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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

MILICIA

La decadencia militar, base de la ruina del Imperio Romano

La decadencia militar, base de la ruina del Imperio Romano

Infokrisis.- En el alba del día de la batalla de los Campos Cataláunicos, Atila, al  observar la disposición del enemigo, ordenó a sus tropas que se dirigieran contra visigodos y alanos, eludiendo el enfrentamiento con los romanos. "El polvo de la batalla les agobia muestras luchan en formación cerrada bajo una cortina de escudos protectores", dijo a sus comandantes. Atila tenía razón al despreciar la capacidad militar de los romanos de su tiempo. Los días de grandeza del Imperio habían quedado atrás. La crónica de la decadencia romana, fue, ante todo, la crónica de su decadencia militar.

Estamos en el siglo V, un siglo antes Roma dispone de una capacidad militar extraordinaria que le permitía proteger con facilidad sus extensas fronteras y enfrentarse a cualquier ejército enemigo. ¿Qué había ocurrido en apenas un siglo para que el Imperio empezara a desmoronarse a la velocidad que lo hizo? La victoria de los Campos Catalaúnicos tiene lugar en el 451 y la disolución oficial del Imperio Romano de Occidente se produce veinticinco años después, en el 476. Ciertamente, Aecio puede ser considerado como “el último romano”; a su muerte no hubo un solo hombre en Roma capaz de asumir la corona imperial o el mando de las legiones. Pero ¿basta la ausencia de personajes de alto temple para justificar la decadencia imperial? En absoluto, la decadencia de Roma es paralela a su decadencia militar. De no haber decaído militarmente, Roma hubiera sobrevivido tanto a Atila como a lo que vino después.

De los Campos Catalaúnicos a la entrada de Odoacro en Roma

Se ignora la ubicación exacta de los Campos Cataláunicos. Buscarlo es el pasatiempo favorito de coroneles retirados franceses. Se cree que se encuentra en algún lugar de la región de Champagne, a la izquierda del río Marne, entre Châlons y Troyes. Se ignora también el número de combatientes por ambos bandos. Las cifras han oscilado entre medio millón en total (lo cual parece imposible) a cincuenta mil (lo que parece más razonable), o incluso veinticinco mil (cifra excesivamente reducida). Se ignora, finalmente, el número de bajas, aunque la apreciación más insatisfactoria, pero seguramente la más exacta sea la que dio un cronista: “cadavera vero innumera”, literalmente, “en realidad, innumerables cadáveres”. Otro cronista atribuyó tintes míticos a la batalla. Se decía que, una vez terminado el choque, los espíritus de los combatientes muertos, seguían luchando en los cielos.

Lo que si conoce con certeza es el casus belli empleado por Atila para invadir las Galias. El caudillo huno Aspiraba a obtener la mitad del Imperio Romano de Occidente como dote por haber sido prometida a la hermana del emperador Valentiniano III. Era frecuente que para obtener alianzas o pacificar regiones, los emperadores concedieran la mano de sus hermanas o hijas a jefes considerados bárbaros. En el caso de Valentiniano III, se desdijo de lo pactado y Atila entró en el Norte de las Galias y sitió Orleáns. En ese momento, Roma –y más que el Imperio, su “magíster militum”, Flavio Aecio– consiguió movilizar una coalición de alanos (los más inseguros), visigodos (los más numerosos y combativos que décadas antes debieron cruzar el Rhin presionados por los hunos), romanos (a los que costó mucho movilizar) y pequeños contingentes burgundios y francos. Los hunos, por su parte, estaban flaneados por ostrogodos, gépidos, algunos francos y pequeños núcleos de pueblos del Este.

La noticia de la marcha del ejército de Aecio hacia Orleáns, obligó a Atila a abandonar el asedio de esta ciudad para evitar luchar constreñido contra sus murallas y lograr una ventaja táctica en campo abierto. El caudillo bárbaro situó a los ostrogodos en el flanco derecho y a los gépidos y germanos en el derecho, reservando el centro de la formación para sus propios combatientes hunos. Frente a él, tenía a los alanos que Aecio había situado en el centro, mientras los romanos lo hacían en la izquierda y los visigodos de Teodorico a la derecha. La batalla comenzó con un inesperado avance romano que logró rebasar la débil línea de Atila y permitió dominar una colina estratégica. Quizás si Atila hubiera renunciado en el ese momento a presentar batalla y se hubiera retirado forzando al enfrentamiento en otro lugar más ventajoso para él, no hubiera debido huir esa noche; pero el impulsivo caudillo prefirió arengar a sus tropas e iniciar el combate lanzando a los hunos contra los alanos, protegidos por una lluvia de flechas de la que se dice que “tiñó el cielo de negro”. El frente se hundió en ese punto hasta que los visigodos lograron taponar la brecha, espoleados por Teodorico. El rey visigodo seguía la batalla en primera fila hasta que resultó derribado y muerto. Hubo un momento de vacilación entre los visigodos, por la falta de mando, pero en la retaguardia, los ancianos eligieron como nuevo rey a Turismundo, hermano de Teodorico. Inmediatamente, Turismundo se incorporó al combate, los visigodos, redoblaron sus esfuerzos y consiguieron romper la línea ostrogoda; mientras, los hunos fueron rechazados una y otra vez por los romanos desde la colina perdiendo gran número de efectivos. En ese momento, Atila, comprendiendo que existía la posibilidad de ser rodeado y aniquilado, emprendió la huida hacia su campamento.

Los campamentos hunos se caracterizaban por situar en un círculo al personal no combatiente y a los víveres y provisiones, rodeados por un los carromatos; así, constituían un eficaz recinto defensivo. Mientras Atila ordenaba que le prepararan su pira funeraria, sus hombres se defendieron a distancia utilizando sus arcos y flechas. Sorprendentemente, Aecio decidió detener el ataque y ofrecer un “puente de plata” al enemigo dispuesto para huir, tal como recomienda el antiguo axioma militar. Aecio quería evitar que una derrota total de Atila aumentara el poder de los visigodos y, finalmente, decidieran tomar el control de toda la Galia e incluso marchar sobre Roma. Pero, las cosas se veían de otra manera en la capital imperial, especialmente, cuando al año siguiente, Atila, recuperado de la batalla, invadió Italia.

Los destrozos que provocó en el Norte de la Península Itálica, solamente fueron detenidos por la peste y la carestía que acecharon a su ejército. Esto, unido a la intervención del Papa León I y a los malos augurios que experimentaba Atila, lo convencieron para que se retirara. Un año después moría. El Imperio Huno se deshizo como un azucarillo, y el Imperio Romano salió airoso de la prueba. Por última vez la victoria sonreía a las águilas romanas. El hecho de que Aecio no hubiera acudido en defensa del territorio de la Península Itálica cuando se produjo el ataque de Atila, dio la sensación a Valentiniano III de que su “magíster militum” albergaba la ambición de ostentar la corona imperial. Lo cierto es que Aecio experimentaba una sensación de lejanía hacia la capital imperial y su mundo eran las Galias. El que fuera llamado “el último romano”, no era sino un romano “barbarizado”, educado junto a los visigodos y apenas identificado con la pasada grandeza de Roma que, en cualquier caso, le era incomprensible. Valentiniano III, pensó que, a partir de la retirada de Atila, Aecio pasaba a ser un posible rival, así que decidió eliminarlo. Tres años después de la Batalla de los Campos Cataláunicos, el general fue llamado a Roma y asesinado por el propio emperador. Un año después, en el 455, dos esclavos de Aecio, a su vez, mataban a Valentiniano III. Lo que se inicia a partir de ese momento, puede ser llamado en rigor “la caída del Imperio Romano”. Ambas muertes inician la crisis terminal de la ciudad de Rómulo.

Al conocerse la muerte de Valentiniano III se produjeron algunos disturbios en Roma y el senador Petronio Máximo –quizás instigador del asesinato– compró el apoyo de tropas cercanas y se aseguró el título de Emperador. Para intentar legitimar mínimamente la situación, se casó con la viuda del emperador asesinado, mientras su hijo lo hacía con la hija de éste. Olvidaba que ésta había sido prometida a los cinco años con el caudillo vándalo, Genserico que, al conocer la noticia, marchó sobre Roma. Máximo, al intentar huir, fue asesinado por la plebe, pero este acto no pudo evitar el saqueo de la ciudad durante catorce días. No se produjeron muertes, incendios, ni violaciones, pero cualquier objeto de valor fue robado por los vándalos. Ni siquiera se salvaron las tejas de bronce dorado del Templo de Júpiter Capitolino; desmontadas y cargadas en los carromatos bárbaros, sufrieron análogo destino al tesoro del Templo de Jerusalén traído a Roma por Tito y sus legionarios. Lo más grave, es que ya no había emperador, ni fuerzas militares capaces de detener el saqueo o, simplemente, de proteger la ciudad cuando los vándalos se retiraron.

Desde Arlés, el general Avito se sublevó apoyado por los visigodos y cruzó los Alpes, proclamándose Emperador. Bizancio lo reconoció inmediatamente. Poco después, un general bárbaro a su servicio, Recimero, lo deponía. A partir de ese momento, el destino del Imperio –o de lo que quedaba de él– estuvo ligado a éste jefe militar. Recimero era un típico producto de su tiempo y del caos étnico en que cayó el Imperio cuando en el 406 los suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin. Era cristiano arriano, nieto del rey visigodo Walia por parte de madre, su padre era suevo y su tío, Gundebad, fue rey de los burgundios. Sirvió a las órdenes de Aecio, y consiguió vencer a los vándalos en Sicilia y posteriormente les hizo retirarse de Córcega. Era un hombre enérgico y de carácter, pero no sentía la necesidad de ostentar la corona imperial; de hecho ¿para qué hacerlo si podía nombrar emperadores títeres? Mayoriano fue el primero de estos enanos históricos, elevados al trono de Octavio y Augusto. Aún así, obtuvo algunas victorias contra los burgundios que ocupaban Lyon y contra los visigodos que sitiaban Arlés. Durante su efímero gobierno, una vez más, la Galia Romana siguió ligada al Imperio. Pero la suerte le abandonó en su enfrentamiento con los vándalos de Genserico que, finalmente, lo derrotaron en el mar. Cuando regresó vencido a Roma, Recimero, simplemente, lo ejecutó, nombrando, acto seguido, a Libio Severo como nuevo emperador. Pero Severo tampoco logró detener las conquistas vándalas en Sicilia y el Peloponeso. Bizancio no pudo evitar reconocer el hecho consumado de que Genserico dominaba África del Nor-Oeste, las islas Baleares, Córcega y Cerdeña.

Las victorias de Genserico, evidenciaron a ojos de otros pueblos bárbaros, la debilidad del Imperio. En el 466, los visigodos de las Galias se independizaron y Roma ya no estuvo en condiciones de enviar tropas, ni ayudar a los galo-romanos. El rey visigodo Eurico extendió sus dominios hasta Arlés y más tarde a toda Aquitania, Provenza y buena parte de Hispaniae. En el 475, Roma había perdido ya la Galia y toda la Península Ibérica y apenas quedaba del viejo imperio, la Península Itálica, y las regiones de Retia y Nórica.

Cuando Recimero muere en el 472 –había derrocado a otros dos seudo-emperadores y nombrado, así mismo, a sus sucesores– vuelve a haber un vacío de poder que, ante la incapacidad para elegir nuevo emperador, obliga a Bizancio a enviar a su sobrino Nepote a hacerse cargo de los destinos de Roma. Orestes, un general que había sido secretario personal de Atila, educado, por tanto, en las costumbres bárbaras, se sublevó contra Nepote e impuso a su hijo, Rómulo Augústulo como emperador en el 475.

La agonía concluyó cuando los germanos exigieron al nuevo emperador una parte del Norte de Italia para asentarse. Orestes, quien ejercía verdaderamente el poder, no aceptó. Una asamblea de tribus germánicas, eligió a Odoacro, rey de los Hérulos, como jefe para marchar sobre Roma. En el 476, sin lucha, Roma se abrió a Odoacro sin lucha. Orestes fue ejecutado y el efímero emperador recibió una pensión vitalicia y se le envió a vivir a una villa donde el último César de Roma cultivó vides y olivos. Odoacro envió las insignias imperiales a Constantinopla. Era el reconocimiento oficial de que la agonía había terminado. El Imperio Romano de Occidente había dejado de existir. Desde hacía muchos años la pasada gloria de Roma era tan solo un recuerdo lejano.

Las causas de la decadencia militar

Así fueron los últimos veinticinco años del Imperio Romano de Occidente; ahora vale la pena preguntarse por qué esta decadencia fue tan rápida y acentuada a partir, paradójicamente, de una victoria como la de los Campos Cataláunicos. No se entiende bien porque el Imperio Romano de Oriente aguantó durante otro milenio los asaltos de sus enemigos, mientras el Imperio Romano de Occidente no pudo prolongar su existencia. Otra pregunta subyace inmediatamente: ¿cuándo se perciben los primeros rastros de esa decadencia? Y, finalmente, ¿cuáles fueron los motivos desencadenantes de este proceso?

Antes hemos subrayado que la decadencia fue, ante todo y sobre todo, militar. Un Imperio se hunde cuando sus ejércitos no están en condiciones de asegurar su cohesión, unidad y defensa. En los años en los que el marxismo fue la única teoría histórica “aceptable”, se tenía una irreprimible tendencia a atribuir cualquier proceso de decadencia a causas económicas. Nosotros, por el contrario, afirmamos que la decadencia romana fue, inicialmente, militar y, en función de las pérdidas territoriales, se generaron consecuencias económicas, muy secundarias en relación a la crisis militar.

La milicia es una forma de vida dura. Y en el antiguo Imperio Romano, más dura todavía. En el período republicano y hasta la decadencia imperial, todos los jóvenes romanos, sin distinción de clase, debían servir en las Legiones. Dependía del nivel de ingresos de su familia, que formaran parte de unas u otras categorías militares. Contra mayores eran sus ingresos, se suponía que tenían más que defender y, por tanto, sus responsabilidades eran mayores. Así mismo, se tenía en cuenta la edad. El tiempo de servicio militar duraba veinticinco años y empezaba muy pronto. En los primeros años de servicio, los legionarios no estaban todavía curtidos y en los últimos, sus fuerzas empezaban a flaquear, pero, la experiencia que faltaba al principio, sobraba al final. Así pues, el lugar ocupado en las batallas dependía de la edad y de la experiencia. Pero, en cualquier caso se trataba de una vida particularmente dura, gracias a la cual Roma pudo alcanzar su gloria, extender su Imperio y prolongar su vida durante un ciclo de mil años.

Da la sensación de que esa dureza solamente puede ser soportada por pueblos particularmente enérgicos. Dureza y civilización parecen encajar mal. Roma, sin embargo, fue una excepción. Los antiguos romanos fueron excepcionalmente cultos y piadosos y, por supuesto, pragmáticos. Durante unos siglos, los refinamientos de la sociedad romana, coexistieron con la cultura, la religiosidad y el pragmatismo. Sin duda, de esos elementos, y de una formidable capacidad para producir grandes conductores militares y afinados estrategas, derivó la grandeza y la persistencia de la romanidad. Pero hubo un momento en el que distintas causas precipitaron la decadencia militar. En primer lugar, apareció lo que podemos llamar “selección a la inversa”.

A lo largo de siglos de combates y guerras sin fin, Roma se había ido desangrando. En los combates, los jefes militares de ayer y de hoy, envían a las posiciones más difíciles y a las misiones más arriesgadas a los más valientes y a los mejores. Solo así se garantiza la victoria. Pero las pérdidas son inevitables y, a medio plazo, mueren “los mejores”. Los que inevitablemente sobreviven a la dureza de los combates, son los que han desarrollado con el paso del tiempo un sexto sentido para evitar los lugares de riesgo, quienes se las han ingeniado para estar siempre en retaguardia, en segunda línea, o para eludir responsabilidades y riesgos, siempre terminan por sobrevivir. A lo largo de generaciones y generaciones, esta selección natural terminó por repercutir negativamente en la “calidad” de la “raza de Roma”. Durante los tiempos de Estilicón, esta crisis se evidencia con toda su brutalidad. La “selección a la inversa” termina creando una haciendo que los mejores elementos sucumban y dejen el paso a los menos dispuestos al sacrificio. La coartada de estos es la “civilización”. Habría que hablar, más bien, de “refinamiento” y de “sofisticación”. Cuando aparecen, una civilización está muerta aunque durante un tiempo, todavía, siga en pie por inercia. El carpetazo definitivo sucede cuando aparece otro pueblo “joven”, que encarna la dureza y la fuerza de los orígenes.

Hans Delbrück escribió: “Los bárbaros tenían a su disposición el poder guerrero de los instintos animales desenfrenados, del vigor básico. La civilización refina al ser humano. Lo hace más sensible y el hacerlo decrece su valor militar, no solo su fuerza corporal, sino incluso su valor físico”. Esta explicación es perfectamente válida, a condición de que se le superponga, la teoría que hemos enunciado antes sobre la “selección al revés”. De hecho, los bárbaros” en cierto sentido tenían los mismos refinamientos que los romanos de tiempos de la República. Los guerreros visigodos, por ejemplo, llevaban entre su equipo de campaña un estuche para el aseo personal en el que figuraban incluso pinzas para arrancarse los pelos de la nariz y las orejas. En cuanto a Roma, un embajador ateniense afirmó que pensaba que el Senado Romano era una “horda de bárbaros”, pero se encontró ante una “asamblea de Reyes”. El refinamiento y la irrupción de la molicie que inevitablemente le acompaña, es una condición suficiente para la que irrumpan procesos de decadencia, pero no necesaria. Un pueblo fuerte y valiente no es necesariamente un pueblo “primitivo”. La condición necesaria para la decadencia aparece cuando un pueblo ya no está en condiciones de “producir soldados”, es decir, cuando no existen suficientes individualidades de temple capaces de asumir la defensa de sus comunidades. Eso ocurrió en Roma a partir de mediados del siglo IV y se evidenció en la reforma del ejército abordada por Estilicón y, más tarde, en el desprecio con que Atila consideró al adversario romano en el alba de los Campos Cataláunicos.

Un siglo antes de la deposición de Rómulo Augústulo, los visigodos habían atravesado el Danubio con permiso del César en tanto que “foederatus” (aliados) de Roma. El Imperio era fuerte y tenía las mismas dimensiones que en tiempos del Divino Augusto. Las legiones romanas seguían siendo capaces de luchar en los lugares más alejados de la capital. En Persia, por ejemplo.

Tras la derrota de Adrianápolis ante los visigodos, el Imperio siguió manteniendo su solidez y debieron pasar otros treinta años hasta el saqueo de Alarico. Aún en la derrota de Adrianópolis, el ejército romano mantuvo las posiciones aun a pesar de que la derrota ya era segura. La disciplina y el espíritu de sacrificio todavía estaban presentes en las Legiones. No era una nueva situación. Desde las Guerras Púnicas, Roma estaba habituada a conocer la derrota en enfrentamientos tácticos, pero obteniendo, sin embargo, victorias estratégicas. Aníbal se retiró de la Península Itálica sin sufrir una sola derrota. Los nombres de Tesino, Trebia, Trasimeno, Canas, evocaron a los patricios romanos momentos de crisis, pero, al mismo tiempo, los nombres de Escipión o Quinto Fabio Máximo, remitían a grandes conductores militares, geniales estrategas, capaces de superar derrotas tácticas. El factor humano seguía siendo el básico, pero además, hasta mediados del siglo IV, Roma fue capaz de producir recursos humanos y materiales para superar todas las crisis. La solidez del Imperio fue altamente tributaria de estas ventajas.

Sin embargo, tras el 410, Roma ya no estuvo en condiciones de producir nuevos soldados y, lo que casi era peor, de entrenarlos conforme a tácticas militares adaptadas a los nuevos enemigos que empezaban a acechar al Imperio desde las fronteras de Germania. Pronto se perdieron Britania y África. No fue el potencial militar de pictos, bereberes, numidas o vándalos, lo que obligó a la retirada, sino el no poder enviar nuevas tropas a estas provincias imperiales. En los treinta años siguientes, las fronteras siguieron estrechándose, poco a poco. Esto suponía perder, no solo territorios, sino también y sobre todo recursos humanos, materias primas y moneda acuñada. A medida que el Imperio se replegaba sobre sí mismo, su defensa resultaba progresivamente más difícil al faltar cada vez más medios y recursos.

Mientras Estilicón se enfrentaba a Alarico y a sus visigodos, sublevado contra el poder imperial, el 31 de diciembre del 406, suevos, vándalos y alanos, cruzaban las fronteras del Rhin y penetraban en dirección al Oeste. En ese momento, el Imperio Romano de Oriente y el de Occidente estaban igualados en potencia y recursos. Estilicón no reaccionó, ocupado en intervenir en las polémicas generadas por Alarico. Al año siguiente se evacuó Britania. En el 410 Alarico saqueaba Roma. El emperador Honorio, refugiado en Ravena, entre saraos y francachelas, parecía ajeno a estos acontecimientos. En el 410 se produce la pérdida de Britania y la entrada de los bárbaros en Hispaniae, tras haberse asentado en las Galias. Se suele responsabilizar al emperador Honorio de estas derrotas. Estilicón, por su parte, como Aecio después, dejó escapar en varias ocasiones a Alarico y, consciente de que los nuevos reclutas empezaban a echarse en falta en las legiones, optó por incorporar a los bárbaros federados al ejército. Él, por su parte, también era de origen bárbaro. Roma parecía no disponer ya de jefes con el fuste suficiente para aquellos tiempos. A partir de entonces, el ejército romano dependió cada vez más de la incorporación de bárbaros.

En los últimos veinte años del Imperio, prácticamente la totalidad de soldados romanos tenían un origen bárbaro. Nadie defiende una patria ajena con la fuerza y el vigor de sus oriundos; ahora bien, se pueden obtener excelentes soldados –la existencia de la Legión Extranjera francesa o española, así lo demuestran– mediante un adiestramiento intensivo y una disciplina férrea. Y eso fue precisamente lo que faltó en aquel momento crucial.

El entrenamiento de las tropas se había reducido al mínimo y era, a todas luces, insuficiente para asegurar el correcto desarrollo de las tácticas de combate. Para colmo, el “orden cerrado” propio de las Legiones Romanas exigía un entrenamiento muy superior a cualquier otra forma de combate. Este tipo de formación, heredada de la falange hoplítica griega, exigía la habilidad para avanzar sin separar los escudos, ni ofrecer fisuras en la línea frontal. Se trataba, no solamente de pasar del “orden grueso” (formación dotada de profundidad) al “orden delgado” (despliegue en formación más abierta y con menos profundidad de combatientes), sino de maniobrar taponando brechas cuando el adversario lograba penetrar en las primeras líneas. Avanzar sin romper la formación, abriéndola o cerrándola, evolucionar en pleno combate respondiendo a las órdenes, era imposible sin un entrenamiento que solamente existió hasta mediados del siglo IV. Esta deficiencia era la que el genio militar de Atila advirtió desde sus primeros choques con los romanos y lo que se indujo a ningunearlos en el alba de la batalla de los Campos Cataláunicos.

Pero había otro problema todavía mayor. Los romanos estaban tan bien dotados para el combate como los germanos o los hunos, o antes, como los cartagineses o los galos. Si lograron imponerse sobre unos y otros, fue gracias a su maquinaria militar y a su armamento superior. Pero no advirtieron que los nuevos pueblos que se aproximaban a las fronteras del Imperio y amenazaban su perímetro, utilizaban nuevas tácticas militares ante las que jamás se habían enfrentado. La utilización masiva de la caballería y, por tanto, de una mayor movilidad en el campo de batalla, el uso de espadas más largas, los ataques en cuña, eran elementos nuevos a los que el ejército romano tardó en adaptarse y en comprender. No es de extrañar que fuera de derrota en derrota y sus fronteras se estrecharan cada vez más. Tarde, demasiado tarde, comprendieron que para contener a los bárbaros se precisaban fuerzas igualmente móviles, capaces de actuar en orden abierto y que era necesario alargar los “gladios” a las necesidades del ataque de caballería.

El hecho decisivo era que Roma no pudo adaptarse eficazmente ni analizar las tácticas empleadas por los nuevos enemigos. En lugar de forjar una nueva doctrina militar, se limitó a reclutar sistemáticamente a bárbaros para que desempeñaran las mismas tareas que hasta ese momento correspondían a los ciudadanos romanos en período de servicio militar. Roma puso especial énfasis en nombrar generales a aquellos romanos que podían ser “aceptables” por sus soldados bárbaros. Se trataba, en general de generales que o eran bárbaros (como Estilicón), o habían sido educados entre los bárbaros (como Aecio) o a los que habían servido (como Máximo), y que, emocional y culturalmente, estaban ya más próximos a ellos que al viejo espíritu de la Roma Patricia. La decadencia militar era inevitable. Y esa decadencia arrastró a la decadencia política.

Los “limes” como muestra del cambio de la concepción militar romana

El cambio en la estrategia militar romana pudo percibirse a partir del siglo III, cuando se construyeron los “limes” o murallas fronterizas en las fronteras más expuestas a las invasiones bárbaras. Hasta entonces, las legiones romanas habían sido una fuerza ofensiva, empeñada año tras año en ampliar las fronteras del Imperio. A partir de entonces, con la pax romana, la misión de las legiones varió sustancialmente. Se trataba, a partir de entonces, de asegurar las fronteras, contener al adversario y reprimir eventuales sublevaciones internas. El grueso de las legiones fue distribuida en los distintos limes. A partir de entonces da la sensación de que la tensión guerrera disminuyó en Roma. El entrenamiento se relajó, cada vez surgían más excusas para que los ciudadanos con recursos pudieran eludir la prestación del servicio militar, sin ver mermados sus derechos políticos; la “pax romana”, literalmente, supuso, ciertamente, lo mejor del Imperio, pero allí también empezó el “apoltronamiento” de sus guerreros. Esta relajación estaba magistralmente simbolizada en la estrategia de los “limes”.

La palabra “limes” designaba en latín a cualquier camino de frontera vigilado por el ejército y, por extensión, pasó a nombrar las defensas y murallas situadas en esas zonas. Se trataba verdaderamente de murallas salpicadas de torres de madera o de piedra, donde residían los defensores. Así era la muralla de Britania. Por el contrario, en la frontera de Germania, se trataba de una cadena de fuertes y torres de vigilancia bastante próximos entre sí. Los muros de Adriano, Antonino, Septimio Severo en Britania, el limes del Rhin en Germania (que seguía la orilla izquierda del río hasta los Alpes), el limes del Danubio (que protegía Dacia y Panonia) y el limes Africano (que separaba el África Romana de la controlada por las tribus bereberes y numidas), eran las resultantes de una política de defensa que había perdido su impulso y aspiraba solamente a contener al enemigo.

Cuando Augusto dio por finalizada la expansión del Imperio con la Pax Augusta, las legiones, hasta entonces empeñadas en guerras de conquista, fueron acuarteladas en las inmediaciones de los limes. Roma contaba con 150.000 hombres, distribuidos en 30 Legiones, más las fuerzas auxiliares que suponían 100.000 hombres más, un número bajo de efectivos que contrapesaba su inferioridad numérica con una superioridad táctica, en entrenamiento y disciplina. Los germanos eran la única amenaza real de ese período tal como demostró el desastre de Varo y de sus tres legiones en el Bosque de Teotoburgo. Sin embargo, Marco Aurelio conjuró durante décadas los riesgos derivados de esa frontera. Fue con su sucesor, Cómodo, cuando el ejército empezó a involucrarse en las luchas políticas y el poder imperial sufrió el primer colapso. A la muerte de Valeriano, el apoyo del ejército era disputado por todos los aspirantes al trono. Las recompensas que los emperadores daban a los militares que les habían apoyado, hizo que los ojos de los generales se desviaran de la defensa de las fronteras del Imperio e intentaran por todos los medios obtener beneficios de la clase política. Pero Roma tenía aun mucha vida por delante.

La energía de Diocleciano devolvió la fortaleza militar a Roma y aseguró el mantenimiento de la seguridad en las fronteras creando lo que hoy llamaríamos una “fuerza de intervención rápida” capaz de acudir donde fuera necesario. La eficacia de esta unidad de choque aumentaba gracias a la infraestructura de comunicaciones que comunicaba a los puntos más distantes del Imperio. Diocleciano creó un tipo de ejército defensivo pero capaz de pasar a la ofensiva en cualquier momento. Sin embargo, sus sucesores volvieron a priorizar la estrategia defensiva y al cabo de dos generaciones, las legiones empezaban a desdeñar el entrenamiento y los ejercicios en formación cerrada; apenas sabían hacer otra cosa que defender murallas. El “ejército móvil” era la única fuerza que todavía conservó su ímpetu y su entrenamiento ofensivo. Es significativo que Esparta jamás tuviera murallas. Los propios espartanos decían que ellos eran las verdaderas murallas de la ciudad. Los romanos, en cierta medida, asumieron esta concepción durante el período republicano y en los primeros cien años de Imperio, pero, a partir de entonces, es significativo que se dieran las órdenes de crear los muros fronterizos y, al mismo tiempo, de fortificar las ciudades. Eran las señales de que estaba cambiando la mentalidad. Trajano, Escipión, César, Mario, siempre asediaron ciudades, pero nunca –Salvo César en el extraordinario sitio de Alesia- jamás se parapetaron tras muros de protección.

El cambio de estrategia no desanimó a los enemigos de Roma. Cambiaron sus nombres, cambiaron los frentes, pero siempre, a lo largo de toda su historia, Roma vivió en un permanente estado de guerra, soportando presiones en todas sus fronteras. Cuando no eran los partos eran los germanos, cuando no los britanos o los persas. Julio César comprendió pronto que las estrategias defensivas no bastaban para garantizar la integridad del Imperio, era preciso ir hasta el corazón del enemigo, aniquilarlo lo más lejos posible del propio territorio imperial. César entendió que un cerco persistente, termina por rendir una ciudad, que un muro defensivo puede ser cercado y rebasado y, tarde o temprano, termina por caer. Cuando fue asesinado preparaba la guerra contra los partos. Cuando las legiones romanas perdieron su ímpetu ofensivo, el imperio empezó a decaer.

El concepto defensivo se afirma con Augusto y encuentra en Adriano su máxima expresión. Ambos no conocían la vida militar, no habían experimentado ni la tensión de los combates, ni el olor del enemigo, olvidaban que los pueblos que rodeaban al Imperio no estaban dispuestos a aceptar una paz que les vedaba el acceso a las riquezas de Roma. Pero además de la ambición estos pueblos estaban sometidos a los movimientos geopolíticos de las poblaciones asiáticas y a su tendencia a desplazarse de Este a Oeste, presionando a los pueblos situados en su camino. Esto hizo que una serie de pueblos bárbaros amenazaran las fronteras imperiales del Rhin y del Danubio e hicieran estallar la sensación de falsa seguridad que se había generado desde la “pax augusta”.

Hubo que esperar a la llegada de Emperadores de la talla de Juliano para que Roma decidiera recuperar las viejas estrategias militares y atacar fuera del perímetro del Imperio. Pero Juliano fue derrotado y muerto el 22 de junio del 363 por Sapor I en Maranga, cerca del Tigres. A pesar de lo que supuso esta derrota y la muerte en combate del Emperador, lo esencial del ejército romano consiguió replegarse sin pérdidas territoriales. Pero esta derrota repercutió muy negativamente en la mentalidad ofensiva romana. El golpe definitivo fue asestado con la derrota de Adrianápolis, donde el Emperador Valente fue derrotado por los visigodos. Y ahí si que las pérdidas humanas fueron insuperables. Sobre un ejército de 60.000 combatientes, Valente perdió 40.000 y él mismo sucumbió en combate. Era el 9 de agosto del 378, aniversario del triunfo de César en Farsalia. Estas dos derrotas en apenas tres lustros, con las pérdidas de dos emperadores fueron demoledoras e hicieron saltar por los aires el mito de la invulnerabilidad de los “limes”. A partir de entonces se abren las fronteras a los “foederatus” y se les incorpora en el ejército. No parecía una mala idea: se incorporaba a combatientes enérgicos y ya experimentados, lo que, por lo demás, resultaba más barato que formar nuevos soldados. Había empezado la “barbarización” del ejército.

Este proceso implicó el abandono de las propias tradiciones militares, un cambio en las tácticas de combate y en el armamento empleado. La disciplina también se resintió. La falta de disciplina de los combatientes bárbaros se contagió pronto a las legiones romanas. La caballería ganó importancia en detrimento de la infantería. Hasta entonces el romano estaba habituado a combatir a pie; la infantería era la “reina de los combates” y la columna vertebral del ejército. César había demostrado una y otra vez que el “orden cerrado” de la infantería era invulnerable a los ataques de la caballería, a condición, naturalmente, de que la infantería estuviera suficientemente entrenada. El caballo y el jinete eran rápidos pero vulnerables y eran fácilmente detenidos por una fila de lanzas y escudos. Los estrategas romanos empezaron por reforzar las protecciones del caballo y del caballero en lo que prefigura la imagen de la caballería pesada medieval. Esto forzó la modificación radical del “gladius hispaniensis” por la “spatha” copiada de la caballería germánica. Da la sensación de que la “raza de Roma” se había debilitado: los legionarios se quejaban del peso de la armadura, el casco y el escudo, así pues se sustituyeron por otros más ligeros. El tradicional “pilum” fue sustituido por la lanza de carga, el escudo rectangular se sustituyó por otro ovalado y plano, pero sobre todo, más ligero. Los tiempos en los que diariamente los legionarios cargaban con un pesado equipo de treinta kilos y andaban con él y con sus armas de ordenanza, treinta kilómetros, habían quedado atrás.

¿Qué estaba ocurriendo? Es indudable que en aquel momento se estaban viviendo las consecuencias de la crisis económica que sucedió a la retirada de África y a la pérdida de Britania. No había dinero suficiente para equipar a las tropas necesarias para asegurar el mantenimiento del Imperio. Durante la República, los propios legionarios pagaban a sus expensas su equipo y su armamento, pero eso ya no era posible cuando el Imperio alcanzó las dimensiones que tuvo en tiempos de César o Constantino. En el año en que éste último dividió el Imperio, Roma disponía de 450.000 combatientes, 35 fábricas de material militar distribuidos por todo el Imperio. Los alimentos eran aportados por campos de cultivo y pastos, próximos a los campamentos y gestionados por exlegionarios o por sus hijos. El mecanismo militar parecía rodar sin grandes dificultades. Hasta que Teodosio puso al frente del ejército al alano Estilicón y éste inició el proceso de “barbarización” del Ejército. Las consecuencias fueron dos: se relajó la disciplina (los pueblos bárbaros confiaban más en su bravura individual y en su resistencia física que en el orden de combate o en la capacidad de evolucionar sobre el campo de batalla) y se varió la táctica.

El muro de Adriano se extendía a lo largo de 117 kilómetros desde el golfo de Solway hasta el estuario del Tyne. Estaba compuesto por una muralla de piedra de entre 3,6 y 4,8 metros de altura y de 2’5 a 3 metros de ancho, además de 14 fuertes y 80 fortines, con un foso de protección de diez metros de ancho. Los pictos lograron cruzar esta muralla el 367. Quince años después sería definitivamente abandonada. Era el inicio de la retirada de Britania. Pocas décadas después, irrumpían en la escena los personajes históricos que en la Edad Media se convertirían en los protagonistas del Ciclo del Grial.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

 

06.05.06

“Gladius Hispanensis” contra “Falcata Ibérica”

“Gladius Hispanensis” contra “Falcata Ibérica”

Infokrisis.- En las guerras púnicas chocaron sobre el suelo de la Península Ibérica, dos armas nacidas originariamente en Hispaniae, la Falcata Íbera y el Gladius Hispaniensis. Manejada la primera por los mercenarios íberos que lucharon con Aníbal, la segunda fue adoptada por las legiones romanas. Ambas armas pueden ser consideradas como las primeras muestras de la "tecnologías armamentística" surgida en la Península.

La llamada “falcata ibérica” se incorporó a la lucha de Cartago contra Roma en el curso de la Segunda Guerra Púnica, cuando se incorporaron al ejército de Aníbal, mercenarios íberos con sus armas habituales: hondas para las tropas reclutadas en Baleares y falcatas para los mercenarios íberos reclutados en el sudeste de la Península. Pero una vez en territorio itálico, comprobaron que sus adversarios utilizaban una espada que conocían bien, el Gladius Hispanensis, utilizado por tribus celtas del Norte de la Península y adoptada como espada de ordenanza de las legiones romanas.

Entras las dos armas surgidas de lo más remoto de nuestra antigüedad existen no pocas similitudes y suficientes diferencias como para pensar que ya, en sí mismas, prefiguraron las “dos Españas” que, desde entonces, siguen chocando sus filos. En realidad, lo que algunos han llamado “el drama histórico de España” puede entenderse a partir de las vicisitudes y orígenes de estos dos modelos de armas. Así pues, vamos a revisar primero las características e historias de cada arma y luego intentar extraer algunas conclusiones.

La verdadera fisonomía de la Península Ibérica en el siglo III a. JC

Sobre la Falcata y su historia no puede decirse nada más de lo que ya dijo Fernando Quesada Sanz, sin duda el máximo estudioso de este arma, a la que consagró un volumen publicado por la Diputación Provincial de Alicante (“Arma y Símbolo: la Falcata Ibérica”) en 1992. Es a esta obra y a su autor a los que nos vamos a referir continuamente en las líneas que siguen. Quesada parte de una pregunta verdaderamente misteriosa: “¿Cómo unos íberos y galos de reclutamiento reciente, que combatían a su estilo indígena –supuestamente irregular y guerrillero- pudieron ser colocados por Anibal en el centro de su línea de batalla, justo donde más dura habría de ser la batalla en formación cerrada de infantería pesada?”. Y él mismo da la única respuesta posible: “Sólo si su armamento era el adecuado podía hacerse tal cosa, lo que a su vez sugiere nuevas preguntas sobre la supuesta “ligereza” del armamento de galos e íberos”. El ejemplo de Cannas nos hace caer en la sospecha de que, posiblemente, el pasado no fue tal como nos lo han contado. La imagen creada en nuestro subconsciente por la historia nos induce a pensar que los íberos y los galos combatían anárquicamente y de manera desordenada, prácticamente desconocían cualquier táctica y suplían su falta de conocimientos militares y estratégicos con su mero valor y heroísmo, rayano en la temeridad. La imagen que nos hacemos de los guerreros de la Hispaniae antigua nos los muestra cubiertos con pieles y cascos toscos, capaces solamente de asegurarse la victoria, amparados tras muros inexpugnables o bien en la sorpresa propio del guerrillero. Pero Cannas fue otra cosa. Para salir victorioso de Cannas era preciso disponer de infantería pesada, disciplina y conocer las técnicas de las formaciones de combate. No existen estudios completos sobre las técnicas de combate ibéricas, pero podemos tener la legítima sospecha de que eran, como mínimos tan complejas como las de sus oponentes romanos. De otra manera Aníbal no hubiera hecho bascular sobre ellos todo el peso de la batalla de Cannas. Así pues, hay algo que la historia todavía no nos ha revelado. Damos por sentado que existían tribus íberas cuyos sistemas de combate eran extremadamente sofisticados y, probablemente, superiores a las de los pueblos vecinos del norte de los Pirineos.

Se cuenta, por ejemplo, y más adelante volveremos a ello, que mientras los galos en combate veían como sus espadas se doblaban y mellaban tras los primeros golpes, las espadas íberas, tanto la Falcata como el Gladius eran extremadamente sólidas. Eso deja presuponer una tecnología metalúrgica sofisticada. Se dice que los íberos, para demostrar la elasticidad y resistencia de sus espadas, se colocaban el centro de la hoja sobre la cabeza y conseguían doblarla hasta que la empuñadura y la punta les tocaban los hombros. Si no hubiera sido mediante una tecnología ampliamente sofisticada y mediante conocimientos militares avanzados, como mínimo tanto como los que podían disponer en aquel momento otros pueblos del Mediterráneo, hubiera sido imposible que Tartessos hubiera destacado y dominado durante siglos en una zona estratégica y comercial de primer orden como era Gibraltar y el suroseste de la Península. El hecho de que fenicios, griegos e incluso egipcios, se interesaran por el comercio con los pueblos del litoral peninsular, deja pensar que existían ya gentes con capacidad adquisitiva y un nivel de civilización suficiente como para realizar notables intercambios culturales.

El estudio de los dos tipos de espadas oriundas de Hispaniae nos va a permitir, no solamente conocer un poco mejor nuestro pasado ancestral, sino también y sobre todo, completar la imagen que tenemos de nuestros antepasados. En los combates de la antigüedad, la espada era el arma esencial en los combates. Las legiones romanas lanzaban las dos jabalinas que portaba cada soldado y a continuación atacaban con la espada. Por su parte, las falanges cartaginesas tenían tácticas similares. La espada era, en última instancia, el arma que contribuía a resolver los combates. Es altamente significativo que en el curso de la Segunda Guerra Púnica, las espadas que utilizaron uno y otro bando tuvieran un origen español. Casi veintitrés siglos después, los combates los resuelve fundamentalmente la superioridad aérea, tanto estratégica como táctica, podemos imaginar lo que supondría que los países de la Península Ibérica el ser, durante el período de la Guerra Fría, el suministrador de cazas y bombarderos tácticos a ambos bandos.

Los guerreros íberos al fallecer solían ser enterrados con sus armas para que pudieran seguir combatiendo en el más allá. El nombre de “Falcata” quería decir, precisamente, “compañera” o “bienamada” y era la pertenencia más preciada del guerrero íbero. “Arma sanguine ipsorum cariora” (“las armas eran más queridas que su propia vida”) había escrito Pompeyo Trogo sobre los pueblos de la Península Ibérica. Quesada recuerda que en varias ocasiones diversos distintos ejércitos celtibéricos se negaron a rendirse al exigirles los romanos abandonar sus armas, prefirieron ser aniquilados. Así ocurrió con los íberos al servicio de Cartago, sitiados por Marcio y con Viriato que estuvo a punto de entregarse a Popilio hasta que éste le solicitó las armas; en ese momento reemprendió el combate. El arma era lo que caracterizaba al hombre libre. El celtíbero “prefería morir luchando con gloria a que sus cuerpos desnudados de sus armas fueran entregados a la más abyecta servidumbre”, cita Diodoro Sículo. Por eso, íberos y celtíberos atribuían tanto valor a sus armas y por eso se habían preocupado por hacer de ellas, las mejores armas de la antigüedad.

La Falcata Ibérica

Los arqueólogos e investigadores han convenido que la Falcata era el arma por excelencia de la Península en la Segunda Edad del Hierro. Existen espadas con relativa similitud a la Falcata, pero ninguna igual, por lo que puede deducirse que esta espada fue ideada en nuestro territorio. Su forma es muy particular, fácilmente identificable y perfectamente estudiada para obtener el máximo resultado de cada golpe. Su hoja y su empuñadura son únicas. La hoja ancha y curvada, la empuñadura con la cabeza de animal. Abunda en la Península, especialmente en el Sur-Este, mientras que en el centro y Norte se encuentran habitualmente espadas de hoja recta. No existe ninguna duda de que las espadas curvas eran íberas, mientras que las rectas eran utilizadas por guerreros celtíberos.

Quesada describe así la morfología de la Falcata: “es una espada de mediado tamaño con una longitud media de unos 60 centímetros. Se caracteriza por una hoja ancha asimétrica, con un filo principal y otro secundario, de modo que en apariencia es un tipo de sable corto. La hoja aparece surcada por profundas acanaladuras, ocasionalmente decoradas con damasquinados de plata. Sin embargo, el elemento más característico de la falcata es su empuñadura, típica de un arma cortante, que se curva para abrazar la mano que la empuña y remata en la cabeza de un animal, ave o caballo”.

Al igual que el Gladius Hispanensis, la Falcata está forjada por tres láminas de metal soldadas entre sí. La central es más ancha y su prolongación forma la empuñadura, mientras que las extremas más delgadas. Se han encontrado medio millar de Falcatas en la Península Ibérica y varias decenas en Italia, llevadas por los mercenarios íberos que lucharon con Aníbal. La media de longitud es de 60,2 centímetros. Es pues un arma de infantería; su longitud sería demasiado menguada para poder ser utilizada por la caballería en un momento en el que el estribo todavía no se conocía y cualquier golpe demasiado enérgico que no alcanzara su objetivo podía desequilibrar al jinete. La mayoría de armas encontradas son del siglo IV a.JC., aunque se cree que las primeras armas de este tipo debieron forjarse en los siglos VI-V a.JC y hasta el siglo I a.JC apenas evolucionaron. La mayor concentración de Falcatas se encuentra en la provincia de Alicante y, luego, en la vecina Murcia.

Pero ¿por qué una forma curva de la hoja? El filo principal tiene una forma de “S” invertida con la parte cóncava más próxima a la empuñadura y la convexa hacia el filo. Esto hace que el centro de percusión se encuentre hacia la punta, mientras que el centro de gravedad está hacia la empuñadura, con el resultado de cargar peso sobre la parte del extremo y hacer que los golpes alcancen, por eso mismo, su máxima potencia sin desequilibrarse. El dorso de la hoja, no está afilado y es la parte más gruesa de la hoja. Esta forma de la hoja facilita golpear tanto con el filo como con la punta, siendo una de las pocas espadas que lo permiten.

Lo más sorprendente de la hoja son las acanaladuras que muestra. Algunas espadas tienen acanaladuras muy simples y en otras extremadamente complejas cubiertas de plata y con inscripciones y dibujos geométricos. Se ha discutido mucho sobre el significado y la utilidad de estas acanaladuras. Hoy se sabe que la explicación dada hasta hace poco es errónea. Las acanaladuras no sirven para que penetre aire en las heridas y esto genere gangrena; de hecho, cuando el filo de una espada ha penetrado seis o nueve centímetros en un cuerpo, con un tajo lateral, o bien más de cinco centímetros en un pinchazo con la punta, no hace falta que aparezca la gangrena, la víctima puede considerarse, prácticamente, por muerta. En realidad, las acanaladuras atribuyen a la espada nuevas cualidades físicas y mecánicas: de un lado, el metal que se sustrae a la hoja, hace que su peso total disminuya y de otro, las acanaladuras hacen que aumente la superficie de la hoja y, por tanto, su resistencia a los golpes, tanto frontales como laterales. En otras palabras, aumenta la resistencia y disminuye el peso.

En cuanto a la empuñadura de las Falcatas Íberas evoca la de las antiguas espadas griegas, especialmente cuando tienen formas de aves. Simbólicamente, la espada que silva con el viento, es que tiene alguna relación con el elemento aire y, por asimilación, con las aves. Lo sorprendente de la empuñadura es su pequeñez. Llama la atención e induce a pensar que la mano del íbero no era excesivamente grande. En realidad, la empuñadura está perfectamente estudiada para que todos los dedos, salvo el pulgar, la agarren cómodamente. Además tiene una estructura anatómica que contribuye a mejorar esta característica.

No se sabe mucho de cómo era llevada esta arma antes de los combates. Las vainas que se han encontrado están excesivamente deterioradas como para que nos den una respuesta exacta. Tampoco se sabe si se llevaba en el costado derecho o en el izquierdo, colgada del cinto o con un tahalí. Parece que la mayor parte de las fundas debían ser de cuero con cuatro refuerzos metálicos. En los dos superiores se encuentran las anillas de suspensión y, en algunas, se han encontrado pequeños puñales que se sostendrían con la presión ejercida por el metal sobre el cuero. El extremo estaría rematado por una bola.

A excepción de Bosch Gimpera, quien opina que la Falcata tiene un origen norpirenaico oriental, y habría pasado de los celtas de la Meseta Central a los íberos del Sur y Sur-Este, el resto de los arqueólogos e investigadores opina que se trata de un arma autóctona de origen íbero. En 1944, Bosch Gimpera rectificó algo su posición y afirmó que se trataba de un arma inspirada en los antiguos cuchillos griegos cretenses y minoicos, anteriores a las invasiones aqueas y dorias. La Falcata sería suficientemente similar a la “macharia” griega como para poder afirmarse que era hija de la misma inspiración. Esta arma llegaría a los íberos a través de los etruscos a principios del siglo IV. Otros autores han planteado un origen fenicio de la Falcata y otros han señalado que desde la Edad del Bronce se viene encontrando armas similares en el ámbito de la cultura de Mecenas e incluso en Egipto. Ahora bien, todos estos pueblos pertenecen a la misma familia de pueblos Mediterráneos, anteriores a la llegada de los indoeuropeos, así pues, no hay que extrañarse que existan ciertas similitudes en las armas que utilizaban, en la medida en que su psicología era la misma o muy similar.

Parece poco probable que a partir de las invasiones de aqueos y dorios, espadas con esta forma subsistieran en Grecia. La forma de combate que emanó desde las población de estos troncos indoeuropeos más puros, era en forma de “falange” en formación cerrada y utilizando la lanza como arma ofensiva. En esta formación solamente se recurría a la espada cuando el arma principal, la lanza, quedaba inutilizada. Los griegos y los romanos adoptaron la misma forma de combate y tipos similares de armas: la espada corta para el cuerpo a cuerpo, que mataba con la punta. La “machaira” no servía para esta forma de combate: era excesivamente larga y debía manejarse de arriba a bajo, dejaba durante el momento de asestar el golpe, desprotegida la exila y, además, existía la posibilidad de herir al compañero que combatía detrás. La “machaira” y el “kopis” griegos, eran espadas demasiado largas, adaptadas quizás para el combate sobre caballos, pero no para la formación hoplítica.

La Falcata podía utilizarse tanto de punta como por el filo, al igual que el Gladius Hispaniensis, pero así como la primera se utilizaba “preferentemente” con el filo y solo aleatoriamente de punta, en el Gladius sucedía justamente lo contrario. Ambas espadas eran polivalentes, pero cada una priorizaba determinado tipo de golpe, evidenciando, por otra parte, las características psicológicas de los guerreros que las empuñaban. La táctica del combate determina que la Falcata se utilizada de manera diferente ante cada situación. Mientras que la formación de combate era cerrada, las espadas sobresalían entre los escudos y tendían a herir con la punta al adversario, pero cuando, ya fuera por dispersión y persecución del adversario o bien por derrumbe de las propias líneas, unos guerreros combatían a distancia de otros, el golpe con el filo debía ser utilizado preferentemente.

Fue un arma que abarcó entre cuatrocientos y quinientos años de civilización. Las últimas encontradas se datan en el siglo I a.JC. Cuando la Falcata periclita, el Gladius Hispaniensis goza de su momento de gloria. Está presente en todos los teatros de operaciones, desde Bretaña hasta Palestina y desde la antigua Cartago hasta las fronteras con Germania. Pero en ese tiempo se ha producido un cambio la Península Ibérica. Los últimos rescoldos cántabros de insurgencia han sido incorporados finalmente al Imperio por las legiones de Augusto. De hecho, aquellos combatientes ya no utilizaban la Falcata, sino el Gladio. Los íberos habían sido vencidos y los celtíberos se habían incorporado a la romanidad. La civilización había arraigado en Hispania. El estilo que triunfó era el heredado de los pueblos aqueos y dorios, mucho más el estilo de Esparta que el de Atenas, que, por lo demás, también era común a los romanos de los orígenes. El hecho de que nuestra Hispania fuera incorporado a la romanidad tuvo como consecuencia el abandono de la Falcata, símbolo del vencido, y la adopción del Gladius Hispanensis, como característica del vencedor. Porque, por ironías del destino, la espada del vencedor también había sido diseñada y fabricada en la vieja Hispania.

El Gladius Hispanensis

A lo largo de 400 años, el Gladio fue diestramente manejado por infantes romanos y se dice que causó más muertes que todas las armas juntas en todas las guerras durante la Edad Media. Se afirma también que el Glaudius Hispaniensis es el arma que tuvo en su haber más víctimas hasta la invención de la pólvora. Polibio (VI, 23, 6, 7) escribe: “A este escudo le acompaña la espada, que llevaban colgada sobre la cadera derecha y que se llamaba “hispana”. Tiene una punta potente y hiere con eficacia por ambos filos, ya que su hoja es sólida y fuerte”. El historiador latino está hablando del “Glaudius Hispaniensis”, o “espada hispana”.

Cuando los griegos empezaron a frecuentar la costa mediterránea de la Península Ibérica, al regresar a tu tierra explicaron que Hércules había tenido dos hijos llamados celtas e Iber, de los que descendían los pueblos que habían conocido en el extremo occidental del Mediterráneo, íberos y celtas. Para el mundo clásico –y para nosotros mismos– Hércules está ligado al origen ancestral de Hispaniae o de las Hespérides. Desde aquella remota época, el alma de Hispaniae esta relacionada con el heroísmo y el combate (por Hércules) y con la muerte (al estar situada en el Oeste donde se pone el sol). Es posible que estas concepciones griegas derivasen de la influencia de nuestros primeros visitantes marítimos, los fenicios. Estos debieron introducir el culto a Melkarte, el Hércules fenicio y a Tania, diosa de la guerra. Cuando llegaron los griegos, comprobaron las similitudes entre íberos y otros pueblos del Mediterráneo. Éforo los relacione con los sículos y dice incluso que conquistaron la Península Itálica. Otros explican que la “Magna Iberia” se extiende desde el Ródano y el Garona a las Columnas de Hércules y que colonizaron el Norte de África. Otros autores clásicos emparentan los íberos con los oscos, los etruscos, los ausonios y los ligures.

Cuando aparecen los romanos, las tribus íberas ya estaban mezcladas con las celtas y en amplias zonas de la meseta se había llegado a la fusión. Estas mezclas étnicas, sin duda, generaron las luchas tribales que percibieron los latinos al llegar a nuestra tierra. Pero a pesar de los mestizajes, a los romanos les llamó la atención el que los habitantes de la Península practicaran una especie de culto a las armas, al heroísmo, al honor y a la dignidad, a la guerra y a la muerte en combate.

El Gladius se diferencia de la Falcata en que tiene una hoja bien recta y una punta pronunciada. Mientras que la Falcata solamente tiene corte por el filo principal, el gladio lo tiene por ambos lados y penetración por punción. Polibio añade que la mayor parte de los legionarios iban equipados con el Gladius Hispaniensis que junto con el pilum era su arma reglamentaria. La infantería pesada se protegía con un escudo rectangular alargado y utilizaba el gladio como arma ofensiva.

Los romanos habían adoptado de los indígenas hispanos, no solamente el Glaudio, sino también el capote militar de lana negra y gruesa (sagum), los pantalones (bracae) que, a su vez los celtas habían copiado de los escitas, y la jabalina (pilum). En el año 212 las legiones romanas admitieron, por primera vez a mercenarios de origen extranjero. Se trataba de celtíberos que trajeron consigo sus armas. Los romanos se limitaron a incorporar al gladio su propia empuñadura. Estas espadas constituyeron una gran novedad en las Legiones Romanas. Su punta afilada contrastaba con la que hasta entonces habían utilizado, roma y pensada solamente para cortar, no para pinchar. Esto implicó un cambio radical en las técnicas de combate.

El Gladius Hispaniensis es la versión celtíbera de la espada gala tipo de La Tène I. Los celtíberos de la Meseta Central se limitaron a modificarla añadiéndole diez centímetros más a la longitud de la hoja y realizar otras modificaciones menores en el sistema de suspensión y en la vaina.

Los primeros datos sobre esta espada llegan hasta nosotros a través del historiador griego Polibio que acompañó a Escipión en la mayoría de sus campañas y, naturalmente, en la hispana. Polibio nos habla de una espada “llamada iberiké” de cuyas características cita la “punta potente y que hiere con eficacia por ambos filos”. No cabe duda que está hablando al Gladius Hispaniensis. Algo más adelante la compara con la espada gala de la que dice que “hiere solo de filo”. Polibio, añade: "Se ha notado ya que, por su construcción, las espadas galas (machaira) sólo tienen eficaz el primer golpe, después del cual se mellan rápidamente, y se tuercen de largo y de ancho de tal modo que si no se da tiempo a los que las usan de apoyarlas en el suelo y así enderezarlas con el pie, la segunda estocada resulta prácticamente inofensiva. [...] Los romanos entonces acudieron al combate cuerpo a cuerpo y los galos perdieron en eficacia, al no poder combatir levantando los brazos, que es la costumbre gala, puesto que sus espadas (xiphos) no tienen punta. Los romanos, en cambio, que utilizan sus espadas (machaira) no de filo, sino de punta, porque no se tuercen, y su golpe resulta muy eficaz, herían, golpe tras golpe, pechos y frentes, y mataron así a la mayoría de enemigos" (Polibio, 2, 33). César, décadas después, mantendrá el secreto de la forja de las espadas romanas para evitar que los galos pudieran copiarlo. Al parecer, entre el relato de César “La Guerra de las Galias” y el tiempo en que Polibio acompañaba a Escipión en sus campañas, los galos no habían sido capaces de mejorar su tecnología de la forja.

En la Suda Bizantina, escrita en el siglo X, se coincide con lo expuesto por Polibio, pero se añaden unos datos preciosos: "Los celtíberos difieren mucho de los otros en la preparación de las espadas. Tienen una punta eficaz y doble filo cortante. Por lo cual los romanos, abandonando las espadas de sus padres, desde las guerras de Aníbal cambiaron sus espadas por las de los iberos. Y también adoptaron la fabricación, pero la bondad del hierro y el esmero de los demás detalles apenas han podido imitarlo".

Tito Livio realiza alguna referencia a la “espada hispana”: "Los galos y los hispanos tenían escudos casi iguales; sus espadas eran distintos en uso y apariencia, las de los galos muy largas y sin punta". (Liv. 22,46,5). Y, aún existe otra referencia en la que alude al efecto que esta espada causaba entre los macedonios hacia el año 200 a. JC: "acostumbrados a luchar con griegos e ilirios, los macedonios no habían visto hasta entonces más que heridas de pica y de flechas y raras veces de lanza; pero cuando vieron los cuerpos despedazados por el Gladius Hispaniensis, brazos cortados del hombro, cabezas separadas del cuerpo, truncada enteramente la cerviz, entrañas al descubierto y toda clase de horribles heridas, aterrados se preguntaban contra qué armas y contra qué hombres tendrían que luchar". (Liv.31,34).

Existieron distintos tipos de Gladios en función de los lugares en donde se han encontrado restos o de su procedencia. El mas antiguo de todos ellos es el “Gladius Hispaniensis”, a partir del cual fueron realizadas las distintas variantes posteriores, la más antigua de las cuales era el modelo “Mainz”. Su hoja llegaba a los 55 centímetros de largo por 7’5, como máximo, de anchura. Sus filos no eran completamente rectos y hacia la mitad de la hoja, mostraba un estrechamiento y su punta era larga. Inicialmente se creyó que éste modelo era el verdadero, ya que era una reproducción del modelo que las legiones conocieron en sus primeras incursiones en Hispaniae. Durante el siglo I d.C. el Gladius se estilizó. Los bordes de la hoja se hicieron rectos y la punta menos pronunciada. Ésta fue la espada de las legiones de Trajano. El “Fulham” era algo más estrecha, apenas cinco centímetros, y sus lados eran completamente rectos, salvo un ligero ensanche en la parte más próxima a la empuñadura. Finalmente, el tipo “Pompei”, tenía los filos completamente paralelos y la punta ligeramente más corta que los modelos anteriores. En los tres casos, la sección de la hoja era romboidal, sin acanaladuras.

El procedimiento de fabricación consistía en formar el alma de la hoja con acero bajo en carbono, mientras que los filos eran altos en carbono. La hoja se unía a la empuñadura mediante un vástago que se recubría con una cacha anatómica y con un clavo decorativo en el extremo. Se llevaban en el interior de una guarda, colgadas del lado derecho por una correa de cuero (tahalí) de 1,25 a 2,5 centímetros de ancho. La vaina disponía de cuatro anillos para colgarla de la correa. En los primeros momentos, la “Mainz” se colgaba del cinturón y la vaina tenía solamente dos anillos para fijarla.

Era un arma diseñada para perforar con su hoja de 60 centímetros de largo. Los maestros de armamento romanos habían comprobado que un corte con el filo de la espada no era necesariamente mortal, salvo que alcanzase algún punto vital del cuerpo y, ni siquiera era seguro que dejara fuera de combate, en cambio, bastaba con una penetración de cuatro o cinco centímetros con la punta para que la herida fuera, especialmente en el abdomen, casi siempre, mortal y, como mínimo dejara fuera de combate al adversario.

Además de su cualidad punzante, la sección romboidal del Gladio le confería una extraordinaria solidez y estabilidad. Esta espada demostró siempre su eficacia en el combate cuerpo a cuerpo y a distancia corta. La técnica de lucha con esta espada era muy simple. El infante debía estar protegido por el escudo con el que paraba los golpes de la espada del adversario, esperando encontrar el momento para clavar la punta del Gladio en el flanco descubierto o en el abdomen. Esta espada evitaba los largos movimientos de arriba abajo o transversales, que dejaban instantes de vulnerabilidad, sustituyéndolos por movimientos de atrás a delante. Evidentemente, se trataba de un arma ofensiva que servía muy poco en caso de defensa estratégica. Las mortandades que causó en Cannas y, ya manejada por los legionarios romanos, frente a los macedonios, atestiguaron su extraordinaria efectividad en el combate. Los romanos vieron como en los primeros choques con los celtíberos, su escudo era perforado por los soliferrum, tras lo cual el enemigo desenvainaba su espada corta y cargaba protegido por un escudo de origen celta. En una economía de esfuerzos excepcional, el único movimiento que realizaba el guerrero era mover el brazo perpendicularmente al cuerpo, hacia delante. El armamento romano, en esa época, estaba pensado para golpear al enemigo, pero al alzar la espada dejaba a cubierto su flanco, momento en el cual era atravesado por el Gladio.

El Gladio desorientó inicialmente a los legionarios romanos al llegar a Iberia; jamás habían encontrado una forma de lucha igual en sus anteriores campañas y, después de los primeros combates se convencieron de su superioridad. A raíz de estas experiencias, el Senado Romano decidió adoptarla como espada de ordenanza en sustitución de la espada griega hoplítita. Manejadas por los expertos infantes españoles en sus guerras contra Roma, estas formidables armas causaron tal terror en los legionarios romanos que el Senado decidió adoptarla como arma estándar en el equipo romano sustituyendo a la espada griega de hoplita. El genial pragmatismo romano logró superar esta táctica incorporando el escudo samita a la defensa del infante. Éste escudo era de mayor tamaño que el celta y ofrecía una mayor protección.

A pesar de que la palabra Gladio y Gladiador tengan la misma raíz fonética, no era la espada utilizada habitualmente por los combatientes del Circo. Estos utilizaban una espada extremadamente corta, de apenas 30 centímetros. El ciclo del Gladius Hispaniensis llega desde la Segunda Guerra Púnica hasta que se generalizaron los enfrentamientos con las tribus germánicas y las modificaciones de la estrategia romana hicieron que aumentara la importancia de la caballería. Para las unidades a caballo era preciso disponer de una espada más larga. Esta resultó ser la “spatha” copiada directamente los enemigos germanos y de la que deriva el término espada. La spatha tenía entre 70 y 100 centímetros de hoja y se generalizó en el siglo II para las unidades de caballería y a partir del IV también para la infantería. La spatha permitía el combate a distancia e intentar derrotar al enemigo mediante el tajo y no solamente con la punta. La spatha subsistió al hundimiento del Imperio Romano y modelos evolucionados se encuentran entre los vikingos del siglo IX a XI. Se suele aceptar que la spatha es un producto de la evolución que va del Gladius Hispaniensis a la espada medieval.

Metafísica de las dos espadas

Con relativa seguridad podemos reconocer en el Gladius Hispaniensis una espada de origen celtíbero o la evolución de una espada de origen celta, mientras que la Falcata es un arma utilizada por los pueblos íberos. En el estado de nuestros conocimientos parece poderse afirmar que mientras los pueblos íberos procedían del Norte de África y eran pueblos específicamente mediterráneos de los mismos troncos étnicos que minoicos, cretenses, etruscos o pelasgos, los celtas pertenecen al mundo indo-europeo. Al tratar de interpretar los datos facilitados por la hematología ya aludimos a la contradicción esencial entre ambos tipos de pueblos que se manifiesta incluso en la forma de las dos armas.

Los pueblos mediterráneos practicaban el culto a la Gran Madre, a la diosa, y eran fundamentalmente telúricos y lunares. Inevitablemente, la Falcata Ibérica ha sido comparada a las espadas de tipo asimétrico cuya forma evoca precisamente al perfil de la luna en creciente. Por su parte, los pueblos indo-europeos practicaban los cultos masculinos, viriles y solares. Cabré, arqueólogo español que dedicó algunas páginas al Gladius Hispaniensis, quiso ver en esta espada una prolongación del brazo elevado y con la palma extendida con el que los celtíberos saludaban al sol.

No se trata solamente de su origen, sino de cómo se incorporaron estas almas al gran conflicto en el mundo antiguo. La Falcata terminó incorporándose a los ejércitos cartagineses que penetraron en la Península Itálica durante la Segunda Guerra Púnica, mientras que el Gladius Hispaniensis se incorporó a las legiones romanas. En la lucha entre Roma y Cartago, el mundo antiguo vio el gran choque entre dos concepciones del mundo irreductiblemente opuestas entre sí. Los cartagineses, adoradores de Tanit y de Astarté, potencia comercial puesto al servicio de los intereses de la oligarquía comerciante, potencia naval por excelencia, fueron, finalmente batidos por los adoradores de Apolo y de Zeus, imperio político puesto al servicio del impulso civilizador, potencia continental. El enfrentamiento entre Tierra y Mar, entre Política y Economía, entre diosas telúricas y dioses solares, entre comerciantes y guerreros, se saldó con la victoria de Roma.

Sobre el territorio de la Península Ibérica, estas dos armas, Gladius Hispaniensis y Falcata Ibérica, diseñadas con dos concepciones diferentes para el combate, son, en última instancia, la prefiguración del drama de este país: en la más remota antigüedad, ya existieron “dos Españas”.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

Anexo: Sobre el valor de la espada según el “Boewulf”

“Toma estos tesoros, tierra,

ahora que nadie viviente puede disfrutarlos,

fueron tuyos, en el principio;

permite que regresen.

La guerra y el terror han aniquilado a mi gente,

cegado sus ojos al placer y a la vida cerrada

la puerta a toda alegría.

Nadie queda para empuñar esas espadas y pulir esas copas enjoyadas;

nadie guía, nadie sigue.

Esos cascos forjados, adornados con oro, se enmohecerán y quebrarán;

las manos que deberían limpiarlos y pulirlos están detenidas para siempre.

Y esas cotas de malla, probabas en combate,

en un tiempo en que las espadas golpeaban

y sus hojas mordían los escudos y a los hombres,

se oxidarán como los guerreros que las poseyeron.

Ninguno de esos tesoros viajará a tierras distantes, siguiendo a sus Señores.

El brillante sonido del arpa,

el halcón que cruza la sala sobre sus alas ligeras,

el garañón pateando en el patio… todos muertos, criaturas todas

las razas, y sus dueños, arrojados a la tumba”.

Roma Vincit. Historia, organización, estrategia y papel de la Legión Romana

Roma Vincit. Historia, organización, estrategia y papel de la Legión Romana

Infokrisis.- Como continuación a nuestros artículos sobre la guerra, las FFAA y la historia militar, ofrecemos este trabajo sobre la Legión Romana, su organización, su génesis, su estrategia y su papel en la sociedad romana. En tanto que europeos mediterráneos somos hijos de la vieja Roma y Roma se hizo al filo de la espada. Por primera vez milicia y civilización caminaron juntos.


I. Introducción

No hubo en la historia un choque antigua un choque tan violento y sin piedad como el que tuvo lugar entre Roma y Cartago.

Ese gran conflicto se inició en las tierras de Hispania.

El “casus belli”, la excusa para desencadenar la II Guerra Púnica que decidió el destino del mundo antiguo, fue Sagunto.

En el 508 a.C, Cartago había firmado su primer tratado con Roma. Una de sus cláusulas impedía a Roma y a sus aliados (los masaliotas de la actual Marsella) navegar más allá de Cartagena. Al Sur de este enclave, las costas de Hispania quedaban en manos de Cartago, mientras que Roma y Masalia podrían establecerse al norte de ese punto.

Pero en el 265 a.C, los romanos habían expulsado a los griegos de la península itálica y se sentían lo suficientemente fuertes como para ampliar sus dominios.

Fue entonces cuando se produjo el primer choque con Cartago, entonces dueña de Sicilia, Cerdeña y Córcega.

En el 264 los cartagineses ocuparon Mesina y sus habitantes solicitaron ayuda a Roma. Fue el inicio de la Primera Guerra Púnica que culminó con la ocupación romana de las islas mediterráneas. Un pequeño conflicto comparado con la Segunda Guerra Púnica iniciada en el 229 a.C en territorio hispano.

El nuevo tratado firmado entre Roma y Cartago prohibía a los cartagineses pasar de la orilla del Ebro. Pero Roma tenía al sur de esa línea, una ciudad aliada, Sagunto.

Los saguntinos se sintieron amenazados por los turdetanos (situados en el territorio de la actual Teruel) y pidieron ayuda a Roma.

El senado cartaginés confió a Aníbal sus posesiones en España. Éste, ocupó la Meseta Central en busca de tropas mercenarias para su campaña contra Roma. El joven general, Aníbal era el primer cartaginés en advertir que la guerra con Roma volvería a ser inevitable. Buscó tropas mercenarias en Hispania y extendió los dominios de Cartago a la Meseta Central.

Cuando logró mercenarios suficientes, atacó Sagunto. Entre marzo y noviembre del 218 a.C, la ciudad fue asediada.

El propio Aníbal fue herido ante los muros de Sagunto y utilizó máquinas de guerra para destrozar la muralla, piedra a piedra. Pero, en el interior, los saguntinos construían con los restos de las viviendas, otros muros, que progresivamente, eran ganados por los cartagineses, hasta que, finalmente, el anillo defensivo quedó reducido a la mínima expresión.

Los jefes de la ciudad quemaron sus tesoros y sus casas, con sus familias dentro y lucharon hasta el último hombre. Los pocos supervivientes fueron esclavizados.

Roma, entonces, declaró la guerra a Cartago.

Buena parte de la Segunda Guerra Púnica se libró en España y, cuando concluyó, Roma incorporó una nueva provincia a su imperio.

II. La primera guerra geopolítica

La victoria la Segunda Guerra Púnica, dio a Roma el control del Mediterráneo.

Los romanos habían percibido que Cartago era la antítesis su idea de civilización. Mientras que el imperio del Sur, adorada a Tanit y Astarté, a la Gran Diosa, los cultos romanos eran fundamentalmente masculinos, viriles y solares. Mientras que Cartago era un imperio comercial, Roma atribuía una mayor importancia al Estado y a la “grandeza de Roma”. Cartago era, en definitiva, una potencia marítima y Roma se fue confirmando como una potencia terrestre.

Nunca antes en la historia se había percibido con tanta nitidez la contradicción entre la tierra y mar. Solamente en la lucha entre Atenas y Esparta se insinuaron estos contenidos que luego volvieron a aparecer una y otra vez en la historia: Inglaterra contra Rusia en Crimea, Japón contra Rusia, Alemania contra Inglaterra en la I Guerra Mundial, EEUU contra Alemania en la II Guerra Mundial, la URSS y EEUU en la Guerra Fría... Siempre tierra contra mar, la contradicción más explosiva que pueda imaginarse.

Hoy, la geopolítica define el destino de las naciones: ha habido guerra en Afganistán y en Irak, como la hubo en Vietnam, solo por razones geopolíticas.

Los romanos no habían formulado las leyes de la geopolítica, pero consiguieron adquirir un sexto sentido para percibir las necesidades geopolíticas de su imperio.

César desarrolló el concepto de “espacio geopolítico”, renunciando a la expansión fuera del marco mediterráneo y deteniendo a sus legiones ante los bosques de Germania. Esta cualidad, por el contrario, no había estado presente en otro gran general, Alejandro Magno, que, de victoria en victoria, abandonó el espacio geopolítica de Hélade y llegó a las puertas de la India, pero, al salir de él, su imperio fue inestable y no pudo resistir su muerte. El imperio de César, por el contrario, se prolongó casi cuatro siglos más.

Roma tuvo una visión de Estado y una voluntad de Imperio, que no estuvo presente en las ciudades griegas.

Pero había otra superioridad. La Legión Romana.

III. La aportación romana a la ciencia militar: la Legión Romana

Hasta la irrupción de la legión romana, la falange política griega era la unidad militar más sofisticada del mundo antiguo. Roma dio a la ciencia militar la idea y la organización de la legión, unidad más flexible adaptable a distintos escenarios y con capacidad para transformar su táctica de combate en pocos minutos.

La falange hoplítica espartana y macedónica, actuaba como un mazo, pesado pero lento. Su orden cerrado impedía la rapidez de movimientos, e incluso en caso de victoria, no estaba adaptada para perseguir al enemigo. A medida que la falange política fue creciendo en efectivos y, en especial, en el período macedónico, esos problemas fueron agravándose.

Los hoplitas espartanos, tras el choque frontal en el que el peso del combate correspondía a las alas formadas por infantería pesada, lograban desbordar al enemigo, pasaban del “orden profundo”, al “orden delgado”, abrían sus líneas y se desplegaban, aumentando la capacidad de envolvimiento. Pero esta maniobra producía, inevitablemente, y a pesar de haber sido miles de veces ensayada, una confusión que retrasaba la persecución y permitía al enemigo huir.

La Legión Romana era mucho más adaptable y pasaba con facilidad del orden apretado al expandido, del mazazo inicial ofensiva, a la maniobra de envolvimiento. Además, la caballería ligera romana daba a la legión más rapidez de maniobra.

En el curso de las batallas, los arqueros a caballo, se desplazaban de un extremo a otro del frente de combate y ablandaban al enemigo disparando miles de flechas que le impedían concentrarse ante el ataque de la infantería.

Esto favorecía el que, mientras que en la batalla protagonizado por los hoplitas espartanos, el choque fuera frontal, los legionarios perfeccionaran mucho más las tácticas de combate, atacaran, no en pesadas formaciones de diez mil hombres, cubriendo algo más de un 2500 metros, sino en unidades pequeñas, extremadamente pesadas, protegidas por los famosos escudos rectangulares y dotados de una diversidad de armamento que les permitía combatir a distancia con los venablos, asaltar posiciones fortificadas (mediante la célebre “tortuga”) o combatir cuerpo a cuerpo utilizando el famoso Gladius Hispanensis.

Los grandes generales romanos, pragmáticos hasta el final, fueron maestros de la táctica.

Fueron los romanos quienes entendieron la importancia de la ingeniería en el desarrollo de las guerras.

Quienes disciplinaron a sus tropas, no solo en el arte del combate, sino en la construcción de fortificaciones y campamentos que, no solo fueron verdaderas ciudades, sino que, muy frecuentemente, constituyeron el germen de futuras grandes urbes.

La Legio VII Gémina, formada por Galba y compuesta por legionarios hispanos, tras servir con gloria al Imperio en las campañas de Panonia y sostener a Vespasiano, regresó a sus cuarteles de invierno en el año 74. Hoy, el puesto de mando de la VII Gémina se recuerda todavía con una columna central desde la que irradió la ciudad de León.

La estructura organizativa de la legión fue variando a lo largo del tiempo. Durante la época de los reyes míticos de Roma, la capital del futuro imperio y sus concepciones militares se parecían mucho a las de Esparta. El rey Servio Tulio dividió a los ciudadanos en seis categorías, según su patrimonio familiar.

Los de primera clase, constituían la infantería pesada romana. Sus ingresos debían ser de 100.000 ases. Estaban provistos de casco de bronce, loriga metálica, grebas, escudo de bronce redondo, lanza y espada. Por debajo tenían a los ciudadanos con fortunas por encima de los 75.000 ases; su escudo era rectangular revestido de piel, armados de lanza y espada. La tercera línea de aquella época estaba formada por ciudadanos con ingresos de 50.000 ases; el equipamiento era similar al anterior pero sin grebas que protegieran las pantorrillas ni loriga. La cuarta clase era importante: solía abrir los combates; era la infantería ligera; sus ciudadanos poseían fortunas de 20.000 ases; hostigaban al enemigo en el inicio de la batalla, lanzaban sus venablos y se retiraban induciendo a ser perseguidos en determinada dirección donde chocarían con la infantería pesada o serían envueltos por la caballería ligera; manejaban dos jabalinas y evitaban el combate cuerpo a cuerpo. La quinta clase, los ciudadanos cuyas fortunas eran menores, estaban encuadrados en los servicios auxiliares, llevaban las máquinas de guerra, las construían y las mantenían; no participaban en los combates, pero su papel era importante: de ellos dependía la intendencia, el aprovisionamiento y la logística.

Existía una aristocracia militar en aquella primera época: la de los ciudadanos cuyas fortunas eran superiores a los 100.000 ases, que constituían la caballería romana, provista de un anillo identificativo, armados con espada, lanza de carga y grebas protectoras.

En realidad, esta organización era similar a la espartana: los ciudadanos con más medios, eran los que arriesgaban más, por tanto, servían en los lugares más peligrosos y difíciles. La riqueza hacía aumentar las responsabilidades en la defensa de la comunidad. Esta tradición se mantuvo incluso en la Edad Media, en el sistema feudal, cuando, los más altos escalones de la jerarquía social, implicaban los más altos deberes, riesgos y obligaciones.

Había en este sistema organizativo algo comunitario. Las clases sociales pasaban a segundo plano. Los escalones más bajos de la sociedad, tenían cometidos importantes. La maquinaria militar no funcionaba si no se cavaban trincheras o se servían piedras a las catapultas, los asaltos hubieran sido inútiles si los arietes blindados no hubieran sido arrastrados hasta la puerta misma de las ciudades enemigas. A la hora de la verdad, el combate era resuelto por la infantería pesada o la caballería ligera romana. A ellos, a los más poderosos, correspondía el cuerpo a cuerpo, el choque directo y la resolución de la batalla. Difícilmente podríamos hablar aquí de “lucha de clases”. Todas las clases luchaban por lo mismo, en aquella época ruda y tosca: la “grandeza de Roma”.

Al igual que en Esparta, y que en todas las potencias “terrestres”, la idea del Estado era anterior y superior a los individuos que lo componían. Lo individual no tenía valor, se subordinaba a lo comunitario. La personalidad era considerada una máscara sin gran importancia. La mañana en la que el divino Augusto sintió morir, le dijo a su esposa: “He cumplido bien mi papel; ahora abandono la escena”. Antes de Augusto, todo el mundo romano experimentaba esa misma sensación. Roma era anterior y superior a cada uno de los romanos, por distinguidos que fueran.

En las guerras púnicas quedó de manifiesto la superioridad de Roma sobre Cartago. Mientras que los Bárcidas fueron, sin excepción, geniales y heroicos jefes de las batallas, debieron recurrir casi siempre a mercenarios que, frecuentemente, desertaban o, simplemente, se unían al enemigo. Los rehenes que mantenían los cartagineses para asegurarse la fidelidad de estos mercenarios, finalmente, aumentaba su inestabilidad.

Cuando en el 218 a.C, Aníbal cruzó los Pirineos, 3000 carpetanos desertaron en bloque y regresaron a sus hogares. Estaban dispuestos a pelear por una paga, pero no a llegar tan lejos de su tierra natal. Aníbal fingió haberlos despedido, para evitar que se extendiera la desmoralización, pero antes de acampar en Elna –ya en el Rosellón- licenció a otros 7000 hispanos de cuya fidelidad cabía dudar.

De todas formas, los honderos baleares, llegaron hasta las puertas de Roma con Aníbal y se han encontrado inscripciones íberas de aquella época que confirman la importancia de los mercenarios hispanos en el ejército cartaginés. [ver obra de Hübner, Monumenta Linguae Iberica, inscr. XLII, tumba en las cercanías de Metauro].

Roma no contó sino hasta muy avanzado el Imperio, con mercenarios y prefirió un ejército fiel y regular identificado con los ideales que les llevaban al combate. A partir de la implantación de la República, Roma mantuvo cada año a dos legiones en pie de guerra, movilizables en cualquier momento.

Cuando Roma estuvo madura, el último rey de Roma, Tarquinio fue expulsado por una revuelta popular y se estableció la República. Pero Tarquinio conspiró con el poderoso rey etrusco y sitió la capital. En aquel episodio se produjeron los primeros hechos heroicos de la élite romana: Horacio Cocles, defendió en solitario ante el ejército etrusco, el único puente que cruzaba el Tíber, dando tiempo a que, tras él, los ciudadanos romanos lo destruyeran. Mucio Escévola, en la primera operación de comando conocida por la historia, se infiltró en el campamento etrusco y liberó a las mujeres rehenes.

En las décadas siguientes, la poderosa Etruria sería destruida por completo y de ella no ha quedado ni rastro del idioma.

El carácter guerrero de la República queda afirmado en su más alta institución: los dos cónsules, elegidos anualmente, cuya tarea principal era la defensa de la ciudad y el mantenimiento del ejército. Cada Cónsul tenía a su mando una legión de 4500 hombres. A pesar del sistema representativo romano, los cónsules constituían el mando efectivo de la República. La corta duración de su mandato y la existencia de otras instituciones, impedían las dictaduras. No había posibilidad de ampliar el plazo de gobierno de los cónsules o repetir mandato.

Pero en casos de extrema gravedad, la república preveía la posibilidad de elegir un “dux bellorum”, el jefe de las batallas, que, frecuentemente se ha identificado con dictadores, pero cuyo mandato apenas duraba seis meses; tras haber resuelto la crisis, dimitía.

Para proteger a la plebe de las arbitrariedades de los cónsules en tiempo de guerra, se creó la figura del Tribuno de la Plebe.

Con el tiempo, la legión romana se fue modificando y perfeccionando. Al dejar atrás el período mítico y entrar en la historia con el establecimiento de la República se produjo una mutación en la estructura de la Legión Romana. Por primera vez, en el 272, frente a Tarento, los legionarios de Roma se enfrentaron con las falanges griegas de Pirro, reforzadas con elefantes.

El Dictador Marco Furio Camilo, abordó la reforma del ejército que había dejado de ser la punta de lanza de una pequeña ciudad guerrera y se había convertido en el sostén de un país en expansión. A partir de entonces, ya no era necesario solamente “un” ejército, sino una multiplicidad de unidades de combate eficaces y capaces de combatir en distintos frentes.

Estas reformas sitúan a Roma en las puertas de la I Guerra Púnica. Su pieza clave es la legión. Su unidad mínima de combate, el manípulo.

Plutarco describe el origen del manípulo: era un haz de heno atado a lo alto de un lanza que servía a cada unidad de cien hombres –centuria- como referencia para reconocer donde estaba el jefe y, por tanto, el centro del combate.

El equipamiento vació. Se generalizó el escudo oblongo, se adoptó como espada de ordenanza el Gladius Hispanensis que ya había mostrado su eficacia derrotando a Pirro, y el “pilum”, o lanza arrojadiza, se aligeró y mejoró. Apareció, por primera vez, la legión estructurada por cinco mil guerreros, con una jerarquía precisa: comandante supremo, tribuno militar, maestre de caballería y centuriones, que, se transformarían en la pieza clave del dispositivo táctico de combate.

A partir de Marco Furio Camilo aparece el campamento militar romano con la mayoría de sus características: rectangular, protegido por un talud defensivo y una empalizada de madera.

Aparecen también las primeras máquinas militares cuya técnica habían aprendido de los griegos vencidos. Roma entiende que la velocidad en el desplazamiento de las tropas, si es superior a la del enemigo, es la garantía de la victoria. Por eso, dota a las legiones de ingenieros capaces de planificar caminos, tender puentes, construir fortificaciones y diseñar máquinas de guerra adaptadas a cada circunstancia concreta.

Pero, sobre todo, en ese período, la Legión Romana se dota de su principal arma: la disciplina de hierro que hace que actúe como un solo hombre, borra las individualidades y queda reforzada por el uniforme.

Roma dispone así de un ejército profesional. Sus ciudadanos, como antes los de Esparta, debían obligatoriamente servir en el ejército durante un largo período. Recibieron por primera vez una paga de la República. Es apenas una paga reducida que les permite comprar equipo. La manutención corre a cargo del Estado. Más adelante, tras las guerras púnicas, el legionario cobrará un salario más alto que hará atractiva la milicia.

Las condecoraciones individuales, los honores colectivos a las legiones victoriosas, el reconocimiento de su heroísmo, mediante títulos, suponían incentivos morales que prestigiaban a los legionarios, a sus unidades y a sus comandantes: la VII Gémina fue honrada por Septiminio Severo con el título de Pía Félix, la VIII Augusta que combatió en Britania y en el Danubio recibió el título de Pia Fidelis Constans, idéntico al que honró a la Legio II Trajana por sus victorias en la frontera del Rhin.

Una simple vara de vid era el distintivo del mando del centurión.

La turma de caballería, formada por tres decurias, con un total de 30 jinetes era la unidad de intervención rápida. Cada legión contaba con trescientos jinetes.

La estrategia de la batalla protagonizada por la legión manipular seguía siendo muy sencilla: los “vélites”, armados con venablos, escudo redondo y espada corta, hostigaban al enemigo y le provocaban, cuando se producía el choque, entraban en combate las primeras líneas de “hastati”, infantería ligera. Era muy posible que estas primeras líneas derrotaran al enemigo, si no lo hacían, entraba en acción la infantería pesada, los “princeps”, que esperaban al enemigo con la pierna izquierda adelantada, protegida por greba y la lanza larga apoyada en tierra, protegidos por un escudo rectangular. Si no lograban perforar la línea enemiga, se retiraban lentamente y dejaban paso a los “triarios”. En el lenguaje militar romano, la frase “llegar a los triarios” indicaba que la batalla estaba teniendo dificultades superiores a las previstas.

La lectura de Tito Livio indica que la Legión Romana, en ese período, pasó a combatir en pequeñas unidades muy coherentes y cohesionadas, con cierto nivel de autonomía táctica y dejó de ofrecer un frente compacto al estilo de la falange griega.

Los escudos de bronce y las pesadas armaduras tomadas de los etruscos desaparecieron y la legión ganó en agilidad y capacidad de movimiento.

Esta estructura militar dio a Roma el control de la península itálica; consiguió doblegar la potencia etrusca; dio la victoria a los estandartes con la loba capitolina en las tres guerra sammitas que les otorgaron el control de los Apeninos y del norte del Adriático y consiguió expulsar a los helenos del sur de Italia, derrotaron a los galos de Breno que había conseguido ocupar Roma, salvo el Capitolio donde se reorganizó la resistencia y destacó, una vez más, Furio Camilo; y, finalmente, contra Pirro, rey del Epiro.

En la batalla de Beneventum, Pirro fue derrotado finalmente, cuando los legionarios aprendieron a soportar el embate de los elefantes. Después de resultados inconclusos, Pirro fue recordado por la historia gracias a los resultados inconclusos de sus victorias y al elevado coste de las mismas: “victorias pírricas”.

Con el control de la península itálica concluía otra fase en la historia de Roma. Ahora quedaba el dominio del mediterráneo y el choque decisivo con Cartago.

La I Guerra Púnica se resolvió con un choque entre las flotas romana y cartaginesa. Los romanos habían apresado a una nave de guerra de Cartago y copiaron en todo su estructura, añadieron un puente de abordaje en la proa. En apenas 60 días construyeron 120 quinquerremes y entrenaron a sus tripulaciones en tierra. En la batalla de Mylae, la escuadra cartaginesa resultó sorprendida primero y deshecha después. Cartago abandonó Sicilia y Roma, aprovechando su debilidad, se hizo con Córcega y Cerdeña.

Pero el choque definitivo tendría lugar treinta años después a causa de la floreciente ciudad de Sagunto, situada en tierra cartaginesa, pero aliada de Roma, cuyo socorro pidió al sentirse amenazada por los turdetanos, tribus que poblaban la actual Teruel.

Roma resultó sucesivamente derrotada en su propio territorio en el Tesino, luego en el lago Trasimeno y en las orillas del río Trebia y, particularmente, en Cannas.

Mientras Aníbal seguía una guerra de aniquilamiento, Roma practicó una guerra de desgaste.

La contraofensiva romana fue sorprendente: evitó durante años el enfrentamiento frontal y envió legiones a teatros secundarios con la intención de cortar las líneas de abastecimiento de Aníbal. Hispania fue uno de esos teatros.

El general cartaginés mantuvo sus posiciones en la Península, pero, finalmente, al no poder estimular la revuelta de los pueblos itálicos y al resultarle imposible recibir refuerzos, se vio obligado a emprender la retirada. Aníbal no había perdido ni un solo choque en suelo romano, pero su desgaste fue continuo e insoportable.

Para colmo, Roma, con Aníbal inmovilizado en su territorio, decidió atacar Cartago. La batalla decisiva tuvo lugar en Zama Regia. Escipión Africano, utilizó contra él la misma estrategia que Aníbal practicó en Cannas y que le llevó a la victoria. Ataque frontal y envolvimiento por las alas guarnecidas por la infantería pesada de los Triarios.

A partir de ese momento y de la posterior victoria sobre Filipo V de Macedonia, Roma pudo llamar con propiedad al Mediterráneo, “Mare Nostrum”.

El ejército romano en esa época se adaptó, una vez más, a las necesidades de los desafíos que tenía ante sí. El historiador griego Polibio, amigo íntimo de los Escisiones y que frecuentemente los acompañaba en sus expediciones, nos facilita una información exhaustiva sobre la organización de las legiones y sus campañas en el Libro VI de sus “Historias”. En otro de sus libros pormenoriza la destrucción de Numancia y describe las máquinas de guerra utilizadas por las legiones.

Gracias a Polibio sabemos cómo se reclutaban los legionarios. Debían servir en el ejército un mínimo de 16 años los legionarios de infantería y de 10 los de caballería. En caso de necesidad el servicio militar podía durar hasta 20 años. No se podía ocupar ningún cargo público si no se había cumplido el servicio militar.

El día en que se convocaba asamblea popular para organizar el ejército, debían asistir todos los ciudadanos varones de entre 16 y 46 años. Los tribunos, divididos en cuatro grupos, uno por cada una de las 4 legiones que debían reclutarse, elegían por turno un hombre a la vez hasta completar los 4.200 hombres por legión.

Luego se juraba lealtad a la República y obediencia a los mandos. Se fijaba el día y el lugar en el que debían presentarse sin armas. Los tribunos seleccionaban a los más pobres y jóvenes para formar los “vélites” y los “hastati”. Luego, los hombres en lo mejor de su edad (23-33 años) formaban los “príncipes” y los más mayores, eran los “triarios”.

A continuación se iniciaba el entrenamiento militar, si bien es cierto que los niños romanos, desde los diez años, empezaban a practicar ejercicios militares, tal como habían hecho los adolescentes espartanos.

En esa época la cadena de mando del ejército estaba formada por el Cónsul a la cabeza, le seguían los 6 tribunos de cada legión y los 60 centuriones de los 30 manípulos, además de los treinta decuriones de la caballería ligera.

La instrucción era dura. Se aprendía a manejar la espada ante una estaca clavada en el suelo. La ciencia militar romana sostenía que con que la punta del Gladio penetrara solo 5 centímetros en el cuerpo del enemigo, ya podía dársele por muerto o fuera de combate. Desaconsejaban el corte lateral que hería pero no mataba. Además, en los ataques frontales, hiriendo con la punta, se lograba mantener prácticamente cerrada la fila de escudos y hacer invulnerable a la primera línea sin descubrir ni el costado ni el brazo derecho.

Paralelamente se aprendía a evolucionar en la batalla sin romper la formación.

También se realizaban marchas de endurecimiento de cinco horas en las que se recorrían entre 25 y 30 kilómetros. Al llegar, todavía quedaban dos o tres horas de instalación del campamento.

Esta rutina, férrea y obsesivamente repetida en cientos de ocasiones, convertía a la legión romana en una apisonadora a la que solamente ejércitos bien entrenados y mejor motivados, podían afrontar con posibilidades de éxito.

La disciplina era férrea y los castigos severos: robar en el campamento, desertar ante el enemigo o abandonar el puesto de guardia podían equivaler a la ejecución sumaria. Faltas menores de disciplina se castigaban con el apaleo o la expulsión deshonrosa del ejército.

Las máquinas de guerra habían estado presentes en otros ejércitos, pero roma las situó en el centro de su estrategia, especialmente en los asedios a ciudades. Polibio explica que las más utilizadas eran la balista y la catapulta. Las primeras estaban situadas sobre carromatos y arrojaban a 500 metros pesadas flechas de hierro. Las catapultas arrojaban piedras a una distancia entre 300 y 500 metros.

En los asaltos, un grueso tronco con una cabeza de carnero (Aries, el jefe de la mana, avatar del dios de la guerra), el ariete, derribaba con facilidad las puertas, y se acercaba mediante una estructura móvil de madera, protegida por pieles para impedir que fuera incendiada.

Así mismo, para facilitar la aproximación de la infantería a las murallas, se utilizaban torres de asalto con varios pisos y puentes levadizos situados a diversas alturas, y carros de asalto que protegían a una centuria de flechas y piedras.

De esa época, data también la famosa “tortuga” o “testudo”, formación compuesta por 25 legionarios y 15 escudos que colocaban sus escudos rectangulares encima de sus cabezas y en los flancos, no ofreciendo ningún punto vulnerable a las flechas, piedras o jabalinas del enemigo.

Pero este impresionante dispositivo militar, a partir de la conquista de Hélade, se convirtió en un instrumento civilizador.

IV. Una ciudad guerrera crea un imperio civilizador

Los romanos de los orígenes se llamaban a sí mismos “hijos de Marte”.

Marte era el dios de la guerra, hijo de Júpiter y Juno. El lobo era su símbolo y se le representaba armado y provisto de yelmo y coraza. Sus hijos eran Fobos y Deimos, miedo y terror. Procedía del dios griego Ares, venerado en Atenas en el Areópago, literalmente, la colina de Ares.

La tradición romana sostenía que el dios Ares fuera el padre de Rómulo y Remo.

Tanto en Grecia como en Roma se le ofrecían sacrificios antes de la guerra. Aparecía en las batallas junto a Duellona. Dio nombre al tercer planeta, al tercer mes del año, Marzo y al tercer día de la semana, Martes.

Cuatro templos rendían culto al dios de la guerra en la capital imperial: compartía templo con Júpiter y Quirino, dios de la paz armada; otro estaba dedicado al Marte Vengador en el Foro de Augusto; al Marte de las Batallas (Mars Gradivus), y en el Campo de Marte donde se preparaban los atletas y soldados.

Su fiesta se celebraba el 1 de marzo y su culto mantenido por los doce sacerdotes salidos que danzaban en su honor provistos doce escudos que, según la tradición, habían caído del cielo.

Todo esto dice muy a las claras que Roma era una ciudad guerrera.

En todos los pueblos indoeuropeos, el lobo ha sido un animal totémico propio de la casta guerrera. El hecho de que fuera una loba la que alimentó a los fundadores de la ciudad, es así mismo, significativo.

Dirigidos por Eneas, los supervivientes de Troya llegaron hasta el Lacio. El rey de los Latinos permitió que se establecieran en su territorio. Eneas se casó con la hija del rey y tuvo un hijo que fundó Alba Longa.

Generaciones después, Numitor, rey de Alba Longa, destronado por Amulio, obligó a su hija Rea Silva a convertirse en vestal. Ovidio cuenta que cuando Silva fue a buscar agua a la orilla de un río, fue poseída por Marte y dio a luz a los gemelos Rómulo y Remo. El rey de Alba Longa ordenó que se colocara a los gemelos en una casta y se introdujera a los dos bebés. Pero la cesta embarrancó y una loba los amamantó. Cuando crecieron y conocieron su origen, regresaron a Alba Longa, mataron a Amulio y repusieron en el trono a Numitor.

Pero decidieron fundar una ciudad propia. Trazaron con un arado el perímetro de la ciudad y juraron que matarían a quien cruzase sin permito ese límite. Pero al discutir sobre el nombre de la ciudad, Remo saltó el surco del arado y Rómulo lo mató, dando nombre a la nueva ciudad. Rómulo fue el primer rey romano, y reinó hasta que desapareció durante una tormenta, llevado por su padre Marte.

Esta leyenda tiene una datación precisa: el 21 de abril de 753 antes de Cristo.

La ciudad estaba construida a orillas del Tíber que formaba su frontera natural, mientras que las “siete colinas” ofrecían una protección natural. Había sido ubicada allí para poder defenderse de cualquier ataque y controlar las vías de acceso.

El romano era pragmático. Su culto se reducía al rito y el rito era una operación mágica, inexorable como una fórmula química. La religión romana era la religión del rito.

Antes del asedio a una ciudad, los sacerdotes, realizaban los ritos necesarios para ganar a los dioses de la ciudad. Se trataba de que esos dioses, abandonaran a sus protegidos. Cuando lo hacían y sólo entonces, se iniciaba el asedio. Así mismo, los arúspices veían el destino de las batallas en las entrañas de los animales sacrificados y los generales romanos, habían incorporado estas manipulaciones místicas a su estrategia militar. Las batallas se libraban solamente con el apoyo de los dioses. Nunca sin ellos.

La buena marcha de la batalla dependía de consideraciones estratégicas, del empleo de la táctica adecuada, del valor de los soldados, pero fundamentalmente, del correcto desarrollo de los ritos previos. Un general derrotado era, un general al que los dioses, por algún motivo, le habían negado su apoyo. El pragmatismo romano estaba solo atenuado por la religiosidad romana.

Publio Cornelio Escipión Emiliano, general tan victorioso como piadoso, experimentó estados de trance en el interior del Templo de Júpiter Capitolino. Los soldados se sentían seguros de que su general fuera devoto de los dioses y jamás dudaron que sabía atraerse su favor en las batallas. Por eso, lucharon con más convicción en Hispania y le siguieran ante los muros de Cartago en la III Guerra Púnica y en la hoguera de Numancia. Formado en la cultura griega y con refinada cultura, a su quinta romana acudían los grandes exponentes de la cultura helénica de la época. Polibio, relata con detalle sus campañas y su arte militar.

Además de Marte, había otro dios de la guerra en Roma a cuyo templo situado en el Foro Romano convergían todas las miradas. Era el templo de Jano cuyas puertas permanecían abiertas desde el momento en que se iniciaba una guerra hasta el momento en que concluía.

Jano, el dios de las dos caras que miran en sentidos opuestos, dio nombre al mes de Enero. Era el dios de los cambios y los tránsitos. Del pasado y del futuro, de las puertas y de los cruces de caminos. Su protección, se extendía sobre quienes deseaban variar el orden de las cosas.

Sus puertas daban al este y al oeste, hacia el principio y el final del día, y entre ellas se situaba su estatua, con dos caras, cada una mirando en direcciones opuestas. Se lo invocaba al comenzar una guerra.

Las puertas del Templo de Jano permanecieron muy pocos años cerradas en la antigua Roma. Salvo en el tiempo de la “Pax Augusta”, Roma vivió en una guerra permanente que, finalmente, la dejó agotada.

IV. La idea de la muerte como destino del guerrero

La guerra hace que la psicología de sus protagonistas –los combatientes- sea muy parecida en todas las épocas y en todas las latitudes. Quizás sea por esto que existe un paralelismo entre las concepciones guerreras romanas y las japonesas.

El estoicismo romano, defendía la legitimidad del suicidio como desembocadura ante determinadas situaciones, de la misma forma que en el Bushido, el código del honor samurai, abría las puertas al suicidio como salvaguardia del honor, o como acto de protesta contra una situación injusta.

“Si no quieres combatir, retírate; en efecto, nada te impide morir”, había escrito Séneca. Era frecuente, que los generales romanos derrotados eligieran el camino del suicidio. Para el romano, no existía derrota honorable; toda derrota era la muestra y la exteriorización de una falta, así como la victoria era signo del apoyo recibido de los dioses.

En el rito de la “devotio”, el general se sacrificaba voluntariamente para asegurar la victoria de su ejército en el campo de batalla. Este sacrificio debía de atraerle favor de los dioses.

En el año 151 a.C, se produjo una rebelión de tribus hispanas. Escipión Emiliano se presentó voluntario para reducirla. Sitiada la ciudad de Intercacia, próxima a Villalpando (Zamora), cada día un gigante hispano, fuertemente armado, salía una y otra vez para desafiar a los romanos a un combate singular. Escipión, a pesar de su corta estatura, aceptó el desafío y, con su caballo herido, venció al gigantón. Intercacia se rindió. Por eso los que estaban bajo sus órdenes pensaron siempre que Escipión era amado por los dioses.

Estos combates singulares eran el equivalente al “juicio de Dios”: se creía que la divinidad sostenía la causa justa y a quienes lograban atraer su voluntad mediante el rito justo. El vencedor en el combate era el justo y el amado por los dioses.

Para el mundo clásico el destino de la mayoría de los humanos era “extinguirse sin gloria en el Hades”, en el reino de los muertos. Pero sólo unos pocos podían optar por el camino de la inmortalidad: los héroes muertos en combate. La muerte era el destino de lo humano, pero había una posibilidad de escapar al Hades.

No es por casualidad que la Legio II Trajana, tuviera como divisa la imagen de Hércules o que Quinto Fabio Máximo Emiliano, mientras concentró a sus legiones en Osuna, acudió a Gades a realizar sacrificios al famoso templo de Hércules.

El ideal romano de guerrero era, precisamente, Hércules.

El romano pensaba que la “muerte heroica”, transmutaba al guerrero y le hacía experimentar una mutación radical en su persona, convirtiéndolo en miembro de la “raza de los héroes”.

Hesíodo explica que, a medida en que se sucedían las tres primeras razas humanas, la de la Edad de Oro, la de Plata y la Edad de Bronce, el ser humano iba perdiendo la posibilidad de ser inmortal. Pero, a los nacidos de la última raza, la de la Edad del Hierro, la nuestra, los dioses les ofrecieron la posibilidad de una reintegración en la inmortalidad siguiendo la “vía heroica”.

Surgió así en la mitología, la “raza de los héroes”, formado por Hércules, Aquiles, Ulises y tantos otros, que triunfaban en el curso de trances difíciles y arriesgados. Otros, fracasaban en esas mismas empresas, era la “raza de los titanes”, cuyo destino era la extinción en el Hades. La inmortalidad, por el contrario, se encontraba al final del camino de la raza de los héroes.

V. Civilización, ocupación, resistencia, romanización

¿Qué tienen en común Turín, Aosta, Estrasburgo, Manchester, Constanza, Colonia, Bonn, León y Cáceres? Mucho: fueron fundadas por legionarios romanos. En realidad, su origen fueron campamentos de las legiones romanas. Polibio los describe en su Libro VI como una muestra del pragmatismo romano llevado al paroxismo. Nada quedaba al azar en un campamento legionario. De hecho, los campamentos romanos –los castra castrorum- se convirtieron en focos de civilización e irradiación cultural.

En Roma, la cultura fue al paso con las legiones. Y ya no se trataba de una cultura “lacónica” como la de los viejos laconios, lacedemonios o espartanos, sino de una cultura extremadamente rica y diversificada.

Se elegía un terreno llano y con mínima pendiente. Los arúspices tenían en esto algo que decir, a ellos –y no sólo a los estrategas- les correspondía seleccionar el terreno mediante su arte augural. Esto explica el porqué Barcelona fue establecida en un lugar alejado de los dos ríos más próximos y porqué hubo que traer luego el agua mediante una compleja obra de ingeniería de la que aún quedan huellas.

El campamento era rectangular o cuadrado de 600 metros de arista, defendido por una zanja, con cuatro puertas defendidas, dos laterales y dos principales: la Pretoria y la Decumana. Podía albergar hasta dos legiones completas. Con la tierra extraída de la zanja se formaba una empalizada defensiva. Si el campamento corría el riesgo de ser atacado, esta empalizada se reforzaba con una empalizada de troncos. Entre esta empalizada y las tiendas se dejaban 60 metros vacíos para que los proyectiles enemigos no llegaran hasta las tiendas de los legionarios.

En el interior, cada clase de tropa tenía sus tiendas específicas. Existían dos calles principales, perpendiculares que iban a dar a las cuatro puertas.

En el centro del campamento, se situaba el altar y justo enfrente la tienda del Pretor. Todo el conjunto destilaba una simetría y un orden extremo.

Los campamentos de vanguardia podían ser también protegidos por torres de defensa y una red de torres de vigilancia y señales.

La Legio VI Victrix, victoriosa, fundada en la época de César y destinada por Augusto a Hispania, donde permaneció hasta el año 70, contribuyó eficazmente a la romanización de la Península. Sus legionarios construyeron caminos, labraron sillares y estelas, establecieron torres de vigilancia en toda la península, enseñaron el arte del cultivo de la tierra allí en donde era desconocido y leyeron con los celtíberos más preclaros, a los clásicos griegos y romanos.

Roma no se limitaba a ocupar un territorio y expoliarlo. Las legiones, no solo eran un ejército de ocupación, sino sobre todo una fuerza civilizadora. La grandeza de Roma se basó en la transmisión de la cultura clásica. Había “Imperio”, allí en donde las legiones habían transformado la barbarie en Orden. La idea de Imperio era para los romanos, sinónimo de idea de Orden.

La lucha para la incorporación de Hispania al Imperio fue larda y dura. Se sucedieron insurrecciones y guerras. En el curso de las campañas, destacó la Legio IX, que mereció por su heroísmo y eficaz cometido, el título de “Hispana”.

Cuando concluyeron las guerras cántabras, toda Hispania quedó sometida e incorporada como provincia del Imperio. Las puertas del templo de Jano se cerraron por un breve plazo.

¿Qué ocurría con el soldado que había servido fiel y heroicamente en las legiones romanas, cuando ya había llegado al límite de edad?

Lo normal era que recibiera lotes de tierra de las zonas conquistadas. Se creaba así la imagen de los soldados-colonos que, tras obtener un territorio con las armas en la mano, lo cultivaban. Desde la antigua Esparta hasta los “cuerpos francos” alemanes que lucharon en el Báltico tras la Primera Guerra Mundial, pasando por los hombres de armas de la Reconquista española y por los caballeros teutónicos que colonizaron las marcas del Este, la figura de los soldados-colonos ha aparecido frecuentemente en la historia.

Durante unos siglos, la civilización fue al paso con los legionarios romanos. En el año 2 a.C, un grupo de veteranos de las guerras cántabras, desmovilizados, recibieron lotes de tierra, en torno a una pequeña elevación de apenas 18 metros de altura, el monte Taber. Allí repitieron el rito de la fundación de una ciudad, creado por Rómulo y Remo. Aquellos legionarios pasaron el arado por un rectángulo achaflanado, marcando los límites de la que sería la colonia Julia Augusta Patricia Faventia Barcino, conocido hoy como Barcelona. Barcino, la ciudad de la “barca nona”, la novena barca en la que Hércules llegó a los pies del monte de Iove, el actual Montjuich.

Los legionarios configuraron Barcino a imagen de sus campamentos: con una empalizada de madera, con un foso defensivo y con dos calles perpendiculares, el Castrum y el Decumanus que todavía hoy existen en la Barcelona postolímpica.

Las necesidades defensivas les hicieron, años después, convertir la empalizada en una sólida muralla que persistió incluso durante la Edad Media y que obligó a Almanzor a detenerse para un largo asedio.

El aprovisionamiento se realizó trayecto las aguas de un arroyo, mediante un largo acueducto del que aún quedan restos.

La innovación romana en el campo militar excedió la invención de la Legión. No toda la estrategia militar romana se basaba en el choque armado. Para personajes como los Escisiones, la política era la continuación de la guerra por otros medios.

Roma atribuía gran importancia lo que hoy se llama “guerra psicológica”. El gran éxito de la presencia en Hispania de Escipión el Africano, consistió en su política de atraerse a las tribus locales mediante pactos y un trabajo de atracción personalizada, protagonizado en gran medida por él mismo.

Se trataba, de restar aliados al enemigo y ganarlos para las propias fuerzas. Los Escipiones fueron en esto unos maestros y debilitaron a Cartago en Hispania.

Así mismo, Roma empleó el espionaje y el contraespionaje como instrumentos militares. El propio César cuenta que durante la Guerra de las Galias se preocupó extraordinariamente de mantener el secreto de las forja de las armas romanas. El resultado de esa campaña, dependió en gran medida de la superioridad del acero romano sobre las espadas galas que, inopinadamente se doblaban en pleno combate con el resultado que se puede prever.

Los romanos llegaron a conocer extraordinariamente las pasiones humanas y supieron manipularlas en beneficio de su expansión. Frecuentemente, intentaban ganar para su causa a los emisarios enviados a parlamentar o a los embajadores de países vecinos. Reclutados como espías o para realizar el “trabajo sucio” en la retaguardia, la psicología romana los despreciaba, como despreciaba a cualquier traidor, pero los aprovechaba. La revuelta de los lusitanos comandada por Viriato fue liquidada tras el asesinato de éste por algunos de sus hombres de confianza, ganados para la causa romana. Se sabe lo que siguió: “Roma no paga a traidores”.

Así mismo, un síntoma de la modernidad de las concepciones romanas era la importancia militar atribuida a las comunicaciones. Cuando Roma estabilizó su dominio en Germania y de Britania, un muro defensivo protegía las fronteras del Imperio. Este muro estaba formado por empalizadas, torres de vigilancia y defensa y un sistema de comunicación entre las posiciones de observación, realizado mediante señales con banderas y humo durante el día y hogueras durante la noche que han seguido utilizándose hasta nuestros días con leves modificaciones. La red de vías romanas que unía cualquier punto del imperio con la capital, facilitaba estas comunicaciones.

Roma en tierras de Hispania se vio obligada a desarrollar sistemas de lucha contra las incursiones guerrilleras de las tribus en vías de dominación. Es lo que hoy llamaríamos sistema “contrainsurgencias”. La toma de rehenes y su ejecución, arrasar los campos que proveían de alimentos a las unidades guerrilleras, la utilización de soldados nativos conocedores del terreno para combatir a la resistencia, ganar a la población civil mediante la difusión de la cultura romana, eran solo algunas de las tácticas utilizadas para desactivar a la “resistencia” y a los grupos autóctonos que practicaron la guerra de guerrillas. Fue, desde luego, en el territorio de Hispania donde Roma puso en práctica estas iniciativas contrainsurgencias para sofocar las constantes revueltas de las tribus nativas.

César no había leído a Sun-Tzu, pero conocía perfectamente el arte de la guerra. El sitio de Alesia fue la cumbre del genio militar de César. La capital gala insurgente fue, como solían hacer los romanos, rodeada de un muro que hacía imposible la salida de los sitiados. Cuando las tribus galas se movilizaron para romper el cerco de Alesia, César ordenó que se construyera en torno al cinturón defensivo que contenía a la ciudad gala, un nuevo muro exterior desde el que el ejército romana pudiera oponerse a los asaltantes llegados de toda la Galia. Jamás la historia ha visto una operación tan delicada y compleja, desarrollada en tan poco tiempo y con tanta eficacia.

Mientras Roma supo adaptarse a los desafíos impuestos por el enemigo, Roma resultó triunfadora de los combates. Pero esto no pudo durar siempre.

VI. La decadencia romana

En el primer período de la historia de Roma, toda la ciudad es una fuerza combatiente, que, progresivamente se va especializando.

Pero lo que funcionaba en un marco civilizacional reducido, ya no pudo sobrevivir al crecimiento de la grandeza de Roma a partir de la II Guerra Púnica.

La elección anual de los cónsules propició cierta inestabilidad. Además, se trataba de un cargo político. Frecuentemente se puso de relieve que los cónsules elegidos por motivos políticos, no tenían capacidad militar. Mientras que el ejército, los tribunos y los mandos intermedios eran valerosos, organizados y disciplinados, faltó muy frecuentemente un mando estratégico capaz.

Los cónsules enviados a las colonias, frecuentemente, explotaban sin piedad a las ciudades aliadas y gobernaban en beneficio propio. En el período de la conquista de Hispania, se evidenció que la mayoría de cónsules, legados y pretores, o bien eran corruptos, o bien incapaces o ambas cosas, además de crueles.

El senado no era muy amigo de prolongar el mandato excepcional de los generales que habían demostrado más capacidad. Roma estuvo en desventaja ante Cartago, especialmente ante generales de la talla de un Aníbal. Solamente, cuando Aníbal tuvo, frente a sí, a un enemigo de su misma envergadura, Quintus Fabius Maximus o los Escipiones, el combate estuvo verdaderamente equilibrado.

La duración de las guerras, la lejanía de los destinos, los prolongados años de convivencia en campamentos y la camaradería de los combates, hizo que los legionarios, terminaran siendo mucho más fieles a sus mandos naturales que a la propia República. Esta tendencia tendió a aumentar en el siglo I a.C y, posteriormente en el período de la decadencia imperial. Abundaron los golpes de Estado, las luchas fraccionales y el desorden.

Roma había concluido un ciclo de civilización. Una civilización guerrera formada en torno a la Legión, que se demostró como el más poderoso instrumento de civilización. Los romanos eran los primeros en saber que la grandeza de Roma no duraría siempre. Pero se prolongó por espacio de casi 1000 años y tiño la civilización hasta la Edad Media. Tanto Carlomagno como los Hohenstaufen consideraron sus construcciones imperiales como renovación del legado de Roma. Con la caída de Bizancio en manos de los otomanos en el siglo XV concluyó la historia iniciada por los dos hermanos gemelos amamantados por la Loba veinte siglos antes.

Cuando un Imperio inicia un proceso de decadencia, las razones son siempre múltiples. Roma estaba debilitada por diez siglos de guerras continuas y cortos períodos de paz. Como siempre, los mejores romanos, destinados en las posiciones más arriesgadas, habían muerto en combate. Desde Horacio Cocles hasta el Emperador Juliano –que, con propiedad, puede llamarse “el último romano”- las matronas habían alumbrado a generaciones de guerreros dispuestos a inmolarse por la grandeza de Roma.

Mientras la tensión imperial se mantuvo y tanto la clase política dirigente como los combatientes anónimos de las legiones, creyeron en la misión trascendental de Roma de llevar el orden allí a donde había caos y barbarie, de crear, en definitiva, Imperio, Roma estuvo en condiciones de hacer frente a sus enemigos.

Pero cuando esta tensión desapareció y el vínculo con la cultura clásica se relajó, cuando los huecos en los frentes ya no podía ser cubiertos por los propios romanos, y debió recurrirse a tropas mercenarias, cuando, uno tras otro, se sucedieron emperadores de dudosa talla o, simplemente, peleles de la guardia pretoriana o sujetos enloquecidos, cuando los pueblos bárbaros, uno tras otro, saltaron los muros defensivos de Germania, Roma ya no pudo oponer nada más que un legado histórico que no estaba a la altura de mantener.

En este marco de decadencia, la aparición del cristianismo no fue un elemento decisivo en la decadencia. Es cierto que algunos grupos cristianos primitivos, se negaban a combatir en las legiones romanas y llamaban a la deserción en nombre del no matarás, pero también es cierto que en algunas batallas cruciales de este último período, estuvieron presentar luchando en las mismas unidades que los legionarios paganos. Por lo demás, después de la batalla de Puente Silvio que da la victoria a Constantino, y el cristianismo queda trasformado en religión del Imperio, con la obligación de los cristianos de defenderlo con armas en la mano, la decadencia sigue inexorable. El espíritu de Roma estaba agotado y era imposible reavivar la llama. El último intento del Emperador Juliano, le llevó a morir en una batalla intrascendente en la lejana Persia.

La victoria sobre Atila, un siglo después de la muerte de Juliano, no fue sólo obra de Roma, sino de sus aliados galos y visigodos. En los Campos Cataláunicos, cerca de Troyes, apenas combatieron romanos. Roma estaba agotada. Era el 451. Los vándalos saquearon la ciudad cuatro años después. Veinticinco años después, Odoacro, rey de los Hérulos, entró en Roma y depuso al último emperador, que por ironías del destino ostentaba el mismo nombre que el fundador de la ciudad, Rómulo Augústulo; en señal de respeto y reconocimiento hacia el pasado del Imperio, Odoacro remitió el Águila y las enseñas imperiales a Zenón, emperador de Bizancio.

Algo más de 1500 años después, otra nación se creyó investida por Dios para asegurar el “Nuevo Orden Mundial”. En enero de 1990, George Wallace Bush, después de la victoria sobre Irak en la Segunda Guerra del Golfo, proclamó que los EEUU eran la única nación que podía liderar el Nuevo Orden Mundial. Los ideólogos conservadores de la época, realizaron forzados paralelismos entre la antigua Roma y los nuevos EEUU.

El antiguo Secretario de Estado con Jimmy Carter y fundador de la Comisión Trilateral, Zbigniew Brzezynsky, llevó esta similitud a la cantidad de efectivos que llegaron a tener las legiones romanas con la que tenían los EEUU desplegados por todo el mundo: 250.000 soldados en ambos casos.

En la introducción a su libro “El Gran Tablero Mundial”, afirmaba que los EEUU era la “nueva Roma”, el nuevo imperio moderno, único capaz de establecer una “pax romana” universal y fiada a su poder armado.

Pero Brzezynsky se equivocaba en todo: no solamente comparar la cultura clásica greco-latina con la cultura americana era una broma de mal gusto, sino que resultaba posible establecer muchas más equivalencias entre Cartago y EEUU. No en vano, ambas eran potencias marítimas, comerciales. En ambas, el oro era superior a la sangre. La milicia superior al mercader. El Estado superior y anterior a los individuos que lo componen.

Si EEUU es algo en relación a Roma, es su reflejo en el espejo, su antípoda.

Las legiones romanas, llevaron la civilización allí en donde hasta entonces solamente existía barbarie. La vieja Hispania fue uno de esos lugares beneficiados por la labor civilizadora de Roma. Fue precisamente Hispania, quien dio al imperio su primer emperador no itálico.

El pragmatismo romano, modulado por la piedad del romano tradicional y por la conciencia histórica anidada en la mentalidad de la clase patricia hasta el período de la decadencia, de que Roma tenía una misión universal que realizar, fueron los motores de la grandeza de Roma.

Para llevar adelante ese inmenso proyecto civilizador, lo verdaderamente esencial fue aportar al arte militar un concepto nuevo: la Legión, cuyo nombre se ha perpetuado hasta nuestros días.

Roma renovó a Esparta. Roma decayó cuando dio la espalda a Esparta.


© Ernesto Milá Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

DOSSIER: La larga marcha hacia una teoría de la guerra moderna

DOSSIER: La larga marcha hacia una teoría de la guerra moderna

Infokrisis.- Presentamos este dossier sobre las distintas escuelas de la guerra moderna, desarrolladas desde Clausewitz hasta Tofler (las guerras de la Tercera Ola). Se trata de un trabajo en el que se citan distintos movimientos y teóricos que, por limitaciones de espacio y, por la naturaleza introductiva de este dossier, no ha sido posible profundizar en su pensamiento. Animamos a nuestros lectores a que consideren este trabajo como una orientación sobre un tema en el que los interesados pueden profundizar por su cuenta.

Sumario del Dossier:
La larga marcha hacia una teoría de la guerra moderna
1. Clausewitz: la guerra como hecho político
2. Ludendorff: la guerra guía a la política
3. Mao como continuador de Ludendorff
4. Guerrilla urbana y guerrilla rural. Geopolítica.
5. La guerra imposible o la guerra nuclear. Beaufré
6. Las guerras de la Tercera Ola, o las guerras limpias



1. Clausewitz: la guerra como hecho político
En 1793, un adolescente de apenas trece años, participa como abanderado en el cerco de Maguncia y en las operaciones del ejército prusiano en los Vosgos. Frente a él tiene a un adversario peligroso, Napoleón Bonaparte, pero él, también dará mucho que hablar. Su nombre es Carl von Clausewitz. A los dieciséis años, cuando los adolescentes actuales se obstinan en seguir siéndolo, Clausewitz había participado en dos campañas. Entre batalla y batalla, leía las biografías de Federico el Grande y estudiaba los movimientos de Napoleón, intentando entrever su estrategia y sus objetivos.
En 1801 ingresa en la Escuela de Cadetes de Berlín y dos años después pasa a ser Ayudante de Campo del Príncipe Augusto de Prusia. En 1806 participa en las batallas de Jena y Auerstedt que supondrán nuevas victorias para Napoleón. Tomado preso junto al Príncipe Augusto pasa un año en Francia como prisionero de guerra. En el cautiverio seguirá estudiando estrategia militar.
Su preparación era tal que, al ser puesto en libertad, nadie dudó de que su destino más adecuado era el de profesor de la Academia de Guerra. Sin embargo, la campaña de Napoleón contra Rusia le convence de que si quiere aprender algo del Gran Corso, deberá, una vez más, enfrentarse a él. Así pues, con la autorización de sus superiores, se da de baja en el ejército prusiano y se incorpora a las fuerzas rusas. Una vez más experimenta la exaltación de la batalla en los choques de Vitebsk, Smolesk y Borodino. Luego, pasa al Estado Mayor de Blücher como enlace del ejército ruso. De nuevo bajo pabellón prusiano, participa en 1815, en la campaña decisiva contra Napoleón. Ostenta el grado de coronel y participa en la batalla de Ligny. Allí, el propio Blücher, carga al frente de la caballería prusiana y logra limitar el alcance de la derrota. Inmediatamente tiene lugar el choque de Waterloo, decidido con la irrupción de la caballería prusiana en el campo de batalla, justo cuando las tropas napoleónicas están agotadas por las horas de combate.
Acabadas las guerras napoleónicas, Clausewitz es nombrado director de la Escuela de Guerra. Y es, a partir de ese momento, y en el curso de los doce años siguientes, cuando reúne los apuntes que ha ido tomando desde que era un modesto abanderado en los Vosgos, hasta su cautiverio en Francia y hasta la carga de Blücher en Waterloo. De sus reflexiones surge su obra: “De la guerra” que aun hoy se estudia en las academias militares de todo el mundo. En su testamento, por algún motivo que desconocemos, impuso que su obra no se publicara hasta que hubiera fallecido. En la Introducción, decía que aspiraba a escribir un libro que no fuera olvidado al cabo de dos o tres años. Lo consiguió. El 16 de noviembre de 1831, fallece en Breslau. Su esposa, cumpliendo el testamento, publica el libro al año siguiente.
La obra está compuesta por siete partes (o “libros”), algunas de las cuales han sido superadas, otras conservan toda su vigencia y las últimas no pudieron pasar del estado de esbozo. Tal como el General Alberto Marini recuerda: “sus capítulos referentes al combate o a la organización, hace años que han pasado a la historia. En cambio, los que hablan de la naturaleza de la guerra, de su teoría y de los factores morales han de perdurar, quizás, por muchos años”. En realidad, con Clausewitz se inicia la teoría moderna de la guerra.
Para Clausewitz era imposible aislar a la guerra de aquello que la había hecho posible, la política. Detrás de la guerra siempre hay un acto político, una decisión política, una intencionalidad política. La guerra es pues, un instrumento de la política, de ahí que, en un momento dado, Clausewitz escriba con ciertos vuelos literarios: “La guerra es continuación de la política por otros medios”. Lo que implica que la guerra excede la capacidad de decisión del estamento militar y su conducción no es exclusivamente militar, sino político-militar, por éste orden: política primero, milicia después. De lo que se trataba es que, cuando el poder político decidiera iniciar un conflicto, tuviera muy claro qué fin perseguía y cuál era el objetivo. Solamente así podían enunciarse una estrategia correcta. Esa estrategia, iniciadas las hostilidades, solo puede tender al aniquilamiento del ejército adversario.
En una vida como la de Clausewitz, testigo directo de las campañas napoleónicas, el hecho de la batalla debía revestir una importancia principal. Napoleón buscaba de manera obsesiva el enfrentamiento contra el grueso del ejército enemigo. Aceptar o rechazar la batalla eran para él los elementos clave que podían decidir el porvenir de un Estado. Se mostraba partidario de iniciar las hostilidades inmediatamente se hubiera producido la declaración de guerra. Contrariamente a lo que pueda suponerse, y a pesar de algunos de sus intérpretes, Clausewitz consideraba que la mejor forma de combatir era a la defensiva: “Es más fácil conservar que adquirir (...) La defensiva es más fácil que el ataque”. Militar que conocía de primera mano los horrores de la guerra, no terminaba de ponerse en la mentalidad del agresor, de ahí que la “guerra perfecta” para él fuera aquella en la que se respondía a un agresor, conteniéndolo primero (ejercitando el arte de la defensa), para luego asestar el contragolpe ofensivo.
Es el primer teórico militar en concebir la importancia de las “fuerzas morales” para una buena conducción de las operaciones bélicas. La motivación del soldado y de la retaguardia, la unión de la sociedad civil con la militar, y de toda la nación en torno a la iniciativa bélica, son, como mínimo, tan importantes, como el material utilizado o una conducción correcta de las operaciones. Algo más de un siglo después, el General Ludendorff dará un nuevo paso al frente con una orientación hasta cierto punto diferente.
2. Ludendorff: la guerra guía a la política
Estaba junto a Hitler el día del golpe de Munich, en 1923 y milagrosamente atravesó con su casco de acero puntiagudo, la línea de policías cuando éstos disparaban contra el cortejo de golpistas. Seguramente, los policías habían reconocido al que fuera Burgomaestre General durante el tiempo de guerra y le ahorraron las balas que mataron al guardaespaldas de Hitler y a otros siete nacionalsocialistas.
Los escritos de Clausewitz llevaron al ejército prusiano a la victoria contra Dinamarca en 1864 y contra Austria dos años después y en 1870, esa misma filosofía precipitó la victoria de Sedán y la capitulación del Segundo Imperio francés. Así mismo, las primeras victorias hitlerianas fueron la cristalización de las reflexiones de Ludendorff.
Al igual que Clausewitz, Ludendorff conocía el fuego enemigo y la exaltación de los combates. A sus 49 años, es el primer soldado alemán que penetra en la fortaleza de Lieja en agosto de 1914, acción a la que debió el grado de General de División. Pero donde alcanza laureles de héroe mítico es en la batalla de Tannenberg contra el ejército ruso. Allí sirve como Jefe de Estado Mayor del VIII Ejército con el Mariscal Hindemburg. El 22 de agosto, a raíz de esta victoria es nombrado jefe del Estado Mayor. Cuando, tras la ofensiva de 1918, ve como sus tropas se estrellan ante las trincheras francesas, recomiendo negociar una paz honrosa con los aliados. En noviembre se produjo el hundimiento del frente alemán y el inicio de las negociaciones que llevaron al Tratado de Versalles. Se refugia en Suecia, y luego regresa colaborando con Hitler en el golpe de Munich. Fracasada la intentona, con Hitler en la cárcel, elabora lo que sería la doctrina militar del III Reich cuya eficacia, como veremos, se demostró incluso en las horas de la derrota. Porque si los bombardeos de terror aliados, si las impresionantes masas blindadas soviéticas, no fueron suficientes como para lograr la rendición alemana y acortar la resistencia, se debió en buena medida a los escritos de Luddendorf y en particular en su libro “La Guerra Total”.
Siguiendo el camino trazado por Clausewitz, redondea el concepto de “fuerzas morales de la nación” que éste había tratado someramente. Ludendorff crea el concepto de “cohesión anímica del pueblo”, título que recibe el Capítulo II de su obra. Su análisis es más significativo que exacto. Resintiéndose de las ideas de su esposa, fanática fundadora de una corriente neopagana y odinista, sostendrá que la raza germánica está amenazado por dos peligros: el judaísmo y la Iglesia Católica Romana. Pero aquí no nos interesa lo fantasioso de sus análisis sociológicos, sino el hecho de que éstos le permiten afirmar que la guerra tiene como finalidad asegurar la defensa y protección de la comunidad nacional –de la raza- y es, en definitiva, la expresión de la vida de esa misma comunidad. De ahí deduce –a diferencia de Clausewitz- que la política debe servir a la guerra.
El Estado tiene como fin asegurar la supervivencia de la raza. Esa defensa no puede fiarse solamente a las palabras, las buenas intenciones y la diplomacia; la columna central de esa intención son las fuerzas armadas. La historia demuestra que, habitualmente, la salvaguardia de la seguridad de las naciones y de su espacio vital, se realiza mediante la guerra. Por tanto, no es la política sino la guerra quien tiene la prioridad. El militar trabaja con un cerebro estructurado en categorías, jerarquías, conceptos como fin, objetivo, estrategia, táctica, geopolítica; su característica es la permanencia, a diferencia de los políticos que se van sucediendo en el ejercicio del poder. Ellos, los militares, son los únicos capaces de establecer pautas estables para el mantenimiento de la seguridad nacional y, lo que es más importante, llevarlas a la práctica: la milicia es, pues, superior y anterior a la política; sin milicia no hay posibilidad de supervivencia de la entidad nacional, ni del pueblo, por tanto no hay posibilidades de política. A la inversa, el hecho de que el Estado Prusiano, se creara en torno a la Orden de los Caballeros Teutónicos y que los principales promotores de la unidad alemana, fueran militares de carrera, encabezados por Bismarck, parecen dar la razón a Ludendorff, un hombre que odiaba, más a los políticos que a la política.
Ludendorff se mueve con conceptos políticos y sociológicos muy primarios, pero, no por ello, erróneos. Considera que la comunidad nacional y la “raza”, son superiores a los individuos que las componen. Lo colectivo es anterior y superior a cada uno de los átomos que lo constituyen. En ciento sentido, es un materialista biológico, a pesar de que la influencia de su esposa, enmascarase esa tendencia tras el ropaje de un vago espiritualismo paganizante. “Lo biológico es superior a lo trascendente”, tal como explica uno de sus comentaristas, el general Alberto Marini.
Si la función del Estado es asegurar la subsistencia de la comunidad nacional, para lograr tal fin, deberá existir una identificación muy estrecha entre fuerzas armadas y pueblo. No se trata solamente de que los militares defiendan al pueblo, sino de que constituyan un verdadero “ejército popular” (que Hitler se encargó de traducir en las SA y en las SS, verdaderos “soldados políticos” como los definidos por Ludendorff). Estudió la rapidez con que las fuerzas francesas fueron derrotadas en la campaña de Sedán y aísla el hecho de que las tropas alemanas fueron ayudadas por francotiradores y por un amplio movimiento popular pro alemán en Alsacia y Lorena, lo que, en buen a medida, dio a la lucha el carácter de una guerra popular. Esto le lleva a afirmar que para que las operaciones bélicas lleguen a buen puerto es preciso que la totalidad de la población se comprometa en el esfuerzo bélico.
La esencia de la guerra total se resume así: se trata de una guerra popular en la que está comprometida la totalidad de la población por que, es una guerra realizada para su defensa y para su supervivencia. Solamente la información y la propaganda serán capaces de asegurar la cohesión de la comunidad en torno a los fines de la guerra: “derrotar al enemigo para salvar al pueblo”. Ludendorff es el primero en atribuir a la propaganda y a la información el valor que se les reconoce hoy. Los pueblos, en la concepción de Ludendorff se agrupan en torno a sus ejércitos. La propaganda deberá afianzar la unidad entre el pueblo y el ejército. Mao, a principios de los años 30, empezaba a pensar justo lo mismo.
3. Mao como continuador de Ludendorff
La gran obsesión de Ludendorff que acompañó a todas sus teorías sobre la Guerra Total era el “despertar racial de la Nación”, tarea que correspondía estimular a los dirigentes para lograr que, verdaderamente, la guerra fuera “popular”. Adolfo Hitler interpretó esta teoría, la incorporó al patrimonio ideológico de su partido y entregó al gran genio de la propaganda moderna, su ministro Josep Goebels la tarea de transmitirla a la población. Goebels cumplió eficazmente con su tarea consiguiendo que la inmensa mayoría del pueblo alemán –los conspiradores del 20 de junio de 1944 fueron una exigua minoría, frecuentemente heteróclita y completamente alejada de la población- logrando que hasta el último momento, abril de 1945, la población sostuviera las ofensivas, luego soportara los bombardeos de terror aliados y, finalmente, la invasión y la destrucción completa del país.
Pero, en el otro extremo del mundo, Mao Tse Tung, heredero de Lenin y Trotsky, adaptó otro modelo de “guerra popular”. En efecto, Mao exaspera el concepto de “guerra total” de Ludendorff, sólo que allí donde éste habla del “despertar racial”, Mao alude a la “liberación de los campesinos”. Cuando Ludendorff atribuye la responsabilidad de la decadencia alemana a judíos, comunistas, masones y católicos, Mao alude solo a la oligarquía terrateniente y al Kuomintang. La diferencia entre ambas concepciones de la campaña estriba en que, mientras Ludendorff pensaba en campañas de corta duración, Mao, por las circunstancias en las que se vio envuelto, alude a la “guerra popular prolongada” que sigue a una “insurrección armada de masas”. Finalmente, para ambos teóricos, la guerra es un hecho político-militar.
En 1921, cuatro años después del inicio de la revolución rusa, Mao había fundado en Hunan el Partido Comunista Chino. Tres años después, fundaba la Academia Militar de Wampos y fraguaba una alianza con el movimiento democrático burgués del Kuomintang. En ese momento su figura ya era conocida en toda China. Esta alianza se rompe a los pocos años y en 1930, el Kuomintang inicia la primera campaña militar contra los reductos comunistas, en lo que Chang Kai Check llamó “primera campaña para la supresión de bandidos”. Hay que decir que el nombre no era del todo erróneo; de hecho, Mao aprovechó el formidable potencial de violencia y de conocimiento del terreno de las numerosas sociedades de bandidos que proliferaban por la sociedad rural china. Pero la ofensiva del Kuomintang fracasa y el ejército puesto en pie por Chang Kai Check se diluye como un azucarillo: le faltaba entrenamiento, convicción y decisión para entrar en combate, algo que sobraba en el ejército rojo de Mao. La segunda campaña iniciada el año siguiente, resulta igualmente victoriosa para Mao. En la tercera campaña, iniciada inmediatamente después, Chang ha cambiado de táctica: si hasta entonces había realizado ataques clásicos que eran respondidos con la estrategia de concentración-dispersión de Mao, ahora se limitará a realizar raids de castigo, rápidos y extremadamente violentos, contra las zonas controladas por los comunistas. Pero Mao utiliza en esta ocasión la táctica de la dispersión, la penetración en el territorio enemigo, el ataque contra sus almacenes y suministros y, aprovecha el que Chang ha penetrado en un territorio en el que carece del apoyo de la población. Pero, al año siguiente, Mao decide lanzar una ofensiva contra el ejército nacionalista. Fracasa: ha salido de su territorio, ha penetrado en zonas en los que no ha realizado campañas de agitación y propaganda sobre los campesinos, carece de suministros y el hambre termina por hacer imposible el continuar la ofensiva. La siguiente campaña iniciada por Mao contra la ciudad de Nankin, termina, así mismo, en fracaso. Los nacionalistas cuentan ahora con asesores alemanes, mejor preparados y que comparten la doctrina de Clausewitz: la defensa es más fácil que el ataque; les basta simplemente con optimizar las defensas de la ciudad y entrenar intensivamente a las tropas. El desastre maoísta es total.
De estas dos campañas, Mao extrae una conclusión: el “ejército popular” debe moverse como el pez en el agua. El agua es la población. Si el apoyo de la población, falla, el pez se ahoga; si ese apoyo se mantiene, quien se asfixia es el adversario que ha penetrado en un territorio hostil y cuyas características desconoce más allá de los mapas. Su conclusión final es que una ofensiva, solamente puede culminar en victoria, si el atacante cuenta con el apoyo de la población de las zonas atacadas.
A partir de ese momento, Mao percibe que ha perdido, momentáneamente, la partida. Las dos últimas ofensivas le han debilitado tanto, que debe huir a sus “santuarios” en el norte del país. Adopta una estrategia de retirada estratégica en lo que, la historia ha conocido como “La Larga Marcha”, no hacia el poder, sino hacia sus propias bases geográficas. En año y medio, las tropas de Mao en retirada, recorrieron casi 10.000 kilómetros a pie, alternaron las marchas, con los ataques rápidos y por sorpresa, la liquidación de las vanguardias enemigas que cometían errores tácticos y la huida favorecida por guías locales con perfecto conocimiento del terreno. Cuando está en condiciones de reemprender la ofensiva, tras el final de la II Guerra Mundial, todavía tardará cuatro años en proclamar la República Popular. Es 1949.
En su libro “Guerra de Guerrillas” y en sus “Escrito Militares”, Mao realiza un pormenorizado estudio de estas campañas y de sus concepciones militares. Su lectura deja percibir que Mao tenía una sólida formación en las tradiciones chinas del pasado. Ha leído a Sun Tzu y su “Arte de la Guerra”. Sabe por él, que de la conducción de las operaciones bélicas depende el futuro de la población y de su proyecto político. Antes de abordar una guerra o de emprender una campaña, Sun Tzu recuerda que es preciso meditar e investigar. Incluso de la derrota pueden extraerse enseñanzas positivas. Mao lo hizo y aconseja en sus escritos la práctica de la autocrítica constante y, casi, de manera obsesiva. No hay consejo de Sun Tzu, que Mao no haya tenido en cuenta en sus casi veinte años de guerra civil. Sun Tzu es para Mao el libro de referencia en la conducción de operaciones militares, mucho más, desde luego que los escritos de Trotsky sobre la guerra civil y la constitución del Ejército Rojo y de Lenin sobre la construcción del partido y el desarrollo del proceso revolucionario. Conocer al enemigo, no solo en su fuerza militar, sino en su sociología, en su población, en todos los detalle que podrían facilitar luego las tareas de agitación y propaganda, necesidad de establecimiento de un plan de acción incluso para las pequeñas patrullas, tácticas basadas en el engaño y las maniobras de diversión, los señuelos, la creación de falsos objetivos para el enemigo, la preservación de las propias fuerzas, desde el batallón hasta el soldado individual, la estrategia de alternancia entre dispersión y concentración, la preparación moral de las tropas, su mentalización de que en cada batalla o en cada choque, aparentemente intrascendente, se están jugando el futuro del Estado, de su causa y de su propio porvenir, ganar batallas obligando al enemigo a aceptar los combates en términos de inferioridad estratégica y rechazando aquellos combates en los que el enemigo tenga superioridad... todas estas ideas, tienen como centro la obra de Sun Tzu sobre “El Arte de la Guerra”. Mao, ha visto reforzada su convicción en la idoneidad de las tesis de Sun Tzu, gracias a los escritos de Clausewitz y Ludendorff. Pero Sun Tzu le ha ayudado en la elección de la estrategia.
Desdiciendo las tesis de Lenin sobre las condiciones objetivas para el estallido de una revolución comunista, Mao no cree en el papel central del proletariado en un país de estructura completamente agraria como China. En la teoría leninista, el campesinado es un mero apoyo colateral a las fuerzas proletarias, en la teoría del Mao, este papel se convierte en central. China, país de gigantesca extensión, fundamentalmente agrario, debe hacer del campesinado la clase objetivamente revolucionaria, por excelencia. El campesino, conoce su territorio como nadie: sabe cuales son sus pasos, dónde conseguir alimentos, cómo pasar al valle siguiente franqueando cadenas montañosas, conoce los problemas que sufren él y los campesinos de su región; el papel del campesinado es central en el proceso revolucionario chino.
Ahora bien, Mao tiene una teoría militar propia: la de la guerra de guerrillas. Es una teoría político-militar. Mao considera que en la guerra convencional se trata de conquistar un territorio geográfico, sin embargo en la guerra revolucionaria se trata de conquistar, primero el corazón de las poblaciones, mediante las tareas de agitación (difundir ideas simples entre el mayor número de miembros de la población), propaganda (difundir ideas complejas entre sectores concienciados de la población), y organización (incorporar nuevos elementos al partido revolucionario). Mao, siguiendo a Clausewitz se marca un “objetivo”: la conquista del poder, no como un fin en sí mismo, sino como un medio para alcanzar un fin, la transformación de la sociedad. Analizando el fenómeno del poder, Mao advierte que, el fracaso del Kuomintang radicó en que carecía, casi enteramente, del apoyo de la población. En esas condiciones era imposible contar con un ejército fiel, con iniciativa y con espíritu de lucha. Concluye que la conquista del poder, pasa por la conquista del pueblo.
4. Guerrilla urbana y guerrilla rural. Geopolítica.
La guerra de guerrillas, en la concepción maoísta solamente es útil en países como China, de gran concentración campesina. Cuando esta población llega al 70% es la única forma de acceder al poder. Esta estrategia fue válida en países como Vietnam, primero, durante la guerra contra los franceses (guerrillas, el Vietminh, que, en fases avanzadas del combate, cristalizan en un verdadero ejército, en esa ocasión, al mando del general Giap, con una estrategia inspirada por Ho Chi Min) y luego contra los norteamericanos (guerrillas clásicas, Vietcong, apoyadas por unidades regulares del ejército norvietnamita, infiltradas en el sur a través de la “ruta Ho Chi Min”).
Pero hay zonas en donde la población campesina tiene una proporción menor, o simplemente, está dispersa, o incluso está compuesta por etnias pacíficas y “tímidas” que, mentalmente, no están acondicionadas para el desarrollo de operaciones bélicas. Aquí, debería revisarse lo escrito por Ludendorff sobre el factor “racial”. No todos los grupos étnicos tienen las mismas cualidades para el combate. Desde el siglo XIX, la geopolítica ha establecido que existen potencias marítimas (fundamentalmente comerciales, plutocracias dirigidas por oligarquías económicas, como Atenas, Cartago, anteayer Inglaterra, y EEUU en la actualidad) y, sus adversarias, potencias terrestres (que atribuyen un papel fundamental al Estado, dirigidas por aristocracias guerreras, ayer Esparta y Roma, hasta hace poco Alemania y, más recientemente la URSS). Estas últimas consideran al ejército como la salvaguardia de su independencia y la garantía de su espacio vital; las potencias comerciales, utilizan a sus FFAA como punta de lanza para sus operaciones comerciales. Tres mil años de historia dan la razón a este planteamiento geopolítico: mar y tierra entran en contradicción, siempre, inevitablemente. Tal es el fundamento de cualquier análisis geopolítico y neohistórico.
Ahora bien, la geopolítica implica también el conocimiento de la realidad geográfica y sociológica de las poblaciones. Y esto es básico para la elección de una estrategia general. Mao eligió su “guerra de guerrillas”, tras constatar que lo esencial de la vida china de la época giraba en torno al campesinado y a las sociedades de bandidos. Unos años después, se sucedían revueltas campesinas en toda Iberoamérica y, especialmente, en el Caribe cristalizaban en la aparición de la guerrilla de Sierra Maestra. Sin embargo, en el movimiento castrista hay algo fundamentalmente diferente a la experiencia maoísta. La guerrilla rural, dirigida por Castro, Guevara, Camilo Cienfuegos, etc., pudo mitificar su actuación gracias a que la victoria final coronó su iniciativa, pero, a poco que se examine la historia de la revolución cubana se percibe que el movimiento estudiantil fue, como mínimo tan importante para el triunfo de la revolución. Digámoslo más claro: sin el hostigamiento en las ciudades, el débil movimiento perdido en Sierra Maestra, jamás habría estado en condiciones de descender al llano y ocupar las ciudades.
Por otra parte, en la zona de Marquetalia (Colombia), los núcleos armados rurales y mineros, se habían contentado con estabilizar un sistema de defensiva estratégica que tendía a asegurar los núcleos “liberados”, pero que no expandía a la guerrilla. En su análisis de estas experiencias, Regis Debray en “¿Revolución en la revolución?” ataca estas iniciativas de “autodefensa” y llega a la conclusión que cualquier núcleo guerrillero que renuncia a expandirse, por lo mismo, antes o después, resulta asfixiado.
En los años posteriores al ascenso del castrismo, se multiplicaron las experiencias guerrilleras en toda Iberoamérica, saldadas, regularmente, con el fracaso más absoluto. Cuando, en 1967, el Che Guevara es capturado y ejecutado en Bolivia, concluye el período en el que la experiencia de Sierra Maestra –inspirada, a su vez, por el maoísmo chino- parecía ser la panacea revolucionaria universal. Lo que se le había escapado al Che en Bolivia eran dos cosas: la primera, que la dispersión de los núcleos campesinos y la baja densidad de habitantes por kilómetro cuadrado, hacía imposible la formación de “columnas” guerrilleras; bastaba que unas pocas unidades regulares del ejército, salieran en persecución de la guerrilla, para que fuera extinguida con facilidad. El segundo olvido del Che fue también crucial; engañado por Castro, el Che creía que en Bolivia existía una situación pre-revolucionaria y, por tanto, olvidó la primera enseñanza de la guerra revolucionaria: antes de tomar las armas, es preciso una larga etapa de defensiva estratégica en la que la primera actividad del incipiente núcleo es realizar el ciclo “agitación – propaganda – organización”. Cuando llegó el Che a Bolivia, tras un corto período de adiestramiento de unos pocos castristas locales y de dos docenas de voluntarios cubanos atraídos por la paga, descuidó completamente el trabajo sobre la población. Ambos factores hicieron que al “pez” (la guerrilla), le faltara “agua” (el apoyo popular). En los tres meses anteriores a su captura, el Che y su menguada partida guerrillera no tenía otra tarea más que huir y huir. Así mismo, el Che pensaba que la consigna de “la tierra para el que la trabaja”, con la consiguiente reforma que daría a los campesinos la propiedad de la tierra, bastaría para que las poblaciones quechuas y aymaras se sumaran a la insurrección. Olvidaba, también aquí, dos factores: el primero es que el campesino boliviano era impenetrable, carecía de conciencia política, desconfiaba de los forasteros y, mucho más, si eran blancos o mestizos cubanos (como el Che y sus guerrilleros), por otra parte, en la década de los cincuenta, durante la presidencia de Víctor Paz Estensoro y del Movimiento Nacionalista Revolucionario, la reforma agraria ya se había realizado y el campesino boliviano era dueño de la tierra...
Estas enseñanzas estaban claras para quien era capaz de ejercer el arte de la observación, aun antes de la muerte del Che. Un intelectual de izquierdas (Abraham Guillén) y un hombre de acción (Carlos Marighela), reconocieron que, aunque la ortodoxia guerrillera, estableciera que el núcleo guerrillero, formado por fundamentalmente por campesinos, tenía como estrategia, sitiar la ciudad a través del campo, en algunos países con cierto nivel de desarrollo de las poblaciones urbanas, era necesario desarrollar un nuevo tipo de conflicto: la guerrilla urbana. La “selva del asfalto” es ideal para camuflar al guerrillero, las ciudades están hechas de escondites y trampas, tan difíciles de identificar (o más) que las que están en el campo. Si el 50% de la población de un país, estaba concentrada en las ciudades, no había más remedio que recurrir a la guerrilla urbana.
Por otra parte, la extrema-derecha argentina, ya había realizado algunas iniciativas de guerrilla urbana coronadas con éxitos relativos. A principios de los años sesenta, el Movimiento Nacionalista Revolucionario “Tacuara” y la Guardia Restauradora Nacional, habían cometido atentados anticomunistas y antisemitas, en ciudades, tardando en ser identificados. Pues bien, cuando se produjo la desarticulación de la “Tacuara” argentina, algunos miembros pasaron a la vecina República Oriental del Uruguay, tomando contacto con el grupo de Raúl Sendic. De ahí surgió el Movimiento Revolucionario “Tupamaros” inspirados en la doctrina de Abraham Guillén y en la experiencia armada de la “Tacuara”.
En el vecino Brasil, Carlos Marighela había escrito un pequeño opúsculo titulado “La guerrilla urbana”, editado en Cuba y que rivalizaba con “Guerra de guerrillas” del Che Guevara, como libro de texto entre la extrema-izquierda euro americana de los años sesenta. Marighela había fundado la Alianza Libertadora Nacional que realizó secuestros de embajadores acreditados en Brasil solicitando la liberación de sus presos (y, frecuentemente, obteniéndola). Marighela sistematizó sus experiencias y en su libro definió a la guerrilla urbana ideal: células prácticamente autónomas, arsenales y almacenes de explosivos independientes entre sí, cada grupo se provee de su propio armamento y prepara sus propias acciones siguiendo el principio de centralismo estratégico y autonomía táctica y, finalmente, recomendaba como táctica el “morder y huir”, propio de cualquier operación de guerrilla.
La ALN fue pronto desarticulada en Brasil y el propio Marighela resultó muerto, los “Tupamaros” pudieron mantener su trepidante ritmo de operaciones guerrilleras hasta 1973, cuando los militares que habían tomado el poder en Brasil, amenazaron con el “Plan 24 horas” si la guerrilla urbana conseguía llegar al poder en Uruguay. El plan consistía en la ocupación del país en apenas 24 horas. Esta amenaza, más psicológica que real, supuso el aislamiento del movimiento tupamaro y su extinción en pocos meses. El resto de iniciativas de guerrilla urbana se fueron extinguiendo, una tras otra, tanto en Iberoamérica como en Europa (Brigadas Rojas, Fracción del Ejército Rojo, GARI, GRAPO, ETA, IRA, etc.).
Cuando en 1980 tiene lugar la victoria sandinista en Nicaragua, los grupos guerrilleros centroamericanos parecen revitalizarse y la guerra civil se extiende por Guatemala, Salvador, Honduras, etc. Pero, una vez más, se trata de un espejismo: la situación nicaragüense es completamente diferente a la de los otros países; por lo demás, en Nicaragua, Carter optó por no apoyar a Somoza, mientras que en el resto de países centroamericanos, los EEUU, dirigidos por Reagan, apoyaron las tareas de contrainsurgencia. A principios de la década de los noventa, ya no quedaba nada de todas estas guerrillas e incluso los sandinistas habían sido apeados del poder por unas elecciones libres y democráticas.
Las cosas no habían ido mucho mejor en Colombia en donde desde 1983, los distintos grupos guerrilleros oscilaban entre pactar con el gobierno su desmovilización o bien mantener núcleos armados rurales cuya única misión era vivir del impuesto sobre el cultivo de la hoja de coca y custodiar cargamentos de cocaína de un lado a otro de la selva. La experiencia demuestra que cuando una guerrilla se enquista, tiende a convertirse en un núcleo de bandidos que luchan simplemente por su supervivencia personal.
Sin embargo, en otros países, la guerra de guerrillas ha demostrado ser la mejor opción estratégica. Tal es el caso de las distintas fases del conflicto afgano y, en la actualidad, de la resistencia antiamericana en Irak. Es importante destacar que, en ambos casos, los movimientos de resistencia se realizan fuera del marco ideológico marxista en el que hay que encuadrar las teorías guerrilleras de Mao, Ho-Chi-Min, Che Guevara, Guillén o Marighela. La guerra de Afganistán contra los soviéticos, la actual contra los norteamericanos y la de Irak, no terminaron el día en que los ejércitos de ocupación llegaron a Kabul o a Bagdad, sino que, justo en ese momento, empezó la verdadera confrontación. La brutal desproporción de fuerzas entre los talibanes y el ejército iraquí de un lado y los norteamericanos y sus aliados de otro, hacía imposible cualquier resistencia convencional organizada. Los bombardeos estratégicos y el lanzamiento continuado de cientos de misiles, y solamente la irrupción de masas de fuerzas blindadas cuando las defensas del país se dan como completamente quebradas, resuelve la primera fase de estos conflictos, pero la siguiente es la decisiva: se abre cuando el infante debe tomar posesión del territorio conquistado. La inaccesibilidad de los bombarderos estratosféricos o de las fragatas lanzamisiles situadas en alta mar, se convierte ahora en la vulnerabilidad del infante montando guardia en cualquier esquina y blanco fácil para un tirador de élite.
Para poder abrir una etapa de guerra de guerrillas en el contexto de una guerra de resistencia o de liberación nacional, solamente se precisa una exigencia: que la dirección guerrillera esté dispuesta a asumir el alto coste en vidas humanas de las operaciones. El Vietcong lo asumió y venció. Las guerrillas urbanas y rurales iberoamericanas y europeas, no lo estaban y, por eso mismo, han desaparecido.
5. La guerra imposible o la guerra nuclear. Beaufré
Se define a la guerrilla como la “guerra de la pulga”. En las antípodas está la guerra ABQ, atómica, bacteriológica y química. Entre 1954 y 1986 la doctrina de la “Destrucción Mutua Asegurada” constituyó la piedra angular de la doctrina de defensa americana y soviética. La idea era que, ante la perspectiva de los daños irreparables e incompatibles con la vida humana que podía provocar un ataque nuclear desencadenado por cualquiera de las dos partes, la guerra termonuclear se convertía en imposible. La paradoja consistía en que, a mayor armamento nuclear, se garantizaba una paz más estable.
Sin embargo, el teórico de esta doctrina no era ruso ni americano, sino francés, la tercera potencia nuclear en discordia, en general André Beaufré. Beaufré resume su doctrina de la disuasión nuclear en dos obras “Introducción a la Estrategia” y “Disuasión y Estrategia”. Quizás solamente un francés estaba en condiciones de exponer una teoría así. Francia, desde 1870, había ido de derrota en derrota hasta la victoria final. Las malas experiencias para las armas galas se iniciaron con la derrota del Sedán, prosiguieron en la I Guerra Mundial, cuando los alemanes estuvieron a las puertas de París y durante los cuatro años siguientes, la guerra de trinchera se realizó sobre suelo francés, prosiguió en la II Guerra Mundial con la derrota de mayo-junio de 1940, inapelable y total, finalizado el conflicto, perdió la guerra de Vietnam y luego la de Argelia. Era evidente que, tras tanta derrota, lo que existía en el seno del ejército francés era un déficit de teoría. Al carecer de modelo de conflicto, sus fuerzas no estaban preparadas para responder positivamente a ningún conflicto que estallara. Beaufré intentó superar este obstáculo ofreciendo una teoría que supuso el soporte doctrinal para la “force de frappe”, la pequeña e incipiente fuerza nuclear francesa.
Beaufré explica que el arma atómica introduce un elemento completamente nuevo hasta la fecha. La desproporción entre masa y energía. Mientras que antes de Hiroshima y Nagasaki se precisaba de una altísima concentración de fuego para conseguir la destrucción de una ciudad, a partir de ahora, para conseguir el mismo efecto bastaba con una bomba transportada por cualquier avión o por un misil. Un pequeño ejército, armado con tales armas, puede hacer frente a millones de hombres bien pertrechados con armas convencionales. La doctrina estratégica de Beaufré parte de las dimensiones reales de Francia ante las dos superpotencias, una dimensión pequeña, pero no desdeñable, que le permitiría jugar un papel estratégico fundamental en una situación de equilibrio de fuerzas. Beaufré no niega que Francia es aliada de EEUU, sólo que reivindica un papel de aliado independiente. Estima que Francia debe vender caro su papel de aliado, y escribe al respecto: “La única forma de que una fuerza nuclear independiente no sea peligrosa es tenerla como aliada”. La acción independiente debe completar la fuerza del aliado y desequilibrar al oponente. En cierto sentido, Beaufré escribe sus libros para que Norteamérica entienda el papel de Francia en la política mundial y sus veleidades de independencia política respecto a EEUU. Por lo demás, llama a la construcción de un sistema defensivo europeo en el que aspira a insertar esta línea independiente.
Beaufré es el primero en darse cuenta de que el arma atómica es la primera arma destinada a no ser utilizada, sino a generar una situación psicológica de amenaza. Escribe una frase famosa mil veces repetida: “La firmeza de Dulles, la ira y el zapato de Kruschev, la fría obstinación de De Gaulle, corresponden a ese juego psicológico cuya influencia puede superar todos los cálculos deducidos del factor material. En realidad, el elemento decisivo se asienta en esa voluntad de desencadenar el cataclismo. Hacer creer que se tiene esa voluntad es más importante que todo lo demás. Naturalmente que cada cual farolea ¿pero hasta qué punto?”. Y en otra de sus obras completa esta frase, añadiendo: “la disuasión era la resultante de una comparación desfavorable entre el riesgo y la apuesta. Matemáticamente, la disuasión comienza allí en donde el riesgo es superior a la apuesta”, o dicho en otras palabras, la Guerra Fría no se transformó en caliente gracias a que el equilibrio de fuerzas hacía que la relación entre la apuesta y el riesgo fueran inaceptables para los dos contendientes.
El arsenal mundial llegó a alcanzar los 12.000 megatones de poder explosivo, concentrados en 45.000 bombas. En 1979, la Oficina de Evaluación Tecnológica de los Estados Unidos estudió las consecuencias de un ataque soviético contra 250 ciudades norteamericanas en que se detonaran un total de 7.800 megatones. Se concluyó que las víctimas fatales serían entre 155.000.000 y 165.000.000 de norteamericanos, además de unas decenas de millones de heridos graves. Un ataque similar contra la Unión Soviética resultaría en 50.000.000 a 100.000.000 de muertes.
Un estudio diferente es el publicado en 1982 por la Real Academia Sueca de Ciencias. El estudio supone 4.970 bombas dirigidas contra ciudades (125 de ellas hacia el hemisferio sur), totalizando 1.941 megatones. Otros 700 megatones se dirigen contra refinerías de petróleo, plantas de energía eléctrica, industrias y pozos petroleros alejados de los centros poblados. Finalmente, 6.641 bombas con un rendimiento total de 3.100 megatones atacarían blancos militares, como aeropuertos, puertos navales, submarinos nucleares y mísiles balísticos intercontinentales. El resultado final de este escenario en que se detonan 5.741 megatones —apenas la mitad del arsenal total actual— es la muerte de 866.000.000 de seres humanos además de 280.000.000 de heridos que morirían a los pocos días debido a la imposibilidad de recibir ayuda médica. En total, algo más de 1.000 millones de víctimas fatales a causa de los efectos directos de las explosiones.
Las consecuencias físicas de un conflicto de este tipo serían devastadoras. Se lanzaría un total de 255.000.000 de toneladas de humo en pocas horas que, suspendido en la atmósfera, atenuaría la luz del Sol. Esto provocaría una bajada de la temperatura normal hasta 20°C bajo cero que se prolongarían durante tres meses. Otros análisis concluyen que la temperatura de la superficie del hemisferio sur bajaría unos 8°C a las pocas semanas y permanecería durante ocho meses unos cuatro grados bajo lo normal. El invierno nuclear se extendería sobre todo nuestro planeta. La capa de ozono se vería disminuida por la producción de óxidos de nitrógeno expulsados por la bola de fuego. En todas las zonas del hemisferio Norte incluido el ecuador, la radiación pasaría a ser 100 veces superior a la normal, mientras que en el hemisferio sur, a las pocas semanas se alcanzaría una radiactividad 80 veces superior. Las explosiones causarían cambios radicales en la climatología. Se iniciaría un invierno que duraría varios años. Las bajas temperaturas y la oscuridad ambiental destruirían la vegetación en el hemisferio norte (donde los efectos físicos serán mayores) y de las zonas tropicales, (menos resistentes a una disminución de la temperatura ambiental). Grandes cantidades de animales perecerían a causa del frío, escasez de agua fresca (estaría congelada) y la oscuridad. Cuando se disipara la oscuridad, los altos niveles de radiación ultravioleta causarían daño en las hojas de las plantas, debilitándolas aún más, y en la córnea del ojo de los animales causando ceguera generalizada. No habría recursos alimenticios para los vertebrados. Las aguas poco profundas se congelarían y la oscuridad destruiría el fotoplancton eliminando la base alimentaria de muchas especies marinas y de agua dulce. Los peces que sobrevivieran (una de las pocas fuentes alimentarias para los humanos), estarían contaminados por las sustancias radiactivas precipitadas en el agua.
No lograría sobrevivir a las explosiones más del 50% de la población mundial actual. Los supervivientes afrontarían la gran mortalidad provocada por epidemias a causa de la baja resistencia inmunológica y de la destrucción de la infraestructura sanitaria. Finalmente, la tensión psicológica por la experiencia vivida continuaría afectando gravemente a los sobrevivientes y a las generaciones futuras.
Ningún gobernante quiso ser recordado como el verdugo de la humanidad. La magnitud del posible desastre evitó su desencadenamiento, especialmente en los teatros principales -Europa, el territorio norteamericano y el soviético- pero no pudo evitar que durante toda la segunda mitad del siglo XX, las diferencias entre las superpotencias pasaran a ser dirimidas en teatros secundarios y a través de peones interpuestos. No chocaban EEUU y la URSS, sino Vietnam del Norte y Vietnam del Sur, los montoneros y el gobierno uruguayo, UNITA y el MPLA, Israel y el Egipto de Náser, Nigeria y Biafra, etc.
6. Las guerras de la Tercera Ola, o las guerras limpias
Si Vietnam supuso un vuelco en las doctrinas militares tradicionales, la guerra del Golfo implicó, por vez primera, la aplicación a gran escala de nuevos sistemas de destrucción. Las lecciones fueron aprendidas y corregidas en los bombardeos sobre Yugoslavia de 1999. Desde entonces el diseño de nuevos armamentos y la elaboración de una doctrina de la guerra adaptada al siglo XXI, tienen ocupados a los laboratorios y a los estrategas de las superpotencias. Así será la guerra del mañana...
En 1967 el “Che” Guevara se había internado con un grupo guerrillero por el altiplano boliviano. Entre otras pertenencias llevaba un hornillo que le habían regalado los miembros del Vietcong durante su visita a los países comunistas de Asia dos años antes. Este hornillo tenía la particularidad de que la llama resultaba invisible para los observadores. El “Che” ignoraba que ese hornillo no desprendía llama pero sí calor, lo que permitió a la CIA localizarlo constantemente mediante detectores de infrarrojos... El cadáver del “Che” tendido en una mesa de la escuelita de Vallegrande supuso el fin de una era.
El “Che” no entendió que se enfrentaba a nuevas tecnologías bélicas. Y es que cada época histórica ha acarreado métodos de destrucción adaptados a la evolución científica del momento. La Primera Guerra Mundial hubiera sido imposible unas décadas antes cuando todavía no existía la producción en cadena y la industrialización: para que hubiera guerra de desgaste sin límite, debía de haber producción también sin límite. Luego, la Segunda Guerra Mundial demostró que para que fuera posible una guerra de movimientos y maniobras era preciso que, previamente, se desarrollaran los sistemas de mecanización aéreos y terrestres.
Dos mil quinientos años antes, la “falange” macedónica había demostrado ser la fuerza más eficaz en tiempos en los que solo podía contar con unidades de infantería, pequeñas pero muy bien conjuntadas y entrenadas; más tarde apareció la combinación de caballería pesada y fortificación que generaron el feudalismo; la ballesta y el arco utilizados masivamente en Agincourt dieron la victoria a los franceses sin necesidad del cuerpo a cuerpo, la caballería entró en crisis; dos siglos después, la combinación del barco y el cañón llevaron la guerra a los mares; en 1789, la revolución francesa instituyó las levas en masa y el servicio militar obligatorio que facilitaron la creación de ejércitos de masas. Luego siguieron las dos guerras mundiales hasta llegar a la guerra fría: guerra de trincheras, guerra de maniobras y Mando Aéreo Estratégico se sucedieron a lo largo del siglo XX como formas bélicas adaptadas a la realidad socio-productiva de cada momento. Pero todo esto es inútil en nuestros días.
La situación ideal buscada por cualquier estratega puede asimilarse a una partida de ajedrez en la que un jugador puede ver la totalidad de las piezas, mientras que el otro solo alcanza a contemplar las propias. La guerra del futuro ya no consistirá en invertir más capital, trabajo o tecnología en armamentos de destrucción masiva, sino en disponer de mayor información sobre el campo de batalla. Los mongoles mantuvieron el imperio más extenso jamás visto durante 100 años a pesar de que sus “hordas” fueron siempre menores en número. Su efectividad consistía en una red de jinetes que cubrían todo el imperio y que permitían tener un dominio absoluto de la información sobre el campo de batalla.
Ayer como hoy no basta con observar; hay que tener la capacidad de actuar, tal como el teórico de la guerra von Clausewitz había dicho: “El conocimiento debe transformarse en capacidad”. La sigla inglesa C3I da la clave de las necesidades militares de todos los tiempos: Dirección (command), Control, Comunicaciones e Inteligencia. Todos estos elementos, presentes en las hordas mogolas han sido rescatados para las nuevas estrategias militares del siglo XXI. Las guerras del futuro tienen un nombre: cyberwar y netwar.
La RAND Corporation, uno de los institutos de prospectiva más importantes de EEUU, han sido los primeros en teorizar sobre la “guerra cibernética”: “Con el término cyberwar –escriben en un dossier reservado- nos referimos a llevar a cabo operaciones militares de acuerdo con principios relacionados con la información. Esto supone desbaratar, cuando no destruir, los sistemas de información y comunicaciones [del adversario], entendidos ampliamente, abarcando incluso la cultura militar, sobre la que depende el adversario para saber sobre sí mismo: quien es, donde está, qué puede hacer por tanto, por qué está luchando, qué amenazas debe enfrentar en primer lugar”. En definitiva, se trata de “desequilibrar la balanza de información y el conocimiento a favor propio”.
La cyberwar no debe ser confundida con nociones recientes ya superadas como la guerra electrónica, robotizada, automatiza o computerizada que fue puesta en práctica masivamente en la “Guerra del Golfo”. Hoy es posible ir más allá. De hecho, desde 1990 la doctrina militar ha variado sensiblemente.
El creciente sentimiento antimilitarista que se vive en todo el mundo hace que los efectivos bélicos deban ser necesariamente menores que en décadas anteriores. Menores y mejor preparados para que puedan “golpear” (punch en inglés) sin inflacionar efectivos (paunch). Así pues los satélites espía, las redes de sensores, los modelos virtuales de los combates, pero también las comunicaciones, el transporte de tropas, deberán permitir que pequeñas unidades, excepcionalmente bien entrenadas y pertrechadas, sean dirigidas justo allí en donde pueden golpear más duramente al adversario en cada momento, anticipándose a sus movimientos, conociéndolos de antemano y desbaratando su capacidad ofensiva, sus comunicaciones y su red de alerta.
Todo esto se puso en práctica en la guerra de Kosovo. La estrategia norteamericana tendió, no tanto a destruir al ejército yugoslavo –a decir verdad, sólo fue dañada 1/20 parte de su armamento pesado- como la infraestructura de comunicaciones (civiles y militares), las estaciones de radar, las centrales distribuidoras de energía y los puertos de alerta y control aeronáutico. Por su parte, los yugoslavos, conscientes de su inferioridad, respondieron desplazando millón y medio de kosovares hacia las zonas de Albania desde las que podía partir un ataque terrestre. El resultado fue el bloqueo de las carreteras y zonas de acceso con cientos de miles de personas que deambulaban sin saber a donde creando problemas humanitarios y de logística. Ambas estrategias se revelaron dramáticamente eficaces y tenían un punto en común: el reconocimiento de los puntos fuertes y las debilidades propias y ajenas.
En la guerra de Kosovo, el comandante Arkan, jefe paramilitar serbio, organizó una central de contrainformación provista de una batería de 40 superordenadores de última generación que le permitió iniciar una “guerrilla informática” contra la OTAN que abarcaba desde el envío de virus informáticos y vulneración de los sistemas de seguridad informática de OTAN mediante el reclutamiento de hackers y crakers de todo el mundo, hasta difusión vía Internet de noticias y comunicados a particulares, medios de comunicación, instituciones y organizaciones, defendiendo la postura Yugoslava.
El resultado es un nuevo tipo de guerra –la netwar, la guerra-en-red- en el que la información se ha convertido en un recurso estratégico tan importante como lo fueron en la era industrial el capital y el trabajo. Nuevos teóricos y analistas del futuro sustentaron estas ideas.
La RAND Corporation afirma que “La guerra en red (netwar) consiste en un conflicto relacionado con la información a gran nivel, entre naciones o sociedades”. Implica dañar o modificar aquello que un grupo de población, tomado como objetivo, sabe o cree saber sobre sí mismo y el mundo. Este tipo de guerra puede concentrarse sobre la opinión pública en general, sobre un sector de la misma o sobre una élite concreta. En buena medida es una derivación moderna de la guerra psicológica. Cuando Radio Martí emite desde Miami mensajes anticastristas con destino a la isla, está practicando netwar. Pero también es posible que un grupo de narcotraficantes decida sabotear a través de un equipo mercenario de hackers las comunicaciones y la información reservada de las defensas de un país o de una agencia de seguridad.
También es posible que se desaten “guerras-en-red” entre actores no estatales: grupos políticos opuestos (extremistas de derechas contra radicales alternativos) o entre organizaciones terroristas y el Estado o entre determinados colectivos sociales (jóvenes ocupas y agencias de la propiedad inmobiliaria o ETT’s)... La netwar implica la existencia de grupos de afinidad, mayores o menores, que combaten al Estado o a otros grupos sociales, fundamentalmente vehiculizando los recursos propios de la guerra psicológica a través de Internet.
Como puede verse, todo esto implica una gran confusión y la redefinición de los términos: militar y no militar, público y privado, estatal y social. Muy frecuentemente, una netwar intentará evitar, desencadenar o arrastrar a terceros hacia una cyberwar. En el fondo las netwar serán equivalentes a las actuales “guerras de baja intensidad” que pueden desembocar en conflictos de “alta intensidad”.
Hacia principios de los años 80 Alvin Tofler lanzó su famoso libro “La Tercera Ola”. Tofler y su mujer, Heidi, en 1993 publicaron un artículo capital en Los Angeles Times, War and Anti-War: Survival at the Dawn of the 21st Century dando a conocer la “teoría de la guerra de la tercera ola”.
Al igual que la RAND Corporation, Tofler sostiene que la guerra es una extensión y un reflejo del sistema productivo de una sociedad. Por ello la guerra está subordinada al modo de producción de la sociedad. Identifica “tres olas” que implican tres momentos históricos y tres modos de producción:
- La primera ola que se inició en el 8000 a. de JC y abarcó hasta finales del XVII; se caracteriza por un modo de producción agrario. La forma de guerrear se basa en ejércitos cuya organización, equipo y liderazgo son deficientes. Solo son aptos para combatir en determinadas temporadas. Las órdenes se transmiten verbalmente, la paga es irregular, habitualmente en especies; los combates son cuerpo a cuerpo.
- La segunda ola se inicia a finales del siglo XVII y llega hasta principios de los años 80 del siglo XX. Es la era de la producción industrial. Los ejércitos en masa, utilizan armamentos estandarizados producidos en las líneas de montaje, traban guerras ilimitadas basadas en el desgaste. Los oficiales eran militares instruidos en academias militares que comunicaban sus órdenes por escrito. La ametralladora y las fuerzas mecanizadas ocasionaron la creación de tácticas totalmente nuevas. Con Clausewitz, la guerra dejó de ser una contienda entre dos gobernantes y se convirtió en una lucha entre pueblos unidos en torno a Estados-Nación. Esta forma de guerra alcanzó el punto culminante de su capacidad de destrucción masiva con la creación de las armas nucleares almacenadas por las superpotencias.
- La tercera ola, la actual, es la era del conocimiento y la información. La inviabilidad de la guerra nuclear y el nuevo estadio de la civilización –lo que Berzezinsky, fundador de la Comisión Trilateral, llamó “era tecnotrónica”- determinaron un nuevo tipo de economía (y consiguientemente, un nuevo tipo de guerra) regida por la información. Municiones guiadas por precisión, robots, tecnología no mortífera, armamento dirigido por energía, virus en las computadoras son algunos de los atributos de la guerra de la tercera ola.
Estas nuevas teorías bélicas fueron adoptadas por el General Gordon R. Sullivan, Jefe del Estado Mayor del Ejército USA. Sullivan expuso sus ideas sobre el “Ejército de la Era de la Información” en el Folleto 525-5 del Comando de Adiestramiento y Doctrina, titulado “Operaciones de la Fuerza XXI”. Sus ideas se coagularon en la MTR, siglas inglesas de “Revolución Tecnológico-Militar”.
¿En qué consiste la MTR? Este nuevo tipo de guerra requiere soldados de élite enrolados en ejércitos multinacionales muy reducidos que luchen aislados en un campo de batalla casi vacío. Para el coronel Pedro Rodríguez Martín, del Mando de Doctrina la Academia de Infantería de Toledo (MADOC), el combatiente tendrá dos misiones:

  • Enviar información. Mediante cámaras de vídeo, infrarrojas y sensores ambientales... se transmitirán datos de la batalla a los mandos.
  • Adquirir objetivos. El soldado tendrá fusiles con telémetros láser, GPS, brújula digital para dirigir los disparos de la artillería.

Además, la infantería se valdrá a menudo de armas no letales. Según Nick Lewer, del departamento de Estudios para la Paz de la Universidad de Bradford (Reino Unido), "estas armas no son nuevas, pero han crecido rápidamente gracias a las misiones de paz en zonas en conflicto".
Para manejar las nuevas armas ha sido necesario recurrir a las nuevas técnicas de realidad virtual. Hasta ahora se utilizaban únicamente para entrenar aviadores, sin embargo, en la actualidad, incluso los soldados de infantería y, por supuesto, las tropas mecanizadas, se entrenan en escenarios virtuales simulados a través de potentes ordenadores y un software extremadamente sofisticado capaz de reproducir todas las condiciones reales del combate.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

Ejército y Sociedad (VIII). El “imperativo territorial”

Ejército y Sociedad (VIII). El “imperativo territorial”

Redacción.- Robert Ardrey define el imperativo territorial como el impulso que lleva a todo ser viviente a conquistar y defender su propiedad contra eventuales violaciones realizadas por miembros de su especie. El territorio satisface la necesidad de identificación que todos los seres biológicos experimentan. Cada grupo de una especie, y cada individuo dentro de ese grupo, tienden a identificarse con una parcela territorial mayor que ellos y en donde su presencia sea más duradera. Los seres humanos somos “animales territoriales”, a los que el instinto de supervivencia nos impulsa a “poseer” un territorio (hogar, Nación, espacio físico vacío en torno nuestro al movernos) que podamos considerar inequívocamente como “nuestro”. Residimos y nos gusta poseer en propiedad un Hogar en el que vivir, que consideramos como territorio específicamente propio e, incluso, dentro de él, tenemos zonas en las que nos sentimos más cómodos y objetos que nos desagrada ver utilizados por otros, un sillón, un lecho, una habitación, la propia cocina, etc.
Si un delincuente irrumpe en nuestro hogar, sin duda, estaremos dispuestos a defenderlo con uñas y dientes y, la misma legislación, considerará un eximente, haber acabado con alguien que pretendiera saquear nuestro hogar. El cocinero reacciona de forma airada y hostil cuando otra persona se introduce en su espacio de trabajo. Así mismo, tenemos unos territorios colectivos (la Nación, la Región) que nos proporcionan distintos niveles de identidad, que los consideramos “nuestro” y que, así mismo, estamos dispuestos a defender. Este “instinto territorial”, como cualquier otro instinto, es irracional, pero, no por ello, menos real, normal e inevitable. Ardrey concluye: «El hombre posee un instinto territorial, y si defendemos nuestro hogar y nuestra patria es por razones biológicas; no porque decidamos hacerlo, sino porque debemos hacerlo». Más adelante prosigue: «El lugar desempeña un papel en la identificación: piénsese en el sudista borracho que llora su whisky con acentos de Dixie, en el perro que vuelve a la casa de la que le ha echado su amo, en el salmón del Pacífico que regresa, tras pasar años en el mar, al arroyo donde nació, e incluso en Leonardo tomando el nombre de su ciudad natal: Vinci».
El territorio es la zona en la que se desarrolla la vida y en donde se encuentran los elementos propios para la supervivencia; en su interior se ejerce el instinto de la reproducción. La tendencia innata de los animales a defender un área determinada que consideran propia, individualmente o de la manada, se pone en marcha, particularmente, contra miembros de la propia especie. Los territorios se defienden mediante pautas de conducta específicas: el perro “marca” su territorio orinando, mientras el ser humano coloca fronteras que delimitan su comunidad nacional, o bien paredes y puertas para marcar su territorio íntimo. Dentro de esos espacios, tanto el animal como el ser humano, se sienten seguros, conocen sus límites y esto les indica dónde empiezan sus dominios y el de sus vecinos.
El instinto territorial indica el límite de lo colectivo (el grupo, la manada, la nación) y de lo personal o familiar, describiendo relaciones jerárquicas más o menos complejas.
La territorialidad es una parte innata de la conducta animal. Toda las especie mantienen territorios fijos y espacios individuales; todas las especies establecen límites para acceder a esos espacios; todas las especies, finalmente, establecen límites, exclusiones o admisiones en los territorios de su propiedad. En la naturaleza, el “derecho de admisión” está siempre reservado. Y, por lo mismo, el patriotismo o el nacionalismo se interpretan como la expresión humana del instinto territorial de todo animal y la desconfianza al extranjero, al que no es como nosotros, es una tendencia natural que podrá ser atenuada, pero que jamás desaparecerá del todo, en tanto que instinto innato incrustado en nuestros genes. Robert Ardrey escribe: “Este lugar es mío, soy de aquí, dice el albatros, el mono, el pez luna verde, el español, el gran buho, el lobo, el veneciano, el perro de las praderas, el picón de tres espinas, el escocés, el skua, el hombre de La Crosse (Wisconsin), el alsaciano, el chorlito anillado, el argentino, el pez globo, el salmón de las Rocosas, el parisino. Soy de aquí, que se diferencia y es superior a todos los otros lugares en la Tierra, y comparto la identidad de este lugar, de modo que yo también soy diferente y superior. Y esto es algo que no me puede quitar nadie, a pesar de todos los sufrimientos que pueda padecer o a donde pueda ir o donde pueda morir. Perteneceré siempre y únicamente a este lugar".
La territorialidad humana es de la misma naturaleza que la animal, aunque, por la complejidad de las sociedades humanas, la territorialidad humana tenga un desarrollo más sofisticado. Es inevitable -repetimos, genéticamente inevitable- que el instinto territorial y sus cristalizaciones político-sociales entre los humanos, reaparezcan una y otra vez, obstinándose en desmentir las más osadas afirmaciones de los aventureros progresistas del intelecto.
Es evidente que los animales no son “imperialistas” y que, incluso, algunas especies evocan los deseos del ministro Bono (“prefiero morir a matar”); los ratones nórdicos, por ejemplo, cuando no encuentran alimento, se suicidan en masa. Pero se trata de excepciones. El imperialismo humano apenas es otra cosa que una patología de civilizaciones modernas, que aparece cuando los elementos económicos y la noción de beneficio, se convierten en dominantes. La noción de “Imperio” –opuesta a “imperialismo”- es cultural: un pueblo dotado de una misión y de un destino aspira a englobar en él a otros pueblos, a transmitirles su estilo de vida, que consideran superior; el Imperio Romano evidencia estas características como ningún otro. Sus legiones caminaban al paso con la civilización. Por lo demás, en aquellos tiempos, también existió el caso excepcional de comunidades que, acosadas por púnicos o latinos, prefirieron el suicidio a la rendición. El instinto territorial era tan fuerte y estaba arraigado que la posibilidad de ser alejado del propio marco geográfico generaba un terror superior a la muerte. La muerte heroica no podía hacer olvidar la cuestión de fondo: perdida la tierra que nos vio nacer, mejor morir. ¿Y la libertad? La posibilidad de ser privado de ella, implica el estímulo del deseo de revuelta, hijo directo de la agresividad; cuando la revuelta, desde el punto de vista objetivo, resultaba imposible y conducía a una muerte inevitable, el sentimiento de agresión que, hasta entonces se había ejercido hacia el enemigo, se volvía contra uno mismo; por eso los habitantes de Numancia y Sagunto, o los zelotes de Massada, se suicidaron antes que rendirse. Por otra parte, da la sensación de que el instinto de conservación y de supervivencia, cuando se alcanzan situaciones límites, conducen a dos tipos de respuestas: la muerte heroica (la agresividad volcada hacia el adversario, fatalmente y sin posibilidad cierta de sobrevivir) y el suicidio (la agresividad volcada hacia uno mismo), cuando la intensidad del temor a la muerte es inferior al temor a la esclavitud, el sufrimiento, la tortura, la cárcel o el exilio.

Existen motivos que inducen a seres humanos a abandonar su territorialidad e inmigrar a otros territorios, tendencia que es presentada por los hostiles a la etología como indicativos de que el esquema, cierto en las especies animales, no puede aplicarse a los humanos. Pero, en estos casos también se reconstruye el proceso pues, no en vano, los inmigrantes tienden a agruparse en barrios y zonas específicas que, progresivamente, consideran como propias, se niegan a abandonar sus tradiciones seculares que les recuerdan a su tierra natal e, incluso, refuerzas sus vínculos identitarios. La “moriña”, la añoranza de la tierra natal entre gente que, por causas económico-sociales se han visto obligadas a inmigrar, es un último reflejo –de singular fuerza, por lo demás- que indica que el instinto territorial está siempre presente. En tiempos en los que las sociedades eran menos complejas, una de las máximas penas a las que podía ser condenado un reo era al “exilio”, es decir al abandono forzoso de la tierra que le vio nacer; era como si una parte del alma del condenado se perdiera. La historia, lo único que ha hecho ha sido reforzar la complejidad de las sociedades humanas, pero no alterar las pautas innatas de comportamiento.
Robert Ardrey es, sin duda, quien ha trabajado más el tema del instinto de territorialidad como elemento básico de las motivaciones del comportamiento. Ardrey se apoya en los trabajos que Elliot Howard, realizó en los “felices veinte” sobre las aves. Ardrey concluyó en su trabajo sobre el “Instinto territorial” que el hombre delimita fronteras y límites de propiedad, como evolución del instinto de los animales y de los métodos que utilizan para demarcar sus propiedades. Una alambrada, un cartel de “Aduana”, una barrera, delimitan una frontera, al igual que una puerta y unas paredes albergan el contenido de una “propiedad privada”, así el ser humano, evita conflictos innecesarios y el hecho de que “su espacio” pase inadvertido ante eventuales intrusos. Ese mismo comportamiento está presente en todas las especies animales. Los animales utilizan distintos procedimientos para marcar su territorio: las aves realizan advertencias sonoras, cantando en lugares bien visibles, el rugido del león se escucha a kilómetros de distancia anunciando su presencia y el dominio sobre su territorio; otras especies utilizan métodos olfativos y marcan su territorio son secreciones corporales, como la gacela Thomson, el venado rojo de Escocia, la hiena, diversas clases de antílopes, el león y nuestro habitual y consabido perro doméstico. Existen aves de plumaje endiabladamente cromático que se sitúan en los lugares más visibles de un territorio para indicar que es “suyo”. En general, las especies animales tienden a eliminar la ambigüedad en los procesos de reconocimiento de sus fronteras. Pues bien, a eso mismo, tiende el derecho internacional.

Las fronteras humanas, al igual que las establecidas por las especies animales, no son estáticas. Por el contrario, están sometidas a constantes procesos de modificación, por ejemplo, cuando una comunidad animal crece, precisa, inevitablemente, un mayor espacio territorial o si un fenómeno climático, acarrea una modificación en las condiciones del medio en el que se desenvuelve una especie concreta, esto repercute inmediatamente en el territorio que “precisa” controlar. Tanto el establecimiento de fronteras, como su defensa o ampliación, adquiere, entre las especies animales como entre las humanas, la dimensión de un conflicto. Las especies animales saben que contra más pequeño es un territorio a defender, con más ahínco se realiza y existen más posibilidades de éxito; por el contrario, si este espacio es extremadamente dilatado, sus posibilidades de defensa disminuyen. Análogamente, la historia de la humanidad demuestra que los grandes imperios son extremadamente vulnerables. Así lo entendió Julio César, genial caudillo militar y político extremadamente hábil, quien entendió que la dimensión geopolítica del Imperio Romano era el estanque mediterráneo y renunció a extenderse por los bosques de Germania. Por el contrario, Alejandro Magno, glorioso militar, carecía de visión geopolítica y no dudó, de victoria en victoria, en dilatar excesivamente las líneas de su imperio, abandonando sus límites geopolíticos, y, por tanto, condenando su construcción a un final rápido. Pocos años después de la muerte del Alejandro, su Imperio se había desaparecido completamente. Otro tanto ocurrió con Atila o con Gengis-Khan y, seguramente, con George W. Bush, líderes todos de imperios que han dilatado excepcionalmente su área de influencia, condenándose, por lo mismo, a un rápido desbordamiento. El propio territorio no se defiende con el mismo valor y arrojo que el territorio que se aspira a ocupar. Los marines americanos en Vietnam no entendían las razones de su presencia en el Sudeste Asiático, sin embargo, las Juventudes Hitlerianas respondieron en su territorio de manera fanática e insensata a los tanques soviéticos y norteamericanos cuando cruzaron el Rhin y el Oder.

Los humanos no son los únicos que reconocen que han sido vencidos. De hecho, en la mayoría de especies animales existen rituales de pacificación, especialmente en aquellos que actúan en los que actúan aislados. En esos casos, el individuo vencido no huye sino que adopta un comportamiento que evidencia su derrota y sumisión. Habitualmente, el vencido expone parte vulnerables de su cuerpo, a la vista del adversario, o bien, si es macho, adopta el comportamiento de una hembra. Entre los primates, el macho vencido se deja montar por el dominante, imitando la cópula, evidenciando su derrota. Individuos de otras especies, cuando experimentan la sensación de la derrota, muestran su trasero al macho dominante en señal de derrota. En el fondo, entre los humanos vencidos, el comportamiento no es distinto. En caso de derrota se firma un tratado de paz que deja humillado e indefenso al vencido (tratado de Versalles, tenido como paradigma de un tratado vengativo, o Proceso de Nuremberg, proceso contra Saddam Hussein, Causa General tras la Guerra Civil Española, verdaderos rituales de victoria que subrayan las culpas del vencido).
Existe otra analogía entre las especies animales y la humanidad civilizada. Los “jefes” ocupan siempre el lugar más seguro y los territorios menos expuestos, por el contrario, los que ocupan los lugares más bajos de la jerarquía están situados en las zonas más expuestas al enemigo. El bunker de la Cancillería de Berlín, estaba al abrigo de cualquier ataque aéreo o artillero; el refugio antiatómico en el que serían alojados los miembros del gobierno norteamericano en caso de ataque atómico, es, simplemente, inaccesible; sin embargo, los soldados del frente del Este, los pilos de caza nocturnos, los miembros de la Volkstrum, estaban expuestos a sufrir las mayores bajas en los combates en defensa del territorio alemán ante los tanques rusos. Y es que siempre, en todas las especies biológicas, los machos poseen una parcela cuya seguridad es inversamente proporcional a la distancia del centro del área en que vive el rebaño. El macho más fuerte –el líder- ocupa el territorio central y los demás se distribuyen en los alrededores. Contra más cerca se está del centro del territorio de una especie, más seguro se está, pero, así mismo, ese centro es defendido con más dureza. Al contrario, los territorios más distantes de ese centro –la periferia- se defienden con menos encarnizamiento. La tenacidad en la defensa de un territorio aumenta a medida que nos aproximamos a su centro y disminuye en la periferia.
El instinto territorial entre los humanos cristaliza en las ideas de patriotismo (apego a la “tierra de los padres”, ya sea una nación, un Estado o un territorio), nacionalismo (sobrevaloración de la propia nación en detrimento de las demás), el arraigo (apego del individuo a su patria chica, patria carnal o tierra natal), la identidad (conjunto de rasgos antropológicos y culturales de una comunidad concreta, verdadera conciencia territorial), la topofilia (sentimiento extremo de identidad con la tierra natal) y la geopiedad (lazo existente entre los habitantes de un territorio y la naturaleza).
La especialización de las actividades humanas hace que cuando se trata de la defensa colectiva de una nación o de una comunidad, la tarea haya sido encomendada a una “organización” específica, las fuerzas armadas. En esta estructura se encuadran los “guerreros” de otro tiempo, es decir, aquellos individuos mejor adaptados, física y mentalmente para esta tarea y encarnación de la necesidad de defensa de toda la Nación. A ellos les compete la defensa de la comunidad. La defensa de cada uno de nosotros. Negar la necesidad de las FFAA implica negar la posibilidad de defensa de la comunidad que, a la postre, no es otra cosa que la negación de un instinto básico de la naturaleza humana. En consecuencia, un puro sinsentido.
A fin de cuentas, la tarea de los etólogos ha consistido en cortar de raíz las especulaciones progresistas que habían creado un sistema de valores y una visión de la sociedad que era, justamente, la negación de nuestra naturaleza más profunda. Los lobos sueles ser ecuánimes, distan mucho de ser esos asesinos despiadados de ganado con que han sido pintados desde los cuentos infantiles; los lobos pueden perdonar al adversario vencido, pero jamás veremos un lobo pacifista, ni una hormiga dispuesta a dialogar con la “cultura” de los insectos rivales. Se conocen casos de delfines que han ayudado a sobrevivir a náufragos, aun a costa de su vida y es posible que ustedes, como yo, conozcan casos de perros que han evitado que sus dueños fueran expoliados por delincuentes. Castre a una especie de su instinto territorial o de su agresividad, y esa especie sucumbirá en esa misma generación. Forme generaciones de pacifistas, eluda hablar del combate y de la muerte, como posibilidad de lo humano, y lo que logrará, finalmente, es una comunidad que se derrumbará ante la primera dificultad. Se pueden reconducir, encuadrar e integrar la agresividad y el instinto territorial, pero jamás logrará desaparecer del todo. Cuando un ministro de defensa como José Bono afirma con una seriedad pasmosa que prefiere morir a matar, simplemente está engañando en el mejor de los casos (Bono siempre ha sido un fino estilista en el arte de la demagogia y el populismo) o, en el peor, es un rematado ignorante de la naturaleza humana. Pues bien, esto que parece extremadamente simple, demostrado por la etología, es negado por aquellos “humanistas” sobre la base de pensadores románticos, utopistas de todos los pelajes y soñadores que, por no conocer, ni siquiera conocen su propia naturaleza. Ilusos y babosillos cuyo orgullo intelectual les impide recordar que también en nosotros los humanos, existe un sustrato biológico que condiciona nuestra existencia.
Las doctrinas progres, negadoras de la evidencia
El marxismo, antes de entrar directamente en el basurero de la historia, percibió claramente que la etología y la biología clásica y la molecular, apuntaban directamente contra la línea de flotación de su doctrina. Hoy sabemos que los hombres no nacen “iguales” (aunque lo sean en derechos, no lo son biológica, física e intelectualmente). Hoy sabemos que la educación puede corregir tendencias, pero no abolir instintos. Hoy sabemos que el nacionalismo y el apego a la tierra natal, jamás lograrán ser sustituidos definitivamente por un vago internacionalismo o un “comunismo” primitivo que jamás existió. Sabemos también que la “lucha de clases”, cuando se da, no es sino la traslación de una forma de conflicto intragrupal, expresión del instinto de agresividad y de supervivencia de un grupo social concreto que aspira a conquistar el estatus del otro grupo. Negar la naturaleza biológica del ser humano y el peso de sus instintos en su ecuación personal, llega a monstruosidades como el GULAG soviético. Las ideas de los etólogos son, sencillamente, peligrosas para los teóricos del “humanismo progresista” actual, como ayer lograron desarmar ideológicamente al marxismo y convertir sus farragosas teorías en bromas pesadas. Pero esto no ha sido óbice para que el progresismo moderno siga siendo aplicado sistemáticamente en el Primer Mundo. Este pensamiento es dogmático (sus principios son presentados como inamovibles e indiscutibles, someternos a juicio equivale a hacerse sospechoso y culpable de delito intelectual) e intelectual (no se basa en principios científicos sólidos, sino en especulaciones y originalidades propias de charlatanes). Sus dogmas básicos son:
1) Todos los hombres somos iguales (habría que matizar: iguales en derechos, no en capacidades; incluso habría que revisar esta idea: los derechos deberían de estar –como, de hecho, estuvieron- establecidos en función de las responsabilidades y de los esfuerzos; la idea de igualdad no existe en la naturaleza; en metafísica, por lo demás, desde Aristóteles se sabe que cuando nos individuos son exactamente iguales, no estamos ante dos individuos sino ante uno mismo).
2) Las pautas de comportamiento y el carácter son fruto de la educación (lo cual no explica el por qué los psicótapas siguen siéndolo después de años de intentar modificar sus pautas de comportamiento y por que, jóvenes con la misma educación, edad y nivel cultural, responden de manera completamente diferente a los mismos estímulos).
3) La agresividad es producto de la "represión" (teoría que vale para algunas formas de agresividad y para algunos tipos humanos particulares; de hecho, la observación de la realidad indica que, en el mundo moderno, la disminución de represiones, tiene como contrapartida el aumento de las formas más patológicas de agresividad).
4) El progreso es la tendencia natural de la historia (olvidando que la historia de la humanidad evidencia que los movimientos de ascenso y descenso se han ido alternando en distintos momentos de la historia y que la creencia en el progreso general e indefinido de la humanidad es, acaso, el mito más difícil de demostrar).
5) las diferencias entre pueblos o razas son culturales, no biológicas (se absolutiza el papel de la cultura y se considera a la biología como un engorro que, en el fondo, puede ser superado mediante lavados de cerebro culturales; por tanto se niegan las diferencias antropológicas entre los pueblos, sus predisposiciones naturales, sus intereses y sus capacidades, se niega, en definitiva, su herencia biológica). ++
6) La economía es el único factor de la Historia (cuando la economía ha influido en la historia, no ha sido más que un instrumento del instinto de supervivencia y cuando, interaccionando con el instinto territorial y la agresividad, han motivado los grandes movimientos históricos).
Los desarrollos de la etología, según Benoist, sirvieron para desarmar ideológicamente al marxismo y al pensamiento rouseauniano. Dice Benoist: “La propiedad privada no es el resultado de la división del trabajo (como pretendía Rousseau), ni de una "contradicción" en la relación de las fuerzas productivas (como pretendía Marx). Simplemente es, como todos los fenómenos de posesión, una institución natural cuyo origen se pierde en los meandros de una herencia prehumana”. Las filosofías de Rousseau, de Marx o de Freud están ampliamente superadas por los descubrimientos de la antropología y la etología contemporáneas: “¿cómo podía Marx, en su época, saber que la propiedad está marcada por centenares de millones de años de evolución? ¿Cómo podía imaginar Freud que la jerarquía es una institución común a todas las sociedades animales, y que la tendencia a domar a sus congéneres, a devenir un "alfa", es un instinto tan vital como (él también) arcaico, de centenares de millones de años? Rousseau, ¿podía imaginar que el australopitecus africanus, del cual sin duda descendemos, era un carnívoro, un matador, y no un ser "bueno por naturaleza al que la sociedad corrompe"?”.
Gracias a las aportaciones de la etología es posible emprender, de ahora en adelante, una crítica radical a las filosofías basadas en el pensamiento de Rousseau. El hombre no es "bueno por naturaleza". En su nacimiento, no es ni "libre", ni "igual" ni nada de lo que de ello sigue. Profundizando en esta crítica, aun podemos sustituir las palabras de orden equívoco de "retorno a la naturaleza" por las de un "retorno a la cultura". La naturaleza, dicen los filósofos de la vida, nos enseña lo que somos, pero no lo que podemos llegar a ser.
Y lo que somos está demasiado claro a la luz de la etología científica como para que podamos negarlo: somos seres territoriales, estamos en la escala evolutiva en la que estamos gracias a que las armas nos ayudaron a sobrevivir en medios hostiles, descendemos de cazadores- guerreros, tenemos en nuestros circuitos biológicos un impulso agresivo modulado por la racionalidad.

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es

Ejército y Sociedad (VII). La guerra según la etología

Ejército y Sociedad (VII). La guerra según la etología

Redacción.- Desde el punto de vista de la etología, ¿qué es la guerra? Lorenz la define como un conflicto que aparece como resultado de un episodio armado intergrupal en el que abundan los factores culturales: desconfiamos de todo aquello que no conocemos y mucho más de lo que conocemos y juzgamos que no es como “lo nuestro”. Los grandes conflictos entre países aparecen como una derivación del rechazo al foráneo, al forastero o al extranjero. O, en otros casos, como la manera en que una Nación amplía su espacio territorial para satisfacer la necesidad de “espacio vital”. De no tenerla, aparecerían los conflictos internos y las patologías sociales.
La experiencia histórica demuestra precisamente que la convivencia entre dos comunidades cultural, étnica, antropológica y religiosamente diferentes, es conflictiva y, antes o después, termina en conflicto “caliente” o en agresividad indisimulada. La educación puede atenuar, cubrir o retrasar el conflicto, pero, éste, fatalmente, antes o después, se evidencia dramáticamente. Frecuentemente, entran en juego otros factores, especialmente en los grandes conflictos internacionales (factores geopolíticos y neoeconómicos), pero todo ello indica que existen una serie de determinismos de todo tipo que impulsan a la agresividad y al conflicto.

Salvo entre el Islam, el mandato divino, difundido por los grandes legisladores míticos, incluye el mandamiento “no matarás”. Este mandamiento está presente entre los pueblos cazadores y, en el extremo, entre los caníbales. Salvo la alusión a la “guerra santa” en el Islam, que citamos en tanto que excepción, vanamente buscaríamos cartas blancas para matar, en no importa que marco geográfico o histórico. Se trata de un “mecanismo inhibitorio” de la agresividad. Pero no se trata de un gran hallazgo de la humanidad. Tales mecanismos inhibitorios están presentes en las especies animales. Cuando los lobos y los perros alimentan a sus crías en la boca lo que están haciendo crear un mecanismo de este tipo para evitar la agresividad “intraespecífica”. No hay nada original en el “no matarás”. En cuanto a la compasión (repugnancia del acto de matar a un congénere) también está presente en las especies animales, como pautas “pre-programadas”, sólo que en la especie humana se justifican teóricamente mediante el recurso a valores éticos. La racionalidad, marca la diferencia… una diferencia relativa. Pero la evolución y la conservación de las especies se realizan al margen de cualquier pauta ética o moral. La complejidad de las sociedades humanas, excede con mucho las pautas organizativas de cualquier sociedad animal, y, precisamente por ello, precisan de valores, leyes y tradiciones, pero en el poso de ambos tipos de sociedades existe el mismo trasfondo: el sustrato biológico común que los humanos podemos reconducir, educar, encarrilar, pero no negar. Tenemos todo el derecho a negar que un átomo de oxígeno y dos de hidrógeno den como resultado agua; podemos incluso evitar que se produzca la fatal reacción, modificando las condiciones de presión y temperatura y, finalmente, podemos negar la realidad de los hechos, pero, jamás evitaremos que, antes o después, aparezca la fatal fórmula H2O.
Reconocer que la agresividad está en el interior de los genes –y que es bueno que esté por que, mientras siga presente, estaremos en condiciones de asegurar la supervivencia de la especie- es aceptar la realidad. Negarla, supone negar la evidencia. El pacifista tiene tendencia a guiarse por fantasías humanitaristas generadas por su imaginación visionaria y actúa a despecho de que la historia, la ciencia, la psicología, se empeñen en desmentir sus elucubraciones.

Lorenz sostenía que una pauta de comportamiento agresivo puede ritualizarse y, por eso mismo, perder completamente su significado original. Una de las formas de este tipo de comportamiento es el galanteo que realizan la mayoría de las especies antes del apareamiento. Cuando el ganso salvaje intenta conquistar a la hembra que ha elegido, realiza una danza particular. Lorenz observó que el ganso imitaba los movimientos agresivos realizados contra rivales imaginarios. Por su parte, la hembra respondía huyendo del macho, luego daba la vuelta y se situaba tras él. La hembra, con estos gestos, respondía positivamente a la propuesta de apareamiento del macho. Pero este gesto era el mismo que realizaba la hembra cuando ella y su pareja se enfrentaban a una pareja rival. En esos casos, la hembra cargaba contra los rivales, pero cuando se alejaba del macho –esto es, cuando perdía su protección- se asustaba, retrocedía y se situaba tras él, buscando, evidentemente, su protección. En los procesos de apareamiento, la hembra ritualizaba el complejo ataque-huida, es decir, reconducía la agresividad hacia la sexualidad.
Entre los humanos, procesos similares de ritualización de la agresividad y del instinto territorial son extremadamente frecuentes. Se mantienen cuando ayudan a la supervivencia. Las novatadas, por ejemplo, tal como hemos visto, pertenecen a este tipo de manifestaciones. Las formaciones militares y la marcha al paso, tienen también un sustrato susceptible de ser interpretado mediante la ritualización de la agresividad. Lorenz explica que el instinto gregario de algunas especies animales es una forma de reorientar la agresividad hacia el exterior e inhibirla hacia el interior. Resulta difícil no pensar en las formaciones militares: la unidad de combate romana, se aproximaba al enemigo, apretando sus filas y cubriéndose con los escudos; era imposible que las flechas penetraran entre la muralla de escudos colocados sobre sus cabezas y en su frente. La Guardia Imperial napoleónica, formaba un cuadrado erizado de fusiles y bayonetas en las situaciones de apuro. Harold el Sajón, resistió hasta la muerte del último de sus soldados y la suya propia cuando, superados por los normandos de Guillermo el Conquistador, se replegaron sobre sí mismos en el recinto fortificado de Hastings; y, finalmente, durante la conquista del Oeste, la mejor forma que tenían las caravanas de carretas para rechazar los ataques de los indígenas, consistía en situarse de forma circular, cerrar filas y constituir un apretado cinturón defensivo desde el que disparar al enemigo. De todo esto podemos extraer una ley universal: contra mayor es la presión exterior del ambiente, la mejor respuesta es aumentar la cohesión interior.

Eibl-Eibesfeldt afirma que existe una contrapartida a la agresividad que impide que los seres vivos se destruyan unos a otros en agresiones intraespecíficas. Se trata de la tendencia innata a la sociabilidad que se manifiesta mediante ritos y pulsiones vinculadoras, que inhiben la agresividad contra los individuos de la propia especie. En la fiesta del Pijiguao celebrada por los Waikas, del alto Orinoco, los guerreros de tribus que sellan una alianza, realizan danzas. La danza es agresiva, pero tras cada guerrero danza un niño. La intimidación y la conciliación están presentes en el rito. Esta modula a aquella, tal como ocurre en el interior de las especies biológicas.

La sociabilidad se forja a partir del momento mismo del nacimiento. Entre aves y primates, pero también entre algunas tribus primitivas, las madres dan alimento a sus crías previamente masticado por ellas mismas. Todo esto indica que la cultura y la educación no bastan para explicar el comportamiento humano, sino al revés, nuestros actos tienen motivaciones biológicas condicionadas por la memoria genética. La diferencia entre las sociedades animales y las humanas, radica en que las humanas tienen libertad para elegir entre permanecer fieles a su legado biológico o a elaborar sus propias normas de vida. Es significativo que muchas leyendas arcaicas aludan a una “caída” que supuso la desvinculación de una realidad superior y de un estado de felicidad originario. Es probable que esta “caída” aluda poéticamente al momento en que el ser humano intentó olvidar su instinto biológico que le daba la felicidad originaria y elaboró normas sociales. Y si esto es cierto, no cabe la menor duda de que la conflictividad que ha acompañado a la historia de la humanidad es hijo de esta “caída”.

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisi@yahoo.es

Ejército y Sociedad (VI). Sobre el origen de la agresividad

Ejército y Sociedad (VI). Sobre el origen de la agresividad

Redacción.- En 1967, Konrad Lorenz enunció su famosa teoría sobre la agresividad. Ésta, no sería más que un instinto natural del hombre, una herencia genética de nuestros antepasados simios. En aquella época vivíamos la orgía marxista. Quien aspiraba a un lugar bajo el sol intelectual, debía, necesariamente, hacer profesión de fe marxista, y mucho mejor, freudo-marxista. El pensamiento de Marx y Engels era un dogma entre la mayoría de la intelectualidad europea: quien no era marxista, no sólo no era intelectual, sino que, frecuentemente, era reaccionario y fascista. Un hijoputa ignorante, vaya. Sin embargo, el marxismo jamás estuvo en condiciones de interpretar tolo lo que no encajara con su esquema de lucha de clases, con el materialismo dialéctico y con su economicismo cargante. Si había violencia y agresividad era porque existía lucha de clases. Y no al revés, tal como demuestra la etología. No es raro que Lorenz y sus discípulos fueran atacados y denigrados por el stablishment cultural marxista.


En realidad, el marxismo y luego el progresismo, interpretaron mal –o quisieron entender mal- las palabras de los etólogos. En todas las especies animales, la agresividad es solamente una de las opciones a las que recurrir ante un conflicto. Existen otras muchas. Algunas variedades de primates evitan las peleas ofreciendo al adversario la posibilidad de compartir comida, o sencillamente ignorándolo. En el caso de que se llegue a situaciones de violencia, los primates son capaces de reconciliarse, abrazarse y besarse. Pero esto tiene también su base biológica: los rituales de pacificación limitan los conflictos sangrientos, preservan la cohesión de las manadas y eliminan la posibilidad de que luchas excesivas terminen por hacer peligrar la supervivencia de la especie. Hoy se sabe que entre los animales también existen “negociadores”, habitualmente los jefes de la manada o los más respetados por todos, que animan a los contendientes a superar sus conflictos.
Nuevas técnicas de investigación, como la resonancia magnética y la tomografía por emisión de positrones, han permitido identificar algunas de las regiones cerebrales en las que se producen las emociones. A partir de ahí se sabe que no todos los individuos son capaces de controlar su agresividad de la misma manera. Existen individuos predispuestos a la violencia y que no dudan en evidenciar su agresividad, más que cualquier otro. Hoy se sabe que estos individuos son necesarios en la sociedad: gracias a ellos, en momentos de crisis, la sociedad sabe a quién recurrir para su defensa. Disponer de un mayor potencial de agresividad no implica, necesariamente, demostrarlo, ni orientarlo hacia la delincuencia o la depredación. El ser humano tiene la capacidad de regular y encarrilar su violencia. Luego veremos que la “casta guerrera” es aquella en la que está más vivo el potencial de agresividad y, también por esto, es la que se somete a una disciplina y a un entrenamiento más duro para canalizarla.
Existen tres teorías sobre el origen de la agresividad. Nosotros nos adherimos a la primera, la teoría del origen instintivo, propugnada por Konrad Lorenz, Robert Ardrey, Desmond Morris, Anthony Storr y Niko Tinbergen. Para ellos la agresividad es o procede de un instinto innato. Para Lorenz es un impulso biológico filogenéticamente adquirido con miras a la adaptación; la conducta agresiva se explica como una forma de descarga de la tensión acumulada. Luego existe la teoría de la frustración-agresión, nacida en EEUU como respuesta a la anterior. Dollard y Millar (en Frustración y Agresión), se apoyan en Freud, para quien la agresión era un reflejo del impulso hacia la muerte (tanatos), pero la sustituyen por una correlación entre frustración y agresividad: la agresividad es el producto de una frustración. Esta teoría, que data de los años 30, está hoy completamente desacreditada: existe agresividad sin frustración; es más, en las especies animales, tal correlación está completamente ausente. Los perros deberían de ser extremadamente agresivos, cuando se sientan ante la mesa de su dueño, o de desconocidos y observan como éstos comen los alimentos que ellos desean y que no les serán dados. La frustración del perro ante el alimento no recibido no se traduce en agresividad contra su dueño. Por último, la teoría cultural, de carácter conductista, difundido por Bandura y Walters (Aprendizaje social de la conducta desviada) y Ashley Montagu (La naturaleza de la agresividad humana), considera la agresividad como una respuesta socialmente aprendida. Esta teoría goza de cierto crédito en la actualidad, si bien hace aguas por todas partes. Sirve de base para las teorías psicosociales de la agresividad aprendida por imitación. Reconoce que en la agresividad humana existe un poso biológico, pero afirma que la conducta humana no depende en última instancia de ella, sino que se moldea mediante el entorno cultural en el que se inserta. El caso es que siempre, antes o después, esa agresividad reaparece por mucho cuidado que una cultura concreta –la nuestra, por ejemplo- haya puesto en su desaparición. Incluso en el interior de grupos pacifistas existen disidencias, escisiones y conflictos internos que no son más que el reflejo de pulsiones de agresividad, incluso entre gente predispuestas a la defensa de la “paz”. Incluso, criterios, en principio razonables derivados de esta teoría, como el aumento de la agresividad entre los jóvenes derivado de la violencia televisiva o de la violencia en los videojuegos, está sujeta a caución, como hemos visto.
La agresividad no es más que un aspecto funcional de la evolución de la especie que, tanto en las especies animales, como en el ser humano, delimita y mantiene las jerarquías sociales, es un medio para conservar las pautas grupales (lo que en la comunidad humana sería la “tradición”) y aquel miembro de una tribu que no coopera con ella es atacado por los demás; sirve para delimitar un territorio sobre el que un individuo o una comunidad de esa especie, domina, es decir, define una conducta territorial; y, finalmente, en el terreno de la sexualidad, determina una especie de sistema eugenésico, mediante el cual crea un orden en la reproducción, asegurando la selección natural de la especie a través de las luchas por el apareamiento. Y todo esto, es común, como he dicho, tanto entre las especies animales, como entre el ser humano. Está claro que la educación humana atenúa y encarrila toda esta agresividad, la regula y la somete a reglas precisas, pero en absoluto la hace desaparecer.

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es

Ejército y Sociedad (V). Cuando la etología viaja al origen de las armas

Ejército y Sociedad (V). Cuando la etología viaja al origen de las armas

Redacción.- La etología apareció a finales del siglo XVIII de la mano de un guardabosques de Versalles, G.G. Leroy, a quien se le ocurrió describir la psicología animal en su libro La inteligencia y afectabilidad de los animales desde un punto de vista filosófico. Más tarde, Lamarck sostuvo que la adaptación de las especies era altamente tributario de ese impulso animal al que se había referido Leroy. En la segunda mitad del siglo XIX, Alfred Girad aludirá por primera vez a la “Etología” para describir sus investigaciones sobre la psicología animal. Pero sería el vienés, Konrad Lorenz, nacido con el siglo y apasionado por la naturaleza animal el que daría el verdadero impulso a esta rama de las ciencias naturles. Lorenz, estaba titulado en medicina, filosofía y zoología y a lo largo de su vida –recibió, finalmente, el Premio Nobel en 1971- demostró ser casi un sabio renacentista, interesado por todo y que siempre tenía algo que decir sobre las ciencias de la naturaleza; además, durante la II Guerra Mundial fue soldado en el frente del Este. Observando las reacciones de los soldados en los combates y de su cautiverio (permaneció dos años preso en Liberia), entendió que algunos elementos centrales de su etología, podían ayudar a entender ciertos procesos de lo humano. Sus dos grandes aportaciones a la etología fueron –además de su sistematización- el concepto de lo innato y el de agresividad.
Sobre lo innato cabe decir que, todas las especies biológicas, incluido el ser humano, disponen de un mensaje genético que condiciona su comportamiento y les obliga a reaccionar ante estímulos determinados. La mente humana no es un cuaderno en blanco, en donde la cultura, la educación y la experiencia van grabando ideas, sino que el ser humano lleva en sus genes instintos que le obligan a reaccionar de forma concreta. Muchos aspectos del comportamiento humano solamente pueden explicarse en función de su sustrato biológico.
Lorenz descubrió que el individuo llega al mundo con un bagaje de pautas y pasiones innatas, que derivan de la historia evolutiva de la especie. Hoy, esta teoría está demostrada experimentalmente. Aves recién nacidas que jamás han visto a especies enemigas, reaccionan ante ellas o ante algo que se les parezca. Otras aves consideran que su madre es el primer ser vivo que ven, sea de su misma especie o de cualquier otra. Lorenz cita el caso de las pavas que matan a cualquier animal que se encuentre en su nido. Y si son sordas y no oyen piar a sus propias crías, las llegan a matar también. ¿La conclusión? En los genes de las pavas, existe el impulso innato a matar a cualquier ser vivo que se encuentre próximo a sus crías. Solamente, sus propias crías inhiben su agresividad.
Uno de sus discípulos, Ireneäus Eibl- Eibesfeldt caminó por los mismos pasos que su maestro definiendo la guerra en términos etológicos, como “conflicto intergrupal armado”, modulación específicamente humana de la agresión intergrupal (entre grupos rivales) e intraespecífica (en el interior de un mismo grupo). Lorenz y Eibl- Eibesfeldt, negaban que la guerra fuera el resultado de un instinto bestial degenerado, verdadera forma de sadismo y necrofilia, tal como Erich Fromm había pretendido establecer. Desde el punto de vista de la ecología, la guerra define y redistribuye los territorios propiedad de los diversos grupos humanos. Es una técnica adaptativa practicada por la especie humana que, además, tiene una función de control y equilibrio demográfico. Eibl-Eibesfeldt escribe a propósito: «La guerra, en consecuencia, es un medio que sirve a los grupos para competir por la posesión de bienes de interés vital (tierra, riquezas del subsuelo). Se ha dicho también que sirve para mantener el equilibrio demográfico, pero éste es, sin ningún género de dudas, un efecto secundario. O para regular variables psíquicas (desahogo de tensiones psíquicas). En este punto se confunden los móviles individuales con las ventajas desde la perspectiva de la selección». Lorenz y Eibl-Eibesfeldt resultan extremadamente convincentes cuando explican que si la guerra fuera «contra-funcional» (si hiciera peligrar la existencia de la especie humana), habría sido eliminada por la presión de la selección natural. Pero esto no ha ocurrido. Es más, los tratados sobre la limitación de las armas nucleares, evidencian un cierto autocontrol de la capacidad destructiva de la humanidad. Lorenz escribe, a propósito: «O bien la guerra es nociva o bien es útil desde el punto de vista de la selección. Si la primera posibilidad se hubiera cumplido siempre, hace ya mucho tiempo que se habría organizado una contra-selección, extremo éste que, como demuestra la historia, no se ha dado».
De todas formas, Eibl-Eibesfeldt, señala que la irrupción de las armas de repetición rompió el equilibrio adaptativo al aumentar el número de bajas en los combates. Mientras estos eran, cuerpo a cuerpo, las guerras tenían un número limitado de muertes, pero a partir de la aparición de las armas de la “segunda ola” (siguiendo la gradación de Toffler), el número de muertos y mutilados se disparó. A partir de la aplicación de los criterios de “guerra total”, las bajas no se daban solamente entre los combatientes de primera línea, sino que aumentaban desmesuradamente entre la población civil. Ya volveremos a este tema más adelante. Eibl-Eibesfeldt y Robert Ardrey niegan que en su origen, la raza humana estuviera formada con pacíficos cazadores-recolectores rousseaunianos, sino por tribus armadas y organizadas que superaron a grupos peor armados y peor organizados. Cuando los antropólogos “pacifistas” responden que hoy existen grupos esquimales, bosquimanos, indígenas del Kalahari, kwakiult, etc, que no evidencian estos rasgos, sus respuestas son unánimes: se trata de grupos que parecen haber agotado sus posibilidades vitales, no evolucionan, sino que, más bien, se extinguen progresivamente...
Parece claro que fueron, precisamente, las armas, lo que posibilitó que en los albores de los tiempos, una raza físicamente débil en comparación con otros mamíferos depredadores, estuviera en condiciones de sobrevivir, se debió solamente a que su inteligencia y habilidad manual le permitió construir armas que no eran sino la prolongación de sus miembros y los mejoraban para combatir y sobrevivir. Las armas no son un accidente desagradable en la historia humana, son, precisamente, la herramienta gracias a la cual hoy seguimos vivos. Nacieron con el ser humano primitivo. El “buen salvaje” rousseauniano jamás existió más allá de las elucubraciones progresistas y pacifistas.
Agresividad y supervivencia
“El guerrero homérico que quiere rendirse y pide gracia, arroja su yelmo y su escudo, cae de rodillas e inclina la cerviz, acciones que manifiestamente facilitarían a su contrario el darle muerte, pero que, en realidad, dificultan semejante acción. Todavía hoy, en los gestos habituales de cortesía se descubren indicios simbólicos de semejantes gestos de sumisión: reverencias, quitarse el sombrero, presentar las armas en las ceremonias militares. Por lo demás, los gestos de sumisión de los guerreros griegos no parecen haber sido de extraordinaria efectividad; los héroes de Homero no se dejaban influir y por lo menos a este respecto, su corazón no era tan fácil de enternecer como el de los lobos. El cantor nos relata numerosos casos en los cuales el que pedía merced era muerto sin piedad -o a pesar de la piedad-. También la leyenda heroica germánica abunda en casos donde fallan los gestos de sumisión, y hay que esperar hasta la edad caballeresca del Medievo para encontrar la gracia para el vencido. Sólo el caballero cristiano es, sobre las bases tradicionales y religiosas de su moral, tan caballeresco como pueda serlo, mirándolo objetivamente, el lobo como fruto de instintos e inhibiciones profundamente arraigados. ¡Qué paradoja más asombrosa!
Konrad Lorenz,
Si alguien usurpa nuestros derechos, tenemos a gala defendernos. Si una potencia extranjera invade nuestro país, y nuestra sociedad es sana, se defenderá hasta expulsar al ocupante. Y no importarán las pérdidas que se sufran; en las “guerras de liberación”, el objetivo común –la derrota del enemigo- se sitúa ante cualquier otra prioridad, asumiéndose que la lucha va a ser larga y se sufrirá un alto número de bajas. Pero también hay situaciones más vanales: una banda callejera se siente “dueña” de “su” territorio, el barrio, y en los transportes públicos, nos desagrada que alguien se nos acerque demasiado, incluso reaccionamos agresivamente, si franquea ciertos límites. Tenemos un “espacio personal” cuya longitud depende de muchos factores (en culturas rurales es más amplio, en zonas urbanas se restringe a unos pocos centímetros; de ahí la incomodidad que se experimenta en el interior de un ascensor repleto de gente o en los transportes públicos en horas punta). Y los países que viven del turismo, incluido el nuestro, albergan un doble sentimiento hacia el visitante: por una parte, se le reverencia en tanto que aporta riqueza económica, pero por otra, se experimenta una sensación invasiva, como ante cualquier otro “forastero”. Todos estos fenómenos tienen que ver con el “imperativo territorial”; el mantenimiento de la propia identidad y de la integridad del territorio es una de las raíces de la agresividad humana.
Lorenz sostiene que el impulso agresivo es el impulso básico del que derivan las demás pautas de comportamiento, por ritualización, redirección o transformación. Distingue dos tipos bien diferenciados de comportamiento agresivo: la agresión interespecífica (cazador-presa, fundamentalmente, rivales de especies distintas) y la intraespecífica (entre rivales de la misma especie). En ésta última, antes del combate, se producen una serie de reacciones fisiológicas en los sujetos; aparece el llamado stress de ataque-huida (impulso agresivo que impulsa al ataque e instinto de conservación que sugiere huida). En la mayor parte de las agresiones intraespecíficas, los contendientes no se hacen daño, solamente establecen jerarquías en el interior de la manada. Estas luchas se inician con gestos en los que cada parte intenta amedrentar a la contraria. Luego se desarrolla el combate hasta que una de las dos partes se siente derrotada; entonces, el vencido realiza gestos rituales de sometimiento y pacificación: acepta el liderazgo del vencedor y el situarse en un nivel jerárquico inferior a él. La función de los rituales de pacificación es inhibir la agresividad del oponente, de la misma forma que un ejército vencido enarbola bandera blanca o coloca las armas a la funerala (con el cañón boca abajo).
En cambio, en la agresividad interespecífica, todo este proceso se desencadena de forma diferente. Ni hay ritual intimidatorio previo, ni hay pacificación posible. El depredador intenta que la lucha sea breve, una corta persecución, un movimiento por sorpresa, un gesto brusco realizado tras horas de inmovilidad, cualquier cosa con tal de aniquilar a la presa de forma contundente.
Freud, fue el primero en ver en la agresividad un instinto, puesto al servicio de la sexualidad. Años después, Lorenz le corrigió: instinto si, pero innato e independiente del complejo eros-tanatos, tan querido por el psiquiatra vienés. En efecto, para Konrad Lorenz, la agresión es una disposición espontánea e innata, factor imprescindible para la supervivencia. Ni una sola especie hubiera podido sobrevivir –y, por lo tanto, la evolución hubiera sido inconcebible- sin la agresividad. Así pues, la agresividad, lejos de ser un factor negativo, es una condición sine qua non para la supervivencia de las especies. Todavía no se ha comprendido exactamente en qué medida la bioquímica, las hormonas y la fisiología del cerebro, interactúan con la agresión. No se alberga, sin embargo, la menor duda de que la agresividad existe tanto en los animales y como en la especie humana y que, en ambos casos, es de la misma naturaleza.
Desde finales de los años 60, se sabe que la conducta de los animales puede modificarse implantando electrodos en el cerebro capaces de inhibir la agresividad. El psicólogo español José Delgado detuvo la embestida de un toro mediante este procedimiento; a medida que repitió muchas veces esta experiencia con el mismo toro, percibió que el animal se volvía cada vez menos agresivo. Otras experiencias similares consiguieron que ratas de laboratorio se volvieran más agresivas o mansas, según el tipo de droga que se les administraba. Así mismo, estudios psico-fisiológicos sobre individuos aquejados de patologías cerebrales, han podido establecer que las conductas extremadamente agresivas se relacionan siempre con trastornos cerebrales, alteraciones de la química del cerebro provocadas artificialmente o a causa de dolencias. Entre los violadores y personas con tendencia a practicar una violencia excesiva, aparecieron enfermedades del sistema límbico y del lóbulo temporal. En psicópatas criminales se descubrió un cromosoma de más, el XYY.
Todo esto demuestra que existe una agresividad natural en el ser humano, que marcha al paso con el instinto de supervivencia y con el instinto territorial, y es una garantía para la perpetuación de la especie. Si esos instintos desaparecieran, la especie humana correría el riesgo de no estar a la altura de los desafíos que encuentra cada día ante sí. Ahora bien, cuando mediante una patología social, o a través de una manipulación de la bioquímica del cerebro, esta agresividad se torna extrema, no estamos ante una garantía de supervivencia, sino ante un riesgo. En los años sesenta, Albert Bandura realizó un experimento en el que expuso a diversos grupos de niños a varios modelos agresivos. A otros grupos de niños se les mostraron modelos no-agresivos. Los niños que observaron los modelos agresivos imitaron muchos de los actos que habían visto. Luego Bandura expuso a los escolares a modelos de agresores que eran castigados. Al presenciar el castigo en dichos modelos, los niños mostraran una menor agresión imitativa. Quedó, así mismo, demostrado que la agresión no era un acto temporal: la agresión, una vez aprendida, no es fácil de olvidar. Pero las conclusiones de Bandura parecían aventuradas: porque la agresividad “natural” está siempre presente en el ser humano y sólo desaparece cuando se manipula su cerebro; no es la educación, ni los estímulos (recompensas, castigos, frustraciones), lo que la generan, sino que, más bien, estos estímulos lo que hacen es “despertarla”. De la misma forma que una educación “pacifista” no logrará hacer seres pacíficos, sino seres en los que interiormente aparezca una tensión entre una educación no-natural y un sustrato genético en el que la agresividad está siempre presente. La educación pacifista, es la forma de injertar en el individuo algo parecido a los electrodos incrustados en el cerebro del toro para conseguir que niegue su verdadera naturaleza. El ser humano ha heredado de los estratos anteriores de la evolución, ese instinto agresivo. Quién ha renunciado a tal instinto, no es una ser “evolucionado”, sino, más bien, una víctima, un ser amputado de uno de los elementos que garantizarán su supervivencia.
Bandura, en el fondo, era un conductista que creía que las reacciones agresivas suponen una salida a las situaciones que nos provocan ansiedad. La agresión, en ese contexto, estaría en el origen de experiencias desagradables o derivaría del ofrecimiento de recompensas. Por su parte, los psicoanalistas consideraban que la frustración y cualquier otra experiencia desagradable, bastaba para generar agresividad. Ambas teorías compartían un punto común: la creencia de que los impulsos agresivos pueden ser eliminados o sublimados y derivan de traumas o de malos hábitos culturales. Hoy se sabe que todo esto era un error.
Aún los progres creen que las historietas de horror, el cine, la radio, el rock, el género negro o los libritos de cuentos, tienen la culpa de las patologías sociales. Hoy, la televisión es el principal objeto de críticas, junto con los videojuegos e Internet. Los porcentajes de violencia, aparentemente en aumento entre los jóvenes, se relacionan con estos medios que son el principal vehículo cultural de transmisión de la violencia. Eliminando estos vehículos o reconduciéndolos hacia orientaciones no-violentas, no se eliminaría ni remotamente la agresividad. A pesar de lo tópico y reiterativo de los planteamientos de este tipo, no está en absoluto claro que exista la relación entre violencia en medios de comunicación y agresividad entre los jóvenes. La ambigüedad de un experimento realizado en EEUU es paradigma de la frivolidad de tales argumentos.
En la década de 1970 un estudio del Instituto Cirugía General de Norteamérica, aseguró haber descubierto un vínculo entre el acto de ver la televisión y la conducta violenta. Bastaría con reducir la violencia televisiva para desterrar progresivamente la violencia de la sociedad, afirmaban los autores de tal estudio. Pero no estaba claro en los estudios experimentales si los programas violentos excitaban la agresividad entre los jóvenes o si éstos elegían programas violentos a causa de otros factores que no entraban en el estudio y que les dictaban un comportamiento agresivo. Hoy se tiende a responsabilizar a los videojuegos de la violencia entre los jóvenes, pero, lamentablemente, en los pocos estudios que se han realizado no está claro si los jóvenes habituados a videojuegos no violentos experimentan la misma agresividad: algunos sospechan que es el medio y no el contenido lo que excita la violencia. Juegos de ordenador, aparentemente inofensivos e ingenuos, a fuerza de ser utilizados interminablemente, crisparían al usuario, aunque entre ellos no hubiera violencia (el Tetris, por ejemplo). Por lo demás, otros estudios –de Feshbach y Singer, psicólogos norteamericanos- sostienen que ver la violencia por televisión no tiene efecto e, incluso, reduce la agresión real. En general, da la sensación de que todos estos estudios son parciales, limitados y maniqueos; no vale la pena perder mucho tiempo considerándolos. Para entender las raíces de la agresividad, debemos entender a la sociedad y el lugar que ocupa la violencia dentro de ella.
La agresividad tiene algo de manifestación cultural, y como tal, resulta aceptable en algunas situaciones y condenable en otras. Un par de jóvenes que practican el boxeo dentro de un ring o el karate en un dojo, son hechos aceptados socialmente; pero si esos mismos jóvenes luchan con navajas en las calles, su acto es considerado delictivo. O lo que es peor: un piloto puede ser condecorado por haber bombardeado un puente situado al lado de una escuela y, sin embargo, así mismo, será juzgado y condenado si golpea a su mujer o atropella a alguien durante la conducción de un automóvil. En el siglo XIX, entre las clases trabajadoras inglesas, abundaba la violencia doméstica que era interpretada como una muestra de la frustración natural de las clases desfavorecidas. Hoy, ya no se sabe a qué obedece esa misma violencia doméstica, especialmente cuando se da en un marco en el que no existen problemas económicos. Luego se dio como desencadenante de la violencia a las malas condiciones de vida; pero hoy, en ciudades bien planificadas y en cómodas viviendas, esa violencia sigue igualmente presente. Sin duda, la violencia doméstica, tiene un aspecto cultural (en España han aumentado las cifras, paralelamente, al aumento de la inmigración y a la llegada de contingentes étnicos en cuya tradición cultural está presente el desprecio a la mujer o en donde las tasas de alcoholismo exceden la normalidad), sociológico (la división de funciones, en buena medida, derivada de la fisiología diferente entre hombre y mujer, hasta ayer clara, ya no existe y la igualdad ha generado cierta confusión), antropológico (restos de machismo aun presente en nuestra sociedad) y jurídico (estadísticas adulteradas por denuncias falsas que favorecen a la mujer en los procedimientos de divorcio sin acuerdo mutuo). Por nuestra parte, creemos que, al margen de estas causas, los niveles de violencia doméstica entre la población de origen español, son “normales” y corresponden al inevitable porcentaje de psicópatas presentes en toda sociedad. Es más, en España, los porcentajes de violencia doméstica son menores que en otros países de Europa. Y esto tiene su explicación: las bolsas de violencia doméstica han crecido en toda Europa a causa de la inmigración y este fenómeno, en España, es demasiado reciente como para que pueda haberse evaluado su impacto. De hecho, los porcentajes de violencia doméstica son tres veces superiores entre determinadas comunidades inmigrantes en relación a los que se dan en la población autóctona. Así que los nacidos aquí podemos estar tranquilos: ni somos más machistas, ni somos particularmente maltratadores, ni albergamos sentimientos sexistas, ni mucho menos, tengamos una afición particular a maltratar a nuestras compañeras, por mucho que algunos de nuestros gobernantes se empeñen en culpabilizarnos. Hay violencia doméstica porque hay un porcentaje inevitable de psicópatas (enfermedad, de la que hoy se tiene casi la seguridad de que radica en los genes), toxicómanos y miembros de la tercera edad aquejados de demencia senil, que bastan para explicar satisfactoriamente los porcentajes de violencia doméstica de nuestro país.

Los poetas, muy frecuentemente, han equivocado sus modelos. Los tortolitos, que han pasado a la historia de la poesía como quintaesencia de la delicadeza y del amor, en realidad, son unos perfectos sádicos que no dudan en liquidar a sus víctimas aunque estén indefensas y vencidas. Agresividad obliga. Por el contrario, los lobos, suponen un ejemplo de nobleza. Basta que el adversario proporcione alguna muestra de sumisión para que le perdone la vida. Es más, dentro de la misma manada, el adversario vencido pasa a estar unido con lazos de fidelidad y lealtad a su adversario, y viceversa. He visto, personalmente, al jefe de una manada de caballos, perseguir a uno de sus hijos en el cercado, hasta agotarlo y, cuando ha estado vencido y rendido, golpearle con las pezuñas en la columna vertebral, hasta romperla. Me acuerdo, todavía más, porque hube de sacrificar al joven potrillo con un tiro en la nuca. Así pues, ¿quién es el cretino que va a decirme que los humanos somos la única especie que nos matamos entre nosotros? La agresividad está inscrita en el código genético de todas las especies. El lobo, por algún motivo, sin duda genético, la administra y la limita, como el hombre; el tortolito, en cambio, no. A la vista de los datos facilitados por la observación animal, no estamos muy seguros de si es bueno o malo que el hombre sea un lobo para el hombre; de lo que estamos seguros es de que “cuando dos tortolitos se aman”, seguramente darán a luz seres tan intransigentes y crueles como ellos.

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