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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Ejército y Sociedad (III): Las novatadas como rito de iniciación

Ejército y Sociedad (III): Las novatadas como rito de iniciación

Redacción.- Ahí tenemos a nuestro “recluta mamón”, al “recluta gili”, al “recluta marica”, al “recluta casposo”, al “recluta de mierda”, en definitiva, en su primera noche en la litera cuartelera. Hubo un tiempo en el que en ese momento esperaba de un momento a otro la novatada. El Ego se le empieza a cuartear. Ya no tiene cerca ni los cuidados de mamá, ni al primo de Zumosol, listo o tonto, culto o garrulo, está bajo el mismo techo que el resto de la compañía y, más vale que se apresure a entender que esos muchachos de su edad, van a ser sus camaradas durante el tiempo que dure su compromiso con el ejército.

Cuando la personalidad es abolida en beneficio del esprit de corps

Al cabo de pocos días, surgen las primeras amistades; los reclutas se agrupan por afinidades o simplemente por vecindad en las literas. Se forjan los primeros vínculos interpersonales. Pero no bastan. Es preciso dar a este conjunto heterogéneo y heteróclito, una identidad y una unicidad que exceden con mucho, la cohesión vincular que une a los grupos de amigos de uniforme. Al día siguiente, el recluta aprende a formar y a desfilar. El cuadrado que forman las filas de la compañía es el primer rasgo de que todas aquellas gentes llegadas de procedencias diversas, deben sentirse y ser, un solo hombre. No hubo diferencia de clase mientras existió servicio militar obligatorio. Para muchos hijos de la alta burguesía, esa era la única vez en su vida que hablarían con un campesino o con un proletario. Para los orgullosos, formar entre los modestos, era una cura de humildad. A algunos les sirvió para rectificar su tendencia a la prepotencia y al desprecio a los inferiores. Hubo muchos, entre los más desfavorecidos por la fortuna y la educación, que aprendieron a leer y a escribir durante su paso por las fuerzas armadas, los hubo que aprendieron profesiones que antes no tenían y que les ayudaron a salir adelante en la vida; y también, el contacto entre gentes procedentes de los grupos sociales más diversos, contribuyó a que unos aprendieran de otros. Mientras duró, el servicio militar obligatorio, fue un factor de conocimiento social y un sistema de establecimiento de vínculos entre gentes que, de otra manera, jamás habrían tenido la posibilidad de trabar amistad. Pero esto no es suficiente. Un ejército precisa ser algo más que el marco adecuado para el mutuo conocimiento social. Precisa ser eficaz y convertirse en una unidad cohesionada, en donde todos respondan a las órdenes, inmediatamente las reciben, de manera colectiva, como un solo hombre. Esta es una de las acepciones, sin duda la más importante, del llamado “espíritu de cuerpo”.
Por que, de lo que se trata, a fin de cuentas, es de que el Ego de los reclutas sea sustituido por una especie de “Super-Ego”: el de la unidad en la que están encuadrados. Cuando una unidad de combate está formada por personalidades diversas, esa unidad será inevitablemente, liquidada por el enemigo; la guerra moderna es un escenario en el cual el militar individual tiene pocas posibilidades de sobrevivir si lo fía todo a su “personalidad”. Pero, si en lugar de una personalidad individual, lo que está presente en el campo de batalla es una “personalidad colectiva”, uniforme y perfectamente definida, las posibilidades de supervivencia son superiores.
Por eso, el recluta aprende a desfilar. Debe renunciar a su propia forma de caminar, debe de marcar el paso con sus compañeros de armas. El mismo paso; al milímetro. Las unidades más eficaces en el combate han sido las que han desfilado con más energía y uniformidad, sin notas discordantes, sin despistados que pierden el paso o que les importe un higo no marcar el paso con sus compañeros. Esforzarse en ser uno con la unidad a la que se pertenece es un buen síntoma: eso implica decir que el recluta está renunciando a su propio Ego. El empuje de la Legión al desfilar hace presentir su empuje en la batalla. Vale la pena recordar de nuevo otros fragmentos del “Credo de la Legión”:
“El Espíritu de Compañerismo: con el sagrado juramento de no abandonar jamás a un hombre en el campo hasta perecer todos.
El Espíritu de Amistad: de juramento entre cada dos hombres.
El Espíritu de Unión y Socorro: a la voz de "A mí la Legión", sea donde sea, acudirán todos y con razón, o sin ella, defenderán al legionario que pide auxilio.
El Espíritu de Marcha: jamás un legionario dirá que está cansado hasta caer reventado. Será el cuerpo más veloz y resistente”.
Alguien puede decir: “Bueno, pero todo esto se dice en voz alta por que lo exige el mando, pero de ahí a creérselo va un trecho”. Error. Quien eso afirma, seguramente no ha conocido la vida militar en un cuerpo de élite. En 2003, un millar de nuestros soldados fueron desplazados a Irak. Para muchos de ellos, la ocupación americana era un puro saqueo indigno con el que había que tener estómago para identificarse. Sin embargo, muchos legionarios de los que creían que la guerra era injusta, pidieron ser destinados allí, ¿motivo? Releed las líneas que preceden a este párrafo y lo entenderéis: el “espíritu de amistad”, el “espíritu de compañerismo”, el “espíritu de unidad y socorro”, el “espíritu legionario”, en definitiva. Uno de aquellos jóvenes españoles que fueron allí voluntariamente, me lo sintetizó: “El hecho de que algunos de mis compañeros fueran a Irak era suficiente para que yo fuera también. El Credo de la Legión así lo establece”. ¿Para qué complicarse la vida pidiendo más razones para acudir a Irak?
En el Bhagavat-Gita, un antiguo texto hinduista para uso de la casta guerrera, se decía: “Tanto la renuncia como la realización, conducen a la liberación. Y en verdad te digo que la acción es superior a la inacción. La verdadera renuncia es la de aquel que ni busca ni elude la acción, que no se deja llevar ni por el agrado ni por la repulsa, liberado de la esclavitud de los pares opuestos. (…) Cumple tu deber, pues la acción es superior a la inercia; ni siquiera la vida normal sería posible en la inacción”. La vía de la milicia es la vía de la acción, no, desde luego, la de la palabra. Y eso le honra. Es a los políticos que adoptan decisiones equivocadas o, simplemente, miserables e inmorales, a los que cabe denostar y abominar. A los milites que cumplen con su deber: honor y reconocimiento.
A principios de julio de 2004, se produjo en Irak, el secuestro del cabo Wassef Alí Hassoun, marine de la 101ª División Aerotransportada de los EEUU. Uno de sus compañeros, Andrew A. Bufalo, sargento mayor retirado del Cuerpo de Marines, escribió una carta abierta a los secuestradores, que difundió a través de Internet y que alcanzó gran eco en la prensa mundial. La carta es una muestra del “espíritu de cuerpo” que supera con mucho, las iniquidades y miserias de la clase política de su país. Reproducimos algunos fragmentos:
“A los terroristas que operan en Iraq: Observo que habéis capturado a un marine de los Estados Unidos, y que pensáis cortarle la cabeza si no se atiende a vuestras demandas. Gran error. Antes de que llevéis a cabo vuestra amenaza os sugiero que repaséis la historia del Cuerpo de Marines. Vosotros miráis hacia América y veis un objetivo blando, y en buena medida tenéis razón. Nuestro país está lleno de gente echada a perder que conduce BMW, sorbe cafés descafeinados y ve por televisión ridículos «reality shows». La mayoría de ellos son ciudadanos decentes que trabajan duro, pero son blandos. Cuando le cortasteis la cabeza a Nick Berg, esa gente exhaló un grito ahogado; vosotros conseguisteis la cobertura mediática que andabais buscando, y entonces esa gente volvió a sus vidas. Esta vez es diferente. Nosotros también tenemos una cultura de guerreros en este país, y se llaman Marines. Ésta es una hermandad forjada en el fuego de muchas guerras, y el vínculo entre nosotros es más fuerte que la sangre. Antes de que el actual clima de corrección política envolviera nuestra cultura, uno de los eslóganes de reclutamiento de nuestra banda de hermanos era: «El Cuerpo de Marines construye Hombres». Pronto os daréis cuenta de cuán cierto es esto. Vosotros, por otro lado, no sois más que una panda de mujeres. Si fuerais hombres, deberíais mostrar vuestros rostros y aceptar el desafío de luchar contra nosotros en una pelea justa. En lugar de eso, sois unos cobardes que os escondéis detrás de máscaras y decapitáis a víctimas indefensas. Si realmente representarais el interés del pueblo iraquí, no andaríais tendiendo emboscadas a los que llegan a vuestro país para reparar vuestras plantas eléctricas, ni sabotearíais los oleoductos que alimentan la economía iraquí. Lo que os mueve es el odio, lisa y llanamente. Cuando alcéis esa espada, quiero que recordéis una cosa. El cabo Wassef Ali Hassoun no está solo. Cada uno de los Marines que alguna vez ha vestido ese uniforme está allí con él, y cuando le asestéis el golpe, estaréis golpeándonos a todos nosotros. Somos los Marines de los Estados Unidos, y vamos a ir a por vosotros».
Las novatadas fueron particularmente duras en el cuerpo de marines. No es raro que, incluso, los retirados del cuerpo sigan manteniendo, años después del término de su compromiso, el mismo “código” propio de todos los cuerpos de élite. En otro extremo cultural y antropológico en el Japón, el Hagakure, breviario del samurai, explica: “Un samurai no debe jamás, mientras viva, permitirse distanciarse de aquellos de los que es deudor espiritualmente”.
El oficial mira con condescendencia a sus soldados realizando las más duras novatadas contra los nuevos reclutas. Sabe que esas novatadas les salvarán la vida. En noviembre de 2005 se supo que algunos marines de los EEUU destacados en Irak, “jugaban” a clavar las condecoraciones en los pechos de los recién llegados. Algunos se desmayaban y la escena, filmada por uno de los asistentes, denotaba una brutalidad inequívoca… si, pero esos mismos soldados que eran víctimas de la novatada, deberían sufrir en el campo de batalla, riesgos muchísimo mayores y, desde luego, una bala, un fragmento de metralla, o la tortura en caso de caer prisionero, debe, necesariamente, soportar un alfiler clavado sobre su pecho. Es mejor que se acostumbre al dolor provocado por sus propios camaradas, que por el enemigo. Tendrá ocasión de superar el dolor y el miedo. Ahora bien, si se queja a sus superiores, si denuncia la ofensa a los medios de comunicación, al defensor del pueblo, del soldado o a mariasantísima, es más que probable que ese recluta jamás esté en condiciones de superar la tensión y la exaltación del combate.
En una novatada, se aprende a superar la vergüenza y el miedo. La vergüenza es patrimonio del Ego. El miedo es natural en medio de la batalla. La cuestión no es carecer de miedo. Solo los insensatos no temen a nada. Los valientes dominan su miedo y de eso se trata. El recluta sometido al pinchazo del alfiler de una condecoración por parte de sus camaradas, tendrá, naturalmente, miedo al dolor, pero, así mismo, estará en condiciones de intentar superar por primera vez su miedo. La novatada, en este sentido, es pedagógica, educativa y, en su contexto militar, necesariamente forma parte del entrenamiento de los cuerpos de élite.
La guerra es un drama de brutalidad inusitada y mucho más la guerra moderna. Quien no es capaz de superar una novatada, no sobrevivirá jamás al campo de batalla, ni responderá como se espera de él. La novatada, en este sentido, es también un filtro: el que denuncia la novatada, o no la logra superar, no tiene lugar en un cuerpo de élite. Valdrá para cualquier otra cosa, incluso es posible que su contribución a la comunidad sea decisiva… desde otro lugar, no luciendo los distintivos de un cuerpo de élite.
Cuando reacciona el instinto, no el cerebro
Levantarse de madrugada al oír el toque de diana, parece algo completamente inútil. Cuando existía el servicio militar era frecuente oír a los reclutas quejarse especialmente en los primeros días de su servicio: “¿Por qué, en lugar de a las 7:00 a.m., no es más cómodo que esa maldita diana suene dos horas después? ¿Y esa maldita costumbre de tener que saludar a los oficiales y suboficiales? Y en cuanto al entrenamiento ¿para qué hablar? Nos obligan a realizar mil veces las mismas maniobras, ensayar las mismas posiciones, desfilar sin cesar, marcar el paso una y otra vez, recorrer las mismas pistas a la carrera y, para colmo, tener que echarnos al suelo una y otra vez, pasar por debajo de alambradas puestas allí solo para joder, y en ocasiones, a algún sádico se le ocurre disparar sobre nuestras cabezas…”. Todas estas cuestiones tienen sus respuestas precisas. En el ejército no se hace nada que no sea estrictamente necesario.
El soldado debe responder en el combate de manera absolutamente inmediataza. No tiene tiempo para pensar que si se oye un disparo en la lejanía, deberá arrojarse al suelo. Si piensa –oídlo bien si piensa- está muerto. La vida o la muerte, dependen siempre de unos pocos milímetros. Una bala puede volar la yugular, o simplemente perderse en el horizonte; un disparo de mortero puede volarte la cabeza o simplemente la onda te rasgará el uniforme y de dejará momentáneamente atontado. La vida o la muerte dependen, en definitiva, de que el entrenamiento militar haya sabido dar al milite una inmediatez en sus respuestas.
Cuando entre una detonación y la llegada de la bala al objetivo apenas media una fracción de segundo, la supervivencia no puede depender del razonamiento lógico: “He oído un disparo; eso quiere decir que alguien, allí enfrente, está apuntándonos; no sé a quien de nosotros, pero es posible que sea a mí, por lo tanto es mejor que me tire al suelo; vamos a ver si encuentro el lugar adecuado para no caer encima de un zarzal o de un charco”. Si algún recluta se obstina en pensar así, estamos ante un futuro cadáver. No, este tipo de razonamiento conlleva un camino excesivamente dilatado entre el desencadenante y la respuesta: el oído escucha la detonación, envía la información al cerebro, éste calcula lo que debe hacer –arrojarse al suelo- y la vista mira en donde puede hacerlo más cómodamente. Lo dicho: soldado muerto.
El comportamiento en la guerra, antigua o moderna, no puede estar guiada por el cerebro. Incluso los buenos oficiales son aquellos en los que además de las concepciones estratégicas y de un adecuado conocimiento del terreno, existe algo –acaso un sexto sentido- que excede con mucho la lógica y la razón. Wellington, solía viajar mucho y siempre solía apostar con sus compañeros lo que se encontraba al otro lado de la colina que tenían ante ellos. Por algún motivo Wellington siempre acertaba. Él mismo lo explicaba a su interlocutor: “No le extrañe; me he pasado la vida intentando averiguar lo que había al otro lado de la colina”. Eso le había permitido desarrollar un instinto más allá de las informaciones objetivas y del razonamiento lógico.
Otro tanto ocurre con el recluta: no es la lógica cartesiana la que debe guiarlo en el campo de batalla, sino el instinto. La educación del instinto forma parte central del entrenamiento militar. Oír un disparo y arrojarse al suelo, todo uno, sin tiempos de espera; la supervivencia se convierte en un automatismo inconsciente. “Antes de que mi cerebro pueda percibir racionalmente que he oído un disparo, debo estar ya en el suelo”, tal es la regla de oro de la supervivencia en el combate.
En otro tiempo, cuando se luchaba con la espada, el guerrero más hábil era aquel capaz de abstraerse en la acción, y dejar que sus movimientos fueran guiados por el instinto de supervivencia. El ser humano es la única especie capaz de poder educar sus instintos. La vida militar ayuda a ello. La educación de los instintos es dura: de la misma forma que para enderezar un árbol, hay que forzar su tronco, para encarrilar la instintividad, sacarla a la superficie, es preciso un entrenamiento duro, incluso brutal. Y, desde luego, no es cuestión de un día.
Desde muy temprano el niño samurai aprendía a esgrimir la espada. A los cinco años de edad, lucía por primera vez el uniforme de Samurai y recibía las primeras nociones sobre la carrera de las armas. La espada de madera con la que había jugado hasta ese momento, era cambiada por una de acero. A esa temprana edad, estaba obligado a salir de su hogar, luciendo siempre la espada. A los 15 años recibiría las dos espadas que le acompañarían durante toda su vida, la Katana (de hoja larga) y el Wakizashi (de hoja corta, utilizada en el “sepuku” o “hara-kiri”, el suicidio ritual). Con la espada recibía también el sentimiento de dignidad, pero también de que sobre él recaía una responsabilidad superior a cualquier otro ser humano. La espada era el símbolo de su honor y de su lealtad; no podía ser utilizada a destiempo, ni indebidamente. Hacerlo así sería cosa de fanfarrones o irresponsables, esto es, de gentes sin honor o de cobardes. Su espada era un objeto sagrado, una prolongación de su alma. La espada solamente podía blandirse en situación de estabilidad total de la mente.
Entre los samurais, el ejercicio millones de veces repetido con la espada, unido al abandono del Ego (es el Ego el que tiene miedo, el que sabe que la forma más fácil de sobrevivir es retrocediendo, el que antepone el miedo al honor, el oportunismo a la lealtad, la búsqueda de la comodidad al sacrificio), tenían como resultado la destreza en el manejo de la espada, la aparición de una instintividad que hacía adelantarse a los movimientos del adversario, golpearle allí en donde se intuía que era más débil. Para ello hacía falta estabilizar la mente, desterrar el odio o la impulsividad y hacer que en su lugar apareciera una fría lucidez y una determinación impasible. Los mejores campeones automovilísticos o motoristas, saben también de lo que estamos hablando: es el instinto el que les hace conducir de manera arriesgada e intrépida un bólido. Los conocimientos técnicos son necesarios, por supuesto, pero la fría lucidez es lo que marca la diferencia. Los campeones son campeones por un arrojo que difícilmente está presente en los técnicos que diseñan las máquinas que utilizan.
También aquí, la individualidad y el Ego son los enemigos. El entrenamiento constante tiende a atenuar al máximo el impacto del Ego en el milite. La dureza del entrenamiento militar tiene como objetivo imponer automatismos al cuerpo, evitar que sea el cerebro el que responda. ¿Por qué solamente tiene que dirigir la maquinaria humana el cerebro? ¿Y el corazón? ¿y la instintividad? El cerebro sirve cuando el razonamiento lógico y el pensamiento cartesiano son asumibles. Ante un problema matemático, ante una investigación científica, pero no en los momentos en los que se dirime la vida y la muerte, el heroísmo y la defensa de la comunidad. El protagonista de “El Hombre que pudo reinar”, de Kypling, cuando está entrenando a sus nuevos reclutas pastunes, les dice: “El soldado de su Majestad no piensa, ¿creéis que si pensara daría la vida por la Reina?”. En los muros del Berlín destruido de 1945, los jóvenes lobos del nazismo, educados en el espíritu de sacrificio y resistencia, habían escrito: “Nuestros muros han cedido, pero nuestras voluntades no cederán jamás”. Y una vez más, el eterno credo de la Legión se inicia con esta contundente frase: El Espíritu del Legionario: es único y sin igual, es de ciega y feroz acometividad, de buscar siempre acortar la distancia con el enemigo y llegar a la bayoneta”. La exaltación de las cargas a la bayoneta, el desafío al dolor y a la muerte, a la adversidad y al miedo, solamente pueden conseguirse mediante un entrenamiento que tienda a atenuar el impacto del Ego en la ecuación personal del combatiente y, a sustituir sus mecanismos de reacción lógica, por automatismos inconscientes. Para ello, deberá renunciar a su Ego.
El Ego anida en el cerebro. La instintividad en el corazón. El entrenamiento militar, lo primero que tiende es a desplazar el eje del futuro guerrero, del cerebro al corazón. Solo entonces se entra en el templo de la milicia. Si la llave que da acceso a ese templo es el adiestramiento miles de veces repetido, en su atrio se encuentra el acceso que pasa a través de la novatada.
Los marines ingleses destacados en Irak, combatiendo entre sí, completamente desnudos, con esterillas enrolladas en sus brazos y ante la presencia de sus oficiales, puede parecer una escena cruel y humillante para los presentes, sin embargo, cada elemento de este cuadro, tiene su razón de ser: la desnudez contribuye a forjar el espíritu de cuerpo, la vergüenza y el pudor no tienen lugar entre iguales, el Ego se oculta detrás de modas, la desnudez evita la presencia del Ego; las esterillas enrolladas en los brazos son el arma de combate elegida por los jóvenes gladiadores: así podrán mostrar valor y agresividad, sin destrozar físicamente al adversario, que no es más que otro camarada; la acometividad, la agresividad, la determinación y la lucidez en el combate le serán necesarias al recluta, y en el curso de la novatada tiene la primera ocasión de comprobarlo. En cuanto a la presencia de oficiales es determinante, institucionaliza la novatada, la inserta en el programa de entrenamiento de la tropa.
La novatada no es más que un hecho antropológico. Puede ser considerada como una ceremonia de iniciación. No hay ceremonia de iniciación que no implique dolor, incluso amputación, y en donde el neófito no deba de mostrar valor y determinación. El adolescente africano que aspira a ser considerado como un hombre por su tribu, deberá ser circuncidado primero y luego deberá realizar una “proeza iniciática” (cazar a un león, por ejemplo). Sólo entonces se le tendrá por hombre. La ceremonia iniciática, el rito de paso, implican un dejar atrás el “hombre viejo” (lo que hemos sido hasta ese momento) para pasar a ser un “hombre nuevo” (en lo que nos vamos a convertir: en milites). ¿Cómo desterrar las novatadas de las fuerzas armadas? En realidad forman parte de la educación militar. Contra más duras, mejor. Es probable que esa dureza disuada a algunos a entrar a formar parte de tal o cual cuerpo de élite. Mejor, en realidad, de eso se trata: quien juzga que no va a poder soportar una novatada es que carece de condiciones para formar parte de ese cuerpo de élite. Hay otros más benignos. Y, en la vida civil, las novatadas son inexistentes. Probablemente, lo que el sujeto debe reconocer es que si le han dicho que se entra en las fuerzas armadas para ganarse el pan, para alcanzar la nacionalidad o para repartir bocadillos en el lugar más olvidado de la mano de Dios, no le han dicho toda la verdad. O acaso si, y el problema es conceptual de quienes han diseñado tal o cual campaña de reclutamiento. Las fuerzas armadas, mal que les pese a algunos, no son una ONG.

La novatada es el primer acto de la formación del “hombre nuevo”, muerto para la vida civil y trasformado en guerrero. Verá como su pelo cae, como sus vestidos de civil son cambiados por un uniforme, como su individualidad se integra en una formación a la que deberá sacrificar todos los rasgos de su individualidad; verá como el espíritu de cuerpo se superpone a todo lo que de personal y egótico tiene; y, finalmente, aprenderá a reaccionar con automatismos, al recibir una orden o percibir un estímulo. Sólo así se forman milites capaces de sobrevivir en el combate y de cumplir la tarea que se les ha encomendado: la defensa nacional; por que, en el fondo, de eso es de lo que se trata: de defender un país, un territorio, a sus habitantes, su tranquilidad, su bienestar, sus libertades su estilo de vida. ¿Creéis que la envergadura de esta tarea puede ser realizada por gentes que abominen de una novatada?

(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es

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