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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

MILICIA

Ejército y Sociedad (IV) La milicia en los genes.

Ejército y Sociedad (IV) La milicia en los genes.

Redacción.- Somos seres territoriales, estamos en la escala evolutiva en la que estamos gracias a que las armas nos ayudaron a sobrevivir en medios hostiles, descendemos de cazadores- guerreros, tenemos en nuestros circuitos biológicos un impulso agresivo modulado por la racionalidad. En los seres humanos prevalecen dos instintos: el instinto territorial y el instinto de agresividad. Ambos tienen una relación directa con la defensa nacional y con la tarea de las fuerzas armadas. Negar los instintos humanos equivale, a fin de cuentas, a negar la propia naturaleza humana. Los experimentos pacifistas están construidos sobre el vacío, ignoran lo esencial de la naturaleza humana, y, por tanto, inevitablemente, fracasan. Existen distintos grados de agresividad; cuando ésta es máxima, es preciso modularla y atemperarla dentro del marco de “hermandades”, “órdenes” o “cofradías” guerreras, expresiones de la “casta guerrera”, propia de todas las sociedades indo-europeas. Aparecen así los valores que ilustran la vida de esta casta.

Lo animal y lo humano.
El ser humano, es el producto final de la evolución de las especies. La materia orgánica ha dado lugar a una cadena de especies biológicas, progresivamente más perfeccionadas, hasta que, finalmente, las células cerebrales del ser humano han alcanzado el grado máximo de la evolución y han sido capaces de generar el pensamiento lógico. Sin embargo, en el ser humano, existe un sustrato biológico similar a otras especies. El orgullo intelectual del ser humano, le hace olvidar, frecuentemente, que, como decía Nietzsche a través de su Zaratustra, “hemos recorrido el camino entre el gusano y el hombre y aún queda en nosotros mucho de gusano”. Esta herencia biológica hace que el pensamiento lógico no sea la única vía recorrida por el ser humano.
Alain de Benoist en Vû de Droite, se pregunta: “¿Cuál es el lugar del hombre en la naturaleza? ¿Es el hombre un animal? Si es así, ¿No es nada más, o es otra cosa?”. Y él mismo aborda las respuestas realizando una breve incursión en la historia del pensamiento humano, partiendo del antropomorfismo que, durante siglos gobernó a los espíritus. El antropocentrismo hizo del hombre el "rey de la creación" y el centro del universo. Se decía que la "naturaleza" humana era radicalmente distinta a la del resto de los seres vivientes. También se decía que el Sol y los astros giraban en torno a la Tierra, donde habitaba el hombre. Pero, esta visión del mundo se derrumbó cuando Nicolás Copérnico resucitó la vieja teoría de Aristarco de Samos, según la cual la Tierra y el resto de los planetas de nuestro sistema giraban en torno al Sol. El 5 de marzo de 1616, la Congregación del Index condenó el libro de Copérnico. Reivindicando el pensamiento de los primeros físicos de Jonia, Galileo Galilei, demostró la realidad del heliocentrismo: es la Tierra efectivamente, la que gira en torno al Sol. Las ruinas de la cosmología de Aristóteles hacen posible la obra de Newton y sus sucesores. "Al mundo cerrado y finito de los antiguos y los escolásticos le sustituye el mundo abierto e infinito que entusiasma a Giordano Bruno y aterroriza a Pascal" (Louis Rougier). Kepler, en el siglo XVII, demostró que los planetas describen elipses y no se desplazan sobre sus órbitas siguiendo movimientos uniformes. A partir de entonces, la Tierra fue un planeta entre muchos otros, de dimensión mediocre, situado en un lugar mediocre del sistema solar, iluminado por una estrella de dimensiones, así mismo, mediocres y situado en un lugar mediocre de una galaxia de dimensiones, finalmente, también mediocres. En el siglo XVIII, Jean-Baptiste Vico afirmó que la humanidad, en Occidente, es la única responsable de su destino. Lavoisier afirmó que "El hombre es un nuevo Prometeo, un segundo creador". En 1859, Charles Darwin publica El origen de las especies, demostrando que "el hombre es, con otras especies, el codescendiente de una forma antigua, inferior y extinta".
Alain de Benoist prosigue su repaso sobre la evolución de lo humano con Bufón y Línneo que, un siglo antes de Darwin, habían presentido la evolución de las especies. Lamarck, incluso, explicó que los caracteres de la organización humana podían haber sido producidos por los "cambios de hábitos de un mono". Darwin fue más lejos. “Utilizando pruebas –prosigue Benoist- de orden taxonómico, morfológico y embriológico, establece el hecho de la evolución, cuyo mecanismo se explica por la selección natural (que elimina a los más débiles) y la fertilidad selectiva (que favorece la multiplicación de los mejores). Muestra que las especies proceden unas de las otras, y que el hombre, si bien es el último párrafo de la evolución, no es la última palabra”.
La publicación de los trabajos de Darwin desencadena lo que Jean Rostand ha denominado el "orgullo del hombrecillo". Wilberforce, abad de Oxford, en una reunión de la British Association, pregunta a Huxley si descendía del mono por parte de su abuelo o de su abuela. La "humillación zoológica", siguió, tres siglos después de Galileo, la "humillación cosmológica".
Se tiene la seguridad de que los simios (especie, aparentemente, más cercana al hombre) proceden de una rama que se separó de los primates hace unos veinte o treinta millones de años. Benoist ofrece una lista de restos paleontológicos que permiten datar la aparición de las nuevas razas homínidas. Los fósiles descubiertos en el norte de Kenia, se datan en cinco millones de años. Sobre la depresión de Hadar, en Etiopía, se exhumó en 1974 el esqueleto de un australopiteco "grácil" de tres millones y medio de años, denominado "Lucie". Otros fósiles, como el ramapiteco (descubierto por Fort Ternan en el África oriental), tienen entre catorce y quince millones de años, y ocupan igualmente su lugar en la ascendencia humana.
Konrad Lorenz –a cuyas tesis nos referiremos constantemente en este capítulo- establece que es posible hablar de "hominización", cuando están presentes una mano prensil, adaptabilidad al medio y aptitud cultural. "El hombre posee los mismos sentidos que los animales, por tanto sus intuiciones fundamentales deben ser las mismas", había escrito Darwin abriendo el camino a la moderna etología.
Entonces, ¿cuál es La diferencia entre lo animal y lo humano? Ardrey la recuerda: “!El espíritu humano es libre, porque no obedece ni estricta ni directamente al instinto. En toda su rabia instintiva, el hombre siempre puede dominar sus impulsos". Valdrá la pena tener en cuenta esta diferencia a lo largo de todo este capítulo. Y Benoist escribe sobre el mismo tema: “La realidad de nuestra herencia prehumana no puede ser negada. Se expresa en los niveles más profundos de nuestro cerebro (el paleocortex). Por las especies que le han precedido, el hombre es heredero de tres mil millones de años de vida. Este inmenso pasado corresponde a su dimensión biológica”. Lorenz, evidencia cierto abatimiento cuando debe reconocer «la amarga verdad de que, colectivamente, los seres humanos, en principio no actuamos de modo distintos a las ratas, por ejemplo, que en su afán por crear bandas provocan la superpoblación de su espacio vital, lo cual, a su vez, da lugar a las guerras de aniquilación”. Y añade: “El símil, realmente, no puede ser más triste».
Decir que el hombre es un animal es un hecho a la vista de su innegable sustrato biológico. Pero, ¿en qué difiere del resto de los animales? Después de siglos de antropomorfismo, es importante no caer en el puro zoomorfismo o en el biologismo. Benoist, recurriendo a otros científicos, sostiene que la realidad humana tiene cuatro niveles: el microfísico (la energía), el macrofísico (la materia), el biológico (la vida); y el nivel específicamente humano, caracterizado por la cultura y la conciencia histórica. “El hombre comparte con el resto del universo sus tres primeros niveles. Solamente el último le pertenece en exclusividad”. Ciertas ideologías (materialismo, freudismo, marxismo, particularmente), considerando sólo algunos de estos niveles, borran las cualidades emergentes que caracterizan y diferencian cada nivel, en una inadmisible panorámica reduccionista.
Los etólogos constatan un cierto número de analogías entre los reinos animal y humano. La conclusión a la que llegan comparando hábitos de, ser humano con los de distintas especies animales, les lleva a concluir que el ser humano es menos el descendiente de tal o cual rama de la evolución que el heredero de la totalidad del reino animal. El hombre no está "desprovisto de instintos", como afirma el americano Ashley Montagu, sino que posee al contrario, todos los instintos. Esto le obliga a adoptar entre distintas opciones, esto es a actualizar tal o cual instinto en detrimento de los otros. Después de haber mostrado que el hombre, en su dimensión biológica (y sólo en ella), está sometido, como todos los animales, a la "ley natural" de los sistemas vivos, Lorenz siempre se ha ocupado por demostrar la originalidad del fenómeno humano. Y para ello tomaba como referencia a uno de los maestros de la "antropología filosófica", el sociólogo y filósofo Arnold Gehlen.
Para Gehlen, uno de los rasgos característicos del hombre reside en el hecho de que no está adaptado a un medio ambiente particular, sino a todos los medios, lo que le permite construir él mismo su medio. El hombre, por ello, dispone de una posibilidad de elección, de una libertad que no le pertenece más que a él. Se distingue de otras especies sujetas al medio que les es propio, y por ello mismo, están altamente especializadas. Benoist define al ser humano como "el especialista en la no-especialización". "Imaginemos –escribe Lorenz–, un triatlón cuyas condiciones serían una carrera de fondo de treinta kilómetros, una subida de cuatro metros a la cuerda lisa y una inmersión de veinte metros con la misión de llevar a la superficie un objeto sumergido. No se encontraría ningún mamífero capaz de cumplir estas condiciones, que sin embargo pueden ser difíciles pero no imposibles para cualquier ciudadano medio".
Los animales están "programados" para tal o cual fin: el lobo, el tigre, el babuino saben, por instinto, cómo y sobre quién debe ejercerse su agresividad, cuáles son los alimentos de los que se debe nutrir, cómo y sobre quién deben ejercer su pulsión sexual, etc. En el hombre no hay nada de todo esto. A la pluralidad de instintos que existen en él se corresponden un cierto número de pulsiones sin objeto predeterminado, entre las cuales no sólo debe elegir, sino eventualmente dominar, y a las cuales puede dar un número virtualmente infinito de expresiones concretas. "La respuesta a una pulsión humana –escribe Konrad Lorenz- no está modelada de modo tan rígido como la respuesta a un instinto animal. El hecho de que un hombre tenga una pulsión dictada por el hambre, por ejemplo, no nos dice nada sobre el modo en que tal hombre se procurará el alimento, ni siquiera si comerá o no comerá: tal vez esté a dieta de adelgazamiento, o tal vez sea un asceta y haga penitencia". Mientras el animal actúa rígidamente según su pertenencia a una especie dada, el hombre, al contrario, "está parcialmente liberado de su pertenencia a la especie" (Spengler). Su neocortex puede sobreimponer su voluntad a sus impulsos, sus emociones y sus humores producidos por el paleocortex. La razón, en él ser humano, es capaz de domesticar al sentimiento. Su libertad de elección está en todo momento preservada. Tal es el sentido de la frase de Nietzsche, recuperada por Benoist: "El hombre: consecuencia de un divorcio violento con el pasado animal".
Por otra parte, Benoist define al ser humano como un "ser inacabado", del que dice: “Su no-especialización se explica por el hecho de que, en él, la capacidad de adaptación dura toda la vida, en tanto en las otras especies se reduce al corto periodo de la infancia. Un animal joven, liberado a sí mismo, puede desenvolverse por sí sólo. Sabe instintivamente lo que necesita y lo que debe evitar. A las trece semanas, un chimpancé comienza a masticar el alimento sólido. A los dieciocho meses está perfectamente familiarizado con todas las "técnicas" de los adultos. El joven humano es muy diferente: todo lo aprende. Entre un bebé de tres meses y un mono de la misma edad, el mono supera al niño en todos los dominios. Al cuarto mes, los conocimientos del mono se estancan, mientas que los del niño aumentan exponencialmente. En la escala de los seres organizados, cuanto más se alarga la maduración, más tiempo se requiere para hacer un individuo acabado. Los grandes simios alcanzan la pubertad entre los siete y los nueve años (para una longevidad que se sitúa entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años). En el hombre, sobreviene entre los once y los quince años”.
El hombre es, entonces, un ser de juvenil persistencia. Su periodo de "aprendizaje" se prolonga indefinidamente. Su espíritu es un "sistema abierto" hasta los últimos momentos de su existencia. De esta superioridad deriva la grandeza de la especie humana, pero también su extrema fragilidad. El cangrejo, en el momento de la muda, debe abandonar su concha: en ese momento es vulnerable. El hombre está “mudando" toda su vida. Arnold Huelen dice que el ser humano es un "ser-en-riesgo".
El pensamiento humano es esencialmente imaginativo, incluso puede expresar sentimientos que no ha sentido en sí mismo. Su saber no se nutre exclusivamente de experiencias sino también de intuiciones, análisis y deducciones. El ser humano es el único que tiene conciencia de sí mismo. Los animales no tienen conciencia de la muerte mas que cuando les llega, los seres humanos y las culturas que han construidos, sin embargo, saben que son mortales. Los comportamientos que, en el animal, son puramente instintivos y predeterminados, se encuentran en la especie humana "pensados" e “historizados”. Benoist pasa revista a este proceso en algunas actividades humanas: “De la sexualidad, el hombre genera el erotismo; del trabajo, la acción organizada; de la agresividad, una estrategia; de la "palabra", un discurso; de una serie de sucesos, historia. Único ser que puede decir "tengo juicio", es también el único que puede capitalizar su herencia ancestral, reactualizarla en todo momento, enriquecerla y renovarla. En ello consiste su "libre albedrío"”.
Mientas el animal nace "amaestrado", el hombre debe amaestrarse a sí mismo. Es un "ser de entrenamiento", tal como expresó Gehlen. De ahí la importancia de la educación y la necesidad de una disciplina, a fin de crear hábitos de costumbre.
Y es entonces, cuando Benoist aborda la naturaleza cultural del ser humano. Éste, en definitiva, es un ser profundamente cultural. Las capacidades potenciales innatas que laten en el interior del ser humano, se desarrollan o se dificultan por el medio ambiente, y son reorientadas sin cesar por el aprendizaje y la herencia cultural. El hombre hereda una tradición. Pero, en el interior de la misma innova constantemente: sutil, dialécticamente, combinando sus elementos permanentemente. Subraya Arnold Gehlen: "El hombre nace con la facultad de asimilar la cultura, no con la cultura". Lorenz escribe: "cada modificación de nuestro medio ambiente da nacimiento a nuevas presiones selectivas que operan tanto a nivel genético como a nivel cultural".
¿Cómo era el hombre primigenio? Los homínidos que habían dejado atrás los árboles como hábitat, habían pasado a vivir en la sabana africana y este nuevo espacio hizo que pasaran de alimentarse de frutos a ser carnívoros. Su estructura ósea les permitía caminar erguidos y, por tanto, sus manos estuvieron liberadas para manejar las armas propias del cazador. Los primeros seres humanos dignos de este nombre fueron cazadores guerreros, no pacíficos y rouseaunianos recolectores. La humanidad no controló el fuego sino muy tardíamente, mientras que las legumbres precisan necesariamente se cocinadas antes de ser ingeridas, hecho que excluía el vegetarianismo originario. Y si no se alimentaban de vegetales, es por que serían carnívoros, esto es, cazadores. Si cazaban, precisaban armas.
Como cazador que era, el ser humano defendió su territorio frente a otros grupos hostiles y con las armas en la mano. Lo más probable –tal es la hipótesis de Ardrey- es que las primeras armas fueran fémures de gacelas y costillas afiladas. Así, las tribus cazadores-guerreros pudieron sobrevivir en un medio hostil y peligroso. Tras miles de generaciones, la agresividad y el instinto territorial fueron recibidos por la humanidad moderna, moduladas y reconducidas por la racionalidad, pero en su fondo es fácilmente observable su impronta biológica.

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es

Ejército y Sociedad (III): Las novatadas como rito de iniciación

Ejército y Sociedad (III): Las novatadas como rito de iniciación

Redacción.- Ahí tenemos a nuestro “recluta mamón”, al “recluta gili”, al “recluta marica”, al “recluta casposo”, al “recluta de mierda”, en definitiva, en su primera noche en la litera cuartelera. Hubo un tiempo en el que en ese momento esperaba de un momento a otro la novatada. El Ego se le empieza a cuartear. Ya no tiene cerca ni los cuidados de mamá, ni al primo de Zumosol, listo o tonto, culto o garrulo, está bajo el mismo techo que el resto de la compañía y, más vale que se apresure a entender que esos muchachos de su edad, van a ser sus camaradas durante el tiempo que dure su compromiso con el ejército.

Cuando la personalidad es abolida en beneficio del esprit de corps

Al cabo de pocos días, surgen las primeras amistades; los reclutas se agrupan por afinidades o simplemente por vecindad en las literas. Se forjan los primeros vínculos interpersonales. Pero no bastan. Es preciso dar a este conjunto heterogéneo y heteróclito, una identidad y una unicidad que exceden con mucho, la cohesión vincular que une a los grupos de amigos de uniforme. Al día siguiente, el recluta aprende a formar y a desfilar. El cuadrado que forman las filas de la compañía es el primer rasgo de que todas aquellas gentes llegadas de procedencias diversas, deben sentirse y ser, un solo hombre. No hubo diferencia de clase mientras existió servicio militar obligatorio. Para muchos hijos de la alta burguesía, esa era la única vez en su vida que hablarían con un campesino o con un proletario. Para los orgullosos, formar entre los modestos, era una cura de humildad. A algunos les sirvió para rectificar su tendencia a la prepotencia y al desprecio a los inferiores. Hubo muchos, entre los más desfavorecidos por la fortuna y la educación, que aprendieron a leer y a escribir durante su paso por las fuerzas armadas, los hubo que aprendieron profesiones que antes no tenían y que les ayudaron a salir adelante en la vida; y también, el contacto entre gentes procedentes de los grupos sociales más diversos, contribuyó a que unos aprendieran de otros. Mientras duró, el servicio militar obligatorio, fue un factor de conocimiento social y un sistema de establecimiento de vínculos entre gentes que, de otra manera, jamás habrían tenido la posibilidad de trabar amistad. Pero esto no es suficiente. Un ejército precisa ser algo más que el marco adecuado para el mutuo conocimiento social. Precisa ser eficaz y convertirse en una unidad cohesionada, en donde todos respondan a las órdenes, inmediatamente las reciben, de manera colectiva, como un solo hombre. Esta es una de las acepciones, sin duda la más importante, del llamado “espíritu de cuerpo”.
Por que, de lo que se trata, a fin de cuentas, es de que el Ego de los reclutas sea sustituido por una especie de “Super-Ego”: el de la unidad en la que están encuadrados. Cuando una unidad de combate está formada por personalidades diversas, esa unidad será inevitablemente, liquidada por el enemigo; la guerra moderna es un escenario en el cual el militar individual tiene pocas posibilidades de sobrevivir si lo fía todo a su “personalidad”. Pero, si en lugar de una personalidad individual, lo que está presente en el campo de batalla es una “personalidad colectiva”, uniforme y perfectamente definida, las posibilidades de supervivencia son superiores.
Por eso, el recluta aprende a desfilar. Debe renunciar a su propia forma de caminar, debe de marcar el paso con sus compañeros de armas. El mismo paso; al milímetro. Las unidades más eficaces en el combate han sido las que han desfilado con más energía y uniformidad, sin notas discordantes, sin despistados que pierden el paso o que les importe un higo no marcar el paso con sus compañeros. Esforzarse en ser uno con la unidad a la que se pertenece es un buen síntoma: eso implica decir que el recluta está renunciando a su propio Ego. El empuje de la Legión al desfilar hace presentir su empuje en la batalla. Vale la pena recordar de nuevo otros fragmentos del “Credo de la Legión”:
“El Espíritu de Compañerismo: con el sagrado juramento de no abandonar jamás a un hombre en el campo hasta perecer todos.
El Espíritu de Amistad: de juramento entre cada dos hombres.
El Espíritu de Unión y Socorro: a la voz de "A mí la Legión", sea donde sea, acudirán todos y con razón, o sin ella, defenderán al legionario que pide auxilio.
El Espíritu de Marcha: jamás un legionario dirá que está cansado hasta caer reventado. Será el cuerpo más veloz y resistente”.
Alguien puede decir: “Bueno, pero todo esto se dice en voz alta por que lo exige el mando, pero de ahí a creérselo va un trecho”. Error. Quien eso afirma, seguramente no ha conocido la vida militar en un cuerpo de élite. En 2003, un millar de nuestros soldados fueron desplazados a Irak. Para muchos de ellos, la ocupación americana era un puro saqueo indigno con el que había que tener estómago para identificarse. Sin embargo, muchos legionarios de los que creían que la guerra era injusta, pidieron ser destinados allí, ¿motivo? Releed las líneas que preceden a este párrafo y lo entenderéis: el “espíritu de amistad”, el “espíritu de compañerismo”, el “espíritu de unidad y socorro”, el “espíritu legionario”, en definitiva. Uno de aquellos jóvenes españoles que fueron allí voluntariamente, me lo sintetizó: “El hecho de que algunos de mis compañeros fueran a Irak era suficiente para que yo fuera también. El Credo de la Legión así lo establece”. ¿Para qué complicarse la vida pidiendo más razones para acudir a Irak?
En el Bhagavat-Gita, un antiguo texto hinduista para uso de la casta guerrera, se decía: “Tanto la renuncia como la realización, conducen a la liberación. Y en verdad te digo que la acción es superior a la inacción. La verdadera renuncia es la de aquel que ni busca ni elude la acción, que no se deja llevar ni por el agrado ni por la repulsa, liberado de la esclavitud de los pares opuestos. (…) Cumple tu deber, pues la acción es superior a la inercia; ni siquiera la vida normal sería posible en la inacción”. La vía de la milicia es la vía de la acción, no, desde luego, la de la palabra. Y eso le honra. Es a los políticos que adoptan decisiones equivocadas o, simplemente, miserables e inmorales, a los que cabe denostar y abominar. A los milites que cumplen con su deber: honor y reconocimiento.
A principios de julio de 2004, se produjo en Irak, el secuestro del cabo Wassef Alí Hassoun, marine de la 101ª División Aerotransportada de los EEUU. Uno de sus compañeros, Andrew A. Bufalo, sargento mayor retirado del Cuerpo de Marines, escribió una carta abierta a los secuestradores, que difundió a través de Internet y que alcanzó gran eco en la prensa mundial. La carta es una muestra del “espíritu de cuerpo” que supera con mucho, las iniquidades y miserias de la clase política de su país. Reproducimos algunos fragmentos:
“A los terroristas que operan en Iraq: Observo que habéis capturado a un marine de los Estados Unidos, y que pensáis cortarle la cabeza si no se atiende a vuestras demandas. Gran error. Antes de que llevéis a cabo vuestra amenaza os sugiero que repaséis la historia del Cuerpo de Marines. Vosotros miráis hacia América y veis un objetivo blando, y en buena medida tenéis razón. Nuestro país está lleno de gente echada a perder que conduce BMW, sorbe cafés descafeinados y ve por televisión ridículos «reality shows». La mayoría de ellos son ciudadanos decentes que trabajan duro, pero son blandos. Cuando le cortasteis la cabeza a Nick Berg, esa gente exhaló un grito ahogado; vosotros conseguisteis la cobertura mediática que andabais buscando, y entonces esa gente volvió a sus vidas. Esta vez es diferente. Nosotros también tenemos una cultura de guerreros en este país, y se llaman Marines. Ésta es una hermandad forjada en el fuego de muchas guerras, y el vínculo entre nosotros es más fuerte que la sangre. Antes de que el actual clima de corrección política envolviera nuestra cultura, uno de los eslóganes de reclutamiento de nuestra banda de hermanos era: «El Cuerpo de Marines construye Hombres». Pronto os daréis cuenta de cuán cierto es esto. Vosotros, por otro lado, no sois más que una panda de mujeres. Si fuerais hombres, deberíais mostrar vuestros rostros y aceptar el desafío de luchar contra nosotros en una pelea justa. En lugar de eso, sois unos cobardes que os escondéis detrás de máscaras y decapitáis a víctimas indefensas. Si realmente representarais el interés del pueblo iraquí, no andaríais tendiendo emboscadas a los que llegan a vuestro país para reparar vuestras plantas eléctricas, ni sabotearíais los oleoductos que alimentan la economía iraquí. Lo que os mueve es el odio, lisa y llanamente. Cuando alcéis esa espada, quiero que recordéis una cosa. El cabo Wassef Ali Hassoun no está solo. Cada uno de los Marines que alguna vez ha vestido ese uniforme está allí con él, y cuando le asestéis el golpe, estaréis golpeándonos a todos nosotros. Somos los Marines de los Estados Unidos, y vamos a ir a por vosotros».
Las novatadas fueron particularmente duras en el cuerpo de marines. No es raro que, incluso, los retirados del cuerpo sigan manteniendo, años después del término de su compromiso, el mismo “código” propio de todos los cuerpos de élite. En otro extremo cultural y antropológico en el Japón, el Hagakure, breviario del samurai, explica: “Un samurai no debe jamás, mientras viva, permitirse distanciarse de aquellos de los que es deudor espiritualmente”.
El oficial mira con condescendencia a sus soldados realizando las más duras novatadas contra los nuevos reclutas. Sabe que esas novatadas les salvarán la vida. En noviembre de 2005 se supo que algunos marines de los EEUU destacados en Irak, “jugaban” a clavar las condecoraciones en los pechos de los recién llegados. Algunos se desmayaban y la escena, filmada por uno de los asistentes, denotaba una brutalidad inequívoca… si, pero esos mismos soldados que eran víctimas de la novatada, deberían sufrir en el campo de batalla, riesgos muchísimo mayores y, desde luego, una bala, un fragmento de metralla, o la tortura en caso de caer prisionero, debe, necesariamente, soportar un alfiler clavado sobre su pecho. Es mejor que se acostumbre al dolor provocado por sus propios camaradas, que por el enemigo. Tendrá ocasión de superar el dolor y el miedo. Ahora bien, si se queja a sus superiores, si denuncia la ofensa a los medios de comunicación, al defensor del pueblo, del soldado o a mariasantísima, es más que probable que ese recluta jamás esté en condiciones de superar la tensión y la exaltación del combate.
En una novatada, se aprende a superar la vergüenza y el miedo. La vergüenza es patrimonio del Ego. El miedo es natural en medio de la batalla. La cuestión no es carecer de miedo. Solo los insensatos no temen a nada. Los valientes dominan su miedo y de eso se trata. El recluta sometido al pinchazo del alfiler de una condecoración por parte de sus camaradas, tendrá, naturalmente, miedo al dolor, pero, así mismo, estará en condiciones de intentar superar por primera vez su miedo. La novatada, en este sentido, es pedagógica, educativa y, en su contexto militar, necesariamente forma parte del entrenamiento de los cuerpos de élite.
La guerra es un drama de brutalidad inusitada y mucho más la guerra moderna. Quien no es capaz de superar una novatada, no sobrevivirá jamás al campo de batalla, ni responderá como se espera de él. La novatada, en este sentido, es también un filtro: el que denuncia la novatada, o no la logra superar, no tiene lugar en un cuerpo de élite. Valdrá para cualquier otra cosa, incluso es posible que su contribución a la comunidad sea decisiva… desde otro lugar, no luciendo los distintivos de un cuerpo de élite.
Cuando reacciona el instinto, no el cerebro
Levantarse de madrugada al oír el toque de diana, parece algo completamente inútil. Cuando existía el servicio militar era frecuente oír a los reclutas quejarse especialmente en los primeros días de su servicio: “¿Por qué, en lugar de a las 7:00 a.m., no es más cómodo que esa maldita diana suene dos horas después? ¿Y esa maldita costumbre de tener que saludar a los oficiales y suboficiales? Y en cuanto al entrenamiento ¿para qué hablar? Nos obligan a realizar mil veces las mismas maniobras, ensayar las mismas posiciones, desfilar sin cesar, marcar el paso una y otra vez, recorrer las mismas pistas a la carrera y, para colmo, tener que echarnos al suelo una y otra vez, pasar por debajo de alambradas puestas allí solo para joder, y en ocasiones, a algún sádico se le ocurre disparar sobre nuestras cabezas…”. Todas estas cuestiones tienen sus respuestas precisas. En el ejército no se hace nada que no sea estrictamente necesario.
El soldado debe responder en el combate de manera absolutamente inmediataza. No tiene tiempo para pensar que si se oye un disparo en la lejanía, deberá arrojarse al suelo. Si piensa –oídlo bien si piensa- está muerto. La vida o la muerte, dependen siempre de unos pocos milímetros. Una bala puede volar la yugular, o simplemente perderse en el horizonte; un disparo de mortero puede volarte la cabeza o simplemente la onda te rasgará el uniforme y de dejará momentáneamente atontado. La vida o la muerte dependen, en definitiva, de que el entrenamiento militar haya sabido dar al milite una inmediatez en sus respuestas.
Cuando entre una detonación y la llegada de la bala al objetivo apenas media una fracción de segundo, la supervivencia no puede depender del razonamiento lógico: “He oído un disparo; eso quiere decir que alguien, allí enfrente, está apuntándonos; no sé a quien de nosotros, pero es posible que sea a mí, por lo tanto es mejor que me tire al suelo; vamos a ver si encuentro el lugar adecuado para no caer encima de un zarzal o de un charco”. Si algún recluta se obstina en pensar así, estamos ante un futuro cadáver. No, este tipo de razonamiento conlleva un camino excesivamente dilatado entre el desencadenante y la respuesta: el oído escucha la detonación, envía la información al cerebro, éste calcula lo que debe hacer –arrojarse al suelo- y la vista mira en donde puede hacerlo más cómodamente. Lo dicho: soldado muerto.
El comportamiento en la guerra, antigua o moderna, no puede estar guiada por el cerebro. Incluso los buenos oficiales son aquellos en los que además de las concepciones estratégicas y de un adecuado conocimiento del terreno, existe algo –acaso un sexto sentido- que excede con mucho la lógica y la razón. Wellington, solía viajar mucho y siempre solía apostar con sus compañeros lo que se encontraba al otro lado de la colina que tenían ante ellos. Por algún motivo Wellington siempre acertaba. Él mismo lo explicaba a su interlocutor: “No le extrañe; me he pasado la vida intentando averiguar lo que había al otro lado de la colina”. Eso le había permitido desarrollar un instinto más allá de las informaciones objetivas y del razonamiento lógico.
Otro tanto ocurre con el recluta: no es la lógica cartesiana la que debe guiarlo en el campo de batalla, sino el instinto. La educación del instinto forma parte central del entrenamiento militar. Oír un disparo y arrojarse al suelo, todo uno, sin tiempos de espera; la supervivencia se convierte en un automatismo inconsciente. “Antes de que mi cerebro pueda percibir racionalmente que he oído un disparo, debo estar ya en el suelo”, tal es la regla de oro de la supervivencia en el combate.
En otro tiempo, cuando se luchaba con la espada, el guerrero más hábil era aquel capaz de abstraerse en la acción, y dejar que sus movimientos fueran guiados por el instinto de supervivencia. El ser humano es la única especie capaz de poder educar sus instintos. La vida militar ayuda a ello. La educación de los instintos es dura: de la misma forma que para enderezar un árbol, hay que forzar su tronco, para encarrilar la instintividad, sacarla a la superficie, es preciso un entrenamiento duro, incluso brutal. Y, desde luego, no es cuestión de un día.
Desde muy temprano el niño samurai aprendía a esgrimir la espada. A los cinco años de edad, lucía por primera vez el uniforme de Samurai y recibía las primeras nociones sobre la carrera de las armas. La espada de madera con la que había jugado hasta ese momento, era cambiada por una de acero. A esa temprana edad, estaba obligado a salir de su hogar, luciendo siempre la espada. A los 15 años recibiría las dos espadas que le acompañarían durante toda su vida, la Katana (de hoja larga) y el Wakizashi (de hoja corta, utilizada en el “sepuku” o “hara-kiri”, el suicidio ritual). Con la espada recibía también el sentimiento de dignidad, pero también de que sobre él recaía una responsabilidad superior a cualquier otro ser humano. La espada era el símbolo de su honor y de su lealtad; no podía ser utilizada a destiempo, ni indebidamente. Hacerlo así sería cosa de fanfarrones o irresponsables, esto es, de gentes sin honor o de cobardes. Su espada era un objeto sagrado, una prolongación de su alma. La espada solamente podía blandirse en situación de estabilidad total de la mente.
Entre los samurais, el ejercicio millones de veces repetido con la espada, unido al abandono del Ego (es el Ego el que tiene miedo, el que sabe que la forma más fácil de sobrevivir es retrocediendo, el que antepone el miedo al honor, el oportunismo a la lealtad, la búsqueda de la comodidad al sacrificio), tenían como resultado la destreza en el manejo de la espada, la aparición de una instintividad que hacía adelantarse a los movimientos del adversario, golpearle allí en donde se intuía que era más débil. Para ello hacía falta estabilizar la mente, desterrar el odio o la impulsividad y hacer que en su lugar apareciera una fría lucidez y una determinación impasible. Los mejores campeones automovilísticos o motoristas, saben también de lo que estamos hablando: es el instinto el que les hace conducir de manera arriesgada e intrépida un bólido. Los conocimientos técnicos son necesarios, por supuesto, pero la fría lucidez es lo que marca la diferencia. Los campeones son campeones por un arrojo que difícilmente está presente en los técnicos que diseñan las máquinas que utilizan.
También aquí, la individualidad y el Ego son los enemigos. El entrenamiento constante tiende a atenuar al máximo el impacto del Ego en el milite. La dureza del entrenamiento militar tiene como objetivo imponer automatismos al cuerpo, evitar que sea el cerebro el que responda. ¿Por qué solamente tiene que dirigir la maquinaria humana el cerebro? ¿Y el corazón? ¿y la instintividad? El cerebro sirve cuando el razonamiento lógico y el pensamiento cartesiano son asumibles. Ante un problema matemático, ante una investigación científica, pero no en los momentos en los que se dirime la vida y la muerte, el heroísmo y la defensa de la comunidad. El protagonista de “El Hombre que pudo reinar”, de Kypling, cuando está entrenando a sus nuevos reclutas pastunes, les dice: “El soldado de su Majestad no piensa, ¿creéis que si pensara daría la vida por la Reina?”. En los muros del Berlín destruido de 1945, los jóvenes lobos del nazismo, educados en el espíritu de sacrificio y resistencia, habían escrito: “Nuestros muros han cedido, pero nuestras voluntades no cederán jamás”. Y una vez más, el eterno credo de la Legión se inicia con esta contundente frase: El Espíritu del Legionario: es único y sin igual, es de ciega y feroz acometividad, de buscar siempre acortar la distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta”. La exaltación de las cargas a la bayoneta, el desafío al dolor y a la muerte, a la adversidad y al miedo, solamente pueden conseguirse mediante un entrenamiento que tienda a atenuar el impacto del Ego en la ecuación personal del combatiente y, a sustituir sus mecanismos de reacción lógica, por automatismos inconscientes. Para ello, deberá renunciar a su Ego.
El Ego anida en el cerebro. La instintividad en el corazón. El entrenamiento militar, lo primero que tiende es a desplazar el eje del futuro guerrero, del cerebro al corazón. Solo entonces se entra en el templo de la milicia. Si la llave que da acceso a ese templo es el adiestramiento miles de veces repetido, en su atrio se encuentra el acceso que pasa a través de la novatada.
Los marines ingleses destacados en Irak, combatiendo entre sí, completamente desnudos, con esterillas enrolladas en sus brazos y ante la presencia de sus oficiales, puede parecer una escena cruel y humillante para los presentes, sin embargo, cada elemento de este cuadro, tiene su razón de ser: la desnudez contribuye a forjar el espíritu de cuerpo, la vergüenza y el pudor no tienen lugar entre iguales, el Ego se oculta detrás de modas, la desnudez evita la presencia del Ego; las esterillas enrolladas en los brazos son el arma de combate elegida por los jóvenes gladiadores: así podrán mostrar valor y agresividad, sin destrozar físicamente al adversario, que no es más que otro camarada; la acometividad, la agresividad, la determinación y la lucidez en el combate le serán necesarias al recluta, y en el curso de la novatada tiene la primera ocasión de comprobarlo. En cuanto a la presencia de oficiales es determinante, institucionaliza la novatada, la inserta en el programa de entrenamiento de la tropa.
La novatada no es más que un hecho antropológico. Puede ser considerada como una ceremonia de iniciación. No hay ceremonia de iniciación que no implique dolor, incluso amputación, y en donde el neófito no deba de mostrar valor y determinación. El adolescente africano que aspira a ser considerado como un hombre por su tribu, deberá ser circuncidado primero y luego deberá realizar una “proeza iniciática” (cazar a un león, por ejemplo). Sólo entonces se le tendrá por hombre. La ceremonia iniciática, el rito de paso, implican un dejar atrás el “hombre viejo” (lo que hemos sido hasta ese momento) para pasar a ser un “hombre nuevo” (en lo que nos vamos a convertir: en milites). ¿Cómo desterrar las novatadas de las fuerzas armadas? En realidad forman parte de la educación militar. Contra más duras, mejor. Es probable que esa dureza disuada a algunos a entrar a formar parte de tal o cual cuerpo de élite. Mejor, en realidad, de eso se trata: quien juzga que no va a poder soportar una novatada es que carece de condiciones para formar parte de ese cuerpo de élite. Hay otros más benignos. Y, en la vida civil, las novatadas son inexistentes. Probablemente, lo que el sujeto debe reconocer es que si le han dicho que se entra en las fuerzas armadas para ganarse el pan, para alcanzar la nacionalidad o para repartir bocadillos en el lugar más olvidado de la mano de Dios, no le han dicho toda la verdad. O acaso si, y el problema es conceptual de quienes han diseñado tal o cual campaña de reclutamiento. Las fuerzas armadas, mal que les pese a algunos, no son una ONG.

La novatada es el primer acto de la formación del “hombre nuevo”, muerto para la vida civil y trasformado en guerrero. Verá como su pelo cae, como sus vestidos de civil son cambiados por un uniforme, como su individualidad se integra en una formación a la que deberá sacrificar todos los rasgos de su individualidad; verá como el espíritu de cuerpo se superpone a todo lo que de personal y egótico tiene; y, finalmente, aprenderá a reaccionar con automatismos, al recibir una orden o percibir un estímulo. Sólo así se forman milites capaces de sobrevivir en el combate y de cumplir la tarea que se les ha encomendado: la defensa nacional; por que, en el fondo, de eso es de lo que se trata: de defender un país, un territorio, a sus habitantes, su tranquilidad, su bienestar, sus libertades su estilo de vida. ¿Creéis que la envergadura de esta tarea puede ser realizada por gentes que abominen de una novatada?

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es

Ejercito y Sociedad (II). Las novatadas como rito de iniciación.

Ejercito y Sociedad (II). Las novatadas como rito de iniciación.

Redacción.- Suena un disparo. El tiempo en que una bala de fusil de asalto tarda en llegar a su destino es de apenas una fracción de segundo. De la rapidez de reacción del objetivo de ese disparo, depende su supervivencia. Habitualmente, el francotirador disparará a la cabeza del blanco, o a alguna zona vital de su cuerpo. Si el blanco reacciona con la rapidez suficiente, arrojándose al suelo, podrá salvar la vida.


Otro caso. Una unidad militar se infiltra en territorio enemigo para dar un golpe de mano. Son cinco combatientes. Cada uno tiene un trabajo que ejecutar. En el curso de la acción, a pesar de los riesgos, todos cumplen su cometido. Uno de ellos, resulta herido fortuitamente cuando el comando está retirándose. Los otros cuatro, sin dudarlo, detienen su marcha hacia la zona segura, responden como un solo hombre, recogen al herido y lo retiran del escenario del combate, aun a riesgo de sus vidas.
Pues bien, estos dos episodios, que se repiten constantemente en los episodios militares, tienen como protagonistas a guerreros que han pasado antes por un proceso de adiestramiento intensivo. La novatada, forma parte de ese adiestramiento.
Cuando el Ego se queda en la puerta del cuartel

El verdadero enemigo es el Ego, el yo individual del soldado. En un rito de iniciación masónica del siglo XIX, el neófito permanecía con los ojos vendados, mientras el Gran Maestre oficiante le preguntaba si sería capaz de reconocer a algún enemigo que se encontrara en la sala. El neófito, contestaba que sí. Entonces se retiraba la venda y el oficiante le decía: “Tu enemigo está detrás de ti”. Cuando el neófito se volvía, veía su imagen reflejada en un espejo. No en vano, nuestro enemigo más pertinaz somos nosotros mismos.

También en la milicia, el enemigo es el Ego individual. Cuando el combatiente piensa en sí mismo, antes que en su misión, la causa que defiende, está perdida. Es un problema de jerarquía de valores: si primero estoy yo, cualquier riesgo que pueda correr, es anterior y superior a cualquier valor cuya defensa me esté encomendada. Si, por el contrario, mi “yo” no existe, no hay nada superior a la causa que defienda: mi patria, mi familia, mi hacienda, mi ideal.
El Ego es una mala bestia con múltiples rostros, siempre mutable, eternamente cambiante, que, paradójicamente, nos impide ser nosotros mismos. Hay tres conceptos que, ciertamente, se prestan a confusión: el Ego, el Yo, el individuo y la personalidad. Todas las palabras que derivan del término latino “ego” tienen significativamente una connotación negativa: egoísmo (inmoderado amor a sí mismo), ególatra (que profesa un desmesurado amor a sí mismo), egotismo (afán de hablar constantemente de uno mismo), egocentrismo (exaltación extrema de la propia personalidad). Y la propia palabra Ego, en sí misma, suele ir acompañada de connotaciones negativas. Por su parte, el individuo, es cada unidad de una especie concreta; es como una unidad atómica, pequeñita, redondita y fugaz. La exaltación del individuo, es el individualismo, la propensión de actuar según el propio albedrío. En algunas profesiones –el artista moderno, el comerciante- el individualismo ayuda a triunfar, pero no, desde luego, en la milicia o en tareas que impliquen un esfuerzo colectivo. Lo contrario del individuo es la comunidad. El mismo concepto de comunidad implica que quienes la componen han aceptado renunciar a las consecuencias extremas del individualismo. Decir individualismo, es decir conflicto entre las distintas unidades atómicas. Decir comunidad, implica aceptar la existencia de un “contrato social”.
En cuanto al concepto de personalidad, se trata de algo diferente. La personalidad es la “máscara”, pues tal es su origen etimológico. Se llamaba así a la máscara que utilizaban los actores de las tragedias griegas para ocultar su rostro, es decir, su verdadero aspecto. Nos la hemos forjado nosotros mismos, al paso con nuestra vida. No somos nosotros, sino nuestras circunstancias. Hoy sabemos, también, que nuestra personalidad tiene mucho que ver con determinadas hormonas y, a partir de Freud, se sabe que es altamente tributaria de las experiencias vividas en nuestros primeros años. La “personalidad” no somos –contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar a partir de frases como “este tipo tiene una gran personalidad” o “qué personalidad tan atractiva”- nosotros mismos, sino la máscara con la que ocultamos nuestra verdadera identidad. “Tener personalidad” no es negativo, sino que, simplemente, es algo secundario en la milicia. Hay otros valores anteriores a éste.
Como tampoco es prioritario, tener un yo o un Ego excesivamente “hinchados”. De hecho, lo esencial en la milicia es todo lo contrario: haber reducido el yo a la mínima expresión. Quien tiene a su yo como factor esencial de su vida, jamás estará dispuesto a sacrificarse por ideal alguno. Y la milicia, compañeros, la milicia implica sacrificio y renuncia. Si no se entiende esto, se termina reclutando un ejército “profesional” en base a anuncios que prometen la “nacionalidad”, aumentos de paga, de estabilidad laboral o el tener “amigos” (en la milicia, no se tienen amigos: se tienen camaradas; un camarada es un compañero de armas). Cuando un ejército –como el español de nuestros días- se recluta en función de estas ideas-fuerza, uno, legítimamente, tiene el derecho a dudar de su eficacia en combate. Por que uno se ha alistado allí, para obtener la nacionalidad, no para morir por una patria que ni siquiera es la suya. Se ha ido a “tener amigos” o a “repartir bocadillos en zonas de crisis del Tercer Mundo” (los “soldados sin fronteras” de los que hablara el eximio ministro de la [in]defensa, Pepe Bono), pero no se ha ido a morir por nada ni por nadie. Un ejército así organizado es un ejército con déficit de ideales y dudosa eficacia en los combates. Claro está que los responsables de adiestramiento de las FFAA, están convencidos de que, mediante un tiempo de adaptación y entrenamiento, los nuevos reclutas, atraídos por los ideales humanitaristas, buenistas y progres del ministerio, estarán en condiciones de abandonar toda esa morralla y convertirse en milites dignos de tal nombre. Lo desearíamos, francamente.
El Ego es como un globo que tiende a hincharse y que goza aumentando más y más su volumen. En el momento de la muerte, revienta con estruendo y de él no queda nada; ni siquiera el recuerdo. El Ego, posee, acapara, consume, reivindica, integra, absorbe, se hace cada vez más pesado: “todos queremos más, y más y mucho más”, decía el corrido mejicano famoso en otro tiempo: “los que tienen cinco quieren tener diez” y así sucesivamente.
Algunas manifestaciones del Ego son sorprendentes. Os pondré un ejemplo: los terroristas suicidas que operan en el mundo islámico, especialmente en la Palestina ocupada por Israel, no se matan solamente por odio al ocupante, ni siquiera por “patriotismo”, sino por la promesa de que en el más allá, Alá recompensará al muyahidín muerto en la “guerra santa”, con siete palacios de jade, cada uno de ellos con siete harenes y cada harén compuesto por setenta y siete huríes y él, guerrero inmolado en el altar del Ego y de la posesión, vivirá en la eternidad con la templada edad de 33 años y en estado de erección permanente… Un paraíso sensualista así comprendido, es natural que incite a la “inmolación” a quienes no tienen nada, ni perspectivas de tener un lugar bajo el sol. Éstos, no mueren por “renuncia” en beneficio de una causa, sino para “engordar” su Ego, aumentar sus posesiones y alcanzar un estado de felicidad sensual; sino aquí, donde les está vedado, en el más allá, donde siempre habrá un dios dispuesto a satisfacer cualquier mezquina ambición. No es algo, precisamente, edificante.
El Ego es propenso a los cálculos de beneficios y pérdidas. Por eso el Hagakure de los samurais dice: “Un hombre que no para de calcular es un cobarde. El individuo que calcula, está siempre preocupado por las nociones de ganancia o pérdida”. Esta no es la vía de la milicia.
Frente a esta concepción del Ego como ente en permanente engorde, se sitúa la concepción de todas las verdaderas castas guerreras: “Con tu escudo o sobre él, espartano”, dicen que decían las madres de aquella áspera ciudad griega a sus hijos cuando iban al combate. La única posesión de los hoplitas de Esparta era la lanza, la espada corta y el escudo. Éste, por lo demás, tenía en su centro, pintada, una abeja de tamaño real; decía la tradición militar espartana que había que combatir tan cerca del adversario, hasta que éste pudiera ver con detalle la abeja. Sus propias madres no querían volver a ver vencidos a sus hijos. Preferían reencontrarlos victoriosos al regreso de la batalla o bien muertos, traídos por sus camaradas, sobre su propio escudo. En la terrible batalla de las Termópilas –uno de los monumentos al espíritu heroico europeo- Aristodemos y Eritos, dos hoplitas espartanos, aquejados de dolencias graves, reciben el permiso de su jefe, Leónidas, para alejarse del combate. Eritos, al empezar la batalla, vuelve sobre sus pasos, se reviste de la coraza y muere heroicamente. Aristodemos, de regreso a Esparta, es despreciado por todos. Se niegan a hablarle y a darle leña. Al año siguiente morirá en la batalla de Platea contra las hordas asiáticas, pero, incluso entonces, los lacedemonios se niegan a rendirle los honores reservados a los más valientes. Dominique Venner que es quien recuerda este episodio, concluye: “En Lacedemonia, una muerte honorable no basta para lavar una falta de honor”. Demos un salto en el tiempo.
“Nada para nosotros Señor, sino para mayor gloria de tu Santo Nombre”, proclamaban los caballeros templarios antes de lanzarse a endiabladas cabalgadas sobre el enemigo en Tierra Santa; con este lema evidenciaban la línea de continuidad de la tradición guerrera universal: el milite no lucha para sí mismo, lucha por un ideal más elevado. Si luchara por su propio beneficio, no haría otra cosa que engordar su Ego y su botín, en absoluto defender a su Patria, a su bandera o a los suyos.
Y, a todo esto, ¿por qué es tan negativo “engordar el Ego”? ¿acaso “poseer” –esto es, disponer de un Ego abultado- no otorga cierto prestigio social? Hay un error conceptual en todo esto. Estamos hablando de valores. Hay tantos tipos de gentes –y que no se olvide que la milicia está necesariamente formada por un tipo de gente que antepone la defensa de la comunidad a cualquier otro valor- como tipos de valores. Un “progre”, por ejemplo, es un tipo que vive de valores “finalistas” (bellos ideales, en sí mismos, irrealizables, casi espejismos ingenuo-felizotes, la paz universal, la solidaridad con el Tercer Mundo, el respeto mundial a los derechos humanos), pero desconoce cualquier cosa que sean valores “instrumentales” (aquellos que son necesarios en el comportamiento diario y en la propia vida).
El milite tiene pocos ideales, pero éstos pueden resumirse en un código. El código de los marines, el de la Legión Extranjera francesa, y el del Tercio español, el código del samurai, son textos excepcionalmente breves, pero al mismo tiempo, tan intensos y concisos, dotados de una soberbia austeridad, que encierran una filosofía de vida extremadamente profunda. Por ejemplo, dice el Credo Legionario: El Espíritu de Combate: la Legión pedirá siempre combatir, sin turno, sin contar los días, ni los meses, ni los años”. Y lo curioso es que no se trata de una exageración ampulosa, sino que la historia de la Legión evidencia que el Credo se toma al pie de la letra.
Por su parte, el Código del Samurai establece: “No tengo padres, hago del Cielo y la Tierra mis padres. No tengo poder divino, hago de la honestidad mi poder”. Para ingresar en la Orden de los Caballeros Teutónicos solamente era preciso ser alemán, pertenecer a la nobleza (casta guerrera), tener más de 14 años y respetar los votos de pobreza, castidad y obediencia, “dispuesto a subordinarlo todo a la grandeza de la orden y a batirse sin esperanza de reposo”. Todo un programa. La Guardia Imperial napoleónica, los “gruñones”, tras la retirada de Moscú, y verse obligados a beber la sangre de los caballos mezclada con nieve, perseguidos por las tropas de Kutusov, proclaman orgullosos que ni un solo de sus hombres, conforme a su código, ha desertado y su jefe, Curial, escribe: “Ningún hombre ha abandonado sus filas, sino enfermo o congelado, muerto u occiso; ni uno solo por desmoralización o por deserción”; y mientras que en el ejército de leva se han multiplicado las exacciones y los saqueos, Lefebvre, el jefe de la Guardia Imperial, ha proclamado: “!Un soldado de la Guardia que no sabe apreciar el honor de pertenecer a este cuerpo no es digno de él!”. El pillaje era incompatible con la permanencia entre los “gruñones”. No hubo pillajes allí por donde pasaron. El pillaje implicaba posesión y la posesión era una forma de aferrarse a la vida y dar la espalda al ideal. Nacemos sin nada. Morimos sin nada. Tal es la ley. O bien, “Nada de más”, tal como estaba cincelado sobre una de las columnas que daban acceso al Templo de Delfos, en la Grecia dórica y aquea.
El Ego es hábil en la creación de coartadas, tranquilizadoras; sus múltiples rostros –el Diablo ya dijo a Cristo en el desierto: “Mis yos son legión”- en mutación permanente, se suceden trepidantemente. Uno de ellos es el “ego heroico”, cuando el sujeto se cree llamado a realizar hazañas sin límite y fantasea sobre su valor en tiempos de paz; pero cuando está ante la situación comprometida, en la hora de la verdad, en ese mismo sujeto aparece otro yo que le dice: “Huye, no es el momento de ser héroe, quizás mañana. Hoy no. Vas a palmar, cabronazo”. Y el sujeto huye, haciendo caso de ese yo, cobarde hoy que le promete heroísmo mañana.
Para colmo, el Ego tiene tendencia a realizar un proceso de identificaciones que lo alejan de sí mismo, es decir, de su verdadera naturaleza: ve una película y se identifica con el protagonista; esto es, deja de ser él mismo, para identificarse con el protagonista. Está alienando su personalidad. Porque, a fin de cuentas, lo que importa en la vida es ser nosotros mismos, ser consciente de lo que somos y de quienes somos, de nuestras potencialidades y de lo que llevamos dentro de nuestra naturaleza.
El Ego, tiende a construir una superestructura artificiosa que nos aleja de nosotros mismos y nos impide conocernos en profundidad. Por todo ello, el Ego es negativo y superficial y, como tal, no tiene sentido dentro de la milicia.
¿Qué tiene todo esto que ver con las novatadas? Mucho. Cuando el recluta entra en el campamento, tiene un Ego excepcionalmente crecido. Es el Ego que deriva de su anterior vida burguesa o de sus aspiraciones que tienden a cristalizar en el modelo burgués. Y ese Ego burgués no tiene entrada en la milicia. Hay que despedazarlo, destruirlo y hacerlo desaparecer lo antes posible. ¡Qué crueldad!, dirán algunos. En absoluto: si se elige la vía del sacerdocio hay que aceptar las reglas de juego. La castidad, por ejemplo. Tu semen, sacerdote, no dará frutos, pero, a cambio, te acercarás a la experiencia de la trascendencia. Lo que vale para el honesto burgués medio, no vale para el sacerdote. Y no digamos al guerrero: si entras en la milicia, desengáñate, compañero, no es para repartir bocadillos a los niños del Tercer Mundo; es posible que lo tengas que hacer porque te lo han ordenado, pero tu vía y tu destino son otros: darlo todo por una causa. ¿Entiendes? Darlo todo, aunque no te lo haya dicho el ministro Bono. Y ese “todo”, no lo olvides, puede incluir también tu vida. Tendrás que dar algo más que bocadillos o peladillas.
Se entra en el ejército para servir, esto es, para renunciar: renunciar a la vida cómoda y templada, renunciar al poder hacer lo que me da la gana, renunciar al consumo desenfrenado y a los horarios grises de 9 a 14 y de 16 a 19 horas, con un mes de vacaciones y paga prorrateada. Eso es para otros, no para mí: yo soy un mílite, camarada. Se es militar en cualquier momento y situación. El Credo de la Legión, entre otros, dice frases tan rotundas y de una intensidad tan brutal como las que siguen, en base a las que se esculpió el “estilo legionario”:
“El Espíritu de Sufrimiento y Dureza: no se quejará de fatiga, ni de dolor, ni de hambre, ni de sed ni de sueño. Hará todos los trabajos: cavará, arrastrará cañones, carros, estará destacado, hará convoyes, trabajará en lo que le manden.
El Espíritu de Acudir al Fuego: la Legión, desde el hombre solo hasta la Legión entera, acudirá siempre donde oiga fuego, de día, de noche, siempre, siempre, aunque no tenga orden para ello.
El Espíritu de Disciplina: cumplirá su deber, obedecerá hasta morir.
El Espíritu de Combate: la Legión pedirá siempre combatir, sin turno, sin contar los días, ni los meses, ni los años”.
Si alguien ha elegido la vía de la milicia para ilustrar su existencia en la tierra, será mejor que se haga a la idea de que esto es lo que le espera antes de firmar el boletín de enganche. Es evidente que por buena disposición que se tenga, nadie, en principio, está dispuesto a considerar la posibilidad de realizar tales sacrificios. Es su espíritu burgués, el “viejo hombre” que anida en él, a la hora de cruzar el umbral del cuartel lo que se lo impide. El burgués tiene otra norma de vida, como el sacerdote también tiene otra. No es grave. Pero, a partir de cruzar el umbral sobre el que una frase escueta apenas dice “Todo por la Patria”, empieza el proceso de transformación del burgués en milite. Y lo primero que debe hacer es superar las limitaciones de su Ego. Y es entonces cuando la novatada opera efectos miríficos.
El recluta, en principio, es rapado al cero o al dos; se convierte en un “quinto peloncho”. No es que el pelo moleste más o menos, ni que la higiene cuartelera quede salvaguardada, es que, con el pelo empieza a caer el “hombre viejo”. Cuando el barco nos condujo a Mallorca, durante mi servicio militar, el aspecto de la futura tropa, aún vestida de civil, era francamente lamentable: individuos con pantalones campana de color “azul SEPU”, pelo desgreñado, frecuentemente grasiento, la cutrez personificada en muchos, en otros, presente la falta de estilo, incluso al caminar. Al día siguiente, el aspecto de la tropa había cambiado: aquello empezaba a ser una unidad. Hasta los más garrulos parecían haber adquirido una nueva dignidad tras el pelado al dos y el uso del uniforme aún encarcarado. Algunos lamentaban aquel aspecto y añoraban sus melenas y los pantalones campana. Lamentablemente, no les habían explicado que se corta el pelo al cero como primera mortificación del Ego. El Ego no tiene entrada en el cuartel.
Y, por lo mismo, la novatada es preceptiva: aunque los veteranos lo hayan olvidado, no es que se burlen del soldado tal o del soldado cual, es que se están burlando, están escarneciendo al Ego de fulano o al Ego de mengano; que es muy diferente. Y este es el sentido principal de la novatada: contribuir a destrozar el Ego del nuevo recluta. El Ego es propio del “individuo”; en la milicia, un grupo de “individuos” debe dejar de ser tal, para convertirse en una “unidad”. La “unidad” no es la suma de individuos, sino un solo organismo. Uno sólo, la unidad es lo contrario de la suma de individualidades.
No se nacía espartano: uno debía forjar su carácter para “ser” espartano. A partir de los siete años, los niños fuertes y sanos, recibían el “agoge”, la educación que durará hasta los veinte años. Para salir airoso era preciso triunfar cada día en la tarea; de lo contrario, el que fracasaba, no tenía lugar entre los “iguales”, pasaba a ser un “perieco”, cuyos derechos estaban disminuidos. Haga frío o calor, lucirá siempre las mismas ropas. Caminará descalzo. Dormirá sobre un trenzado de cañas que, además, deberá realizar él mismo, sin instrumento alguno. Recibirá del Estado la llamada “sopa de bodrio”, un pobre plato hecho con tocino, sal y vinagre. Si tenía más hambre, podía robar… pero si se le descubría robando se aplicaba la más dura ley de Licurgo; así desarrollaba el espíritu de iniciativa, la prudencia, el gusto por el riesgo y la habilidad. Combatirá con el cuerpo completamente desnudo. Si sufre, no deberá demostrarlo jamás, ni por el gesto, ni por el grito o el suspiro. Toynbee dirá de este sistema educativo que “su idea se basa en la selección, la especialización y la emulación”. Pero estos rudos soldados, son también, hábiles conversadores: cada noche, tras la cena, el jefe de cada mesa entrena a sus jóvenes en la socialización. Les enseña a conversar de manera ingeniosa, contestar de manera concisa, con respuestas que no contengan la menor sombra de duda, a las cuestiones más intrincadas y maliciosas. En la vida militar, las órdenes tienen que ser siempre claras, escuetas, sin sombra de duda. Aprende también a cantar junto a sus camaradas (la voz única que parece salir del fondo de las unidades de combate evidencia que alimentan un espíritu único).
Como decía el Canto XIII de la Ilíada –otro monumento de la tradición guerrera europea- “La lanza se cruza con la lanza, el escudo se pega al escudo. Y el uno se apoya en el otro, el casco al casco, el hombre al hombre. Los penachos se tocan con cimeras chispeantes, al doblarse las cabezas, tan apretadas están las filas. Ondulan las lanzas, entre las manos audaces, sacudidas. Los pensamientos son rectos, el deseo es de batalla”. Cada 16 espartanos formaban una “sistia” o cofradía, vivían, comían, se entrenaban, se divertían y combatían juntos. Se entraba en esta “sistia” por unanimidad. Un solo voto en contra suponía el rechazo del candidato. La “sistia” no era la suma de 16 hoplitas individuales, sino una “unidad”, con una sola alma, con una sola reacción ante los mismos espíritus, con una cohesión vincular extrema entre sus miembros, sin fisuras, sin puntos débiles, en donde la igualdad es absoluta y las “personalidades geniales” o los egoísmos individualistas, están proscritas. No hay lugar para la desconfianza, la rivalidad o el resquemor entre los miembros de la “sistia”.
El hoplita espartano permanecerá durante cuarenta años junto a sus camaradas. Sólo la abandonará si se comporta cobardemente en la batalla o de forma indigna, o bien si muere. No hay lugar para el Ego en la “sistia” espartana.
A medida que el Ego decrezca, crecerá su naturaleza militar: es preciso que una mengüe para que la otra crezca. No hay espíritu militar, ni guerrero posible con un Ego, más hinchado que los mofletes de un trompetista.
Existe un concepto que trabajaremos más adelante, el de la “impersonalidad activa”, que anida allí en donde el Ego se ha reducido a la mínima expresión. Esta impersonalidad activa es el signo distintivo del guerrero.

Ejercito y Sociedad (I) Las novatadas como rito de iniciación

Ejercito y Sociedad (I)  Las novatadas como rito de iniciación

Redaccion.- Desde los años ochenta las novatadas son denostadas como una muestra de la crueldad intrínseca de la vida militar. Incluso en la Academia General Militar han sido prohibidas so pena de graves sanciones. En realidad, la condena a las novatadas, va más allá de la vida militar. Los guasones no viven buenos tiempos: en colegios, internados y universidades, en asociaciones juveniles, la novatada ha sido prácticamente desterrada.


A decir verdad, quienes han practicado novatadas parecían haber perdido la conciencia de su utilidad y de su razón de ser. Esto hizo descender a la novatada a través de una pendiente degenerativa y, de su utilidad originaria, pasó a ser, simplemente, una broma pesada, que, por lo demás, no tenía demasiada gracia, especialmente para el objeto de la misma. Existe algún ejemplo histórico que vale la pena considerar.
En el siglo XII, la Orden de los Caballeros del Templo de Jerusalén, los templarios, habían organizado un “capítulo secreto” que impartía una “enseñanza iniciático” de origen gnóstico. Para acceder a ese capítulo, se pedía al templario que escupiera sobre la cruz (gesto que suponía el rechazo a la religión entendida como mero culto exterior), se le administraba el “bautismo del fuego” (baphos-metheos) y, finalmente, el oficiante administraba el “aliento del espíritu”, soplando en la base de la columna vertebral del neófito. Todos estos elementos formaban parte de una ceremonia ritual de la que se conocen pocos detalles y solamente se tiene la seguridad de que existió.
En tanto que orden guerrera implicada en las Cruzadas y en la defensa de la presencia cristiana en los Santos Lugares, los templarios sufrieron, como ninguna otra orden de la época, un abultado número de bajas en combate. Esto hizo que, apenas a dos siglos de su nacimiento, cuando el Reino Latino de Jerusalén es destruido por el Islam, entre sus bajas se hayan contado a muchos miembros del “capítulo secreto”. La enseñanza que se transmitía en esta cerrada institución se perdió con los monjes-soldado muertos en combate. Pero quedó el recuerdo de unos actos rituales, desfigurados y sin sentido para las nuevas generaciones de templarios. El aliento en la base de la columna vertebral se convirtió en un beso obsceno en el culo; la transmisión del conocimiento mediante el rito del “bautismo de fuego” pasó a ser la obligación de arrodillarse ante un ídolillo cornudo y tetón, al que llamaban “baphomet”, contracción y deformación de la ceremonia del “baphos-metheos”; y, finalmente, el acto de escupir a la cruz, se convirtió en una forma de desorientar a los nuevos reclutas y ponerlos en un compromiso dramático. Los miembros de la orden, que habían realizado los votos de castidad, pobreza y obediencia, pasaron a tener fama de sodomitas, bebedores impenitentes, puteros y vividores. En la actual catedral de Barcelona, la primera ceremonia que se celebró a poco de concluirse el ábside, fue, precisamente, una asamblea de antiguos templarios de los condados catalanes –cuando la orden ya había sido disuelta por el papado- llamados al orden por el Conde de Barcelona a causa de su comportamiento escandaloso. ¡Quién diría que aquellos despojos humanos, tiempo atrás habían formado parte de una orden que unía a su valor en combate, unos contenidos intelectuales de indudable altura metafísica!
El caso de los templarios nos indica cuál es el proceso degenerativo que sigue toda institución humana: en primer lugar, unos rituales y principios se aplican con toda su pureza y pulcritud, tienen su razón de ser y su sentido específicos; luego, la muerte de unos –esa eterna compañera de lo humano- o la defección de otros –la naturaleza humana es siempre mutable- provoca su caída de nivel. Los ritos se ejecutan fielmente, pero ya no se comprende su sentido; se ha perdido la esencia del ritual, aunque su eficacia siga vigente. Finalmente, ocurre la tragedia: el sentido de los ritos se distorsiona; no solamente son incomprendidos, sino que se convierten en una caricatura de lo que un día fueron; su sentido se ha invertido completamente. En la Edad Media se decía que Satán era “Dios invertido” y se acompañaba a la figura de Satán de rasgos caricaturescos y grotescos, de la misma forma que en las Cortes de la época, estrictamente jerarquizadas, el bufón ocupaba el último nivel, el más distante del número uno, la figura del Rey, del cual, apenas era su inversión y caricatura.
Cuando se cierra el ciclo de la decadencia, olvidado el nivel originario de las ceremonias, más tarde, repetidas como contracción grotesca, entonces se produce el colapso de la institución en cuyo interior se ha operado el proceso.

Esto nos lleva a nuestra primera tesis: la novatada supone la última etapa degenerativa de una enseñanza que, en un tiempo remoto, estuvo muy clara y tenía una función precisa.

Hoy, la milicia está presente en el mundo moderno, pero es algo que pertenece a otra realidad, a un mundo que ya no existe. De ahí que pueda parecer, en ocasiones, un arcaísmo: honor, disciplina, lealtad, espíritu de combate, amor a las armas, asunción de la guerra como compañera inevitable, caminar permanentemente junto a la muerte, idea de jerarquía, etc., todo esto, parecen valores que no tienen nada que ver con la postmodernidad y que, por otra parte, son incompatibles con ella.
No vale la pena engañarse, ni buscar compromisos o aplicar paños calientes: quien dice “milicia”, quien conoce la naturaleza profunda del oficio de las armas, aunque hoy maneje ordenadores y tecnología de punta, aunque vuele en reactores que triplican la velocidad del sonido, está aludiendo a una escala de valores que no es la del mundo del siglo XXI. De ahí la incomprensión y el rechazo que provoca la milicia entre muchos contemporáneos.
Lo que nos proponemos en este primer artículo sobre el tema es, partiendo de la novatada, remontarnos por la cadena del tiempo e intentar entrever de dónde deriva, cuál es su origen y qué enseñanza nos puede aportar.
No es la novatada lo que queremos exaltar. De hecho, habitualmente, la novatada suele ser una broma cruel y humillante. Al menos hoy se la tiene como tal. Pero, incluso hoy, en algunos cuerpos de élite, la novatada tiene un carácter de centralidad que nos puede ayudar a introducirnos y comprender su sentido y su justificación.
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Hace casi treinta años, formábamos parte de un grupo político juvenil en el que para ser considerado miembro de pleno derecho, era preciso hacer un corte de mangas al cruzarse con un policía nacional de la época, un “gris”… Eran tiempos duros, incluso excesivos; en plena transición, cada cual planteaba la opción más surrealista para diferenciarse de otros grupos concurrentes. Lo mejor que le podía pasar al osado aspirante a entrar en nuestra hermandad, era que el policía desenfundara la porra y le sacudiera o bien que se lo llevara detenido por ofensa a la autoridad. A mí me pasó. Era preciso que el neófito mostrara “valor” y “rapidez”. Valor para realizar la provocación y rapidez para salir corriendo. En nuestra fraternidad juvenil, ¿para qué diablos íbamos a necesitar el concurso de alguien que no tuviera “valor” para osar ofender a la autoridad, ni “rapidez” para correr más que el que más, acto seguido? Entre nosotros, quien no era ni osado ni veloz, era una carga que los demás no estábamos dispuestos a sobrellevar. Nadie nos había enseñado el por qué de las novatadas, pero había un sexto sentido que nos indicaba que esa cruel charada (cruel porque un policía que aspiraba solamente a servir a la sociedad y ganar un sueldo era ofendido en su dignidad y porque muchos de los que deseaban militar con nosotros iban a sufrir su primer bajón de autoestima) era útil para operar una selección natural.
No estoy particularmente orgulloso de aquella época, pero he meditado una y otra vez por qué lo hacíamos y por qué, en todas las épocas, en todos los cuerpos de élite y en todas las latitudes, la novatada ha sido una constante, eternamente repetida que ha acompañado inevitablemente a la vida militar.
¿Pasé yo por esa novatada? De hecho, sí. Y fue terrible. Iba yo por la calle de la Montera, paseando con tres comilitones de la organización en la que pretendía entrar, en el lejano 1978; buscábamos a un “gris” para que yo pudiera realizar mi “prueba iniciática”. Desembocando en la Puerta del Sol (hubo un tiempo en el que allí se encontraba la Dirección General de Seguridad), divisamos a un “gris” cruzando la plaza. Me adelanté y realicé el corte mangas preceptivo. Aquel funcionario policial me miró a los ojos con expresión de incredulidad y sorpresa. Luego, en una décima de segundo, los ojos se le inyectaron en sangre. Estaba bien entrenado, así que mientras salía corriendo detrás de mí –según me contaron los otros camaradas que presenciaban la escena- desenfundaba la porra. Sentí como la goma silbaba a pocos centímetros de mi espalda y pude esquivarla en dos ocasiones; a la tercera me alcanzó frente a la Librería San Martín, hoy desaparecida; precisamente, frente a donde tiempo atrás, un desconocido había asesinato a Prim. Aquello dolía menos de lo que me imaginaba, a decir verdad, escocía. Todavía me gané algún guantazo adicional antes de ser puesto en libertad al día siguiente. Sólo entonces pude considerarme miembro de aquella olvidable organización político-juvenil-radical.

Una investigación llevada a cabo por un grupo pacifista italiano, el llamado Archivio Dissarmo, llegó a la conclusión de que las novatadas forman parte de un “sistema de violencia para preparar a los soldados para la guerra”. Exacto. La pena es que luego estropearon el planteamiento indicando que el sistema de novatadas crea “una jerarquía paralela que inculca como valor disfrutar con la humillación del otro”. El “disfrute” de quienes guían las novatadas, ni es el elemento central del episodio, ni siquiera es relevante. En una institución como las FFAA en donde el soldado debe estar preparado para dar y recibir la muerte, ninguna preparación es superflua para forjar una intensidad del carácter que no es la habitual en la vida civil. Es evidente que en las FFAA tanto como en institutos y universidades, existen individuos sádicos que gozan con la angustia y el sufrimiento de otros; en las sociedades occidentales, existe entre un 3 y un 5% de psicópatas, luego en la milicia también se da este porcentaje con todo el contingente de sádicos y tarados que esto implica. Pero también en la sociedad civil, este porcentaje está presente y, por lo demás, de cada 100 personas que nos cruzamos cada día, entre 3 y 5 son psicopatones absolutamente averiados. En las calles de nuestras grandes ciudades deambula ese mismo porcentaje de jóvenes que llevan la violencia y el sadismo en su interior, lo practican sobre sus compañeros e incluso sobre sus familiares.
Vale la pena que abandonemos la idea extendida de que la novatada es violencia gratuita; contrariamente a lo que pueda parecer, la novatada formaba parte –y, desde luego, parte importante- de la construcción del “carácter” necesario en la milicia. Además, es un rito de integración e iniciación a la vida militar.

Cuando en el mes de noviembre de 2005 los medios de comunicación transmitieron la noticia de que los marines británicos destacados en Irak practicaban crueles novatadas, volví a meditar sobre esta práctica desterrada en España. Lo que sigue son las conclusiones a las que he llegado y que resultan difícilmente refutables. ¿El resumen de lo que sigue? La novatada es una práctica que tiene un sentido preciso y una lógica dentro de la vida militar. La novatada es una necesidad si de lo que se trata es de formar soldados capaces de sobrevivir en los combates y vencer en las batallas. Por eso partimos de las novatadas para iniciar nuestro estudio.
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Suena un disparo. El tiempo en que una bala de fusil de asalto tarda en llegar a su destino es de apenas una fracción de segundo. De la rapidez de reacción del objetivo de ese disparo, depende su supervivencia. Habitualmente, el francotirador disparará a la cabeza del blanco, o a alguna zona vital de su cuerpo. Si el blanco reacciona con la rapidez suficiente, arrojándose al suelo, podrá salvar la vida.
Otro caso. Una unidad militar se infiltra en territorio enemigo para dar un golpe de mano. Son cinco combatientes. Cada uno tiene un trabajo que ejecutar. En el curso de la acción, a pesar de los riesgos, todos cumplen su cometido. Uno de ellos, resulta herido fortuitamente cuando el comando está retirándose. Los otros cuatro, sin dudarlo, detienen su marcha hacia la zona segura, responden como un solo hombre, recogen al herido y lo retiran del escenario del combate, aun a riesgo de sus vidas.

Pues bien, estos dos episodios, que se repiten constantemente en los episodios militares, tienen como protagonistas a guerreros que han pasado antes por un proceso de adiestramiento intensivo. La novatada, forma parte de ese adiestramiento.

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es