Balance del juancarlismo
Info|krisis.- La predicción no era muy aventurada y la habíamos formulado el 28 de abril en un artículo publicado en Info-krisis). Que la monarquía juancarlista se estaba acabando era más que evidente para cualquier analista político. Entre bambalinas se estaban dando los pasos para llegar a ese desenlace. Juan Carlos intentó hasta el último momento mantener sus posiciones pero la “operación lustre” no dio frutos y las encuestas demostraban que se estaba próximo a cerrar un ciclo. Ahora queda analizar algunos elementos de esta “crisis” (porque, a fin de cuentas, se trata de una crisis).
Juan Carlos y la transición
Era frecuente, hace unos 20 años e incluso hasta 2010, que muchos nombres de relumbrón de la izquierda y de la derecha dijeran aquello de “no soy monárquico, soy juancarlista”. Con eso indicaban su falta de convicciones monárquicas, unido a la gratitud hacia el “monarca que hizo el cambio”. En realidad, el papel de Juan Carlos I en la transición fue, como el de Adolfo Suárez, en ser meros “rostros” de una transición que otros habían diseñado. El papel del segundo no consistió más que en aportar aplomo, rostro (en el peor sentido de la palabra) e imagen a la transición. En cuanto al papel de Juan Carlos consistió en tranquilizar a la derecha sociológica española, franquista por lo demás, generando la sugestión de que lo que sucedería a partir del 20-N de 1975 no sería nada más que una prolongación de lo de antes pero levemente modificado, en ningún caso, una “ruptura”. Incluso la Ley para la Reforma Política fue considerada como la “culminación” y la “última” Ley Fundamental de la arquitectura constitucional franquista.
En realidad, la transición del franquismo al régimen de 1978 fue impulsada por tres sectores: 1) el incipiente capitalismo español que precisaba nuevos mercados para colocar sus productos, 2) el capital internacional –especialmente el capital financiero- que veía en España un mercado prometedor y 3) el Pentágono que precisaba –en los años de la Guerra Fría- dar “profundidad” a la OTAN.
El capitalismo español generado a lo largo de los años 60 bajo el padrinazgo del Opus Dei y de sus Planes de Desarrollo se había desarrollado lo suficiente como para poder exportar parte de su producción; pero desde las Comunidades Europeas, fuertes barreras arancelarias impedían la llegada de los productos españoles a esos mercados. El “mercado común europeo” ya había advertido en varias ocasiones, ante las peticiones de ingreso de España, que la estructura del régimen franquista no daba los mínimos democráticos exigidos para ingresar en el club. Así pues, era preciso democratizar el régimen.
El capitalismo internacional, especialmente el capitalismo financiero, veía en España buenas oportunidades de inversión. A fin de cuentas a finales de los años 70, algunos sectores económicos todavía no estaban suficientemente desarrollados y precisaban fuertes inversiones y modernización. La Ley de Inversiones Extranjeras de 1959 que había dado lugar al prodigioso desarrollismo de los años 60, era, a partir de ahora, un impedimento para ir más allá. Es imposible deslindar lo ocurrido en España de la trayectoria del capitalismo internacional que estaba ya en su fase multinacional: además, el sector público español era un bocado apetecible para ese capitalismo extranjero. Si se trataba de democratizar el país, era evidente que ese sector público (el INI) debería privatizarse en un plazo más o menos breve y era ahí en donde el capital internacional podía dar la gran dentellada.
En cuanto al Pentágono, patrón indiscutible de la OTAN, la cuestión era mucho más simple y se resumía en el hecho de que apenas 900 km separaban la frontera entre las dos alemanias de los Pirineos. Así pues, en caso de ofensiva soviética, no existía “retaguardia” desde la que articular una defensa. España, vinculada en materia de defensa a los EEUU no era un aliado seguro. Carrero Blanco, en su búsqueda de nuevos mercados para los productos españoles y en su intento de elaborar un Plan B que nos hiciera menos “eurodependientes”, ya en 1971-72 estaba abriendo mercados en el Este ante la cerrazón del Mercado Común. Era posible, pues, que, de seguir así, España hubiera relajado su vinculación a los EEUU (los acuerdos bilaterales se negociaban por tramos de 10 y 5 años). Dado que España no podía ingresar en el club de la OTAN a causa de la particular estructura del Estado franquista, no quedaba más remedio –si se trataba de dar “profundidad” a la OTAN- que presionar para que el régimen se democratizada.
Estas fueron las fuerzas reales que propiciaron la transición. Ante estas fuerzas, el papel del Rey y el de Adolfo Suárez fueron completamente irrelevantes: meros actores de un guión que no habían escrito. En cuanto al papel de la “oposición democrática”, apenas formada por el PCE y una serie de excrecencia casi irrelevantes de izquierda y de extrema-izquierda, tampoco fue esencial, a pesar de que la mitología de la transición la magnificase.
Así pues la “transición” se planteó como un cambio pacífico en el que la sabiduría del pueblo español y ha responsabilidad de sus dirigentes generaron un nuevo modelo de régimen. De ahí que se aludiera con frecuencia a una “transición modélica”. Juan Carlos no fue más que la referencia para los franquistas de que “nada había cambiado”: militares, fuerzas de orden público, magistratura, estructuras funcionariales del régimen, lo aceptaron, simplemente, porque era el “rey puesto por Franco” y mientras él estuviera, nada en efecto, parecería haber cambiado. Por lo demás, el Rey era capaz de prometer las Leyes Fundamentales del Reino… y todo lo contrario, la Constitución Española.
El final del juancarlismo, por qué…
A Juan Carlos el destino del país no le importó mucho más allá de los mensajes de navidad. En realidad, la cosa veía de familia; su padre, durante los 40 años del franquismo apenas emitió menos de cinco mensajes y documentos, todos ellos elaborados por su “Consejo Privado”, como signo de que le importaba el destino de España. De la misma forma que a Carlos IV solamente le interesaban las cacerías, a Isabel II los palafreneros de palacio y a Alfonso XII sus amores melancólicos, a Juan Carlos le interesó cualquier cosa menos la lectura diaria de las leyes que firmaba.
Es conocida la historia hacia finales de los años 80 de que estuvo unas semanas con una periodista suiza fuera de España, mientras un plotter firmaba por él no importa qué ley. Una corte de advenedizos formada en su entorno (los Ruiz-Mateos, los De la Rosa, los Prado y Colón de Carvajal, el príncipe de Chokutúa, etc) tuvieron continuos problemas judiciales. Todos ellos pensaban que el rey les sacaría del entuerto, pero a partir del instante mismo en el que se desvelaron sus corruptelas, por mucho que hubiera sido el apoyo y las entregas dinerarias que habían realizado a la monarquía, se vieron solos. Zarzuela dejó de descolgarles el teléfono. Esto recuerda a Fernando VII, “el deseado”, que a lo largo de su carrera no dejó a nadie sin traicionar.
Pero no eran los continuos líos de faldas cuyos ecos atenuados llegaban a la opinión pública, no eran ni siquiera la frecuencia con la que los amigos del monarca visitaban los juzgados, ni siquiera era el hecho del evidente desinterés en el destino de España y en la tarea de gobierno, no era tampoco el evidente debilitado estado de salud del rey, tributo a excesos de juventud, sino que era algo mucho más profundo lo que estaba ocurriendo en España y que entrañaba el descrédito y el ocaso de la monarquía juancarlista.
De la misma forma que la transición fue impulsada por las fuerzas que antes hemos definido, y no deben absolutamente nada a la personalidad del rey, el final de juancarlismo está ligado a la modificación de las correlaciones de fuerzas de la transición.
En efecto, los grandes grupos mediáticos que actuaron en los años 1976-1983 para impulsar la democratización del país (empleando todo su arsenal de artimañas para velar la realidad) hoy, o han desaparecido (Cadena 16) o se encuentran en gravísimos problemas económicos (Cadena Zeta y PRISA). El mismo modelo de comunicación que hizo posible la transición ya es cosa del pasado. Hoy es más complicado que en 1976 controlar los criterios de la opinión pública, imponerlos y modificarlos a voluntad. Existen redes sociales que generan siempre islotes de disidencia y focos de oposición a las “verdades oficiales”.
La transición se realizó diseñando un sistema electoral que llevaba a la alternancia entre dos fuerzas, una de centro-izquierda (PSOE) y otra de centró-derecha (inicialmente UCD, luego PP), apoyadas, en caso de no tener mayoría absoluta por otros dos pequeños partidos nacionalistas (CiU y PNV). Ninguna otra fuerza política ha podido tener peso real en España desde 1983 hasta ahora. Pero ese sistema ha entrado en crisis. Las elecciones del 25-M señalan la ruina del “bipartidismo imperfecto”. A partir de ahora, otras fuerzas políticas crecerán mientras los dos grandes partidos se irán disolviendo como un azucarillo. La época de las mayorías absolutas ha concluido para siempre y ya no bastará un simple acuerdo con un nacionalista para gobernar por mayoría.
¿Por qué ha ocurrido esto? Por la crisis económica desatada a partir de 2007 que se ha transformado en crisis social (6.000.000 de parados) y que finalmente, al prolongarse, ha terminado generando una crisis política en todas las esferas del régimen nacido en 1978: porque, ni una sola de las estructuras de poder creadas en 1978 goza hoy de buena salud: ni la estructura autonómica, ni los partidos, ni la magistratura, ni el parlamento, pueden alardear de satisfacer los deseos de honestidad y buen hacer exigibles. Y, por supuesto, es en este contexto en el que hay que situar la crisis de la institución monárquica.
No que la monarquía se haya visto erosionada solamente por el caso Urdangarín, ni que la atrabiliaria historia de la caza del elefante (con sus patética e indignas excusas), ni que la salud real menguara… no, se trata de que TODA LA ESTRUCTURA DE PODER CREADA EN 1978 ESTÁ HOY EN CRISIS. Y la monarquía es una pieza más del entramado que no ha podido resistir las distintas fases de la crisis económica iniciada en 2007…
Tras Juan Carlos ¡viva la República! (¿Viva la República?)
En 1931, después de unas elecciones municipales de las que aun hoy se ignora cuáles fueron los resultados reales, pareció que en las grandes ciudades el número de concejales monárquicos era inferior al de republicanos y el rey aprovechó para “emprender las de Villadiego” en lo que puede ser calificado como cualquier cosa menos como un “fenecer glorioso”. En Cataluña, Luís Companys proclamó la República Catalana desde el ayuntamiento y el fervor republicano se manifestó en las calles. El resto lo conocemos: nunca, en sus cinco años de vida, la República logró asentarse. Hoy, los riesgos son parecidos, sino peores.
Los que hoy proclaman la necesidad de una república deberían de tener en cuenta lo que implica la llegada de un nuevo régimen auspiciado especialmente por la izquierda revanchista. Porque no se trata ni de salir a la calle ni de encontrar el balcón más próximo para dar un salto al vacío. En realidad, fuera de los fervores de unos y de otros, de las filias y de las fobias subjetivas, la realidad es que en este país muy pocos son monárquicos o republicanos. Porque el verdadero problema no es “monarquía” o “república”, sino un país que funcione o un país que no funcione. Hay monarquías modélicas y hay repúblicas infames, y viceversa…
En un período en el que un 25% de la población está próximo al umbral de la pobreza, con una situación económica mundial endiablada e irresoluble a causa de la globalización, no parece muy claro que ni una monarquía ni una república vayan a resolver gran cosa, así pues, la discusión sobre monarquía o república es, en las actuales circunstancias, completamente irrelevante y está completamente fuera de lugar.
Por lo demás, hay que pensar que en las actuales circunstancias una “república” no sería nada más que un modelo de organización fuertemente lastrado por los valores humanistas-universalistas procedentes de la izquierda progresista, y que quienes aspiran a una “república no tricolor” no tendrían absolutamente nada que decir. Mirad los resultados de las elecciones del 25-M y veréis quiénes harían la nueva constitución republicana y cuál sería su espíritu.
El problema no es sustituir a la monarquía por otro régimen, sino que ese “otro régimen” garantice la buena marcha del país. Y no da la sensación de que de la izquierda actual tenga un portentoso proyecto de regeneración nacional que vaya más allá de la instauración de una república (que, insistimos, cuyos valores, estructura y principios, solamente podría, hoy por hoy, salir de los laboratorios ideológico-dogmáticos de la izquierda)… Lo peor del caso, es que la derecha tampoco parece tener otro proyecto que no sea el de prolongar en Felipe VI el régimen nacido en 1978.
Si el juancarlismo ha concluido, si la instauración de una república constituiría un peligroso salto al vacío (que, por lo demás, no aportaría nada más que el cambio de membretes y rotulaciones en los papeles oficiales y poco más), ¿qué vía queda para este país? Hay una tercera vía: la del CIRUJANO DE HIERRO, LA DEL “HOMBRE FUERTE” al frente de una REGENCIA que afronte decididamente los grandes retos y problemas del país. Luego, ya se verá y siempre será tiempo de elegir entre “monarquía” o “república”. Hacerlo en las actuales circunstancias supondría un cheque en blanco para el humanismo-universalista propio de la ideología de la izquierda postzapaterista. España precisa una nueva constitución, pero para llegar a eso, precisa también un período de:
1) Fin del derroche generado por los partidos políticos, renegociación de la deuda.
2) Certificación del fracaso bochornoso y total del “Estado de las Autonomías”. Resolver el problema de la centrifugación nacional.
3) Persecución con castigos ejemplares de todos los casos de corrupción habidos (los delitos contra la sociedad, y la corrupción política es una de ellos, no deben prescribir jamás).
4) Generación de nuevas formas de representación política no basadas en los partidos políticos.
5) Poner coto a los desmanes de los “señores del dinero” y a sus beneficios.
6) Volver a una economía productiva, renegociando el acuerdo de adhesión a la UE (es mucho más importante un referéndum sobre nuestra permanencia en la UE que sobre “monarquía o república”), reinstaurando barreras arancelarias, evitando que las rentas procedentes del trabajo sean machacadas fiscalmente, mientras las rentas del capital se van de rositas.
7) Lucha contra todos aquellos elementos que han desequilibrado en los últimos treinta años a a la sociedad española y que han hundido nuestra sistema de valores, el nivel cultural del país y han hecho quebrar el sistema educativo.
SIN UNA ETAPA PREVIA DE “RECTIFICACIÓN Y REORDENACIÓN” DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA NO HAY POSIBILIDADES DE ELABORAR NI UNA NUEVA CONSTITUCIÓN, NI DE PLANTEAR LA DICOTOMÍA “MONARQUÍA-REPÚBLICA”. Y ESA ETAPA SOLAMENTE PUEDE ESTAR PROTAGONIZADA POR EL “CIRUJANO DE HIERRO”, EL “HOMBRE FUERTE” QUE RESTAURE LA AUTORIDAD DEL ESTADO, QUE DEFIENDA A LAS CLASES MÁS MODESTAS Y PONGA EN CINTURA A LOS “SEÑORES DEL DINERO”.
Es evidente que ni nos manifestamos en este momento por la prolongación del juancarlismo en su descendiente, ni por el salto al vacío que supondría una república que hoy estaría lastrada (como lo estuvo la Segunda República) por la prepotencia de la izquierda. Creemos que solamente el CIRUJANO DE HIERRO con plenos poderes para restaurar la dignidad del Estado, para aligerar la carga fiscal que suponen la deuda, el Estado de las Autonomías, el sistema de partidos y la corrupción, pueden hacernos dejar atrás este período triste y desintegrador en la historia de nuestro país que se inició con la MENTIRA DE LA TRANSICIÓN. Nunca mejor dicho puede recordarse el viejo refrán de que “aquellas aguas, trajeron estos lodos”.
© Ernesto Milá – info|krisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
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