Relaciones ZP-Marruecos: camino de perdición
Redacción.- En los últimos días hemos publicado unas cuantas notas, producto de nuestro último viaje a Marruecos. Cuando sed percibe de cerca el clima político-social del "enemigo del sur" se tiene conciencia exacta de cuales son los riesgos que vamos a afrontar en los próximos años. Haría falta que ZP-Moratinos-Bono se salieran de los circuitos oficiales en sus viajes a Rabat y percibieran de cerca la miserable realidad de aquel país. Esto nos lleva a formular algunas conclusiones provisionales que serán desarrolladas en próximos artículos.
En mayo de 2005, el gobierno Zapatero adoptó una de las medidas más desafortunadas de su corta carrera de decisiones tomadas a la ligera y frívolamente: vender, a precio de saldo, carros de combate a Marruecos. La cláusula de seguridad que acompañaba a dicha cesión, que impedía su despliegue ante Ceuta y Melilla, era casi una broma. Vende armas a tu enemigo para que pueda presionarte con ellas.
Entre 1977 y 1980, la política del gobierno demócrata norteamericano (período Carter) se basó en intentar demostrar a la URSS, por todos los medios, que EEUU carecía de intenciones agresivas, rebajando el listón armamentístico y facilitando el acceso de regímenes prosoviéticos unos (Nicaragua sandinista), antioccidentales otros (revolución islámica de Khomeini) y permitiendo invadir a la propia URSS países libres (Afganistán). Esa estúpida política fue abandonada desde el inicio de la era Reagan. La URSS se desmantelaba pocos años después. Es la fuerza y no la concesión generosa e irresponsable, la que opera efectos en política internacional. Pues bien, desde los años de Carter, no se había visto en la historia reciente de la humanidad una política tan torpe como la José Luis Rodríguez Zapatero en relación a un país del que, lo más piadoso que puede decirse, es que sus muestras de amistad dejan mucho que desear. Aunque esos carros de combate fueran pagados a precio de oro, eso no justificaría jamás el riesgo que supone para la defensa nacional.
En general, el socialismo español, después de la transición, ha practicado una política de mano tendida hacia Marruecos, iniciada ya con Felipe González y llevada hasta el extremo por Rodríguez Zapatero. Siempre que han tenido ocasión, han intentado apaciguar situaciones imposibles de apaciguar, mediante las buenas palabras y «tolerancia», sacrificando siempre los intereses de España. Cualquier cosa antes que demostrar fortaleza y vigor. Si la palabra «traidor» no es exactamente la que debería aplicarse a Zapatero (un traidor para serlo, debe ser consciente de su traición; un perfecto irresponsable propias como ZP no es un traidor, es simplemente, un tonto con ideas) aproxima, al menos, a quien ignora los intereses de su propio país en beneficio de otro. No es raro que en Marruecos se frotaran las manos cuando Zapatero viajó por primera vez a Rabat al poco de ser elegido Secretario General del PSOE y, mucho más, cuando estallaron las bombas del 11–M. Entonces, Zapatero, de manera imprevista, se sentó en La Moncloa: «Ahí tenemos al hombre que queríamos» debieron comentar los exponentes del majzén.
La única norma política de Zapatero es hacer justo lo contrario de lo que hizo el anterior presidente. Ciertamente, algunas de las decisiones de Aznar fueron discutibles, pero la mediocridad anodina e ingenuofelizota de Zapatero, contrasta con su gestión; hay que reconocer que –equivocado o no– Aznar se movió por un claro patriotismo; en Perejil por ejemplo e incluso en la polémica decisión de asistir a la cumbre de las Azores, lo que primó fueron los intereses del Estado Español. Situándose al lado de Irak, Aznar aspiraba a eliminar las carencias energéticas que pudieran aparecer en España en los próximos años y, por otra parte, la decisión fue tomada para contrapesar el absentismo francés en la crisis de Perejil. Decir «España», es decir nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros intereses nuestra estabilidad económico–social y nosotros mismos. Errónea o no –la función de este libro no es enjuiciar la gestión del anterior presidente– la política de Aznar intentó ser «patriótica». Existieron graves problemas de comunicación con la opinión pública, engaños procedentes de EEUU (como toda aquella absurda discusión sobre las «armas de destrucción masiva» que todo el mundo sabía que no existían y que apenas eran otra cosa que la improvisación de un «casus belli» para justificar la enésima aventura exterior norteamericana; o afirmar que Saldan Hussein tenía algo que ver con Al–Qaeda, producto de muchos informes «imaginativos» de la CIA, redactados tras el 11–S) y cierto desprecio hacia unas manifestaciones que, si bien es cierto que, en buena medida, denotaban un lamentable antiamericanismo primario, otras se basaban en algo tan básico como era el respeto de la legalidad internacional y las consideraciones éticas ante guerra injustas. Aznar no supo comunicar los motivos que le llevaron a la cumbre de las Azores. Se podría argüir que Aznar se puso en el furgón de cola del eje anglo–sajón y que un patriotismo subordinado a una superpotencia, difícilmente podría ser considerado patriotismo. Es una opinión, desde luego, pero tampoco es absurdo situarse al lado de una superpotencia, especialmente, cuando aparecieron recelos suficientemente fundados en relación a Francia y cuando lo que estaba en juego es el parón energético y la posibilidad de obtener recursos situándose a la sombra de un coloso. La política internacional es así.
Lo que resulta absolutamente incomprensible es la política de cesiones realizadas en menos de dos años, por el gobierno Zapatero al régimen marroquí. Marruecos, ni es una superpotencia, ni es un modelo democrático, ni es un país «amigo». Difícilmente podría ser considerado como «amigo» un país que envía toneladas de droga diariamente, que apenas realiza esfuerzo alguno para controlar la inmigración masiva, sino que la utiliza como argumento de presión para obtener fondos de España y la UE, que reivindica territorios españoles desde el siglo XV o que oculta informes sobre la filiación islamista radical de inmigrantes que le consta viven en España…
Los problemas irresolubles del Marruecos de Mohamed VI
A pesar de la tendencia del régimen marroquí a victimizarse y de la imagen de modernidad que pretende dar en el extranjero, la triste realidad es que afronta cuatro carencias que ni el rey ni el majzén, reconocen ni mucho menos toman en consideración. Estas carencias son:
– Carácter autocrático del régimen, con ausencia de un plan de reformas capaz de inaugurar un período de libertades democráticas y un sistema verdaderamente representativo. Urge una reforma constitucional en profundidad y limitar los poderes del rey y la influencia del majzén. Esta reforma debe salvaguardar las libertades públicas y, en especial, la libertad de expresión y de prensa.
– Conflictos exteriores con absolutamente todos los países vecinos, no sólo con España, sino también con sus vecinos del Magreb. Esto hace que la UMA (Unión del Magreb Árabe) esté bloqueada ad infinitud por problemas internos, generados indefectiblemente por Marruecos. Estos conflictos, además, tienen como fondo el absoluto desprecio de Marruecos por cualquier acuerdo o tratado firmado con otro Estado, incluido con España.
– Carencias en el respeto a los derechos humanos, especialmente en los momentos en los que se han producido atentados o tensiones interiores. Tras los atentados de Casablanca, la oleada de detenciones excedió con mucho a los círculos de sospechosos. Por otra parte, es seguro que los servicios secretos han infiltrado y manipulado a distinto grupos radicales y los han utilizado en tareas provocadoras que generan represión contra el islamismo moderado.
– Absoluto desconocimiento del problema social que vive el país y ejercicio de la tarea de gobierno de espaldas a los intereses de la mayor parte de la población, sirviendo sólo a los intereses oligárquicos del majzén. La absoluta miseria que reina en la periferia de las grandes ciudades y el desmigajamiento de la escuálida clase media, es todavía más escandalosa cuando se incuba junto a los monumentos al lujo y al despilfarro. Pobreza y corrupción hacen que todos los esfuerzos para detener al islamismo político se salden con el fracaso.
La resultante de todos estos vectores es la inestabilidad permanente que genera Marruecos, tanto en sus relaciones con otros países, como en su situación interior. Y hoy no existe ni un solo elemento en el horizonte que permita pensar que ninguno de estas carencias pueda ser resuelta a corto plazo. Todo induce a pensar que la inestabilidad interior de Marruecos irá creciendo en los próximos años. Lo más probable es que Mohamed VI siga la misma técnica que su padre: cuando se adivina un problema interior de gravedad, se genera un problema exterior capaz de ser utilizado como galvanizador de la opinión pública y situarla en torno al régimen. Se hizo con la Marcha Verde, se ha vuelto a hacer avivando los resentimientos atávicos frente a Argelia, y se volverá a hacer cuando sea necesario. A nadie se le escapa la posibilidad de que Mohamed VI, acorralado por el deterioro creciente de la situación social de su país, movilice energías populares en torno al tema de Ceuta y Melilla. Cuando llegue ese momento –y que a nadie le quepa la menor duda de que va a llegar– de nada va a servir la teoría del «colchón de intereses», según la cual el trenzado de una red de intereses económicos y comerciales recíprocos, amortiguaría cualquier tensión con nuestro país. Empresas como Gas Natural entrarían en una situación dificilísima si por una decisión inesperada, tan habitual en el régimen marroquí, cortara el gaseoducto que conduce el gas argelino hasta España.
Nadie que pormenorice el análisis sobre la realidad del régimen marroquí puede dudar que constituye el principal factor de desestabilización en el Mediterráneo Occidental.
Zapatero, o la peor de todas las políticas posibles
Rodríguez Zapatero, en el curso de su viaje a Rabat el 17 de noviembre de 2005, realizó dos afirmaciones absolutamente lamentables: elogiar a la democracia marroquí y proponer la entrada de Marruecos en la UE… Resulta difícil encontrar en todo la historia reciente de España frases henchidas de una ligereza y una irresponsabilidad semejantes; porque Marruecos es cualquier cosa antes que una democracia y porque Marruecos, no solamente, no es Europa, sino que Europa debe protegerse y contener todo lo que llega de Marruecos.
La «aproximación» de posiciones en la cuestión del Sahara, operada por Zapatero, rompiendo la tradicional posición española de respeto a las decisiones de NNUU, supone la enésima muestra de irresponsabilidad: apoyando la posición marroquí, España perderá uno de los pocos instrumentos que posee a su alcance para evitar que las ambiciones marroquíes den un paso al frente. Y no hemos oído a Zapatero decir en voz bien alta que Ceuta y Melilla son españolas. Es fácil suponer lo que ocurrirá con las reivindicaciones marroquíes sobre estas dos ciudades españolas en cuanto el tema del Sahara se haya resuelto favorablemente a las tesis marroquíes, gracias a la complicidad de Zapatero. Justo, en ese mismo momento, en agradecimiento, Mohamed VI reivindicará Ceuta y Melilla. No antes.
El cambio de posición del gobierno español, aceptando las tesis marroquíes sobre el Sáhara, supone el abandono de la vía del derecho internacional y la aceptación de la política de hechos consumados que derivó de la ocupación de esta exprovincia española por parte de Marruecos. La política de silencio y el aplazamiento sine die del problema de la delimitación de las aguas territoriales, es otro síntoma de debilidad. Si por Zapatero fuera, Ceuta y Melilla ya se habrían entregado a Mohamed VI sin más contrapartida que la «comprensión» de Marruecos al «diálogo de civilizaciones».
Seamos claros: Marruecos está gobernado por una monarquía corrupta, autocrática y medieval en la que, como dijo Alí Lmrabet, el periodista marroquí permanentemente represaliado, el rey es el receptáculo de todos los poderes, una síntesis de Juan Carlos I, más el presidente de la Conferencia Episcopal, más el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor y presidente del Tribunal Supremo y más media docena de cargos ministeriales. Alguno se empeña en unir a todas estas atribuciones otras menos respetables. Sea como fuere, y sin cargar las tintas, nadie puede negar que Marruecos, hoy, es el paraíso de la corrupción y que resulta complicado hacer negocios e invertir –incluso viajar como turista– en un país que vive de la corruptela generalizada. El rey y su entorno palaciego siguen ostentando un poder absoluto y sin cortapisas. Menudo régimen al que elogiar.
No es raro que, a la falta de libertades democráticas, al sistema de gobierno premedieval en el que el rey es también el jefe religioso de la tribu, se una la más espantosa inoperancia en la gestión del gobierno. El empobrecimiento de la sociedad marroquí, la creación asindótica de cinturones de miseria, el abandono del campo, el analfabetismo, la falta de perspectivas de la población, culminan, como hemos demostrado, en dos fenómenos que, en el momento de escribir estas líneas son el cáncer de la sociedad marroquí y de sus vecinos: el fundamentalismo islámico y la inmigración ilegal y masiva hacia España como única forma de progreso social.
¿Es posible ser optimista ante este panorama? En absoluto. Por eso, es extremadamente necesario que la UE modifique su política ante Marruecos. Ser, en principio, más exigente en lo que se refiere a reformas políticas y libertades públicas. Y, por supuesto, exigir como contrapartida para la recepción de cualquier ayuda, una lucha despiadada contra la corrupción, especialmente contra la que está enquistada en el majzén. Es evidente que esa ayuda, para ser eficaz, debe estar supervisada y gestionada por quien la otorga. Las buenas palabras, las promesas mil veces repetidas, ya no sirven. Dinero enviado a Marruecos para luchar contra el narcotráfico, la corrupción o la inmigración ilegal, es dinero tirado. Ciertamente, sólo el desarrollo económico cercenará al islamismo radical y el impulso migratorio de los marroquíes, pero ese desarrollo solamente puede partir de una modificación de las condiciones político–sociales y de la lucha contra la corrupción generalizada; es decir, de una reforma de arriba abajo del régimen marroquí, empezando por el concepto teocrático del poder real. El régimen marroquí, para ser aceptable por las democracias occidentales, debería comprometerse a realizar profundas reformas económico–sociales –por no hablar de las políticas– en lugar de utilizar fórmulas de chantaje para obtener las ayudas que busca. Son ayudas a «Marruecos», esto es, a un país y a un pueblo; no ayudas al monarca y a su entorno.
En este sentido, todo lo que no sea reconocer que el islamismo es la primera fuerza político–social en Marruecos, supone un error y la fuente de futuros conflictos. El islamismo se ha impuesto en los fértiles terrenos abonados por la corrupción, la ineficacia en la gestión de gobierno y la miseria generados por la monarquía alauí. En los próximos años, por muchas que sean las provocaciones, las maniobras de intoxicación y criminalización del islamismo marroquí, todo induce a pensar que seguirá ganando fuerza. A fuerza de «dialogar» con Mohamed VI, nos olvidamos de que su trono está asentado sobre bases extremadamente movedizas y, en cualquier momento, puede desplomarse. Europa debe entender que si el islamismo es la opción que avanza imparable en el Magreb, va a ser con él con quien nos tengamos que entender a la vuelta de pocos años. Es más probable que en no más de tres lustros, el majzén haya trasladado masivamente su residencia a Marbella o a Nueva York, tras un vuelco previsible en la política marroquí; entonces, allí estarán los movimientos islamistas que aspiran a aplicar políticas de crecimiento económico, justicia social y reparto de la riqueza. Algo huele a podrido en Marruecos y, definitivamente, no estoy en condiciones de afirmar si es a causa de la corrupción o es la propia administración marroquí la que exhala ese tufo fétido propio del cadáver en descomposición. Aceptemos los hechos, nos gusten o no: el islamismo es la primera fuerza político–social del Magreb y su crecimiento se ha operado como reacción a la falta de democracia y a la corrupción gubernamental. Está claro que el Islam es lo contrario de Europa. Es más viable cooperar con quien, de partida, se sabe que encarna la idea y la tradición contraria a la propia, que con quien practica el doble lenguaje: Mohamed VI, como antes Hassán II, son maestros en este arte. Nunca será posible llegar a puntos de claridad con ellos. Franco lo logró en sus últimos días de lucidez, cuando ordenó a la Legión que colocara tres filas de minas para contener a la Marcha Verde o cuando envió a la flota ante el puerto de Tánger al poco de iniciarse la crisis de Ifni. Probablemente, la monarquía alauíta sea éste el único lenguaje que entiende. El otro, ingresar dinero a cambio de la promesa de resolver la cuestión de la droga o de los inmigrantes, ya se ha demostrado inútil. Para bien o para mal, cuando un islamista afirma que aspira a aplicar la sharia, todos sabemos lo que quiere decir: la ley coránica convertida en norma de Estado. Bien, no es la vía europea. Pero al menos es una vía hecha de claridad y ante la que nadie se llama a engaño. Esta claridad no está presente cuando Mohamed VI mendiga en Occidente favores, ayudas, subvenciones y ventajas, a cambio de nada, o cuando firma tratados que no tiene la más mínima intención en respetar.
Insisto: antes o después, nos vamos a tener que entender con los islamistas magrebíes, así que mejor vayámonos haciendo a la idea de que solamente hay que exigirles una condición: que abandonen toda pretensión de actuar o influir sobre la sagrada tierra de Europa. Podemos ser vecinos con intereses diferentes y llevar una vía de coexistencia pacífica. Lo que no podemos es seguir engañándonos: la monarquía alauíta y el régimen de corrupción y falta de libertades públicas al que ha dado lugar, es una cáscara podrida, carente apoyos populares y sostenido solamente por una red de intereses espúreos, sobre la miseria de la mayoría de población. Un estadista europeo no puede pactar con un gobierno así. Europa no puede ser cómplice en el mantenimiento de las injusticias en el Magreb. Insisto: mejor irnos haciendo a la idea de que, mientras los islamistas no tengan la vista puesta en este lado del Estrecho, al menos ellos representan el sentir mayoritario de la población magrebí.
El hecho de que los EEUU hayan trenzado una alianza estratégica con Marruecos es, hasta cierto punto, una buena noticia para Europa. Marca la diferencia: África empieza al sur de Gibraltar. Los EEUU, deberían de tener algo más de memoria histórica y reconocer que pactar y sostener a gobiernos corruptos, entenderse con sátrapas de la peor especie, no les ha llevado más que a complicaciones futuras. Con Marruecos no va a ser de otra manera. EEUU ha hecho del meterse en avisperos una especialidad de su política exterior. España y la UE deben mirar hacia otros lugares a la hora de buscar recursos energéticos. No hacia el Sur, sino hacia el Este. Incluida España. A Rusia, por ejemplo.
El gas ruso llega hasta el Pirineo. Viene de lejos, pero su suministro es hoy mucho más seguro que el gas argelino y marroquí, por mucho que le pese a Gas Natural, a Repsol y a La Caixa. Por otra parte, Rusia es Europa. Geopolíticamente deberíamos hablar de «Euro–Siberia» como nuevo concepto a desarrollar en la política internacional de la UE y abandonar, de una vez por todas, las veleidades de «diálogos de civilizaciones».
Si EEUU quiere ser la potencia decisiva en Marruecos, que lo sea, a condición de que se coma los problemas en aluvión que vendrán en los años venideros y asuma la tarea de apuntalamiento del régimen que será necesaria a la vuelta de pocos años. España, y por extensión la UE, solamente tienen en el momento actual una tarea: contener y conjurar el riesgo que viene del Magreb. Esto es, impedir que las comunidades magrebíes instaladas en Europa se conviertan –como de hecho han demostrado ser en Francia– focos de desestabilización permanente, impedir que las redes terroristas del islamismo magrebí progresen en nuestra tierra, cortar de un hachazo al narcotráfico que viene del sur, contener el fenómeno de la inmigración magrebí y procurar que se invierta la tendencia y que aquellos magrebíes que, por lo que sea –por crisis en el mercado de trabajo o por la «falta de impulso laboral» de la que, como ha reconocido la UE, adolece la inmigración magrebí– no realizan una función productiva en Europa, regresen a su país y dejen de sobrecargar la sanidad, la educación, los fondos de ayuda social, etc. De hecho, lo más probable es que un cambio de régimen en Marruecos generase mejores condiciones de vida para los desfavorecidos y, por tanto, la inmigración dejara de ser la única aspiración de quienes no tienen nada. Pero, mientras sigan las cosas como están y buena parte de la riqueza marroquí sea acaparada por el majzén, la inmigración y el islamismo radicalizado seguirán encontrando un caldo de cultivo apropiado para su desarrollo.
Si hay tres palabras que debe empapar a la política europea –y a la española en particular, al situarnos la geografía en la línea del frente– en relación al Magreb es, realismo, contención y energía. Todo lo que suponga la adopción de políticas de paños calientes, lenguaje diplomático edulcorado, elogios gratuitos a virtudes inexistentes, y políticas de manga ancha, es un error.
El Marruecos de Mohamed VI constituye un riesgo para la seguridad española. Lo viene demostrando desde su independencia. Cuando se percibe un riesgo, se le conjura, se le contiene y se le anula. No se le venden armas ni se le elogia. Todo esto es un inmenso camino de perdición. Pero, hacer entender esto a algunos prohombres del gobierno español es, como decía Mao, intentar que la rana de la charca comprenda la grandeza del océano.
(c) Ernesto Milà - Tánger, 20 de noviembre de 2005.
(c) Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es
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