Ejercito y Sociedad (II). Las novatadas como rito de iniciación.
Redacción.- Suena un disparo. El tiempo en que una bala de fusil de asalto tarda en llegar a su destino es de apenas una fracción de segundo. De la rapidez de reacción del objetivo de ese disparo, depende su supervivencia. Habitualmente, el francotirador disparará a la cabeza del blanco, o a alguna zona vital de su cuerpo. Si el blanco reacciona con la rapidez suficiente, arrojándose al suelo, podrá salvar la vida.
Otro caso. Una unidad militar se infiltra en territorio enemigo para dar un golpe de mano. Son cinco combatientes. Cada uno tiene un trabajo que ejecutar. En el curso de la acción, a pesar de los riesgos, todos cumplen su cometido. Uno de ellos, resulta herido fortuitamente cuando el comando está retirándose. Los otros cuatro, sin dudarlo, detienen su marcha hacia la zona segura, responden como un solo hombre, recogen al herido y lo retiran del escenario del combate, aun a riesgo de sus vidas.
Pues bien, estos dos episodios, que se repiten constantemente en los episodios militares, tienen como protagonistas a guerreros que han pasado antes por un proceso de adiestramiento intensivo. La novatada, forma parte de ese adiestramiento.
Cuando el Ego se queda en la puerta del cuartel
El verdadero enemigo es el Ego, el yo individual del soldado. En un rito de iniciación masónica del siglo XIX, el neófito permanecía con los ojos vendados, mientras el Gran Maestre oficiante le preguntaba si sería capaz de reconocer a algún enemigo que se encontrara en la sala. El neófito, contestaba que sí. Entonces se retiraba la venda y el oficiante le decía: “Tu enemigo está detrás de ti”. Cuando el neófito se volvía, veía su imagen reflejada en un espejo. No en vano, nuestro enemigo más pertinaz somos nosotros mismos.
También en la milicia, el enemigo es el Ego individual. Cuando el combatiente piensa en sí mismo, antes que en su misión, la causa que defiende, está perdida. Es un problema de jerarquía de valores: si primero estoy yo, cualquier riesgo que pueda correr, es anterior y superior a cualquier valor cuya defensa me esté encomendada. Si, por el contrario, mi “yo” no existe, no hay nada superior a la causa que defienda: mi patria, mi familia, mi hacienda, mi ideal.
El Ego es una mala bestia con múltiples rostros, siempre mutable, eternamente cambiante, que, paradójicamente, nos impide ser nosotros mismos. Hay tres conceptos que, ciertamente, se prestan a confusión: el Ego, el Yo, el individuo y la personalidad. Todas las palabras que derivan del término latino “ego” tienen significativamente una connotación negativa: egoísmo (inmoderado amor a sí mismo), ególatra (que profesa un desmesurado amor a sí mismo), egotismo (afán de hablar constantemente de uno mismo), egocentrismo (exaltación extrema de la propia personalidad). Y la propia palabra Ego, en sí misma, suele ir acompañada de connotaciones negativas. Por su parte, el individuo, es cada unidad de una especie concreta; es como una unidad atómica, pequeñita, redondita y fugaz. La exaltación del individuo, es el individualismo, la propensión de actuar según el propio albedrío. En algunas profesiones –el artista moderno, el comerciante- el individualismo ayuda a triunfar, pero no, desde luego, en la milicia o en tareas que impliquen un esfuerzo colectivo. Lo contrario del individuo es la comunidad. El mismo concepto de comunidad implica que quienes la componen han aceptado renunciar a las consecuencias extremas del individualismo. Decir individualismo, es decir conflicto entre las distintas unidades atómicas. Decir comunidad, implica aceptar la existencia de un “contrato social”.
En cuanto al concepto de personalidad, se trata de algo diferente. La personalidad es la “máscara”, pues tal es su origen etimológico. Se llamaba así a la máscara que utilizaban los actores de las tragedias griegas para ocultar su rostro, es decir, su verdadero aspecto. Nos la hemos forjado nosotros mismos, al paso con nuestra vida. No somos nosotros, sino nuestras circunstancias. Hoy sabemos, también, que nuestra personalidad tiene mucho que ver con determinadas hormonas y, a partir de Freud, se sabe que es altamente tributaria de las experiencias vividas en nuestros primeros años. La “personalidad” no somos –contrariamente a lo que se tiene tendencia a pensar a partir de frases como “este tipo tiene una gran personalidad” o “qué personalidad tan atractiva”- nosotros mismos, sino la máscara con la que ocultamos nuestra verdadera identidad. “Tener personalidad” no es negativo, sino que, simplemente, es algo secundario en la milicia. Hay otros valores anteriores a éste.
Como tampoco es prioritario, tener un yo o un Ego excesivamente “hinchados”. De hecho, lo esencial en la milicia es todo lo contrario: haber reducido el yo a la mínima expresión. Quien tiene a su yo como factor esencial de su vida, jamás estará dispuesto a sacrificarse por ideal alguno. Y la milicia, compañeros, la milicia implica sacrificio y renuncia. Si no se entiende esto, se termina reclutando un ejército “profesional” en base a anuncios que prometen la “nacionalidad”, aumentos de paga, de estabilidad laboral o el tener “amigos” (en la milicia, no se tienen amigos: se tienen camaradas; un camarada es un compañero de armas). Cuando un ejército –como el español de nuestros días- se recluta en función de estas ideas-fuerza, uno, legítimamente, tiene el derecho a dudar de su eficacia en combate. Por que uno se ha alistado allí, para obtener la nacionalidad, no para morir por una patria que ni siquiera es la suya. Se ha ido a “tener amigos” o a “repartir bocadillos en zonas de crisis del Tercer Mundo” (los “soldados sin fronteras” de los que hablara el eximio ministro de la [in]defensa, Pepe Bono), pero no se ha ido a morir por nada ni por nadie. Un ejército así organizado es un ejército con déficit de ideales y dudosa eficacia en los combates. Claro está que los responsables de adiestramiento de las FFAA, están convencidos de que, mediante un tiempo de adaptación y entrenamiento, los nuevos reclutas, atraídos por los ideales humanitaristas, buenistas y progres del ministerio, estarán en condiciones de abandonar toda esa morralla y convertirse en milites dignos de tal nombre. Lo desearíamos, francamente.
El Ego es como un globo que tiende a hincharse y que goza aumentando más y más su volumen. En el momento de la muerte, revienta con estruendo y de él no queda nada; ni siquiera el recuerdo. El Ego, posee, acapara, consume, reivindica, integra, absorbe, se hace cada vez más pesado: “todos queremos más, y más y mucho más”, decía el corrido mejicano famoso en otro tiempo: “los que tienen cinco quieren tener diez” y así sucesivamente.
Algunas manifestaciones del Ego son sorprendentes. Os pondré un ejemplo: los terroristas suicidas que operan en el mundo islámico, especialmente en la Palestina ocupada por Israel, no se matan solamente por odio al ocupante, ni siquiera por “patriotismo”, sino por la promesa de que en el más allá, Alá recompensará al muyahidín muerto en la “guerra santa”, con siete palacios de jade, cada uno de ellos con siete harenes y cada harén compuesto por setenta y siete huríes y él, guerrero inmolado en el altar del Ego y de la posesión, vivirá en la eternidad con la templada edad de 33 años y en estado de erección permanente… Un paraíso sensualista así comprendido, es natural que incite a la “inmolación” a quienes no tienen nada, ni perspectivas de tener un lugar bajo el sol. Éstos, no mueren por “renuncia” en beneficio de una causa, sino para “engordar” su Ego, aumentar sus posesiones y alcanzar un estado de felicidad sensual; sino aquí, donde les está vedado, en el más allá, donde siempre habrá un dios dispuesto a satisfacer cualquier mezquina ambición. No es algo, precisamente, edificante.
El Ego es propenso a los cálculos de beneficios y pérdidas. Por eso el Hagakure de los samurais dice: “Un hombre que no para de calcular es un cobarde. El individuo que calcula, está siempre preocupado por las nociones de ganancia o pérdida”. Esta no es la vía de la milicia.
Frente a esta concepción del Ego como ente en permanente engorde, se sitúa la concepción de todas las verdaderas castas guerreras: “Con tu escudo o sobre él, espartano”, dicen que decían las madres de aquella áspera ciudad griega a sus hijos cuando iban al combate. La única posesión de los hoplitas de Esparta era la lanza, la espada corta y el escudo. Éste, por lo demás, tenía en su centro, pintada, una abeja de tamaño real; decía la tradición militar espartana que había que combatir tan cerca del adversario, hasta que éste pudiera ver con detalle la abeja. Sus propias madres no querían volver a ver vencidos a sus hijos. Preferían reencontrarlos victoriosos al regreso de la batalla o bien muertos, traídos por sus camaradas, sobre su propio escudo. En la terrible batalla de las Termópilas –uno de los monumentos al espíritu heroico europeo- Aristodemos y Eritos, dos hoplitas espartanos, aquejados de dolencias graves, reciben el permiso de su jefe, Leónidas, para alejarse del combate. Eritos, al empezar la batalla, vuelve sobre sus pasos, se reviste de la coraza y muere heroicamente. Aristodemos, de regreso a Esparta, es despreciado por todos. Se niegan a hablarle y a darle leña. Al año siguiente morirá en la batalla de Platea contra las hordas asiáticas, pero, incluso entonces, los lacedemonios se niegan a rendirle los honores reservados a los más valientes. Dominique Venner que es quien recuerda este episodio, concluye: “En Lacedemonia, una muerte honorable no basta para lavar una falta de honor”. Demos un salto en el tiempo.
“Nada para nosotros Señor, sino para mayor gloria de tu Santo Nombre”, proclamaban los caballeros templarios antes de lanzarse a endiabladas cabalgadas sobre el enemigo en Tierra Santa; con este lema evidenciaban la línea de continuidad de la tradición guerrera universal: el milite no lucha para sí mismo, lucha por un ideal más elevado. Si luchara por su propio beneficio, no haría otra cosa que engordar su Ego y su botín, en absoluto defender a su Patria, a su bandera o a los suyos.
Y, a todo esto, ¿por qué es tan negativo “engordar el Ego”? ¿acaso “poseer” –esto es, disponer de un Ego abultado- no otorga cierto prestigio social? Hay un error conceptual en todo esto. Estamos hablando de valores. Hay tantos tipos de gentes –y que no se olvide que la milicia está necesariamente formada por un tipo de gente que antepone la defensa de la comunidad a cualquier otro valor- como tipos de valores. Un “progre”, por ejemplo, es un tipo que vive de valores “finalistas” (bellos ideales, en sí mismos, irrealizables, casi espejismos ingenuo-felizotes, la paz universal, la solidaridad con el Tercer Mundo, el respeto mundial a los derechos humanos), pero desconoce cualquier cosa que sean valores “instrumentales” (aquellos que son necesarios en el comportamiento diario y en la propia vida).
El milite tiene pocos ideales, pero éstos pueden resumirse en un código. El código de los marines, el de la Legión Extranjera francesa, y el del Tercio español, el código del samurai, son textos excepcionalmente breves, pero al mismo tiempo, tan intensos y concisos, dotados de una soberbia austeridad, que encierran una filosofía de vida extremadamente profunda. Por ejemplo, dice el Credo Legionario: “El Espíritu de Combate: la Legión pedirá siempre combatir, sin turno, sin contar los días, ni los meses, ni los años”. Y lo curioso es que no se trata de una exageración ampulosa, sino que la historia de la Legión evidencia que el Credo se toma al pie de la letra.
Por su parte, el Código del Samurai establece: “No tengo padres, hago del Cielo y la Tierra mis padres. No tengo poder divino, hago de la honestidad mi poder”. Para ingresar en la Orden de los Caballeros Teutónicos solamente era preciso ser alemán, pertenecer a la nobleza (casta guerrera), tener más de 14 años y respetar los votos de pobreza, castidad y obediencia, “dispuesto a subordinarlo todo a la grandeza de la orden y a batirse sin esperanza de reposo”. Todo un programa. La Guardia Imperial napoleónica, los “gruñones”, tras la retirada de Moscú, y verse obligados a beber la sangre de los caballos mezclada con nieve, perseguidos por las tropas de Kutusov, proclaman orgullosos que ni un solo de sus hombres, conforme a su código, ha desertado y su jefe, Curial, escribe: “Ningún hombre ha abandonado sus filas, sino enfermo o congelado, muerto u occiso; ni uno solo por desmoralización o por deserción”; y mientras que en el ejército de leva se han multiplicado las exacciones y los saqueos, Lefebvre, el jefe de la Guardia Imperial, ha proclamado: “!Un soldado de la Guardia que no sabe apreciar el honor de pertenecer a este cuerpo no es digno de él!”. El pillaje era incompatible con la permanencia entre los “gruñones”. No hubo pillajes allí por donde pasaron. El pillaje implicaba posesión y la posesión era una forma de aferrarse a la vida y dar la espalda al ideal. Nacemos sin nada. Morimos sin nada. Tal es la ley. O bien, “Nada de más”, tal como estaba cincelado sobre una de las columnas que daban acceso al Templo de Delfos, en la Grecia dórica y aquea.
El Ego es hábil en la creación de coartadas, tranquilizadoras; sus múltiples rostros –el Diablo ya dijo a Cristo en el desierto: “Mis yos son legión”- en mutación permanente, se suceden trepidantemente. Uno de ellos es el “ego heroico”, cuando el sujeto se cree llamado a realizar hazañas sin límite y fantasea sobre su valor en tiempos de paz; pero cuando está ante la situación comprometida, en la hora de la verdad, en ese mismo sujeto aparece otro yo que le dice: “Huye, no es el momento de ser héroe, quizás mañana. Hoy no. Vas a palmar, cabronazo”. Y el sujeto huye, haciendo caso de ese yo, cobarde hoy que le promete heroísmo mañana.
Para colmo, el Ego tiene tendencia a realizar un proceso de identificaciones que lo alejan de sí mismo, es decir, de su verdadera naturaleza: ve una película y se identifica con el protagonista; esto es, deja de ser él mismo, para identificarse con el protagonista. Está alienando su personalidad. Porque, a fin de cuentas, lo que importa en la vida es ser nosotros mismos, ser consciente de lo que somos y de quienes somos, de nuestras potencialidades y de lo que llevamos dentro de nuestra naturaleza.
El Ego, tiende a construir una superestructura artificiosa que nos aleja de nosotros mismos y nos impide conocernos en profundidad. Por todo ello, el Ego es negativo y superficial y, como tal, no tiene sentido dentro de la milicia.
¿Qué tiene todo esto que ver con las novatadas? Mucho. Cuando el recluta entra en el campamento, tiene un Ego excepcionalmente crecido. Es el Ego que deriva de su anterior vida burguesa o de sus aspiraciones que tienden a cristalizar en el modelo burgués. Y ese Ego burgués no tiene entrada en la milicia. Hay que despedazarlo, destruirlo y hacerlo desaparecer lo antes posible. ¡Qué crueldad!, dirán algunos. En absoluto: si se elige la vía del sacerdocio hay que aceptar las reglas de juego. La castidad, por ejemplo. Tu semen, sacerdote, no dará frutos, pero, a cambio, te acercarás a la experiencia de la trascendencia. Lo que vale para el honesto burgués medio, no vale para el sacerdote. Y no digamos al guerrero: si entras en la milicia, desengáñate, compañero, no es para repartir bocadillos a los niños del Tercer Mundo; es posible que lo tengas que hacer porque te lo han ordenado, pero tu vía y tu destino son otros: darlo todo por una causa. ¿Entiendes? Darlo todo, aunque no te lo haya dicho el ministro Bono. Y ese “todo”, no lo olvides, puede incluir también tu vida. Tendrás que dar algo más que bocadillos o peladillas.
Se entra en el ejército para servir, esto es, para renunciar: renunciar a la vida cómoda y templada, renunciar al poder hacer lo que me da la gana, renunciar al consumo desenfrenado y a los horarios grises de 9 a 14 y de 16 a 19 horas, con un mes de vacaciones y paga prorrateada. Eso es para otros, no para mí: yo soy un mílite, camarada. Se es militar en cualquier momento y situación. El Credo de la Legión, entre otros, dice frases tan rotundas y de una intensidad tan brutal como las que siguen, en base a las que se esculpió el “estilo legionario”:
“El Espíritu de Sufrimiento y Dureza: no se quejará de fatiga, ni de dolor, ni de hambre, ni de sed ni de sueño. Hará todos los trabajos: cavará, arrastrará cañones, carros, estará destacado, hará convoyes, trabajará en lo que le manden.
El Espíritu de Acudir al Fuego: la Legión, desde el hombre solo hasta la Legión entera, acudirá siempre donde oiga fuego, de día, de noche, siempre, siempre, aunque no tenga orden para ello.
El Espíritu de Disciplina: cumplirá su deber, obedecerá hasta morir.
El Espíritu de Combate: la Legión pedirá siempre combatir, sin turno, sin contar los días, ni los meses, ni los años”.
Si alguien ha elegido la vía de la milicia para ilustrar su existencia en la tierra, será mejor que se haga a la idea de que esto es lo que le espera antes de firmar el boletín de enganche. Es evidente que por buena disposición que se tenga, nadie, en principio, está dispuesto a considerar la posibilidad de realizar tales sacrificios. Es su espíritu burgués, el “viejo hombre” que anida en él, a la hora de cruzar el umbral del cuartel lo que se lo impide. El burgués tiene otra norma de vida, como el sacerdote también tiene otra. No es grave. Pero, a partir de cruzar el umbral sobre el que una frase escueta apenas dice “Todo por la Patria”, empieza el proceso de transformación del burgués en milite. Y lo primero que debe hacer es superar las limitaciones de su Ego. Y es entonces cuando la novatada opera efectos miríficos.
El recluta, en principio, es rapado al cero o al dos; se convierte en un “quinto peloncho”. No es que el pelo moleste más o menos, ni que la higiene cuartelera quede salvaguardada, es que, con el pelo empieza a caer el “hombre viejo”. Cuando el barco nos condujo a Mallorca, durante mi servicio militar, el aspecto de la futura tropa, aún vestida de civil, era francamente lamentable: individuos con pantalones campana de color “azul SEPU”, pelo desgreñado, frecuentemente grasiento, la cutrez personificada en muchos, en otros, presente la falta de estilo, incluso al caminar. Al día siguiente, el aspecto de la tropa había cambiado: aquello empezaba a ser una unidad. Hasta los más garrulos parecían haber adquirido una nueva dignidad tras el pelado al dos y el uso del uniforme aún encarcarado. Algunos lamentaban aquel aspecto y añoraban sus melenas y los pantalones campana. Lamentablemente, no les habían explicado que se corta el pelo al cero como primera mortificación del Ego. El Ego no tiene entrada en el cuartel.
Y, por lo mismo, la novatada es preceptiva: aunque los veteranos lo hayan olvidado, no es que se burlen del soldado tal o del soldado cual, es que se están burlando, están escarneciendo al Ego de fulano o al Ego de mengano; que es muy diferente. Y este es el sentido principal de la novatada: contribuir a destrozar el Ego del nuevo recluta. El Ego es propio del “individuo”; en la milicia, un grupo de “individuos” debe dejar de ser tal, para convertirse en una “unidad”. La “unidad” no es la suma de individuos, sino un solo organismo. Uno sólo, la unidad es lo contrario de la suma de individualidades.
No se nacía espartano: uno debía forjar su carácter para “ser” espartano. A partir de los siete años, los niños fuertes y sanos, recibían el “agoge”, la educación que durará hasta los veinte años. Para salir airoso era preciso triunfar cada día en la tarea; de lo contrario, el que fracasaba, no tenía lugar entre los “iguales”, pasaba a ser un “perieco”, cuyos derechos estaban disminuidos. Haga frío o calor, lucirá siempre las mismas ropas. Caminará descalzo. Dormirá sobre un trenzado de cañas que, además, deberá realizar él mismo, sin instrumento alguno. Recibirá del Estado la llamada “sopa de bodrio”, un pobre plato hecho con tocino, sal y vinagre. Si tenía más hambre, podía robar… pero si se le descubría robando se aplicaba la más dura ley de Licurgo; así desarrollaba el espíritu de iniciativa, la prudencia, el gusto por el riesgo y la habilidad. Combatirá con el cuerpo completamente desnudo. Si sufre, no deberá demostrarlo jamás, ni por el gesto, ni por el grito o el suspiro. Toynbee dirá de este sistema educativo que “su idea se basa en la selección, la especialización y la emulación”. Pero estos rudos soldados, son también, hábiles conversadores: cada noche, tras la cena, el jefe de cada mesa entrena a sus jóvenes en la socialización. Les enseña a conversar de manera ingeniosa, contestar de manera concisa, con respuestas que no contengan la menor sombra de duda, a las cuestiones más intrincadas y maliciosas. En la vida militar, las órdenes tienen que ser siempre claras, escuetas, sin sombra de duda. Aprende también a cantar junto a sus camaradas (la voz única que parece salir del fondo de las unidades de combate evidencia que alimentan un espíritu único).
Como decía el Canto XIII de la Ilíada –otro monumento de la tradición guerrera europea- “La lanza se cruza con la lanza, el escudo se pega al escudo. Y el uno se apoya en el otro, el casco al casco, el hombre al hombre. Los penachos se tocan con cimeras chispeantes, al doblarse las cabezas, tan apretadas están las filas. Ondulan las lanzas, entre las manos audaces, sacudidas. Los pensamientos son rectos, el deseo es de batalla”. Cada 16 espartanos formaban una “sistia” o cofradía, vivían, comían, se entrenaban, se divertían y combatían juntos. Se entraba en esta “sistia” por unanimidad. Un solo voto en contra suponía el rechazo del candidato. La “sistia” no era la suma de 16 hoplitas individuales, sino una “unidad”, con una sola alma, con una sola reacción ante los mismos espíritus, con una cohesión vincular extrema entre sus miembros, sin fisuras, sin puntos débiles, en donde la igualdad es absoluta y las “personalidades geniales” o los egoísmos individualistas, están proscritas. No hay lugar para la desconfianza, la rivalidad o el resquemor entre los miembros de la “sistia”.
El hoplita espartano permanecerá durante cuarenta años junto a sus camaradas. Sólo la abandonará si se comporta cobardemente en la batalla o de forma indigna, o bien si muere. No hay lugar para el Ego en la “sistia” espartana.
A medida que el Ego decrezca, crecerá su naturaleza militar: es preciso que una mengüe para que la otra crezca. No hay espíritu militar, ni guerrero posible con un Ego, más hinchado que los mofletes de un trompetista.
Existe un concepto que trabajaremos más adelante, el de la “impersonalidad activa”, que anida allí en donde el Ego se ha reducido a la mínima expresión. Esta impersonalidad activa es el signo distintivo del guerrero.
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