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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Esparta: la madre de todos los guerreros (I) La Sociedad Espartana



Infokrisis.- En nuestra serie de artículos sobre la tradición guerrera presentamos la primera de dos entregas sobre Esparta. Esparta puede ser considerada como la madre de todas las tradiciones guerreras. Todas las unidades militares de élite, incluso en nuestros días, se han inspirado en las tradiciones militares y en la educación espartana.

 

Esparta. La madre de todos los guerreros

“Que cada uno siga firme sobre sus piernas abiertas,

Que fije en el suelo sus pies y se muerda el labio con los dientes.

Que cubra sus músculos y sus piernas, su pecho y sus hombros

Bajo el vientre de su vasto escudo.

Que su diestra empuñe su fuerte lanza

Que agite sobre su cabeza el temible airón”.

Elegía de Tirteo recitada por Leónidas

al inicio de la Batalla de las Termópilas

“Las murallas de Esparta son sus jóvenes,

y sus límites el hierro de sus lanzas”

Antacildas, rey de Esparta

 

Uno de los últimos videojuegos para PC, lanzado por Friendware, lleva por título “Esparta”. El jugador tiene ocasión de “organizar su propia civilización” para resistir frente a los demás imperios. No es raro que el nombre de Esparta ejerza todavía cierto atractivo, aunque la idea de “imperio” fuera completamente ajena a la ciudad. Hace más de 2.500 años, la ciudad libre de Esparta sólo tenía dos propósitos: entrenarse para la guerra y luchar en ella. Nadie dudaba que sus combatientes eran los más fuertes, rápidos y mortíferos del mundo conocido. Gracias a ellos, los espartanos crearon su propio Imperio, denominado “Lakeidamon”, que hizo frente a los rivales griegos (Atenas, Tebas, Corinto, Macedonia) y al Imperio Persa. Los usuarios de este videojuego cuentan con decenas de unidades, recursos y tecnologías para llevar a cabo inmensas batallas y asedios en partidas individuales o de dos jugadores por red local o a través de Internet. El juego dispone de un mapa de campaña randerizado en 3D y de batallas con “zoom” y cámara giratoria, también tridimensionales. La antigua Esparta está presente en la modernidad.

Sin embargo, Esparta murió como mito invencible cuando Epaminondas, tebano y comandante en jefe de la Liga Beocia, deshizo a las falanges hoplíticas en la batalla de Leuctra. Era la primera vez que la ciudad conocía la derrota. Epaminondas fue enterrado en Mantinea y cuenta la leyenda que viajó a la Península Ibérica y plantó sus estandartes a orillas del Manzanares, fundando la ciudad de Mantua Carpetana que corriendo el tiempo se convertiría en Madrid. Se trata, evidentemente, de una leyenda extraída de los cronicones renacentistas, pero muestra el afán de algunos autores imaginativos y poco escrupulosos en demostrar que sus pueblos descendían de razas heroicas.

Asimismo legendaria es la consulta que el espartano Phalantos hizo al oráculo de Delfos sobre la expedición colonizadora de Italia que iba a comenzar, y se le respondió que tomaría Tarento cuando “sintiera caer la lluvia de un cielo claro”; Phalantos comprendió el oráculo cuando sintió en su cuello las lágrimas de su mujer Aithra (literalmente, "cielo claro"). Mucho más real, sin embargo, es la prescripción que realizó Licurgo, el legislador espartano, de ordenar arrancar las vides que rodeaban a la belicosa ciudad lacedemonia, pues consideraba que el vino tendía a hacer perder el control del carácter y le restaba firmeza.

A los griegos les gustaba contar con admiración y respeto las anécdotas que generaba la ciudad libre de Esparta. Hoy, todo lo que se refiere a Esparta parece pura invención legendaria, sin embargo la investigación arqueológica ha demostrado que la realidad, a menudo, es más sorprendente que la leyenda.

Esparta: laconismo y austeridad

La Batalla de las Termópilas constituye el monumento a la raza de Esparta y al genio de Europa. Los poetas y los rapsodas cantaron durante siglos las “frases lacónicas” atribuidas a Leónidas en vísperas del combate. Cuando se le advirtió que las flechas medas cubrían el sol, no dudó en decir entre desafiante y displicente: “Entonces combatiremos a la sombra”. Y cuando hubo de recibir a los enviados de Jerjes quienes le solicitaron la rendición y la entrega de armas, se limitó a decir: “Decid a vuestro rey que venga y las gane”. Tras los primeros combates, en los que el ejército persa fue duramente castigado, Leónidas volvió a lanzar una de sus afiladas frases: “Los persas tienen muchos hombres, pero ningún guerrero”. Pero todas las historias de heroísmo y grandeza tienen un final trágico. No existen finales felices en la guerra antigua ni moderna. Un pastor griego, Efialtes, traicionó a los héroes de las Termópilas, mostrando a Jerjes un paso alternativo que permitía envolver a los espartanos. Se dice que cuando Leónidas advirtió la maniobra de envolvimiento ordenó la retirada de sus aliados, permaneciendo él y sus 300 espartanos, unos pocos tepisteos y tebanos, sobre el desfiladero. Al amanecer del quinto día de batalla, Leónidas aconsejó a sus hombres: “Desayunad bien que hoy no habrá cena”. Luego todos murieron, pero su sacrificio retrasó unos días la marcha del ejército persa y permitió a los griegos reorganizarse. Una lápida colocada allí, tan austera como los protagonistas cuya gesta recordaba, decía: “Caminante, hemos muerto aquí en obediencia a las leyes de Esparta”.

Situada en el Peloponeso, justo en el valle de Eurotas y rodeada de las altas montañas de Lacedemonia, la más famosa de las cuales era el monte Taigeto, Esparta apenas distaba 32 kilómetros del mar. En el año 900 a. JC. los dorios fundaron la ciudad.  Los montes eran el mejor muro defensivo de esta ciudad que se negó a construir empalizadas durante la mayor parte de su historia por entender que relajarían la tensión guerrera de sus habitantes. En el 640 a. JC, los mesenios se sublevaron contra Esparta en un conflicto que duró años y que concluyó con la victoria espartana. La dureza del conflicto y la posibilidad de que pudiera reproducirse, indujo a Esparta a forjar sus tradiciones guerreras.

Los 43 templos de divinidades y los 22 templos de héroes, 15 estatuas a los dioses y 4 altares distribuidos por la ciudad indican, sin sombra de dudas, que los piadosos espartanos atribuían, más que cualquier otro griego, gran importancia a sus dioses. Lejos de ser una sociedad machista y sexófoba, las divinidades femeninas gozaban de gran prestigio; entre los templos de mayor prestigio figuraban los de Artemisa y Diana. Aparte de Apolo, que recibía un culto particular, como también los gemelos Castor y Pólux (que la tradición presentaba como espartanos), Hércules era particularmente venerado por los jóvenes. Los héroes de la guerra de Troya habían sido elevados al rango de dioses: Aquiles, Agamenón, Menelao… Incluso sus santuarios marcaban los límites de la ciudad. El santuario de Artemisa estaba situado a orillas del Eurotas, el de Atenea también estaba junto al río, pero en el extremo opuesto.

Los griegos se referían a Esparta con el nombre de Lacedemonia, una de cuyas derivaciones semánticas solemos utilizar en nuestros días. En su período de educación a los jóvenes espartanos se les enseñaba el arte de la conversación. Austeros en su comportamiento, debían serlo también en la conversación; aprendían a hablar poco, utilizar escasas palabras, concentrar ideas y lograr que cada frase fuera tan incisiva como el aguijón de las abejas que estaban pintadas en sus escudos de combate. Este hablar “lacónico” deriva, precisamente, de la región de Lacedemonia donde se practicaba como un arte espartano.

Los habitantes de la ciudad estaban estratificados en tres categorías: los “hombres libres” figuraban en la cúspide de la jerarquía. Eran llamados “astoi” o “ciudadanos” (término más aristocrático que el de “polités”, habitual en otras ciudades griegas). También se les conocía como “Homoioi” (“Pares” o “Iguales”). Eran pocos y todos descendían de los antiguos dorios que habían invadido la Península Helénica en el siglo XI a. JC. Se consideraban los verdaderos espartanos, y este exclusivismo les llevaba a ser los únicos que gozasen de todos los derechos políticos. A ellos se les encargaba el gobierno de la ciudad y sólo ellos podían formar parte de la élite del ejército: la infantería pesada u hoplítica. Heródoto explica que en el siglo V a. JC apenas existían 8000 hoplitas. Cuando llegó la batalla de Leuctra, en el 371 a. JC, eran sólo 1200, 400 de los cuales murieron en este combate que supuso el inicio de la decadencia espartana.

No todos los espartanos fueron “iguales”. Los considerados cobardes en el combate, llamados por los historiadores latinos “tresantes” (“los temblorosos”), eran despreciados y vejados: debían pagar el impuesto de soltería, se les expulsaba de las tareas colectivas, incluidos el deporte, la comida y los cantos; y vivían en un estado de marginación similar al de los ilotas. A pesar de que, en teoría, les estaba permitido redimir su deshonra mediante actos de valor en la guerra, en la práctica, incluso muriendo en el combate se les solía negar un homenaje. En la batalla de las Termópilas, dos hoplitas de los que se conocen sus nombres, Aristodemos y Eritos, sufren una grave dolencia en la vista y se les autoriza a regresar a su hogar. Pero cuando comienza la batalla, Eritos se coloca la coraza, acude al combate y muere con honor. Aristodemos regresa a Esparta, pero es despreciado por todos. Sus amigos y vecinos le llaman “el cobarde Aristodemos”. Se le niega el pan y la sal y, lo que es peor, la leña para hacer fuego. Además, todos evitan hablarle. De nada servirá que al año siguiente muera heroicamente en la batalla de Platea; sus camaradas le negarán el homenaje debido a los valientes. Dominique Venner, quien nos cuenta esta anécdota, añade: “En Lacedemonia una muerte honorable no basta para lavar una falta de honor”.

Ni las distinciones honoríficas ni los castigos recibían mucha atención en Esparta. Las acciones heroicas apenas suponen otra cosa que el cumplimiento del deber. Si el heroísmo ha sido extremo, al protagonista se le concede una corona de laurel y una mención ante sus ciudadanos. Nadie, ni el propio protagonista, considera que tiene derecho a recibir más. Y si ha muerto en combate ¿a qué fin más alto podía aspirar un combatiente? Cuando se conoció la derrota de Leuctra la ciudad estaba celebrando la fiesta de las gimnopedias. Los magistrados de la ciudad no permitieron que nada se modificara. El coro de hombres, ya en el escenario, siguió actuando y los juegos continuaron hasta el final. Sólo cuando la fiesta terminó los éforos leyeron la lista de los muertos. Esparta había perdido a dos terceras partes de sus hombres en edad militar. Al concluir, los éforos recomendaron a las esposas de los caídos que llevaran en silencio y con dignidad su dolor. En los días siguientes, los padres de los muertos lucieron sus mejores galas y caminaron sonrientes por las calles. Solo permanecieron tristes aquellos que no habían perdido a ninguno de sus hijos. Esparta seguía siendo Esparta.

En el segundo nivel de jerarquía, los periecos eran hombres libres encargados del comercio. Estaban agrupados en un centenar de asentamientos –de ahí que Estrabón recordara que Esparta era conocida como “la ciudad de las cien villas”. Los asentamientos periecos eran sometidos a la autoridad y el control de los “harmostes”, magistrados espartanos. Existían veinte magistrados, uno por cada asentamiento. Habitaban en la periferia de la ciudad y, aunque eran ciudadanos libres, la reforma legislativa de Licurgo les negó cualquier derecho político y no podían participar en las decisiones que afectaban a la ciudad. Tenían, eso sí, el derecho en exclusiva de comerciar, y compartían con los ilotas la artesanía. Algunos eran agricultores, pero estaban reducidos a cultivar los terrenos menos productivos. Podían comprar esclavos y poseer casa propia. Los periecos descendían de los estratos originarios de población, previos a las invasiones aqueas y dorias, que habían aceptado voluntariamente su dominio. Estaban obligados a proporcionar contingentes que combatían junto a los espartanos en unidades separadas y constituían la tripulación de la marina espartana. Pagaban los mismos tributos que los ciudadanos espartanos. Tampoco podían casarse con espartanas. A pesar de la limitación de sus derechos, los periecos jamás se sublevaron contra la autoridad espartana, lo que permite pensar que su situación era soportable, mucho más, desde luego, que la de los ilotas.

Tiende a confundirse el estado de los ilotas con la esclavitud cuando, en realidad, se trataba de siervos. Cultivaban los campos, pagaban tributos y, de manera excepcional, podían ser reclutados para el ejército. Eran la clase más numerosa; Tucídides cifra su número entre 150.000 y 200.000 personas. Los ciudadanos libres temían su revuelta y les declaraban ritualmente la guerra cada año y castigaban con una dureza infinita cualquier voz discordante. Finalmente, la sublevación se produjo y costó diez años de revuelta, y guerra de guerrillas. En el 192 a.C. la Liga Aquea obliga a la ya decadente Esparta a derruir sus muros (los primeros de su historia, que Nabis había mandado edificar), libertar a los ilotas y abolir la “agogé” o educación específicamente espartana.

A pesar de esta estratificación social, Tucídides observa el hecho de que entre todas las clases existía una similitud en el estilo de vida. En efecto, todos llevaban una vida austera.

“Agoge”. La educación espartana

Uno de los capítulos más importantes de la legislación de Licurgo era el consagrado a la forja del carácter de los jóvenes, el “agogé” o educación. Era obligatoria y a cargo del Estado. Inicialmente reservada solamente a los ciudadanos libres, aunque a partir de cierto momento se admitieron también a periecos y luego a ilotas. También hubo griegos que fueron enviados a Esparta para ser educados en la austeridad. Jenofonte fue uno de ellos. El modelo educativo de Licurgo estaba basado en una dureza que se manifestaba desde el momento mismo del nacimiento. Justo al nacer el niño era examinado por los ancianos para determinar si podría convertirse en un buen guerrero. En caso de que se tratara de un bebé débil o con malformaciones, era llevado al pie del monte Taigeto donde se le arrojaba por un barranco. Se consideraba que la ciudad no debía tener lastres y que a cualquier ser que no fuera lo suficientemente fuerte como para sobrevivir era mejor evitarle una vida de deshonra constante para él y carga para la comunidad. Ahora bien, si superaba la primera prueba de su vida recibía un lote de tierra y se autorizaba a su familia para que lo criara. Desde entonces su destino estaba trazado: si había nacido varón no podía ser otra cosa más que soldado.

Sus padres ponían especial énfasis en liberarlos de los terrores de la infancia. Debían ser valientes desde que eran capaces de andar por sí mismos y demostrar que no tenían miedo a la oscuridad, que la soledad del bosque no les infundía temor y se les prevenía contra las supersticiones: el destino lo forjaban ellos, no otros. La voz de los dioses podía escucharse, pero el fuerte debía demostrar su fortaleza especialmente cuando estaba sólo. Estos valores eran infundidos a los niños por sus nodrizas, una de las instituciones más apreciadas de la vieja Esparta.

A los siete años abandonaba el entorno familiar y se integrada en el grupo militar con el que compartiría el resto de su vida. Su educación seguiría hasta los veinte años ya en régimen militar. El niño espartano aprendía pronto a resistir el frío y el calor, su vestimenta no variaba a lo largo del año y siempre era ligera. Por las noches dormía sobre cañas trenzadas que él mismo construía con sus manos. Era alimentado por el Estado con la famosa sopa de bodrio, compuesta por tocino hervido con sal y vinagre. Si quería comer más –y era necesario comer más para soportar el esfuerzo– debía proveerse él mismo de alimento, sin descartar ningún medio incluido el hurto. Se admitía el hurto para alimentarse, pero si era sorprendido cometiéndolo se le castigaba con una dureza que podía ir desde morderle el pulgar hasta azotarlo. Así se desarrollaba el espíritu de supervivencia, la habilidad, mientras que el niño se familiarizaba con el riesgo. Se conoce el caso de un joven que acababa de robar un cuervo; cuando fue sorprendido lo ocultó bajo su túnica y el cuervo le desgarró el vientre, aún así, el niño no evidenció dolor alguno. Desde niños caminaban descalzos por la montaña y solamente recibían una túnica al año y ningún manto. Algún viajero contaba que sabía que había llegado a Esparta por la imagen de sus adolescentes desnutridos pero siempre ágiles y activos.

La educación espartana se basaba en la “prueba”. El niño primero, el adolescente después, y el joven finalmente, debían superar cada día y durante años, más y más pruebas. Esas pruebas sólo tenían un objetivo: endurecer al soldado, habituarlo a las condiciones más adversas. Si el enemigo no tendría piedad de él, la mejor educación para la guerra consistía en tener educadores que, asimismo, lo trataran sin piedad aunque con cariño. Los educadores solían estimular peleas entre ellos para observar sus reacciones, su acometividad, su capacidad de autocontrol, su fuerza, su determinación y su valor personal. Aprendía también disciplina, espíritu de cuerpo y se fortalecía mediante ejercicios constantes. Los atletas espartanos sobresalían habitualmente en los Juegos Olímpicos. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que esta educación no infundía también lo que hoy entendemos por cultura. Se les enseñaba a leer y a escribir, pero también a expresarse de forma concreta y concisa, esto es, lacónica. También aprendían música y danza.

¿Y las niñas? A ellas también se las educaba de manera diferente al resto de Grecia. Se trataba de hacer de ellas madres fuertes, aptas para engendrar hijos vigorosos. También ellas estaban sometidas a una rigurosa selección eugenésica que llevaba a muchas de ellas al pie del monte Taigeto. La sexualidad que desarrollaban era muy diferente de la que podemos conocer hoy. Las mujeres no dudaban en mostrarse desnudas ante los varones, así, éstos podían apreciar su idoneidad para criar hijos. Formada la pareja, estaban solamente obligados a tener hijos. En caso de no hacerlo, por el motivo que fuera, se les humillaba públicamente, obligándoles a dar vueltas en la plaza de la ciudad.

Asimismo era frecuente que, tanto hombres como mujeres, tuvieran además del marido, el amante, e incluso que todos convivieran en el mismo hogar sin que aparecieran rastro de celos, ni se conociera el delito de adulterio. Legalmente ambos cónyuges podían tener amantes. Si existía acuerdo entre las partes, una mujer joven casada con un hombre mayor podía llevar a su casa a un amante joven y, un hombre enamorado de una mujer casada, podía solicitar –y frecuentemente obtener– permiso del marido para visitarla con la frecuencia acordada. De hecho, el matrimonio lo único que debía asegurar era la procreación; el placer se situaba en otra área. El matrimonio no era convenido por los padres, sino realizado de acuerdo con la voluntad de los dos futuros cónyuges. A diferencia de la Grecia clásica, donde los jóvenes se casaban muy pronto, en torno a los 14 ó 15 años, en Esparta el matrimonio solía concretarse hacia los 20 años. Ellas se dejaban “raptar” por el joven elegido y luego vivían una temporada cada uno en su casa. Solamente se veían fugaz y esporádicamente, habitualmente en la noche o al atardecer. Se decía que algunos hombres eran padres sin haber visto a su mujer bajo la luz del sol.

Las mujeres espartanas vivían en régimen de igualdad con los hombres. Tenían voz en las asambleas políticas y recibían herencias de sus padres. A diferencia de otras ciudades griegas, las mujeres espartanas practicaban deportes como los hombres y peleaban completamente desnudas. Sus responsabilidades eran muchas. Dado que sus maridos se dedicaban al oficio de las armas y que la educación de los hijos estaba asumida por el Estado, de ellas dependía todo lo relativo al hogar y, en este terreno, tenían el poder de decidir. La famosa anécdota referida por una extranjera que conoció a la esposa de Leónidas es significativa; cuando la visitante le preguntó por qué sólo las mujeres espartanas dominaban a sus hombres, ella le respondió: “Porque sólo nosotras parimos verdaderos hombres”. 

La vida de los jóvenes era extremadamente dura hasta los 18 años y, a pesar de que a esa edad, el legislador consideró que ya habían adoptado los valores que a partir de ese momento tendrían presentes toda su vida, hasta los 30 años seguían careciendo prácticamente de vida privada. Hasta esa edad no podían viajar al extranjero, ni poseer joyas. Sin embargo debían contribuir con el trabajo en su lote de tierra a las comidas en común. Se juzgaba que si lo perdían todo era porque no habían sabido trabajar la tierra o la habían descuidado; eso implicaba un fallo y, por tanto, eran desposeídos de la ciudadanía.

Y valores. Sobre todo, se les inculcaba valores. El primero de todos era la austeridad. El soldado en el frente debe hacerlo todo contando con nada. Debe estar preparado para la guerra pero no incitar a la guerra. Licurgo había dado la fórmula para liberarse de los enemigos: “ser pobres y no desear más poder que otro”. Pero el eje del “agogé” era un valor diferente al resto de Grecia. Buenos combatientes hubo siempre en todas las ciudades griegas pero, mientras que en el resto se ensalzaba el valor personal y se consideraba como arquetipo al héroe homérico en busca de gloria personal, en Esparta el combatiente debía fundirse con sus compañeros y sacrificar cualquier impulso personal al beneficio y  la gloria de la comunidad.  Se cuenta que, observando una colmena, Licurgo tuvo la revelación de que el destino de la comunidad era más importante que el del individuo. Nada distingue a unos individuos de otros dentro de una colmena, sin embargo todos, cumpliendo su cometido, hacen que la colmena progrese.

Esparta era una ciudad alegre. El “agogé” y el entrenamiento militar permitía a sus ciudadanos disponer de abundante tiempo libre. Plutarco nos explica el motivo: “Licurgo proporcionó a sus conciudadanos abundante tiempo libre; pues en modo alguno se les dejaba ocuparse en oficios manuales y, en cuanto a la actividad comercial, que requiere una penosa dedicación y entrega, tampoco era precisa, al carecer por completo el dinero de interés para los espartanos”. En efecto, el dinero no era nada para Esparta. Sus monedas eran de hierro, pero ni siquiera valían lo que pesaban, pues se habían templado con vinagre para evitar su perennidad. Eran grandes y una cantidad relativamente importante solamente habría podido transportarse sobre un carromato. A nadie se le escapan los motivos de esta extraña norma económica: era raro que algún ladrón pudiera estar tentado de conquistar un botín que no hubiera podido transportar sin llamar la atención y, por lo demás, la codicia quedaba erradicada de la ciudad. Un hombre cargado de monedas inútiles de hierro inspiraba más comicidad que otra cosa. Porque al espartano le gustaba reír. A Licurgo incluido. Fue él quien introdujo la estatua al dios de la Risa en la “fidicia”, otra tradición espartana a tener en cuenta.

La fidicia era una especie de comida pública en la que participaban quince compañeros. La palabra indica “amistad”, pero también “ahorro”. En realidad, se trataba de estimular una amistad entre los hombres tan fuerte que los convirtiera en combate en una unidad de choque sin fisuras y en el que cada combatiente podía estar seguro del apoyo que recibiría de su compañero. En cuanto al sentido del ahorro, remitía al valor de austeridad, primero de todos los que insertaba la “agogé” y que rechazaba la gula y su manifestación externa, la obesidad. Era una obligación para todos los varones pertenecer a una de estas fidicias y aportar cada mes la parte alícuota de higos, carne, queso, harina y vino. El plato que inevitablemente se servía era la “sopa negra” (hecha con carne y vísceras hervidas en sangre y vino) precedida de queso, seguida por unos cuantos higos, y acompañada por una simple torta de harina.

Contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar, aunque lo comunitario pesara más que lo individual, el espartano se quería tanto a sí mismo como quería a su comunidad. Es conocida la anécdota de aquel virtuoso y heroico espartano que no fue elegido entre los 300 mejores ciudadanos de la ciudad y, en lugar de regresar humillado y triste a su hogar, lo hizo contento de saber que en la ciudad había 300 mejores que él.

La ciudad jamás contó con más de 20.000 espartanos dotados de todos los derechos. Todos se conocían entre sí y, por ello, el prestigio individual y el honor eran para ellos extremadamente importantes. La cobardía en el campo de batalla o cualquier mancha en el honor podía acarrear la marginación completa de la sociedad. Los ancianos eran extremadamente respetados. Había pocos y, los pocos que habían alcanzado los 60 años, recibían de sus vecinos respeto y admiración. Al morir se limitaban a envolverles en un lienzo, colocaban unas ramas de olivo entre sus manos y los sepultaban. Ni su familia ni sus vecinos podían celebrar duelos superiores a doce días.

La “eumonia” o el buen gobierno

Licurgo modeló Esparta. Seguramente se trató de un personaje más o menos mitológico que aparece en un momento clave en la historia de la humanidad. A pesar de que Plutarco lo sitúa entre los siglos IX y VIII a.C, realmente empiezan a existir referencias históricas suyas a partir del siglo VII a.C.  A Licurgo se atribuye la redacción del código de costumbres por las que se regía Esparta. Y, como hemos visto, no era una legislación precisamente permisiva ni blanda. Aristóteles la criticó en su “Política”, pero el hecho de que un pueblo pequeño pudiera hacer frente durante siglos a sus enemigos, da muestras de su eficacia. La piedra se modela con el martillo y el cincel, no con sedas ni afeites. Más que piedra, el ciudadano era un fragmento inseparable de una roca llamada Esparta. En la concepción que Licurgo transmitió a sus ciudadanos el hombre era sólo miembro del Estado. Lo comunitario estaba por encima de lo individual y el destino del individuo era consagrarse a la comunidad. Pero es a partir del siglo VII a.C cuando se produce el verdadero cambio en la vida de la ciudad, y la figura de Licurgo aparece cada vez más como central en la historia de Esparta. En ese tiempo cobra forma el poderío militar de la ciudad que se convertirá en paradigma de la tradición guerrera para los siglos venideros.

El sistema político espartano había sido también diseñado por Licurgo. Era tío del rey Leobotas de Esparta y fue llamado por la profetisa de Delfos (la Pitia) "Dios más que hombre". Fue en Delfos donde Licurgo recibió la aprobación del oráculo para la futura constitución de la ciudad, la "Gran Retra". En realidad, jamás se trató de una constitución escrita y ni siquiera es seguro que su creador fuera Licurgo, sino que más parece que la Gran Retra fue un conjunto de usos y costumbres ancestrales, compilado durante las Guerras Mesenias. El principio de esta constitución era la llamada “eunomia” o el “buen gobierno”, que garantizaba la igualdad absoluta de todos los ciudadanos ante la ley, eliminando cualquier privilegio. Resulta difícil definir el sistema. En realidad tenía algo de todos los sistemas políticos conocidos. Era monarquía, aunque en realidad había dos reyes por falta de uno, con funciones religiosas y militares. Era también una oligarquía porque existía un consejo de ancianos (la “gerusía”). Tenía algo de democracia porque las grandes decisiones se tomaban en asamblea popular y, por supuesto, la tiranía estaba presente en el consejo de los cinco “éforos”. Resulta difícil resumir cómo fue posible que este sistema mixto apareciera y diera buenos resultados en Esparta.

Debió ser en el siglo VII a.C cuando apareció el ejército hoplítico, típicamente espartano. Hasta entonces, al parecer, existían guerreros que combatían sobre carros tirados por caballos y unidades de jinetes que pertenecían a los estratos más acaudalados de la población. A partir de ese período, la aristocracia renuncia a sus privilegios y queda absorbida por el grueso de la población; es en ese momento cuando aparece la “eunomia”, en el contexto de una igualdad total. La aristocracia renuncia también a sus propiedades y las pone en común al servicio de la comunidad. El gobierno de la ciudad distribuye todas estas tierras entre los casi 8000 “homoioi”, los “iguales”, que no pueden vender ni hipotecar. El trabajo en el campo queda reservado para los “ilotas” que son asignados a estos lotes de tierra con la obligación de entregar los beneficios en especie al propietario; con ellos podrá mantener a su familia, pero no enriquecerse. Los ciudadanos libres tenían prohibido el comercio y estaban disponibles en todo momento para la guerra. En este período, la igualdad democrática cristaliza en la institución de la asamblea de ciudadanos (“espartíatas”).

La “eunomía” se fundaba en tres valores. En primer lugar la obediencia de todos hacia las leyes de la comunidad: nadie era libre ni tenía rango suficiente para hacer algo no permitido por la ley; los propios espartanos decían que sus leyes obligaban a sus dioses y a sus reyes a cumplirlas. La igualdad de los ciudadanos libres era el punto de partida indiscutible de la tradición espartana. En segundo lugar la idea del honor concebido como una renuncia a la propia individualidad y a la búsqueda de ventajas, subordinándolo todo a la defensa de la comunidad. Finalmente, todos los ciudadanos libres de Esparta tenían la obligación de llevar estos conceptos hasta el límite, incluida la muerte. No debía existir para ellos satisfacción más grande que morir en defensa de la comunidad.

La Asamblea era la reunión de los ciudadanos libres e iguales. Se reunía en determinados momentos del año con la misión de aprobar o rechazar las propuestas para el buen gobierno de la ciudad realizadas por los “éforos”. Estas eran leídas pero generalmente no se discutían; al parecer, ante la gravedad de algunos temas, se permitía excepcionalmente que los ciudadanos tomaran la palabra; las propuestas, finalmente, se aprobaban o rechazaban por aclamación. Cuando existía duda se procedía a la votación personalizada. Pero la última palabra la tenía la “gerusía”, que podía aceptar la decisión de la asamblea o considerar que el pueblo se había equivocado. También la asamblea de los libres elegía a “éforos” y “gerontes” mediante el sistema de aplausos. Un grupo de magistrados se encerraba en una caseta sin ventanas; a su alrededor el pueblo aplaudía a los candidatos a gerentes sin mencionar sus nombres; los magistrados debían decidir cuál había sido el más aplaudido. El poder de la asamblea era limitado. Uno de los lemas de la Gran Retra era “Que el pueblo tome las decisiones. Pero si se equivoca, rechácenlas los ancianos y los reyes”.

El hecho de que existieran dos reyes impide que el sistema espartano pudiera ser llamado con propiedad “monarquía”. Uno de los reyes pertenecía a la dinastía de los Agíadas y el otro a la de los Europóntidas, gemelos descendientes de Hércules. Ambas dinastías tenían prohibido cruzarse en vida e, incluso, sus tumbas debían estar en lugares alejados unas de otras. Sus poderes eran religiosos y militares.

El poder real pasaba del padre al primer hijo nacido cuando el monarca ya había sido entronizado. Los hijos primogénitos, si habían nacido antes de su advenimiento al trono, no tenían derecho a ser coronados reyes. Hacia el siglo VII a.C correspondía a los reyes declarar la guerra pero, posteriormente, en el siglo V a.C esta decisión correspondía a la asamblea. Lo que permaneció inamovible fue el poder del rey sobre la conducción de la guerra, el “hegemón”. Hasta la batalla de Leuctra correspondía a los reyes situarse en primera línea en el flanco derecho junto a los “hippeis”, su guardia personal.

El consejo de ancianos o “gerusía” estaba formado por los dos reyes y veintiocho hombres ancianos mayores de sesenta años; sus miembros se llamaban “gerentes” y pertenecían a las familias libres de Esparta, y no se tenía en cuenta ni su fortuna ni su rango. Estos eran elegidos por aclamación de la asamblea; se tenía en cuenta su sensatez y capacidad militar. Elaboraba las leyes y gestionaba los asuntos de la comunidad. A pesar de que no solían ejercerla, tenían la prerrogativa de vetar las decisiones de la asamblea. Asumían también el poder judicial y a ellos les correspondía emitir sentencias y tratar las denuncias presentadas por los ciudadanos. Podían imponer desde la pena de muerte a la pérdida de derechos cívicos o el destierro.

Los “éforos” eran “supervisores”, representaban el poder ejecutivo y contrapesaban la figura de los dos reyes. Elegidos anualmente en número de cinco por la asamblea, se constituían en “colegio”. No podían ser reelegidos y debían rendir cuentas al finalizar su año de gestión. Vigilaban el respeto por las tradiciones, seguían la actividad de los reyes, a los que incluso podían juzgar y condenar a penas de prisión o imponerles sanciones. Sus funciones llegaban incluso a censurar a algunos ciudadanos por su aspecto abandonado, obeso, o contrario a las costumbres espartanas. Eran los encargados de ir como embajadores a las ciudades vecinas, decretaban las movilizaciones para la guerra y tomaban la iniciativa ante cualquier asunto urgente. Juraban respetar el poder real y las leyes al mismo tiempo que eran los representantes de los ciudadanos. Eso les daba un carácter análogo a los tribunos de la plebe romanos.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 26.06.05

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