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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Análisis Geopolítico de España (V)

Análisis Geopolítico de España (V) Redacción.- Presentamos la penúltima entrega de este ensayo sobre la geopolítica de España. Se trata de la segunda parte de las reflexiones en torno a España considerada como “poder marítimo” o “poder naval” que fue abordada en la segunda entrega de este trabajo. Prácticamente con esta aportación completamos este estudio del que únicamente faltan por elaborar las conclusiones y que en las próximas semanas intentaremos articular y organizar en un único ensayo desarrollando estos capítulos que, en el fondo, son casi notas periodísticas.

LA CRISIS Y LA PERDIDA DEL SENTIDO DE ESTADO

La configuración geográfica de España determina que en su proyección exterior, se vea limitado por el hecho de ser una península. Esta península está situada en el confín de Eurasia: tiene una doble vertiente, Atlántica y Mediterránea. Mientras que por tierra se encuentra limitada a la frontera pirenaica, son los mares los que abren los horizontes geopolíticos de España.

El drama de nuestro país consiste en que a partir de la batalla de Trafalgar, su poder naval resultó absolutamente pulverizado y ya no estuvo en condiciones de asegurar la neutralización de las tendencias independentistas de las nacientes burguesías locales iberoamericanas. En pocos años se perdieron las colonias y cuando España logró, hacia finales del siglo XIX haber reconstruido un mínimo poder naval, la escuadra fue barrida por la estadounidense. A partir de ese momento y hasta nuestros días, la capacidad naval española ha estado a mínimos y solamente en los años del franquismo logró disponer de una industria naval, fundamentalmente orientada hacia la construcción civil, pero que no dispuso nunca de presupuesto suficiente como para reverdecer nuestro poder naval.

De hecho, mientras duró el período imperial de los Austrias, España alternó la capacidad naval con la terrestre. Pero resulta evidente que alternar estos dos dominios tenía contrapartidas negativas: no poder especializarse en ninguno. En aquellos mismos siglos, Inglaterra, fue desarrollando una marina progresivamente más poderosa que, finalmente, logró llevar su pabellón a todo el mundo y asegurar un siglo XIX de crecimiento industrial acelerado. Esto, unido a los yacimientos de hierro y hulla, aseguró la preponderancia británica en el XIX. Pero en España, en ese mismo momento, fallaron tres elementos básicos que hicieron que España perdiera el paso de la modernidad: faltó la estabilidad política y sobraron las discordias civiles interminables a lo largo de todo el siglo; faltaron materias primas y, faltó, por tanto posibilidades de desarrollo industrial; finalmente, amputado el poder naval, España se recluyó en sí misma sin grandes posibilidades de proyectarse hacia el exterior. Así se perdió el siglo XIX. España pasó a ser una “potencia atrancada” según la denominación que Haushoffer puso a aquellos países que veían su poder inmovilizado por falta de materias primas y de energías vitales interiores. Lo segundo fue reconocido y paliado por la Generación del 98, pero lo primero resultó un handicap irremediable (a pesar de que España y Suecia se transformaron en exportadores de hierro a Inglaterra cuando éste se agotó en las islas británicas.

Las crisis políticas que se desarrollaron al entrar en el siglo XIX y que han proseguido, prácticamente sin fin hasta nuestros días (entendemos que la situación autonómico-constitucional actual es la enésima evidencia de esa inestabilidad) han demostrado suficientemente la incapacidad de España y del pueblo español para comprender lo que es el Estado, la misión del Estado, las políticas de Estado, la vinculación entre el Estado y la Nación y la situación superior del Estado sobre las facciones políticas que se disputan su administración. Todo esto ha generado una situación de inestabilidad cuya primera característica ha sido la impermanencia y la facciosidad irreconciliable de las partes.

De hecho, el mayor alegado contra los nacionalismos vasco y catalán es que precisamente en esas dos nacionalidades (las llamamos nacionalidades y no simplemente regiones en tanto que disponen de rasgos identitarios propios y siempre han sido partes personalizadas de un todo, aun cuando no hayan alcanzado nunca situaciones de independencia tal como se conciben en nuestros días, sino más bien, regímenes forales particulares) encarnan, mejor que cualquier otra, el ser y la personalidad españolas. De la misma forma que se habla de las “dos españas”, así mismo puede aludirse a los “dos Países Vascos” o las “dos Catalunyas” con la misma facilidad: la Catalunya de Maciá no es la de Cambó, la de Gaudí no es la de Dalí, ni el País Vasco de Arana es el de Baroja o Unamuno.

La disparidad de caracteres que se da en nuestro país, facilitada, además por la dispersión de los núcleos geo-históricos, parece inhabilitar a nuestro país, al menos desde inicios del XIX para comprender lo que es la “misión del Estado y de la Nación” en la modernidad.

Ahora bien, uno de los rasgos habituales del “poder terrestre” es la capacidad para estructurar Estados complejos y dotados de un fuerte sentimiento de “misión” y “destino”. Este no es el caso de la España actual. Su sentido colectivo del Estado pareció agotarse a finales a lo largo del siglo XVIII. Y, desde entonces sigue ausente, con breves centelleos puntuales, más en personalidad aisladas que en movimientos políticos de masas.

LAS ORIENTACIONES GEOPOLITICAS DEL FRANQUISMO

En este sentido, es preciso reivindicar al franquismo como uno de los momentos específicos de la historia de España, que no se trata de juzgar en términos de actualidad política. El franquismo surgió de una revuelta militar contra la legalidad republicana, una legalidad que no lograba sacar a España del empantanamiento secular de los dos últimos siglos: por que, a pesar de las buenas intenciones, los intentos liberales y especialmente los de la II República, se habían traducido en sonoros fracasos históricos. Afortunadamente, en los últimos años, ha aparecido una tendencia revisionista que ha cuestionado la versión tan políticamente correcta como maniquea que ve en la República una legalidad lacerada por la una insensata revuelta militar. Las cosas son mucho más complejas.

El franquismo, históricamente, recompuso una política de Estado y, sobre todo, supuso una concentración de esfuerzos –bajo la forma de una dictadura- para lograr recuperar el paso con la industrialización. La historia enseña que, tanto en España como en Rusia, países atrasados en el primer tercio del siglo XX, la única forma de lograr recuperar el terreno perdido, consiste en concentrar esfuerzos, subordinar cualquier energía al desarrollo económico y planificarlo evitando el riesgo de cambios políticos bruscos que adopten decisiones contradictorias. Es innegable que el franquismo estuvo lejos de los estándares democráticos que entonces se daban por Europa, pero no es menos cierto que el atraso industrial de más de un siglo que tenía la España de 1939, entró en vías de superación. La España democrática de 1979, fue posible gracias al crecimiento de las fuerzas productivas realizado durante los veinticinco años anteriores (a partir del Plan de Estabilización) que, a partir de cierto punto, para seguir progresando, precisaban de un marco democrático (que permitiera la apertura de nuevos mercados a través de la integración en la entonces llamada Comunidad Económica Europea.
Resultaría difícil juzgar en términos políticos actuales la tarea histórica de Napoleón reduciéndola a un simple golpista contra el Directorio, o bien limitando el papel político de Stalin a ser un gran masacrador. Ciertamente, Napoleón era un general poco dispuesto a ser eternamente un segundón en manos de un directorio de limitada talla, y Stalin debió afrontar problemas de modernización, conflicto y conspiraciones muy reales en el interior, pero fue algo más que un gran represor. En el momento en que el franquismo sea analizado como una parte de la historia de España en lugar de cómo un elemento de caracterización (y caricaturización) política del presente, habremos ganado perspectiva y madurez histórica.

El hecho de que el núcleo inicial del franquismo fuera un grupo de oficiales africanistas que habían vivido la experiencia de la guerra de África y, en buena medida, se tratara de oficiales brillantes, técnicos en estrategia que habían actualizado sus conocimientos al paso con los importantes avances de la ciencia militar y de las ciencias geográficas que se produjo en el primer tercio del siglo XX, generaron el que, tras la derrota de las potencias del Eje –a las que Franco era altamente tributario, pero a las que no ayudó en la medida requerida por la situación estratégica creada por la primera fase de la Segunda Guerra Mundial- la clase política del franquismo se viera obligada a establecer una política exterior (y en buena medida una geopolítica, no olvidar que buena parte de los investigadores alemanes terminaron residiendo en España a partir de 1945 e incluyeron en el interior del régimen aportando sus conocimientos y asesoramiento técnico) que, fue aplicada durante 20 años ininterrumpidamente [ver nuestro artículo sobre “Política Exterior española, de Castiella a ZP”].

El franquismo insistió en desarrollar una innegable potencialidad marítima que se tradujo en un formidable impulso a la construcción naval con fines comerciales, que no tuvo su paralelo en la reconstrucción de una flota potente y dotada de los más modernos adelantos técnicos. Entre 1956 y 79, España se vio obligada a aprovechar el detritus naval norteamericano y jamás pudo llevar a efecto un programa naval que superara el atraso secular generado a partir de Trafalgar, Cavite y Santigo de Cuba.

Para el franquismo resultó evidente que España solamente podía reconstruir su potencia a través de los mares. La amistad que le deparó la Argentina de Perón y la tarea de los ideólogos de extracción falangista del régimen, impuso la recuperación de la “hispanidad” como eje central de una política exterior mucho más ambiciosa de lo que parece hoy y que tuvo traslaciones en todos los terrenos: desde la creación del Instituto de Cultura Hispánica, hasta la celebración del Congreso Hispano-Luso-Americano-Filipino, o incluso al mantenimiento de relaciones con Cuba, incluso tras la subida de Castro al poder, pasando por iniciativas tácticas mucho más banales como la participación en los festivales de la OTI (Organización de Telecomunicaciones Iberoamericanas) o el impulso de emisiones de TV transcontinentales como “Trescientos Millones”. Estas iniciativas, así como la presencia de jóvenes iberoamericanos en los congresos anuales organizados por la Delegación Exterior del Frente de Juventudes, tendían a establecer puentes con Iberoamérica, que revalidaban los nexos históricos del pasado, justo en el momento en que parecía difícil que de Europa pudiera llegar otra cosa que no fuera una riada turística, pero, desde luego, mucho menos capitales y un régimen de aranceles bastante desalentador.

Ahora bien, los problemas que afrontaba el franquismo impedían que en este terreno –como en la creación de una fuerza fuera nuclear española cuya creación, Carrero Blanco contempló a finales de los años 60 e intentó llevar a la práctica hasta el momento mismo de su muerte- se pudiera ir muy lejos. Lo importante era que estaban sentadas las bases para el futuro.

EL DESMANTELAMIENTO DE LA POLITICA EXTERIOR

En lugar de considerar al franquismo como historia y como acción de gobierno, a partir de 1977 y especialmente de 1997, se rompió con todas estas iniciativas. La idea de la “hispanidad” empezó a ser denostada como reaccionaria. El intento del PSOE de proyectar nuevamente el papel internacional de España a través de los “eventos del 92” quedó limitado y fue incapaz de insuflar lo esencial: el sentido de cooperación en el marco de la idea de “hispanidad”, retenida como reaccionaria. En lugar de eso, tanto en la Expo, como en el entramado de las celebraciones del V Centenario, se empezó a exaltar el “mestizaje” y se pidieron disculpas taxativas al trato que los Conquistadores dieron a los indígenas. A decir verdad, poco había de que disculparse. Ciertamente, las culturas indígenas habían desaparecido, pero es innegable que esta desaparición se produjo, no tanto por la acción de un pequeño puñado de conquistadores sino por que sus posibilidades vitales interiores se habían agotado. No eran otra cosa que una superestructura burocrático administrativa, tiránica, que se desmoronó con la mínima presión, abandonada especialmente por sus propios súbditos.

Cuando se alude a “mestizajes interculturales”, de ahí resulta absolutamente imposible detraer algún tipo de criterio geopolítico aplicable a la orientación de las relaciones internacionales: lo que se está haciendo es reactualizar el papel de culturas que fueron barridas por la historia y que no tienen lugar en la modernidad, culturas que tienen interés para los antropólogos, etnólogos e historiadores del pasado, pero no para la creación de lineamientos políticos del presente.

El problema era que, realmente, los socialistas creían que este mestizaje era “justo y necesario”, mientras que al aznarismo le faltó tiempo y valor para no entrar en el juego de lo políticamente correcto.

La cuestión es: el mestizaje real existió solamente en Centroamérica y en los países andinos donde el peso de los indígenas sudamericanos era mayor, pero estuvo casi completamente ausente en el cono sur. Además, es innegable que absolutamente en toda Iberoamérica, incluida Cuba, las élites gobiernantes eran étnicamente descendientes de los colonizadores europeos (hasta el punto de que países como Argentina son, en realidad, “latinoamericanos”, más que “iberoamericanos” en sentido estricto). Reconocer este hecho, es reconocer por donde ha discurrido la historia: las clases dirigentes iberoamericanas han sido de origen europeo, los indígenas han estado casi completamente ausentes o han protagonizado episodios que no han desembocado en formas estables. En estos momentos, en países andinos como Bolivia, estamos asistiendo al reverdecer del indigenismo. Va a ser cuestión de analizar de cerca la evolución de este pais (y de los vecinos) para advertir si, realmente, el indigenismo es capaz de insertarse en la modernidad o, simplemente, se trata de un fenómeno de rechazo al fracaso de formaciones políticas tradicionales.

Por nuestra parte, consideramos a dichos movimientos como inestables: de la misma forma que inicialmente absorbieron los valores del catolicismo llevados por los colonizadores, perdieron en pocas décadas sus propias tradiciones, se sumaron al consumismo y a los valores de la cultura americana en los años 70-80, fueron objeto preferencial de penetración de las sectas evangélicas y de los cultos exóticos llegados de EEUU (en los 90), su reverdecer en estos momentos se realiza sobre el vacío. En efecto, las tradiciones indígenas son tradiciones muertas, de las que apenas queda constancia en los libros de antropología y en los estudios especializadotes sobre chamanismo y cultura andina, pero que, en la práctica no son otra cosa que unas pocas costumbres tribales que han subsistido hasta nuestros días, habiéndose perdido el eje central de esas tradiciones y no existiendo ninguna transmisión directa capaz de reconstruirlas. A pesar de lo que se suele decir en Bolivia y Perú, nuestra opinión es que, en los siglos XVII y XVIII se agotaron completamente los filones centrales de las culturas indígenas americanas, permaneciendo sólo algunos aspectos parciales, folklóricos y costumbristas a partir de los cuales resulta imposible reconstruir el conjunto.

La Hispanidad es el único criterio cultural capaz de establecer un denominador común y una referencia universal para todos los países de Iberoamérica sobre la que fundamentar una cooperación común y un proceso de convergencia (que, en la actualidad solo puede ser económico) capaz, no solo de propulsar sus maltrechas economías, sino además, de establecer puentes con Europa a través de España.

EXIGENCIAS DEL PODER NAVAL

Ahora bien, decir “potencia marítima” implica necesariamente aludir a los rasgos que acompañan a este tipo de poder: el carácter comercial.

Los fracasos históricos del siglo XIX generaron el atraso económico de España. La falta de una industria de exportación hizo que España no destacara como potencia comercial. El Imperio Español, por lo demás, se había forjado con la idea mesiánica de expandir la catolicidad, lo que le dio una solidez misional y un destino histórico en cuya realización se agotó y desangró. En este sentido, tanto Colón como los Reyes Católicos tenían excepcionalmente claro que en el Nuevo Mundo se encontraba un nuevo terreno para obtener buenos rendimientos económicos que permitirían, entre otras cosas la organización de una nueva cruzada en Tierra Santa. El problema fue que, a medida que fue acentuándose la decadencia española, la colonización mostró ser un “mal negocio”: la piratería siempre hizo que no llegaran a España los beneficios de la colonización y la precariedad de los tránsitos marítimos unidos a climatologías adversas hicieron que parte de lo obtenido con la explotación de las riquezas naturales se perdiera por el camino. Este hecho, unido a la formación de incipientes burguesías locales, indujo a la independencia progresiva de las naciones americanas.

Pero hasta el último momento se demostró que existía una posibilidad muy cierta y real de que España y los españoles representáramos un papel de primer orden en los intercambios comerciales entre ambos lados del Atlántico: el papel de los “indianos” no puede ser olvidado, sino que es preciso reivindicarlo como uno de los momentos más creativos y vitales de nuestra trayectoria como pueblo. Prácticamente, toda la geografía española produjo esta raza de hombres indómitos, llamados al comercio y a la aventura de ultramar. Ciertamente, no todos ellos, obtuvieron ingentes beneficios, pero si es rigurosamente cierto que a partir de ellos, se generaron dinastías económicas que tuvieron importancia a lo largo de todo el siglo XIX español y que incluso existen en nuestros días. Hombres de la talla de Joan Güell i Ferrer, de los hermanos Vidal-Quadras, del gallego Pedro Ximeno, de Joseph Xifré, de los Partagaz y de tantos otros muestran que nuestro pueblo, si está dotado para el comercio, tal como, por lo demás, confirman hoy la presencia de empresas españolas en Iberoamérica y el hecho de que sea España el principal inversor en aquella zona.

Pues bien, esta tendencia debe hacernos pensar que el destino geopolítico de España consiste en aumentar su poder naval. Incluso dentro del marco de la Defensa Europea Común, asegurar con nuestras propias fuerzas, el control del eje central del Mediterráneo Occidental (el mismo que ya fue la columna vertebral de la expansión marítima de la Corona de Aragón a partir de las costas mediterráneas de España y del portaviones balear), dando sentado que el flanco norte está cubierto por la marina francesa e italiana y el flanco sur, hoy, como ayer, es inestable y hostil.

Por otra parte, en el Atlántico, es indispensable fortalecer el eje Cádiz – Canarias (que, como prolongación del eje Alborán – Baleares) constituye la columna vertebral de nuestro glacis defensivo, con tres objetivos:

1) Asegurar una política contención respecto al Magreb en cuyo contexto hay que incluir la cláusula de salvaguardia de los derechos y libertades del pueblo saharui,

2) Garantizar la libre navegación por el Atlántico Sur a partir de Canarias y la integridad del tráfico entre marítimo entre los países de la Hispanidad, y

3) Asegurar el último tramo de la ruta del petróleo del golfo pérsico hacia Europa.

España, en definitiva, debe mirar nuevamente hacia el mar. El fracaso de la política exterior norteamericana en Oriente Medio y su aislamiento creciente, el desmantelamiento efectivo de la Alianza Atlántica, la creación progresiva de un sistema integrado de Seguridad y Defensa Europea, abren las puertas a que las naciones de la Hispanidad conviertan de nuevo, como en los siglos XVI y XVII al Atlántico Sur en algo similar a un “mare clausum”.

Para asumir una tarea de estas características es, ante todo, imprescindible disponer de una industria naval propia, con una cartera de pedidos que justifique su existencia y a través de la cual se pueda abordar un programa de construcciones navales que garantice la existencia de una flota de superficie y submarina en condiciones de asegurar la integridad de los mares.

Además, de esta idea “oceánica” de España derivan también una serie de exigencias mínimas de política exterior:

1) Apoyar a Argentina en su recuperación de las Islas Malvinas y de las Georgias del Sur, posiciones clave ante el Estrecho de Magallanes y la Antártica y para garantizar la seguridad en la navegación por el Atlántico Sur.

2) Acelerar la retrocesión de Gibraltar, reconociendo -lo que parece ser el principal problema de la cuestión-, un estatuto especial para los “llanitos” que garantice sus actuales medios de vida, pero bajo soberanía española.

3) Apoyar las iniciativas francesas de presencia en el África Subsahariana, así como los programas de cooperación europea con esta zona deprimida. Apoyo a Portugal en el mantenimiento de lazos privilegiados con sus antiguas posesiones africanas. En este sentido, la norma que debe regir la cooperación al desarrollo y los paliativos a la caótica situación africana son: apoyo a cambio de seguridad y bases avanzadas.

Estos tres puntos marcan las prioridades de una política de Estado en el área atlántica. Una política que, aun siendo autónoma, debe ser encuadrada dentro del marco de la Unión Europea y que tiende a realizar el destino geopolítico de España: una vocación de integración en tanto que extremo occidental de Eurasia y una vocación oceánica propia en tanto que “madre patria” de los países de la Hispanidad.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

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