El modelo literario del guerrero (IV de VI). Las
Infokrisis.- Las llamadas "tres materias" de la literatura heroica medieval y los "nueve varones" presentados como arquetipos para ilustración de la casta guerrera, constituyeron los modelos a imitar por los caballeros entre el siglo XI y el XIV. No se trataba solamente de una literatura que encajara con los "gustos" de la nobleza guerrera, sino más bien de un intento de transmitir valores.
Las “tres materias”
Fue en la “Chanson des Saisnes”, un cantar de gesta tardío sobre las aventuras de Carlomagno donde se alude enigmáticamente a las “tres materias” que “todo hombre de honor debería conocer” para su buen criterio y el cultivo de su valor: la materia de Bretaña, la materia de Francia y la materia de Roma la Grande. En otras palabras, lo que se está recomendando es la lectura del ciclo del Rey Arturo y de sus nobles caballeros (materia de Bretaña), los romances y cantares de gesta sobre el Emperador Carlomagno y sus nobles palatinos (materia de Francia) y la lectura atenta de las epopeyas clásicas sobre el sitio de Troya, las hazañas de Carlomagno y la vida de Julio César (materia de Roma la Grande). Así pues, tenemos ya definida y acotada la literatura heroica propia de la casta guerrera, una literatura que no tiene nada que envidiar a cualquier otra. Evidentemente, la “Chanson des Saisnes”, de origen francés, deja de lado otras literaturas periféricas como nuestro “Cantar del Mío Cid” y algunas piezas de nuestro “Romancero” que entrarían perfectamente en el género de literatura heroica; sin olvidar, por supuesto, el “Curial e Güelfa” o el “Tirant lo Blanc” y la última de todas ellas, cierre del ciclo, broche final, que fue la obra escrita por aquel humilde soldado herido en Lepanto y de comportamiento heroico que fue Miguel de Cervantes. Si, porque en “Don Quijote de la Mancha” lo que se da es el carpetazo final a la literatura heroica medieval, caída en el topicazo y en la reiteración enfermiza de los modelos tardíos. Lo importante es considerar que la casta guerrera dispuso de una literatura para su uso, disfrute y -no se olvide- educación en sus valores; y que tal literatura sigue al alcance de quien hoy quiera consultarla y destilar sus sabias enseñanzas y ricos simbolismos.
Las “tres materias”, en realidad, forjaron la mitología de la casta guerrera y, en especial, le proporcionaron arquetipos.
El grueso de la “materia de Francia” es posible que fuera anterior al siglo XI, cuando aparece en forma escrita. Es fácil pensar que antes, rapsodas y juglares ambulantes corrían de pueblo en pueblo cantando las hazañas de Carlomagno y sus pares palatinos. Entonces algo ocurrió, y en el último cuarto del siglo XII y durante los siguientes cincuenta años, como si se obedeciera a una consigna, floreció la literatura del Grial, la “materia de Bretaña”. Julius Evola en su “Misterio del Grial” comenta: “Ese período corresponde también al apogeo de la tradición medieval, al período de oro del gibelinismo, de la alta caballería, de las Cruzadas y de los Templarios y, al mismo tiempo, del esfuerzo de síntesis metafísica desarrollada por el tomismo”. Lo mejor de la Edad Media se concentra en ese período y parece cristalizar en la “materia de Bretaña”. Apenas han pasado cincuenta años y en ese tiempo han florecido los romances de Chretién de Troyes (“El Caballero del León”, “El cuento del Grial”, “Lanzarote del Lago o el Caballero de la Carreta”, “Tristán e Isolda”), la gran epopeya de Wolfram von Eschembach (“Parsifal”), el ciclo de Robert de Boron (el “José de Arimatea”, el “Merlin”, el “Perlesvaux”), “La Morte Darthur” de Malora, el “Diu Crône” de von dem Turlim, el “Grand Saint Graal”, el “Titurel” de Albretcht von Scharffenberg… Luego, la veta parece haberse agotado, la fuente deja de manar. Evola dice: “En los primeros años del siglo XIII, como obedeciendo a una consigna, en Europa se deja de escribir sobre el Grial. Tiene lugar una renovación tras un sensible intervalo, en los siglos XIV y XV, con formas ya cambiadas, a menudo estereotipadas que entran en rápida decadencia”. Este colapso, añade Evola, “coincide con el del máximo esfuerzo de la Iglesia por reprimir corrientes que ella consideró heréticas”.
Vamos a intentar resumir la teoría de Julius Evola sobre esta materia. No es fácil, pero vale la pena. El cristianismo primitivo logró imponerse en un momento de decadencia romana. No es que el cristianismo fuera el responsable de esa decadencia, ni que la acelerara, sino que el cristianismo pudo arraigar cuando la concepción originaria de la romanidad ya había entrado en crisis. Lo hizo a través de las capas más bajas de la sociedad y de las mujeres patricias. A medida que estos sectores fueron ganando importancia, el cristianismo ascendió con ellas. En la Roma de las guerras púnicas, en la Roma republicana o en los primeros años del Imperio, el cristianismo no hubiera podido encontrar acomodo en una sociedad orgánica, excepcionalmente coherente y homogénea. Pero en un Imperio que englobaba a pueblos demasiado diversos, en el que los cultos exóticos mediterráneos (isiácos, mitríacos, órficos) habían preparado el caldo de cultivo cultural que el cristianismo de San Pablo pudo aprovechar cuando las élites romanas estaban ya debilitadas: bien por haber perdido en siete siglos de guerras continuas a sus mejores combatientes, bien por la molicie que acompaña inevitablemente a toda civilización sofisticada o porque, incluso, estaban penetradas por ideas que suponían una ruptura con el legado de las “gens” originarias; en ese entorno fue cuando las distintas corrientes cristianas encontraron un terreno abonado.
Constantino el Grande, devoto del culto de Mitra, aceptó que el cristianismo fuera la religión de Estado en un intento desesperado de cohesionar las energías del Imperio y superar la dispersión cultural que vivía su tiempo. Era preciso optar entre el mitraísmo (religión mayoritaria entre las Legiones Romanas y ligada a la casta guerrera) y el cristianismo (religión mayoritaria entre las capas populares) y Constantino el Grande lo hizo por la segunda, aunque fue iniciado en el culto a Mitra. Por otra parte, ambas religiones tampoco se diferenciaban demasiado: su personaje central moría y resucitaba al cabo de tres días, había nacido en el Solsticio de Invierno (Dies Natalis Solis Invictus), el 25 de diciembre. La diferencia radicaba en que la iniciación mitríaca se confería después de una ascesis ritual dificultosa, mientras que el sistema cristiano de los sacramentos aseguraba la salvación y el gozo eterno en el Cielo, sin tanta complicación.
Una vez convertida en religión de Estado, el cristianismo que, hasta entonces, había propuesto la deserción para cumplir el mandamiento de “no matarás”, da un giro copernicano. Quedan solamente las sectas gnósticas y alejandrinas, residuo del magma caótico que acompañó al cristianismo en sus primeros tiempos y que ya podía intuirse en la lectura de los “Hechos de los Apóstoles”. En Nicea toda la disidencia es expulsada del marco de la Iglesia. Los gnósticos y alejandrinos quedan fuera de los muros recién construidos por la ortodoxia. Aun así, el cristianismo de aquel tiempo difería mucho del actual. La doctrina de los sacramentos estaba todavía en pañales. El matrimonio no dejaba de ser una bendición sacerdotal a la unión civil de la pareja. El rito de la extremaunción tampoco estaba en vigor. La Inmaculada Concepción deberá esperar hasta el siglo XIX para ser considerada como dogma. Y, por no estar claro, ni siquiera lo está la naturaleza de Cristo. Prisciliano, desde su tierra natal hispana, lanza sus tesis heréticas y Arrio espera el mejor momento para aportar las suyas. En el siglo IV y V, el cristianismo sigue siendo caótico, movedizo y muy diferente al actual. Pero también es diferente al impulso que formó la Roma de los Césares y de los hacedores de Imperio. Pareció como si el espíritu de los primeros romanos hubiera desaparecido. En esto llegaron los bárbaros y se produjo un fenómeno paradójico: eran “bárbaros” en tanto que permanecían en niveles primarios y esenciales de civilización, pero no estaban privados de cultura. Su nivel cultural era similar al de los romanos de los orígenes. De hecho, sus troncos éticos eran similares a los aqueos, dorios y, por supuesto, a los latinos. Cuando algunos de los pueblos bárbaros se asentaron en el imperio, traían en sus carromatos los mismos valores que dieron vida a “Roma la Grande”. A medida que fueron aceptando el cristianismo (en la mayor parte de las veces por motivos políticos) le fueron imprimiendo su propio impulso interior. Así el “cristianismo” se convirtió en “catolicismo”. Y así surgió la Edad Media Católica que, en gran medida, permaneció de espaldas al cristianismo de los orígenes.
Este proceso se dio, especialmente, entre la aristocracia, mucho más que entre el clero. Los teóricos de la aristocracia y de la “renovación del Imperio Romano”, elaboraron una compleja teoría en la que, aceptando lo esencial del cristianismo, aportaban un matiz no carente de importancia. En el Antiguo Testamento se percibe una diferencia entre el “sacerdocio de Abraham” y el “sacerdocio de Melkisedec”, el mítico rey de Salem, a la vez “rey, sacerdote y profeta”. Era evidente que, a partir de esta interpretación, iban a producirse importantes desarrollos futuros que encontraron su clímax en la dinastía de los Hohenstauffen, especialmente con Federico I Barbarroja, en las Órdenes Militares, en la aparición de la Caballería Medieval y de la literatura heroica que la acompañó (especialmente con la “materia de Bretaña”), en las cruzadas y, finalmente, en las tensiones entre güelfos y gibelinos, es decir, entre el papado y el imperio.
Porque, a fin de cuentas, la gran contradicción en lo mejor de la Edad Media fue entre papado e Imperio, entre sacerdocio y nobleza, entre aquellos que consideraban que el papado estaba por encima del Imperio y los que consideraban justo lo contrario. De todas formas esto es no decir nada. Sería necesario definir con claridad el concepto que se tenía de “papado” y de “imperio”. A partir de Hildebrando, devenido papa con el nombre de Gregorio VII, la Iglesia sostuvo la teoría de que a ella le correspondía el cuidado de las almas y al Imperio el de los cuerpos, lo que equivalía a dar primacía a la Iglesia, dado que nadie dudaba que el “alma” es superior al “cuerpo”. Esta doctrina implicaba, en la práctica, que el papado estaba por “encima” del Imperio; de ahí que fueran los papas y los obispos quienes consagraran a los emperadores y a los reyes. Pero la teoría gibelina veía las cosas de otra manera. Se defendía la teoría de la “doble espada”. Al igual que una espada, el Imperio tenía dos filos: el que apuntaba a la naturaleza material y el que apuntaba a la espiritual. Al Emperador correspondía manejar la espada que, en su aspecto espiritual, delegaba en el papado. No es que los gibelinos –tal como se ha enseñado reiteradamente en el bachillerato- defendieran la “separación” entre Iglesia e Imperio, sino que concebían el Imperio en un doble aspecto espiritual y material. Hace falta realizar una matización y no confundir el “reino” con el “imperio”.
A partir de la entrada de Odoacro y sus hérulos en Roma, la disolución del Imperio creó un vacío que pronto fue sentido incluso por aquellos que más habían contribuido a destruirlo. En los albores de la Edad Media empezó a considerarse que “toda legitimidad procede de Roma”. La idea de legitimidad acompaña a toda concepción monárquica e imperial. Se trata de ver qué tronco tiene raíces más profundas. De lo “originario” deriva toda legitimidad. Con Carlomagno, la búsqueda de “raíces profundas” se exaspera. En la coronación de Carlomagno se proclama que la ansiada “renovación” del Imperio Romano ya se ha producido. El Emperador es el heredero de los césares y su vocación es la de reinar en todo el mundo conocido, como lo hizo “Roma la Grande”. Además, envía emisarios a Palestina para traer un vástago de la Casa de David a Septimania y entroncar su dinastía con la ungida por Dios. El antiguo exilarca Makhir-Natronal David, jefe de la Casa Real de David, terminó estableciéndose en Francia y casándose con Auda Martel, la hermana del rey Pepino “el Breve”. La fórmula de coronación (“Renovatio Romanii Imperi”) y el enlace con la monarquía bíblica, así como la victoria sobre sus adversarios, fueron los elementos que favorecieron la proclamación del Imperio Carolingio.
Los reinos eran compatibles con el Imperio. Los reinos eran las partes, el Imperio el todo. Los reinos cristianos, hasta la segunda mitad del siglo XIII, tuvieron presentes la pertenencia a una unidad superior, la “Roma Grande”, en la que reconocían su origen. Los Estados independientes que surgieron tras las invasiones germánicas, se consideraron siempre “federados” de Roma. Roma era la fuente de toda legitimidad.
Tras esta matización prosigamos con el enfrentamiento Iglesia-Imperio. La fuente metafísica de esta contradicción eran los dos conceptos del sacerdocio, según Abraham o según Melkisedek, que se identificaron respectivamente como inspiradores de la iniciación eclesiástica y de la iniciación imperial. El hecho de que ambos sacerdocios estuvieran registrados por el Antiguo Testamento les confería a ambos legitimidad suficiente como para poder ser defendidos en el marco de una civilización católica. La consagración según Melkisedec fue la buscada por los emperadores en tanto el papel de este personaje mítico encajaba en la doctrina de los dos filos de la espada. De esta corriente emanó también el fenómeno de la caballería.
Desde el principio la caballería se dividió en tres modalidades: la caballería “del siglo”, esto es los hombres de armas mundanos que buscaban gloria para sí y para su haber; la caballería ascética encarnada en las órdenes militares que exigían a sus miembros el respeto a los votos de pobreza, castidad y obediencia; y la caballería errante formada por caballeros que recorrían los caminos intentando realizar el bien y ofreciendo sus triunfos a una “dama”. En su inmensa mayoría, los caballeros tuvieran una irreprimible tendencia a situarse al lado del Imperio, y sus disputas con el clero fueron constantes. Permanecían dentro del catolicismo, incluso dentro de la ortodoxia católica, pero esto no evitaba una incomprensión y una rivalidad, no sólo hacia la Iglesia, sino incluso hacia los principios que dieron vida al cristianismo primitivo. Julius Evola afirma con tanta rotundidad como razón: “Teniendo por ideal el héroe antes que el santo, el vencedor antes que el mártir; situando la suma de todos los valores en el honor y en la lealtad, antes que en la caridad y en la humildad; viendo la vileza y la vergüenza como un mal peor que el pecado; no siguiendo el precepto evangélico de no resistirse al mal y de devolver bien por mal, prefiriendo, en cambio, castigar al injusto y al malvado; excluyendo de las propias filas a quien se atuviera literalmente al precepto cristiano de “No matarás”; teniendo por principio no amar al enemigo, sino combatirlo y ser magnánimos con él solamente después de haberlo vencido… en todo esto la caballería afirmó casi sin alteración alguna una ética aria en un mundo que solo era nominalmente cristiano”.
Esa caballería precisaba modelos. Sabemos cuáles eran los modelos de la Iglesia: fundamentalmente los mártires y los santos. No eran, desde luego, los modelos de la caballería. Era evidente que la caballería había jurado defender a la Iglesia y a la fe y que lo hizo durante siglos. Esa promesa se mantuvo con “fidelidad”, incluso en los peores momentos del enfrentamiento Iglesia-Imperio. Pero todo induce a pensar que se trató de una decisión similar a la que el caballero adoptaba en defensa de la mujer. Se defiende al indefenso, al que no tiene posibilidad de defenderse por sí mismo, pero acudir en defensa de la Iglesia nunca implicó, en la mentalidad de la época, depender de ella.
Es significativo que toda la “materia de Bretaña” partiera del Grial, cáliz mítico que contuvo la sangre de Cristo. Esa copa no fue confiada a una saga de sacerdotes, sino de guerreros que se inicia con José de Arimatea. No pasa por los discípulos, ni siquiera por Pedro fundador de la Iglesia. Tras la milagrosa liberación de José de Arimatea, el cáliz es entregado a la custodia de una orden de monjes guerreros. El sacerdocio no entra para nada. La “materia de Bretaña” es, en este sentido, un compendio de leyendas de uso caballeresco, emanadas, no de la doctrina de la Iglesia, sino de restos de viejo paganismo ordenados en función de las necesidades del Imperio. El hecho mismo de que los relatos graélicos de la “materia de Bretaña” abunden en episodios eróticos y muestras sicalípticas de amor profano, es suficientemente elocuente del alejamiento de su núcleo central de las influencias ideológicas de la Iglesia. Las mismas leyendas gibelinas traducen los principios de aquel mundo ya desaparecido. En la leyenda del “Árbol Seco” se realiza un relato paralelo al del Génesis. Se dice que tras la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, su tercer hijo, Set, regresó a las puertas del jardín originario cuando su padre –Adán- se sintió morir. Set logró convencer al arcángel que custodiaba la puerta de acceso de que le dejara coger un esqueje del Árbol de la Ciencia. De regreso, Set plantó este esqueje en Jerusalén y el Árbol floreció. Con él se construyó la cruz de Cristo y, en el momento en que el Salvador expiró, sus ramas se secaron. Pero siempre se ha mostrado este Árbol simbólico, en toda la iconografía gibelina, con sus ramas resecas pero dotado de algunas pocas hojas verdes. El Árbol estaba seco, pero no muerto. La vieja leyenda gibelina termina afirmando que el Árbol volverá a florecer cuando un “Emperador llegado de Occidente cante misa bajo sus ramas”. Estas leyendas circularon incluso por la Corona de Aragón, y se creía que iba a ser el gran Federico Barbarroja, o quizás su hijo, quien recogiera y protagonizara esta leyenda que, evidentemente, se refería a los Hohenstauffen. Sin embargo, ninguno de los Emperadores de esta dinastía quiso llegar tan lejos y, aun defendiendo el doble carácter espiritual y temporal de la misión del Emperador, no se sintieron con el ánimo suficiente como para oficiar la misa. En aquel tiempo, desde las costas del Reino de Aragón hasta las playas de San Juan de Acre, los juglares y los trovadores, mucho más próximos al Imperio que al Papado, transmitían un mensaje: “El alto cedro del Líbano será cortado. No habrá más que un sólo Dios y un sólo Monarca. Miseria al clero. Cuando caiga, un nuevo orden estará dispuesto”. El papa Gregorio IX percibió perfectamente el peligro cuando calificó a Federico II como aquel “que amenaza con sustituir la fe cristiana por los antiguos ritos de los pueblos paganos y sentándose en el templo usurpa la función del sacerdocio”.
Hubo hombres de guerra que optaron por la defensa del papado. Pero en su línea central, la caballería, especialmente las órdenes ascético-militares (Templarios, Hospitalarios y Teutónicos) y la caballería errante, no pudieron disimular su preferencia por el Imperio. Por eso forjaron sus modelos en los de tiempos pre-cristianos (los héroes homéricos que lucharan bajo las murallas de Troya y de Tebas, el gran Alejandro de Macedonia, Julio César, pero también Publio Cornelio Escipión, Leónidas u Horacio Cloques. O bien en la veta literaria que tomó como punto de partida la leyenda del Grial y la dinastía que custodió a la copa sagrada. La “materia de Bretaña” y la “materia de Roma la Grande” encontraron su complemento con la “materia de Francia”, especialmente en los cantares inspirados en las gestas y en la corte de Carlomagno y sus caballeros (Roldan “el valiente”, Oliveros “el prudente”, Ogiero “el heroico”, Carlomagno “el leal gobernante y el campeón de la Cristiandad”).
En estas “materias” se percibe un “mundo duro y viril, cuyos intereses se dirigen claramente más hacia el campo de batalla que hacia la corte. Sus héroes son caballeros diestros en el nuevo arte de luchar a caballo con la lanza en posición horizontal; sus espadas y sus caballos son considerados un tesoro, son propiedades personificadas como la espada Durandal de Roldán o el caballo Brojefort de Ogiero” dice Maurice Keen, en “La Caballería”. Esta literatura difiere poco de la realidad caballeresca: si los protagonistas de estas “materias” afrontaban constantemente hechos de armas y su mayor preocupación era seguir la ética del honor, el caballero en su día a día tenía idénticas preocupaciones. Keen explica: “En los cantares de gesta resuena la misma exultante alegría por la cruel batalla. El culto caballeresco a la guerra y el culto al honor están juntos en los cantares de gesta e irrebatiblemente unidos el uno al otro”. Estos cantares de gesta reproducen fielmente la realidad de su tiempo. En España, la fresca simplicidad de los “romances de frontera” refleja lo que estamos diciendo. En un tiempo en el que la guerra es el hecho central, los relatos sobre guerreros reflejan mejor que cualquier otro el espíritu de la época. Era tan simple y tosca como se quiera pero fue donde los valores de la antigua tradición guerrera vivieron una nueva edad de oro: la necesidad de la prueba del combate, el orgullo por servir a la dama o al rey con honor y lealtad llevadas más allá del límite de lo heroico, la liberalidad y las buenas costumbres, la defensa de las causas nobles y justas, se convirtieron en el alma de la caballería y, consiguientemente, en ejemplo para toda la sociedad. Cuando un caballero alcanza los más altos laureles en combate se dice de él que ha llegado al nivel de alguno de los héroes antiguos. En la heroica actuación de Godofredo de Lusignan en los muros de Acre se dice que “La caballería no ha conquistado tan gran alabanza desde el tiempo de Roldán y Oliveros”. Cada héroe aportado por la realidad es equiparado a un héroe mítico, hasta el punto de que en el siglo XIII cobra forma el modelo de los “Nueve Barones”.
Estos “Nueve Barones” están divididos en tres tríadas y nos muestran a héroes histórico-literarios concretos. Cada “materia” aporta una tríada de héroes. La “materia de Roma la Grande” aporta las figuras de Héctor, el héroe troyano, Alejandro el Grande de Macedonia y Julio César; la “materia de Bretaña” nos muestra a Arturo, Galahad y Parsifal; la “materia de Francia” proporciona a la caballería las figuras ejemplares de Carlomagno, Roldán y Godofredo de Bouillon, el conquistador de Jerusalén y de los Santos Lugares. Frecuentemente, los autores cambian las tríadas, pero el fondo es el mismo siempre: mostrar ejemplos de caballeros abnegados, heroicos y devotos. En el siglo XII, por ejemplo, se valoraba la figura de los héroes guerreros del Antiguo Testamento, Josué, el rey David y Judas Macabeo, tal como afirma Jean de Longuyon en “Voeux du Paon”. Este autor afirma, según Keen, que “hay tres campeones de la caballería de la Vieja Ley: Josué, David y Judas; tres campeones de la Ley Pagana: Héctor, Alejandro y César; y tres de la Nueva Ley cristiana: Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon”. Nueve nombres, los “Nueve Barones” a los que, más adelante, se añadirán “nueve heroínas”.
Estas tríadas simbolizan los distintos capítulos conocidos de la historia caballeresca. La tríada bíblica nos remite al Antiguo Testamento. Se trata de héroes pertenecientes a la nación elegida por Dios, depositaria de su alianza con la Humanidad. La Iglesia, naturalmente, lo aceptaba sin dificultad, pero mucho más le costaba asimilar la valoración de los “caballeros paganos”. ¿Cómo era posible que los rudos caballeros medievales hubieran oído hablar de las hazañas de Héctor, de las cabalgadas de Alejandro Magno hacia la India o del creador de la grandeza imperial de Roma, Julio César? La doctrina de la época refería que la caballería cristiana había surgido de la fusión de la caballería bíblica con la caballería pagana. Ésta había recibido de Dios el poder de gobernar el mundo en paz –la “pax romana”-, algo que se echaba en falta en la turbulenta Edad Media. Por su parte, la caballería judía había sido encargada de custodiar Tierra Santa y defender la religión dada por Dios a los hombres. Era evidente que la Iglesia difícilmente aceptaba la interpolación de paganos y que la caballería cristiana se considerase en parte hija de “Roma la Grande”, que tantos y tan buenos mártires deparó al cristianismo. Pero en esta doctrina se encuentra ya implícita la conflictividad que presidió toda la Edad Media entre Iglesia y Papado, clero y nobleza.
Llama la atención la inclusión de Godofredo de Bouillon entre los “Nueve Barones”. El hecho de que fuera el heroico conquistador de Jerusalén el que en gesto de humildad se negara a ser coronado rey “allí donde Cristo fue coronado de espinas”, su porte heroico y sin mácula, victorioso en los combates, justo gobernante de las tierras conquistadas, guardián de Tierra Santa, hacían de él un personaje mítico, incluso entre quienes le conocieron. Si había entre los nobles guerreros de la época alguno que descendiera de la saga del Grial, del Rey Pescador y de los caballeros que conquistaron la copa sagrada, éste era Godofredo de Bouillon. Además, era él quien sostenía la columna del puente que unía la ficción histórica pasada con la realidad de aquel tiempo. La caballería no sólo tuvo una misión en el pasado, en tiempos de la “materia de Roma la Grande” o de la “materia de Bretaña”, ubicada en el siglo VII, estaba también presente en los siglos XI-XIV. Naturalmente, en cada reino de la cristiandad, se interpolaba un “décimo Barón” que respondiera a las expectativas locales: en las islas británicas el Príncipe Negro fue situado como prolongación de los “Nueve Barones”, en Escocia el Rey Bruce ocupó tal honor, en los reinos ibéricos, la figura del Cid se alzó sobre cualquier otra y en Francia Bertrand du Guesclin recibió puntualmente este honor.
El hecho de que Alejandro Magno combatiera en los mismos lugares en que tuvieron lugar las cruzadas, aumentaba la sensación de proximidad de este modelo a la caballería de los siglos XI a XV. Los enemigos de Alejandro, “babilonios”, “malvados beduinos”, “turcos”, volvían a ser los adversarios. Estas descripciones pueden parecer ingenuas e incultas, pero no hay que engañarse tampoco con esto. Los cantares de gesta y la literatura heroica medieval no eran productos literarios infantiles o poco elaborados, en un mundo tosco e incivilizado. A lo largo de la Edad Media se sabían apreciar los tratados griegos y romanos e incluso se realizaron muchas traducciones, no sólo a la sombra de los monasterios, sino también tras las almenas de las fortalezas. Los Valois del siglo XV encargaron versiones de Tito Livio y de Valerio Máximo, de Cicerón y Aristóteles. En los castillos no existieron grandes bibliotecas porque ni la imprenta se había inventado aún, ni el caballero disponía de excesivo tiempo para constituir una biblioteca medianamente surtida. Los juglares ambulantes y los rapsodas suplían con creces a una biblioteca. Además, en algunas fortalezas, sus propietarios habían pintado verdaderos “programas iconográficos” en frescos y tapices, que reproducían escenas de los héroes. Bastaba incluso con reproducir los escudos de armas atribuidos a los caballeros míticos para tener una idea de sus gestas y valores. Era preciso, por supuesto, saber leer el lenguaje heráldico, una verdadera ciencia caballeresca. Por otra parte, en la época se conocían a los grandes héroes y generales romanos. Se tradujeron tratados militares y se reconstruyeron las biografías de los Escipiones. Incluso anécdotas tomadas de tales biografías sirvieron para reordenar las campañas.
Jean de Boucicaut, gran mariscal francés, tras leer la biografía de Publio Cornelio Escipión supo que debía expulsar a las prostitutas de los campamentos, limitar el consumo de alcohol y castigar a sus propios hijos si protagonizaban alguna indisciplina. Al leer el tratado de Vegecio sobre la instrucción de las tropas comprendió que era necesario seguir entrenamientos continuos. Supo de Demóstenes y comprendió que un jefe eficaz debía de ser elocuente en sus arengas y razonable con los vencidos. Otros caballeros y heraldos establecieron las reglas de los torneos al saber de las costumbres de la sociedad artúrica. El torneo medieval se instituyó tras la lectura de la dinámica de los torneos en tiempos de Uther Pendragon. No se dudaba de la historicidad de Arturo y de sus caballeros, como no se dudaba de Troya. Si Roma había sido grande y pudo conquistar el mundo, había simplemente que estudiar cómo diablos logró hacerlo e imitar el procedimiento. Godofredo de Monmouth había leído a Virgilio y su obra refleja tal influencia. La “materia de Bretaña”, particularmente, estaba compuesta por reflejos históricos deformados, y por leyendas galesas. Chretien de Troyes conocía a Ovidio y estaba familiarizado con la florida literatura provenzal de la época. Quienes compusieron los cantares de gesta y la literatura heroica eran cualquier cosa menos ignorantes y zafios. La banalidad, ligereza intrascendente y socarronería de la mayoría de los poemillas y romances, surgidos al margen de la literatura heroica, demuestran la calidad de una producción que, como la música militar, tenía un único destinatario capaz de poderla valorar en su justa medida, la casta guerrera. El compás de la música militar sirve para marcar el paso. Marcar el paso crea “unidad” entre gentes venidas de diversos horizontes. Así mismo, la literatura heroica medieval unificaba a la caballería por encima de las fronteras nacionales y hacía que, en el fondo, un caballero suabo estuviera más cerca de un tardío Suero de Quiñones que de un menestral de su propia nacionalidad. Las trescientas lanzas rotas por Suero de Quiñones en la Gesta del Paso Honroso evidencian, por otra parte, que la caballería y los retos caballerescos no eran solo un producto literario, sino que la vida de los caballeros estaba guiada y ejemplarizada por los modelos contenidos en esta literatura.
Y, además, quienes redactaron la literatura guerrera medieval conocían el mundo y sabían lo que era la vida dura. Sus descripciones de las batallas reflejan que habían conocido la guerra muy de cerca. Frecuentemente, sus relatos describen crueldades inimaginables para quien no ha sentido la exaltación de las cargas de caballería, el enervamiento generado en la espera del combate y el frenesí de una lucha cuerpo a cuerpo. Las heridas que describen eran las heridas verdaderamente producidas en combate. Los ruidos de la batalla están demasiado fielmente reflejados como para que pudieran ser descritos por un desconocedor de la batalla. Sabían de la guerra y sabían del amor. Pocas literaturas han descrito apasionamientos amorosos de tal magnitud como los que tienen lugar entre Ginebra y Lancelot, entre Tristán e Isolda, y no es precisamente moralidad devota lo que destilan, sino apasionamiento y sensualidad. Allí donde la intensidad guerrera está presente, el erotismo y la sensualidad alcanzan la excelencia. Godofredo de Charny reconocía que era bueno que el “hombre de armas estuviera enamorado, porque esto le enseñará a buscar fama más alta que hacer honor a su dama”.
(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 08.06.06
0 comentarios