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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Renovar la idea de España (III)

Renovar la idea de España (III)

5) ¿Nacionalismo o patriotismo?

Primero fue el núcleo familiar, luego el tribu y el clan, y entre agricultores emanó la ciudad. Un grupo de ciudades y comarcas provistas de la misma identidad, generó la nacionalidad, cuando distintas nacionalidades se organizaron en torno a un linaje aparecieron los “reinos” y en el estadio siguiente, surgió la idea Imperial: una élite con voluntad de poder y proyecto civilizador. Al menos esto fue así hasta la modernidad. La “Nación” es un concepto que arranca en la historia con la Revolución Francesa. Mientras, la “Patria” es algo cuyo sentido aparece ya en la Odisea y en la Ilíada y, por supuesto en la Historia de Roma.

Existe, por tanto, una diferencia abismal entre “nacionalismo” y “patriotismo”. Los dos conceptos no son intercambiables y la utilización preferencial de uno de otro indican la posición ideológica que se está asumiendo tal como iremos viendo. Habitualmente, además, se suele explicar en medios de extrema-derecha que el “Imperio” constituyó el momento álgido en la historia de España y la “reconstrucción” imperial tuvo un peso decisivo en la doctrina falangista especialmente en los primeros años de la postguerra. Así pues, el primer elemento clarificador es la diferencia entre “Imperio” e “imperialismo”.

Es obvia, se habla con sana nostalgia del Imperio Romano o del Imperio de los “Grandes Austria”, se rechaza, al mismo tiempo el “imperialismo” americano o el soviético liquidado en la conclusión de la Guerra Fría. Para que haya “imperio” debe de haber una cultura que exportar. Es precisamente la superioridad cultural –las culturas, por mucho que los amantes del multiculturalismo lo nieguen, también están sometidas a un orden jerárquico. La concepción cultural de Roma la Grande está años luz por encima de la cultura de las islas de Andamán (una de cuyas últimas testigos murió no hace muchos días si hemos de creer a las agencias de prensa; cuenta EFE que hablada una lengua a la que se le calculaba 65.000 años…). Beethoven y Bach no están al mismo nivel que la música sincopada africana, de la misma forma que Wermer de Delf o Velázquez son superiores al chamán africano que pinta el cuerpo de los enfermos, aparentemente, para lograr su curación. En el mundo domina la ley de la desigualdad y de la jerarquía. La realidad no es progresista. 

Por eso mismo el concepto que podemos albergar de los grandes imperios del pasado no tiene nada que ver con su proyección en el presente: a pesar de que Brzezinsky y los teóricos de la proyección “imperial” de los EEUU lo pretendan, éste país no es el “reflejo” de Roma la Grande (Brzezinsky llega incluso a comparar el despliegue militar actual de los EEUU con el de las Legiones en el período de la “pax romana”: 250.000 militares). Es justo su inversión. Roma fue una potencia civilizadora, los EEUU son, en cambio, una potencia bastardizadora. No difunde cultura, sino que aculturiza. Roma duró un ciclo de mil años y EEUU difícilmente llegará a 2025. Es así de simple: cualquier parecido con la realidad entre Roma y EEUU, de existir, sería pura coincidencia.

Cuando un “imperio” no tiene una Cultura que exportar (atención a las mayúsculas y a las minúsculas) no es un Imperio, ni su cultura es Cultura (conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social,). En el caso de los EEUU, como máximo podríamos hablar de “civilización” (nivel de vida y desarrollo económico-social de una sociedad) siguiendo la distinción spengleriana entre ambos conceptos. Roma, por el contrario, fue una potencia cultural (esto es con principios culturales), capaz de civilizar (es decir, de aplicar estos conceptos para elevar el nivel de vida de las poblaciones conquistadas). 

Evola trata este tema en Los Hombres y las ruinas: el Imperio sería tal en cuanto su cultura tuviera como eje central una metafísica (o dicho con otras palabras: con los “espiritual” y con su posibilidad de acceder a lo que está “más allá de lo físico”). El “imperialismo” sería una forma de dominio económico-militar. 

En este sentido estos conceptos tienen mucho que ver con las castas dominantes que construyen uno de estos proyectos: el Imperio de los Austria estuvo constituido por la casta guerrera, la aristocracia y la pequeña aristocracia y su fin fue civilizador (llevar una cultura) y metafísico (expandir una concepción de la vida identificada con el catolicismo). 

Por el contrario, el Imperio Británico fue un producto de la burguesía emergente y se generó fue a remolque de la Compañía de Indias de las que la casta militar británica no era más que una punta de lanza que facilitaba los buenos negocios y la introducción forzada en mercados y en países proveedores de materias primas…). En este sentido, el imperialismo norteamericano puede considerarse como su continuación, repitiéndose el mismo esquema cambiando sólo la Compañía de Indias por las multinacionales y a los lanceros bengalíes y demás cuerpos coloniales por los marines…

Establecida esta diferencia entre “imperio” e “imperialismo” toda ahora abordar la existente entre “patria” y “nación”. Se trata de dos conceptos antitéticos como el blanco y el negro. La “patria” es la “tierra de los padres”, allí en donde se ha nacido y en donde están enterrados los antepasados. Es una proyección física del linaje, del clan, de la nacionalidad. El concepto, como mínimo, se remonta al siglo VI a. de JC y aparece en el mundo clásico. Indica “transmisión” de un legado que pasa de padres a hijos, siendo la misión de cada generación ampliarlo y engrandecerlo. No tiene nada que ver con lo “individual”, sino con lo “colectivo”: la familia, el clan, la nacionalidad. Tampoco tiene nada que ver con la modernidad, sino que está ligado a la “tradición” (literalmente “lo que se transmite”). Tiene también mucho que ver con el arraigo y la identidad: se está arraigado a la tierra en la que se ha nacido y en la que han nacido y están enterrados los antepasados que es la tierra en la que nacerán los hijos que vendrán; se tiene una identidad específica que procede de un conjunto de rasgos antropológicos, étnicos y culturales que indican a cada persona y a cada grupo social lo que es y lo que no es. 

En cuanto a la nación es un fenómeno esencialmente moderno que aparece con las revoluciones francesa y norteamericana que, junto con la guerra civil británica anterior y con el movimiento de la Ilustración y el Enciclopedismo, exasperan las líneas de fractura que ya se habían intuido en el siglo XVI y XVII, cuando los descubrimientos y el comercio generan las primeras acumulaciones de capital por parte de los banqueros y comerciantes y estos se sienten incómodos ante cualquier autoridad superior a ellos. No quieren depender de la aristocracia y de la monarquía, sino que aspiran a convertirse ellos mismos en poder. 

Por otra parte, la “fides”, base de la sociedad medieval y de su “contrato social”, pierde tensión, los nuevos monarcas intentan amputar los fueros a los cuerpos intermedios de la sociedad y se genera una fenómeno perverso especialmente en Francia con los Borbones: un proceso uniformizador de la sociedad que cristaliza en el absolutismo y en el despotismo ilustrado. Las nacionalidades que forman los reinos se ven presionadas por un centralismo absolutista emergente, nivelador e igualitario que se verá exasperada tras la Revolución Francesa, pero todavía no han irrumpido las naciones. Francia, España, el Reino Unido, no son en el siglo XVII y hasta la Revolución Francesa, “naciones”, sino “reinos” y estos ya no son un conjunto de nacionalidades y estamentos sociales ligados por una “fides”, sino un aparato central monárquico que tiende a asumir cada vez más roles y a ocupar espacios cada vez mayores de poder. Eso es el absolutismo.

En la fase siguiente, cuando estalla la revolución francesa, en la medida en que Luis XVIII es guillotinado, el “reino” desaparece y es justamente entonces cuando aparece la “nación” que continúa la tendencia centralizadora, uniformizadora e igualitaria generado por la monarquía absoluta. Los revolucionarios la emprenden contra los gremios (expresión organizada de la función productiva o de los trabajadores organizados en instituciones de defensa y transmisión del oficio… quienes asumen el poder revolucionario son burgueses, pero no están adscritos a los oficios sino al dominio sobre el capital, al comercio y a la especulación, generándose las oligarquías económicas actuales), contra las órdenes religiosas (impulso anti-religioso de la revolución francesa que persigue, prohíbe y expulsa a los presentantes de la casta sacerdotal) y contra las órdenes militares y la aristocracia que las articulaba (en la medida en que la casta guerrera era renuente a un entendimiento con la oligarquía burguesa: aquellos sostenían principios y valores superiores, estos tenían como único principio: el negocio). Y crean otro modelo de sociedad construida en nombre del “ciudadano” aboliendo la estructura trifuncional propia de las sociedades indoeuropeas que había prevalecido hasta ese momento y que Dumezil reconstruyó y demostró su universalidad en todo el ámbito cultural de los pueblos de ese origen. La Revolución Francesa contribuyó pues a desfigurar la estructura trifuncional de la que derivaba lo esencial de la identidad de los pueblos europeos.

La confusión terminológica vino por que los revolucionarios llamaron al “ciudadano”, el “enfant de la patrie” (en la Marsellesa, el himno de los revolucionarios), pero se trata solamente de una licencia poética. Cuando Robespierre, Marat, Dantón y demás criminales, aluden a la “patrie”, en realidad estaban hablando de un valor y de un concepto nuevo puesto al servicio de la burguesía compuesto por el individualismo, el liberalismo económico, el igualitarismo a ultranza, las clases sociales (definidas según parámetros económicos y según su función en el proceso de producción como completará Marx) frente a los estamentos (grupos sociales agrupados según una vocación, con sus tradiciones propias, su función social concreta e interrelacionadas entre sí y en absoluto en lucha tal como quería Marx). La “patria” de la revolución francesa no es la cantada por Homero, ni la experimentada en el mundo clásico.

El “ciudadano” de la revolución francesa es el individuo sin personalidad propia, exactamente igual a otros ciudadanos (como un grano de arena lo es a otros) que experimenta un rechazo hacia cualquier autoridad superior y rechaza toda aquella autoridad que no proceda de la ley del número. El poder tiene una justificación, a partir de entonces, meramente cuantitativa, casi material: un 51% gobierna sobre un 4%, aunque la mayoría esté compuesta por violadores y criminales y la minoría por premios Nobel. Efectivamente, la ley del número de la democracia liberal está ligada a la “nación” tanto como a la burguesía como clase hegemónica y al liberalismo como sistema económico. La patria, por el contrario, está vinculada a la tradición.

Ahora bien, la “patria” es una entidad ideal, útil para reconocer a los que “son como yo”, pero ajena por completo a la tarea de gobierno. De ahí que sea preciso abordar una tercera diferencia, la existente entre “patria” y “Estado”.

En efecto, la patria no está ligada necesariamente a vínculos jurídicos sino sociales, a valores y a espacios concretos. No tiene necesariamente nada que ver con el Estado, aunque tampoco existe contradicción alguna entre “patria” y “Estado”, todo dependerá del momento histórico en el que se aplique: el concepto de Estado ha variado mucho a lo largo de la historia. No es lo mismo un Estado vertebrado por una casta guerrera, que aquel otro al que una casta sacerdotal ha dado coherencia o el que ha tomado forma con la burguesía como clase política dominante. En este último caso se dice que el Estado es la encarnación jurídica de la Nación. Pero en la Edad Media era el marco en el que cristalizaba la idea de la “fides”. Y en el tiempo en el que la casta sacerdotal era hegemónica, estaríamos hablando de una concreción teocrática.

La Nación, como hemos visto, es un término moderno que irrumpió en la historia con la revolución francesa y sustituyó a la idea de Reino. El Reino es a la sociedad tradicional, lo que la Nación es a la sociedad moderna. A pesar de que es difícil marcar con precisión los hitos históricos en este terreno y existen períodos de transición, podemos decir que España fue un “reino” hasta 1820, cuando irrumpe el llamado “trienio liberal”, a partir de ese momento empezó a ser una “Nación”. Los monarcas que fueron apareciendo a partir de entonces fueron “constitucionales”, por tanto, el germen liberal ya se había instaurado implicando un tránsito efectivo de la idea de “Reino” a la de “Nación”, tránsito cuyos primeros despuntes pueden percibirse en las Cortes de Cádiz.

Uno de los hechos políticos más importantes del período histórico que se abre en 1978 con la irrupción de la constitución es la introducción del término “nacionalidad” referido a determinadas regiones del Estado e impuesto por los “nacionalistas” catalanes y vascos. En realidad, se trataba de una trampa porque éstos no distinguían entre “nación” y “nacionalidad” y tendían a reducir lo segundo a lo primero. Cuando en 2004, Rodríguez Zapatero llegó al poder, a pesar de haber ejercido durante seis meses como profesor de derecho constitucional, se percibió claramente que era incapaz de distinguir entre lo uno y lo otro y, por lo demás, al tratarse de un personaje de talante “humanitario y universalista”, no creía en las fronteras y, por tanto, no le importaba las que el nacionalismo periférico pudiera instaurar. Aprovechando la presencia de Zapatero en el gobierno del Estado, los nacionalistas catalanes aprovecharon para redactar un nuevo Estatuto de Autonomía en el que el término “nacionalidad catalana” fue sustituido completamente por “nación catalana”. Cataluña es una “nacionalidad”, nunca en la historia ha sido una “nación”, como máximo han existido “condados catalanes”, nunca nada que pudiera ser asimilado al concepto de nación.

¿Cuáles son las diferencias entre “nación” y “nacionalidad”? Evola, en Los hombres y las ruinas sostenía que en el pasado –esto es, en el “mundo tradicional”- no existían “naciones”, sino “nacionalidades”. Basta realizar un análisis histórico para comprobar que el Diccionario de la Real Academia no tiene razón en cuanto sitúa a la “nacionalidad” como “la calidad de los ciudadanos de una nación”. Es otra cosa, porque la “nacionalidad” aparece mucho antes que el concepto de “nación” irrumpiera en la historia.

La “nacionalidad”, en efecto, tiene mucho más que ver con el “imperio” y con el “arraigo” que con la nación. Históricamente, los grandes imperios tradicionales no se podían articular en una unidad al estilo del jacobinismo revolucionario o al absolutismo nivelador inmediatamente anterior. Eran territorios demasiado extensos y con características propias como para que cada parte fuera “lo mismo” que otras. La unidad estructural era “el reino” (desde los míticos reyes de Roma hasta el concepto de reino que se abre en la “Edad Moderna”), y cuando el reino manifestaba una voluntad de poder, “el imperio”. El reino se constituía sobre la base de la “fides”, el acto de reconocimiento de la autoridad de un monarca, el cual, a cambio, reconocía unos fueros concretos (esto es unos beneficios propios a tal o cual región, ciudad o estamento). 

La nacionalidad implicaba la existencia de unos vínculos identitarios propios que compartían todos los miembros de esa nacionalidad que generalmente se asentaba sobre un territorio común previo a su incorporación al “imperio”. Una vez incorporados, seguían manteniendo leyes, normas y tradiciones específicas, a las que se superponían las del Imperio. Flandes o el Franco Condado formaron parte del Imperio español aun hablando otra lengua, disponiendo de otras tradiciones, desde el momento en que aceptaron las bases sobre las que se asentaba la construcción de los Grandes Austrias: defensa del catolicismo, expansión universal de una cultura católica y tarea civilizacional. Por naturaleza, los imperios, como las monarquías tradicionales no podían ser más que estructuras descentralizadas en las que cada nacionalidad aplicaba y adaptaba a sus características los principios imperiales.

La nacionalidad tenía por encima al Imperio y por debajo a las comarcas que la componían. Todo esto formaba parte de un sistema flexible, elástico y perfectamente adaptable de distintos niveles de identidad a la que solamente eran refractarios algunos pueblos exóticos (Israel en el caso de la antigua Roma, los pueblos situados al norte de la muralla trajana en las Islas Británicas, entre otros, esto es, pueblos situados en la periferia del Imperio). En ningún caso el concepto de “nación” y de “nacionalidad” que se atribuía en los imperios tradicionales tenía absolutamente nada que ver con el concepto actual que se atribuye a estas palabras. En esto estribó la trampa de los nacionalistas periféricos durante los debates que llevaron a la redacción de la constitución española de 1978: se introdujo el término “nacionalidad” en el texto, dando a entender que se consideraba desde un punto de vista tradicional próximo a regiones del Estado que disponían de cierta personalidad y características propias. Sólo en un segundo momento, esos mismos nacionalistas la ambigüedad del concepto que habían sostenido en 1978 pasaron a afirmar que “nación” y “nacionalidad” eran lo mismo.

La “nacionalidad” es una parte de un organismo mayor (Estado, Imperio), tratándose de un concepto tradicional, mientras que la “nación” es otro concepto esencialmente moderno que sustituye al de “Reino” a partir de la revolución francesa. Aparece en ese momento el concepto de Estado-Nación (el Estado considerado como la encarnación jurídica de una Nación) y el llamado “principio de las nacionalidades” (según el cual un pueblo que disponga de una lengua propia y habite sobre un territorio concreto es una “nación”). Este segundo principio tiende a considerar de manera excesiva el papel de la lengua, cuando para el concepto tradicional de “nacionalidad” eran precisas otras muchas similitudes: cultura, pasado, antropología, historia, geopolítica, etc. ¿Qué había ocurrido?

De la misma forma que la ley de oro que se impone con la Revolución Francesa en materia de relaciones sociales era el individualismo, al perderse en el terreno político la noción de “Reino” y de “Imperio”, el punto de referencia es “material”: el “ciudadano” que no es, como hemos dicho, sino un átomo social. Cada parte de una “nación” reivindica, a partir de la instauración misma del concepto, la aplicación del “principio de las nacionalidades” y se ve así misma como una “nación” que carece de Estado. Con el liberalismo ocurre como con algunos minerales que cristalizan en determinadas estructuras geométricas y que basta con golpear con un martillo para que reproduzcan en dimensiones cada vez más pequeñas esa misma estructura geométrica y así hasta lo infinitamente pequeño. Se empieza afirmando que Catalunya es una nación y los habitantes del valle de Arán terminan sosteniendo su carácter de “nacionalidad” pues -según el “principio de las nacionalidades”- disponen de una lengua propia y habitan sobre un territorio concreto… son, pues, una nacionalidad. 

A partir de la instauración del concepto de “nación”, el único poder que puede contribuir a mantener la unidad del conjunto es la fuerza. Europa es un continente excepcionalmente rico cuyas naciones han estado compuestas hasta hace poco más de 200 años por nacionalidades que han hundido sus raíces muy profundamente. Los revolucionarios franceses de 1789 entendieron que, desaparecidos los rastros de la “fides” medieval que habían quedado en pie después del absolutismo borbónico, la única posibilidad de mantener unidad a la nación era mediante la fuerza de la guillotina. A diferencia de estos, el carlismo español, mantuvo en la segunda mitad del siglo XIX en su lema –Dios, Patria, Fueros, Rey- en tercer lugar los “fueros” concedidos por los monarcas a ciudades, estamentos, regiones y… nacionalidades. Hasta hacía poco no se hablaba de “España” en singular, sino de “las Españas” en plural, reconocimiento la existencia de distintas nacionalidades que formaban ese racimo de “las Españas”.

Una vez desaparecida la “fides” y los principios superiores de carácter civilizacional que mantenían unidos al conjunto de los reinos y los imperios, quedaba solamente la fuerza para mantener la integridad del conjunto. Y la fuerza generaba, allí en donde se aplicaba tímidamente una reacción en contra. Según la ley del equilibrio que gobierna todo lo que está en el Cosmos, a una fuerza aplicada en dirección centrípeta, debía seguir otra fuerza centrífuga de orientación inversa.

Toca ahora afrontar la diferencia esencial entre “nacionalismo” y “patriotismo”. El “nacionalismo” fue definido por José Antonio Primo de Rivera como el “individualismo de los pueblos” y, sin duda, esta es una de sus frases más afortunadas. El nacionalismo no es más que un impulso emotivo y sentimental –luego, irracional o, mejor, infrarracional- surgido de sugestiones históricas impuesta por complejos colectivos, frustraciones, resentimientos y traumas históricos que tiende a ser inevitablemente agresivo contra el nacionalismo más próximo y sumir a una nación en el aislamiento y la hostilidad hacia el vecino. En este sentido, el nacionalismo es un fenómeno beligerante y enfermizo (“lo mío es superior a lo de los demás”). 

En cierto sentido el “nacionalismo” es un legado de nuestra herencia animal, no modulado por la cultura. De la misma forma que todos los mamíferos experimentan el impulso territorial y no toleran que ningún otro animal penetre en su territorio, los humanos acompañan a este impulso irracional por consideraciones filosóficas y existenciales. En tanto que residuo del impulso territorial, el nacionalismo no puede ser sino hostil y beligerante hacia cualquier otra cosa que no sea lo propio. De hecho, los conflictos que se han desarrollado en los últimos 200 años tienen como germen el exclusivismo nacionalista. 

El patriotismo es otra cosa muy diferente: deriva de algo tan objetivo como es la fidelidad a la tierra y a los antepasados. Así como el nacionalismo está ligado a la idea exasperada de Nación y esta a la idea democrática que aparece con la revolución francesa, el patriotismo surge en la historia con las civilizaciones tradicionales de la antigüedad a partir del mundo clásico, es decir, irrumpe con determinado nivel de cultura. El nacionalismo, por el contrario, no tiene nada que ver con la cultura, sino con la civilización. Las guerras del siglo XIX y XX son precisamente esto: intentos de conquistar territorios de unas naciones a otras, para controlar recursos energéticos, no para expandir modelos de cultura.

El hecho es que no hay rastros de nacionalismo antes de 1789. Antes, desde la Edad Media, hasta finales del XVIII, cuando se declaraba una guerra y la población demostraba su entusiasmo no era por el “honor nacional” como por la “fidelidad” al Rey y por su honor. De ahí que, históricamente, el nacionalismo esté ligado a un determinado modelo: a la burguesía como casta hegemónica, a la democracia del número como sistema político, al liberalismo capitalista como concepción económica y así sucesivamente. Del paradigma liberal deriva el nacionalismo y la exaltación irracional que expande. 

Esta idea es importante: para ser un “nacionalista” consecuente es preciso ser jacobino, liberal, defender los valores burgueses, adherirse al capitalismo y a la democracia, o de lo contrario, se corre el riesgo de caer en la incoherencia. Eso es coherencia. Ser “nacionalista”, pero antiliberal o les liberal pero antinacionalista es simplemente inconsecuencia. Tal fue lo que entendió perfectamente José Antonio Primo de Rivera, cuando en ningún momento se declaró “nacionalista”.

El nacionalismo nunca ha pertenecido a nuestra familia política. En su forma jacobina ha sido patrimonio de la izquierda y en su forma liberal cosa de la derecha. Se empieza confundiendo nacionalismo y patriotismo y se termina desconociendo a la propia familia política. Nunca un imperio ha sido “nacionalista” pues no en vano “nación” e “imperio” son conceptos imposibles históricamente de encajar. Volvemos pues, al principio: un imperio no es más que una nacionalidad con voluntad de poder y proyecto cultural superior a los demás.

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Habría que preguntarse por qué viviendo en una sociedad liberal y democrática, capitalista y gobernada por los ideales de la burguesía, el nacionalismo español es casi inexistente. Esto se debe a varios fenómenos perfectamente identificables y completamente concatenados. 

El nacionalismo español que emergió inicialmente durante el siglo XIX, especialmente a partir del trienio liberal (1820-23), terminó generando cincuenta años después una eclosión de nacionalismos periféricos (catalán, vasco, gallego, andaluz) que un mineral que cristaliza en forma cúbica puede romperse hasta el infinito reproduciendo esa misma estructura cúbica en formas cada vez más pequeñas. A partir de ese momento, hacia finales del siglo XIX, la historia de España se convierte en un permanente tira y afloja entre el nacionalismo central y el periférico. 

Paradójicamente, el franquismo, que incluía entre sus soportes al carlismo y que reconocía como filiación política la negación de la Revolución Francesa, esto es, del jacobinismo, terminó siendo un régimen jacobino y centralista seguramente como rechazo al separatismo de ERC, Estat Catalá, el PNV o ANV… Algunos de los teóricos del nuevo régimen llamaron la atención sobre los riesgos del jacobinismo y de la desconsideración hacia las lenguas y los rasgos regionales. Esto hizo que mientras otras extremas-derechas europeas (la francesa, por ejemplo) aceptan el hecho regional (en las manifestaciones del Front National, por ejemplo, están siempre presentes las banderas de las distintas regiones), en la española todavía se desconfíe de lo que supone la periferia.

A esto ha contribuido el fracaso del Estado de las Autonomías y las tensiones generadas por los nacionalistas. La extrema-derecha (y buena parte del centro-derecha y del centro-izquierda) están presos de una lógica endiablada: esencialmente el nacionalismo español y el nacionalismo periférico son de la misma naturaleza, sólo que éste es la fotocopia reducida de aquel.

Otro fenómeno ha agravado esta situación: la pérdida de la tensión ideal del nacionalismo español que, a partir del desastre de 1898 y, mucho más, después de la Generación del 98, cayó en la atonía y detuvo su teorización. El mundo fue evolucionando y se produjo un desfase especialmente a partir de 1945 cuando volvió la paz y el mundo resultó empequeñecido gracias a los nuevos medios de comunicación de masas y a la evolución de los transportes. En los treinta años siguientes (de 1945 a la crisis del petróleo de 1973) se produjo un crecimiento económico constante que elevó el nivel de vida y aceleró la concentración de capitales. Veinte años después –tras la conclusión de la II Guerra del Golfo, la de Kuwait- el capitalismo ya no era el mismo que en 1945 (capitalismo industrial), ni el mismo que en 1973 (capitalismo multinacional), se había convertido en capitalismo globalizador. 

La clase hegemónica ya no era la burguesía media sino la oligarquía económica que se nutre, fundamentalmente, esquilmando a las clases medias. La “nación-Estado” ya no es la dimensión apropiada para gestionar el sistema mundial. 

Es preciso aludir al franquismo y a sus contradicciones: siendo un régimen antiliberal y, por tanto, antinacionalista, parecía lógico que su gestión del poder fuera, también, antijacobina. Sin embargo, lejos de asumir los hechos regionales como rechazo al jacobinismo liberal, adoptó éste laminando completamente a aquellos. El resultado fue que, a diferencia de en casi toda Europa en donde el jacobinismo es considerado como patrimonio tradicional de la izquierda, en España es considerado como un rasgo del régimen franquista, de tal manera que rechazar al franquismo, implica para la izquierda, rechazar también la idea de España, confundida abusivamente con la que el franquismo defendió: la idea jacobina de la “España una”, sin referencia alguna a la periferia.

Por otra parte, los Estados-Nación, demasiado pequeños para afrontar los desafíos del tiempo nuevo se ven obligados a agruparse en unidades mayores (los proyectos Airbus, ciclotrón para desarrollar la energía de fusión, caza europeo, etc., superan con mucho el presupuesto de los Estados de tamaño medio de la UE). Y, hasta ahora, la crítica de los “nacionalistas” no ha sido capaz de elaborar una alternativa a esta situación. El nacionalismo jacobino de hoy sigue siendo exactamente el mismo que el de finales del siglo XIX, no ha variado un ápice, mientras que la sociedad y la situación internacional ha variado extraordinariamente. 

El tiempo del nacionalismo ya ha pasado porque era solamente el impulso emotivo, sentimental e irracional de la burguesía media, ligado a la democracia liberal y al capitalismo industrial, fenómenos todos ellos que han quedado muy atrás en la historia.

(c) Ernesto Milá - ernesto.mila.rodri@gmail.com

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