¿Son necesarios los partidos?
Info|krisis.- Tras la muerte de Franco parecía como si no hubiera forma de asentar una democracia sin partidos políticos. Se aceptaba entonces de manera casi unánime que la estructura de un partido político era la forma más directa y auténtica que tenía el ciudadano para participar directamente en la política. Desde entonces han pasado casi cuarenta años, tiempo suficiente como para haber comprobado hasta la saciedad que la representatividad de los partidos políticos es casi nula: sus dirigentes se representan a sí mismos, a nadie más. Los partidos ya no son opciones ideológicas o programáticas, sino grupos de intereses particulares; nada más. En estas circunstancias hace falta plantearse si los partidos son el canal más adecuado de participación democracia. Y, sobre todo, plantearse alternativas. El anti-partido es una de ellas.
Los partidos han decepcionado. Están decepcionando. Decepcionan cada día más. Incluso los nuevos partidos decepcionan rápidamente (lo hemos visto con Podemos y Ciudadanos, con ERC y con Sortu) en la medida en que ya no son opciones ideológicas concretas, ni propuestas para realizar reformas, sino estructuras que se mecen al viento, según los gustos de la población (de una población cada vez más apática, incapaz de interpretar y comprender la realidad en la que vive y pasiva). Tales “gustos” oscilan en función de los criterios implantados por las empresas de comunicación que, a su vez, responden a los intereses de los grandes grupos mediáticos.
Si a la falta de criterios doctrinales y programáticos que justifiquen la existencia de los partidos políticos, se añade el que sus diputados en el parlamento tienen una invariable tendencia a votar según los deseos de su jefe de grupo parlamentario y carecen, no sólo de rostros, sino de personalidad y voluntad propia, se entenderá que el régimen político español sea una “democracia formal”, que tiene muy poco que ver con la “democracia real”. O por expresarlo con palabras del Premio Nobel Alexandr Solzhenitsin, nos encontramos inmersos en un sistema “en el que puede decirse todo, pero no sirve para nada”.
Partidos políticos: la crónica de una crisis anunciada
La crisis de los partidos políticos empezó cuando renunciaron a tener esquemas doctrinales propios y perfectamente definidos, a partir de los cuales el programa político emanaba casi de manera automática. En lugar de eso, convirtieron a sus programa en una especie de inventario oportunista de buenas intenciones que derivaban de las encuestes formuladas a los electores y no de una particular visión del mundo y de la política que compartieran todos los miembros de esa formación política.
Puesto que no había una definición ideológica común, lo único que unía a los miembros de un partido político eran los intereses comunes, intereses, siempre, espurios, sino facciosos. Fue así como los partidos se convirtieron en grupos de intereses particulares y dejaron de ser plataformas de doctrinas políticas. No se trataba de conquistar el poder para introducir cambios y reformas en la marcha de la sociedad, sino más bien de controlar los resortes del poder para satisfacer ambiciones personales o de grupo. El programa quedaba, a partir de entonces, como una especie de documento que estaba ahí por puro azar y que nadie tenía la más mínima intención en llevar a la práctica.
Parlamento: una selección a la inversa
En tal contexto, en las cúpulas de los partidos políticos era evidente que se iba a realizar una selección a la inversa: los más honestos, aquellos en los que creían en una determinada doctrina y en gestionar a la sociedad con unos principios concretos, se fueron retirando de la actividad política, dejando el puesto a los ambiciosos y oportunistas sin escrúpulos, a los egomaníacos y psicópatas, a los simples mangantes o a los pobres espabilados…
Hoy, en el parlamento español quedan pocas personas eficientes y capaces, muchas menos aún con experiencia en gestión más allá del cargo político y una aglomeración de diputados compuesta por todo tipo de corruptos, imputados o imputables con interés por corromperse en el plazo más breve posible si ello implica una promoción personal y beneficios que, de otra manera, no se conseguirían trabajando con constancia y honestidad.
En su inmensa mayoría, los profesionales brillantes, los gestores eficientes, los individuos con experiencia, han desertado de la política y se dedican a los negocios privados y, desde luego, no quieran saber nada con unas instituciones en las que deberían tragar sapos, renunciar a su personalidad, no poder mirar a los electores a los ojos sin que se les caiga la cara de vergüenza por las mentiras electorales y las promesas sistemáticamente incumplidas o, simplemente, vivir digna y honestamente. Dignidad y honestidad no son, en la España de hoy, términos compatibles con el parlamentarismo ni con las instituciones.
Una democracia tan “formal” como viciada
Si los partidos solamente representan a sus equipos dirigentes y si estos, a su vez, comen de la mano de los grandes consorcios financieros, entonces es que la democracia está viciada de partida y depositar un voto una vez cada cuatro años es una mera formalidad que no cambiará nada: salgan elegidos unos u otros, la plutocracia (el poder del dinero) impondrá sus normas sin distinción de siglas.
Los partidos han fracasado porque la modernidad ha impuesto el pensamiento único y el culto a lo políticamente correcto. Difundidas a través de los grandes medios de comunicación de masas, estas formas de ver el mundo, repercuten directamente en la opinión pública que se configura como un gran conglomerado carente por completo de espíritu crítico, dócil, y llevado de una opción a otra con la mansedumbre con que las ovejas van al matadero. El elector ideal para un partido político es aquel que cree en las promesas electorales y se desentiende del día a día de la política.
Ahora bien ¿existe alguna forma de reformar un sistema así concebido?
De la “democracia formal” a la “democracia real”
En primer lugar, digamos, que existen otros modelos y que estos son todavía más necesarios en la medida en que el nombre que corresponde a esta “democracia formal” es partidocracia y la partidocracia ha fracasado. Si la “democracia formal” es hoy sinónimo de partidocracia, la democracia “real”, deberá tener, indudablemente, otra formulación.
Se suele llamar a la “democracia formal” y al sistema parlamentario como “inorgánico” en la medida en que la representación se realiza a través de estructuras artificiales (los partidos políticos). Frente a este concepto de democracia limitada al mero ejercicio de las libertades públicas, pero en el que el ciudadano tiene vedado el control y la supervisión del ejercicio del poder que realizan los partidos, existe una “democracia orgánica” que, manteniendo el sistema de libertades y derechos públicos, concibe la representatividad a través de “estructuras naturales”: el municipio y la profesión especialmente.
Así como el parlamento actual está compuesto únicamente por representantes de los partidos políticos, en un parlamento “orgánico”, se sentarían en los escaños los representantes de la sociedad. ¿Quién puede entender mejor los problemas de la educación que los representantes de los sindicatos de profesores y maestros? ¿Quién puede entender mejor los problemas de la investigación científica sino los científicos mismos? ¿Quién podrá expresar más directamente las necesidades de la industria, del comercio o de la hostelería, sino los representantes de las patronales de estos sectores? ¿Y los intereses de los jóvenes o de las Fuerzas Armadas o de la Iglesia? ¿Los defenderán mejor representantes de los partidos políticos o de esas mismas instituciones y grupos sociales?
En la “segunda descentralización” que algunos defendemos (y que debería sustituir a la “primera descentralización” fracasada y frustrada que ha dado lugar al Estado de las Autonomías, a su faraonismo y a sus tensiones, corruptelas y mezquindades) los municipios también deberían de estar representados en el parlamento de la nación (o en el senado).
Así pues, la alternativa a la partidocracia es un modelo de organización en el que se pongan límites al poder de los partidos y que, sobre todo, no se les tenga por el único canal a través del cual se expresa la “voluntad nacional”. Ésta será la suma de las voluntades de los distintos organismos y estructuras que componen el cuerpo de la Nación. Podrían desaparecer los partidos políticos y nada esencial se perdería. No podría, en cambio, desaparecer la universidad, las fuerzas armadas, los ayuntamientos, el comercio, etc, sin que se produjera una catástrofe nacional. Por tanto es a partir de estos cuerpos intermedios de la sociedad como hay que remodelar la participación política y la representatividad.
De los partidos al anti-partido
La lógica implica que el tránsito de la “democracia inorgánica” a la “democracia orgánica” debe pasar por una serie de etapas, la primera de las cuales es ir restando poder a los partidos políticos e introduciendo la representación “orgánica” en determinadas instituciones (el Senado, por ejemplo, debería de ser una cámara de representación de la sociedad a través de sus estructuras profesionales y municipales, con capacidad de veto sobre las decisiones del parlamento. Una especie de “Cámara Alta” de la que dependa, en última instancia, las políticas a adoptar por el ejecutivo, mientras que el Parlamento es solamente una cámara de preparación de leyes y una primera instancia de control del gobierno).
Es fundamental, por ejemplo, que los partidos políticos desaparezcan de las instituciones: del Consejo de Radio Televisión y de los consejos regionales equivalentes, de las Cajas de Ahorros y de cualquier organismo económico. Hay que redimensionar los partidos políticos a su papel real en la sociedad. El número de afiliados a los partidos políticos es minúsculo y eso indica, a las claras, el desinterés que la población experimenta hacia ellos. No pueden, por tanto, arrogarse el 100% de representatividad de una sociedad que está de espaldas a todos ellos.
La gran contradicción del momento actual estriba en que para reformar el sistema político hace falta un partido político que asuma y defienda es propuesta ante la sociedad. Hasta ahora, todos los partidos políticos que han irrumpido en el ruedo español con propuestas de reforma, cuando han adquirido una masa crítica han terminado renunciando a tales reformas, “centrándose”, esto es, desnaturalizándose y asumiendo lo “políticamente correcto” y el “pensamiento único”. Por tanto, no es un partido lo que se necesita para cambiar la configuración de la representación, sino un anti-partido que empiece negando el poder omnívoro de los partidos.
Un anti-partido, en definitiva, para poner en cintura a los partidos políticos. Un anti-partido para reformar a la sociedad. Un anti-partido para realizar el tránsito de la “democracia formal” a la “democracia real”, de la “democracia inorgánica” a la “democracia orgánica”. Objetivo lejano, casi remoto, pero no por ello objetivo menos necesario.
© Ernesto Milá - Info|krisis – ernestomila@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
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