No a Turquía en la UE (IX) Demografia e inmigración, el mal turco
Infokrisis.- Europa ha ganado la batalla del desarrollo económico y la prosperidad, pero está perdiendo la batalla demográfica. Nuestra población declina. Las razones son muchas, pero la primera de todas ellas es que el bienestar parece encajar mal con la procreación. Contrariamente a lo que la lógica y el sentido común impondrían, la paternidad alcanza sus más altas cuotas, no cuando xisten posibilidades de crear con tranquilidad y en un entorno "amigable" para la prole, sino todolo contrario.
Los sociólogos sostienen que está demostrado que la incultura fomenta la natalidad y que ésta se estabiliza cuando mejora la educación de una comunidad. Las cifras cantan. Habrá que creer en las cifras que nos dan. Ahora bien, por algún motivo que los sociólogos todavía no han explicado satisfactoriamente, hace cincuenta o cien años existía la misma pobreza endémica en algunas zonas de África y, sin embargo, no se había producido la explosión demográfica. ¿Por qué antes no y ahora si? Por el momento, lo cierto es que, en situaciones de pobreza, el sexo es la actividad más barata. Quien no tiene nada que hacer se entrega a la tarea más gratificante que existe: hacer el amor. Al menos, durante la crisis del orgasmo se olvida todo lo demás. El daño colateral aparece nueve meses después.
Tiene poco sentido preocuparse por las razones de la explosión demográfica del Tercer Mundo. Probablemente las causas sean muchas y diferentes en cada marco geográfico. Lo cierto es que el diferencial demográfico perjudica a Europa y beneficia al Tercer Mundo. Hoy, África es la zona que crece a mayor velocidad del planeta, muy por delante incluso de China que, aunque tarde, finalmente ha logrado controlar su natalidad, no gracias a un proceso de culturización, sino a una legislación específica. Vean.
En 2005 Malí tenía 13’5 millones de habitantes; en el 2050 tendrá 42. Lo sorprendente es que la ayuda al desarrollo que recibe Malí en la actualidad, es muy superior a cualquier otro período de su historia, y no va a disminuir. En lugar de cumplirse las previsiones de los sociólogos, esa ayuda que debería redundar en una mejora, como mínimo cultural, de la población, no evitará que en 45 años su población se triplique. Las cifras en otros países del África subsahariana son, asimismo, espeluznantes: en las mismas fechas, Níger que tiene 14 millones de habitantes pasará a tener 50, Burkina Faso, hoy con 13’2 millones de habitantes, alcanzará los 39’1. En términos globales, todo el continente africano, incluida la franja magrebí, habrá pasado de 905 millones de habitantes a 1937 millones. Un aumento de mil millones en 45 años. En ese mismo período, se calcula que China solamente habrá crecido 62,3 millones de habitantes. Otras cifras demográficas son igualmente alarmantes: Marruecos y Argelia tendrán respectivamente, en el 2050, 46,4 y 49,5 millones de habitantes, frentes a los 32 y 33 millones actuales. Podía ser peor. Pero, en su conjunto, los países árabes habrán duplicado casi su población: de 321 millones a 598. En ese tiempo Europa declinará demográficamente, pasando de los actuales 728’4 millones a 653 millones. Casi un 10% de merma, sin contar del 90% restante los contingentes que, habiendo nacido en Europa, no son étnica ni, quizás, culturalmente europeos y que podemos situar en torno a un 20%. La merma es mucho mayor de lo que podía pensarse.
En el mundial de fútbol de 2006, la selección francesa tendrá solamente tres jugadores que correspondan al “estándar” étnico europeo. No se trata, evidentemente, de entrar en consideraciones de tipo racista y xenófobo, pero sí de advertir que, de seguir este declive demográfico, el “europeo” terminará siendo un grupo étnico en extinción; casi con toda seguridad minoritario en menos de un siglo. Por de pronto, se calcula que en el 2012-2015, el Islam será la religión más seguida en Inglaterra y, sólo unos años más tarde, en Francia, Bélgica, Holanda y Alemania. Insistimos, no es como para entrar en consideraciones racistas, pero esto es lo que hay y no es, desde luego, agradable saber que el propio grupo étnico va a verse ahogado por otros en apenas 90 años. Algo habrá fallado.
Y lo que ha fallado habrá sido que los distintos gobiernos europeos no han intentado encontrar otra salida a la crisis demográfica, más que la de importar inmigración. Lo normal hubiera sido iniciar campañas de natalidad en cuanto se percibió que la demografía entraba en crisis; las campañas, unidas a incentivos fiscales para la adquisición de viviendas, y un régimen de subsidios, hubieran paliado el problema. En lugar de eso, se prefirió recurrir a una inmigración que se percibía como la panacea y que luego se convirtió en receptora de la mayoría de subsidios. Que no es solución se verá en torno a la segunda década del milenio cuando se compruebe lo que venimos sosteniendo desde hace unos años: que ni la colonización fue un buen negocio, ni la inmigración es la solución a todos los males, o dicho de otra manera: que la inmigración genera más gastos que beneficios. Pues bien, es en este contexto en el que hay que situar el ingreso de Turquía en la UE.
Si hemos precedido los datos demográficos y migratorios de Turquía de esta breve introducción es porque Turquía es un país “dador de inmigrantes” y en segundo lugar porque es un país con una demografía muy superior a la europea. Al suicidio demográfico de Europa, habría que añadir la integración de Turquía en la UE para rematar la faena: porque no me negarán que tendría bemoles que el Estado más grande de la UE y, por tanto, el más representado, fuera, al mismo tiempo, el más pobre, el que tiene una mayor demografía, el más representado en la UE y, para colmo, ni siquiera fuera europeo, cultural, étnica, ni geográficamente. Si me dicen que la UE está pilotada por kamikazes no lo dudaré.
Turquía tiene en la actualidad 72 millones de habitantes. En el año 2050 llegará a los 100 y su demografía distará mucho de haber alcanzado la cúspide, mientras que la europea se encontrará en el punto más bajo. En realidad, Turquía cuenta hoy con una población casi tan numerosa como los Estados que ingresaron en la UE en 2004. La pobreza de Turquía y su innegable experiencia en exportar inmigrantes, hará que en el momento de ingresar en la UE se produzca una migración masiva hacia el Oeste. Y no vemos de qué manera se iba a poder controlar, si la UE se ha demostrado absolutamente incapaz de controlar flujos migratorios llegados de países más alejados.
Los partidarios de la entrada de Turquía en la UE se preocupan especialmente de disipar estos temores. Básicamente, su idea es que la economía turca crece a una velocidad superior a cualquier otro país de la UE e incluso supera a la de China. Esto facilitará que en un plazo de diez años, el tiempo que se estima que podrían durar las negociaciones con la UE, Turquía tendrá una economía similar a otros países de la cuenca mediterránea. Algún magnate turco ha llegado a decir que hacia 2022, los europeos emigrarán a Turquía, amparado en las proyecciones demográficas. En efecto, hacia el 2020, la edad media en Europa Occidental será de 55 años y en Turquía se situará en torno a los 26’5. Se da por supuesto que este descenso hará de Turquía un lugar habitable y agradable. No lo tenemos tan claro, pero, aun así consideramos que tiene razón César Molinas, ex Managing Director de Merrill Lynch cuando dijo: “apostar por Turquía es una oportunidad a largo plazo”. En efecto, es una apuesta, lo que implica un alto grado de azar e incertidumbre. Si resulta, bien; si no, estamos ante un peligro histórico.
¿Y por qué debería de “funcionar” la integración turca? Es curioso, pero los más ardientes defensores de la integración turca no se encuentran en Europa sino en EEUU. Huntington en su “Choque de Civilizaciones”, advirtió algo fundamental: integrar a Turquía en la Europa democrática o a México en el pelotón de las democracias implica, necesariamente, un cambio de civilización en esos países. Eso, o de lo contrario, el proceso de mutación política y económica será tan superficial que correría el riesgo de producir traumáticas regresiones. En el caso turco se trata de pasar de un paradigma de civilización musulmán, oriental y otomano a otro laico, occidental y europeo. Vale la pena dedicar un párrafo más a este planteamiento.
Huntington cree, o dice creer, en la superioridad del paradigma occidental sobre cualquier otro. Pero los hechos indican otra cosa. En sus queridos EEUU, después de un cuarto de siglo de llegadas masivas de inmigrantes de origen hispano, finalmente, han sonado las alarmas. Quizás el hecho de que Nueva York sea la ciudad del mundo en la que se habla más español, o que Miami sea ya una ciudad hispana al 90% y San Francisco lleve el mismo camino, ha precipitado las alarmas. Porque lo que se ha producido no ha sido una integración de los hispanos en la cultura de acogida (como había ocurrido hasta 1980, cuando eran una minoría excesivamente débil) sino la creación de “enclaves” hispanos, impermeables a cualquier otra influencia. Hoy, un hispano en Miami no precisa ni siquiera aprender inglés para llevar a cabo una vida normalizada. Antes si. Es el número lo que cambia la situación: existe una “masa crítica” a partir de la cual una comunidad se muestra autosuficiente y no precisa realizar ningún esfuerzo de integración. Y, no sólo eso, también está la escala de valores. Los hispanos son católicos y su Dios es el de los pobres; el pobre, por su estado de indefensión, es recompensado en la otra vida. Los anglosajones, por el contrario, son cristianos evangélicos y/o calvinistas; para ellos Dios recompensa con el triunfo económico-social a sus elegidos. ¿Es posible encontrar dos comunidades separadas por un abismo cultural tan amplio? Será difícil, pero el hecho es que el cálculo de Huntington no se confirma en la práctica en los EEUU. ¿Por qué, pues, habría de cumplirse en Europa? Turquía: ¿va a abandonar su escala de valores, su religión y su cultura, simplemente por el hecho salvífico de su integración en Europa? Difícilmente. Las experiencias de los inmigrantes turcos en Alemania evidencian precisamente que estas comunidades se muestran impermeables a la cultura europea. Como máximo, estas bolsas de inmigración son receptivas al consumo, y a la adquisición de bienes utilitarios, pero no a una mutación cultural y religiosa. Es justamente todo lo contrario lo que tiene tendencia a ocurrir.
En efecto, el cínico sistema de producción capitalista en Europa ha atribuido a esas bolsas de inmigración el papel que antes correspondía al subproletariado urbano. Mano de obra barata y carne de cañón laboral, sometida a contratos basura y a precariedad en el empleo. Si a eso añadimos que turcos en Alemania, argelinos en Francia y marroquíes en España, no son particularmente proclives a incluirse en programas de capacitación laboral, e incluso que los hijos de inmigrantes tienen una tasas de absentismo escolar muy superiores a otros grupos étnicos, el problema que aparece es que, mediante la vía del trabajo, resulta difícil que estos grupos inmigrantes puedan ascender en la escala social. Además, el hijo del inmigrante percibe pronto que su padre no ha podido abandonar la precariedad después de veinte, treinta o cuarenta años de trabajo. A partir del momento en que una comunidad toma conciencia de esta situación (explotación, falta de preparación, salario de subsistencia que nunca dará acceso a los grandes escaparates de consumo) se producen dos situaciones: o bien, el modelo que se adopta es el de un gran ídolo mediático perteneciente a la misma comunidad (Zidane, ídolo de todos los jóvenes argelinos, por ejemplo) o bien la vía de los circuitos ilegales. La primera vía se ve frustrada inevitablemente por la realidad (Zidane sólo hay uno y raperos multimillonarios magrebíes muy pocos) y la segunda por el aparato policial-judicial. El resultado final es el rechazo a la sociedad de acogida. Este rechazo se produce en dos fases: en la primera aparece un rechazo a todo, y se intenta destruir el todo en un arranque salvaje de nihilismo (es la revuelta que ha tenido lugar en Francia en noviembre de 2005), luego viene el reflujo y el asumir el hecho de que solamente la “propia comunidad” puede ofrecer algo positivo: la familia, la tribu-suburbio, la mezquita, las fiestas comunitarias religiosas, una lengua, unas canciones, unas tradiciones que son las de los padres o las de los abuelos. Probablemente, este proceso jamás se produciría si Europa viviera una prosperidad permanente, sin crisis profundas. Pero esto no es así. Las crisis cíclicas aparecen y siempre afectan a los sectores más desfavorecidos por la sociedad. Por lo tanto, el efecto de mutación cultural augurado por Huntington en México y Turquía es, no sólo muy difícil que se produzca, sino que evidencia además un idealismo unilateral: a lo mejor resulta que, para grupos étnico-religioso-culturales no occidentales, la democracia, el laicismo y nuestra escala de valores no son percibidos como óptimos. ¿Por qué ellos no tienen derecho a seguir su propia vía? Lo tienen, efectivamente, pero en su propio horizonte geográfico. Lo que es inviable es un mundo árabe y una Turquía enraizada en sus tradiciones seculares inamovibles y una Europa que acepta bolsas de “disidencia” cultural, étnica, religiosa o social. Cuando se va a apostar con la seguridad de perder, es mejor negarse a jugar.
Algunas cifras sobre la demografía turca ilustrarán mejor todos estos razonamientos.
En el 2005, Turquía tenía 71 millones de habitantes y entre 1960 y 1990 había duplicado su población. Los demógrafos calculan que, con una tasa de natalidad del 3’1%, Turquía alcanzará en 2015 los 100 millones de habitantes (otros demógrafos sostienen que será “sólo” de 80 millones, pero las cosas tampoco cambiarían). Una cifra que habla por sí misma es que, en la actualidad, Turquía tiene tantos trabajadores agrícolas como el resto de la UE, lo que hace, materialmente imposible, seguir con la política agraria común en caso de que éste país termine integrándose.
De entrar en la EU, uno de cada cinco “europeos” será turco. A partir de ese momento, Turquía contaría con un centenar de diputados en el Parlamento Europeo, mientras que Alemania tiene 92 y Francia 72. Numéricamente, Turquía sería entonces el país más importante numéricamente (y, por tanto, políticamente) de la UE. Pero ese país tendría una uniformidad religiosa como ningún otro. En efecto, el 99% de su población sería musulmana y, de seguir la tendencia actual, los partidos islamistas, moderados o no, serían mayoritarios. Esto implicaría que el grupo parlamentario nacional más fuerte en Estrasburgo sería islamista. No sé a ustedes, pero a mí me produce serias dudas un parlamento europeo con un fuerte grupo islamista (al que se sumarían diputados islamistas elegidos en listas “progresistas”, o simplemente islamistas en Europa Occidental, y representantes de los países musulmanes europeos que, antes o después, llamarán a las puertas de la UE: Albania, Bosnia, Kosovo…).
Se suele decir que Turquía se encuentra inmersa en un proceso de transición demográfica, con un rápido descenso en la tasa de crecimiento de su población, que ha pasado del 2,5% al 3% en las décadas de los 50 y 60, a menos de un 1,5% a principio de este siglo. Pero esto no basta para evitar –y esto lo reconocen los demógrafos más optimistas y proclives a minimizar el crecimiento turco- que en los próximos veinte años su población se incrementará en un 25%. El informe elaborado por el instituto DIW alemán sobre el potencial de migración de Turquía sugiere que los flujos migratorios anuales de éste país hacia occidente “no superarán las 250.000 personas por año”. Lo cual no es poco. Pero esta cifra ni siquiera es segura. A pesar de que se impusiera un período de “abstinencia” a Turquía con prohibición de exportar inmigrantes, lo cierto es que cualquier crisis local podría suponer una “marcha hacia occidente” de contingentes de población turca situados por encima de esa cifra. ¿Y por qué podría producirse una crisis? Por muchos motivos: por la proximidad de las zonas más calientes de Oriente Medio a las fronteras turcas, por el avivamiento del conflicto kurdo, por una crisis social motivada por la absoluta tendencia a la desigualdad de la renta en el interior de Turquía y, finalmente, por conflictividad interna suscitada por los partidos islamistas.
Si finalmente se aprobara el proyecto de constitución europea que fue rechazado en Francia y Holanda y aprobado –sin debate y sin saber lo que se votaba- en España, la toma de decisiones debería tomarse con el respaldo de al menos un 65% de la población de la UE y de un 55% de los Estados miembros. Lo que implica que, en el caso de que un país no estuviera de acuerdo con una propuesta, necesitaría contar con el apoyo de un 35% de la población de la UE y un 45% de los Estados miembros para bloquearla. El sistema de voto por mayoría doble, en palabras de Giscard d’Estaing, “concedería a Turquía un peso significativo en el bloqueo de decisiones”. De hecho, por sí misma Turquía, a pesar de ser el país más poblado, no podría bloquear ninguna decisión, pero precisaría a las poblaciones de al menos otros dos países grandes para alcanzar el umbral necesario del 35%. ¿Existen esos otros dos países? En principio no, lo que existe es un número creciente de turcos incorporados a las listas electorales de Europa Occidental a lo que habría que sumar en el futuro a Albania y a Bosnia, países musulmanes.
En la actualidad residen fuera de Turquía algo más de cuatro millones de inmigrantes, la mayoría de ellos en Alemania (las cifras se discuten: entre tres y cuatro), Francia (medio millón), Países Bajos (270-300.000), Austria (200-250.000), Bélgica (110-125.000), Reino Unido (70-80.000), Dinamarca (53-55.000) y suecia (37.000). Depende de la fuente las cifras son unas u otras, ahora bien, la única cifra segura es la de inmigrantes de origen turco nacionalizados europeos. Esta cifra asciende en los países citados a 1.271.000 nuevos “europeos” en el 2004. En el momento de escribir estas líneas, es posible que hayamos alcanzado la cifra de millón y medio. Este millón y medio son, ya en este momento, votantes “europeos”.
(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 17.05.06
0 comentarios