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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

El pontificado de Juan Pablo II: el culto mariano

El pontificado de Juan Pablo II: el culto mariano Redacción.- Juan Pablo II ha sido el gran estimulador del culto mariano. En esto ha sido continuista en relación a los últimos Papas. Desde las apariciones marianas del siglo XIX y desde la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, poco a poco, el culto a la Virgen ha ido ganando espacio aun a pesar del papel, evidentemente, muy secundario de la Virgen en los Evangelios y de las dificultades que esto podía crear ante otras confesiones cristianas.

En efecto, el culto mariano es el principal tema de conflicto entre católicos y no católicos, los cuales lo califican a menudo de “culto idolátrico”. No hay “unión de las iglesias” mientras el papado insista en este tema. Con lo ortodoxos existe cierta coincidencia si bien el papel de la Virgen es evidentemente muy secundario. En cuanto a los protestantes, el culto a la virgen o a los santos es completamente rechazado.

La doctrina oficial católica explica que María es la “servidora” del Señor en la tarea de la redención de la humanidad. La Iglesia enseña que no se trata propiamente de un “culto” en sentido estricto, pues el único culto real es el culto a Dios. Cualquier oración católica se dirige a Dios, pero tiene a María y a los Santos como mediadores: a través de estos se pide ayuda a Dios, “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores!. Al menos, tal es la doctrina.

El problema es que la idea de que María permaneció perpetuamente virgen no se encuentra en la Biblia. Para entender su origen hay que bucear en la mitología. El primer rastro de una virgen mítica se incluye en la historia de Nimrod y Semiramis, reyes de Babilonia y, al mismo tiempo grandes sacerdotes del culto babilónico. Tras morir Nimrod, Semiramis creó una orden de sacerdotisas. Luego quedó embarazada y pretendió que su hijo era la reencarnación de Nimrod. Al volver del más allá, se suponía que tenía las claves del mundo espiritual y que, además, era el “marido de su madre”. Nimrod reencarnado pasó a llamarse Tammuz. Luego se convirtió en Baal, el dios del sol. Su fiesta se celebraba en el solsticio de invierno. De la religión elaborada por Nimrod y Semiramis permanecen en el catolicismo la idea del celibato obligatorio para los sacerdotes, el sacramento de la confesión y, finalmente, la fecha del solsticio de invierno como punto de arranque del calendario festivo. Semiramis se convirtió para la posteridad en una gran diosas (Baalti, la Madre de Dios) y se la atribuyeron una serie de “calidades” míticas: diosa madre, reina de la mañana, reina del cielo, mediadora, madre de la humanidad, Astarté, etc. A menudo se la representaba sentada con un niño sobre las rodillas. Esta misma leyenda con leves variaciones se encuentra en China con la figura de Shing-Mon (la Madre Santa) y Fo-Hi (fundador del Imperio Medio), en India con Devaki (la diosa) y Khrisna (el niño), en Frigia con Nana (la madre) y Attis (el niño que en Grecia se llamó Dionisos), en Efeso (Gracia), con Diana (madre de los dioses identificada con Semiramis), en Grecia con Afrodita, “la mediadora”, en Egipto con Isis (la diosa-madre) y Horus (el niño), en Escandinavia con Disa (representada con un niño), en Roma con Venus (la diosa) y Júpiter (el niño), en Palestina con Astarte (Isthar, la diosa) y Baal (el niño), en México con Sochiquetzal (la virgen-madre) y Quetzalcoalt, por citar solo unos ejemplos en absoluto exhaustivos. En Egipto, Horus, hijo de Isis y Osiris, triunfó sobre Tifón-Set, el principio del mal. Al llegar al Tíbet, China y Japón, los misioneros jesuitas se extrañaron al constar que existían equivalencias no desdeñables entre las diosas locales y la imagen de la Virgen María. Prácticamente en cada tribu africana se adoraba a una madre que había dado vida a un hijo divino. Incluso existen datos en la Biblia que demuestran que el pueblo judío rindió un culto idolátrico a la “reina del cielo” que fue denunciado en Jeremías (44:17-25) y en el Libro de los Jueces (2:13).

Ahora bien, ahora ya sabemos que el culto a la virgen es universal, sólo queda saber cómo logró afianzar su posición dentro de la nueva religión en los primeros siglos del cristianismo. No resulta difícil establecerlo: en el siglo IV, cuando la religión católica se elevó al rango de religión oficial del Imperio Romano, a fin de ser mejor aceptada, insistió en transformar las divinidades paganas antiguas en los nuevos objetos del culto cristiano: así se transformó Saturno en San Saturio, Atlas en San Cristóbal, etc. y a medida que el cristianismo se fue extendiendo a otras zonas de Europa, se produjo la misma transformación de las divinidades locales reconvertidas e incorporadas al panteón cristiano. María no es otra cosa que la supervivencia de una divinidad pagana. No hay en el culto mariano absolutamente nada de original: todas las religiones tienen un lugar para la “diosa madre” que frecuentemente es virgen.

Ciertamente, durante muchos años, el culto mariano no llamó particularmente la atención de los fieles cristianos. De tanto en tanto, algún místico elaboraba textos muy heterodoxos de homenaje a la Virgen, tras los cuales, antes o después, se dejaba traslucir cierto aroma pagano. En el siglo XII, la adoración a la “dama” adquirió un relieve particular en la cristiandad, y especialmente en la casta guerrera. Buena parte de los relatos del Grial tienen como protagonistas a damas conquistadas por caballeros. Resulta evidente que estas “damas” son simbólicas y que encarnan el “aspecto femenino de la Creación”. Paralelamente, en el plano religioso, los templarios se convirtieron en los grandes promotores del culto a “Nuestra Señora”, presentada habitualmente como “virgen negra”. Como la Isis egipcia o la Sulamita de “El Cantar de los Cantares”, las vírgenes negras eran, a la vez, reinas y madres de dioses. En realidad, siempre, los santuarios de las vírgenes negras surgían allí donde antes hubo santuarios a la diosa Isis traída a Europa por las legiones romanas. Tras la destrucción de la Orden del Temple, en 1307, y la interrupción del ciclo del Grial (a principios del siglo XIII), el culto mariano volvió a remitir y fue marginal en la Iglesia hasta el siglo XIX.

Ocurrió bajo el pontificado de Pío IX.

Pío IX fue el primer gran impulsor del culto mariano. Su pontificado fue el más largo de la historia, de 1846 a 1878, 32 años. Ciertamente, la Virgen se aparecía desde hacía siglos a determinados católicos. A Iglesia no hacía mucho caso de estas apariciones y siguió manifestando cierto autismo en relación al tema hasta que en 1846 se produjeron las apariciones de La Salette. Estas apariciones tienen como novedad el que la virgen alerta a la cristiandad sobre los “pecados del clero”; la Virgen alertaba sobre las desgracias que aguardaban a la humanidad. Era el primer caso de una profecía apocalíptica llegada de la Virgen. Las apariciones de La Salette tuvieron gran impacto sobre la cristiandad, especialmente cuando ocho años después pareció que, efectivamente, se cumplía la profecía.

En efecto, tres años después de las apariciones de La Salette, el 2 de febrero de 1849, Pío IX publicó la encíclica “Ubi prinum” en la que hizo un retrato de la Virgen desde su exilio en Gaeta. Fue en el curso de ese encierro cuando el Papa comenzó a promover la idea proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción. El dogma implicaba que María había nacido libre de pecado original. Antes que él, ningún Papa se había atrevido a tanto. En 1507, un dominico de Viena, el hermano Letser afirmó que la virgen se le apareció y le reveló que había sido concebida en pecado original y que no fue sino hasta al cabo de tres horas cuando resultó santificada. La virgen le dejó incluso una carta para el papa Julio II en esos momentos comprometido en sus guerras itálicas y al hermano Letser unos estigmas en panos y pies. La inquisición tardó poco en descubrir que se trató de una superchería. Los dominicos se oponían al dogma de la Inmaculada Concepción... Más adelante, el Concilio de Trento eludió plantear el problema y en 1622, Gregorio XV decretó festivo el día de la Concepción pero prohibió el uso del término “Inmaculada”. En 1701, Clemente XI proclamó obligatoria la festividad de la “Inmaculada Concepción”... pero se trataba de una tradición eclesiástica, en absoluto de un dogma, se podía o no creer e ello. A partir de Pío IX, la creencia era obligatoria o de lo contrario no había salvación posible.

En 1848 y 1849, Europa se vio asolada por una serie de movimientos revolucionarios, fundamentalmente antimonárquicos y anticristianos. Pío IX huyó a Nápoles horrorizado por la virulencia y radicalidad de estos movimientos y se convirtió en un pontífice contrario a cualquier movimiento renovador. En 1858 tuvieron lugar las apariciones de Lourdes mucho más tranquilizadoras que las de La Salette que contribuyeron a promocionar más el dogma de la Inmaculada Concepción que había sido proclamado cuatro años antes. En 1870, con la pérdida de los Estados Pontificios, integrados en el proceso de unificación italiana, el Papado perdió su poder temporal. Pío IX quiso compensar estos desastres mediante tres medidas: la convocatoria de un concilio ecuménico, la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción y, finalmente, la declaración de la infalibilidad del Papa.

A medida que han transcurrido los últimos 150 años en la historia de la Iglesia, el culto mariano no ha dejado de creer. En el mismo Concilio Vaticano II, se dio una gran importancia al culto mariano y, a partir de su conclusión, proliferaron las apariciones de la Virgen en todo el mundo, desbordando incluso las previsiones de la Santa Sede que no ha reconocido la mayor parte de estos episodios. En realidad, casi sin excepción, estas nuevas apariciones marianas tenían un carácter apocalíptico, similar a las de La Salette, solo que derivaban del ciclo aparicionista de Fátima y, en especial, de su “tercer secreto”. Con Juan Pablo II, todo esto llegaría al paroxismo.

En septiembre de 2000 se beatificó a los Papas Juan XXIII y Pío IX. El proceso de beatificación del Papa Juan XXIII, fue iniciado por el Papa Pablo VI en 1965. El milagro propuesto para la elevación a los altares del "Papa Bueno" fue la curación de Caterina Capitani, superiora de las Hijas de la Caridad del hospital de Agrigento (Sicilia), quien pidió la intercesión del Papa Roncalli después de haber sido desahuciada tras una operación para extirpar un tumor en su estómago. La congregación para la Causa de los Santos reconoció que una religiosa francesa quedó curada inexplicablemente de una factura de rótula en 1899, tras pedir la intercesión del Papa. La beatificación de Pío IX llevaba estancada casi 100 años hasta que Juan Pablo II decidió estimularla, por el único mérito de haber promovido el dogma de la Inmaculada.

El 13 de mayo de 1981, cuando Juan Pablo II llevaba solo dos años como pontífice, sufrió el atentado perpetrado por Alí Agca en la Plaza de San Pedro. Aún convaleciente, el Papa declaró: "Cuando fui alcanzado por la bala no me di cuenta en un primer momento que era el aniversario del día en que la Virgen se apareció a tres niños en Fátima". No fue él, sino su secretario personal el que advirtió la coincidencia de fechas. La bala que fue extraída del intestino del Papa fue engarzada en la aureola de la corona de la Virgen de Fátima poco después. Mientras duró la convalecencia, el Papa solicitó que le entregaran los informes de la biblioteca secreta vaticana sobre las apariciones de Famita. Las conclusiones a las que llegó debieron ser extremadamente convincentes para él, por que un año después del atentado, exactamente el 13 de mayo de 1982, viajó por primera vez a Fátima, para "agradecer a la Virgen su intervención para la salvación de mi vida y el restablecimiento de mi salud". Si el Papa atribuía a la Virgen su salvación, había otra persona que no podía entender lo sucedido: el propio Alí Agca, el asesino frustrado. En diciembre de 1983, el Papa lo visitó en la cárcel. El mismo Alí Agca, sorprendentemente, aludió a Fátima. "¿Por qué no murió? Yo sé que apunté el arma como debía y sé que la bala era devastadora y mortal… ¿por qué entonces no murió? ¿por qué todos hablan de Fátima?".

Ambos –víctima y verdugo- habían terminado por atribuir un papel milagroso a la Virgen de Fátima. En 1991, Juan Pablo II regresó al santuario, donde afirmó que "la Virgen me regaló otros diez años de vida". En más de una ocasión ha señalado que considera todos sus años de Pontificado posteriores al atentado como un regalo de la Divina Providencia a través de la intercesión de la Virgen de Fátima.

Llegados a este punto, vale la pena preguntarse los motivos por los que distintos papas han promovido el culto mariano. Otros cultos podían haber sido igualmente adecuados: a San Pedro (piedra básica de la Iglesia), San Pablo (fundador efectivo del cristianismo y gran misionero evangelizador) o bien, a la Magdalena (imagen del arrepentimiento)... La respuesta es triple. Ya hemos aludido a la universalidad del papel de la virgen-madre en todas las tradiciones religiosas. No hay que perder de vista que los años 60 supusieron el arranque de la larga marcha de la mujer hacia el logro de la igualdad con el varón. El culto mariano parecía anticiparse a este proceso, resaltando el “aspecto femenino de la Creación”. Finalmente, es posible que la Iglesia advirtiera que el ciclo cristiano, tal como se había concebido hasta entonces tocaba a su fin e iba a ser sustituido por un ciclo más humanista al que la imagen de la Virgen iba a ser una especie de eslabón intermedio.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

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