El Zen en el Arte del Tiro con Arco (I de III). Eugen Herrigel
Infokrisis.- En los años 30, un profesor alemán residente en el Japón quiso iniciarse en el Arte del Tiro con Arco, considerado el "Magno Arte" del Zen. Al concluir su experiencia, cinco años después, escribió esta obra que fue publicada en Argentina por Editorial Kier en los años 60. Hemos reproducido esta edición, incorporando solamente algunas correcciones en cuanto a la traducción. Recomendamos la lectura detenida de esta obra para todos los interesados por la vía de la Tradición Guerrera
El Zen en el Arte del Tiro con Arco
Eugen Herrigel (Bungaku Hakushi)
Biblioteca Virtual del Guerrero | 1
Editado por infokrisis
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INTRODUCCION
Por DAISEU T. SUZUKI
Uno de los factores esenciales en la práctica del tiro de arco y de las otras artes que se cultivan en el Japón (y probablemente también en otros países del lejano Oriente), es el hecho de que no entrañan ninguna utilidad. Tampoco están destinadas a brindar goce estético, sino que significan ejercitación de la conciencia que ha de relacionarse con la realidad última. Así pues, el tiro de arco no se realiza tan sólo para acertar el blanco; la espada no se blande para derrotar al adversario; el danzarín no baila únicamente con el fin de ejecutar movimientos rítmicos. Ante todo, se trata de armonizar lo consciente con lo inconsciente.
Para ser un verdadero maestro del tiro de arco, no basta dominio técnico. Se necesita rebasar este aspecto, de suerte que el dominio se convierta en "arte sin artificio” emanado de lo inconsciente.
Respecto del tiro de arco, significa que arquero y blanco dejan de ser dos objetos opuestos, y se transmutan en realidad única. El arquero ya no está consciente de su yo, como un individuo cuya misión es acertar el blanco. Mas ese estado de no‑conciencia lo alcanza sólo si está enteramente libre y desprendido de su yo, si se aúna a la perfección de su destreza técnica. Esto se distingue fundamentalmente de todo progreso que pudiera alcanzarse en el manejo del arco.
Ese algo tan distinto, que pertenece a otra categoría, se llama satori. Es intuición, pero difiere por completo de lo que, por regla general, suele denominarse así. De ahí que le dé el nombre de intuición, prajña. Prajña podría concebirse como "sabiduría trascendental”, mas esta expresión tampoco refleja los múltiples matices de la voz prajña, por cuanto se trata de intuición que capta simultáneamente la totalidad y la individualidad de todas las cosas. Es intuición que reconoce, sin meditación alguna, que cero es infinito (‑) y que infinito es cero (‑); y esto no ha de tomarse en sentido simbólico ni matemático, sino como experiencia directamente aprehensible.
Por eso, satori es (hablando en términos psicológicos), hallarse allende los límites del yo. Desde un punto de vista lógico es percepción de la síntesis de afirmación y negación; en cuanto a su aspecto metafísico, es aprehensión intuitiva de que ser es devenir y devenir es ser.
La diferencia característica entre el Zen y todas las demás doctrinas de índole religiosa, filosófica o mística reside en que jamás desaparece de nuestra vida cotidiana pero, a pesar de toda su aplicabilidad práctica y de toda su “concreción", entraña algo que lo separa de la contaminación y del ajetreo mundanos.
He aquí el punto de contacto entre el Zen y el tiro de arco o las demás artes, como esgrima, arreglos florales, ceremonia del té, danza y bellas artes.
El Zen es "la conciencia cotidiana, según la expresión de Baso Matsu (fallecido en 788). Esa "conciencia cotidiana" no es otra cosa que "dormir cuando se tiene sueño; comer cuando se tiene hambre". Apenas reflexionamos, razonamos y formulamos conceptos, lo inconsciente primario se pierde, y surge un pensamiento. Ya no comemos cuando comemos; ya no dormimos cuando dormimos. Se disparó la flecha, pero no vuela en línea recta hacia el blanco, y éste no está donde debería hallarse.
El hombre es un ser pensante, pero sus grandes obras las realiza cuando no calcula ni piensa. Debemos reconquistar el “candor infantil" a través de largos años de ejercitación en el arte de olvidarnos de nosotros mismos. Logrado esto, el hombre piensa sin pensar. Piensa como la lluvia que cae del cielo; piensa como las olas que se desplazan en el mar; piensa como las estrellas que iluminan el cielo nocturno, como la verde fronda que brota bajo el tibio viento primaveral. De hecho, él mismo es la lluvia, el mar, las estrella, la fronda.
Una vez que el hombre haya alcanzado ese estado de evolución "espiritual", será maestro Zen de la vida. No necesita, como el pintor, de lienzo, pinceles ni colores. No necesita, como el arquero, de arco, flecha ni blanco, ni de otros recursos. Se sirve de sus miembros, de su cuerpo, cabeza y órganos. Su vida en el Zen se expresa por medio de todos esos "instrumentos" importantes como manifestaciones suyas. Sus manos y pies son los pinceles. Y todo el universo es el lienzo sobre el cual pintará su vida durante setenta, ochenta y hasta noventa años. El cuadro así pintado se llama "historia".
Hoyen de Gosozan (muerto en 1104) dice: "He aquí un hombre que convierte el vacío del espacio en hoja de papel; las olas del mar, en tintero y el Monte Sumeru en pincel, para escribir estas cinco sílabas: so ‑ shi ‑ sai ‑ rai ‑ i[1].
A él le doy mi zagu[2] y me inclino ante él profundamente." Podría preguntarse qué significa esta manera fantástica de escribir. ¿Por qué es digno de la más alta veneración un hombre capaz de ello? Un maestro del Zen tal vez respondería: "Como cuando tengo hambre; duermo cuando estoy cansado." Mas el lector aún estará esperando la respuesta a su pregunta por el arquero.
En este maravilloso libro, el profesor Herrigel, filósofo alemán que residió en el Japón, donde se dedicó a la práctica del tiro de arco para acercarse a la comprensión del Zen, nos ofrece una iluminada descripción de su propia experiencia. Su manera de expresarse permitirá al lector occidental familiarizarse con ese modo de vivencia oriental tan peculiar y aparentemente inaccesible.
Ipswich, Massachusetts, mayo de 1953.
I
A primera vista, establecer una relación entre el Zen ‑sea cual fuere el concepto que de éste se tenga‑ y el tiro de arco ha de parecernos una intolerable degradación. Aunque, con generosa complacencia, aceptáramos para el tiro de arco la denominación de "arte", difícilmente alguien buscará en ese arte otra cosa que una destreza puramente deportiva. En consecuencia, esperará un relato sobre hazañas asombrosas de arqueros japoneses que tienen la ventaja de poder inspirarse en una secular tradición nunca interrumpida del todo acerca del manejo del arco y la flecha. En el lejano Oriente hace tan sólo pocas generaciones que las armas modernas suplieron a los antiguos medios de combate, por lo menos los utilizados en la guerra.
Pero tal circunstancia no ha impedido, de manera alguna, que la gente continuara ejercitándose en el uso de éstos. Por el contrario, son cada vez más amplios los círculos de adeptos dedicados a esas prácticas.
¿No podrá esperarse, entonces, una descripción del modo peculiar en que el tiro de arco se lleva a cabo hoy en día en el Japón como deporte nacional? Nada más lejos de la verdad que precisamente este supuesto. Al tiro de arco, en el sentido tradicional, respetado como arte y honrado como herencia, los japoneses no lo consideran como deporte sino, aunque parezca extraño en un primer momento, como acto ritual. Por ende, el “arte" del tiro de arco no significa para ellos habilidad deportiva con predominio primordialmente físico, sino maestría cuyo origen ha de buscarse en ejercicios espirituales y que tiene por finalidad acertar en lo espiritual. En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre acertar en sí mismo.
Sin duda, esto parecerá enigmático. ¿Cómo ‑se dirá‑ el tiro de arco, practicado en el pasado para la lucha a muerte, ni siquiera se habría conservado como un verdadero deporte, sino que estaría transformado en un ejercicio espiritual? ¿Para qué se necesitan entonces el arco y la flecha y el blanco? ¿No se reniega con esto del antiguo arte viril y del sentido honesto e inequívoco del tiro de arco, y se lo sustituye por algo nebuloso, si no lisa y llanamente fantástico?
Cabe señalar, sin embargo, que el peculiar espíritu de ese arte, desde que no debe ponerse a prueba en luchas sangrientas, se ha manifestado aún más nítida y convincentemente por espíritu cuyo vínculo con el arco y la flecha no es de fecha reciente, puesto que ha sido inherente a ellos desde un principio. No se trata de que la tradicional técnica del tiro de arco ‑después de haber perdido su importancia para el combate‑ se haya convertido en un placentero pasatiempo carente de seriedad.
La "Doctrina Magna" del tiro de arco nos dice otra cosa. Según ella, ahora como antes es una cuestión de vida o muerte, por cuanto concierne a un enfrentamiento del tirador consigo mismo; y ese modo de oposición no es un pobre sustituto, sino el fundamento sustentador de todo enfrentamiento dirigido hacia el exterior, tal vez, contra un adversario físico. De modo, pues, que sólo en ese enfrentamiento del arquero consigo mismo se revela la esencia oculta de ese arte, y por ello su enseñanza no detenta nada esencial si prescinde de la aplicación práctica que en su tiempo exigían las lides caballerescas.
Quien se consagra hoy al arte del arco obtiene de la evolución histórica el innegable beneficio de no sucumbir a la tentación de empañar, o simplemente impedir, con la proposición de fines utilitarios, la comprensión de la "Magna Doctrina" por más que se oculte a sí mismo esos fines. Porque, y en esto están de acuerdo los maestros arqueros de todos los tiempos, el acceso está abierto sólo a aquellos que se acercan con el corazón "puro” es decir, libre de segundas intenciones.
Si se pregunta ahora, desde este punto de vista, cómo ven y describen los maestros arqueros japoneses ese enfrentamiento del tirador consigo mismo, su respuesta parecerá más que misteriosa. Porque para ellos el enfrentamiento consiste en que el arquero apunta a sí mismo ‑y sin embargo no a sí mismo‑ y que entonces tal vez haga blanco en sí mismo ‑y sin embargo no en sí mismo‑ de modo que será a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado. 0 bien, para expresarlo con algunos términos muy caros a los maestros arqueros: es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en centro inmóvil. Entonces surge lo último y lo más excelso: el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco ni flecha; el maestro vuelve a ser discípulo; el diestro, principiante; el fin, comienzo; y el comienzo, consumación.
Para el hombre del lejano Oriente, estas oscuras fórmulas son transparentes y familiares. A nosotros, en cambio, sin duda nos dejan perplejos. No nos queda, pues, otro remedio que ir más lejos aún.
Desde hace bastante tiempo ha dejado de ser un secreto, hasta para nosotros los europeos, que las artes japonesas, dada su forma intrínseca, se originan en la raíz común del budismo. Esto vale para el arte de los arqueros en el mismo sentido y la misma medida que para la pintura a la tinta china, para el arte dramático no menos que para la ceremonia del té, para el arreglo floral igual que para el arte de la espada.
Esto significa, en primer lugar, que todas esas artes presuponen ‑y según su índole cultivan conscientemente‑ una actitud espiritual que en su forma más elevada es característica del budismo y determina el ser del hombre sacerdotal. Por cierto, no nos referimos al budismo sin más: no se trata del budismo puramente especulativo que, por haberse divulgado en escritos de supuesta accesibilidad, es el único conocido en Europa y hasta se pretende comprendido. Nos referimos al budismo "dhyana” llamado "Zen" en el Japón que, en primer lugar, no quiere ser especulación sino vivencia directa de aquello que, como causa sin causa de lo existente, no puede concebirlo el intelecto ni, aun después de las experiencias más inequívocas e irresistibles, puede ser aprehendido e interpretado: uno lo conoce sin conocerlo.
Con el fin de lograr esas decisivas experiencias, el budismo Zen sigue caminos que, a través de un recogimiento practicado metódicamente, han de conducir al hombre a percibir en lo más profundo de su alma lo inefable que carece de causa y modos, y lo que es más: a unirse con ello.
Con respecto al tiro de arco, esto significa ‑expresado de manera muy aproximada y, tal vez precisamente por eso causa de interpretación errónea‑, que los ejercicios espirituales a los cuales se debe exclusivamente que la técnica del tiro de arco se convierta en arte y, si se diera, finalmente en arte sin artificio, sean ejercicios místicos. Por eso, el tiro de arco de ninguna manera puede significar un intento de lograr algo exteriormente, con arco y flecha, sino interiormente, con el propio yo. Arco y flecha son, por decirlo así, nada más que pretexto de algo que podría darse también sin ellos; el camino hacia una meta, no la meta misma; ayudas para dar el salto final y decisivo.
Frente a esta circunstancia, nada mejor que poder recurrir a exposiciones de adeptos del Zen, con el fin de profundizar nuestra comprensión del tema. Estas no faltan, por cierto. Así, por ejemplo, D. T. Suzuki en sus Essays on Zen‑Buddhism ha podido demostrar que la cultura japonesa y el Zen están íntimamente interrelacionados, de suerte que las artes japonesas, la actitud espiritual del samurai, el estilo de vida del japonés, su forma de vida moral, estética y hasta cierto punto incluso la intelectual, deben su peculiaridad a ese fundamento zen. Por eso son poco menos que incomprensibles para quien no esté familiarizado con él.
Las publicaciones de Suzuki, sumamente significativas, así como las indagaciones de otros investigadores japoneses, han despertado un justificado interés. Se admite plenamente que el budismo dyhana ‑nacido en la India, desarrollado después de profundas transformaciones, hasta alcanzar toda su madurez en la China‑, adoptado finalmente y cultivado como tradición viviente aún en nuestros días por el Japón, que ese Zen, pues, es capaz de desencadenar formas insospechadas de la existencia humana cuya comprensión no puede estimarse demasiado.
Mas, pese a todos los esfuerzos de los especialistas del Zen, es innegable que sigue siendo sumamente escaso lo que los europeos hemos podido aprehender hasta ahora de su esencia. Como si se opusiera a toda penetración, nuestras tentativas de explorarlo mediante la intuición y la empatía, a los pocos pasos encuentran obstáculos insalvables. Envuelto en impenetrables tinieblas, el Zen se nos presenta como el enigma más extraño que la vida espiritual asiática nos propone: insoluble y, no obstante, irresistiblemente atractivo.
La causa de esa penosa impresión de inaccesibilidad ha de buscarse, en cierta manera, en el estilo de cuanto hasta ahora se ha dicho sobre el Zen. Ningún hombre razonable exigirá que el zenista trate ni siquiera de bosquejar las experiencias que lo han liberado y transmutado, la impensable e inexpresable "Verdad" que, en adelante, alimenta su vida. En este sentido, el Zen está emparentado con el puro misticismo contemplativo. Quien no haya tenido experiencias místicas queda excluido, haga lo que hiciere. Esta ley, que rige todo misticismo genuino, no admite excepciones. No se opone a ello el hecho de que existe toda una profusión de textos Zen considerados como sagrados. Mas tienen la peculiaridad de revelar su vivificante sentido únicamente a quien ya haya realizado todas las experiencias decisivas, de suerte que sea capaz de extraer de aquellos textos la confirmación de lo que es independientemente de ellos, ya posee y es. Para el neófito, en cambio, no sólo permanecen mudos ‑pues ¿cómo haría para leer entre líneas?‑ sino que inevitablemente le causarán la más funesta confusión, aunque se les acerque con la mayor delicadeza y se entregue a ellos olvidándose de sí mismo. Por eso, el Zen, como toda mística, será comprendido únicamente por un místico, quien por serlo, no sucumbirá a la tentación de obtener en forma subrepticia lo que la experiencia mística le niega.
Por otra parte, el transformado por el Zen y acrisolado por el "Fuego de la Verdad" vive una vida demasiado convincente como para que se pueda hacer caso omiso de ella. Por lo tanto, no pide mucho quien a impulsos de una afinidad espiritual profundamente sentida, y en búsqueda del acceso a ese poder innombrable que produce tan magna obra –el meramente curioso no tiene derecho a exigir nada‑ espera que el zenista, por lo menos, describa el camino que conduce hacia la meta. Ningún místico, y en consecuencia ningún zenista, es, después de dar el primer paso, quien será cuando haya consumado su autoperfección. ¡Cuántas cosas no tiene que vencer y dejar atrás hasta que, por fin, tropiece con la verdad! ¡Cuántas veces le atormenta en el camino la desconsoladora sensación de aspirar a lo imposible! Y no obstante, llegará el día en que lo imposible se habrá hecho posible, más aún, natural. Entonces ¿no podrá concebirse la esperanza de que la esmerada descripción de tan larga y fatigosa senda, por lo menos, nos permita preguntarnos si en verdad nos atreveremos a seguirla?
Mas tales descripciones del camino y de sus estaciones faltan casi por completo en la literatura zenista. Esto se debe, por una parte, a que el adepto del Zen se niega rotundamente a ofrecer una especie de manual de instrucciones para alcanzar la bienaventuranza, pues sabe por propia experiencia que nadie puede iniciarse en ese camino sin la concienzuda dirección de un experimentado preceptor, ni recorrerlo hasta el final sin la ayuda de un maestro. Pero no menos decisivo es, por la otra, que sus vivencias, victorias y transmutaciones, mientras sigan siendo "suyas”, han de ser vencidas y transmutadas una y otra vez, hasta tanto todo lo suyo esté aniquilado. Sólo así se echa la base para las experiencias que, como “Verdad universal”, lo despiertan a una vida que ya no es su vida cotidiana y personal. Vive sin que siga siendo él quien vive.
Desde este punto de vista se comprenderá por qué el zenista evita hablar de si mismo y, por ende, de su evolución. No porque lo considere como una garruleria inmodesta, sino lisa y llanamente como una traición al Zen. La sola decisión de decir algo acerca del Zen le exige un serio examen de conciencia. Cual grave advertencia tiene ante sí el recuerdo de uno de los más grandes maestros que, interrogado por la naturaleza del Zen, guardó silencio, inmutable como si no hubiera escuchado la pregunta. Y entonces, ¿es concebible que el zenista habría de sucumbir a la tentación de rendir cuentas acerca de sí mismo, de lo que ha arrojado de sí y que no echa ya de menos?
Frente a esta situación sería irresponsable de mi parte conformarme con seguir ofreciendo fórmulas paradójicas y tratar de salir bien librado con rimbombantes palabras: mi propósito es hacer relucir la esencia del Zen a través de la manera en que obra en una de las artes acuñadas por él. Es cierto que ese relucir aún no es iluminación, en la acepción del término tan fundamental para el Zen, pero por lo menos insinúa la presencia de algo que, como detrás de impenetrables bancos de niebla, se oculta a la vista y cual fogonazos en lontananza da cuenta del relámpago lejano. Aprehendido de este modo, el arte del tiro de arco representa, por así decirlo, un curso preparatorio para el Zen. De este modo, un acontecer que de por sí resultaría incomprensible, se torna transparente gracias a hechos por de pronto bien concretos. Desde un punto de vista fáctico, a partir de cada una de las artes mencionadas podría iniciarse un camino hacia el Zen.
Con todo, creo alcanzar mi meta en la forma más eficiente si describo la trayectoria que debe recorrer el discípulo del arte de los arqueros. Dicho más explícitamente, trataré de exponer las vicisitudes de una enseñanza proporcionada, durante casi seis años, por uno de los más grandes maestros de ese arte. Son, pues, mis propias experiencias las que me autorizan a ello. Mas para ser comprendido, aunque de manera aproximada ‑porque ya esa instrucción preliminar ofrece bastantes enigmas‑ no puedo hacer otra cosa sino relatar con detalles todos los obstáculos que tuve que vencer y todas las inhibiciones de las cuales tuve que desprenderme antes que consiguiera penetrar en el espíritu de la Magna Doctrina.
Hablo de mi mismo, porque no veo otra posibilidad de alcanzar mi meta. Por la misma razón me limitaré a describir lo esencial, para que se destaque con mayor nitidez. Y deliberadamente me abstendré de pintar el ambiente donde se realizó la enseñanza, de evocar escenas arraigadas en mi memoria y, sobre todo, de esbozar la imagen del maestro, por seductor que todo ello sea para mí. Me limitaré a describir el arte del tiro de arco, tarea más dificultosa, por momentos, que su propio aprendizaje; y llevaré mi exposición hasta el punto desde el que se vislumbran los remotos horizontes detrás de los cuales respira el Zen.
II
Cabe explicar por qué me dediqué al estudio del Zen y por qué me propuse aprender para tal fin el arte de los arqueros. Ya en mis años universitarios, como animado por un recóndito impulso, me había ocupado detenidamente en el estudio de la mística, no obstante estar inmerso en un espíritu de época que demostraba poco interés por tales inquietudes. Mas pese a todos mis esfuerzos tenía conciencia de que podía abordar los escritos místicos sólo desde afuera y que, si bien sabia circundar lo que puede llamarse el fenómeno místico primario, no me era posible trasponer el cerco que como un alto muro rodea el misterio. En la abundante literatura sobre el misticismo tampoco hallé lo que buscaba, y así, desilusionado y desalentado, llegué poco a poco a la comprensión de que sólo el verdaderamente recogido es capaz de aprehender lo que significa el "recogimiento” y que sólo el contemplativo, que esté completamente libre y desprendido de sí, se halla preparado para la “unión" con el "Dios” supradivino.
Había comprendido, pues, que no hay, ni puede haber otro camino hacia la mística que el de la propia vivencia y el del propio sufrimiento. Si faltan estas premisas, todo cuanto se diga es mera palabrería.
Pero ¿cómo se llega a ser místico? ¿Cómo se alcanza el estado del recogimiento verdadero, no del aparente? ¿Existe todavía un sendero también para el que se encuentra separado de los grandes maestros por el abismo de los siglos? ¿Para el hombre moderno, formado en circunstancias enteramente diversas? No recibí respuestas, ni siquiera aproximadamente satisfactorias, a mis preguntas, aunque supiera de etapas y estaciones de un camino que prometía conducir hacia la meta. Mas para marchar por él faltaban exactas instrucciones metodológicas que hubieran podido sustituir al maestro, por lo menos durante algún tiempo. Pero, aun suponiendo que tales instrucciones existieran ¿serían suficientes? ¿No ocurriría más bien que ellas, aun en el mejor de los casos, sólo podrían crear en nosotros la predisposición de recibir aquello que ni la mejor metodología puede conferir, de modo que ninguna preparación dada por el hombre es capaz de imponer a la fuerza la vivencia mística?
Hiciera lo que hiciese, siempre me encontraba ante puertas cerradas, y sin embargo no podía abstenerme de tratar de forzarlas. Pero conservaba el anhelo y, cuando éste se iba desvaneciendo, el anhelo por el anhelo.
De modo que, cuando cierto día ‑mientras tanto había sido designado profesor adjunto‑ se me ofreció una cátedra de historia de la filosofía en la Universidad Imperial de Tohoku, vi la posibilidad de conocer al Japón y a los japoneses con particular alegría, por el solo hecho de que ello me abriría la perspectiva de entrar en relación con el budismo, sus prácticas contemplativas y su mística. Ya estaba enterado de que existían en ese país una tradición cuidadosamente conservada y una práctica viva del Zen, una didáctica consagrada por los siglos y, lo más importante, maestros del Zen poseedores de asombrosa experiencia en el arte (la dirección espiritual).
Apenas provisionalmente instalado en el nuevo ambiente, me ocupé en concretar mis deseos. Primero, trataron de disuadirme, no sin mostrar cierta turbación. Hasta entonces, ningún europeo se había dedicado seriamente al Zen ‑así me dijeron‑ y como éste rechaza aun el menor vestigio de lo que podría denominarse “enseñanza” no era de esperar que me satisficiera "teóricamente".
Perdí muchas horas antes de que comprendieran por qué quería dedicarme al Zen no‑especulativo. Entonces me informaron de que, para un europeo, sería poco menos que inútil tratar de penetrar en ese ámbito de la vida espiritual asiática, quizás el más extraño de todos a menos que empezara por estudiar una de las artes japonesas vinculadas con el Zen.
La idea de tener que cursar una especie de escuela primaria no me asustaba. Estaba dispuesto a hacer cualquier concesión con tal de poder acercarme paulatinamente al Zen y hasta un escabroso rodeo me parecía mucho mejor que nada. ¿Cuál de las artes que me indicaron elegiría? Mi esposa se decidió, sin mucho cavilar, por los arreglos florales y la pintura con tinta china, mientras que a mi me atraía más el tiro de arco, pues suponía –equivocadamente tal como iba a comprobarlo más tarde‑ que mis experiencias hechas con el fusil y la pistola me serían útiles.
Pedí a unos de mis colegas, Zozo Komachiya, profesor de derecho que desde hacía veinte años estaba tomando clases de tiro de arco y con razón era considerado como el mejor conocedor de ese arte en la Universidad, que me recomendara como discípulo a su preceptor, el célebre maestro Kenzo Awa.
En un principio, el maestro rehusó mi requerimiento alegando que ya se habla dejado persuadir una vez para enseñar a un extranjero, y que esto le había acarreado desagradables experiencias. Por ello no estaba dispuesto a reincidir, obligándose a sí mismo a hacer concesiones, pues no deseaba molestar al alumno con el peculiar espíritu de ese arte. Sólo cuando yo le aseguré que un maestro que tomaba tan en serio su misión podía tratarme como al más joven de su discípulos, porque yo no buscaba aprender el arte a divertirme sino para entrar en la “Magna Doctrina” me aceptó como alumno y al mismo tiempo a mi esposa, pues siempre ha sido costumbre en el Japón iniciar también a las mujeres en ese arte, motivo por el cual también la esposa del maestro y sus dos hijas se ejercitaban en él asiduamente.
Así comenzó la intensiva y ardua enseñanza en la cual para nuestra satisfacción participaba también como intérprete el señor Koniachiya quien con tanta persistencia había intercedido en favor de nosotros, ofreciéndose casi como garante.
Por añadidura, la oportunidad de asistir en calidad de oyente a las clases de arreglos florales y pintura que frecuentaba mi esposa, me brindaba la posibilidad de obtener mediante comparaciones de otras artes complementarias, una base aún más amplia para la comprensión.
III
Ya en la primera clase habríamos de percatarnos de que el camino del arte sin artificio no es fácil. Primero nos mostró arcos japoneses y nos explicó que su extraordinaria elasticidad era el resultado de su peculiar construcción y de las características del material con que estaban hechos, el bambú. Pero mucho más importante aún era para él que advirtiéramos la forma extremadamente noble que adopta el arco, de casi dos metros de longitud, una vez armado con la cuerda, y que se manifiesta de manera tanto más sorprendente cuanto más se lo estira. Cuando la cuerda está estirada hasta donde lo permita el arco, éste encierra el “universo” agregó el maestro, y por eso es tan especial que se aprenda a extenderlo correctamente. Luego tomó el mejor y más fuerte de sus arcos y, en una actitud marcadamente solemne, hizo rebotar repetidas veces la cuerda levemente retirada. Esto produce un tono, mezcla de cortante restallido y grave zumbido que, tras escucharlo algunas veces, nunca más se olvida: tan peculiar resulta y tan irresistiblemente invade el corazón. Desde tiempos remotos se le atribuye el misterioso poder de conjurar a los malos espíritus, y puedo comprender muy bien que tal creencia se haya arraigado en todo el pueblo japonés.
Después de esta significativa introducción purificadora y consagratoria, el maestro nos invitó a observarle atentamente. Colocó una flecha, estiró el arco a tal extremo que llegué a temer que no resistiera el esfuerzo de encerrar el universo, y por fin disparó. Todo esto no sólo se veía muy bello, sino que parecía fácil.
Entonces nos ordenó: hagan lo mismo, pero observen que el tiro de arco no está destinado a fortalecer los músculos. No deben estirar la cuerda aplicando todas sus fuerzas sino procurando que trabajen las manos únicamente, mientras que los músculos de brazos y hombros permanecen relajados como si contemplaran la acción sin intervenir en ella. Sólo cuando hayan aprendido esto cumplirán una de las condiciones en que el tiro "se espiritualiza". Luego de pronunciar estas palabras, tomó mis manos y las guió lentamente por las fases del movimiento que en adelante tendrían que ejecutar, como para acostumbrarme a la sensación.
Ya en el primer intento realizado con un arco de estudio de mediana resistencia, me percaté de que necesitaba emplear mucha fuerza para estirarlo. A ello se agregaba la dificultad de que el arco japonés no se sostiene a la altura de los hombros como el europeo que permite apretar el cuerpo contra él, por así decirlo. En cambio, una vez colocada la flecha, se lo levanta con los brazos casi extendidos, en forma tal que las manos del arquero se encuentran por encima de su cabeza. Por consiguiente no puede hacerse otra cosa que ir separándolas uniformemente a derecha e izquierda, y cuanto más se distancian una de otra, tanto más descienden, describiendo curvas, hasta que la izquierda que sostiene el arco se halla con el brazo extendido a la altura del ojo, y la derecha, que tira de la cuerda, con el brazo doblado, encima de la articulación del hombro; la punta de la flecha, de casi un metro de largo, sobresale muy poco del borde exterior del arco, tan grande es la envergadura de éste.
El arquero debe permanecer en esta posición un rato antes de disparar la flecha. La fuerza necesaria para estirar y sostener el arco de una manera tan insólita hizo que a los pocos instantes las manos me empezaran a temblar y la respiración se volviera cada vez más difícil. Y esto continuó así durante semanas enteras. El estirar el arco seguía exigiéndome un gran esfuerzo, y por más que me ejercitara no llegó a "espiritualizarse". Para consolarme me refugié en la idea de que debía de tratarse de un ardid que, por alguna razón, el maestro no quería revelar, lo cual despertó toda mi ambición para descubrirlo.
Obstinadamente aferrado a mi propósito seguí practicando. El maestro observaba atentamente mis esfuerzos, corregía impasible la rigidez de mi postura, elogiaba mi celo, me censuraba por mi desgaste de fuerza pero, por lo demás, me dejaba hacer. Sólo que, exclamando una y otra vez "relajado" ‑palabra que mientras tanto había aprendido‑ seguía poniéndome el dedo en la llaga, mas sin perder la paciencia ni la afabilidad. Pero llegó el día en que fui yo quien perdió la paciencia y confesé que simplemente me era imposible estirar el arco de la manera indicada.
‑No lo consigue ‑aclaró el maestro- porque no respira bien. Después de inspirar, haga bajar el aliento suavemente, hasta que la pared abdominal esté moderadamente tensa, y reténgalo allí un rato. Luego, espire de la manera más lenta y uniforme que le sea posible y, después de un breve intervalo, vuelva a aspirar rápidamente y continúe así inspirando y espirando con un ritmo que poco a poco se instalará por si solo. Si ejecuta esto de manera correcta, sentirá que el tiro se vuelve cada día más fácil, pues esta respiración no sólo le permitirá descubrir el origen de toda fuerza espiritual, sino que hará brotar ese manantial cada vez más abundantemente y lo encauzará a través de sus miembros con tanta o más facilidad cuanto más relajado esté." Como para demostrármelo, armó su fuerte arco y me invitó a colocarme detrás de él y a palparle los músculos de los brazos. En efecto, estaban tan libres de tensión como si no estuviera haciendo esfuerzo alguno.
Practiqué la nueva respiración sin arco y flecha, hasta que llegó a convertirse en cosa natural. Incluso el leve vahído que experimenté en un principio, desapareció pronto. A la espiración lenta y uniforme, que debía desvanecerse paulatinamente, el maestro le atribuía tanta importancia que para ejercitarse y controlarla mejor, nos la hacía combinar con un zumbido. Sólo cuando, con el último vestigio del hálito, se perdía también el zumbido, nos permitía volver a inspirar. La inspiración, dijo una vez el maestro, liga y une, reteniendo el aliento se realiza todo lo que es justo, y la espiración libera y consuma, venciendo toda restricción. Pero en aquel entonces no lo comprendíamos.
Inmediatamente el maestro pasó a relacionar la respiración con el tiro de arco por cuanto aquélla no se practica como un fin en sí misma. La acción continua de estirar el arco y disparar la flecha se dividió en las siguientes fases: asir el arco ‑ colocar la flecha ‑ levantar el arco ‑ estirarlo y mantenerlo en el máximo estado de tensión ‑ disparar. Cada fase se iniciaba con una inspiración, se apoyaba en el aliento retenido en el abdomen y terminaba con la espiración. Todo esto conducía por sí solo a que la respiración se adaptara y se hiciera natural, no sólo acentuando significativamente las distintas posturas y movimientos, sino también entrelazándolos y articulándolos rítmicamente en cada uno de nosotros según el estado de la técnica respiratoria. Por eso, no obstante estar fragmentado todo el procedimiento, causaba la impresión de un acontecer que vive íntegramente de sí mismo y en sí mismo y ni remotamente puede comparárselo con un ejercicio gimnástico al cual pueden agregarse o del cual pueden quitarse tiempos sin que se destruyan ni su significado ni su carácter.
Me es imposible evocar aquellos días sin recordar una y otra vez cuán difícil me resultó al principio dejar que la respiración surtiera su efecto. Respiraba en forma técnicamente correcta, pero cuando, al estirar el arco, me concentraba en que los músculos de brazos y hombros permanecieran relajados, la musculatura de mis piernas se contraían a su vez a pesar de mí mismo. Era como si me hicieran falta una base firme de sustentación y una postura sólida y, a semejanza de Anteo, tuviese que extraer mis fuerzas de la tierra.
Muchas veces, el maestro no tenía más remedio que asir súbitamente uno u otro músculo de mis piernas y apretarlo en un punto particularmente sensible. Cuando, en una de esas ocasiones, dije a manera de disculpa que en verdad me esforzaba por permanecer relajado, replicó: "Éste es precisamente su error: usted se esfuerza, usted piensa en ello. ¡Concéntrese sólo en la respiración, como si no tuviese que hacer otra cosa!"
Con todo, pasó todavía bastante tiempo antes que consiguiera cumplir con las exigencias del maestro. Pero lo conseguí. Aprendí a perderme en la respiración tan despreocupadamente que a veces tuve la sensación, no de respirar, sino de ser respirado, por extraño que parezca. Y aunque en momentos de reflexiva meditación rechazaba tan extravagante idea, no podía ya dudar de que la respiración cumplía lo que el maestro había prometido. De cuando en cuando, y cada vez con mayor frecuencia mientras transcurría el tiempo, pude estirar el arco y mantenerlo tenso hasta el final, con todo el cuerpo relajado, sin que supiera decir de qué manera. La diferencia cualitativa entre esos pocos intentos satisfactorios y los aún abundantes casos era tan convincente, empero, que de buena gana admitía haber comprendido por fin lo que, quizá, significaba el estiramiento "espiritual" del arco.
Era esto, pues, el quid de la cuestión: no se trataba de ningún ardid técnico, que en vano había querido descubrir, sino de una respiración liberadora que abría nuevas perspectivas. Y no lo digo con ligereza. Sé muy bien cuán grande es, en tales casos, la tentación de sucumbir a una fuerte influencia y, enredado en un autoengaño, sobreestimar el alcance de una experiencia por el solo hecho de ser insólita. Mas, pese a todas mis evasivas cavilaciones y sobria reserva, el éxito obtenido con la nueva respiración (pues con el tiempo me era posible estirar relajadamente hasta el fuerte arco del maestro) era demasiado obvio como para ser negado.
En oportunidad de una prolongada charla pregunté al señor Koniachiya por qué el maestro había observado impasible durante tanto tiempo, mis infructuosos esfuerzos por estirar el arco "espiritualmente"; por qué no había insistido desde un principio en la respiración correcta: "Un gran maestro ‑respondió- tiene que ser a la vez un gran pedagogo; para nosotros las dos cosas son inseparables. Si hubiera iniciado la enseñanza con los ejercicios respiratorios, jamás le habría convencido de su decisiva influencia. Primero tenía que naufragar usted con sus propios intentos para que estuviera dispuesto a asirse del salvavidas que le arrojó. Créame, yo sé por experiencia propia que el maestro conoce a usted y a cada uno de sus alumnos mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos. Lee en las almas de sus discípulos más de lo que ellos están dispuestos a admitir."
[1] Estos cinco caracteres chinos significan literalmente: "El motivo del primer Patriarca para venir de occidente". Este tema a menudo es contenido de un mondo. Es como si se preguntara por la esencia del Zen. Comprendido esto, el Zen es este mismo cuerpo.
[2] El zagu es uno de los objetos que el monje Zen lleva consigo. Lo extiende delante de él cuando se inclina ante el Buda o el maestro.
Viernes, 08 de Septiembre de 2006 21:03 #.
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