LA VELOCIDAD Y EL FONDO
Redacción.- Llegaron las Olimpiadas. Pocas pruebas deportivas son tan espectaculares como contradictorias; efectivamente las carreras de velocidad, y en especial la prueba reina de los 100 metros lisos, comparadas con las grandes maratones de 40 km, situadas ambas en las antípodas del atletismo de competición, corresponden a tipos humanos bien precisos y a actitudes vivenciales y existenciales perfectamente definidas.
Lo que se enfrentan en estas dos competiciones es la fuerza momentánea, descargada casi instantáneamente, en menos de 10 segundos, con el vigor sostenido, la constancia y la resistencia de varias horas de marcha. O inmediatez, o larga duración.
En tiempo pasado, desde los Juegos Olímpicos clásicos nos llegó la figura del atleta completo, aquel único triunfador en todas las especialidades deportivas, que ascendía al podio del vencedor y por único premio recibía el laurel reconocimiento de su gloria que le equiparaba a un dios. Era el dios o el héroe tutelar de tales o cuales juegos el que se había hipostatizado sobre el atleta y le había hecho triunfar. Los aplausos y vítores que recibía éste no eran sino el reconocimiento que el público tributaba al dios encarnado en el vencedor. Y si había vencido era, no tanto por causa de sus cualidades como atleta, como por su vida pura y justa; eran estas precisamente, las que al existir, al guiar el estilo de vida del atleta, le conferían potencia, fuerza física y destino de vencedor; no al revés. Tal era el sustrato ideológico de los Juegos Olímpicos: los grandes valores se reconocían en la naturaleza del vencedor.
En aquel tiempo lejano, eran las carreras de fondo las que enardecían al público. Parecía como si aquellas civilizaciones que dilataban su existencia a lo largo de los siglos, se reconocieran en la figura del atleta que no agotaba su carrera en una estrecha franja de terreno, sino que parecía querer recorrer el mundo por la sola virtud de sus músculos.
Hoy, sin embargo, esta tendencia se ha invertido en buena medida. La "prueba reina" del atletismo lo constituyen los 100 metros lisos, ella es seguramente la que hace converger mayores atenciones e intereses y en donde cada Olimpiada deja más comprimido el límite de las posibilidades humanas. Pero esto es también un "signo de los tiempos".
Se ha dicho que las civilizaciones antiguas devoraban el espacio y las modernas el tiempo. Esta contradicción ya ha sido examinada en otro lugar y a ella remitimos. Pero hay otro elemento a destacar en estos dos tipos de competiciones, y es la concentración necesaria para llegar al final.
Haciendo abstracción de los aspectos más desagradables del atletismo moderno, en lo que de espectáculo mediático tienen y en los aspectos más problemáticos de la preparación física de los atletas realizada en cierta medida a base de productos químicos y farmacéuticos que alteran su organismo, hechos ambos que los sitúan muy lejos del espíritu que animo a los Juegos Olímpicos clásicos, es cierto que el atleta precisa un nivel alto de concentración en sí mismo, de abstracción del mundo, de ruptura de lazos con lo consciente y de interiorización de su ser; y esto es tanto más imprescindible contra más dilatado es el esfuerzo que se requiere de él.
El atletismo tiene una manifiesta relación con los sistemas tradicionales de ascesis. Al igual que todo practicante del yoga, el atleta -incluso el moderno- sabe que una optimización de sus capacidades pasa a través de la regulación del ritmo respiratorio, que debe tender a realizar tal regulación de manera automática, esto es, refleja; que en todo el proceso de superación de una prueba, el cerebro debe pasar a segundo plano, debe intervenir lo menos posible, estar prácticamente anulado, en beneficio de un instinto, una implacabilidad y una determinación que no derivan de procesos mentales. Es más, precisamente los ejercicios de concentración previos a la ejecución de una prueba, no tienen como finalidad sino anular, o debilitar al máximo posible, la presión ejercida por el cerebro consciente sobre el cuerpo físico. Y es en ese preciso momento cuando el cuerpo parece liberado de un lastre, cuando la máxima olímpica "más lejos, más alto, más fuerte", se convierte en una realidad.
Difícilmente aquellos atletas que dan óptimos resultados en carreras de velocidad, los consiguen en competiciones de fondo. Ya sea por estructura física, por afinidades selectivas, quizás por el azar, unos se decantan hacia unas especialidades y otros derivan a las contrarias; pero existe en ambos un denominador común: el atleta digno de tal nombre siempre ha sabido unificar en el momento de la prueba los distintos vectores de su personalidad en uno solo, dirigido hacia la victoria. De la misma forma que el yogui concentra toda su atención en un solo punto -estado de "shamadi"- el atleta se fija como único fin, la victoria.
Que vuestra vida sea una carrera de fondo que requiera de vosotros larga concentración e implacabilidad en el día a día.
Lo que se enfrentan en estas dos competiciones es la fuerza momentánea, descargada casi instantáneamente, en menos de 10 segundos, con el vigor sostenido, la constancia y la resistencia de varias horas de marcha. O inmediatez, o larga duración.
En tiempo pasado, desde los Juegos Olímpicos clásicos nos llegó la figura del atleta completo, aquel único triunfador en todas las especialidades deportivas, que ascendía al podio del vencedor y por único premio recibía el laurel reconocimiento de su gloria que le equiparaba a un dios. Era el dios o el héroe tutelar de tales o cuales juegos el que se había hipostatizado sobre el atleta y le había hecho triunfar. Los aplausos y vítores que recibía éste no eran sino el reconocimiento que el público tributaba al dios encarnado en el vencedor. Y si había vencido era, no tanto por causa de sus cualidades como atleta, como por su vida pura y justa; eran estas precisamente, las que al existir, al guiar el estilo de vida del atleta, le conferían potencia, fuerza física y destino de vencedor; no al revés. Tal era el sustrato ideológico de los Juegos Olímpicos: los grandes valores se reconocían en la naturaleza del vencedor.
En aquel tiempo lejano, eran las carreras de fondo las que enardecían al público. Parecía como si aquellas civilizaciones que dilataban su existencia a lo largo de los siglos, se reconocieran en la figura del atleta que no agotaba su carrera en una estrecha franja de terreno, sino que parecía querer recorrer el mundo por la sola virtud de sus músculos.
Hoy, sin embargo, esta tendencia se ha invertido en buena medida. La "prueba reina" del atletismo lo constituyen los 100 metros lisos, ella es seguramente la que hace converger mayores atenciones e intereses y en donde cada Olimpiada deja más comprimido el límite de las posibilidades humanas. Pero esto es también un "signo de los tiempos".
Se ha dicho que las civilizaciones antiguas devoraban el espacio y las modernas el tiempo. Esta contradicción ya ha sido examinada en otro lugar y a ella remitimos. Pero hay otro elemento a destacar en estos dos tipos de competiciones, y es la concentración necesaria para llegar al final.
Haciendo abstracción de los aspectos más desagradables del atletismo moderno, en lo que de espectáculo mediático tienen y en los aspectos más problemáticos de la preparación física de los atletas realizada en cierta medida a base de productos químicos y farmacéuticos que alteran su organismo, hechos ambos que los sitúan muy lejos del espíritu que animo a los Juegos Olímpicos clásicos, es cierto que el atleta precisa un nivel alto de concentración en sí mismo, de abstracción del mundo, de ruptura de lazos con lo consciente y de interiorización de su ser; y esto es tanto más imprescindible contra más dilatado es el esfuerzo que se requiere de él.
El atletismo tiene una manifiesta relación con los sistemas tradicionales de ascesis. Al igual que todo practicante del yoga, el atleta -incluso el moderno- sabe que una optimización de sus capacidades pasa a través de la regulación del ritmo respiratorio, que debe tender a realizar tal regulación de manera automática, esto es, refleja; que en todo el proceso de superación de una prueba, el cerebro debe pasar a segundo plano, debe intervenir lo menos posible, estar prácticamente anulado, en beneficio de un instinto, una implacabilidad y una determinación que no derivan de procesos mentales. Es más, precisamente los ejercicios de concentración previos a la ejecución de una prueba, no tienen como finalidad sino anular, o debilitar al máximo posible, la presión ejercida por el cerebro consciente sobre el cuerpo físico. Y es en ese preciso momento cuando el cuerpo parece liberado de un lastre, cuando la máxima olímpica "más lejos, más alto, más fuerte", se convierte en una realidad.
Difícilmente aquellos atletas que dan óptimos resultados en carreras de velocidad, los consiguen en competiciones de fondo. Ya sea por estructura física, por afinidades selectivas, quizás por el azar, unos se decantan hacia unas especialidades y otros derivan a las contrarias; pero existe en ambos un denominador común: el atleta digno de tal nombre siempre ha sabido unificar en el momento de la prueba los distintos vectores de su personalidad en uno solo, dirigido hacia la victoria. De la misma forma que el yogui concentra toda su atención en un solo punto -estado de "shamadi"- el atleta se fija como único fin, la victoria.
Que vuestra vida sea una carrera de fondo que requiera de vosotros larga concentración e implacabilidad en el día a día.
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