear la marginación completa de la sociedad. Los ancianos eran extremadamente respetados. Había pocos y, los pocos que habían alcanzado los 60 años, recibían de sus vecinos respeto y admiración. Al morir se limitaban a envolverles en un lienzo, colocaban unas ramas de olivo entre sus manos y los sepultaban. Ni su familia ni sus vecinos podían celebrar duelos superiores a doce días.

La “eumonia” o el buen gobierno

Licurgo modeló Esparta. Seguramente se trató de un personaje más o menos mitológico que aparece en un momento clave en la historia de la humanidad. A pesar de que Plutarco lo sitúa entre los siglos IX y VIII a.C, realmente empiezan a existir referencias históricas suyas a partir del siglo VII a.C.  A Licurgo se atribuye la redacción del código de costumbres por las que se regía Esparta. Y, como hemos visto, no era una legislación precisamente permisiva ni blanda. Aristóteles la criticó en su “Política”, pero el hecho de que un pueblo pequeño pudiera hacer frente durante siglos a sus enemigos, da muestras de su eficacia. La piedra se modela con el martillo y el cincel, no con sedas ni afeites. Más que piedra, el ciudadano era un fragmento inseparable de una roca llamada Esparta. En la concepción que Licurgo transmitió a sus ciudadanos el hombre era sólo miembro del Estado. Lo comunitario estaba por encima de lo individual y el destino del individuo era consagrarse a la comunidad. Pero es a partir del siglo VII a.C cuando se produce el verdadero cambio en la vida de la ciudad, y la figura de Licurgo aparece cada vez más como central en la historia de Esparta. En ese tiempo cobra forma el poderío militar de la ciudad que se convertirá en paradigma de la tradición guerrera para los siglos venideros.

El sistema político espartano había sido también diseñado por Licurgo. Era tío del rey Leobotas de Esparta y fue llamado por la profetisa de Delfos (la Pitia) "Dios más que hombre". Fue en Delfos donde Licurgo recibió la aprobación del oráculo para la futura constitución de la ciudad, la "Gran Retra". En realidad, jamás se trató de una constitución escrita y ni siquiera es seguro que su creador fuera Licurgo, sino que más parece que la Gran Retra fue un conjunto de usos y costumbres ancestrales, compilado durante las Guerras Mesenias. El principio de esta constitución era la llamada “eunomia” o el “buen gobierno”, que garantizaba la igualdad absoluta de todos los ciudadanos ante la ley, eliminando cualquier privilegio. Resulta difícil definir el sistema. En realidad tenía algo de todos los sistemas políticos conocidos. Era monarquía, aunque en realidad había dos reyes por falta de uno, con funciones religiosas y militares. Era también una oligarquía porque existía un consejo de ancianos (la “gerusía”). Tenía algo de democracia porque las grandes decisiones se tomaban en asamblea popular y, por supuesto, la tiranía estaba presente en el consejo de los cinco “éforos”. Resulta difícil resumir cómo fue posible que este sistema mixto apareciera y diera buenos resultados en Esparta.

Debió ser en el siglo VII a.C cuando apareció el ejército hoplítico, típicamente espartano. Hasta entonces, al parecer, existían guerreros que combatían sobre carros tirados por caballos y unidades de jinetes que pertenecían a los estratos más acaudalados de la población. A partir de ese período, la aristocracia renuncia a sus privilegios y queda absorbida por el grueso de la población; es en ese momento cuando aparece la “eunomia”, en el contexto de una igualdad total. La aristocracia renuncia también a sus propiedades y las pone en común al servicio de la comunidad. El gobierno de la ciudad distribuye todas estas tierras entre los casi 8000 “homoioi”, los “iguales”, que no pueden vender ni hipotecar. El trabajo en el campo queda reservado para los “ilotas” que son asignados a estos lotes de tierra con la obligación de entregar los beneficios en especie al propietario; con ellos podrá mantener a su familia, pero no enriquecerse. Los ciudadanos libres tenían prohibido el comercio y estaban disponibles en todo momento para la guerra. En este período, la igualdad democrática cristaliza en la institución de la asamblea de ciudadanos (“espartíatas”).

La “eunomía” se fundaba en tres valores. En primer lugar la obediencia de todos hacia las leyes de la comunidad: nadie era libre ni tenía rango suficiente para hacer algo no permitido por la ley; los propios espartanos decían que sus leyes obligaban a sus dioses y a sus reyes a cumplirlas. La igualdad de los ciudadanos libres era el punto de partida indiscutible de la tradición espartana. En segundo lugar la idea del honor concebido como una renuncia a la propia individualidad y a la búsqueda de ventajas, subordinándolo todo a la defensa de la comunidad. Finalmente, todos los ciudadanos libres de Esparta tenían la obligación de llevar estos conceptos hasta el límite, incluida la muerte. No debía existir para ellos satisfacción más grande que morir en defensa de la comunidad.

La Asamblea era la reunión de los ciudadanos libres e iguales. Se reunía en determinados momentos del año con la misión de aprobar o rechazar las propuestas para el buen gobierno de la ciudad realizadas por los “éforos”. Estas eran leídas pero generalmente no se discutían; al parecer, ante la gravedad de algunos temas, se permitía excepcionalmente que los ciudadanos tomaran la palabra; las propuestas, finalmente, se aprobaban o rechazaban por aclamación. Cuando existía duda se procedía a la votación personalizada. Pero la última palabra la tenía la “gerusía”, que podía aceptar la decisión de la asamblea o considerar que el pueblo se había equivocado. También la asamblea de los libres elegía a “éforos” y “gerontes” mediante el sistema de aplausos. Un grupo de magistrados se encerraba en una caseta sin ventanas; a su alrededor el pueblo aplaudía a los candidatos a gerentes sin mencionar sus nombres; los magistrados debían decidir cuál había sido el más aplaudido. El poder de la asamblea era limitado. Uno de los lemas de la Gran Retra era “Que el pueblo tome las decisiones. Pero si se equivoca, rechácenlas los ancianos y los reyes”.

El hecho de que existieran dos reyes impide que el sistema espartano pudiera ser llamado con propiedad “monarquía”. Uno de los reyes pertenecía a la dinastía de los Agíadas y el otro a la de los Europóntidas, gemelos descendientes de Hércules. Ambas dinastías tenían prohibido cruzarse en vida e, incluso, sus tumbas debían estar en lugares alejados unas de otras. Sus poderes eran religiosos y militares.

El poder real pasaba del padre al primer hijo nacido cuando el monarca ya había sido entronizado. Los hijos primogénitos, si habían nacido antes de su advenimiento al trono, no tenían derecho a ser coronados reyes. Hacia el siglo VII a.C correspondía a los reyes declarar la guerra pero, posteriormente, en el siglo V a.C esta decisión correspondía a la asamblea. Lo que permaneció inamovible fue el poder del rey sobre la conducción de la guerra, el “hegemón”. Hasta la batalla de Leuctra correspondía a los reyes situarse en primera línea en el flanco derecho junto a los “hippeis”, su guardia personal.

El consejo de ancianos o “gerusía” estaba formado por los dos reyes y veintiocho hombres ancianos mayores de sesenta años; sus miembros se llamaban “gerentes” y pertenecían a las familias libres de Esparta, y no se tenía en cuenta ni su fortuna ni su rango. Estos eran elegidos por aclamación de la asamblea; se tenía en cuenta su sensatez y capacidad militar. Elaboraba las leyes y gestionaba los asuntos de la comunidad. A pesar de que no solían ejercerla, tenían la prerrogativa de vetar las decisiones de la asamblea. Asumían también el poder judicial y a ellos les correspondía emitir sentencias y tratar las denuncias presentadas por los ciudadanos. Podían imponer desde la pena de muerte a la pérdida de derechos cívicos o el destierro.

Los “éforos” eran “supervisores”, representaban el poder ejecutivo y contrapesaban la figura de los dos reyes. Elegidos anualmente en número de cinco por la asamblea, se constituían en “colegio”. No podían ser reelegidos y debían rendir cuentas al finalizar su año de gestión. Vigilaban el respeto por las tradiciones, seguían la actividad de los reyes, a los que incluso podían juzgar y condenar a penas de prisión o imponerles sanciones. Sus funciones llegaban incluso a censurar a algunos ciudadanos por su aspecto abandonado, obeso, o contrario a las costumbres espartanas. Eran los encargados de ir como embajadores a las ciudades vecinas, decretaban las movilizaciones para la guerra y tomaban la iniciativa ante cualquier asunto urgente. Juraban respetar el poder real y las leyes al mismo tiempo que eran los representantes de los ciudadanos. Eso les daba un carácter análogo a los tribunos de la plebe romanos.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 26.06.05