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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

MILICIA

El espíritu de la Legión en sus canciones (I de II)

Infokrisis.- Las canciones expresan el estado de ánimo de un pueblo y, análogamente, la combatividad y la moral de una tropa. La tropa suele cantar dos tipos de canciones; por una parte, las ceremoniales y de circunstancias, habitualmente encargadas a un compositor de prestigio y que enseñadas oficialmente durante el período de instrucción; éstas se convierten en algo así como el distintivo de un cuerpo. Luego están las que nacen de esa misma tropa en los momentos de asueto; se componen en las guardias o en las tardes cuarteleras, en plena cantina o incluso en los descansos en el combate, habitualmente la música es tomada en préstamo de canciones populares de ese momento. Estas últimas expresan sobre todo el estado de ánimo y las preocupaciones de los soldados con toda la sinceridad con la que el vino y el coñac hacen decir siempre la verdad.

En este sentido, si hay un cuerpo cuyas canciones hablen por sí mismas y en las que lo “oficial” surgido de las alturas y lo “oficioso” nacido de la misma tropa hablen un mismo lenguaje, ese es el Legión Española, el antiguo Tercio de Extranjeros. No hay lenguaje más claro, casi diríamos, lacónico –en su sentido más originario, espartano- que el lenguaje de la Legión.

Existen tres himnos oficiales de la Legión: La Canción del Legionario, El Novio de la Muerte, Tercios Heroicos y la Oración del Legionario. Más que “oficiales” habría que decir “tradicionales”. Y, por supuesto, existen decenas de canciones legionarias, elaboradas por la tropa, que siguen enseñándose unos legionarios a otros, sin excluir que muchas hayan desaparecido al caer en desuso, al verse diezmadas las unidades en momentos de guerra o, simplemente, por puro aburrimiento. Las primeras se deben a compositores y músicos reputados y en cuanto a las segundas, en buena medida se trata de canciones populares de una época a la que los legionarios adaptaron su propia letra.

El tema del Amor y de la Guerra

Dado que en la legión van a parar gentes de muy diversa extracción, también parece que reputados poetas han vestido la camisa legionaria. Uno de los temas más habituales de toda esta música es la referencia al amor y a la mujer y, entre todas, quizás la más impactante y que demuestra una inusitada sensibilidad es aquella desenfadada que cantan los legionarios de marcha en las primeras escenas de ¡A mí la Legión! y cuyo estribillo dice:

“A la Legión, a la Legión,

a la Legión vine a luchar.

Adelante la Legión,

porque en ella está el amor

y en el amor la eternidad”.

El guerrero –y el legionario es un guerrero, no un repartidor de bocatas a domicilio como algún político cretino ha querido reconvertirlo- es excesivo en todo. En el combate se convierte en una verdadera máquina de matar y en un verdadero candidato a la muerte (en la misma película de de Juan de Orduña, ¡A mí la Legión!, en el despacho de alistamiento, un legionario toma la filiación a los recién llegados:

- ¿Nombre?

- Rodrígo Díaz de Vivar…

- ¿El Cid Campeador?

- Puede…

Y luego pasa otro:

- Edad (es un crío)

- Veintiún años…

- Muchachos, ¿sabes a lo que has venido?

- A morir por la Legión…

.. y es imposible no sentir un escalofrío, especialmente porque no se trataba de mera retórica. La acción heroica, la aceptación del hecho de la muerte y su búsqueda intuida como el sentido de lo humano, y experimentada como convicción y no por la lectura de las espesas obras de los filósofos existencialistas, el encontrar, finalmente, un sentido a la vida, aunque ese sentido fuera la muerte, todo ello ejerció una influencia notable en cierta juventud de la pre-guerra y, casi nos atreveríamos a decir en un sector minoritario, pero existente, de la juventud actual.

Hubo un tiempo en el que alistarse en la Legión suponía aceptar el hecho muy probable de morir en la Legión, esto es, por la Legión. Y se cumplía la misma ley que han experimentado todos los guerreros en todas las épocas y que el propio Millán Astray conocía bien, pues no en vano, una parte del Código de la Legión había salido de las páginas de El Bushido de Inazo Nitobe, el samurai cuya obra tradujo al español el fundador de la Legión. Esa ley era: vive con intensidad y toda la conciencia de existir como te sea posible, porque este puede ser el último día de tu vida. La certidumbre de la muerte, su aceptación y, por tanto, su búsqueda, hace que el guerrero viva con una intensidad desmesurada todas las pasiones. El amor la primera.

De hecho, siempre el desengaño amoroso ha constituido una de las causas más habituales para alistarse en la Legión. Pero también en las filas de la Legión, los amores del Caballero Legionario con la cantinera o con cualquier otra mujer, alcanzan una intensidad inusitada como en el estribillo que hemos citado. Y no es raro que así sea. La trilogía amor – muerte – eternidad, ha sido presentida por el poeta e intuida por los Caballeros Legionarios que han hecho de ella una verdadera obsesión. Esta obsesión es el leit-motiv central de El Novio de la Muerte.

La segunda estrofa de este conocido himno legionario dice así:

Soy un hombre a quien la suerte
hirió con zarpa de fiera;
soy un novio de la muerte
que va a unirse en lazo fuerte
con tal leal compañera.

Pero la asunción de la muerte como novia y compañera ha sido inducida por la muerte de la mujer amada. No es un desengaño amoroso, sino una tragedia personal, la pérdida de la compañera que hace que la unidad hombre-mujer, soldada por el amor y concebida como un todo, rompa la unidad esférica (esto es, perfecta) con la que había sido percibida desde Platón, y la vida de la parte superviviente carezca ya de sentido. La canción es ilustrativa al respecto. El legionario ha hecho gala de su valor y ha muere heroicamente:

Cuando, al fin le recogieron,
entre su pecho encontraron
una carta y un retrato
de una divina mujer.
Y aquella carta decía:
”…si algún día Dios te llama
para mi un puesto reclama
que buscarte pronto iré”.

Esa misma carta termina con una recapitulación de los motivos de su compromiso con la Legión:

Por ir a tu lado a verte
mi más leal compañera,
me hice novio de la muerte,
la estreché con lazo fuerte
y su amor fue mi ¡Bandera!

También hay en todo ello un deseo de exceso y de intensidad. Es frecuente en todos los cantos de guerra de los cuerpos de élite las alusiones a lo que podríamos llamar el “erotismo de la muerte”. Las tropas de asalto alemanas de la I Guerra Mundial cantaban: “… y si la muerte llega y nos acaricia”, que parece hablar otro lenguaje diferente al no-guerrero para el que la llegada de la muerte supone un mazazo insoportable y no una caricia.

A fuerza de considerar la posibilidad de morir en cualquier choque, el miembro de cualquier cuerpo de élite –y, por supuesto, de la Legión-, el guerrero tiende a establecer un nexo de proximidad con la muerte y considerarla una compañera inseparable que, en cualquier momento, podrá manifestarse y, cuando lo haga, hará, solamente, que tener en cuenta el Credo de la Legión y, en concreto el punto 10º o “Espíritu de la muerte”:

El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La muerte llega sin dolor y el morir no es tan horrible como parece. Lo más horrible es vivir siendo un cobarde.

Caminar al paso con la muerte

La muerte es el hecho esencial de la milicia y, mucho más, de los cuerpos de élite. Se dice que una buena muerte redime toda una vida. Pero no es cierto, más bien habría que decir que un comportamiento heroico exalta las mejores virtudes de lo humano. El deseo de libertad es una de ellas. En un sentido metafísico la libertad es la capacidad de dominio sobre los instintos, los miedos, los deseos y todo aquello que nos puede dominar. Desde este punto de vista, si el mayor riesgo de una vida humana, es la muerte, será cierto que sólo el desprecio a la muerte da la libertad. Por eso, sin duda, al cantar El Novio de la muerte, el legionario recuerda la clave de toda esta filosofía:

Mi divisa no conoce el miedo,
mi destino tan sólo es sufrir;
mi bandera luchar con denuedo
hasta conseguir vencer o morir.

Y, en cuanto al estribillo de Tercios Heroicos, que en realidad fue el primer himno oficioso de la Legión Española a poco de constituirse, se repite dos veces

Legionarios a luchar,
legionarios a morir,
legionarios a luchar,
legionarios a morir.

Este himno, en nuestra modesta opinión, es de todas las canciones de la Legión, probablemente la más poética y, si se nos apura, la más almibarada, como si a poco de ser fundado, el Tercio de Extranjeros todavía no hubiera conseguido traducir a canto espontáneo su espíritu. Excesivamente retórica, esta canción se redime precisamente por su estribillo que resume el ideario de su fundador: luchar y morir. Cuando los legionarios, pocos años después tienen ya un himno oficial asumido por todos, las ideas están mucho más claras. Es el Espíritu de Acudir al Fuego, el 7º del Credo Legionario:

La Legión desde el hombre solo hasta La Legión entera, acudirá siempre donde oiga fuego, de día, de noche, siempre, siempre, aunque no tenga orden para ello.

¿Por qué esa insistencia en conocer el fuego del enemigo? En la notable película alemana de postguerra, El Puente, el general de la Volkstrum de ese distrito, encarga al Sargento Heimdal que cuide de los muchachos de las Hitler Jugend que se han incorporado ese día a la defensa de la Patria; el general pregunta: -¿Qué ha aprendido usted a lo largo de toda esta guerra?, y el sargento Heimdal contesta: -A esconderme. Es el tradicional e hispánico escaqueo. En la Legión el escaqueo del fuego enemigo está proscrito. Lo que el código ordena es, justamente, lo contrario: acudir al fuego. Y en el Himno de la Legión, en su primera estrofa se indica el por qué:

Soy valiente y leal legionario
soy soldado de brava legión;
pesa en mi alma doliente calvario
que en el fuego busca redención.

La palabra clave es “redención”. El diccionario de la Real Academia de la Lengua, nos aporta el sentido de la palabra “redención”. Acto de redimir, claro. Y redimir: “Poner término a algún vejamen, dolor, penuria u otra adversidad o molestia”. Parece que en este término alguno de los redactores del Diccionario hubiera pasado por el Tercio. Para hombres a los que la vida, por algún motivo, se ha hecho insoportable, la Legión ofrecía la posibilidad de redención por una doble vía. La primera dejar su yo a la puerta del cuartel –ese yo es el que sufre penuria, dolor, adversidad o molestia-, la segunda es ir al paso con la muerte, como si se tratara de una compañera más de la formación. Si el mayor riesgo para la vida es la muerte, ¿cómo habría que calificar a alguien que dejara de tener miedo a la muerte? Es simple, ese sería un hombre libre.

El Pobrecitos maridos infelices, que ha empezado casi como una canción de reclutamiento exhibiendo las bondades de la vida legionaria, para luego ciscarse en la intendencia, más tarde en el rechazo a la filosofía del pico y de la pala, vuelve en sus últimos cuatro versos a los lemas propios de un cartel de reclutamiento:

Son diez pesetas,
bien comido y bien servido,
tendrás fama de león,
aunque seas un cabrón en la Legión.

Y es que el Caballero Legionario es el campo de batalla lo que el león es en la selva.

Una sociedad sin clases, una casta guerrera

En la canción Pobrecitos maridos infelices, se cuenta la historia de uno que luego la propia canción calificará de mandante:

Y ese otro que en su pueblo,
se las daba de sereno,
con el hambre que pasaba
se alistó al Tercio de Extranjeros,

¿Qué ocurre, pues, con la Legión Española? ¿Está formada por desheredados de la fortuna? ¿acaso por gentes que han perdido toda esperanza de prosperar en la escala social? Planteamiento erróneo. Eso vale para las categorías burguesas y para la forma pequeño burguesa de ver la vida. En la Legión Española se respira otro aroma.

Hay un mito que ha soportado el paso del tiempo: el que a la legión van a parar hombres de todas las condiciones sociales. Eso pudo ser cierto en algún momento y hoy, digamos, que no lo es tanto. En 1967, se alista en el Tercio de Extranjeros, un personaje extraño que parecía sacado de la película ¡A mí la Legión!. Modales refinados, educación exquisita, aspecto extremadamente agradable, un hombre de mundo, acompañado por alguien que parecía ser su amigo inseparable, o al menos una especie de machaca. Solamente había dado un nombre al alistase: “Juan de Austria” (y seguramente el escribiente debió bromear: “el de Lepando ¡no?”), como el “Mauro, solamente Mauro” que se alista en la película de Juan de Orduña. Al cabo de unos meses, “Juan de Austria” debe abandonar la legión. Se trataba del SAR el Príncipe Sixto Enrique de Borbón Parma (al que nunca agradeceremos suficiente los desvelos que tuvo por nosotros durante nuestra estancia en París). Como el “Mauro, solo Mauro” de la película que también resulta ser el príncipe de un país balcánico… En cuanto al machaca de “Juan de Austria” que se había alistado en la Legión para acompañar al Príncipe, naturalmente, no fue expulsado y debió cumplir con su compromiso militar hasta el final, como los buenos…

Hoy, es posible que el nivel medio de los Caballeros Legionarios sea diferente al de los años 20 e incluso diferente a la situación de Sixto Enrique de Borbón en los 60. España ha cambiado y su estructura de clases también ha cambiado. Sin embargo, la Legión Española sigue siendo una estructura de combate que está al margen de las clases y por encima de las clases sociales. De hecho, pertenecer a la Legión Española es algo más que pertenecer a una “clase social”, supone, sobre todo pertenecer a una casta: la casta guerrera.

Si hay una canción que resuma lo que un marxista contrito consideraría como la “concepción de clase” de la Legión Española es la que lleva por título el de su primer verso: Como somos caballeros legionarios. Empieza la canción reconociendo que el “estilo legionario” puede disgustar a muchos (la casta guerrera, solamente es comprendida por la casta guerrera, frecuentemente despreciada por la burguesía, casta hegemónica en la modernidad):

Como somos caballeros legionarios

hay mucha gente que no nos camela

como si fuera un delito

ser de La Legión Extranjera

Las dos estrofas siguientes suponen una afirmación explícita de que para el Caballero Legionario no existen clases sociales:

Nosotros no nos preocupamos

ni del más grande ni el más chico

ni tampoco olvidamos

ni a los pobres ni a los ricos

Cuando vamos por la carretera

y nuestras carnes se tuestan al sol

la sangre de nuestras venas

es igual que la mejor.

La siguiente estrofa es también antológica. Reconoce que el legionario ha tenido, con frecuencia, mala vida o una vida hecha de miseria y hambre. Lo que a otros les causaría bochorno reconocer, para el legionario es fácil asumirlo:

Si asaltamos los corrales

y robamos las gallinas

es para matar el hambre

que pasamos en la vida.

La última estrofa parece extraída de la película de Juan de Orduña o de la La Bandera protagonizada por Jean Gabin en 1935, en la que, desde Francia, se veía igualmente a nuestros Caballeros Legionarios. Un cuerpo en el que la alegría intensa y concentrada de quien sabe que cada día puede ser su último día

Si cantamos soleares

o bailamos bulerías

es para olvidar las penas

que pasamos en la vida.

Por encima de las clases, sin clases sociales, contra la consideración de los hombres en función de su origen, pero conscientes de que se pertenece a una entidad superior a la clase y, contraria a ella: una casta, la casta guerra.

El anonimato legionario

Se une a una deliberada y voluntaria destrucción de la personalidad anterior. Entrar en el Tercio equivale a un proceso iniciático: alistarse es morir como hombre viejo, como lo que se ha sido antes, para nacer como hombre nuevo. Ese “hombre nuevo” es una especie de sacerdocio templario, mitad monje, mitad soldado, cuyo hábito es la camisa y el gorrillo legionario. Desde este punto de vista, ser investido Caballero Legionario es similar a revestir una nueva “piel”, ya no será el polo y los jeans del joven discotequero, o la camisa y corbata del representante de comercio, sino el hábito de un verdadero sacerdocio ideado para dar y recibir la muerte.

Sería difícil encontrar una construcción tan hermosa como la Catedral de Chartres o la de Burgos. Hasta el artesano que cinceló su última piedra debería sentirse orgulloso y, sin embargo, no conocemos a ciencia cierta el nombre ni de los canteros, ni los maestros de obras. El anonimato es la garantía del verdadero arte porque aspira a representar no una forma personal concebida por un individuo concreto en un momento dado de la historia, sino a representa la belleza por sí misma.

En el Tercio de Extranjeros se busca, en esencia, lo mismo: no héroes individuales, sino una forma heroica de comportamiento colectivo y, para ello, hay que superar las barreras que las distintas personalidades imponen entre los voluntarios, “Yo Juan”, “Yo Pedro”, “Yo Macario Wilson”… No, el “Yo” no existe en la Legión. No puede existir. Donde está el “Yo”, no está el “espíritu legionario”. La Legión es una unidad, responde como un solo hombre. Por eso es importante dejar a la puerta del cuartel todo lo que nos hace ser “tú” o “yo”. Por eso es importante el corte de pelo, el uniforme, el marchar al paso, el cantar las mismas canciones, el comer en la misma mesa un mismo rancho, el beber, el ir de putas juntos, y el compartir las alegrías y las tristezas, que, a fin de cuentas, por ser de uno son de toda la unidad. Si un hombre está deprimido, esa debilidad, en combate, puede dañar a toda la unidad. Unidad, viene de Uno; hay tantos “yoes” como ranitos de arena en una playa. El yo no tiene lugar en la Legión Española, ni en cualquier otro cuerpo guerrero.

De ahí que no sea solamente por desengaños amorosos o frustraciones, ni siquiera para huir de un fracaso cualquiera por lo que se exalta el anonimato en las canciones legionarias, sino también y, sobre todo, para que el espíritu de cuerpo se imponga sobre el “tú” o sobre el “yo”. Ni siquiera es el “nosotros”. Es simplemente: Uno, la Legión.

El Novio de la Muerte, arranca con esta temática:

Nadie en el Tercio sabía
quien era aquel legionario
tan audaz y temerario
que a la Legión se alistó.

Y aunque el legionario protagonista de la canción, a fin de cuentas, ha sufrido la pérdida de su amada, a nadie se le escapa el valor educativo de la canción que opera a modo de cincel del escultor sobre el espíritu de cuerpo de todos los Tercios y Banderas de la Legión.

Y en el propio Himno de la Legión, esta idea, que fue el gran hallazgo de Millán Astray, se recoge explícitamente:

Somos héroes incógnitos todos,
nadie aspira a saber quien soy yo;
mil tragedias, de diversos modos,
que el correr de la vida formó.
Cada uno será lo que quiera,
nada importa su vida anterior,
pero juntos formamos Bandera,
que da a la Legión
el más alto honor

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com







El Espíritu de la Legión en sus canciones (II de II)

Infokrisis.- Concluimos este breve repaso al cancionero de la Legión Española con los comentarios iniciados en la entrega anterior. Vale la pena recordar que nos hemos limitado a comentar las piezas más conocidas del cancionero de la Legión. Recomendamos a nuestros lectores que aprovechen los recursos de Internet para bajar a través de Emule (para algo pagamos el puto racket digital pagado por ZP a la bandel Mirlitón de la SGAE) las canciones originales y las películas que mencionamos en este artículo, así como el visionado de Youtube.es de clips sobre la Legión Española.

   

Dionisos en el Tercio de Extranjeros

Decía Aleister Crowley que la droga era el alimento de los fuertes. Y los fuertes son los que, usando de cualquier sustancia estimulante, no sucumben a sus efectos más terribles: a la adicción. Porque, finalmente, la adicción es la prueba del nueve de que quien ha consumido una droga, no es lo suficientemente fuerte como para controlar sus efectos, sino que su debilidad radica en el hecho de que termina siendo arrastrado por ella. Existe un cierto tipo humano, sin embargo, que soporta la droga como otros soportan un cafelito a media mañana. Para ellos, la droga es una puerta de acceso a la trascendencia.

Pero la droga tiene sus límites. La droga enseña lo que hay detrás del espejo de Alicia, pero no ayuda a penetrar en ese otro mundo. Simplemente, sirve para recordarnos que ese mundo existe y que es posible acceder a él. La experiencia de la droga es solamente útil unas pocas veces en la vida (en sus 50 secretos mágicos para pintar, Salvador Dalí recomendaba al artista fumar dos o tres veces haschís en su vida; no más). Y una vez se ha conocido la existencia de “otra realidad” intentar acceder a ella de manera autónoma, por medios propios, utilizando la propia fuerza interior, la voluntad, la constancia y la audacia. Eso implica una educación del espíritu. Es lo que se llama la “vía húmeda” en hermetismo o la “vía de la mano derecha” en las tradiciones orientales: intentar depurando progresivamente la personalidad, viajando al fondo de nuestro propio mundo interior, domando la voluntad, deshaciéndonos de residuos que en nuestro ser son como la ganga de los minerales.

Pero también existe la otra vía, la “vía seca” o “vía de la mano izquierda” en la que se trata de “tomar el cielo por asalto”. Es la vía del exceso, del riesgo, la vía difícil en la que el “veneno” se convierte en “remedio”, y lo que puede destruirnos pasa a ser el vehículo de salvación. Es la vía, a fin de cuentas, del legionario, la vía del exceso: demasiado arrojo, demasiado valor, demasiado heroísmo, demasiado alcohol, demasiado haschís… Si hay una bebida legionaria por excelencia, es el carajillo; el alcohol forma parte de la vida legionaria. Un legionario abstemio es, en sí mismo, una contradicción.

Pero lo que en la vida civil es inútil, reprobable e incluso idiota, tiene otra carácter muy diferente cuando se permanece en el Tercio. El alcohol –y especialmente, el vino bueno, esto es, fundamentalmente, tinto- aumenta en ingenio y la chispa, nos abre hacia los demás, nos imbuye alegría y, finalmente, en la pelea, nos hace ver las cosas mucho más claras. En una palabra, nos ayuda a deshacer las categorías del pensamiento lógico, de todo lo que es “razonable”, pequeño-burgués y que, a la postre, sirve para que nuestra personalidad, encuentre argumentos para no cumplir con nuestro deber, para eludir las responsabilidades o simplemente para ser cobardes vivos y coleando.

El alcohol ayuda a que emerja el espíritu de cuerpo propio de las unidades de élite y en especial de la Legión. ¿Un legionario abstemio? Mejor que se apunte al cuerpo de enfermeros de retaguardia. Jamás tomará el cielo por asalto si se lo ordenan. Siempre encontrará una palabra: “imposible”, “demoledor”, “insensato”. Y no solamente hay que tener tropa que ame el alcohol, sino jefes que lo conozcan bien y que hayan experimentado sus efectos, porque será a ellos a los que les corresponderá dar las órdenes “imposibles”, “demoledoras” o “insensatas” con la misma facilidad con que se ordena el “rompan filas”.

Porque el oficial legionario no es algo distintos a la tropa: está entre la tropa, vive con la tropa bajo el fuego enemigo. Para el oficial legionario solamente hay algo más estimado que la vida de cualquiera de sus hombres: la misión encomendada. Sólo los que bene juntos pueden valorar en su justa medida la vida de cada uno de los hombres. Un “compañero” es, etimológicamente, el que come pan contigo. El único alimento de Napoleón en plena batalla era una sopa de pan… con vino. Juana de Arco solamente iba al combate después de haber bebido buen vino de Borgoña y en una de sus acciones de guerra, cuando su convoy es atacado, lo primero que llama es a salvar las barricas de vino. Sin olvidar, por supuesto, que en !A mí la Legión! (ya que hablamos de la Legión), el centro de la película es, precisamente una velada alcohólica de los tres protagonistas con la cantinera.

El vino está presente en algunos cantos de la legión. En una conocida canción Pobrecitos maridos infelices, que todavía hoy cantan en las unidades del Tercio, se alude a los pobres diablos que se han casado con una mujer que termina aburriéndoles; la vida legionaria es la alternativa para esos cabestros. Las primeras estrofas cantan las excelencias de la vida legionaria y una de ellas alude al régimen alimentario, digno de encomio:

Comida sana y abundante,
la que dan en el Tercio de Extranjeros,
cocinada por cuatro o seis mangantes,
a los cuales llamamos los rancheros.
Una sopita, un cocidito
y la cabeza de un besuguito
y un vasito de vino peleón,
este es el menú de la Legión.

Se ironiza, naturalmente. A fin de cuentas si la copita de vino peleón ocupa el último lugar es porque se trata, no solamente de lo único real –olvídate de cociditos y calditos de mamá y, no digamos de besugos en el Tercio-, sino de lo que más vale la pena en la vida legionaria. Es el canto a Dionisos, el díos del amor, del exceso y, claro está, del alcohol. El dios que desciende a los infiernos y que conoce la muerte para resucitar luego.

Sería difícil encontrar una fe más particular que la del Caballero Legionario capaz de blasfemar en todas las lenguas del mundo, pero también de portar al Cristo Legionario en alto, no en vano Dionisos como Cristo ha nacido de una mujer, y ambos murieron para resucitar. Lo que Jesús hizo en las bodas de Canaán, los mitólogos griegos ya se jactaban de que Dionisos lo había hecho antes. Cristo como Dionisos, ofrecen a sus fieles su sangre, en forma de vino. No es raro pues que el Caballero Legionario identifique el culto pagano al vino con su fe especial a Cristo que desde el milagro de las Bodas de Canaán a la transubstanciación de la Última Cena, conoce el secreto del vino.

Y luego está el haschís. No es lo mismo que un Caballero Legionario fume haschís que lo haga el nene de la esquina o el intelectual de sobremesa cuyo conocimiento del mundo se realiza a través de la pantalla del ordenador. Estamos hablando de hombres que saben lo que es el mundo, no de simulacros. Por eso, donde unos quedan derrotados, los otros -los fuertes- sobreviven y demuestran su fortaleza interior. Como el “inglés que vino de London”. Esta vieja canción legionaria, así titulada, cuenta la historia de un inglés que aparece en los banderines de enganche con intención de alistarse, la segunda estrofa cuenta:

Un inglés que vino de London
para ver si en este gran país
podía coger un colocón
y al fin lo pudo conseguir.
Empezó en los grandes cafetines.
Cuál sería su ilusión, vacilón
que el inglés cuando estaba colocado
cantaba y decía esta canción:
"Goodbye, allright,
yo quererme enganchar
en tercio de Millán Astray
que vicio y grifa hay"

La canción tiene también su parte de advertencia: ¿grifa? Sólo si eres lo suficientemente fuerte. El inglés, al parecer, no lo era, porque la canción termina:

Terminó vendiendo la camisa
camisola y pantalón, vacilón
y el inglés cuando estaba picando
cantaba y decía esta canción:
"Goodbye, allright,
yo quererme licenciar
en tercio de Millán Astray
mucho pico y pala hay"

A decir verdad, no hay mayor fracaso de quien se ha sentido suficientemente fuerte como afrontar una droga –el haschís lo es, igual que el vino, el café o el té, no lo olvidemos- y ha caído derrotado. La droga no hace más que ser el reconocimiento de un fracaso. Allí donde hay un alcohólico tirado en una esquina, un yonki pinchándose o fumeta sin poder levantarse si no es con ayuda del “humito”, allí hay un fracasado. Los fuertes están en otro lugar…

El sexo de la Legión…

El lugar de la virilidad es la Legión. No el único, pero si el más excesivo. Seguramente, Pedro Cerolo (o Zerolo), no hubiera sido nunca un buen Caballero Legionario. Cuando un hombre pierde tanto tiempo en su permanente y puede lucir unos ricitos acharolados tan cuidados, o él no vale o sus rizos no valen nada.

En la Legión, como en cualquier otro lugar del mundo, debe haber homosexuales, lo que no hay –y podéis poner la mano al fuego- son mariquitas saltarines. Ciertamente, las canciones legionarias hacen afirmación de virilidad y no pueden evitar una carga contra el mariquita saltarín y, si nos apura, contra el “mariconazo”, entendiendo por tal al individuo, tirando a innoble, absolutamente amoral y que hace de la explotación, la estafa, el oportunismo y la usura, los ejes de una vida más cercana a la del puerco de corral que al del catre. Se canta en Pobrecitos maridos infelices:

Acabo de recibir, chis, pun (bis)

Noticias frescas de mi país.

Se está poniendo España
en tan malas condiciones
que se está incrementando
el gremio de maricones.
Como sigan así las cosas
con tan poco disimulo
va a faltar el sitio
para ir a tomar por culo.

La Legión percibe que hay algo que no acaba de funcionar bien en la sociedad. Está claro que los valores que defiende son muy contrarios a los valores habitualmente en uso en la sociedad. Estas estrofas nos hablan de “noticias frescas”, y de un país –España- que se está poniendo en “malas condiciones”, esto es, nos está hablando de información política. Y luego nos habla del “gremio de maricones”. Sería una ligereza querer ver solamente en esta afirmación un ataque contra los “nefandos” de ayer, “gays” de hoy. Y luego, finalmente, se alude al “poco disimulo”, lo que equivaldría a decir que, efectivamente, el problema no es ser gay, sino hacer alarde de ello. Decididamente Cerolo (Zerolo), jamás hubiera sido un buen legionario ni son rizos azabacheados habrían quedado bien bajo el gorrillo legionario.

En una sociedad viril como la Legión, lo normal es la relación hombre-mujer en lo personal y honestidad-denhonestidad en lo político. Cuando se alude al “gremio de maricones” se esta aludiendo tanto a los que sodomizan al compañero como a la sociedad.

Pero, a decir verdad, aunque la heterosexualidad es norma y es lo mínimo que se puede ser en la Legión, así, a secas, tampoco basta para como modelo de comportamiento sexual. Hace falta algo más. El pobre marido que debe aguantar silencioso la tiranía de su mujer y el llegar cada tarde puntualmente del trabajo, no es el modelo que más ansían los Caballeros Legionarios. Así se dice en la canción que toma el título de su primer verso:

Pobrecitos maridos infelices,
que tenéis la testuz como un carnero,
viviréis contentos y felices,
alistandoos al Tercio de Extranjeros.

Y que es la virilidad sometida a lo femenino, ni es virilidad ni es nada. Se duda de la hombría del marido sumiso y se le ofrece una vía de escape a su postración: el Tercio de Extranjeros. Hay que suponer, por lo que se deduce de esta canción, que si bien muchos futuros legionarios acudieron al banderín de enganche por una desengaño amoroso o por la pérdida de la persona amada, otros, simplemente se alistaron para huir de matronas de pelo en pecho, insoportables y tiránicas. De to’ tié que haber, que decía aquel.

Valores, sólo valor y sólo valores

Se sabe que “el inglés que vino de London” buscaba un petardo de grifa y lo perdió todo. ¿Buscaba sólo eso? Realmente no. La intención inicial del inglés de la canción era otra, anterior y superior al “colocón”. Vale la pena recordar que la canción empieza:

Un inglés que vino de London
para ver si en este gran país
podía alistarse a la Legión
y al fin lo pudo conseguir.
Visitó todos los banderines.
Cuál sería su ilusión, vacilón
que el inglés cuando estaba firmando
cantaba y decía esta canción:
"Goodbye, allright,
yo quererme enganchar
en tercio de Millán Astray
honor y gloria hay"

Así pues, a fin de cuentas, lo que buscaba en primer lugar era Honor y Gloria. Había ido al lugar adecuado. Toda la vida en la Legión Española es un canto al Honor y a la Gloria, difícilmente cabría otro valor, ni introducido con calzador, a condición de admitir que el camino hacia la realización de esos dos valores es, precisamente, la que podemos calificar como “Vía Heroica”.

También aquí estaríamos hablando de una escala de valores incomprensible para la sociedad civil (esos a los que, como decía la canción Como somos Caballeros Legionarios, no les “camelan”) y con la cual no puede existir acuerdo posible. La “sociedad civil”, a través de sus mecanismo de poder –poder que está en manos de pequeños burgueses, solo de pequeños burgueses y nada más que de pequeño-burgueses, miradles las caras y lo comprobaréis- “encarga” a la Legión Española las más ingratas tareas, pero no quiere “mezclarse” ni con ella, ni con valores, como si contraminaran su sacrosanta partitocracia. La disciplina parece romper el dogma de la libertad, la jerarquía desdice la igualdad absoluta, el honor da la espalda a la buena vida, el heroísmo al espíritu conejil y asustadizo del pequeño-burgués. No hay acuerdo posible, no hay punto medio. Suerte tiene el poder civil de que la Legión haya sido educada en la disciplina y sepa cual es su terreno. Quizás hiciera falta dar una patina de valores legionarios a una clase política para la que el afán de lucro, la mentira institucionalizada, el doble lenguaje y el oportunismo sin escrúpulos son los únicos valores de los que se alimenta. La Legión Española, la milicia digna de tal nombre, colegas, es otra cosa. La vía heroica es a las promesas electorales, lo que un solomillo es al resultado de pasar por el tubo digestivo.

El Caballero Legionario acepta la muerte con la naturalidad que acepta un pitillo. Exageramos, claro está. A nadie le hace gracia morir, pero puede aceptarlo, simplemente porque es su deber. Acepta otras cosas menos lesivas para su vida que el cumplir una orden de la que sabe que no regresará. Y los cantos legionarios lo expresan muy claramente: cavar se hace, porque órdenes son órdenes y cumpliéndolas se demuestra la disciplina, pero dista mucho de ser lo esencial en el “oficio de las armas”. La canción Pobrecitos maridos infelices, explica este estado de ánimo:

Yo no sé qué se han creído
en el Tercio de Extranjeros,
que nos tienen comparados
con peones camineros.
Desde que se inventó
el pico y la pala,
con el pico y la pala
nos están dando la lata.
Este que está presente
tres picos rompió
y al día siguiente
pasó al pelotón,

Fuera de la protesta festiva de esta canción. Cuando se ordena coger el pico y la pala, nadie chista, aun cuando oficiales y tropas saben que no es ese el menester para el que ha sido creada la Legión. El Novio de la Muerte dramatiza muy bien la estampa ideal de la vida legionaria:

Cuando más rudo era el fuego
y la pelea más fiera
defendiendo su Bandera
el legionario avanzó.
Y sin temer al empuje
del enemigo exaltado,
supo morir como un bravo
y la enseña rescató.

Y el Himno Legionario no dice nada que sea diferente:

Legionario, legionario,
que te entregas a luchar
y al azar dejas tu suerte,
pues tu vida es un azar.
Legionario, legionario
de bravura sin igual,
si en la guerra hallas la muerte,
tendrás siempre por sudario,
Legionario, la Bandera nacional.

Incluso la canción Pobrecitos maridos infelices, que, como ya hemos visto, es una especie de banderín de enganche y verdadero anuncio descarnado de la vida legionaria concluye explicando que el mandante del que hablaba solamente una estrofas…

…Se ha portado bien
en las operaciones,
todas las medallas
y todos los galones
los lleva colgado
de los cojones.

¿Hay que entender esta frase como una intolerable muestra de machismo? Difícilmente. ¿Cuántos actos heroicos realizados por legionarios han quedado sin “recompensa”, esto es, sin condecoración? Muchos, incluso hoy en día en lejanas tierras donde políticos de poca solvencia han querido ganar puntos en la escena internacional utilizando a la Legión para sus manejos de opereta. En realidad, el legionario pide poco –ya lo hemos visto en la canción “un vasito de vino peleón”-, por eso, a nadie le extraña que la satisfacción del Caballero Legionario (en You Tube hay decenas de vídeos vistos por millones de personas que han podido constatar en el último legionario el mismo orgullo presente en el gastador que lleva la famosa cabra de la Legión. Y este orgullo es el propio del que se sabe miembro de una élite guerrera y se expresa perfectamente en la última estrofa de la canción Como somos caballeros legionarios:

Y aunque a nadie le importa el sufrimiento

que un Legionario lleva en el corazón

demostramos que estamos satisfechos,

que llevamos en el pecho

el Emblema de La Legión.

Se puede decir más alto –frecuentemente, los legionarios pugnan por ver quien canta con voz más recia-, pero no más claro. O quizás, sí. Se puede decir en los Doce Espíritus del Credo de la Legión. En realidad, todo este largo y farragoso artículo sobraba. Bastaba solamente, con cortar y pegar el lacónico Credo de la Legión.

 

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com

 

¿QUÉ HACEN NUESTROS MUCHACHOS MURIENDO EN AFGANISTAN?

¿QUÉ HACEN NUESTROS MUCHACHOS MURIENDO EN AFGANISTAN?

Infokrisis.- Un soldado profesional está en el ejército para defender la integridad del territorio nacional y a su comunidad, y para morir si es preciso. Por lo tanto el que una soldado profesional muera en combate no debe ser objeto de particular atención: se espera de él o de ella, morir con honor. Idoia Rodríguez de la Cruz ha muerto con honor. Harina de otro costal es qué coño hacen nuestros muchachos en Afganistán, un conflicto que nada tiene que ver, ni con nuestra integridad territorial ni con la defensa de nuestra comunidad.

Setecientos de nuestros muchachos se están jugando la vida cada día en un país hostil para salvar la cara a ZP y a Moratinos por su defección de Irak. Naturalmente que son dos conflictos diferentes. Al menos en Irak estaba como promesa de Bush el flujo petrolífero para los aliados que hubieran apoyado la «guerra injusta». En Afganistán la guerra es simplemente injusta... sin ninguna contrapartida, ni política, ni económica. ZP quiso hacerse perdonar la defección irakí aumentando la presencia española en Afganistán. Han muerto más soldados españoles en la guerra absurda de Afganistán que en la guerra injusta de Irak. Aquello está tan lejano y tan distante en el tiempo que no concebimos que allí ningún soldado español pueda estar presente. La muerte de Idoia nos lo ha recordado dramáticamente y mucho nos tememos que no sea la última muerte absurda en una guerra absurda.

La OTAN ha pedido refuerzos para Afganistán. El gobierno ZP los ha negado. Electoralmente, no es un tema popular. Además habría que explicar qué hacemos allí y decir que ZP quiere hacerse perdonar la retirada de Irak no queda excesivamente glorioso.

A partir de ese momento, se produce una contradicción: el estudio militar de la OTAN dice: «debemos aumentar la presencia militar». Pero ZP dice: «No podemos». Es evidente que resulta un suicidio mantener una presencia insuficiente en un país en conflicto y que dicha decisión implica una condena a muerte a los soldados que permanecen allí destacados.

ZP es un enterrador que, como el perro del hortelano, ni come, ni deja comer; es decir, ni aumenta la presencia para vencer al enemigo -porque allí hay una guerra, y un enemigo que mata-, ni retira a las tropas para evitar bajas y que, día a día. se vean rebasadas por el adversario.

El gobierno sin honor ha concedido la medalla al Mérito Militar con distintivo blanco, a Idoia. Ni siquiera en esto el gobierno ha tenido un poco de honor, incluso en este pequeño detalle no se ha atrevido a reconocer que allí hay un conflicto armado y sigue sosteniendo mezquina y tristemente que estamos allí «por razones humanitarias». Y allí hay una guerra, de la que vale la pena recordar su génesis: es la guerra querida por los EEUU como represalia al extraño atentado contra el WTC.

En 2001 existían mejores relaciones entre los EEUU y la UE; por lo tanto, ambas partes admitieron que la operación estuviera encuadrada dentro del marco de la OTAN (Organización del Tratado del ¡Atlántico Norte!... distante 35.000 km de Afganistán). Y de ahí la presencia española encuadrada en la OTAN... absurdo, sin sentido, surrealista, injustificado e injustificable. Es decir, como el gobierno ZP . !Honor a Idoia, muerta en la guerra absurda! !Vergüenza a ZP y a su miserable e irresponsable política exterior

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es

La casta guerrera y la sociedad (IV de V) Los valores guerreros: Disciplina, Magnanimidad, Valor

La casta guerrera y la sociedad (IV de V) Los valores guerreros: Disciplina, Magnanimidad, Valor

Infokrisis.- Disciplina, magnanimidad y deber, son los tres valores militares a los que pasamos revista en esta penúltima entrega de la serie. El estudio somero de estos valores nos servirá como excusa para proseguir nuestras reflexiones sobre los rasgos generales del estilo militar. Hoy comprobaremos que todos los valores estudiados anteriores, se encuentran ligados a estos e intuiremos que el "estilo de la milicia" no es más que este conjunto de valores encarnados en el figura del guerrero.


7. Disciplina

La disciplina está presente en todas las castas de la sociedad tradicional. El aprendiz recién ingresado en un gremio debe obediencia al maestro del taller, acata sus órdenes por disciplina, aun cuando muchas de ellas le sean incomprensibles. Así mismo, el monje ha hecho voto de obediencia a la orden, a Dios y a su superior en el convento. La obediencia y el principio que la inspira, la disciplina, está íntimamente relacionada con la jerarquía. Los escalones inferiores deben disciplina a los superiores y éstos están obligados, también por disciplina, con el mando supremo. La disciplina es aquel principio que supone el cimiento de una sociedad jerarquizada en la que exista una mínima división de funciones.

La diferencia entre la disciplina civil y la militar estriba en que mientras aquella se precisa solamente para regular la buena marcha de las tareas encomendadas, en la milicia puede llegar hasta el sacrificio supremo de la vida. Si existen distintos grados de disciplina, el que registra la vida militar es, sin duda, su máxima expresión. Y no es raro que así sea; en el fondo, la disciplina en la función productiva y en la casta sacerdotal tiene que ver con el individuo y con su misión, mientras que en la milicia la disciplina es un canto coral. La instrucción, por ejemplo, es necesaria realizarla con disciplina, como un solo hombre, para borrar los rastros de individualidad y hacer aparecer ese espíritu de cuerpo que se expresa en la homogeneidad de una formación en marcha.

La disciplina militar no se dirige al ego del individuo. El ego siempre encuentra excusas para inhibirse de la disciplina: ¿por qué acudir a las sesiones de instrucciones, si ya sé marcar bien el paso? ¿Para qué un ejercicio de tiro? ¿Acaso no tiro bien? ¿Morir por la Patria? “hoy no hace un buen día para morir, quizás mañana”. En el fondo, el ego siempre encuentra excusas, pero en la milicia no son precisamente justificaciones lo que se requiere. La orden es clara o no lo es. Y si lo es, se cumple. Sin discusión, sin dilación, sin valoración… por disciplina. La milicia no es un conjunto de individualidades individualistas individualizadas, sino una Unidad, un organismo vivo formado para ser eficaz en las misiones asignadas. Todo aquello que resta eficacia a la milicia, es superfluo: los gustos personales, las inclinaciones del carácter, las filias y las fobias; y, si es superfluo, debe desaparecer. La instrucción minimiza sus efectos.

La disciplina no es la primera y gran virtud militar, sino una consecuencia de las anteriores. Frecuentemente se ha recordado que el honor es anterior a la disciplina. ¿Podría haberse dudado? La horda es también eficaz en algún tipo de combate. Los piratas solían abordar naves e izar su pabellón negro sobre ellas. Cuando el capitán pirata ordenaba: “al abordaje”, todos cumplían la orden. Pero aquí no podemos hablar de disciplina, sino de miedo a las consecuencias que una insubordinación podría acarrear. Por otra parte, no todas las actividades son igualmente honorables. Lo que separa a la milicia de la piratería es, precisamente, que donde en la primera dice “honor” en la segunda se lee “botín”. Para que la disciplina pueda ser considerada como tal y no una forma de coacción, deben existir valores anteriores y superiores: las órdenes se siguen mientras son honorables y están dictadas por hombres honorables. Un bandido, un jefe incapaz, un cobarde o un renegado, no están en condiciones de pedir disciplina a quienes dependen de él.

Frecuentemente el alto sentido de la disciplina inculcado en las Academias Militares es el clavo al que se agarran los incapaces para que la milicia acepte el más negro de los destinos o vuelva la vista a la desintegración de la comunidad a la que ha jurado defender. Mal asunto entonces, especialmente para el honor. En 1918 Alemania pedía la paz. Llegado un punto en que la prosecución de la guerra era inviable y la victoria se había convertido en inalcanzable, no quedaba más remedio que la paz honrosa. Sin embargo, la clase política no estuvo a la altura (ni la alemana, ni mucho menos la francesa, especialmente). Las condiciones draconianas impuestas por unos fueron aceptadas por otros. Entre otras, la de desmadejar el ejército. Así se hizo. A partir de ese momento, las comunidades alemanas en el Báltico, en Alta Silesia, incluso en el interior de Alemania, fueron abandonadas a su suerte ante los bolcheviques, ante el Ejército Soviético o ante los terroristas polacos. Y fue entonces cuando se produjo espontáneamente una de las gestas más memorables del siglo XX. Oficiales e incluso suboficiales reunieron en torno suyo, en cada cuartel, a hombres fieles, dispuestos a llegar allí donde la clase política y el Estado Mayor no estaban dispuestos a llegar, organizándose en “Cuerpos Francos” y acudiendo allí donde era menester defender la bandera a la que habían jurado lealtad. Fueron los “Freikorps” los que vencieron a la revolución comunista en Baviera, quienes lucharon hasta el final, traicionados y vendidos en el Báltico, victoriosos en Alta Silesia y Berlín, colocándose al margen de la ley y degradados por la clase política. Hay que añadir que la inmensa mayoría de los “Freikorps” habían surgido de las “tropas de asalto”, la élite del ejército alemán de la época. Si el movimiento se demuestra andando, la élite de un ejército se afirma como tal en el combate. La experiencia de los “Freikorps” evidencia que las jerarquías pueden reconstruirse en cuanto, en algún lugar de la cadena de mando, falla el honor y la disciplina. Inevitablemente, siempre está presente allí donde hay mandos honorables.

8. Magnanimidad

Cuando la victoria sonríe o, incluso en plena derrota, dar más allá de lo que se considera normal, supone ser magnánimo. En la milicia nunca se ha sido partidario de recordar las palabras evangélicas que prescriben dar “bien por mal” y “perdonar al enemigo”, por no hablar de la norma de “no matarás”. Entre ser un psicópata asesino y matar en defensa de lo que se ha jurado, hay una distancia que sitúa a ambos puntos en las antípodas sin posibilidades de encuentro. El hombre de la milicia aborrece matar, pero aborrece aún más el deshonor que implica eludir el choque con el adversario. El psicópata experimenta una satisfacción en el crimen tan intensa como su falta de principios. Si un ministro de Defensa ha podido decir que prefería “morir a que le maten”, en el mejor de los casos es un demagogo, en el peor, un tipo metido en “camisa de once varas”. Porque Pepe Bono tenía fuste para cualquier cosa: trepa populista, aspirante frustrado a la secretaría general de su partido, candidato en barbecho a la espera de su hora, o simplemente cateto a babor, pero le faltaba la más mínima cualificación para entender lo que era la milicia y las necesidades de defensa de un país. Éstas requieren, con mucha más frecuencia de la que creía el ex ministro, que dé y se reciba la muerte. Los 17 muchachos que envió a la absurda guerra de Afganistán y que se estrellaron con su helicóptero se lo recordarán eternamente.

En el espíritu de la milicia, el adversario vencido con honor merece un tratamiento magnánimo… después de haberlo vencido. Sólo entonces y nada más que entonces, es lícito y admisible devolver “bien por mal”, “presentar la otra mejilla” y mostrar una generosidad y un espíritu de reconciliación que aureolan a quien legítimamente puede ser considerado como “magnánimo”. Antes hemos hablado del final de la Primera Guerra Mundial; la falta de magnanimidad de los aliados fue el germen de reivindicaciones futuras que concluyeron con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. La falta de magnanimidad de los israelitas en cada una de las guerras que han mantenido contra sus vecinos árabes ha sido, cada una más que la anterior, el germen de la situación eternamente explosiva que vive la Palestina ocupada.

Los grandes vencedores siempre han ejercido la magnanimidad. Cuando el Emperador Claudio vence a los britanos, trae a su rey a Roma. Caractaco pasa de ser esclavo a amigo y consejero del César. Había luchado con honor, no merecía otra cosa. Alejandro Magno incorporó guerreros de algunos de los pueblos vencidos al ejército que le llevó hasta las puertas de la India, y otro tanto hicieron los romanos y los cartagineses con tribus íberas y celtíberas. Godofredo de Bouillón no establece condiciones draconianas y humillantes para los musulmanes capturados en el sitio de Jerusalén. De hecho, el axioma militar de todos los tiempos todavía sigue manteniendo su valor: “a enemigo que huye, puente de plata”. La frase, no es más que un canto a la magnanimidad.

Las descripciones históricas sobre la caballería errante medieval son significativas. La magnanimidad es una de las grandes cualidades de los caballeros, como si su altura interior se proyectase sobre los vencidos mucho más que la amenaza de su espada. Y, frecuentemente, esa magnanimidad va acompañada de otra virtud inseparable: la generosidad. Si la antigua máxima castellana decía “dar es servicio, recibir es servidumbre”, en la práctica esto cristaliza en un comportamiento volcado hacia los demás. La máxima generosidad consiste en entregar la vida en defensa de otros, pero la generosidad cotidiana se plasma en la movilización de una unidad militar, con baja paga y mucha disciplina, para acudir a limpiar las costas gallegas de chapapote o para apagar un incendio forestal que ha desbordado a la defensa civil. Y también, claro está, en dejar atrás a los padres, a la novia o a la esposa, a los lugares conocidos, para ir a los lugares más absurdos del planeta a esas llamadas “misiones humanitarias”. En nuestro sistema de enseñanzas militares, la magnanimidad y la generosidad ocupan todavía un lugar importante en los valores que se pretende inculcar al hombre de la milicia. No en vano nuestros muchachos, allí donde han ido, han sintonizado con la población local. El bocadillo del desayuno se ha entregado a los niños hambrientos de la zona, se han evitado los saqueos y las represalias, tanto como se ha compartido lo esencial con quienes lo necesitaban. No somos nosotros, precisamente, los más partidarios de convertir a las FF.AA. en esos “soldados sin fronteras” de los que hablaba el inefable Pepe Bono, pero sí debemos reconocer que allí donde nuestros soldados han ido, podemos sentirnos orgullosos de su generosidad a toda prueba.

Y lo más meritorio es que la generosidad en los lugares de tensión no se realiza de cara a una cámara de televisión o para “currarse la página humanitaria”, sino porque sale de lo más noble que puede haber en el ser humano. Quien ejerce la generosidad y la magnanimidad, sea consciente de ello o no, se está perfeccionando como ser humano. En estos tiempos en los que una generación se ha educado en los valores “finalistas” de humanidad, paz, progreso, tolerancia y demás; pero es incapaz de hacer la cama, limpiar los platos o colaborar en el orden del hogar familiar, la milicia enseña que quien está dispuesto a dar la vida por su comunidad también lo está a ejercer esa generosidad en los pequeños gestos de cada día. No importa que no haya nadie para ver un gesto generoso. Quizás ese gesto no servirá para crear “buena imagen” a quien lo ejerce (el progre incorregible siempre querrá ver en el militar al “sargento Arencibia”), pero tampoco el más bello paisaje de la naturaleza pide de nosotros la admiración. Y ahí está.

De la magnanimidad y la generosidad se desprenden normas de comportamiento cotidiano que han estado presentes en todos los momentos estelares de la milicia. La propia cortesía es una de esas muestras que, en sí mismas, se ejercen sin reportar un interés utilitario. O la caballerosidad –la virtud del caballero- denostada hoy como muestra del más insoportable machismo y olvidada como valor “utilitarita”. O la simple educación, que hoy ha sido desechada de los programas de enseñanza, no sea que los chavales vayan a aprender que es mejor ir aseados que desaliñados y eso influya en su “libertad”, o que la “urbanidad” corra el riesgo de hacer de ellos “retoños fascistas”, o que los chicos tengan “estilo” que para un psiquiatra freudiano será la mejor forma de “castrarlos”… y así sucesivamente. A fin de cuentas la magnanimidad y el resto de virtudes militares, conforman un Estilo que se tiene o no se tiene. Y si no se tiene es imposible reconocerlo como válido, de la misma forma que el mosquito de la laguna jamás podrá reconocer la grandiosidad del universo. A fin de cuentas, el estilo es la vida.

9. Deber

El deber es la ley de la casta, su misión, aquello para lo que ha sido creada. En oriente al deber se le llama el “dharma”. El dharma del guerrero es la defensa de su comunidad, como el dharma de la casta sacerdotal es la contemplación y la identificación con lo absoluto, y el dharma de la función productiva consiste en crear mediante el trabajo. Cumplir con el propio deber es la ley natural de la milicia. Solo compete a ella y sólo a ella se le puede exigir.

Esto nos sitúa ante el problema del servicio militar obligatorio o voluntario. Hasta la revolución francesa, cuando el uso de las armas en defensa de la patria pasó de ser un derecho a convertirse en un deber, bruscamente gentes que no experimentaban en su interior el fuego y la naturaleza del guerrero, con origen y mentalidad más acorde con otras castas, se vieron uniformados y encuadrados en unidades militares. No es extraño que, apenas 150 años después, esta concepción entrara en crisis y ni siquiera cumpliera los dos siglos de permanencia. Pero no todo era malo en el servicio militar obligatorio. En principio, el recluta tenía la posibilidad de conocer a otros jóvenes como él fuera de su localidad y de su círculo de amistades; aprendía lo que era la camaradería. También aprendía lo que era el servicio no retribuido. Hemos dicho “el servicio”: hacer algo porque es tu obligación, sin ninguna prestación a cambio. Simplemente porque lo tienes que hacer. Participar en la defensa de tu comunidad nacional, de los que son como tú, de tu familia, de tus amigos, de tu ciudad, del Estado del que formas parte. Porque, si ese Estado existe hoy, es porque otros muchos antes que tú han estado dispuestos a servir a la comunidad, a sacrificarse por ella; les debes algo ¿verdad? Seguir su ejemplo es suficiente. Así pues, ¿qué suponían 18 meses en la vida de un joven? En realidad, más que un sacrificio se trataba de una oportunidad. El hecho de que muchos hombres maduros sigan recordando la mili como aquella ocasión en la que hicieron algo “diferente” y hablen constantemente de ella, es muestra de que, para muchos, aquellos años del servicio militar constituyeron un episodio único en sus vidas. Para otros, con la mili empezaba la vida de “hombres”: lo que habían vivido hasta entonces era sólo la infancia o una adolescencia más próxima a la pubertad que a la madurez. La jura de bandera se convertía así en un rito de tránsito.

Hoy, resulta ocioso debatir en torno al servicio militar. La transformación del ejército de leva en ejército profesional se realizó demasiado apresuradamente en España y, sobre todo, cuando el servicio militar ya estaba excesivamente tocado. Era significativo que muchos objetores que se negaban a empuñar las armas, se negaran así mismo a realizar la “prestación social sustitutoria”, evidenciando que el problema no era llevar o no uniforme, aprender o no a matar, sino simplemente realizar cualquier tipo de servicio a la comunidad. La larga agonía de 10 años del servicio militar fue rematada por una transformación poco meditada que ocasionó una nueva crisis en nuestra defensa.

Y ya que estamos en esto, se echan en falta en la nueva ley que regula el ejército voluntario algunas ventajas para los que han servido durante años a la defensa nacional. Parecería lógico que para el ejercicio de algunas profesiones (desde la de guardia jurado al acceso a determinados cuerpos de funcionarios –policía nacional, policías locales- del Estado, servicios de extinción de incendios, servicios de rescate, etc.) se exigiera el haber sido voluntario en las fuerzas armadas. Esto no solamente decidiría a más jóvenes a probar la vía de las armas, sino que además redundaría en el carácter de servicio de todas esas actividades. En lugar de esos incentivos laborales, se prefiere abrir las puertas de la nacionalización de extranjeros a todos aquellos que hayan pasado un período en las FFAA.

Hemos hablado del deber como ley de oro de la casta. Queda ahora hablar del deber individual, del cumplimiento de aquellas obligaciones para las que uno ha sido entrenado y que se le han encomendado. Se trata de otro valor, íntimamente ligado al honor. Cumplir con el deber, ya sea por iniciativa propia o siguiendo las órdenes del superior jerárquico, supone un acto de disciplina. Se cumple una orden por fidelidad al código del honor, por fidelidad al mando, o a ambos. El hombre de la milicia debe saber hacerlo todo contando con nada; incluso aislado de su mando natural, perdido el contacto con el mando, eso no le exime del cumplimiento de su deber. Si ha dejado de existir un mando capaz de dar órdenes, ahí tiene su código del honor para saber en todo momento cuál es el camino justo que debe seguir. También puede ser que el mando haya traicionado, desertado o huido. En 1808, el rey Carlos IV había pactado literalmente la incorporación de España a la corona imperial napoleónica. Así pues, técnicamente, la obligación de todos los militares consistía en ponerse al mando de las tropas francesas. Menos mal que hubo un Daoíz y un Velarde. Menos mal que, en todas las capitanías, existían oficiales que no admitieron la traición. El deber estaba por encima de la disciplina, porque la medida del cumplimiento del deber en cada guerrero da la medida del honor personal.

El deber es una pesada carga. Habitualmente no es fácil cumplir con el deber. Para hacerlo, se precisa de un alto grado de sentido de la disciplina y, si se está aislado, una completa identificación con el “código”. Hasta principios de los años 80, en las selvas filipinas y en algunas islas del Pacífico, era frecuente saber de la existencia de soldados japoneses que seguían combatiendo casi cuarenta años después de que concluyera la guerra, simplemente porque habían quedado aislados de su unidad sin recibir antes la orden de rendirse. En otras ocasiones se ha producido un fenómeno de naturaleza polémica. El ejército iraquí se rinde ante los bombardeos norteamericanos en la ofensiva de 2004, pero al cabo de unos días de reorganización, tras haber escondido arsenales de municiones y seleccionado a los mejores hombres, algunas unidades se reincorporan al combate iniciando una guerra de guerrillas que todavía dura. Estos entendieron que su deber era defender a su patria del invasor, aun cuando se hubiera perdido el mando, roto la cadena de transmisión de órdenes o, simplemente, convertido en imposible seguir esperando que un mando lejano estableciera un nuevo plan de trabajo. La Historia nos muestra miles de casos como éste donde un ejército en derrota se niega a admitir que todo haya terminado y decide proseguir el combate. Todos los movimientos de “resistencia” se han formado de esta manera, aunque algunos hayan caído en formas detestables de terrorismo que no tienen nada que ver con la verdadera milicia. De los seis mariscales del aire ingleses, solamente “Carnicero Harris” no fue distinguido con la Cruz Victoria. En efecto, él era el organizador de los bombardeos de terror sobre Alemania. La destrucción de Dresde, los bombardeos sobre Hamburgo y Berlín, fueron su contribución a la guerra, sin que le importasen ni las propias bajas, consideradas insoportables, ni mucho menos la destrucción de ciudades indefensas. En plena locura bélica, “Carnicero Harris” cumplió órdenes… pero no por ello fue recompensado, al igual que la figura del verdugo era considerada como necesaria y, al mismo tiempo, odiada por la Humanidad medieval. Harris, como los verdugos medievales, se convirtió en un “intocable” y murió como tal. Nadie tiene el derecho de ordenar a un militar que se comporte como un criminal. Ni ningún militar puede aceptar una orden que le obligue a serlo. De lo contrario ¿qué quedaría del honor?

 

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 19.06.06

 

Casta guerrera y Sociedad (III de V) Los valores guerreros: Honor, Lealtad, Austeridad

Casta guerrera y Sociedad (III de V) Los valores guerreros: Honor, Lealtad, Austeridad

Infokrisis.- En esta entrega pasamos revista a tres nuevos valores: el Honor, la Lealtad y la Austeridad, tres manifestaciones de la ética guerrera que contribuyen a redondear la fisonomía de la milicia, por encima de la geografía y del tiempo. Allí en donde la milicia ha estado presente, allí estos valores se han manifestado. Hoy, más que nunca, solamente estos valores pueden contribuir a reconstruir nuestras sociedades.

 

4. Honor

El Código del Honor japonés, el Bushido, enseña que “cada samurái debe siempre, ante todo, tener presente el hecho de que un día ha de morir”. Es algo más que un principio ligado a la casta guerrera, es una filosofía de la vida que enseña lo impermanente de ésta. Como la flor del cerezo que apenas dura unas horas, como la vida de la rosa de la que al poco de surgir solamente queda su nombre, la presencia del guerrero en la vida es breve. Cada noche, antes de morir, el samurái visualiza la escena de su muerte. El ejercicio termina cuando ha exhalado su último suspiro. Repetido a lo largo de los años, este ejercicio proporciona una certidumbre sobre el final de lo humano. Y esto ayuda a percibir de otra manera la grandeza de la vida. El existencialismo alemán redescubrió esta doctrina cuando Heidegger definió al ser humano como “hecho para la muerte”. La vida no era, pues, sino una preparación para morir. El budismo palí ya había establecido que, desde el momento en que nacemos, empezamos a morir. Estar preparado para la muerte sirve para amaestrar y dominar el miedo. Ahora bien, si hay que morir, es mejor que la muerte sea el resultado de un acto valeroso que aporte a las generaciones futuras y al clan, un ejemplo de comportamiento y permita reiterar su prestigio.

La muerte no es eterna (apenas una crisis puntual), el deshonor sí.

En la ley de la casta guerrera el honor ocupa un papel central. ¿Qué es el honor? Actuar conforme a la propia ley. Nada más. Sólo eso. Cumplir el “código” de la casta es actuar con honor; relajarse en sus funciones, eludirlas, olvidarlas o incumplirlas, supone romper el propio honor y el del linaje, esto es, caer en la peor de las infamias. En Occidente, un caballero deshonrado dejaba de ser considerado como tal por sus iguales y, en cuanto al pueblo llano, le podía temer pero en absoluto respetar. En la vieja Esparta, aquel que había manchado levemente su honor era ignorado por el resto de los ciudadanos libres. Estaba condenado, en la práctica, a una muerte en vida. En el Japón de los samurais, una leve falta al honor podía inducir al guerrero que la hubiera cometido a suicidarse ritualmente. Quien “tenía honor”, tenía “fama”, esto es, su buen nombre resplandecía. Quien había perdido su honor adquiría una situación similar a la muerte jurídica. Incumplir la ley de la casta suponía, en la ética guerrera, situarse fuera de la misma: adquirir la condición de paria, de miserable.

La ley de la casta prescribía que el guerrero debe combatir. Pero, en el fondo, esa ley no es la que le obliga a combatir. Combate por su honor. También puede ocurrir que no desee combatir. Un antiguo dicho romano de ascendencia estoica decía: “si pugnare non vultis, licet fugere”, “si no quiere combatir, es lícito huir”… y se añadía “en efecto, nadie te impide morir”. Es Séneca quien pone estas palabras en boca de la divinidad en su obra “De providentia”, VI, 7-9). Siglos después, un hombre que bromeaba poco, Schopenhauer, había escrito: “El honor es como las cerillas: sólo sirve una vez”.

Cada acto por el que optamos tiene repercusiones en nuestra vida. En el mundo de la tradición guerrera cada acto tiene, necesariamente, una consecuencia. Uno puede evitar el combate y retirarse “honorablemente”, pero si luego no desea ser considerado como un cobarde, es decir, registrar un insoportable desdoro de su honor, debe morir. El suicidio ritual es la única vía que, en la Roma de los Césares y en el Japón de los Samuráis, se ofrecía al guerrero. Uno de los rituales de selección para ingresar en las SS hitlerianas consistía en que el aspirante se colocaba en el interior de un bunker a pie firme, con un casco de acero sobre la cabeza y una bomba de mano sobre él. Cuando activaba la granada y seguía firmes, podían ocurrir tres cosas: o bien explotaba sobre su casco y perdía la conciencia durante unos segundos, pero no resultaba herido; o bien la granada caía al suelo y resultaba herido en las piernas, o bien la granada caía al suelo y huía, salvando su integridad física. En el primer caso, el aspirante era admitido en la élite de las SS, en el segundo recibía una mención al honor y una pensión para el resto de su vida; en el tercero era expulsado de las SS: en efecto, había perdido su honor. Otro ejemplo de la misma época: un militar que había demostrado honor y lealtad durante toda su carrera, pero que en un momento dado era sorprendido en una falta, se le ofrecían dos opciones: suicidarse con honor o ser juzgado públicamente. El general Rommel, el genial conductor del “Africa Korps”, terminó suicidándose tras haber mantenido contactos con la resistencia antihitleriana. Un último ejemplo en la misma época: Heinrich Himmler, Reichführer de las SS, solía decir que en el “círculo inferior” de su orden se le podía exigir a un SS que dejara de fumar. Podía cumplir o no la promesa. Si la incumplía, añadía Himmler, solo le quedaba “la pistola”, es decir, el suicidio. El honor siempre ha ido ligado a la vida del guerrero. Una vida sin honor, no es una vida. La muerte restablece el honor.

Es evidente que el honor no es un distintivo solamente de la casta guerrera. Cada casta tenía un concepto particular del honor. Para la casta sacerdotal, incumplir los votos realizados era incumplir la ley de la casta. La pobreza, castidad y obediencia en el monacato cristiano eran los distintivos de casi todas las órdenes religiosas. Romperlas suponía ser colocado extramuros del convento, perder la condición de “hombre consagrado a Dios”. Llama la atención en la actualidad que sean precisamente algunos sacerdotes quienes, en nuestros días, se declaren homosexuales y apoyen cualquier reivindicación gay; como si ésta fuera una de las leyes de su casta. Una muestra del caos actual radica precisamente en el olvido de los votos realizados en el momento de la consagración sacerdotal, como si un ferroviario, en el ejercicio de su profesión, se negara a seguir la catenaria y reivindicara una conducción “imaginativa”. Poco importa si el sacerdote reivindica la homosexualidad, la heterosexualidad, o hacérselo con un besugo o una lubina; la cuestión de fondo es que, verdaderamente, rompe su voto e infringe la ley de su casta. Y, si se nos apura, hace el payaso.

Asimismo, la ley interior de la casta burguesa prescribe trabajo y austeridad. No se exige ni pobreza, ni castidad y, en lo relativo a la obediencia debida a los maestros de cada gremio, no era ni una disciplina militar ni conventual, sino una obediencia a cambio de la enseñanza precisa para el ejercicio de la profesión. Precisamente, uno de los elementos indicativos de la pérdida del sentido del honor es que, a partir del siglo XVII, se percibe que adquiere un nuevo matiz de carácter sexual. El honor ya deja de ser –especialmente para la casta burguesa- el estricto cumplimiento de la ley de su casta para pasar a ser un asunto de cama. Incluso en el teatro español del Siglo de Oro se percibe ya esta tendencia a unir honor con sexo. El marido engañado por su mujer, o la esposa a la que el marido ha sido infiel, siente mancillado su honor y de alguna manera decide vengarlo. Pero el honor es mucho más que un polvo echado donde no corresponde… No es precisamente la huida de Ginebra con Lancelot lo que ocasiona la decadencia del Reino de Camelot, ni es ese amor furtivo el que impide al “caballero del cisne” alcanzar el Grial, sino el haber olvidado el objetivo principal (la conquista del Grial), eje y centro de la vida caballeresca en el ciclo artúrico. Esa curiosa reducción del honor a la cama es típica de la concepción de la familia burguesa, pero tiene muy poco que ver con la tradición guerrera.

5. Lealtad

La antigua saga nórdica prescribía: “La fidelidad es más fuerte que el fuego”. La lealtad es el cumplimiento de los compromisos adquiridos. Quien transgrede el valor de la lealtad se convierte, simplemente, en un traidor. La lealtad integra al guerrero en su comunidad combatiente y entre su pueblo. La traición lo aísla de unos y de otros. En este sentido, la lealtad tiene varias direcciones: para con uno mismo siendo fiel a la propia vía elegida. Para la ley de la casta a la que se pertenece. Para con los “iguales”, es decir los miembros de la casta y del mismo rango cuyos valores y responsabilidades se comparte. Para con la jerarquía de la casta, en función del lugar que se ocupa; y, finalmente, para con la comunidad de la que la casta guerrera es escudo y espada. Y, por lo mismo, se puede ser traidor a uno mismo incumpliendo los valores y responsabilidades que se han aceptado. Se puede ser traidor a los iguales rompiendo la solidaridad vincular que une a los propios camaradas. Se puede traicionar a la jerarquía, incumpliendo sus órdenes. Se puede, finalmente, traicionar a la comunidad dejándola indefensa. Y, decididamente, resulta difícil denunciar cuál de todas estas traiciones es más despreciable.

En las sociedades modernas, la lealtad es un valor difícil de encontrar. En cualquier actividad de la vida moderna es mucho más fácil encontrar gentes que traicionan a su empresa, ofreciendo el listado de clientes a quien ofrece unos cuantos euros más de remuneración, que encontrar leales colaboradores. Esta traición, frecuentemente, es bidireccional: no en vano, lo habitual es encontrar empresas que contraten trabajadores ligados por “contratos basura”, o que resuelven la mínima reducción de beneficios aumentando los despidos. El caos del mundo moderno es, en el fondo, una pérdida del sentido de la lealtad. Desde el amigo que traiciona la amistad sableando un dinero que jamás tiene intención de devolver, hasta el delincuente traicionando a su banda si ello le permite mejorar su posición ante un tribunal; el caos contemporáneo muestra sus consecuencias más extremas en la pérdida del sentido de la lealtad. Se suele decir que aquél que sabe mejor lo que es la lealtad es quien en algún momento de su vida ha sufrido una traición.

Es más, los medios de comunicación exaltan y provocan las deslealtades más despreciables: estamos hartos de ver en los llamados “programas del corazón” cómo amigos ponen en evidencia a amigos, ex-esposas a sus ex-esposos y viceversa, y cómo periodistas del “colorín”, a los que se les ha realizado alguna confidencia, lo airean a los cuatro vientos proclamando bien alto hasta qué punto desconocen lo que es la lealtad. Existe todo un periodismo –incluso “serio”- basado en la traición al secreto confiado. Probablemente, de todos los profesionales, los periodistas son aquellos sobre cuya conciencia pesa más esa falta de lealtad. El secreto confiado (el off-the-record) y luego traicionado es una constante en cierta prensa.

Si piensas en un valor, ya lo has traicionado. Los valores no se razonan, se viven. Es lícito plantearse discernir sobre qué actitud es la correcta para cumplir con un determinado valor. Lo que no es lícito es plantearse la validez de un valor concreto, o simplemente ignorar que existe un valor.

La lealtad entre los iguales se llama “fraternidad” o “compañerismo”. Etimológicamente, se es “compañero” de alguien cuando se ha comido pan con él, es decir, cuando uno y otro se han sentido en la misma mesa. Desde Esparta hasta nuestros cuarteles, el rancho se ha comido en comunidad; hacer “rancho aparte” es una frase despectiva dedicada a quien deja de ser considerado “compañero” y ha optado por otra vía, por individualismo, afán de lucro o promoción personal. Hacer “rancho aparte” es colocarse fuera de la fraternidad de los iguales. En la “fraternidad” forman todos aquellos leales que viven el mismo ideal. Esa actitud implica, necesariamente, vivir los siete principios que recomendaba el Buda, que además de ser fundador de un sistema metafísico, era también un exponente de la casta guerrera: una resolución pura, nobles medios de vida, nobles intenciones, nobles acciones, nobles pensamientos, nobles ideales, noble meditación. Quienes viven con la misma intensidad estos principios son miembros de la “fraternidad”. Si estos principios desaparecen, la “fraternidad” y la lealtad que en ella se vive, se convierte en “complicidad”. Los cómplices no son iguales en la nobleza, sino en la deshonestidad y el deshonor. Mentir, por ejemplo, para defender a un “compañero” no es admisible en la ética guerrera: ya en el ciclo del Grial se escribió que no existe otro valor más alto que la Verdad. Nadie puede situarse al margen de la verdad y, como todo valor verdadero, su referencia es metafísica. Los principios de la casta son las verdades de la casta; por eso, la verdad es una y el error múltiple.

El valor de la lealtad es, sin duda, uno de los más afectados por el caos en que ha caído el mundo moderno. Antes, en las sociedades tradicionales, los samuráis y los caballeros medievales, que luchaban por su honor y por los derechos del príncipe, no dudaban que debían lealtad a sus gobernantes legítimos, a los daimyos,  condes, duques y marqueses y, especialmente, al Emperador. Ahora bien, se consideraba que solamente había una lealtad superior a la del samurai: la que el daimyo debía a sus súbditos. En el juego de deberes y derechos presente en el entramado de las sociedades feudales, cuanto más alto se estaba en la escala jerárquica, mayores eran los deberes y compromisos. Nadie aludía a sus derechos si no estaba dispuesto a asumir los compromisos inherentes al rango. El Emperador y los distintos niveles de la nobleza disponían de derechos inconcebibles hoy, pero la segunda parte es que estaban obligados a compromisos que un político moderno jamás podría aceptar ni mucho menos asumir.

Y aquí radica el drama de los tiempos modernos: cuando se envía a nuestros soldados a Afganistán, ¿con qué derecho se hace? ¿Con el que da realizar un pago de haberes? ¿Con el que proporciona haber sido elegido por los pelos en una votación cada cuatro años y con un programa que no tiene nada que ver con la gestión realizada luego? ¿Pagar impuestos? ¿Puede considerar el ciudadano que el deber de lealtad hacia sus gobernantes, o hacia la comunidad, le obliga a ser leal en la declaración de IRPF cuando esos mismos gobernantes gestionan mal su dinero? O dicho con otras palabras: un gobierno imperito y catastrófico ¿tiene algún derecho a exigir lealtad a algún sector de la sociedad? Dejamos estas preguntas en suspenso, aun cuando todos sabemos perfectamente la respuesta. Si desde la cúspide del Estado se vive de espaldas a cualquier valor que no sea el marketing y los sondeos de opinión, ningún nivel del Estado está obligado a practicar la “lealtad” hacia las autoridades. Es entonces cuando aparece la necesidad, para los estados modernos, de exigir el compromiso del ciudadano mediante el recurso a la coacción. Allí donde el Estado y las autoridades pierden el derecho a exigir lealtad a sus súbditos, les queda la coacción para evitar el estallido de la sociedad. Nosotros estamos viviendo hoy ese momento histórico en el que la posibilidad de recibir un palo sustituye al afán de contribuir lealmente a las tareas del Estado.

La organización jerárquica de una sociedad tradicional exige que cada casta y cada nivel de responsabilidad de la casta, muestren justas intenciones, justos medios de vida, etcétera. Y, solamente así, la lealtad mutua y recíproca es un valor exigible a todos. El tejido feudal hubiera sido imposible de mantener si los nobles no se hubieran comprometido a defender hasta la muerte el derecho de sus feudatarios, a cambio de que estos aceptaran movilizarse cuando les fuera requerido y contribuir al mantenimiento del feudo con sus tributos.

Cuando el Estado, o cualquier jerarquía social, deja de ser merecedor de la lealtad de sus súbditos, sólo le queda el recurso a la coacción, de la misma forma que un mando cobarde y bilioso jamás puede mantener la lealtad y el empuje de sus hombres, si no es mediante el recurso a la disciplina –valor sí, pero situado por debajo del honor y de la lealtad- o al castigo. En agosto de 1914, Europa enloqueció con el estallido de la Primera Guerra Mundial. En los tres años siguientes, el frente se estancó en el Marne, a escasos kilómetros de París, y la zona se convirtió en el teatro de la “guerra de trincheras”. Varios millones de soldados murieron en operaciones insensatas, mal preparadas e irresponsables, organizadas por un Estado Mayor incompetente y ruin. En junio de 1917 el ejército francés se desplomó. Divisiones enteras se negaron a combatir. Los soldados salieron de sus trincheras al grito de “Abajo la guerra”. Afortunadamente para la causa aliada el ejército alemán no percibió esta rebelión, de la que Kubrick realizó uno extraordinario fresco en blanco y negro en su película “Senderos de Gloria” protagonizada por Kirk Douglas y el dibujante Tardí ha plasmado el dramatismo de aquella situación en una serie de cómics estremecedores. ¿Unos oficiales de Estado Mayor tienen el derecho de enviar a generaciones enteras a morir en el curso de operaciones mal planteadas? No hay que olvidar, por otra parte, que no estaban enviando a morir a “guerreros”, sino a soldaditos de leva, peones, campesinos, estudiantes, oficinistas, con tan sólo un mes de instrucción. Un combatiente de la guerra describía así la situación: “Lo sorprendente era la desproporción entre el sacrificio supremo que se nos exigía y la mediocridad de los ideales que debíamos defender”. ¿Lealtad? ¿Qué lealtad puede exigir el burócrata o el plutócrata que lo quiere todo a cambio de no tener una merma en sus beneficios?

6. Austeridad

El hablar lacónico de los espartanos. La renuncia de Godofredo de Bouillon a lucir la corona del Reino de Jerusalén allí en donde Cristo fue coronado de espinas. El lema templario: “Nada para nosotros, Señor”. La proclamación del samurái de la espada como su única posesión. El Emperador Juliano compartiendo la tienda de campaña con sus tropas. El uso del mismo uniforme distinguido sólo por las enseñas del rango, desde el último soldado hasta el general. Napoleón comiendo lo imprescindible para mantenerse sobre el caballo durante sus campañas. Las mismas armas modernas, desde el carro de combate hasta el avión a reacción, sin elementos decorativos, con todas sus partes esenciales e insustituibles, sin nada superfluo. Todos estos ejemplos son suficientes como para indicar la austeridad como una de las grandes virtudes militares. La vida militar en campaña se reduce a lo indispensable, a lo esencial, desprovisto de cualquier aditamento inútil. Un gran hedonista, un hombre que gusta vestir a la moda, un amante del lujo y de la comodidad no tiene lugar en la milicia.

La sobriedad es aquel valor que enseña a moderar los gustos y lima por completo los caprichos y los doma. Da a cada cosa su justo valor y juzga a cada cual según la actitud que tome ante lo esencial o ante lo superfluo, aprende a distinguir entre lo razonable y lo desmesurado. La arenga ha sido una de las muestras de la austeridad militar, generalmente incomprendida por aquellos que gustan de las palabras vanas, los elogios serviles o los argumentos tan complejos como inextricables. La arenga es la alocución dada antes de entrar en combate. Cuando se va a dar y recibir la muerte, las palabras sobran. Por eso las arengas son breves, austeras, sin florituras lingüísticas, esenciales. La arenga es una herencia del modo de hablar “lacónico”, propio de los habitantes de Laconia, Esparta. La orden militar es otra derivación. La orden debe ser escueta, rotunda, sin posibilidad de doble o triple interpretación, clara, diáfana. En medio de una batalla no se puede pensar si las palabras encierran un sentido oculto. La arenga y la orden son productos surgidos de un espíritu austero. Frente a la arenga está el discurso y la rueda de prensa. Allí el político procura, por todos los medios, hacer un discurso que satisfaga a todos, porque persigue el voto de todos. En la rueda de prensa, además, se trata de contornear la pregunta, evitar una respuesta clara y franca que permita extraer conclusiones susceptibles de excluir el apoyo de algunos grupos. Esta sociedad ha terminado por hacer de la sofisticación un valor absoluto: “Antes muerto que sencillo”, es el lema que mejor le cuadra. Antes ambigüedad que claridad, no vaya a ser que se nos vea el pelo…

Pero existe una línea divisoria entre la negación y la privación. Un guerrero khsatriya, el Gran Buda lo dijo con claridad meridiana: “si una cuerda se tensa mucho, termina rompiéndose, pero si no está tensa no suena”. Así pues, la vía justa, es el recto camino medio. Ni exceso de lujo, ni miseria abochornante. Ni sofisticación maximalista, ni minimalismo miserable. Simplemente, como decía la máxima clásica: “Nada de más”. No es que el guerrero huya de las comodidades, es que su vida no puede ligarse a ellas. Quizás sea por casualidad que todos los grandes conductores militares han madrugado. O que no se sabe de ninguno que haya sido un gran gourmet, ni que haya preferido una tortilla deconstruida a un asado sobre el fuego, o a vino con almendras, olivas, higo y queso, comida favorita de Marco Aurelio y habitual en las comandarías templarias.

Un ilustre decadente esteticista, Oscar Wilde, encarnó mientras vivió la actitud opuesta. El refinamiento y la sofisticación eran lo suyo. Y en esto era el mejor. Tenía “estilo”, o mejor dicho, su estilo se había adelantado a su tiempo. Llegó a escribir: “Dadme las cosas superfluas y podré prescindir de las necesarias”. Hoy, toda una civilización vive de lo superfluo e ignora lo necesario. Mirad las noticias que aparecen cada día y echad una ojeada a vuestro alrededor: entonces veréis el reino de lo superfluo. Ir a un cuartel, mirad un traje de campaña, escuchad una arenga, comprobad el tablero de mandos de un cazabombardero táctico, tocad un arma: si encontráis algo superfluo os podéis dar con un canto en los dientes. La austeridad y el culto a lo superfluo marcan la diferencia.

7. Disciplina

8. Generosidad

9. Deber

10. Estilo

11. Acometividad

12. Justicia

 

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 14.06.06

 

Casta guerrera y Sociedad (II de IV) Los valores guerreros: Sacrificio, Empuje, Valor

Casta guerrera y Sociedad (II de IV) Los valores guerreros: Sacrificio, Empuje, Valor
Infokrisis.- Retomamos esta serie de cuatro entregas sobre los valores guerreros. En esta segunda parte, aludimos a los tres primeros: capacidad de sacrificio, empuje y liderazgo y valor. Creemos que se trata de tres valores de los que dependen todos los demás y el hecho de que hayan estado presentes en los mejores momentos de la Tradición Guerrera, es suficientemente elocuente de su solidez y esencialidad.

Los valores de casta guerrera

Sabemos ya lo que es una casta y sabemos también que una de las castas es la guerrera, que constituye el sujeto de esta obra. Valdrá la pena, ahora, definir lo que podemos llamar “valores de casta”, los valores del guerrero. Muchos tratados guerreros los han descrito, pero es difícil encontrarlos reunidos en un solo texto. De hecho, surgieron progresivamente. Es fácil suponer que el primer valor no enunciado que apareció y que contribuyó a conformar la naturaleza de la casta guerrera fue el espíritu de sacrificio y, a partir de éste, se fueron perfilando todos los demás. Algunos de estos valores no eran específicos de la casta guerrera. De hecho, toda la sociedad, para ser viable, debía conocer algún tipo de lealtad y honor; puede suceder que cada casta conciba el mismo valor en términos e intensidades diferentes; el “deber” es concebido de manera diferente por el sacerdote, para el que la oración y la contemplación son los cometidos fundamentales de su vida, que por el burgués cuyo deber es el trabajo. Otro tanto podría decirse de la generosidad, impulso necesario en todas las castas pero concretado en distintas “especies”.

Sea como fuere, la casta guerrera evidencia unos rasgos específicos propios, idénticos en todas las épocas y en todas las latitudes. Vamos a pasar una breve revista a estos valores, porque estuvieron presentes en el paso de las Termópilas, en el cerco de Alesia, en Poitiers y Agincourt, en las Navas de Tolosa y Lepanto, en Crecy y Sedan, Austerlitz y Chatanooga o en el frente de Verdún y en la caída de Berlín en 1945.

Vale la pena decir que sin esos valores la casta guerrera jamás hubiera podido configurarse como tal. Son los valores los que modelan y, a fin de cuentas constituyen, los valores de la casta. Schuon decía que la raza es la “materia” y la casta el “espíritu”, pero había olvidado decir que estos valores conforman el “alma” de la casta guerrera. Sin ellos, la casta se convierte en horda, la horda es incapaz de salir de su barbarismo y el barbarismo es capaz de cualquier masacre. Hoy, en determinados aspectos de la guerra moderna, ese barbarismo está presente. Cuando cada mañana leemos que una unidad de marines ha masacrado a civiles en un pueblo de Oriente, estamos hablando de barbarismo. Y cuando leemos que la insurgencia ha colocado media docena de coches bombas causando la muerte de un centenar de civiles, es el peor barbarismo el que sale a la superficie. La lucha de los palestinos en defensa del territorio de sus ancestros usurpado puede parecer justa, pero pierde cualquier legitimidad cuando pasa a arrojar a niños-bomba en el interior de autobuses o mercados judíos. Hoy, el barbarismo ha ocupado un espacio excesivamente amplio en la guerra moderna; acaso porque la guerra ha dejado de ser cosa de militares. Las guerras modernas son cosa de políticos y magnates de la industria. En el fondo, el “político” corresponde al antiguo sacerdote del que hablaran Sócrates y Platón como dirigentes ideales de la comunidad. Al renunciar al propio patrimonio, a su familia y a su descendencia, el sacerdote, necesariamente, debía de hacer de la austeridad el eje de su vida. Si el “sacerdote político” disponía de “todo” el poder en sus manos, le correspondía así mismo, una renuncia “total” a los frutos del poder. Y el magnate de la industria y del comercio de hoy ha surgido del “burgués” de ayer, de la “función productiva”. Si los gremios en los que cristalizó esta casta enseñaron a sus afiliados durante siglos la importancia del trabajo y de la vida honesta, el áurea mediocritas; la acumulación de capital producida por los comerciantes, primero, y por los especuladores y agiotistas después, hicieron saltar cualquier barrera. La política se convirtió en el coto de caza de los ambiciosos y la democracia pasó a ser un bonito receptáculo de nobles principios e ideas tranquilizadoras, en cuyo marco puede decirse “todo” aunque no sirva para “nada”. La democracia pasó a ser plutocracia, el poder del dinero. El guerrero –devenido “soldado”-, a partir de la formación del Imperio Británico se configuró como la punta de lanza de las compañías comerciales, particularmente de la Compañía de Indias en este caso. Si antes el guerrero combatía por el nombre y la razón del príncipe o de su señor feudal, si antes combatía por los dioses o por la grandeza de un imperio concebido como reflejo del orden divino en el mundo humano, a partir del siglo XIX el soldado se pondrá a las órdenes del mercader y de su clase política domesticada: el político.

Este marco es bastante desolador pero, afortunadamente, hay una esperanza en la tiniebla más oscura. Al menos, en las Escuelas Militares siguen enseñándose los mismos valores que dieron inspiración a la falange hoplítica espartana, a las legiones imperiales de Roma, a las órdenes ascético-militares y a la caballería del Medioevo; a los cuerpos de élite: desde los Tercios de Flandes a la Legión, desde los mosqueteros hasta los marines. Fijémonos en lo realmente excepcional de que en los institutos de formación aún existan hoy, además de una formación práctica y técnica, la inyección de “valores”. Quienes salen de estas escuelas mantienen, como mínimo, la misma chispa que todas las generaciones de la milicia que les han precedido. Estos valores pueden seguir siendo potenciales o plasmarse en la realidad. Ya es algo, cuando la inmensa mayoría de las jóvenes generaciones ha dejado de entender la importancia y el significado de los valores no meramente utilitarios.

Estos son los valores de la casta guerrera. Si se reconoce en ellos, usted ya sabe lo que late en las profundidades de su personalidad. Puede ocurrir que usted sea, en realidad, un miembro de la milicia, aunque sus ropas y hábitos de vida sean los de un burgués.

1. Sacrificio

Estar dispuesto a darlo todo a cambio de nada. Realizar un sacrificio supremo que redunde en beneficio de la comunidad. Seguramente éste fue el primer valor que decantó a unos seres respecto a otros, conformando el origen y el arranque de la casta guerrera. A un lado los que tenían fortaleza, energía, decisión y fuerza suficiente como para asumir la defensa del resto de la comunidad. Al otro los que tenían otros valores, pero no estaban en condiciones de asumir aquella competencia, por condicionamientos fisiológicos (la mujer está más adaptada para unas funciones, la maternidad, pero menos para otras que impliquen el uso de la fuerza), o por predisposición personal (el valor o la acometividad están desigualmente repartidos), o criterios de utilidad social que poco a poco fueron imponiéndose (el carácter contemplativo y la función productiva eran igualmente necesarios para el mantenimiento de la comunidad; además de la defensa de la misma: era preciso observar la naturaleza y extraer conclusiones prácticas y también fabricar objetos; la comunidad no podía arriesgarse a que quienes realizaban estas funciones perecieran en los combates por la supervivencia). Todo esto generó una temprana y primitiva división de funciones.

Desde entonces este valor ha seguido presente en la vida militar. Leónidas hubiera podido sobrevivir quizás a la ofensiva persa, retirándose simplemente. Leónidas y sus 300 hoplitas quizás hubieran sobrevivido, Grecia, en cambio, no. Cuando se asume la capacidad de sacrificio se entiende que no tiene límite. En la milicia llega hasta el final. No se trata solamente de “machacarse” durante una hora al día en el gimnasio o en el campo de entrenamiento. Ni siquiera de estar dispuesto a una jornada de ocho horas de trabajo. Se trata de asumir como normal el hecho de que, cuando una comunidad precisa de la milicia, ésta debe estar dispuesta a algo tan terrible como dar y recibir la muerte. No hay término medio. Que no entre en la milicia aquel que no esté dispuesto a morir por su comunidad. Cuando a la puerta de los cuarteles se lee el lema de “Todo por la Patria”, no estamos ante una frase retórica, ampulosa y grandilocuente; estamos ante un patrón de comportamiento que se ha seguido demasiadas veces en la Historia como para dudar de su realidad.

Ciertamente, el entrenamiento a que se han visto sometidos los guerreros ha contribuido a reforzar esta predisposición al sacrificio. Se ha reforzado, educado y canalizado. No es que el guerrero tenga la “obligación” de morir. De hecho, se trata de todo lo contrario: de estar dispuesto a vivir, pero no atribuyendo un carácter supremo a la vida por encima de cualquier otro valor. Quien ha visto de cerca la muerte en los campos de batalla, sabe mejor que nadie apreciar la vida. La vida es un bien precioso como para arriesgarlo… inútilmente. El instinto de supervivencia, además, contribuye a evitar riesgos inútiles y a ser consciente de cuándo vale la pena morir y cuando es un gesto innecesario. Es el tan repetido ejemplo de Leónidas: si él y sus 300 espartanos murieron, fue para retrasar unos días el avance persa y permitir la movilización de las ciudades griegas. Si Horacio Coqles hizo frente a los bárbaros defendiendo un puente, era porque eso permitió a sus camaradas destruir la vía de acceso a la ciudad y cerrar sus puertas. Si un kamikaze se lanzaba contra la cubierta de un portaviones americano, lo que estaba en juego era contener la potencia militar enemiga, y ese gesto suponía un mazazo para la velocidad con que los aliados pretendían concluir la Guerra en el Pacífico. ¿Para qué sirve, en cambio, un tipo que se arroja por un puente agarrado a una soga elástica y termina aplastándose contra el suelo a causa de cualquier error? No. Decididamente, hay muertes inútiles. La vida, en cualquier caso, no es un valor absoluto: es lo que tenemos, pero la supervivencia de la comunidad es algo que está por encima de la de cada uno de sus miembros. El guerrero es el que no duda en arriesgar todo su patrimonio –cuando se pierde la vida se pierde todo- si ese sacrificio tiene alguna utilidad para alcanzar el objetivo propuesto: la defensa de los suyos.

2. Empuje

No lo olvidemos. El guerrero, en gran medida, nace. Sólo en menor medida un entrenamiento adecuado consigue acentuar sus cualidades, de alguna manera innatas. El pulido de las caras de un diamante lo mejora para desempeñar su función suntuaria, pero es preciso que la piedra haya llegado al pulido con una estructura cristalográfica diamantina. Sería inútil pulir un trozo de carbón, y mucho más intentar otro tanto con un líquido por noble que sea. Hay algo en los guerreros que está implícito desde la infancia y que indica que “han nacido” para la milicia.

Las cualidades físicas son importantes, incluso en este mundo que evita hablar de ellas para no ofender a quien no las posee. Es un tributo a lo “políticamente correcto”, aunque luego, por otro lado, se exalte al deportista triunfador (aunque sea a costa de dopajes de todo tipo), se practique un culto al cuerpo (mediante el “machaqueo” en el gimnasio –lo cual es aceptable- unido a buenas dosis de anabolizantes, o asaeteamiento de botox, o recubriendo el cuerpo de implantas de silicona –lo cual es síntoma de una civilización en decadencia-) y se estimule la anorexia como belleza quintaesenciada y patológica… Pero no se le ocurra aludir a “medidas eugenésicas” so pena de atraer hacia usted las peores injurias. Como si la mejora genética de un pueblo fuera algo de lo que avergonzarse. El que ha conocido el combate y la vida militar sabe lo importante que son las cualidades físicas para sobrevivir y dar la talla. Los legionarios de Augusto eran capaces de andar cuarenta kilómetros al día durante meses y, antes que ellos, sus enemigos cartagineses fueron capaces de saltar de Gibraltar a las puertas de Roma, pasando por los Pirineos y luego los Alpes, a pie. Atila empezó a despreciar a los romanos desde el momento en que vio cómo sudaban y rezongaban en las formaciones cerradas. Habían perdido el empuje y la fuerza de los mejores momentos de la historia militar de Roma.

No es raro que se exija una condición física determinada para ingresar en la milicia y que una parte del entrenamiento militar tienda a fortalecer la fuerza y el vigor del guerrero. Y, ya que estamos en éste, valdrá la pena realizar un “aparte”. Es bueno que la mujer se integre en cualquier actividad, pero mucho menos bueno es que se desconozca, puesto que de milicia estamos hablando, su menor masa muscular y su menor fuerza física. Y mucho peor todavía es que, por un canto a lo políticamente correcto, existan hoy en nuestro país dos tipos de pruebas físicas y de marcas para hombres y para mujeres que aspiren a ingresar en filas. En combate no se nota la diferenciación sexual. Se nota el que es capaz de correr a la descubierta contra el enemigo y quien se queda atrás. Se nota quién es capaz de retirar sobre sus hombros a un camarada herido, y quien no posee la fuerza suficiente para hacerlo. El entrenamiento no basta para igualar masas musculares ni potencia física. No es que sea ilusorio pretender otra cosa, es que es peligroso engañarse.

Por otra parte, el empuje no es algo solamente físico. El guerrero digno de tal nombre sabe transmitir confianza y conducir a los que dependen de él para que le sigan sin vacilar. O bien, sabe avanzar con sus iguales sin pestañear. El empuje (en esta acepción es equiparable con la capacidad de mando) es el magnetismo del oficial que consigue hacer llegar a sus hombres allí donde otros hace tiempo que se han detenido. Este factor es muy importante y se podría decir que tras él se esconde un gran misterio, casi de naturaleza mística. He visto oficiales que desprendían una aureola de seguridad y todos sus subordinados los consideraban merecedores de ser seguidos hasta las puertas del mismísimo infierno, si era preciso. He visto oficiales que extraían de sus soldados un rendimiento superior a cualquier otro. La historia multiplica sus ejemplos: Alejandro Magno estaba aquejado de enfermedades y complejos, como Julio César; sin embargo Alejandro logró llevar a sus hombres hasta las puertas de la India, y César lloró cuando cumplió los 30 años sin haber alcanzado la gloria de Alejandro. Pero a él le esperaba también un destino venturoso conduciendo a sus legionarios a la conquista de las Galias y mostrando en el cerco de Alesia la altura de su genio militar, superior al de Alejandro. En cuanto a la Vieja Guardia, era capaz de refunfuñar –no en vano se les conocía como “los gruñones”- sobre las aventuras sin fin en que su emperador, Napoleón Bonaparte, los embarcaba; pero nunca dudaron en seguirlo hasta el “dernier carré” de Waterloo. Se podrá decir de Hitler y Stalin que fueron asesinos e infames; jamás se podrá negar que ambos supieron excitar hasta extremos inhumanos la resistencia y el empuje de sus tropas. Stalin con 20 millones de bajas a sus espaldas. Y Hitler, con toda Alemania pulverizada por las bombas, infundió empuje a los últimos batallones de la Volkstrum, las SS o las Hitler Jugend, hasta el mismo día de su muerte. En cierta ocasión conocí a un oficial que había combatido en la Primera Guerra Mundial. Tenía todas las condecoraciones alemanas al valor; más tarde, luchó en los Freikorps alemanes que combatieron contra los bolcheviques en el Baltikum y se afilió pronto a las SA hitlerianas. En 1928 conoció personalmente a Hitler, y ese hombre habituado a coquetear con la muerte y a conducir a hombres a darla y a recibirla, tartamudeó al estar delante del futuro führer. Que no se diga que este episodio no encierra en sí mismo el misterio del liderazgo, el empuje místico de los conductores de hombres.

A diferencia de la vida civil, es difícil que en la milicia un gran seductor no sea, al mismo tiempo, un gran conductor. En la vida política cualquier técnico de marketing sabe fabricar del primer lerdo a un “líder”, e incluso colocarlo en las poltronas del poder. Harina de otro costal es que el tiempo no se encargue de deshacer el mito y arrojarlo al estercolero de la historia. Bush hoy, como hace treinta años Jimmy Carter, ganaron por goleada a sus oponentes. Pero la historia y la opinión pública los ha juzgado ya como los peores presidentes, republicano y demócrata, respectivamente. Sus técnicos en marketing eran mejores que los “productos” que debían encumbrar. En España, casi mejor no hacer alusiones. No tanto para bochorno de los “figuras” como del electorado que los ha elegido. En la milicia todo esto ocurre. La hoja de servicios “limpia”, la capacidad de mando, el liderazgo, se miden día a día. Para llegar al generalato existe una selección natural, a pesar de que la clase política de turno haga esfuerzos por encumbrar a sus amiguetes de uniforme. Pero, aún así, en la milicia la capacidad de mando y el liderazgo difícilmente pueden falsearse. Y no digamos si soplan vientos de guerra. En la vida civil, treinta segundos de un telediario pueden condicionar a la opinión pública y cualquier impresentable alcoholizado o simplemente tonto de baba, puede ser presentado como el líder “imprescindible”. Total, luego serán sus técnicos quienes harán el trabajo real. Pero cuando se trata de conducir hombres a situaciones de riesgo y de defender a un país, hacen falta hombres de temple que hayan demostrado el empuje necesario como para ser respetados más que temidos, y seguidos más que admirados. Un refinado embajador griego que llegó al Senado Romano explicó que estaba seguro de que iba a ser recibido por una reunión de bárbaros y, sin embargo, se encontró ante una asamblea de reyes. Para llegar al Senado, quienes hicieron la grandeza de Roma debían pasar un mínimo de 15 años en la milicia. Eso explica, más que cualquier otra circunstancia material, económica o geopolítica, por qué una pequeña ciudad del Lacio, una más entre otras muchas, se convirtió en el centro de un imperio civilizador. Sus soldados se convirtieron en sus gobernantes. Cuando se ha conducido a hombres hasta la muerte y se ha ido a su paso, gobernar es apenas un ejercicio táctico. Cuando apenas se es un producto de marketing, rendir cuentas de la gestión ante el Congreso es un trago que solamente se está dispuesto a pasar si un sector de la prensa y buena parte de los diputados te apoyan encarecidamente. Disculpen, pero es que visto lo visto, no puedo por menos que albergar una sensación de “apoliteia” respecto a la clase política. Y es lo que les recomiendo: no se trata de un apoliticismo considerado como dar la espalda a la res pública y a todo lo que implica el ejercicio de la política, sino un distanciamiento del triste espectáculo cotidiano en el que se ha convertido la política. Sigan mi consejo: opinen y censuren, apoyen a quien haya que apoyar cuando haya que apoyarlo, pero mientras la democracia moderna siga siendo una plutocracia y una mediocracia en lugar de una meritocracia, lo más sabio y lo más ético es mantener las distancias. Siga la divisa de los Doria: “Altiora peto”… “miro más alto”, o aquella tan querida a las legiones romanas: “Aquila non capit muscas”, el águila no pierde el tiempo cazando moscas.

No es entre la actual clase política donde vamos a encontrar el empuje propio de los conductores de pueblos y de los líderes de una comunidad.

3. Valor

Lo dicho está encadenado a lo que sigue. La capacidad de sacrificio y el empuje se desmoronarían si, a la hora de la verdad, el guerrero diera marcha atrás. Un guerrero sin valor es como un bancal sin simiente. El valor es la semilla de cualquier otra virtud militar. Sin el valor, todas las demás son insostenibles o bien desaparecen. El honor, por ejemplo, es inconcebible sin valor y los cobardes jamás podrán cumplir órdenes extremas “por disciplina”.

Existe una vieja discusión sobre si el valor implica la ausencia de miedo. No, el miedo es una sensación que está presente en todas las especies superiores. En tanto que el instinto de conservación es inherente a la condición humana, el miedo tiene su lugar en nuestra personalidad. Solamente Sigfrido o cualquier otro héroe legendario ignoraban lo que era el miedo. En su infancia, nadie se preocupó por enseñar al héroe germánico la naturaleza del miedo, por tanto la desconocía. Es una bella leyenda y como tal se queda. No es inútil: indica que el guerrero debe estar en condiciones de superar su miedo. He conocido gente “sin miedo”, pero ni eran héroes ni grandes combatientes, frecuentemente se trataba de insensatos o de individuos temerarios, o incluso de cobardes patológicos aquejados por todo tipo de complejos que, en un momento dado estallan y son capaces de protagonizar alguna gesta tan excepcional como puntual. Un profesor que tuve durante la carrera había sido legionario en la Guerra Civil. Recibió condecoraciones y laureles, pero no renovó su compromiso con el tercio. Cuando un oficial le preguntó por qué no se había reenganchado, le explicó la verdad. No es que, cuando sonaba un disparo, desafiase el peligro permaneciendo erguido sin arrojarse al suelo: era que sentía tanto miedo que se quedaba inmovilizado. Hay veces que el miedo adopta el semblante del heroísmo. La divisoria entre ambos es débil y difícil de percibir para quien permanece ajeno a la experiencia guerrera. Incluso las ratas acosadas se comportan con aparente valor cuando son atacadas. Y no por ello dejan de ser ratas.

En la milicia el miedo no se queda a la puerta del acuertelamiento: acompaña al guerrero en su día a día. Naturalmente que se puede educar el miedo y que algunos lograr dominarlo mucho mejor que otros; pero el miedo sigue presente en todos. El miedo es una sensación espantosa. No es solamente un temor irracional a ser dañado, sino que acarrea modificaciones en la fisiología de los sujetos: el ano parece querer desaparecer en sí mismo, se suda, se jadea, el corazón late con más premura, cuesta tragar, los testículos parecen buscar un refugio en el compartimento del cuerpo, el cerebro se niega a razonar y está asediado por una idea obsesiva: “ahora me dolerá”, “no voy a salir de aquí”, “adiós”. Quien ha experimentado el miedo sabe que decimos la verdad. Esta sensación, por regla general, la han experimentado todos los guerreros de todos los tiempos cuando han percibido por primera vez la proximidad de la muerte. Pero hay una diferencia entre el valiente y el cobarde: el valiente logra dominar su miedo, el cobarde se deja dominar por él. Habría otros dos grados de valor: la temeridad y la insensatez. El temerario es aquel que asume un riesgo necesario ante una situación extrema. El insensato es incapaz de asumir riesgos, no hace esfuerzo alguno por dominar su miedo, porque no tiene la noción de lo que es el miedo. Habitualmente, un loco está más cerca de la insensatez que del heroísmo.

Todo esto tiene que ver mucho con el concepto guerrero de la libertad. Algún obtuso no entenderá que la milicia ame la libertad e incluso que esté dispuesto a luchar por la libertad. ¿Por qué luchaban los gladiadores en el circo romano? ¿Y que movía a los niños espartanos a aceptar la dura educación a la que eran sometidos? ¿Pelearon los habitantes de Sagunto hasta el final si no hubiera sido por sus libertades? ¿Se hubiera defendido a Berlín en abril de 1945, hasta más allá de lo irracional, si no estuviera en juego la posibilidad de que toda Europa fuera sometida por los tanques de Stalin? Si. En las más altas tareas de la milicia la preservación de las libertades de una comunidad está presente, y es por ellas por las que se aceptan los riesgos. Pero, atención, aquí estamos hablando de “libertades”. Y hay un concepto único de “Libertad”, propio de la milicia.

Un Robinson cualquiera, perdido en una isla desierta, carece de leyes que constriñan algunas de sus libertades. No tiene un Estado que lo vigile, puede establecer las normas que le parezcan aceptables y le reporten algún beneficio. ¿Es verdaderamente libre? No, porque si ese Robinson perdido conoce la sumisión a sus pensamientos, a sus pasiones más bajas, a las pulsiones irracionales, a los comportamientos dictados por sus instintos más insanos, es cualquier cosa menos libre. Tiene un tirano al que someterse, el peor de todos: él mismo. A partir de este ejemplo, puede deducirse qué idea de libertad tiene la milicia. La libertad, para los combatientes de todos los tiempos, es la capacidad de dominio sobre sí mismo. Sólo quien se libera de la tiranía de uno mismo puede afirmar que no está sometido por nadie. Esta libertad en sentido metafísico, entendida como autocontrol, es “la libertad” por excelencia. Si del mundo de la metafísica pasamos al mundo de la física, no deberemos hablar de “la Libertad”, sino de “las libertades”. Y en este terreno existen unas libertades positivas (las de expresión, reunión, manifestación, prensa e imprenta) y otras libertades negativas (las de asesinar al vecino, las de golpear a la propia esposa, la de robar). Una comunidad, para ser viable, debe tender a la limitación de las libertades negativas y a castigar de manera ejemplificante a quienes decidan ejercerlas contra la comunidad o contra algunos de sus miembros.

El valor no es la ausencia de miedo, sino la educación del miedo.

Este concepto estaba presente en la tradición guerrera desde los tiempos de la epopeya homérica. El héroe era aquel ser que había triunfado en la “prueba”, logrando vencer, no tanto a sus enemigos exteriores, como a su enemigo interior, a lo peor de sí mismo. Desde el miedo hasta la ambición, todo puede ser dominado o, por el contrario, dominar al ser humano. El héroe no es que nazca puro, es que se despoja de todas estas escorias hasta conquistar su propia Libertad tal y como Hércules consigue la inmortalidad a través de sus 12 trabajos. Hijo de Zeus, de nada le hubiera valido pertenecer al más alto de los linajes si no hubiera sido capaz de entender que Gerión recobraba sus fuerzas al ser derribado y entrar en contacto con la tierra, su Madre. Y de nada le hubiera servido entender el secreto de Gerión si no hubiera tenido la fuerza y el valor suficientes como para estrangularlo sin que los pies del gigante tocaran la tierra.

4. Honor

5. Lealtad

6. Austeridad

7. Disciplina

8. Generosidad

9. Deber

10. Estilo

11. Acometividad

12. Justicia

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 13.06.06

 


El modelo literario del guerrero (VI de VI). Heráldica la ciencia del honor caballeresco

El modelo literario del guerrero (VI de VI). Heráldica la ciencia del honor caballeresco
Infokrisis.- En la entrega final de esta serie abordamos el tema de la heráldica que hunde sus raíces en la Europa del siglo XII. La heráldica, o ciencia del blasón, es una ciencia estrictamente caballeresca. Además la heráldica es fedataria de que las gestas caballerescas no eran una ficción literaria, sino que existieron linajes "sin reproche" que hicieron del honor el eje de sus vidas. Y el paradigma de ese honor se resumía en el escudo heráldico del linaje caballeresco.

La Heráldica como ciencia de la tradición guerrera

“Ha llegado el que vencerá” es la frase que pronuncia el heraldo cuando, en vísperas de un torneo, ve llegar al campamento a Lanzarote del Lago en la novela de Chretien de Troyes, “El Caballero de la Carreta”. 

Hay una ciencia específicamente caballeresca: la heráldica o ciencia del blasón. A partir del siglo XII las insignias del caballero empezaron a ser hereditarias y responder a unas reglas específicas. La heráldica nació de la necesidad de identificar a los caballeros. Al ir revestidos de cota de malla, armadura y casco, su rostro era literalmente desconocido, tanto en los juegos caballerescos (justas y torneos) como en la guerra. La única posibilidad de hacerlo era mediante dibujos pintados en los escudos. En los tiempos en los que se redactaron los relatos del ciclo artúrico (hacia el siglo XII), ya se había extendido la costumbre de identificar a los caballeros mediante estos diseños. Más tarde, pasaron de estar presentes solamente en el escudo a ser también grabados en los arreos de los caballos, en otras armas e incluso en los documentos habitualmente utilizados por ellos, a modo de firma dibujada o lacrada. Es posible que, de la misma forma que los canteros tenían sus marcas de reconocimiento extremadamente simples, también los primeros signos heráldicos apenas fueran otra cosa que meros grafismos geométricos. Las grandes familias nobles eran las únicas que disponían, inicialmente, de escudo heráldico; pero a partir del siglo XIII la pequeña nobleza pasa a imitarlos, y los caballeros primero, los escuderos después y los maestros de armas finalmente, adquieren el derecho a lucir un escudo propio. Era evidente, a partir de entonces, que las reglas y métodos para realizarlos debían sistematizarse. Y así surgió la ciencia del blasón.

El escudo de armas pasó a ser hereditario y su “lectura” y elaboración se convirtió en reglamentaria. Solamente se admitió el uso de cinco “colores” (azur, gules, sinople, sable y púrpura), dos “metales” (oro y plata), dos “pieles” (armiño y veros), un cierto número de figuras geométricas que lo dividieran (chebrón, banda, barra, jefe, faja, ajedrezado, etc.) y de dibujos (león, águila, milano, gavilla, torreón, etc.). Todo esto permitía al “heraldo” (inicialmente el conocedor de los escudos) “blasonarlos”, esto es, describirlos: primero el color del campo, luego la pieza principal, luego el resto y finalmente el dibujo. A finales del siglo XIII esta ciencia estaba completamente codificada y se habían elaborado los primeros “armoriales” que reunían los escudos identificativos de las distintas familias de la nobleza. Más adelante, estas relaciones incluían la descripción de la cimera e incluso el grito de guerra propio de cada caballero.

Pero nos equivocaríamos si considerásemos que el escudo tenía solamente un valor identificativo. Frecuentemente, el escudo tenía que ver con el hecho de armas protagonizado. Así, por ejemplo, las cadenas que figuran en el escudo de algunas familias navarras (los Zúñiga y Muñoz) indican su intervención en la batalla de las Navas de Tolosa, donde fueron los primeros en romper las cadenas del campo enemigo. En otros casos, el escudo nobiliario posiblemente estuviera relacionado con restos de alguna creencia totémica, donde algunos caballeros buscaran identificarse con las cualidades combativas de determinados animales. Pero un valor destacaba por encima de cualquier otro: el escudo, a partir del momento en que era hereditario, resumía la trayectoria del linaje de la familia y, por tanto, como en cualquier cadena, su solidez dependía de la de todos sus eslabones. Una mancha en el honor, contraída por un determinado miembro de un linaje, afectaba a todo el linaje, no era patrimonio de un solo individuo. La heráldica resaltaba así, no solamente su calidad descriptiva e identificativa, sino también su naturaleza genealógica y, muy por encima de ambas,  aludía a contenidos éticos que afectaban al linaje. De hecho, en este último sentido arraiga la importancia del “sello heráldico”, marca lacrada destinada a autentificar documentos. Cuando un documento incluía un sello heráldico, esto implicaba que su naturaleza honorable era asegurada por el dueño del sello. Dice un fragmento de “Enseignement de la vraie noblesse”: “los que por victoria, virtud y fama habían conquistado y probado su derecho al título de las armas e insignias, tanto ellos como sus sucesores, cuando deseaban prometer cosas de gran importancia y garantizar su fidelidad, juraban por su fe en Dios, y en prueba de ello ponían la marca de sus armas en cera después de su nombre; y esto es lo que hoy día llamamos sello. Dicha fe, nombre, armas y sello guardarían y protegerían su libre voluntad, y su infracción equivalía a la perdición del alma, cuerpo y bienes, porque por una parte tal ruptura con Dios le sometería a perjurio, y por la otra las armas le acusarían como falso testimonio”. En una sociedad en la que el eje de la vida caballeresca era el honor y el buen nombre, para dar fe de un contrato o de una transacción bastaba con que ésta fuera acompañada de una marca de nobleza: el sello de un caballero. Hoy, esa misma gestión la hace alguien que ha obtenido el título de abogado y superado una oposición. Y el Estado, a todo esto, se queda un 7% en concepto de impuesto de transmisiones… Lo que va de la ética del honor a la ética del lucro es lo que va de la sociedad caballeresca a la sociedad burguesa.

Hacia finales del siglo XIV o principios del XV, la figura del heraldo se había institucionalizado en el ámbito caballeresco. El heraldo era el conocedor de las reglas de la heráldica, quien mantenía al día los “armoriales”; su figura era particularmente apreciada en los torneos, pues solamente con que le describieran el escudo de armas de cualquier combatiente era capaz de afirmar de quién se trataba. Estaba presente en las ceremonias de iniciación caballeresca y, al concluir las batallas, elaboraba la lista de las bajas; a él le correspondía también señalar quienes habían actuado con valor en la batalla. Hacia el siglo XIV habían adquirido inmunidad y eran los únicos que podían desplazarse de un lugar a otro del campo de batalla sin ser molestados, llevando mensajes entre las partes enfrentadas. En un texto francés del siglo XV se elogia el conocimiento de la heráldica con estas palabras: “el vuestro es un bello oficio, porque por vuestros informes los hombres juzgan el honor mundano en los hechos de armas, asaltos, batallas, asedios y, en otros lugares, en las justas y en los torneos”.

Hacia el siglo XII, una de las atribuciones de los heraldos era llevar los mensajes de los caballeros a sus damas y guardar sus secretos. Su papel era, asimismo, registrar las proezas de los caballeros y sus actos de devoción a las damas. Eran jueces del honor caballeresco, con un alto nivel cultural y capaces de expresarse en prosa elegante, pues no en vano estas proezas y descripciones eran reseñadas por escrito. Si bien buena parte de la nobleza no sabía leer ni escribir, no hay que entender por ello una cerrazón a cualquier forma de cultura, sino todo lo contrario. La cultura es algo más que libros y documentos escritos. La cultura es conocimiento, y éste podía adquirirse de muchas maneras en un tiempo en el que no se había inventado ni la imprenta, ni se disponía con facilidad de soportes para escritos. Los escudos de armas eran una forma de transmisión de la cultura. El hecho de que los juglares y rapsodas ambulantes fueran de castillo en castillo y de burgo en burgo cantando historias de los más nobles caballeros y los relatos de las “tres materias”, indica que estamos ante una forma de transmisión oral de la cultura, a la que luego se unía la parte gráfica. Bastaba simplemente con que un caballero viera representados los escudos de los caballeros del Rey Arturo para que recordara inmediatamente sus gestas. Muchos nobles gustaban de decorar las salas de armas de sus palacios con blasones extraídos de los relatos artúricos, caballeros “sin reproche”. El heraldo, además, dominaba la cultura histórica y literaria de su tiempo. En el fondo, no era sino el encargado de señalar a aquellos caballeros de honor cuya vida y cuyas gestas coincidían con los modelos extraídos de la literatura caballeresca y de las “tres materias”. Si les cabe un calificativo es el de ser “notarios del honor”… algo muy diferente a los actuales “notarios del haber”. A cada época le corresponde lo suyo.

 

Algunas obras de referencia:

 

Caballeros Andantes Españoles

Martín de Riquer

Espasa Calpe

 

Initiation Chavaleresque et initiation royale dans la spritiaulité chrétienne

Gerard de Sorval

Dervy-Livres

 

Le Langage Secret du Blason

Gerard de Sorval

Albin Michel

 

Le Roi Arthur et la soiété celtique

Jean Markale

Payot

 

Initiation chevaleresque dans la légende arthurienne

Dominique Viseux

Dervy-Livres

 

La Novela y el Espíritu de la Caballería

José enrique Ruíz-Doménec

Modadori

 

Le Secret de la Chevalerie

Victor-Emile Michelet

Guy Tredaniel

 

La Caballería

Maurice Keen

Ariel

 

El Misterio del Grial y la Tradición Gibelina del Imperio

Julius Evola

Plaza & Janés

 

La Tradición Hermética, en su doctrina, en sus símbolos y en su Ars Regia

Julius Evola

Plaza & Janés

 

Rivolta contro il mondo moderno

Julius Evola

Edizioni Mediterranee

 

Autoridad Espiritual y Poder Temporal

René Guénon

Editions Traditionelles

 

Ernst Jünger
Tempestades de Acero
Editorial Tusquets
 
Leonor de Aquitania
Régine Pernoud
Espasa-Calpe

 

Il Mondo Magico degli Eroi

Césare della Riviera

Edizioni Arktos

 

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es 

 


El modelo literario del guerrero (V de VI). Del amor y de la guerra

El modelo literario del guerrero (V de VI). Del amor y de la guerra
Infokrisis.- No existen referencias al amor tan intensas como las que se encuentran en la literatura heroica. Lejos del tópico de "haz el amor y no la guerra", esta literatura sugiere que quien no sabe hacer la guerra, no puede llegar a alcanzar nunca la intensidad amorosa. Tras los relatos del Grial y tras la literatura homérica, se ocultan unas nociones en torno al heroismo y al amor que vale la pena conocer. Del culto a la dama al culto a Dulcinea del Toboso practicado por Cervantes, es toda una metafísica del amor lo que se desprende de la tradición guerrera.

Del amor y de la guerra

Cronos devora a sus hijos. El tiempo mata a lo humano y cualquier armadura por deslumbrante que sea termina oscurecida por el óxido. La literatura caballeresca, tendió a complicarse, especialmente en el siglo XV; primero buscó nuevos temas para escapar a los ciclos tradicionales de Arturo, Carlomagno y Roma (como si fuera posible aportar algo más a esta totalidad). Eso le hizo banalizarse primero y complicarse después hasta convertirse en una contracción grotesca. Y es precisamente entonces cuando un soldado la apuntilla. Había combatido en Lepanto. Estaba enfermo, pero pidió a su capitán ocupar un lugar arriesgado en el esquife de la galera. Ese humilde soldado que nunca pretendió otra cosa que cumplir con su deber se llamaba Miguel de Cervantes. Resulta imposible hablar de él sin aludir a su fuste humano tanto como a su genio literario.

No podía ser de otra manera: solo un guerrero que había conocido la exaltación del combate, la mordedura de las heridas y las sensaciones grabadas a fuego en el curso de la batalla, podía terminar de una vez por todas con una literatura “heroica” decadente, escrita por poetas que solamente sabían del amor y de la guerra lo que habían leído de anteriores autores. En el episodio de la quema de los libros de caballerías, el cura y el boticario realizan una selección rigurosa. Salvan a algunos del fuego: son los textos de los que arranca la literatura heroica. Solo lo originario merece sobrevivir, lo original se lo puede llevar el fuego, sin contemplaciones.

Cervantes ha entendido que el mundo medieval ha periclitado irremediablemente. El Quijote es la patética imagen de alguien que vive en un tiempo que ya no es el suyo. El hidalgo ha enloquecido porque el mundo que le rodea ha enloquecido aún más. Así pues, es necesario crear una nueva síntesis. Decir a los guerreros que aún quieran oír el mensaje que el mundo de las cruzadas, del amor a la dama, de la ética del honor y de las hazañas de bien realizadas en defensa de los débiles y los oprimidos, deben buscar un nuevo marco o, de lo contrario, serán vistos como desvarío. Cuando se cierra la primera parte de El Quijote uno tiene la extraña sensación de que su autor solamente salva dos cosas de aquel mundo medieval que ahora en el siglo XVII ya ha quedado lejanamente atrás: el amor y el combate. Será la última justa con el “Caballero de la Media Luna” lo que devolverá la razón a Don Quijote. Será el amor a Dulcinea del Toboso lo que le inspirará sus actos más heroicos. La locura no resta heroísmo a Don Quijote, sino que restaura la pureza de intenciones de la literatura heroica. Ya hemos hablado del poder transfigurador del combate que ha inspirado desde el mito de Hércules hasta las obras de juventud de Jünger. Queda hablar del amor. El guerrero que conoce la intensidad del combate y, más que nadie, sabe de lo breve que puede ser la vida o la ínfima distancia que separa la vida de la muerte, vive intensamente el aspecto más exaltador de la vida: el amor. El lema “haz el amor y no la guerra” era una bonita leyenda que acompañó al humanitarismo extremo del movimiento hippie. La guerra no tenía nada que ver con los jóvenes melenudos de los sesenta que, ni estaban hechos para la guerra, ni merecían ser arrojados sobre las selvas de Vietnam. Aquellos muchachos cantados en la opera “Hair” tenían sus aspectos atractivos, pero no pertenecían a ninguna casta guerrera. Lo más excitante que habían hecho en sus vidas era fumar un porro y follar sin preservativo. No está mal, pero esa experiencia tampoco era nada que no se hubiera hecho antes. Y, si se nos apura, faltaba la intensidad de la experiencia. Los climas extremos favorecen las experiencias extremas. Los climas benignos relajan y amodorran. El “hippismo” era un intento vano de refugiarse en el líquido amniótico de la contracultura, la droga y el sexo, para prolongar una vida en el que la “prueba” es sustituida por el estado primario de la creación: cuando el feto recibe alimento a través del cordón umbilical y nada perturba el plácido discurrir de su tiempo. Al guerrero le han enseñado a vivir como si cada instante fuera el último de su vida. Eso da intensidad a cualquiera de sus experiencias: contemplar un paraje, sentir una brisa acariciar el rostro, oler un perfume, amar a una mujer. Cervantes lo entendió: es difícil concebir un amor más intenso y desinteresado que el de Don Quijote por Dulcinea del Toboso… a menos que se ignore el culto a la dama que practicó la caballería medieval y que encarna el valor ejemplificador de los relatos graélicos. Porque la caballería –especialmente la caballería errante- no fue solamente una creación literaria sino que inspiró a buen número de representantes de la casta guerrera a recorrer los caminos ofreciendo sus actos cotidianos a su dama.

Dice Cervantes por boca de Don Quijote: “Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charni, llamado mosén Pierres y después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama, y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo. Niéguenme, asimismo, que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso Honroso; las empresas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de Gusmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, déstos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso”. Y Martín de Riquer, comentando este párrafo añade: “Tanto Don Quijote como Cervantes se quedaron cortos, muy cortos, porque el siglo XV español está lleno de verdaderos e históricos caballeros andantes que llevaron sus empresas por reinos alejados, tanto cristianos como paganos, y concluyeron aventuras brillantes y temerosas”. Así pues, tal y como hemos sostenido desde el principio, la literatura heroica no fue un mero objeto de divertimento y distracción para unos nobles ociosos y brutales que solamente encontraban placeres en solventar sus disputas con otros a mandobles y lanzadas, sino que esa literatura dio modelos y ejemplos que, efectivamente, fueron seguidos por algunos miembros de la casta guerrera, dando lugar al fenómeno de la caballería errante en la realidad de los siglos XIII a XV, que se sumó a la caballería ascético-militar (las órdenes guerreras de los templarios, hospitalarios, teutónicos, etc.) y a lo que San Bernardo llamó la “milicia del siglo”, es decir, la caballería mundana, los hombres de armas surgidos de la casta guerrera, que combatían por el príncipe o por su honor como cristalización de la fides medieval. La caballería errante e incluso, en cierto sentido como veremos, algunos sectores de la caballería ascético-militar, ligaban su honor a la figura de la “dama”. Y esto merece ser explicado porque supone penetrar en lo que Victor-Emile Michelet ha podido llamar “el secreto de la caballería”. Habrá que decir también algo sobre Dante Alighieri, hombre de partido, combatiente gibelino y miembro de la cofradía de los “Fieles del Amor”.

Desde el siglo XII existieron las llamadas “Cortes de Amor” formadas por damas de la aristocracia de los castillos que juzgaban episodios reales o ficticios, donde el fondo era siempre el mismo: si el caballero había actuado conforme a las “leyes del amor” al protagonizar determinado episodio  con una dama. André le Chapelain cita veintiuno de estos juicios en la Francia del último tercio del siglo XII. La protagonista indiscutible de estas cortes es Leonor de Aquitania, nieta del primer trovador, el duque de Aquitania Guillermo IX, que fue luego esposa del rey franco Luis VII y luego, repudiada por éste, casó con el Duque de Normandía, Guillermo Plantagenet, coronado en 1154 rey de Inglaterra.

Leonor de Aquitania presidió una corte de amor y ella misma emitió algunas sentencias que creaban jurisprudencia. En el Juicio V presentado por André le Chapelain, Leonor recibe esta consulta: un joven deshonesto y un caballero adúltero, pero honesto, requieren el amor de una dama. El joven pretende que debe ser elegido frente al adúltero, pues si obtuviera ese amor le ayudaría a ganar honestidad; y supondría un gran honor para la dama si, gracias a ella, un deshonesto recobrara el recto comportamiento. Leonor responde: “Aunque un joven deshonesto pudiera elevarse hasta la honestidad gracias al amor de una dama sabia, sin embargo no ocurre lo mismo cuando una mujer prefiere amar la deshonestidad, siendo también requerida por un hombre honesto y sin tacha. Podría ocurrir que, a causa de la conducta del hombre deshonesto, incluso recibiendo cosas buenas y deseables, su deshonestidad no encuentre ningún remedio para enmendarse, pues la semilla una vez arrojada no siempre da frutos”. La sentencia demuestra muchas cosas: en primer lugar que la moral sexual de la época era sensiblemente diferente a lo que inicialmente se tiene tendencia a considerar. El adulterio era considerado infinitamente menos grave que la deshonestidad. De hecho, se habla de un caballero “adúltero, pero honesto” y la sentencia de la “corte de amor” es desfavorable al “joven deshonesto”. La sociedad guerrera de los castillos vivía el amor con una intensidad superior a cualquier otro momento de la historia. Ahora bien…

Sería imposible entender el concepto medieval del amor recurriendo a las nociones modernas. Recordemos a Dante: durante su juventud ve, no más de unos pocos minutos y en una sola ocasión, a Beatriz Portinari. Y el gran gibelino hace de esa imagen su “dama del alma”. Otros muchos, antes y después suyo, “adoptaron” como sus damas a mujeres lejanas, incluso esposas de reyes y nobles, con las cuales no podían tener, efectivamente, ningún contacto carnal. No es que lo excluyeran, es que todo induce a pensar que la “dama” era la sublimación de algo más que un rostro hermoso. Los estudios de Luigi Valli sobre la cofradía de los “Fieles de Amor” lo confirmaron a principios del siglo XX.

Los alquimistas sublimaban el mercurio, lo purificaban hasta que este proceso les permitía crear un catalizador capaz de transformar plomo en oro. O al menos tal era la teoría alquímica que ocupó a las mejores mentes científicas de la Edad Media y el Renacimiento, desde Raymond Llull hasta Newton. Dos extraños tratados alquímicos, “El Mundo Mágico de los Héroes” de Césare della Riviera y el anónimo “La Antigua Guerra de los Caballeros”, relacionan extrañamente el arte de la guerra con la “purificación del mercurio”, eje central de la teoría hermética. Todo induce a pensar que Dante, los Fieles del Amor y el papel de la dama en la caballería errante, eran otras tantas traducciones del mismo tema a la literatura propia de la casta guerrera.

Lo que los relatos de caballería afirman es la necesidad de “depurar el amor”, desplazar todas las metas del caballero errante, de sí mismo a “su dama”. En realidad, el lema de la Orden de los Caballeros Templarios era elocuente: “Nada para nosotros, Señor, sino para mayor gloria de tu Santo Nombre”. En la predicación de San Bernardo promocionando a la Orden del Temple se encuentra ya un desmesurado culto a la Virgen Maria –Notre Dame- como no encontramos antes en la historia de la Iglesia. Decir que la “Virgen” supone integrar el “aspecto femenino de Dios”, tal como ha hecho el autor de “El Código Da Vinci”, supone una verdad parcial. Era algo mucho más profundo lo que implicaba esta teología. El caballero ofrece sus victorias, sus gestas y sus hazañas a la “dama”, a una dama concreta, realmente existente, pero siempre inaccesible. No es, pues, de una dama física de la que está hablando; pero la literatura medieval insiste en la idea de “unirse con la dama”. Así pues, se trata de un “matrimonio”, una “cópula” o una “unión carnal”… A poco que se penetre en la literatura medieval, se percibe que las alusiones a la “dama” y al “grial” son exactamente las mismas. Evola lo explica así: “La “Dama” a la que se jura fidelidad incondicional y a quien uno se entrega haciéndose cruzado, la “Dama” que conduce a la purificación (que el caballero considera como su recompensa y que le vuelve inmortal cuando muere por ella), es en el fondo el equivalente al mismo Grial”. El culto a la “dama”, propio de la caballería medieval, fue llevado tan lejos que puede parecer aberrante si hacemos abstracción del sentido simbólico y de la alta doctrina metafísica que transmite. Dice Evola: “A la “Dama” se dejaba el juzgar sobre el valor y el honor de los caballeros, y, según la teología de los castillos, no era dudoso que el caballero muerto por su “Dama” participase del mismo destino de inmortalidad bienaventurada asegurado al cruzado muerto por la liberación del Templo de Jerusalén”.

Luigi Valli ha demostrado que todas estas alusiones a la “dama” encubrían una doctrina que la Iglesia hubiera considerado herética e inadmisible y, por tanto, se expresaba en forma de símbolos y alegorías por los Fieles de Amor y la caballería gibelina. Renunciando a sí mismo y a cualquier pulsión egocéntrica, no queriendo nada para sí sino todo para su “dama”, buscando acrecentar el desinterés por lo propio y la entrega a la “dama”, el caballero iba purificando su intención y su voluntad. En realidad, la “dama” no estaba fuera de sí mismo, sino dentro de su propio ser, de la misma manera que el mercurio y los carbones no debía buscarlos el alquimista en la Naturaleza sino dentro de sí, como alegorías simbólicas a su espíritu. Estos mismos alquimistas comparaban la “dama” con el “mercurio”, y a ambos con la Luna. La mujer está sometida a ciclos como la luna y, por tanto, es mutable como el mercurio que, por lo demás, tiene el mismo brillo lunar. “Purificar el mercurio” suponía para la literatura hermética y para la literatura graélica y las obras posteriores de los Fieles de Amor gibelinos, la posibilidad de fijar el flujo mental cambiante, caótico y desenfrenado inicialmente, para convertirlo en sólido, estable y “puro”. Se trataba de favorecer un tipo de pensamiento no dual, no condicionado por los dos hemisferios cerebrales, sino surgido de algo más profundo y auténtico: de ese núcleo interior de la personalidad del que frecuentemente no tenemos sensación de su existencia, pero que se ha llamado “alma”, lo permanente y trascendente de la personalidad. Dado que el cuerpo y el alma, la materia y lo sutil, están demasiado alejados para tener mutuamente conciencia de sí, la metafísica hermética y la metafísica del Grial habían elaborado una teoría sobre el “espíritu” como pieza intermedia que comunicaba a uno con la otra. Pero, inicialmente, ese espíritu (el flujo mental, los valores, los pensamientos, la psicología interior) estaba demasiado cerca de la materia para que pudiera tener noción del alma. De ahí que fuera preciso “purificar” el espíritu, el “mercurio”, el “culto a la dama”, hasta convertirlo en un “cuerpo” capaz de percibir la trascendencia del alma. Es significativo que la literatura graélica, trovadoresca, los textos de los Fieles de Amor y de la caballería gibelina, califiquen frecuentemente a la dama como “dama del alma”, no en un sentido romántico, sino como una alusión a que el alma del caballero y su “dama” eran una sola y misma cosa. Se alcanzaba a la “dama” purificando la vida y la vida eran las hazañas, los retos, las “pruebas”, en definitiva, que el caballero debía atravesar en el curso de su aventura heroica.

Este tema era una constante de la literatura heroica desde la más remota antigüedad: es Hebe, la eterna juventud, que se convierte en esposa de Hércules; es Atenea que sirve de guía al héroe; es la Freya nórdica diosa de la luz eternamente cortejada por los seres elementales que en vano intentan conquistarla; es Brunilda que Wotan destina como esposa para el héroe que cruce la barrera de fuego que protege el Walhala; es Sofía, la “santa sabiduría” de la tradición gnóstica alejandrina; es un tema eterno que acompaña a la literatura heroica.

Conquistar a la dama es consumar un viaje hasta el fin de la propia interioridad, coronar una trayectoria de purificación y renuncia a lo mundano que, finalmente, permite unirse con ella. Sí, porque, si bien la caballería errante se forjaba una dama inaccesible, en la literatura graélica, finalmente, se produce la unión física entre el “caballero” y la “dama del alma”. Hay que entender, por ello, la integración de los tres niveles de la personalidad: el cuerpo físico, el espíritu (o mente y voliciones) y el alma (o parte trascendente). El primero se une con la “dama”, el alma, cuando la “aventura” purificadora ha conseguido cambiar la naturaleza del espíritu y, de ser un elemento que vaga siempre cambiante como los pensamientos, ha pasado a tener una estabilidad similar a la que el cubo geométrico tenía para los maestros canteros cuando eran capaces de transformar la piedra en bruto. En la civilización estamental medieval, el Ars Regia, el “arte regio” o “arte real”, la alquimia, tenía su eco en el “arte de la guerra”, en la lucha de los caballeros en conquistar a su dama, pero también la idea de purificación del mercurio o la idea de purificación mediante la prueba heroica estaba también presente en la “función productiva”, el tercer estamento, con una modalidad adaptada a su quehacer cotidiano: si la guerra y el combate suponían la posibilidad transmutatoria para el caballero, el trabajo con el cincel y el martillo sobre la piedra ofrecía al cantero y a la sociedad gremial el símbolo de una piedra en bruto (el espíritu antes de proceder a la purificación) capaz de transformarse en piedra cúbica (el espíritu purificado y estabilizado) para construir una catedral (la unión del caballero con su dama o bien la unión del mercurio con el azufre en la operativa alquímica).

Llama la atención lo desinhibido de los relatos del Grial: frecuentemente los caballeros llegan a castillos en los que una dama los recibe y los baña en estado de total desnudez, no tienen inconveniente en acostarse con ellos e incluso los romances menores registran poemillas con un inequívoco aroma de sexualidad. No era timorata la sociedad medieval. El hecho de que la muerte en  las cruzadas fuera equiparada a la muerte del caballero en defensa de su dama dice mucho sobre la teología de los castillos y la concepción medieval del amor y de la guerra.

Los éxtasis amorosos, la crisis del orgasmo que parece detener el mundo y suspender lo cotidiano, la sensación de de que el amor es la ausencia de toda contradicción y una estabilidad armónica llevada al límite, es comparada por unos con la danza de los planetas en el Cosmos, como el lenguaje de Dios, y por otros con la misma situación que han vivido en los campos de batalla cuando han estado en condiciones de sublimar el miedo a la muerte y de vencer el instinto de conservación, por un lúcido impulso surgido de las profundidades que busca cumplir el destino del guerrero: aceptar la muerte, asumir las destrucciones de los campos de batalla, sin que el propio núcleo de la personalidad sea destruido por ellos. La lectura de “Sin novedad en el frente” de Remarke es, en el fondo, la crónica de alguien que ha visto destruido su espíritu. Las “Tempestades de Acero” de Jünger son el relato de alguien al que la guerra ha ayudado a “conectar” con lo más profundo de su interior.

Verán: en el campo de batalla se producen fenómenos extraños. Una bomba que estalla cerca del refugio, contrariamente a lo que puede pensarse, en ocasiones no deja percibir a quienes están cerca el estruendo ensordecedor, sino que los sume en un silencio inconmensurable, como si un sonido insonoro, como por casualidad, nos hubiera abierto una puertas de nuestro interior que jamás habíamos sospechado que existieran. Estas sensaciones “guían” al combatiente entre alambradas, le hacen esquivar las ráfagas de ametralladora o arrojarse al suelo evitando las explosiones de obuses con la misma lucidez que un motorista maneja su máquina a 180 kilómetros por hora. Ambos no piensan, están guiados por algo más profundo, un impulso lúcido, irreflexivo, no surgido del pensamiento, pero que se afirma con la fría determinación de estar alerta. A estas situaciones se llega por entrenamiento y adiestramiento, mediante un brusco traumatismo, o bien gracias a una cualificación personal, casi diríamos innata. La literatura guerrera y heroica presenta un modelo humano, traza un camino y distintas formas de llegar a él: es el héroe homérico que combate solo, es la unidad de combate de Jünger que lucha como un solo hombre, es el caballero errante en la eterna búsqueda de su dama, es el cruzado en Tierra Santa luchando contra el infiel, es la “milicia del siglo” sirviendo a un príncipe y cumpliendo la propia ley interior de la casta guerra: luchar hasta la muerte. Es siempre la eterna imagen de Hércules atravesando pruebas para conquistar un estado superior al humano.

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es