Sí a Europa, no a esta Europa (I de III)
Infokrisis.- Ángela Merkel se lamentó el pasado 17 de marzo de que la UE no haya creado un procedimiento para expulsar a los países que pongan en riesgo la estabilidad del conjunto. El lamento viene a cuenta de España y de nuestra crisis económica que está lastrando la economía de la UE. El “eje franco-alemán” que propulsó los acuerdos de Maastricht hace casi veinte años no hizo las cosas bien no en materia fiscal, ni en materia de seguridad, ni siquiera en el tan calculado euro. Y ahora toca pagar las consecuencias y de paso plantearnos tres cuestiones: ¿Por qué está fracasando la “idea europea”? ¿La “idea europea” es aceptable o rechazable? Y, finalmente, si no es esta Europa ¿qué otra Europa es posible?
INTRODUCCIÓN
En 1991, el Tratado de Maastricht supuso una reforma del Tratado de Roma (1956) que dio origen al Mercado Común Europeo. En cierto sentido, a partir de ese acuerdo se intentó acelerar el proceso de “convergencia europeo”. Se consideraba entonces que “Europa” había sido hasta entonces un “mercado” pero que, a partir de ese momento, manifestaba su voluntad de convertir la “unión económica” en “unión política”.
En aquel momento dio la impresión de que el proyecto estaba impulsado especialmente por Francia, mientras que Alemania se limitaba a ir a remolque. Los alemanes parecían tener otro proyecto: convertir a los países del Este Europeo, hasta hacía poco comunistas, en sus nuevos mercados sin necesidad de compartirlos con otros socios.
Esta sensación estaba reforzada por el papel que los alemanes jugaron en el desmantelamiento de Yugoslavia y en las guerras civiles balcánicas que siguieron. A muchos analistas nos dio la sensación de que en ese momento Alemania estaba tratando de reconstruir una política de influencias en Europa del Este y especialmente hacia el Mediterráneo (a través de Eslovenia y Croacia) muy similar a la del antiguo Imperio Austrohungaro.
No creíamos, en definitiva, en el “entendimiento franco-alemán” y no apostábamos porque el proceso pudiera avanzar. Algunos incluso opinábamos que Maastricht contribuiría a dividir a Europa en dos bloques: en el Este dominado por la hegemonía alemana y en el Oeste por la francesa. Nos equivocábamos: las políticas adoptadas por ambos países no eran coyunturales, sino estructurales.
El Tratado de Maaastricht fue hijo de la prisa. Tanto Francia como Alemania eran conscientes de que había pasado mucho tiempo desde los acuerdos de Roma (1956) y que era preciso ir algo más allá. Por entonces se solía decir que Europa era un gigante económico y un enano político. Pero los años que han mediado entre 1991 y 2010 no han variado esta percepción, con el agravante de que el Euro, convertido en moneda de cambio internacional y de reserva, ha aumentado esa sensación de gigantismo económico y minimalismo político.
En el único terreno en el que la Unión Europea ha crecido políticamente es en superficie (en Maastricht, el Mercado Común estaba compuesto por 12 Estados, mientras que hoy forman parte de la Unión, 27), nunca en profundidad. En cuanto a su dimensión económica, el euro está siendo víctima de su gigantismo y de la ausencia de un poder central real y con capacidad de mando y maniobra.
¿QUÉ HA FALLADO EN EUROPA?
Ha fallado en primer lugar no saber explicar la necesidad de la UE. La historia se va acelerando en el siglo XXI y Europa sigue teniendo la misma estructura de Estados-Nación que a finales del siglo XVIII, gobernada por los “inmortales principios” de la Revolución Francesa. El orgullo de pertenecer a un Estado-Nación cristaliza en el “nacionalismo” que no es sino la aplicación del individualismo liberal a las nuevas estructuras generadas con la caída de los Reinos y la decadencia de los Imperios. Quien dice liberalismo dice individualismo de los ciudadanos y de las naciones a las que pertenecen. Si hasta entonces las guerras se habían declarado por los “derechos del Rey”, a partir de ese momento estallarían por las rivalidades nacionalistas. Y en los 156 años que median entre 1789 y 1945 la historia de Europa es la historia de guerras entre “nacionalismos”.
Pero cuando se llega a 1945 aparece un fenómeno nuevo: Francia y Alemania que, en cuatro generaciones, se habían enfrentado en tres ocasiones, se dieron cuenta de que con la invención de las nuevas armas aparecidas en la última fase de la II Guerra Mundial, el siguiente enfrentamiento fuera el último. De ahí surgió a principios de los años 50 la idea de la “construcción de Europa” que, con mucho realismo, se dedicó inicialmente a resolver un problema fundamental: la alimentación (lo que se llamó “Europa Verde”) y luego la industria pesado (la CECA, Confederación Europea del Carbón y del Acero). El paso siguiente fue la firma del Tratado de Roma. Además, Francia y Alemania eran conscientes de que no podían competir con las dimensiones geopolíticas de la URSS y de los EEUU. La idea europea surgió pues para alejar de Europa los riesgos del nacionalismo.
A partir de 1945 se inicia la lucha por la hegemonía mundial. Ya no se trataba, como había hecho el nacionalismo alemán, de intentar ser potencia hegemónica en Europa, ni lo que intentó el nacionalismo italiano de establecer un imperio tardío (en los años 50 se inició la “descolonización” y la existencia de la ONU hacía completamente imposible la expansión imperialista clásica).
Alemania (como la otra potencia vencida, Japón) había renunciado a rearmarse –ahorrar en presupuesto de Defensa- para concentrar todos sus esfuerzos en recuperar peso económico. A pesar de que no les fue mal y que ya a mediados de los años 50, Alemania y Japón empezaban a inundar el mundo con sus manufacturas, el canciller Erdhart Adenauer entendió que no disponía de la “dimensión” suficiente para competir en la nueva era de los imperialismos. Eso llevó a lo que hoy es UE.
En su arranque, la “idea europea” fue vivamente criticada, incluso por los europeistas. Muchos la veían solamente como un “mercado” (y así lo era, en efecto), pero existía una razón para plantear la convergencia europeas en términos económicos: había que encontrar un denominador y lograr éxitos inmediatos. Se juzgaba –y se acertó- que la eliminación de aranceles, la estimulación del comercio interior en el espacio de ese mercado, implicaría un estímulo a la actividad económica europea: Europa era un club creado para mejorar la economía y el bienestar de sus miembros). Seguramente el mejor análisis sobre el Mercado Común fue realizado en los años 60 por Jean Thiriart en su obra “Europa: un Imperio de 400 millones de hombres”. Decía Thiriart que el Mercado Común era, hasta ese momento, el mejor de los intentos posibles de construir Europa.
Pero entre el Tratado de Roma y el de Maastricht median 35 años, demasiado tiempo para la creación de un espacio económico europeo que ni siquiera alcanzaba a todo el continente. Además, era evidente en 1991 que la destrucción de la URSS y de su sistema de alianzas en Europa, resolvía los 45 años precedentes de lucha por la hegemonía mundial a favor de los EEUU. Se entraba en un “nuevo orden mundial” que se preveía gobernado por los EEUU. Si Europa quería seguir pesando algo en el mundo debía de dar una nueva vuelta de tuerca.
Es significativo que Maastricht fuera sobre todo combatido por la fuerza de choque de los EEUU en el Mercado Común: el Reino Unido de Margaret Tatcher, partidaria de un eje anglosajón con EEUU y al margen de la Europa continental.
La prosperidad franco-alemana abría la posibilidad de convencer a los Estados-Nación más pobres de que renunciar a algunos aspectos de su soberanía tenía como contrapartida la posibilidad de recibir ayudas económicas “inimaginables” para desarrollar sus economías. El principio franco-alemán era que contra más progreso y actividad económica hubiera en la “periferia europea” (es decir, todo lo que no era el eje franco-alemán) repercutiría favorablemente en la economía global de Europa y, por tanto, en los negocios del “núcleo de Europa” (Alemania y Francia).
Lo que franceses y alemanes estaban haciendo era colocar una zanahoria ante los ojos de países como España, Grecia, Portugal o Italia (que veía en ello una posibilidad de desarrollar a su Sur deprimido) y se convertía en el principal atractivo para las futuras nuevas incorporaciones de los países del Este Europeo.
Y a partir de ahí apareció una contradicción: empezó a producirse una cesión de soberanía, especialmente en materia económica, de los Estado hacia quien les daba dinero… pero, paralelamente, quien recibía ese dinero eran los Estados-Nación que seguían siendo tan nacionalistas y celosos de sus intereses como antes. La “idea europea” estaba fracasando porque el “nacionalismo” seguía gobernando. Por otra parte no se hizo absolutamente ningún esfuerzo para que las poblaciones de las distintas naciones europeas asumieron mentalmente la necesidad del proceso de convergencia y lo que implicaba.
A ello contribuyó también las ambigüedades del proyecto europeo: ¿Se tendía a hacer de Europa una potencia política y, por tanto, se iba a desplazar el dominio y la influencia de los EEUU sobre Europa? ¿Sobre qué principios políticos se iba a realizar esa unión? ¿Sobre el liberalismo, sobre el socialismo, sobre una concepto nuevo? ¿Sobre qué bases emotivas y sentimentales se iba a construir Europa? ¿Cuáles serían los mitos fundacionales en el sentido soreliano? ¿Cuál sería la misión geopolítica de Europa? ¿Y su misión histórica? ¿Cuál sería el aliado de Europa y quién su adversario? Y así surgían cientos de cuestiones fundamentales que ni siquiera hoy nadie se atreve a plantear y sobre los que existen diferencias insuperables entre izquierdas y derechas y entre unas y otras dentro de cada país…
La construcción, por tanto, empezaba a asentarse sobre bases poco sólidas y en tierras movedizas.
A 55 años de la firma del Tratado de Roma y a 20 de la firma del Tratado de Maastricht resulta evidente que los fallos en la construcción de Europa han sido cinco:
- FALTA DE IDEAS NUEVAS. Incapacidad para construir un modelo de Europa que fuera más allá de las ideas de 1789: liberalismo económico, democracia de partidos, nacionalismo emotivo, forma Estado-Nación e “inmortales principios”.
- REDUCCIONISMO PERMANENTE A LA ECONOMÍA. Fundamentación económica como único estímulo a la construcción europea (que si ayudó inicialmente a la ampliación, se demostrado insuperable después de 20 años de “construcción política de Europa” que no ha servido absolutamente para nada.
- ALTO NIVEL DE INDEFINICIÓN. Ambigüedades en el proyecto originario (que se han ido extendiendo en el tiempo) por la imposibilidad de poner de acuerdo a “progresistas” y “conservadores” en qué es Europa y cuáles son los límites geopolíticos, antropológicos, religiosos e históricos de Europa lo que ha generado la imposibilidad de definir un “mito fundacional” en el sentido soreliano.
- NACIONALISMOS. Los distintos intereses en función de los cuales actúan los distintos gobiernos que son fruto de la etapa histórica de la que proceden sus sistemas político-económicos: el Estado-Nación y el “nacionalismo” a él inherente.
- FALTA DE DEFINICIÓN DE “EUROPA”. La incapacidad para definir “Europa” como polo independiente del “occidentalismo”, lo que implicaba delegar ciertas funciones (especialmente en materia de Defensa, en la OTAN, esto es en los EEUU, renunciar a un mando militar europeo unificado y apoyar las aventuras coloniales de los EEUU en Asia). Los EEUU precisan que Europa siga siendo un enano político y lo logran a través de su aliados histórico (el Reino Unido) y de los países del Este en plena resaca de 40 años de dominación soviética.
Estos cinco elementos son, sin duda los más importantes para justificar el fracaso en la construcción de Europa. Vamos a ver ahora si el proceso de convergencia europeo era o no necesario.
© Ernesto Milá – infoKrisis – infoKrisis@blogia.com – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
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