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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Cyrano de Bergerac y la tradición heroica de los Mosqueteros

Infokrisis.- Recientemente, hemos visto las dos versiones del film "Cyrano de Bergerac" y repasado la obra original de Rostand, al mismo tiempo que releíamos "Los Tres Mosqueteros" de Dumas. Todo esto nos induce a realizar unos comentarios sobre la tradición guerrera de los mosqueteros, como heredera de la tradición militar espartana.

 

[foto de José Ferrer como Cyrano, en la versión de 1950]

El Cyrano de Bergerac histórico

Su padre, Abel de Cyrano, fue diputado en el Parlamento parisino mientras que su madre, Espérance Bellanger, era hija del tesorero de la Casa Real. Recibió de sus padres tierras en el pueblo de Bergerac. Pero, en 1636, su falta de habilidad para gestionar el patrimonio familiar le lleva a liquidar sus posesiones, conservando de ellas solamente la alusión a la villa que le vio nacer. Nace en 1618, el mismo período en que aparecen los manifiestos rosacrucianos atribuidos a Johann Valentín Andreae (1614), en un período sangriento marcado por la Guerra de los Treinta Años que se prolongará hasta la Paz de Westfalia en 1848. Es la última guerra de religión y su fin sella la balcanización de Europa.

Es posible que Cyrano perteneciera a alguno de los círculos rosacrucianos de la época. Esto explicaría algunos de los símbolos utilizados en su “viaje al sol”, cuando es recibido por un pequeño ser desnudo que lo recibe sobre una piedra: símbolo de la pureza (desnudez) situada por encima de todas las formas (la piedra). Asimismo, las obras herméticas de Cyrano entran dentro de la tradición rosacruciana y de la práctica de la alquimia por parte de los afiliados a estos círculos. El hecho mismo de que Cyrano, ingenuamente, presentara como una posibilidad de volar llenar esferas de cobre con rocío que luego al evaporarse las elevaría hasta la luna, es apenas un símbolo cuando se conoce el papel del rocío en las manipulaciones alquímicas (ver la primera tabla del “Liber Mutus”). La obra de Cyrano de Bergerac es, sobre todo, una obra de contenidos herméticos, con referencias a la ciencia de su tiempo aún no liberada del pensamiento mágico.

En 1639 entra en el cuerpo de los mosqueteros a las órdenes del Capitán Carbon de Casteljaloux. Rostand recuerda este episodio en la presentación que hace Cyrano de los mosqueteros al Duque Guiche: “Estos son los cadetes de la Gascuña y Carbón Jaloux su capitán…”. Nadie dudó en su época de sus habilidades como notable espadachín. Movilizado con su unidad en el sitio de Arrás, recibe una herida en la garganta y se licencia poco después. En París se une a un grupo de “libertinos” (calificación que englobaba a gentes sin religión, más que a personas carentes de ética y moral). Se unió al filósofo materialista Gassendi y escribió en ese período la mayor parte de sus obras. “La muerte de Agripina”, mencionada en el texto de Rostand, acaparó polémicas y escándalos al ser considerada blasfema. Participó en la revuelta de La Fronda al lado de Mazarino, sucesor de Richelieu y, tal como refleja Rostand, hasta el último momento de su vida siguió siendo un personaje polémico capaz de ganarse continuamente enemigos. La enemistad con los jesuitas, por ejemplo, fue recíproca y virulenta. Cyrano es coetáneo de Descartes, a quien tiene como maestro de filosofía. Es posible que ambos pertenecieran a algunas de las muchas fracciones del movimiento rosacruciano de la época. En su simbólico “Viaje a la Luna”, Cyrano incluye referencias al “Discurso del Método” y multiplica envites contra el catolicismo y la moral. Duda de todo –la duda es para Descartes la primera obligación del filósofo- o de lo contrario la verdad puede ser tan sólo apariencia y la auténtica realidad estar en otra parte.

En 1654, tal como refleja Rostand, un accidente callejero, fortuito o provocado, merma su salud cuando vive en medio de dificultades económicas y no ha obtenido el reconocimiento artístico que cree acorde con sus cualidades. En ese momento era secretario personal del duque de Arparon, al que dedicaría sus últimas obras. El 23 de julio de 1655 Cyrano pidió ser trasladado a la quinta de su primo en Sannois. Cinco días después moriría a la temprana edad de 36 años. Desde 1911 se conoce su certificado de defunción, conservado en el archivo municipal de Sannois, en cuya iglesia de San Pedro y San Pablo se encontraba su tumba, en la capilla de San Sebastián.

Edmond Rostand, absorbido por su obra

La obra del dramaturgo y poeta francés Edmond Rostand (1868-1918) estuvo en auge en el tránsito del siglo XIX al XX. Marsellés de origen, desde muy pronto abordó la creación literaria y, a partir de 1888, entregará diversas obras de teatro todas las cuales gozaron de un gran éxito. Pero se trataba de éxitos puntuales que no estaban todavía en condiciones de hacerse con un hueco en las letras francesas.

Será en 1897 cuando, solamente por “Cyrano de Bergerac”, pase a la historia de la literatura mundial. La obra se estrenó por primera vez en 1897 en el teatro de la Porte-Saint-Martin de París.

Tras su “Cyrano”, Rostand compondrá otras obras que gozaron de gran éxito, pero ninguna alcanzó la perennidad de aquella. Ingresó en la Academia Francesa y en los últimos años de su vida se retiró a las estribaciones de los Pirineos.

Llegó a reconocer que “Cyrano” de Bergerac eclipsó cualquier otra cosa que compuso, incluso su propia vida. Falleció en 1918.

A poco de ser estrenada, el famoso actor francés Coquelin hizo una gira mundial con su Cyrano, que llegó a representarse en el Teatro Principal de Barcelona. No volvería a ser interpretada en nuestro país hasta cincuenta años después, en 1955, dirigida por José Tamayo. Manuel Dicenta y María Dolores Pradera encarnaron a Cyrano y a Roxana, estando a la altura de la obra. Por el contrario, mucho más débil y quebradiza fue la versión de 1985 protagonizada por Josep María Flotats. Hasta hace poco, Manuel Galiana encarnó al protagonista en el Teatro Español de Madrid, con Manuel Gallardo como el Conde de Guiche y José Carabias en el papel de Ragueneau, el “pastelero poeta”.

Los valores del “Cyrano”, valores de la tradición guerrera: amor y guerra

¿Qué nos quiere transmitir Ronsard con su “Cyrano”? Sería demasiado simple reducir la trama a una simple historia de amor. Lo es, pero es mucho más que eso, desde luego. Es una historia de amor y de guerra. Contrariamente a lo que sugirieron los hippies en los sesenta –“haz el amor, no la guerra”-, Rostand parece querer decirnos, justo lo contrario: “el que no sabe hacer la guerra, no sabe hacer el amor”. La ética guerrera se desprende de cada uno de los versos del “Cyrano”.

“Cyrano” es, desde luego, la cúspide de una literatura que gira en torno al cuerpo de los mosqueteros del Rey, ambientada en pleno siglo XVII, durante el gobierno de Richelieu. Mucho más simple, y también mucho más conocida, es la novela por entregas de los Dumas, “D’Artagnan y los tres mosqueteros”. Vale la pena preguntarse por qué este cuerpo de élite ha inspirado y sigue inspirando relatos de amor y de guerra.

Para los que no conozcan la trama de la obra de teatro, ésta alude a un personaje que realmente existió, Cyrano de Bergerac, gascón, espadachín y alquimista, poeta y científico; dotado, al parecer, de una gigantesca nariz. A partir de los escasos datos y de algunas obras atribuidas al Cyrano histórico, Rostand compone su personaje y el entorno histórico en el que se desarrolla la trama.

La fealdad física de Cyrano le hace imposible conquistar el amor de su prima Roxana. Ésta se siente enamorada de un joven alistado en los mosqueteros, cuerpo en el que Cyrano es un notable veterano. Roxana le pide que le proteja de las novatadas que otros “gascones locos” pueden propinarle. Así, Cyrano se ve ante la tesitura de apoyar a su rival y mantener secretos sus sentimientos hacia Roxana. Pero el apuesto joven es un completo inepto en el terreno que a Roxana le interesa: la expresión de los sentimientos amorosos; carece del don del ingenio y es un absoluto negado para la poesía. Así que Cyrano pacta con él prestarle sus habilidades literarias para que Roxana pueda valorarlo. Esta “joint venture” permite a Cyrano expresar justamente las sensaciones que Roxana le inspira y, al joven cadete, quedar a la altura que ella desea. En el sitio de Arrás, frente a los tercios españoles, Cyrano sigue enviando en nombre del cadete –que ya ha contraído matrimonio con Roxana- cartas henchidas de amor y sensibilidad. Pero el cadete muere en la batalla y Cyrano decide seguir manteniendo el secreto de quién es el verdadero autor de las cartas. En la última escena, situada treinta años después, Roxana entiende finalmente quién ha sido durante todos estos años el objeto real de su amor y Cyrano muere satisfecho de saber que, en su hora postrera, su amor silencioso y oculto es, por fin, recompensado.

La obra contrapone el “amor físico” al “amor espiritual”, siendo el propio Cyrano la quintaesencia de la “belleza interior” y su alter ego, el cadete imperito, un superficial –aunque no malvado- exponente de la “belleza exterior”. Pero esta trama, bastante sencilla, discurre sobre un trasfondo de heroísmo, honor y lealtad, espíritu de camaradería y de sacrificio.

Los mosqueteros como herederos de Esparta

En el año 1622 se crea en Francia la unidad de los Mosqueteros de la Casa Real. Barrés, en su “Viaje a París” cuenta que, en esos días, el mariscal de Bassompierre, al recibirlos un día mientras leía un fragmento de la “La vida de Licurgo” escrita por Plutarco, les dijo: “Verdaderamente, señores, yo juraría que todos los lacedemonios tenían tanto de cartujos como de mosqueteros”. Y, sin embargo, la fama que acompañaba a los mosqueteros era como explicaba Rostand atribuyendo sus palabras a Cyrano: “Son los cadetes de la Gascuña, / que a Carbón tienen por capitán, / son quimeristas y embusteros; / y a la vez nobles, firmes y enteros, /blasón viviente por doquier van. / Ojos de buitre, pies de cigüeña, / dientes de lobo, fiero ademán; / cuando arremeten a la canalla, / no ciñen casco ni fina malla; / rotos chambergos luciendo van… / Punza-barrigas y Rompe-hocicos / son los dulces nombres que ellos se dan. / Ebrios de gloria, sueñan conquistas, / corren garitos, dan entrevistas; / donde haya riñas, allí estarán… / Tras las coquetas, corren ansiosos, hacen cornudos a los celosos…”, el estilo de los mosqueteros difería, evidentemente, de la austeridad y el autocontrol espartano, pero había un idéntico poso de alegría y austeridad que se reconoce en ambos cuerpos.

En el fondo, alguna diferencia había. Los hoplitas espartanos habían sido educados para la guerra desde la más tierna infancia, mientras que los “carabinos” o “mosqueteros” eran considerados soldados de fortuna, rufianes desarrapados, la mayor parte surgidos de la Gascuña francesa y el Perigord. Pero la escuela de mosqueteros, creada a imagen y semejanza de las “fatrias” espartanas, demostraría su valor convirtiendo a una tropa heterogénea y turbulenta en un cuerpo disciplinado, henchido de valores y dispuesto a demostrarlo hasta el esfuerzo final y la entrega absoluta.

Enrique IV de Francia, a finales del siglo XVI, organizó el “Cuerpo de Carabinos” a la vista de la importancia que progresivamente iban cobrando las armas de fuego en las batallas. Su habilidad en el tiro aseguraba la iniciativa táctica en las largas distancias y la posibilidad de golpear al adversario antes de llegar al cuerpo a cuerpo, algo que los antiguos hoplitas espartanos hubieran considerado una táctica “poco honorable”, ellos, que luchaban a distancia mínima permitiendo al enemigo que pudiera ver la abeja de tamaño natural que tenían dibujada en su escudo circular. En 1615, los “carabinos” habían sido distribuidos entre distintas unidades de choque, especialmente entre la caballería ligera, con misiones de reconocimiento. Esta dispersión fue negativa para todos. Mantenían su espíritu de cuerpo, orgulloso y rebelde. Allí donde fueran destinados abundaban las pendencias, y los duelos se habían convertido en habituales, siempre con ellos como protagonistas y retadores. Luis XIII volvió a reunirlos en un sólo cuerpo, encomendando al capitán Epernon su mando. Había destacado en el asalto a Montpellier y era un militar valeroso y enérgico, acaso el único capaz de reimplantar la disciplina en tan turbulenta tropa. Pero Luis XIII no contemplaba la reconstrucción de una unidad específicamente dedicada al tiro con arma larga, sino que había diseñado para ellos una nueva misión. Se podía decir que eran pendencieros y caóticos, pero nadie hubiera osado acusarles de falta de valor y empecinamiento heroico en los combates. Así pues, disponían de las cualidades necesarias para constituir una guardia personal, de lealtad y valor reconocidos, afecta a la persona del monarca. Poco después de la entrevista del Rey con Epernon, un real decreto transformó el Cuerpo de Carabinos en Cuerpo de los Mosqueteros de la Casa Militar del Rey, y él mismo fue eligiendo individualmente a los integrantes de la tropa. Desde el principio (1622) y hasta su disolución (1749), esta unidad sería la preferida de los monarcas franceses.

Se reclutaba a los mosqueteros muy jóvenes, apenas a los dieciséis años. Ni era necesario un título de nobleza ni buenos caudales, bastaba simplemente una recomendación dirigida a su capitán y era éste quien realizaba la primera selección, que luego el rey solía confirmar. Esto explica el porqué la mayor parte de los mosqueteros procedían del sur de Francia, de la Gascuña y el Perigord y algunos del Languedoc y Aquitania. En general, se trataba de hijos segundones de la nobleza de provincias, empobrecida o sin muchos bienes, tal como nos los pintan en “Los Tres Mosqueteros”. Se les ve en los figones y tabernas situados en torno al Louvre, tocados con anchos chambergos con plumero, capa con largas cintas y mano en la espada. Pero aunque fueran con atuendos más habituales, se les distinguiría por su acento. Dice Dominique Venner: “para aquellos jóvenes flacos, de silueta felina, venidos a pie o montados en lastimosos pencos, su espada era toda su riqueza y su honor la única razón de vivir”.

Si hay algo que, tanto Rostand como Dumas, tienen razón al reflejar en sus obras, es la íntima relación de los mosqueteros con el duelo a espada. Desde 1616, un decreto los ha prohibido, pero es evidente que, no solamente no lo respetan, sino que incluso buscan el duelo, y sus movimientos fuera del cuartel son una pura provocación. Quien no responde a una afrenta pública, quien no toma la espada para defender su honor, es porque no lo tiene. Y quien ha emitido este decreto ignora lo que es el honor, esto es, carece de honor. Además, si los duelos están prohibidos, hay que tener doble valor para aceptarlos y batirse. ¿Por qué el duelo? En primer lugar, por circunstancias históricas. Francia vive un período en el que ha concluido la Guerra de los Treinta Años, hay una paz precaria, y los campos de batalla hace tiempo que se han transformado de nuevo en tierras de cultivo. Los mosqueteros, hombres de armas y entrenados para la guerra, difícilmente pueden soportar las largas guardia en el Palacio del Louvre, o cabalgar junto al rey y otros notables persiguiendo liebres y ciervos. Lo hacen por lealtad a su compromiso, pero piden algo más: demostrar aquello para lo que han sido educados. De otro lado, a su espíritu provinciano le repugna el carácter de la nobleza parisina e, incluso, de los burgueses preocupados siempre por la buena marcha de sus negocios. Ni lo comprenden, ni les interesa. De París aman tan solo la belleza de sus mujeres y el ambiente de las tabernas. El resto se lo puede llevar el diablo o la punta de su espada. Consideran el duelo como un deporte, el más realista y mejor entrenamiento militar posible. No se aprende a matar ni a morir en los entrenamientos casi circenses a los que son sometidos. Se aprende en la “prueba” y no hay ocasión mejor para demostrar el valor y la propia habilidad que el duelo. Los oficiales e incluso la Casa Real no dan mucha importancia a la vulneración de una ley, conocen el fuego que arde en el interior de los mosqueteros y comentan las últimas novedades sobre los últimos duelos y sus protagonistas con la fruición y el interés puesto hoy en los asuntos del “colorín” y en las botillerías sobre el famoseo. En el Prado de los Clérigos situado en las inmediaciones de la Iglesia de Saint Germain, tal como le ocurre a D’Artagnan a poco de su llegada a París, acuden una y otra vez los mosqueteros y sus rivales y dirimen sus disputas; frecuentemente, no sólo hasta la primera sangre sino hasta la muerte. En apenas diez años 8000 muertos son el resultado de estas disputas, muchos de ellos mosqueteros. Ningún otro cuerpo armado ha sufrido tal hemorragia de bajas en aquellos años de recobrada paz. Richelieu no sabe apreciar estas habilidades –él, cardenal de la Iglesia, que ha pactado con los turcos para debilitar a sus enemigos, España en primer lugar-, las considera solamente como una sangría sin sentido que podría evitarse y que debilita la función principal asignada al cuerpo: la protección del Rey.

Hacia 1628 este período de paz concluye y se inician nuevas guerras contra el último reducto hugonote en La Rochelle y contra los ingleses que no dudan en aliarse con ellos. No llegaron a tiempo de combatir, pero lograron impresionar a Richelieu que, a partir de ese momento, los incorporará a todas sus campañas. Es en 1629 cuando tiene lugar su bautismo de fuego real, en la campaña contra el duque de Saboya apoyado por España. La vanguardia del asalto al Pas-de-Suse estaba formada por la Compañía de Mosqueteros. El rey les dio la señal de asalto y, en apenas unos minutos, la lucha ha concluido con la derrota total de los saboyanos. El propio Luis XIII se lanzó también al asalto tras los mosqueteros. La unidad está dirigida por un nombre que Dumas se encargará de popularizar en el siglo XIX, el heroico Troisvilles, pronunciado “Treville”, que en esa acción recibirá los galones de teniente.

A partir de ese momento, los elogios prodigados por el rey a “sus mosqueteros” se hacen casi obsesivos, especialmente a oídos de Richelieu, que ha organizado su propia “Guardia”. Entre ambos cuerpos empieza a existir una rivalidad irracional de la que, frecuentemente, los mosqueteros salen victoriosos, sellándose con afrentas acumuladas a la guardia del cardenal . Pronto empieza a planear un odio cerval del cardenal hacia estos hombres de armas que escapan a su disciplina (y, en realidad, a cualquier disciplina) y tienen a bien, incluso, excitar al combate al propio rey que, tal como dijo en cierta ocasión, de no haber nacido para el trono hubiera amado pertenecer a aquellos “gascones locos” (tal como los define el Duque de Guiche durante el sitio de Arrás en la obra de Rostand). La campaña de Lorena en 1630 aplaza estas disputas y, nuevamente, el ya capitán Troisvilles se cubre de honor dirigiendo la carga contra los loreneses. Ya son casi todos gascones, e incluso el grito de guerra propio de aquella raza indómita –“Billegañé, billegañé”- se ha convertido en el grito de asalto de la unidad que, por si mismo, basta para causar terror en el adversario. Cuando lo oyen pronunciado con el acento duro del sur, saben que tienen delante a mosqueteros. Este origen gascón es reflejado por Rostand en su “Cyrano” cuando durante el cerco de Arras, para animar a la tropa, el protagonista pide al músico que toque su flauta. Dice Cyrano: “Oíd: mientras sus notas desentraña, / el pífano suspira: / suspira recordando tiernamente / que si de ébano es hoy, fue ayer de caña (…) / Gascones escuchad… bajo sus dedos, / no es la trompa guerrera / no es en sus labios el marcial sonido / que al combate nos llama: es el silbido / que oíamos antaño / es la flauta grosera / del pastor que apacienta su rebaño / Escuchad, escuchad… es la espesura / es el monte, el arroyo, la llanura; / el rabadán inculto y atezado / el pastor avezado / al rigor de las frías estaciones / que calza abarcas y cayado empuña; / es el campo, es la paz… Oíd gascones / ¡es toda la Gascuña”. Mientras los mosqueteros, en el tiempo de Troisvilles, fueron mayoritariamente procedentes del sur, siguieron experimentando la indómita atracción de su tierra natal, al igual que otros como Christian de Neuvillete, normando, seguía arraigado en el norte. Por eso, Christian pregunta a Carbón: “Cuando a un joven forastero / humilde, si no menguado, / le llegan a provocar / meridionales matones / y por demás fanfarrones / ¿qué ha de hacer?”. Y el capitán le responde: “Debe probar / que, aun siendo del Septentrión / también puede ser valiente”. La región de origen –lo que hoy se llamaría “nacionalidad”- sirve sólo para estimular rivalidades y competencias, a ver quién se distingue más por su valor. Pero, a fin de cuentas, todos están de acuerdo en que, sea cual sea la nacionalidad de la que se proceda, es una nación, un Estado y una Corona lo que se trata de defender. A fin de cuentas, no es la rivalidad por el origen, sino la rivalidad por el valor y el honor lo que forja la dureza diamantina del Cuerpo de los Mosqueteros.

Resuelta sin grandes complicaciones la campaña, regresan a París en un momento en el que, tanto el Rey como el Cardenal, han asumido el patronazgo de los Mosqueteros y de la Guardia respectivamente y no les importan los duelos si con ellos unos muestran su superioridad con la espada frente a los otros. Es el año 1632. Dos años después, el rey Luis XIII se nombrará “Capitán de los Mosqueteros”, mientras que Troisvilles recibe el mando en plaza de la compañía. Con este aval, los mosqueteros son conscientes de su prestigio e inician una espiral de duelos sin precedentes. Como siempre, los Guardias del Cardenal suelen llevar la peor parte.

Más o menos en esas fechas aparece un joven gascón en las abigarradas calles de París. Se llama Carlos de Baatz de Castelmore, pero su figura aparecerá en el relato de Alejandro Dumas como el padre de D’Artagnan. Se sabe, asimismo, que poco después fueron admitidos en el cuerpo Armando de Sillegues de Athos, en 1640, Henri de Aramitz, su sobrino, y quizás hacia 1641, Isaac de Portau. D’Artagnan, Atos, Portos y Aramis, los cuatro protagonistas de la novela de Dumas, existieron realmente e, incluso, tal como la novela refleja, se vieron envueltos en conspiraciones palaciegas y embrollos sin fin.

Son los años en los que la Compañía de Mosqueteros asienta sus valores y fija su perfil definitivo. Dominique Venner nos cuenta de ella: “Su disciplina era muy severa. Habituados a vivir juntos, los Mosqueteros se tenían mutuamente en gran estima. No había entre ellos uno sólo que no fuera un valiente; se era particularmente exigente en lo tocante al valor personal. El espíritu de cuerpo era muy pujante, porque se asentaba en la amistad y la confianza recíproca entre todos los hombres de cada destacamento. La compañía había llegado a ser la mejor escuela para aprender a la vez el menester del soldado y los deberes del hombre de la corte”. Aparentemente, estamos ya lejos de aquellos primeros tiempos del cuerpo descritos por Rostand en la presentación de los mosqueteros al Duque de Guiche. Es cierto que habían asimilado algo el estilo de la corte. Como Cyrano, había entre ellos poetas tan hábiles con la pluma como con la espada. Dominaban las buenas maneras y la cortesía, pero nadie había conseguido erradicar ni su tendencia al duelo, ni sus desplantes. Lo había comprobado Richelieu y lo comprobó después Mazarino, que no dudó en dispersar la compañía en otras unidades. Tresvilles, promovido al cargo de gobernador de Foix, terminó retirándose a su amada Gascuña muriendo en 1672 con el grado de Teniente General concedido por Luis XIV.

El Rey Sol era un apasionado del arte militar y Mazarino, para congraciarse con él, le propuso reconstruir el Cuerpo de los Mosqueteros como Guardia Real. Quien los disolvió, volvía a sugerir su reorganización en 1656. A pesar de que el sobrino del Cardenal Mazarino recibe la jefatura de la unidad, el mando real corresponde a D’Artagnan. Estos nuevos mosqueteros, son diferentes a los anteriores. Propuestos por D’Artagnan es, finalmente, el Rey quien los selecciona. Y ya no basta una simple recomendación. Se exige un título de nobleza o, si no se posee, caudales suficientes para asegurar uniforme y manutención. Es el precio por estar próximo al Rey. Porque, prácticamente, en esa época los mosqueteros departen cada día con el Rey. Es él quien dirige sus entrenamientos en el Louvre o en el Castillo de Vincennes, él quien diseña uniformes y les pasa revista u observa sus maniobras con fuego real en Neully. En 1657 la unidad reconstituida entrará de nuevo en combate. El propio Luis XIV va con ellos a Calais para combatir a los españoles con ayuda de Cromwell. El 23 de junio la ciudadela capitula y los mosqueteros regresan a París habiendo pagado un elevado tributo de sangre, pero también confirmando a Luis XIV las expectativas que había depositado en el cuerpo. Tanto es así que, en 1659, cuando se concierta la Paz de los Pirineos y se pacta el matrimonio de la hija de Felipe IV con Luís XIV, el rey elegirá a D’Artagnan y a un contingente rigurosamente seleccionado para que le acompañen en su boda. La boda, celebrada en San Juan de Luz, facilitará que la comitiva real recorra entre vítores y muestras de adhesión la Gascuña, tierra natal de D’Artagnan, e incluso se detenga en Castelmore, su ciudad natal.

En la cúspide del reinado de Luis XIV, la compañía se divide en cuatro brigadas, cada una dotada de penachos específicos. Su uniforme característico, el jubón azul, está adornado con la cruz en las mangas y en la espalda. Luego, cada brigada recibirá una casaca de distinto color y, más tarde, se les distinguirá también por el color de sus caballos. Se diría que, desde la rusticidad inicial de los mosqueteros, Luis XIV parece haberlos convertido en un juego cortés de la época. Pero se trata solamente de una pátina frívola impuesta por un monarca no menos frívolo. En realidad, los mosqueteros vuelven a mostrar su valor en el sitio de Munster frente a los mercenarios movilizados por el obispo de esa ciudad. Incluso la más novata, la segunda compañía, compuesta por jóvenes reclutas, mostró su efectividad en el combate. A partir de entonces, los mosqueteros destierran el tratamiento de “Señor” y se llaman unos a otros, incluidos los oficiales, “compañeros”, palabra que expresa la tradición del cuerpo expresada en la divisa de la novela de Dumas: “Todos para uno, uno para todos”. Una vez más, un cuerpo de élite recuperaba la vieja idea espartana: el individuo aislado, el acto de valor individual, no sirve para nada. Es preciso un espíritu colectivo, una disciplina, en la que la personalidad quede abolida y emerja de entre sus restos el “espíritu de cuerpo”. Y para ello, lo primero se trata de estimular la solidaridad vincular entre cada uno de sus miembros. Nadie es más que otro; todos tienen la seguridad de que, en caso de resultar heridos en combate, no serán abandonados en el campo de batalla.

En los años siguientes los mosqueteros participarán en todas las campañas de Luis XIV, distinguiéndose, inevitablemente, como los más efectivos en combate. D’Artagnan seguirá siendo su capitán, aunque no participe en los combates por decisión expresa de Luis XIV que lo reserva para su guardia personal. Sin embargo, el viejo mosquetero no rehuía el combate, y en él encontró la muerte a manos de un arcabucero holandés; justo cuando le atravesaba con su espada, éste le disparó un balazo en la garganta. Allí habían acudido los mosqueteros para participar en el cerco de Maastrich defendido por españoles y holandeses. En su epitafio se leía: “D’Artagnan y la gloria tienen el mismo féretro”. Y no se trataba de un relato novelesco. Muy frecuentemente, en especial en el caso de los mosqueteros y, por extensión, en toda la tradición guerrera, la realidad supera a la ficción. No es raro que, a partir de Maastrich, toda la nobleza francesa que aspiraba a realizar la carrera de las armas aspirara a un puesto entre los mosqueteros. Y así fue hasta la batalla de Fontenoy en 1745 en la que, una vez más, se impusieron sobre sus adversarios.

Lo que podríamos llamar el estilo de los mosqueteros se ha forjado a imagen y semejanza del estilo espartano. Hay, naturalmente, diferencias. En el siglo XVII el individualismo, no sólo se insinúa en el horizonte, sino que lleva ya dos siglos ganando fuerza y empuje. Los mosqueteros tienen algo que, para nosotros, resulta más accesible y comprensible que el viejo estilo espartano: existe en su interior un régimen de pesos y contrapesos. Al espíritu de cuerpo y a la disciplina que solamente es capaz de forjarse aboliendo las distinciones individuales, se añade un deseo de honor individual y de gloria personal inexistente y condenable en Lacedemonia. El espartano no busca gloria individual, su “aurea mediocritas” reside en el cumplimiento del deber y en el mantenimiento de la disciplina. El mosquetero, cuando está desmovilizado, resuelve su vida en los burdeles y figones, en tabernas de mala reputación, o cultivándose, si le apetece, en los múltiples teatros de la capital. Procura que sus frases sean aceradas e incluso provocativas, pero ya está lejos del laconismo espartano. Solamente mantiene ese laconismo en las órdenes que recibe. Hay un común orgullo de raza en ambas experiencias guerreras. Un guerrero no puede buscar protector, tal como le sugiere Lebrel a Cyrano, el cual, asiendo la espada enfundada le contesta: “No tengo protector, ésta es mi protectora”; o cuando, tras la presentación de los mosqueteros al Duque de Guiche, tiene lugar el famoso monólogo –recogido casi íntegramente en ambas versiones cinematográficas- en el que Cyrano rechaza en bloque los valores burgueses y vender su talento, certificando su abominación con el estribillo: “No, gracias”, exaltando su dorada soledad: rechaza un protector y un mecenas al cual deba alabar y bendecir por sus favores, “No, gracias”; rechaza “¿arrastrarme, cual serpiente / ante estúpido anfitrión, / y ejercitar contorsiones con habilidad dorsal?”, “No, gracias”; “¿Publicar versos por cuenta propia / y así la fama de autor alcanzar?”, “No, gracias”; “¿lograr que diez botarates / en su cónclave risible / me proclamen infalible?”, “No, gracias”. Y tras esta retahíla de rechazos indignos, traza su credo: “En cambio… ¡oh, dicha, vencer / gracias al propio heroísmo / fiando sólo en ti mismo / pudiendo siempre a placer / himnos de gloria entonar / o denuestos proferir / soñar, despertar, sentir / lo que es hermoso admirar; / tener firme la mirada / la voz que robusta vibre, / andar sólo, pero libre”. Y sigue: “no escribir nunca jamás / nada que de ti no salga / y, modesto en lo que valga / pensar que otro vale más; / ¡y contentarte, por fin, / con flores, y hasta con hojas / como en tu jardín las cojas / y no en ajeno jardín!”. Para concluir al fin: “En resumen: desdeñar / a la parásita hiedra / sea fuerte como la piedra / no pretender igualdad / al roble por arte o dolo, / y, amante de tu trabajo, / quedarte un poco más bajo / pero sólo siempre sólo”. El espíritu individualista y retador de la época está también presente en este fragmento: “Ah, Lebrel! ¡si comprendieras / cuánto se siente halagada / mi alma bajo una mirada / insultante! ¡si supieras / lo bien que mancha el jubón / la baba de los cobardes…”.

En el fondo, hay algo en Cyrano y en los mosqueteros que remite a la antigua Esparta. No en vano, ambos son vástagos de la misma tradición. Hijos de tiempos distintos, uno es su espíritu y una su vocación.

Dos filmes, dos épocas, dos éxitos

Debió ser cuando apenas teníamos 14 años, que TVE, la única de la época, emitió la película “Cyrano de Bergerac”, protagonizada por José Ferrer. Aquella obra nos impresionó vivamente por la belleza de sus poemas y una mezcla de dramatismo, socarronería, amor y guerra. Poco después tuvimos ocasión de leer el texto de la obra (publicado por Espasa Calpe, en la colección Austral y reeditado desde entonces en decenas de ediciones). Pero no sería sino hasta 1991 cuando –en unas circunstancias interiores muy tensas- pudimos ver el remake realizado por Repennau y protagonizada por Gerard Depardieu.

Vale la pena decir que las dos películas son extremadamente fieles a la obra original. Realmente, pocas obras de teatro han sido llevadas al cine alterando tan pocos elementos y manteniendo, incluso entre sí, unos paralelismos extraordinarios. La obra de teatro, por supuesto, es más extensa y ha sido, en cierta medida, concentrada; pero en ambas traslaciones cinematográficas se han mantenido los fragmentos más vibrantes y bellos del libreto original.

Otro paralelismo entre ambos filmes es que los dos han sido premiados. La primera versión (1950) recibió el Oscar a la mejor interpretación masculina, mientras que la segunda (1990) también recibió una granizada de premios en Europa y América. Pero estas películas, de Michael Gordon y de Jean Paul Rappeneau, siendo las mejores, no han sido las únicas. Otras dos versiones anteriores, en 1945 (versión francesa debida a François Rives) y la versión muda de Auguste Genina en 1925, evidenciaron que, a medida que el cine ha ido avanzando y perfeccionándose, del mismo modo las versiones del Cyrano han sido progresivamente más atractivas.

Una obra como ésta descansa, inevitablemente, en el actor que encarna el papel de Cyrano. José Ferrer, desde luego, tuvo la fuerza interpretativa para realizar una versión particularmente enérgica y, más tarde, Depardieu logró igualarla, si no superarla. La versión de 1950 tiene el atractivo de la banda sonora original de Dimitri Tionkim, mientras que la de Rappeneau consigue un entorno musical incluso superior.

Los tiempos en los que ambas obras fueron elaboradas son diferentes. En 1950, el blanco y negro y los decorados a lo largo de toda la película, evidencian que todavía estamos más cerca del teatro que del cine moderno. La película no debió contar con un presupuesto excesivo, los decorados son limitados, como si esta película, de matriz norteamericana, fuera rodada sin excesivas ambiciones. Por lo que se refiere a la versión de 1991, fue la gran película francesa de aquel año, con vocación de producto internacional y amparado en un esfuerzo económico notable, especialmente para el cine europeo. Con una fotografía muy superior y unas ambientaciones que, ni siquiera el mismo Rostand fue capaz de definir es, incluso hoy, una de las más altas cotas del cine europeo; donde se muestra nuestra posibilidad de competir ventajosamente, y con productos culturales mucho más afinados, con el cine norteamericano. Resulta extremadamente reconfortante saber que no todo el cine europeo es Almodóvar o los hacedores de ese cine de tantas pretensiones intelectuales (es decir, de izquierdas); o de un intimismo intrascendente habitualmente galardonado en ese esperpento nacional que son los “Goya”.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 28.05.06

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