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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

GEOPOLITICA

Geopolítica del Mare Nostrum

Geopolítica del Mare Nostrum

Info|krisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia y buena parte de la misma discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten todavía en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737. El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado Bahr al Abiad al Mutawasat, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias, Dacia o la parte más occidental de Hispaniae fue para completar espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales, pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica en ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” que siempre tuvieron las ciudades griegas y que se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno abandonando el espacio geopolítico propio de Grecia y llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico era el Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización el que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado, frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico. Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Ese choque en el siglo XXI no está todavía definitivamente resuelto.

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano sólo pudo disponer de un vector terrestre –nunca más marítimo– que apuntase hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad.

De hecho, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y de… mestizaje (como todo “mercado”).

Los matices del Mediterráneo

Más allá del esquematismo entre “norte” y “sur”, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es sólo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo irakí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70, que se prolonga en la actualidad, ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia y Túnez a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla en el interior de la cual va aumentando la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur”. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trata de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). El islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un casus belli el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que, treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 500 millones. En apenas 65 años la población se ha duplicado. La zona (especialmente la orilla norte) se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000, en la actualidad 350.000.000  y se prevé que en quince años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación más espectacular, con todo, no es esta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar. Si a esto unimos la imagen de la mujer europea, desenfadada y erótica, en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales preferenciales. Más del 50% de los intercambios comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia, a la que ha seguido, como por azar, el estallido de las revoluciones verdes en Egipto, Túnez y Libia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables. Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Diez años después, estas diferencias se mantienen. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “investigación + desarrollo” sean casi completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los países árabes más avanzados en esta materia. Hoy, estas cifras son aún peores a raíz de las últimas convulsiones en la zona.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aún más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida en el Sur a gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único sin ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de tal inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos. El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofascista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedente de la edad media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado hasta su derrocamiento en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases más desfavorecidas y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción, siendo inseparable de ambos fenómenos. Si a estos unimos la presencia del Islam con su innata incapacidad para estimular el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y el modelo económico rentista hace imposible que cristalice una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que solo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolo (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Este va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados. Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección, eso generó una situación muy diferente a la que existe hoy en los Balcanes. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

© Ernesto Milá – infokrisis – ernesto.mila.rodri@gmail.com – Prohibida la reproducción de este texto sin citar origen.

 

El mundo cúbico (IV)

El mundo cúbico (IV)

5ª Arista

Damnificados de la globalización con recursos energéticos y progreso científico

Los azares del destino y de la distribución de los hidrocarburos han hecho que sea precisamente en países subdesarrollados en donde han aparecido las grandes bolsas de petróleo en los últimos veinte años. La previsión de escasez de petróleo para las próximas décadas ha convertido a estos países en objetivos de los actores geopolíticos tradicionales, especialmente de los EEUU cuyos yacimientos sobre territorio norteamericano pertenecen ya al cine de los años 50-60 y que, en la actualidad, es el gran importador mundial de petróleo. Los EEUU se han preocupado especialmente de redirigir hacia sus mercados los hidrocarburos procedentes del Golfo de Guinea y del Caribe y mediante las intervenciones frustradas en Irak y Afganistán han pretendido asegurarse el suministro petrolero del Golfo Pérsico (demasiado próximo geográficamente a la zona de influencia rusa como para que no tratar de estar presente militarmente).

Los EEUU y los consorcios petroleros que tienen allí sus sedes sociales han conseguido convertir lo que en principio era una riqueza para un país (el hallazgo de recursos energéticos), en una verdadera maldición. Eso se evidencia en uno de los aspectos de esta arista que une a los damnificados de la globalización con los recursos energéticos.

En efecto, las fuentes de energía, fatalmente distribuidos, ya fueron objeto de cuatro guerras entre Alemania y Francia en los siglos XIX y XX: un país poseía carbón, pero no hierro y el otro hierro, pero no carbón, así que la lucha por la posesión de Alsacia y Lorena centró 150 años de conflictos. Hoy, lo esencial de las reservas petrolíferas se encuentra en países con débiles democracias o simplemente en dictaduras tercermundistas. Los grandes beneficios que se esconden en su subsuelo han generado una ficción estadística del que Guinea Ecuatorial –“nuestra” Guinea- sea el paradigma: en apenas 10 años, Guinea pasó de las profundidades del PIB del continente africano, a uno de los primeros puestos. Sin embargo, la población sigue en la miseria. Ellos son los damnificados de la globalización. No así la élite dirigente que se agrupa en torno al clan de los Obiang y que absorbe los beneficios de la industria petrolera. En Nigeria ocurre algo similar: élites dirigentes enriquecidas, población dejada de la mano de Dios. Allí donde ha aparecido petróleo, se ha recortado, o simplemente ha desaparecido, cualquier sombra de libertades políticas y sin esperanzas de que algún día se puedan recuperar. La situación de los países del Golfo de Guinea es cada día más caótica, mientras que sus élites políticas dedican todo su tiempo a pensar dónde está más seguro el producto de su rapacidad, cómo gastárselo de la manera más escandalosa y como saquear más y más a sus pueblos.

En todos estos países se producen los mismos fenómenos: aumenta el PIB, pero no la riqueza de la población y la renta per cápita apenas experimenta leves subidas; se producen procesos de degradación y empobrecimiento de la sociedad; los regímenes políticos se anquilosan y restringen las libertades y los derechos sociales haciendo de su propia supervivencia el eje de sus políticas dictatoriales. En esto, por supuesto, cuentan con el apoyo de quienes detentan la propiedad efectiva de los recursos energéticos: las corporaciones petroleras y su punta de lanza, los marines de los EEUU y las oficinas del Departamento de Estado en el exterior, verdaderas centrales de control político que pasan por asépticas embajadas.

Pero las cosas no van mejor en el antiguo Primer Mundo en donde cada vez sectores más amplios de la población se incorporan al pelotón de damnificados de la globalización. En efecto, uno de los ejes por los que discurre la investigación científica son las llamadas “ciencias de la salud”. En África ha mejorado sensiblemente la situación sanitaria descendiendo las tasas de mortalidad infantil, las enfermedades endémicas y las epidemias siguen avanzando sin que ni los gobiernos, ni las empresas farmacéuticas, hagan gran cosa por paliar una situación que apenas sirve de otra cosa para que las ONGs las utilicen como excusas para seguir existiendo. Al margen de esto, en África los avances de las “ciencias de la salud” apenas han surtido efectos perceptibles para el grueso de la población y lo que ha ocurrido allí se reproducirá también en los próximos años en el antiguo Primer Mundo.

En efecto, el negocio que los grandes consorcios de financieros se desarrolla en un doble frente: de un lado comprar propiedades y tierras en el Tercer Mundo esencialmente y de otro la inversión en la investigación en el terreno de las “ciencias de la salud”. La nanotecnología, la criogenia y las terapias genéticas (NCT) son, como ya hemos dicho, los ejes de la investigación científica en esta primera mitad del siglo XX y de ahí el interés en la privatización de la sanidad que impone el neo-capitalismo desde las cúpulas de la alta finanza y los fondos de inversión. Porque, en el futuro, la sanidad “social” cubrirá tan solo prestaciones básicas, nada en comparación de lo que podrá obtenerse mediante la combinación de las terapias NTC y que solamente estará al alcance de quien pueda pagarlas.

La mayor parte de la población se acogerá a una sanidad  pública cada vez más limitada en sus prestaciones e incluso más problemática en sus logros mediante medicamentos de los que no se puede estar seguro de si curan unas enfermedades para suscitar otras y que suponen una prolongación de la medicina del siglo XX en el XXI. Los damnificados de la globalización en el antiguo Primer Mundo verán como cada vez tienen menos acceso a los tratamientos realmente eficaces y de vanguardia.

El corolario del encuentro entre estas dos caras del mundo cúbico en esta arista implica que si hasta ahora lo que han ido aumentando han sido las desigualdades sociales, a partir de ahora lo que irá en aumento serán las desigualdades en esperanza de vida, que se ocultarán mediante el recurso a las consabidas mentiras estadísticas, pero que ocultarán el hecho esencial: a saber, que la esperanza de vida entre los beneficiarios de la globalización y los damnificados de la globalización, gracias al progreso científica al que se pondrá precio, generará una mayor esperanza de vida en los primeros y una disminución de la misma entre los segundos. Y a ello contribuirá otro fenómeno que tiene mucho que ver con todo esto: la alimentación.

En la alimentación y en sus avances se percibirá perfectamente la diferencia entre damnificados y beneficiarios de la globalización. A los primeros se les ofrecerán alimentos procedentes de semillas genéticamente modificadas, con cualidades nutricionales disminuidas, riesgos alimentarios poco contrastados y repletos de conservantes en circulación pero con sospechas de no ser completamente inocuos. A los segundos, en cambio, tendrán alimentos de calidad cultivados especialmente para mercados de calidad a cuyos clientes no les importará pagar precios elevados a cambio de la seguridad de que tales alimentos poseen cualidades nutricionales. Parte de los alimentos procederá de zonas “conflictivas” del planeta en donde la falta de condiciones higiénicas, la climatología y la falta de escrúpulos de los cultivadores y criadores y de los intermediarios, correrá el riesgo de generar chispazos epidémicos con frecuencia cada vez menor y gravedad creciente. El riesgo de esta situación es que el flujo de tales alimentos de masas, generados en países del antiguo Tercer Mundo y consumidos entre las masas de damnificados de la globalización de medio mundo, puede verse interrumpido bruscamente por la aparición de epidemias que interrumpan la circulación de mercancías, generando hambrunas y situaciones de crisis alimentarias mundiales.

El poder y el peso de las industrias químicas harán imposible la denuncia de los perjuicios, directos e indirectos que puedan ocasionar, sea reconocido públicamente a fin de evitar perjuicios en la cotización de las acciones de tales consorcios. De hecho, esta situación ya se conoce en la actualidad y es presumiblemente responsable del aumento de determinados tipos de enfermedades. Y nada se hace, precisamente por no causar problemas a gigantescas corporaciones que pueden hundir a gobiernos o despojar de publicidad a medios de comunicación que viven de ellos. Lo que se avecina no será nada más que la prolongación extrema de lo ya conocido.

Pero siempre es posible que aparezcan en esta arista puntos, no solamente de confluencia, sino de tensión. Es por eso por lo que, para atenuar las posibles situaciones de crisis que pueden aparecer y que cristalizarían en la toma de conciencia de los damnificados de la globalización sobre su situación de “prescindibilidad”, que la cúspide del poder mundial, desde mediados de los años 70, ha habilitado amortiguadores. El gran amortiguador es el “entertaintment”. Y surte efectos.

Cuanto más damnificados por la globalización se concentran en determinadas zonas del planeta, más accesibles son los medios de distracción y entretenimiento. Los arrabales de Lagos, capital de Nigeria, una de las mayores acumulaciones chabolistas de la modernidad poblados por millones de menesterosos, así como las favelas brasileñas, los poblados andinos, los cinturones de miseria que rodean a las ciudades magrebíes, en todas ellas, la característica común es albergar dentro de las miserables viviendas una especie de altar sacrosanto sobre el que se sitúa un moderno monitor de TV de plasma. Una antena o una parabólica, inestable y agarrada pobremente a las paredes de la chabola, trae a ese miserable hogar las películas, las series y los programas de moda de todo el mundo. En la mayoría de los casos, en esas viviendas apenas existe un jergón y poco más. El tiempo transcurre rápidamente entre series de televisión, películas de largometraje, documentales sobre los escaparates de consumo del Primer Mundo (es así como se generan las riadas migratorias de Sur a Norte), eventos deportivos… y es así, en definitiva, como se engaña al hambre y a la miseria, sustituyéndolas por la alienación del televidente pasivo y la excitación de la fantasía. Las diversas técnicas del entertaintment de masas son, hoy por hoy, la gran droga para los damnificados por la globalización. En los antiguos países del Primer Mundo, esos mismos damnificados, además, reciben los subsidios justos como para que el tiempo que no están delante del monitor de plasma, lo utilicen adquiriendo drogas sedantes a buen precio.

El círculo, así, queda completamente cerrado: los damnificados por la globalización se convierten por obra y gracia de estas técnicas en un sostén pasivo del Nuevo Orden Mundial, cuando, en realidad, la lógica de su situación y su posición en el conjunto del mecanismo, debería ser de revuelta activa.

6ª Arista

Damnificados de la globalización con neodelincuencia

La respuesta de los grupos sociales damnificados por la globalización no tiene la misma respuesta ante la neodelincuencia. En algunos casos se limitan a sufrirla en silencio y mendigar las ayudas del Estado o de las ONGs, en otros casos siguen la vía de la protesta activa, pero también en un número cada vez más creciente, tienden a converger con esta otra cara del cubo propia de la neodelincuencia. Esta cara, por su parte, tiene un comportamiento particular: mientras se está más próxima a la otra arista, la que la une a los intereses de las élites dominantes y de los beneficiarios de la globalización, estamos ante la gran delincuencia una parte de la cual realiza sus actividades con “guante blanco”, tratándose en general de una delincuencia que influye internacionalmente por la dimensión de sus actividades y lo innovado de sus métodos que incluyen ingeniería financiera, diseño e investigación sobre nuevos productos; sin embargo, a medida que dentro de esta cara nos aproximamos a la otra arista, la que la une con los damnificados de la globalización, se tiende a una delincuencia más clásica, de menor nivel cualitativo, pero de mucha más envergadura cuantitativa. Porque, en determinados casos, no estamos solamente hablando de actividad mafiosa que controla determinados negocios ilegales en zonas geográficas muy concretas, sino que llegan a pactar con los beneficiarios de la globalización el control incluso de determinados Estados. El caso de Kosovo es paradigmático e indica una línea de tendencia.

Como se sabe, el núcleo central de la UÇK, el Ejército de Liberación de Kosovo, no era otro que bandas de delincuentes de poco calado, que fueron federadas y entrenadas por la CIA para transformarse en punta de lanza de la política norteamericana en la antiguo Yugoslavia, en su desmembramiento y en la creación de una “zona islámica” en los Balcanes que uniera la Tracia tuca con la Albania adriática en lo que se ha llamado “el corredor turco de los Balcanes”. En esta zona termina la antigua “ruta de la seda” convertida hoy en el canal a través del cual la heroína surgida de la transformación de las adormideras afganas llega hasta Europa. Es evidente que la política de los EEUU en relación a Europa no ha variado desde la Segunda Guerra Mundial y consiste simplemente en seguir contando con Europa como aliada, pero con una Europa debilitada. La droga debilita y destruye a las nuevas generaciones. Por esto mismo, Marruecos, primer productor y exportador mundial de haschisch (y el único país del mundo en el que el cultivo de esta droga en el valle del Rif se acoge a un estatuto legal, un fuero concedido por Mohamed V a sus habitantes), no figura sin embargo en la lista de países exportadores de drogas elaborada por el Departamento de Estado norteamericano. En efecto, también en este caso, en los EEUU se sabe perfectamente que los consumidores del 85% de esa producción rifeña, va a parar a Europa.

En el caso de Kosovo, una vez concluida la etapa crítica que coincidió con los bombardeos de la OTAN sobre Serbia ordenados por el Presidente Clinton, simplemente, una vez declarada la independencia, se entregó a los antiguos miembros de la UÇK la administración del territorio. Estamos hablando de un “Estado fallido” creado en el corazón de los Balcanes con dinero norteamericano y entregado para su gestión a una banda mafiosa de delincuentes clásicos. En el espacio que medió entre los bombardeos de Kosovo y la creación de la UÇK y la declaración unilateral de independencia, en toda Europa, y particularmente en España, actuaron bandas de delincuentes procedentes de la UÇK, organizados militarmente y especializados en robos a polígonos industriales, en un modelo de delincuencia inédito en Europa y que afectó particularmente a España. Pero el caso de Kosovo no es único.

Lo que se confluye en esta arista es una delincuencia de bajo nivel que sigue practican las actividades clásicas: tráfico de drogas a escala pequeña y media, prostitución, racket de protección y distintas formas de extorsión y formas de delincuencia de baja cota que solamente merecen mencionarse en un estudio como éste porque su aparente banalidad se agrava visiblemente al tratarse de fenómenos de masas. En efecto, cada vez son sectores más amplios de las poblaciones damnificadas por la globalización, especialmente en el antiguo Tercer Mundo, las que se suman a estas actividades.

En algunos casos la actividad de estas mafias logra cristalizar en importantes bandas que ponen en jaque a gobiernos enteros y terminan controlando zonas de países concretos: ocurrió en Colombia (en donde todavía determinadas zonas del país siguen controladas por los “narcos” y la droga transportada es custodiada por las guerrillas izquierdistas que han reducido prácticamente sus actividades armadas al transporte de cargamentos de droga de un lado a otro del país; ocurrió antes en el curso de los años 80  y principios de los 90 en Perú cuando, a partir del foco inicial de Ayacucho, la guerrilla marxista-leninista de Sendero Luminoso, obtuvo el control de zonas del país en las que impuso su ley que incluía el cobro de peaje a los narcos y adelantar dinero a los agricultores para financiar los cultivos de cocaína, cobrando un porcentaje a los narcotraficantes por el procesado de la misma. La gravedad de la situación en determinados Estados de Méjico hace que este mismo proceso de reproduzca ahora allí. Así mismo, en Brasil, la vida en algunas favelas solamente es posible gracias a grupos mafiosos.

En países como Marruecos existe una vinculación directa entre sectores del Majzén (el equivalente a la “corte”) y productores de haschisch. Ni el cultivo sería posible sin el respeto de Mohamed VI al fuero otorgado por su abuelo, ni podría exportarse de no ser por que sectores vinculados, directa e íntimamente a la cúspide del poder, lo permiten. Aquí y en otros países africanos resulta muy difícil saber dónde termina la pequeña delincuencia y donde empiezan los grandes intereses económicos y políticos. De ahí que la cara del cubo en la que está presente la neodelincuencia no sea, como hemos dicho, homogénea.

En toda África y en zonas de Asia es, así mismo, muy difícil establecer si funcionarios de la administración actúan en tanto que tales o como elementos que practican extorsiones mafiosas. A la vista de que las cúpulas de estos países realizan ante los ojos de todos actividades delictivas y practican métodos ilegales de enriquecimiento, las poblaciones perciben que cualquier procedimiento para sobrevivir es moralmente admisible (idea que, por lo demás, también está ganando espacio entre sectores europeos en situación de pobreza extrema y sin perspectivas laborales de ningún tipo a largo plazo). Los gobiernos cada vez tienen menos legitimidad moral para combatir la delincuencia en la medida en que ellos mismos albergan altos niveles de corrupción.

Para colmo se une otro problema: la inmigración masiva que recorre el camino hasta el antiguo Primer Mundo. Sobre esta cabe establecer un axioma de fácil comprobación que vulnera lo políticamente correcto: si bien es cierto que la inmensa mayoría de inmigrantes que llegan a Europa lo hacen con la intención de trabajar, no es menos cierto que la inmensa mayoría de episodios de delincuencia protagonizados en Europa lo son por gentes procedentes del Tercer mundo. Este tipo de actividades retroalimenta el racismo y la xenofobia. Aquel que es atracado por un marroquí, la mujer violada por un africano, la familia saqueada en su hogar por un colombiano, etc, tienden, ellos, sus familiares, sus amigos, sus vecinos, a culpabilizar no al delincuente concreto sino a la comunidad y a la raza a la que pertenece.

En países como España en donde, sin necesidad, bruscamente, en menos de 15 años llegaron 8.000.000 de inmigrantes, vulnerando todos los principios de prudencia y mesura, este problema es particularmente grave a la vista de que ya 2.500.000 de estos antiguos inmigrantes son hoy ya ciudadanos a los que se les ah concedido nacionalidad española… La gran paradoja estriba en que llegaron millones de inmigrantes para alimentar la burbuja inmobiliaria y el espejismo de crecimiento del PIB bajo los mandatos de Zapatero y Aznar (que, lejos de hacer algo para impedir el fenómeno, lo estimularon, lo ensalzaron y cerraron los ojos ante los evidentes problemas que acarrearía a la vista de su baja o nula cualificación profesional) y, al mismo tiempo, especialmente a partir de la crisis de la deuda (2010) empezaron a “huir” literalmente de España, miles y miles de jóvenes salidos de las universidades, perfectamente preparados pero en absoluto dispuestos a ejercer como becarios durante años para luego poder elegir entre la cola del paro o el mileurismo.

En una situación de crisis prolongada y sin perspectivas de salida ni a medio ni a largo plazo, es evidente que legiones de inmigrantes se enfrentan a una disyuntiva: han llegado a Europa huyendo de la miseria de sus países de origen y lo han hecho engañados por los escaparates de consumo y por lo que han visto a través de los televisores y las antenas parabólicas, únicos bienes que poseían en sus países de origen. Pero en Europa hay poco trabajo y el que hay está mal pagado. Por otra parte, el coste de la vida es alto. Muchos de ellos ni siquiera pueden enviar 100 ó 200 euros a sus países de origen, verdaderas fortunas que permiten vivir desahogadamente unas semanas. Los subsidios públicos también son escasos y las únicas posibilidades que se les ofrecen son el trabajo negro o la delincuencia. Es imposible establecer los porcentajes de quienes optan por lo uno y por lo otro a la vista de que las estadísticas elaboradas por los ministerios del interior tienen solamente como objetivos tranquilizar a las poblaciones, negar la realidad y no generar alarma social.

El hecho incontrovertible en cualquier caso es que un sector de la inmigración –entendiendo que la inmigración del Tercer Mundo hacia el Primero está formada íntegramente por damnificados de la globalización- practica actividades delictivas en los países de acogida. A esto hay que añadir la situación de aquellos otros antiguos inmigrantes ya nacionalizados que se ven discriminados por pertenecer a grupos sociales algunos de cuyos miembros están caracterizados por practicar determinados tráficos ilícitos o formas de delincuencia (drogas, extorsión, prostitución, violación) que han terminado caracterizando tópicamente a todo el colectivo inmigrante. La situación de estos grupos es particularmente difícil especialmente en lo que se refiere a la segunda y tercera generación: los padres llegaron a Europa con ánimo de trabajar, habitualmente consiguieron beneficiarse de los años de “vacas gordas”, pero no lograron amasar fortunas (en el neocapitalismo y en la globalización, trabajar es el camino más directo para sobrevivir, pero en absoluto para enriquecerse). Su situación era similar a la del antiguo proletariado europeo, pero con una diferencia: si éste tenía “conciencia de clase”, el proletariado inmigrante tenía raíces, tradiciones, cultura, religión, conciencia de sus orígenes… algo de lo que carecen sus hijos y nietos a los que solamente les ha tocado vivir el período de las vacas flacas y que no se sienten ni europeos ni africanos, sino simplemente seres desarraigados.

La reacción de estos grupos sociales en Francia (motines de noviembre de 2005), Inglaterra (incidentes en los suburbios industriales de 2009), disturbios en Suecia (2013), han sido protagonizados por esos hijos y nietos de aquellos primeros inmigrantes que hoy ya no tienen ni identidad ni perspectivas económicas y sociales. De aquí ha surgido otro modelo de delincuencia que ha aparecido brutalmente desde mediados de los años 80 en Francia instalada en lo que, eufemísticamente, se ha llamado “zonas de non droit” y aún más parabólicamente “zonas particularmente sensibles”: en estas zonas el Estado republicano ha desaparecido, la administración no ejerce, ni la enseñanza, ni la recaudación fiscal, ni los derechos de las mujeres o de los menores, ni siquiera la policía se atreve a entrar si no es dispuestos para una incursión militar.

Lo que tenemos en esta arista es un factor de podredumbre social absolutamente insuperable que se va extendiendo como una mancha de aceite y que, poco a poco, va ganando espacios para su control. Los mecanismos de lucha contra la delincuencia establecidos por las torpes legislaciones de los países del Primer Mundo no están en condiciones de combatir a esta delincuencia. Para hacerlo hace falta descender a su mismo territorio y practicar su virulencia. Eso o la derrota es lo que aguarda al final del camino.

7ª Arista

Damnificados de la globalización con actores geopolíticos tradicionales

Si hubiera que definir lo que se encuentra en esta arista que marca la confluencia de las dos caras del cubo que representan a los actores geopolíticos tradicionales con los damnificados de la globalización, diríamos que ahí están las clases medias del Primer mundo, literalmente machacadas y en vías de desaparición por la acción doble de la globalización y de la rapacidad impositiva y la cobardía de sus gobiernos. Hablamos de cobardía porque la característica común a todos los gobiernos del antiguo Primer Mundo consiste en ceder a las presiones del gran capital, de otra manera no se entiende esa tendencia que les caracteriza de gravar de manera creciente las rentas procedentes del trabajo y disminuir la presión sobre las rentas procedentes del capital, habitual en todos los gobiernos desde principios de los años 80. Esto ha generado una merma creciente en la capacidad adquisitiva de las clases medias, precipitando un nuevo modelo social que se está imponiendo en todo el antiguo Primer Mundo y en buena medida en Rusia.

En el Primer Mundo, la llamada “sociedad de los tres tercios” puede darse por irreversible. Se empezó a hablar de este modelo social hacia finales de los años 80 y principios de los 90. Esta sociedad está compuesta por un primer tercio, compuesto por aquel sector de la población que tiene medios económicos, trabajo, cotiza a la seguridad social y no tiene grandes problemas para llegar a fin de mes, son pequeños empresarios, autónomos, profesionales, trabajadores con contrato fijo. Por debajo de este grupo socio-económico se encuentra otro tercio que vive instalado en la provisionalidad. Dispone este segundo tercio de trabajo esporádico, estacional o simplemente vive con el riesgo permanente de no encontrar otro trabajo en cuando termine el contrato que acaba de firmar. Con frecuencia tienen que recurrir a las ventanillas del INEM y vivir de subsidios. Carecen por completo de capacidad de ahorro y tienen dificultades para llegar a fin de mes. Finalmente, un tercer tercio vive en plena precariedad, carecen de trabajo y  de la posibilidad de obtenerlo en un futuro a la vista de su baja cualificación profesional. Están completamente subsidiados por el Estado y ayudados por las ONGs. Fuera de esto, apenas disponen de medios de subsistencia, ocasionalmente alimentan algún circuito de trabajo negro, pero de escasa rentabilidad. Su vida va desarrollándose sin esperanzas de salir de la miseria y habituándose a la caridad pública. Este mismo modelo social se ha ido implantando en el antiguo Segundo Mundo y, concretamente, en Rusia, con alguna pequeña variante cuantitativa en relación a lo que se ha producido en Europa y en EEUU.

Sin embargo, esta sociedad de los tres tercios es más teórico que real a la vista de las diferencias de capacidad adquisitiva que se da especialmente en el interior del “primer tercio”: la situación no es la misma para el heredero de una dinastía económica que para un profesional autónomo. En efecto, el primero tiene solamente necesidad de trabajar para aumentar su fortuna; si no lo hiciera dejaría de ingresar, pero por elevado que fuera su tren de vida, jamás agotaría sus recursos, simplemente éstos dejarían de aumentar. Sin embargo, un autónomo que se dedique a cualquier actividad profesional, seguramente se quedaría sin recursos si en un momento dado y por las circunstancia que fuera abandonara su trabajo. Por otra parte, las diferencias entre el “segundo tercio” son también notables: un joven recién licenciado que no quiera eternizarse en la precariedad y el mileurismo, siempre puede instalarse en el extranjero y buscar trabajo en escenarios económicos más favorables. No así un empleado que haya superado los 40 años y cuyas posibilidades de emigrar son más limitadas. Para este sector social, cada día que pasa supone una mayor posibilidad de no poder recuperar un empleo en caso de perderlo o a la finalización de su contrato temporal.

Así pues, la sociedad de los tres tercios dista mucho de ser real. Es, simplemente, un modelo que surgió justo en los momentos en los que se derribaba el Muro de Berlín, y la teoría del “fin de la historia” parecía augurar un futuro tranquilo para todos: incluso los miembros del “tercer tercio” dispondrían de sanidad y educación gratuitas y se esperaba que en breve, el mero hecho de ser ciudadano en una nación concreta, ya garantizaría la percepción de un “salario social” que, como mínimo, aseguraría permanentemente la supervivencia. Hoy, tales esperanzas y posibilidades han disminuido: los damnificados de la globalización, incluso en Europa y en los EEUU, van viendo como su capacidad adquisitiva remite continuamente, los precios se alzan muy por encima de unas ayudas sociales que siempre crecen por debajo de la inflación y del coste de la vida, los servicio gratuitos tienden alarmantemente a bajar de calidad y la sanidad pública se empequeñece cada vez más, las ayudas de las ONGs son limitadas y cada vez distan más de resolver los problemas de supervivencia. En los colegios, los profesores empiezan a percibir la presencia de niños con problemas de nutrición. Sin olvidar que, en general, la relajación del sistema de enseñanza (y su quiebra absoluta en países como España) genera el que los grupos sociales más desfavorecidos no puedan recibir siquiera una educación básica, no sólo técnico-humanística, sino ni siquiera rudimentos de eso que en otro tiempo se llamó “urbanidad”.

En realidad, el concepto de “sociedad de los tres tercios” es un concepto anticuado que ya no se adapta a este momento de la modernidad. Ese modelo interpretativo de la sociedad implica trabajar en dos dimensiones, muy poco para insertar las distintas variables que aparecen en nuestro tiempo. En realidad, la situación es mucho más dramática del esquema, hasta cierto punto optimista que nos presenta la teoría de los “tres tercios”. Hay que aludir, por ejemplo, a las diferencias cuantitativas y cuantitativas que se producen especialmente en el primer tercio: su número va disminuyendo con el paso del tiempo y tiende a reducirse a miembros de las dinastías económicas (sea cual se su procedencia, si bien cada vez tiende a ser más dominante la presencia de individuos vinculados a negocios especulativos, en detrimento de los dedicados a la actividad industrial) cuya capacidad adquisitiva y acumulación de capital hace imposible que puedan ser comparados con las propias de profesionales liberales de éxito. Sin olvidar que técnicos, científicos, gestores, pequeños y medianos, aun manteniendo buenos niveles salariales, están muy distanciados del otro sector.

Estos sectores están más próximos al segundo tercio e la sociedad que a la cúspide del primero. En general, el proceso que se produce en los países que hasta ahora han sido actores tradicionales de la globalización (EEUU, Europa y Rusia) es una tendencia muy acusada el que sean precisamente los sectores profesionales, los grupos sociales que dependen de un salario y que están regularizados con Hacienda y con la Seguridad Social, los que sufran más presión por parte de la Hacienda Pública de tal manera que son ellos quienes soportar a lo que es un sector creciente: el antiguo tercer tercio de la sociedad que no deja de crecer, pero que es mantenido, no tanto por los señores de la ingeniería financiera especializados en el dribling a la fiscalidad y menos presionados que las clases medias.

Porque el rasgo más acusado que se produce en esta arista formada por los damnificados de la globalización en los actores geopolíticos tradicionales es el fenómeno de empobrecimiento general de la sociedad y de compresión de las clases medias. Es sobre estos grupos sociales sobre los que recae el peso de mantener al grupo social más desfavorecido.

El rasgo psicológico que se extiende por estos sectores es el miedo a la proletarización o incluso al empobrecimiento que implicaría perder el puesto de trabajo y ver reducidos sus ingresos. El miedo al futuro se ha convertido en el denominador común de los damnificados por la globalización en los actores geopolíticos tradicionales. A diferencia de en el Tercer Mundo en donde difícilmente se puede experimentar en toda su magnitud una sensación de miedo por perder una situación que jamás se ha tenido y que se limita a mera sensación de privación, en Europa y EEUU, la pauperización o la proletarización son un fantasma muy real que está presente en cada esquina, especialmente en las clases medias. A ellas accedieron en los años 70-90, sectores del proletariado que habían logrado mediante el ahorro y el esfuerzo acceder al status de la burguesía media, abandonando su grupo de origen (el gran error de Marx fue concebir la “conciencia de clase” del proletariado como algo real y perdurable, cuando la única voluntad del proletariado era, justamente, dejar de serlo).

Ese miedo, paradójicamente, no viene acompañado de otro rasgo psicológico muy acusado: el odio contra quienes han generado esta situación. En realidad, no es odio, sino apatía lo que suscita el miedo como su contrapartida. Las clases medias, que en otro tiempo siempre han generado revoluciones (incluso la revolución rusa fue el producto de una reacción y de unas teorías que, aún hablando del proletariado, se habían gestado en realidad entre élites intelectuales procedentes de las clases medias) y que, a fin de cuentas, son las que, por su particular posición en el conjunto social, tienden a la reflexión, a la meditación y, por tanto, a la elaboración de ideas y a llevarlas a su práctica, en esta nueva fase histórica, han renunciado a su actitud histórica: el miedo es tal que cualquier forma de oposición a lo considerado como “políticamente correcto” por parte del sistema económico y de valores, podría ser considerado como una revuelta y hacerles perder todavía más rápidamente su posición. Es interesante estudiar cómo ha sido posible el amputar en las clases medias el afán de revuelta, nacido del odio emanado por la convicción de quiénes son y dónde están los responsables de la actual ordenación caótica del mundo.

El sistema ha tenido éxito en suscitar otro valor que habitualmente ha estado siempre presente en dosis variables en la persona humana. La esperanza. Si nos mantenemos en pié y nos recuperados de tal o cual golpe del destino es porque tenemos esperanza. El mito clásico cuenta que en la caja de Pandora, cuando ésta la abrió liberando todos los horrores del universo, en el fondo de la misma sólo quedó la esperanza. Así pues, la esperanza siempre ha sido una característica que ha acompañado a lo humano y le ha ayudado a reponerse en horas bajas. La diferencia consiste en que en la actualidad y mientras persista la ordenación irracional del mundo globalizado, no hay lugar para la esperanza y ésta pasa a ser patrimonio de la irracionalidad. La única esperanza sería la depositada en el afán de revuelta. Toda revuelta surge del odio. El odio como el amor, son las dos grandes fuerzas que mueven lo humano: el primero genera rechazo, el segundo afinidad. On instintos. La esperanza, en cambio, es una actitud mental propia de quien cree que, antes o después, su situación mejorará.

La civilización judeo-cristiana es, en definitiva, la civilización de la esperanza y seguramente no es por casualidad que las áreas de implantación de esa civilización coincidan mayoritariamente con los actores geopolíticos tradicionales. En este tipo de civilización se tiene esperanza  en que Dios perdone los pecados, esperanza en que haya otra vida después de la muerte, esperanza en la resurrección de los muertos, esperanza en la segunda venida de Cristo, esperanza que apela a un elemento emotivo y sentimental, la fe, algo situado fuera de la razón lógica, pero también fuera del instinto. Patrimonio de un sistema de creencias que hoy favorece y encarrila automáticamente la creencia en que, antes o después, las cosas mejorarán, en que no hay que perder las esperanzas y, por tanto, no hay que buscar soluciones extremas, simplemente se trata de… esperar.

Los gobiernos de todos los países occidentales en lo más negro de la crisis han desarrollado técnicas para suscitar la esperanza en el futuro. En España, sin duda, el maestro de esta técnica ha sido José Luis Rodríguez Zapatero, cuya gestión al frente de los primeros casi cuatro años de crisis económicas en que se encontró España, fue absolutamente mediocre y completamente nefasta. Pero, Zapatero evitó el estallido social, recurriendo a suscitar la esperanza. Su sucesor, Mariano Rajoy ha hecho otro tanto. Gracias a ellos hemos oído hablar de “brotes verdes”, “recuperación para el año próximo” y “sacrificios hoy para solucionar los problemas del mañana”… Pero a poco que se medite sobre estas propuestas se percibe con claridad que son falsas, ficticias, que no se apoyan en hechos reales ni en análisis correctos, simplemente son declaraciones de intenciones realizadas con el fin de aplazar al máximo los estallidos sociales. Si mañana progresaremos de nuevo, si tendremos trabajo, si todo marchará mucho mejor… ¿para qué comprometerse con actitudes conflictivas? ¿Para qué probar aventuras, aunque solamente sean intelectuales, si la modernidad funcionará bien mañana y la crisis de hoy es un simple desajuste que puede ser corregido sin grandes reformas y, por supuesto, sin el marasmo que implica una revolución? Así pues, mejor esperar con esperanza…

Para conjurar el potencial de revuelta de las clases medias en Europa y en los EEUU se recurre, como ya hemos visto a otras técnicas de entertaintment, una actividad que cada vez parece más accesible: los cruceros hoy ya no son, como los vuelos en avión, algo glamuroso, privativo de las clases más acomodadas, son formas de ocio de masas, a precio más asequibles. De hecho, en España, el gran hallazgo del modelo económico creado por José María Aznar consistía en conjugar el estancamiento salarial y las alzas en los precios de la vivienda y del ocio, con un acceso fácil al crédito. A cualquier ciudadano que dispusiera de una nómina se le concedía un crédito pagadero a un año para que pudiera viajar al Caribe. Era la forma de engañar a la realidad: “Puedo irme al Caribe de vacaciones, así pues no me empobrezco”. De hecho esos mismos millones de personas que utilizaron estos créditos rápidos y poco exigentes, comprendieron que, efectivamente, se habían empobrecido cuando los bancos variaron las condiciones de los préstamos, cuando estalló la burbuja inmobiliaria y se hundió el sector de la construcción, cuando los salarios se estancaron con tendencia a la baja… Entonces solamente quedaba suscitar la esperanza, para que esa esperanza nublara la realidad e impidiera percibir la tragedia y el caos que constituyen el elemento dominante para la inmensa mayoría de la población en este momento histórico.

Esta arista registra un crecimiento constante en los últimos años. El espejismo globalizador duró desde 1989 (caída del Muro de Berlín) hasta la entrada en el siglo XXI (los atentados del 11-S de 2001). Lo que ocurrió entre ese momento y el inicio de la crisis económica del verano de 2007, fueron casi seis años en los que la globalización empezó a dar muestras de agotamiento. Fueron los años de formación de las grandes burbujas, cayeron los mitos que habían nacido en 1989 (el fin de la historia, la democracia como nuestro destino…). En 1989, la humanidad que tenía conciencia de que estaba naciendo un nuevo período histórico, podía verse arrastrada por un inusitado optimismo; la inercia de ese período podía haber superado, como de hecho superó, por su inercia, el 11-S y lo que implicó, pero el sentido común y la marcha de lo que ha sucedido desde entonces, hubiera debido hacer que a partir del estallido de la crisis en 2007 y de su persistencia en el momento que escribimos estas líneas, la globalización fuera sometida a un minucioso análisis, especialmente por parte de élites intelectuales que habrían dado un diagnóstico absolutamente crítico. Esto no ha ocurrido. Los focos antiglobalizadores que han aparecido desde entonces (el movimiento del 15-M en España) distan mucho de haber realizado ese análisis y no pasan de ser meras reviviscencias de una extrema-izquierda que habiendo perdido el marxismo como patrón de análisis, no ha estado en condiciones de reconstruir otro modelo, entre otras cosas porque su reavivamiento se ha generado en capas juveniles marginales.

Pero la omnipresencia de la esperanza y la saturación de entertaintment, teniendo la ventaja de poder contener la capacidad de odio de una sociedad (el odio puede ser positivo en cuanto que es un factor de renovación), tienen el inconveniente de que no pueden eternizarse en el tiempo. Si bien cada día aparecen nuevas tecnologías y medios de entertaintment, no ocurre así con la esperanza: siempre, por optimista e irracional que se sea, la esperanza tiene fecha de caducidad.

8ª Arista

Damnificados de la globalización con actores geopolíticos emergentes

En los países emergentes la característica sociológica principal es que el desarrollo económico se ha iniciado sin que existiera una clase media potente. Esto ha impedido el que se consolidaran democracias formales, más o menos estables. Salvo la India –en donde, por lo demás, la corrupción, es omnipresente y supera a los estándares occidentales– en el resto de lo que hemos llamado “actores emergentes” no se perciben más que tenues rastros de democracia representativa. Y eso seguirá así, mientras no exista una clase media potente tanto desde el punto de vista cultural como desde el punto de vista político.

El argumento que sostiene que la evolución del capitalismo en Europa se produjo en idénticas circunstancias, es falso y mendaz. En principio, cuando el capitalismo irrumpió en Europa ya existía una burguesía pujante derivada del poder gremial del Renacimiento y del ejercicio del comercio durante generaciones. Además, tras este poder, existía un poder cultural –la Ilustración primero, la masonería después– que se convirtió en un verdadero laboratorio de ideas y proyectos. Cuando irrumpió el capitalismo en Europa, lo hicieron también movimientos utopistas, carbonarios, socialistas y comunistas utópicos, libertarios, que, frecuentemente, no estaban solamente compuestos por miembros de las clases trabajadoras, sino que, inicialmente, con mucha más frecuencia, correspondían a intelectuales, miembros de la alta burguesía y de la burguesía media, que, frecuentemente, terminaron siendo empresarios dotados de un sentido humanista. La imagen de las hilaturas inglesas con niños trabajando 18 horas al día, constituyó solamente un momento –por lo demás, muy puntual– del capitalismo inglés pre–victoriano, en absoluto una constante. En muchos de los capitalistas de la primera revolución industrial existía, o bien la influencia de la doctrina social de la Iglesia (que condenaba a partir de las encíclicas de León XIII, la explotación, el hacinamiento, el sobreesfuerzo, el trabajo de menores, la falta de coberturas sociales) y el hecho de que muchos de estos capitalistas, estaban influidos por ideas sociales de tipo progresista y defendieran ciertos parámetros de justicia social. La existencia de “colonias industriales” en el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX, supuso que el empresario, no solamente daba trabajo, sino que también aportaba seguridades de vivienda, enseñanza para los hijos, economatos, etc. Por otra parte, hay que recordar que la oposición al reconocimiento del sindicalismo fue más fuerte en los países anglosajones que en la Europa continental.

Estos motivos hicieron que el “arranque” del capitalismo en Europa –aun cuando no hay que olvidar las situaciones de explotación, e incluso de sobreexplotación que se dieron en algunos casos o, lo que es peor, de pistolerismo patronal frente a los brotes de anarcosindicalismo y de pistolerismo obrero que también existieron– fuera mucho más “sostenible” que el desarrollado en la actualidad en los países del Tercer Mundo. En efecto, en estos países, por motivos históricos, no existe una burguesía nacional digna de tal nombre. La clase media está casi por completo ausente, o bien, como es el caso de Iberoamérica, las oscilaciones político–económicas, la han, literalmente, desmantelado y reducido a la mínima expresión, o bien han iniciado un proceso de proletarización del que ya no pueden salir.

Junto a la práctica inexistencia de clase media, en los actores geopolíticos emergentes encontramos otro factor sorprendente y destacable: la polarización extrema de las rentas, entre una minoría extremadamente rica a un lado y otra extremadamente pobre a otro. Nosotros mismos percibimos esta realidad a principios de los años 80 en Iberoamérica: bastaba situarse en el centro del Country Club de Caracas, situado en el lugar más lujoso y exclusivo de la capital, para mirar alrededor y percibir como la ciudad estaba rodeada por un cinturón de miseria que volvimos a encontrar en Lima, en donde desde el aeropuerto de la ciudad hasta la acera inmediatamente anterior del Hotel Sheraton era una sucesión interminable de barracas y chabolas, habitadas por depauperados, o bien en Bogotá donde desde lo alto del hotel Tequendama podían percibirse los barrios misérrimos situados a pocos metros, por no hablar de los barrios de Obrajes y Calacoto de la capital boliviana, que contrastaban por su opulencia con los altos que rodean la ciudad, donde residen indígenas y mestizos. Es frecuente en todos estos países que exista una estratificación social que reproduzca en cierta medida la estratificación étnica y racial: blancos en la cúspide, mestizos en el centro, indígenas en la base. Hemos visto idénticas paisajes en prácticamente toda África subsahariana y en la inmensa mayoría de países árabes. La constante de estas zonas es que sólo parece haber lugar para los muy ricos o para los muy pobres, estando las clases medias, reducidas al mínimo. Y, en el actual estado de cosas, el crecimiento de la clase media solamente se está produciendo de manera muy lenta y limitada, sin excluir que puedan ocurrir eventuales recesiones.

La inestabilidad climática que, más o menos, se vive en todo el planeta, genera migraciones constantes del campo a la ciudad: en Marruecos se sabe que cada año de sequía –y van varios– genera la migración de medio millón de campesinos a los arrabales de las grandes ciudades. Pero el fenómeno es universal: lo encontramos entre los campesinos ecuatorianos, peruanos y bolivianos, lo volvemos a encontrar entre los campesinos chinos e hindúes, en Turquía y Senegal… Los damnificados por la globalización en los países considerados como “emergentes”, tienden a la inmigración: no emigra la población más pobre, ni tampoco la más rica, sino solamente las capas medio-bajas que todavía pueden conseguir algunos medios para una aventura que tiene, como primer resultado, el vaciar a los países emisores de inmigración de parte de sus elementos más válidos.

 

En general, lo que hemos dado en llamar “actores emergentes” basan su desarrollo en el comercio, la exportación de manufacturas esencialmente y la venta de materias primas. Esto hace que puedan invertir los beneficios obtenidos en sectores estratégicos, empezando por el armamentístico. En realidad, los actores emergentes aspiran a ser potencias militares de alcance regional (China, India, Corea del Sur, Irán, Venezuela, Brasil…) que tienden a desarrollar una industria bélica propia. Es precisamente el rearme de estos países el que multiplica su importancia estratégica mucho más allá de su importancia productiva, o en última instancia puede decirse que su capacidad bélica es una resultante de su capacidad productiva y absorbe buena parte de los recursos generados por ésta. El paradigma de estos países es, desde luego, Irán y su campaña de rearme nuclear y convencional, o China y sus iniciativas para convertirse en superpotencia militar.

Este grupo de países sufre una deficiencia notable: carecen de experiencia en los terrenos del desarrollo. Al anteponer el desarrollo económico a cualquier otra necesidad, corren el riesgo de generar a corto plazo catástrofes medioambientales similares a las que sacudieron las dos últimas décadas de la URSS en la zona del mar de Aral. Por otra parte, el abandono sistemático de tierras de cultivo corre el riesgo de convertirse en un factor de modificación del clima, con tanto impacto como la tala sistemática de árboles en la Amazonia o la negativa a aplicar el protocolo de Kioto por parte de los EEUU.

Buena parte de estos países, además, son productores de inmigración. Una inmigración que se va para no volver. La mayoría de inmigrantes, al llegar a Europa, permanecen absolutamente fascinados por lo que aquí encuentran, especialmente porque, aun a pesar de existir focos incipientes de racismo, su nivel de vida y su dignificación como personas, son incomparables con las situaciones de opresión, miseria, desprecio, violencia y abandono, que vivieron en sus países de origen. Por eso muchos entran, pero pocos quieren volver. Países como Bolivia o Ecuador han perdido el 25% de su población en apenas diez años en flujos migratorios orientados hacia distintos horizontes. Otros, como los del Magreb, quedarían, literalmente, vacíos, si todos los que desearan irse (más de un 50% de la población) pudiera hacerlo y tuvieran a dónde hacerlo. De todos los países del mundo, sin duda Colombia, es el que registra una intención migratoria mayor de todo el mundo. Nuestra experiencia directa nos induce a pensar con poco margen de error, que entre el 75 y el 80% de la población colombiana desearía emigrar a cualquier lugar del Primer Mundo, aun sin saber exactamente lo que iban a encontrar allí.

Los países emergentes aportan impresionantes contingentes de población situada en la arista con los damnificados de la globalización. Esa arista representa la convergencia de la miseria entre los que no tienen nada y pertenecen a países en los que no son nada y aquellos otros excluidos de sus propios países y erradicados de la más mínima posibilidad de promoción.

El sector de los damnificados por la globalización en los países emergentes es, sin duda, el que crece cuantitativamente a mayor velocidad, y muestra a las claras, más que en ningún otro lugar, que la globalización es un intento de “nivelación” y igualación y homogeneización “por lo bajo”: por su propia estructura y sus actividades preferenciales, genera beneficios en una ínfima minoría y mantiene próximos al umbral de la pobreza o por debajo de él, a sectores cada vez más amplios. El proceso, lento en Europa, se da, sin embargo, de manera acelerada en los países emergentes. Para compensarlo el “sistema mundial” ha generado dos contramedidas: del lado práctico, las ONGs que dirigen y orientan la ayuda de los actores tradicionales hacia los países del antiguo Tercer Mundo y de otro, la ideología humanista-universalista generada desde la UNESCO. Vale la pena resumir en qué consisten estas dos contra-medidas.

Mediante una red de ONGs, financiadas preferentemente por los Estados y muy en segundo plano por contribuciones desinteresadas de la población del Primer Mundo, se realizan algunos planes asistenciales para las zonas más depauperadas del planeta. El hecho de que las ONGs estén pendientes de cautivar la atención de los medios de comunicación indica que las buenas intenciones iniciales, con demasiada frecuencia quedan pervertidas por prácticas abusivas y corruptas. Por otra parte, los receptores de las ayudas terminan por no valorar correctamente la importancia de esta cooperación ni el tiempo en el que podrá mantenerse, dejan de trabajar por sí mismos, pensando que esa ayuda seguirá llegando (de la misma forma que las zonas más abandonadas de África negra son aquellas que han generada más éxodo hacia Europa; en efecto, allí las poblaciones pueden vivir con 100 euros escasos enviados por sus familiares que han emigrado al viejo continente, así pues ¿para qué trabajar las tierras?), pasando a actitudes completamente pasivas. Desde hace 50 años, las ONGs han ido enviando ayudas a los lugares más alejados del planeta y en la actualidad el balance de esas actividades es ampliamente desfavorable. La mayoría de ONGs han discurrido por un sendero ya trillado por las misiones de la Iglesia Católica pero con resultados mucho más limitados en el tiempo. En lo que se refiere a los créditos al desarrollo concedidos por los países del primer mundo (el famoso 0’7% que causaba furor en Europa a partir de 1995), entre las comisiones recibidas por los intermediarios de cada lado y la opacidad en el destino de esos fondos, prácticamente puede considerarse, simplemente, dinero tirado para tranquilizar conciencias bienpensantes en Europa y EEUU, enriquecer a los intermediarios tanto en los países europeos como en los receptores y poco más. Por otra parte, era lo que cabía esperar de gobiernos corruptos en ambas partes que, además, en África se han convertido en mendigantes.

Mucho más importante, sin duda, es la tarea de la UNESCO. Si hay que localizar un “centro intelectual” en el que se elaboren planes destinados a servir de cobertura ideológica a la globalización es sin duda este organismo creado después de 1945, cuando la victoria de los aliados generó la primera oleada mundialista de la que nacieron toda una serie de organismos internacionales que debían de haber terminado con las tensiones mundiales y generado una especie de fraternidad y concordia universal. Inspirados en determinadas organizaciones y sectas que albergaban la idea de “unificar la humanidad” desde finales del siglo XIX (esencialmente distintas variantes de teosofismo ocultista que habían convergido con los restos del socialismo utópico), fue especialmente en la UNESCO en donde cristalizaron, transfiriendo sus valores y principios y convirtiendo a la institución internacional, que inicialmente debía de haber promovido exclusivamente el desarrollo cultural de la “humanidad”, en una atalaya de su peculiar doctrina humanista-universalista.

El principio central por el que se mueve la UNESCO no es la defensa del patrimonio de las distintas naciones y pueblos, sino la generación de un patrimonio cultural mundial que surja de la fusión de los distintos patrimonios nacionales. La UNESCO intenta poner en práctica el lema de la revolución francesa, “libertad, igualdad y fraternidad”, especialmente el segundo término “igualdad”; para ello, la ONU otorga credenciales democráticas que son las únicos que, en su lógica, defienden el principio de la “libertad” (el primer término). En cuanto al segundo, no se trata tanto de alcanzar la “igualdad” como el “igualitarismo”: es decir, la intención de homogeneizar, uniformizar y mezclar todos lo acervos culturales, étnicos y antropológicos, para de ellos extraer un destilado nuevo que caracterice a la “humanidad”. Porque, solamente cuando esto ocurra y queden abolidas las desigualdades de raza, sexo, cultura, religión, se llegará a la “fraternidad”. Lo que la casta funcionarial de la UNESCO pretendía desde finales de los años 40, ha sido proclamado a las claras por el movimiento de la New Age que tiene la misma inspiración doctrinal: alcanzar la unificación de la humanidad, para que exista un solo gobierno mundial, una sola raza humana, una sola religión y… por supuesto, una economía globalizada.

De ahí que el principal enemigo para la UNESCO sea precisamente el principio de identidad de los pueblos y de las personas: quien tiene identidad, sabe que no es igual a otros, sino simplemente diferente. Hasta en sus menores gestos, UNESCO intenta desarraigar el patrimonio cultural de un pueblo para convertirlo en “patrimonio de la humanidad”. Los valores tradicionales de cada pueblo son los adversarios que más enconadamente combate la casta funcionarial de la UNESCO (basta leer El Correo de la UNESCO para advertir cuáles son sus objetivos y sus tomas de posición en cada momento). Las estructuras tradicionales de cada sociedad, en tanto que contribuyen a mantener la solidez de esa misma sociedad y su resistencia frente a las influencias del exterior, son malditas y se combate contra ellas con encono: La excusa de la libertad y la dignidad servirá para imponer “nuevas formas familiares” allí en donde las sociedades tenían a la familia tradicional como célula base de la sociedad. La música de Beethoven será puesta al mismo nivel que el tan-tan, la cultura clásica se comparará con la de cualquier pueblo en vías de extinción, la religión tradicional será anatemizada en beneficio de cualquier forma religiosa humanista y universalista o de la última superstición (y en ese sentido, las divagaciones religiosas de la New Age son ilustrativas). Los movimientos migratorios se estimularán en todas las direcciones, a pesar de que el más masivo sea siempre de sur a norte y de este a oeste, es decir en dirección a Europa, acaso porque Europa ha demostrado en los últimos 2000 años ser la cabeza y el faro de la civilización.

El hecho de que el marxismo haya caído y que la izquierda progresista se haya quedado sin método de análisis de la realidad, ha favorecido el que los ideales humanistas-universalistas han sido transferidos preferentemente a la izquierda del panorama político. Un personaje como José Luis Rodríguez Zapatero puede ser considerado como exponente de esta corriente surgida de un vacío ideológico que la izquierda ha rellenado sustituyendo los textos de Marx y los principios del socialismo histórico por un programa de “ingeniería social”, “mestizaje” y “reforma de las costumbres” cuyos puntos y cuya retórica parecían reproducir al pie de la letra los editoriales de cada mes de El Correo de la UNESCO.

Mientras las ONGs actúan entre los damnificados por la globalización en las zonas del antiguo Tercer Mundo, en la enseñanza y en las seudo-élites culturales del primer mundo, ganan espacio las consideraciones humanistas-universalistas emanadas por la UNESCO. El resultado global es el esperado: la miseria, lejos de detenerse entre los damnificados de la globalización de esas zonas, ni siquiera queda paliada, pero las conciencias quedan a salvo porque en el primer mundo, precisamente en las escuelas públicas a las que asisten los damnificados de la globalización, se difunden unas concepción educativas finalistas en lugar de instrumentales: pacifismo, solidaridad, igualdad, etc, en lugar de autodisciplina, esfuerzo, sacrificio y todo aquello que hace a las sociedades duras y resistentes a las crisis.

El resultado final que evidencia esta arista es que la miseria social y cultural crece entre los damnificados por la globalización y la doctrinas tranquilizadoras humanistas-universalistas que causan furor entre la izquierda progresista europea, apenas tienen efecto y logran impregnar a las élites dirigentes de los actores geopolíticos secundarios que no se apartan de su proyecto: convertirse en potenciales regionales. Solamente Europa, al creer en tales valores se va debilitando poco a poco y perdiendo sus raíces.

(c) Ernesto Milá - ernesto.mila.rodri@gmail.com - Prihibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

El mundo cúbico (III de IV)

El mundo cúbico (III de IV)

Las doce aristas del mundo cúbico.- A la hora de completar este “modelo cúbico” es preciso tener en cuenta las aristas que unen caras contiguas. Marcan separaciones y puntos de encuentro, pero también y sobre todo líneas de evolución y tendencias, líneas de tendencia de la modernidad: de hecho, esas aristas marcan las proyecciones de las caras del cubo por las distintas direcciones del espacio.

Son doce aristas que nos servirán también para entender que cada una de las caras del cubo no son completamente homogéneas, sino que tienen cada una de ellas distintos matices en su interior. Sabemos que una pompa de jabón, trasparente, mirado a través de la luz, muestra franjas de distintos colores. Imaginemos ahora cómo se transforma una esfera con un cubo: simplemente generando aristas. En el caso de que se pudiera realizar algo así, las irisaciones de colores de la primera figura, pasarían a las caras de la segunda y estás, siendo planas, no serían completamente homogéneas. Aparecerían los matices. Así mismo, si en un futuro hipotético pudiera recuperarse la normalidad del mundo, el proceso consistiría en hacer progresivamente romas esas seis aristas hasta que finalmente el conjunto recuperara su forma esférica, la única figura de la geometría espacial que carece de aristas y vértices. De ahí la importancia estas líneas en nuestro modelo cúbico.

1º Arista:

Los beneficiarios de la globalización con los recursos energéticos y el progreso científico

Quizás sea éste el momento adecuado para recordar que los beneficiarios de la globalización no pueden identificarse con actores “nacionales”. No son “naciones” las que son favorecidas por las mieles de la globalización, en tanto que no son sus burguesías nacionales, sino sus aristocracias económicas unidas a sectores muy pequeños y subordinados a éstas (sectores ligados a las nuevas tecnologías, sectores de cúspide de las clases políticas dirigentes), quienes pilotan el proceso.

A diferencia de las viejas aristocracias europeas que aspiraban a estar al frente de pueblos pujantes y cultos (un embajador griego al llegar al Senado Romano dijo que esperaba estar ante una conferencia de bárbaros pero se encontró en una asamblea de reyes), las nuevas aristocracias tribales del Tercer Mundo mantienen una distancia abismal entre ellos y las poblaciones de las que no tienen la más mínima idea de su existencia ni contacto con ellos sino a través de sus sirvientes.

Precisamente –y esta es la característica nueva del período surgido a partir del 9 de noviembre de 1989– el actual momento histórico registra la destrucción acelerada de las burguesías nacionales especialmente en el Primer Mundo, mientras que en el Tercer Mundo se constituyen lentamente pequeñas burguesías siempre subordinadas a las aristocracias económicas de nuevo cuño o a la transformación de aristocracias tribales en económicas.

En estas condiciones parece muy difícil que en los países emergentes puedan cristalizar verdaderas democracias formales. La presencia de una fuerte burguesía nacional, arraigada, con iniciativa y difusora de ideas democráticas, es la única garantía de que este proceso vaya a producirse e incluso de que pueda producirse. Insistimos: no podemos hablar hoy de Estados, o naciones, sino de aristocracias, o mejor oligarquías, económicas.

Este hecho, difícilmente cuestionable, tiene importancia en la medida en que las nuevas y pretendidas “democracias” que se implanten por decreto en el Tercer Mundo no se asentará jamás sobre los intereses de una burguesía amplia y enriquecida, sino más bien sobre estructuras tribales pre-existentes, devenidas aristocracias económicas que carecen del más mínimo espíritu democrático y que, como cualquier otra aristocracia tribal, no aspiran a la aparición de una clase media nacional, sino de una pequeña élite clientelista suficientemente amplia como para garantizar la estabilidad del régimen (estabilidad relativa por lo demás, pues, a fin de cuentas el régimen seguirá manteniéndose la “democracia formal” sobre el enriquecimiento asimétrico de esa élite tribal y en su dominio sobre las masas ejercido mediante la fuerza y la coacción).

Habitualmente estas “nuevas democracias” se han implantado bajo presión exterior, especialmente de los EEUU (véase los casos de Afganistán e Iraq) y desde 2010 han aparecido como sustitución de los dictaduras nacionalistas y pan-arabistas, manteniendo el mismo aparato de poder basado en la fuerza, pero bajo la apariencia formal de una “democracia”. No digamos nada de las “democracias africanas” que, sin excepción, son de “mala calidad” y quintaesencia del tribalismo más ancestral, generalizadas en todo el continente negro.

Si es importante esta reflexión es, especialmente porque buena parte de los recursos energéticos de los que depende la modernidad, se sitúan en el espacio geográfico del Tercer Mundo. Si hoy son democracias formales se debe a la presión norteamericana y a la ideología de los “derechos humanos” emanada desde 1945 y a la que los gobiernos de todo el mundo deben atenerse si quieren ser “homologados” y no integrados en el índice de “Estados gamberros”, “eje del mal” o similares catalogaciones. 

El perfil de los beneficiarios de la globalización no es el mismo en todo el mundo: jeques árabes, reyezuelos africanos devenidos “presidentes” de escuálidas repúblicas, ayatollahs llegados al poder mediante elecciones en las que tribalismo y clientelismo sustituyen a partidos y a limpieza en el proceso, dinastías capitalistas del Primer Mundo, presidentes y directores generales de grandes empresas especializadas en microinformática, armamento, fondos de inversión, multinacionales, consorcios bancarios… todo ello forma el grupo de cabeza de los “beneficiarios de la globalización” cuyo ámbito de influencia no se circunscribe al marco de un Estado-Nación.

Esto puede hacer creer que la nueva situación “supera” a la geopolítica en tanto que el espacio territorial tiene poco que ver con el ámbito de actividad económica de estas oligarquías. No es así. De la misma forma que, a pesar de la aparición de nuevas tecnologías bélicas, la forma efectiva de ocupar un territorio no ha variado desde el mundo antiguo (en efecto, solamente una buena infantería garantiza esa posibilidad), análogamente, para que una oligarquía económica pueda desarrollar su actividad precisa de una base territorial. De ahí que la globalización nunca podrá ser “total”. Ya hoy se percibe que uno de los fundamentos de la misma es la “contigüidad”. No todas las mercancías son “globalizables” (por barata que sea la producción en un país concreto, determinadas variedades de frutos no pueden resistir durante mucho tiempo el traslado en contenedores refrigerados que impliquen semanas de viaje; en otros casos, hay manufacturas que solamente pueden producirse en espacios en los que quede garantizada una producción de extrema calidad; finalmente, los márgenes de beneficio en otros productos es tan pequeño que el incremento del precio que implicaría el transporte desde el lugar de producción a los mercados de consumo es tan pequeño que no justifica la deslocalización de ese sector), ni todas las “cadenas de suministro” pueden extenderse de un lugar a las antípodas. Esto sin olvidar que la hegemonía relativa actual de los EEUU se basa en que la sede social de buena parte de las compañías multinacionales más poderosas sigue estando –y tributando– sobre el territorio de los EEUU.

Por ello, esta situación precipita el segundo hecho nuevo a nivel geopolítico: es cierto que naciones enteras “desaparecerán” de la escena en la medida en que dejarán de existir oligarquías económicas nacionales interesadas en invertir “solo” en el país o la región en la que han nacido. Es lo que ha ocurrido en Cataluña en donde se da la circunstancia de que, justo cuando el nacionalismo plantea un jeque al Estado por la cuestión del referéndum independentista, es precisamente cuando la oligarquía burguesa catalana que generó ese nacionalismo en el siglo XIX para justificar sus aspiraciones de poder, ahora invierte preferencialmente en cualquier horizonte que momentáneamente convenga al dinero y las inversiones en su “propia tierra” apenas son relevantes.

Lo mismo puede decirse de los recursos energéticos: están situados en “espacios nacionales”, pero ya no dependen de los gobiernos de tales Estados. Las compañías explotadoras del petróleo actúan en horizontes muy diferentes, frecuentemente lo hacen a un tiempo en los cinco continentes. Los elevados costos de explotación absorben buena parte de los beneficios que obtiene. Esto ha terminado por desaconsejar la existencia de un sector petrolero nacionalizado: las inversiones son tales que terminan desequilibrando a las naciones que lo intentan. Por otra parte, la explotación y comercialización de estos productos precisa un mecanismo de gestión eficaz y ágil y no puede estar en manos de sectores públicos que, especialmente en el tercer mundo, están sometidos a la corrupción, a los cambios políticos constantes y a una falta absoluta de estrategias a medio y largo plazo. El período en el que las “Siete Hermanas” se repartían el comercio mundial del petróleo terminó hace ya tres lustros, más o menos con el final de la Guerra Fría. Pero también en este terreno existe un hecho nuevo: han aparecido nuevas compañías petroleras que tienden a nacer, desarrollarse, fusionarse con otras, para ver cómo en otro lugar se repite el mismo fenómeno: las fusiones, los cierres, las ventas, son el pan de cada día del capitalismo globalizador. El hecho nuevo es que no se trata de compañías explotadores de hidrocarburos “químicamente puras”, sino que en su inmensa mayoría dependen del capital financiero, han sido creados por él o están ligados a consorcios empresariales que nada tienen que ver con el sector petrolero, sino que incluso proceden de otros sectores muy diferentes como el de la alimentación.

En las bolsas de valores cualquier particular puede comprar y vender acciones de cualquier compañía. En realidad, estas operaciones son insignificantes y sin apenas repercusión global –salvo en períodos de “avalanchas” hacia determinados productos del mercado bolsista (las “puntocom” en su momento). No es el pequeño inversor el que decide el destino de la bolsa, sino los grandes inversores (los únicos cuyas operaciones son registradas por las pantallas de las bolsas en tanto se consideran demostrativas y decisivas para la subida y bajada de tales o cuales acciones). La historia del “juego de la bolsa” es siempre el mismo desde que se fundaron: la dinámica infernal y repetitiva consiste en recoger el dinero de pequeños inversores que venden en momentos de crisis a los grandes inversores (los únicos que tienen fondos de resistencia para aguantar en esos tiempos). Así, las pérdidas no las pagan los grandes consorcios, sino los pequeños inversores.

En el momento actual, las acciones de las petroleras están ligadas a consorcios industriales y bancarios siguiendo el proceso de acumulación de capital que ya adivinaba Marx desde su mesa de la biblioteca de Londres cuando veía como se fusionaban industrias creando nuevas sociedades anónimas, o bien casando a sus vástagos…

La cuestión es que los beneficiarios de la globalización y los actores energéticos son, básicamente, los mismos. Dicho de otra manera: la cara en la que hemos situado a los beneficiarios de la globalización no es, como hemos dicho, homogénea, pero en las proximidades de esta arista se sitúan aquellos beneficiarios relacionados con los recursos energéticos.

Tal y como está configurado nuestro mundo tenderá a crecer en los próximos años. La sustitución del petróleo por energía de fusión no puede sino retrasarse entre 25 y 35 años. Parece problemático que, dados los actuales consumos energéticos, las reservas actuales de petróleo puedan prolongarse durante tanto tiempo. Así pues habrá que recurrir a soluciones derivadas del cultivo de oleaginosas (para la fabricación de biodiesel) o bien a estimular la producción de alcoholes (etanol), o bien al tratamiento de pizarras y arenas bituminosas (gasolinas sintéticas). De ahí que junto a los recursos energéticos hayamos situado el “progreso científico”. Le competerá a la ciencia en las próximas décadas el resolver la papeleta generada por el agotamiento de algunas fuentes tradicionales de energía y por estudiar un mejor aprovechamiento de otras.

A decir verdad, la crisis energética demuestra una cosa, como mínimo, sorprendente. Si tenemos en cuenta que los hidrocarburos han tardado millones de años en formarse a partir de masas orgánicas sumergidas, lo cierto es que en los últimos 150 años hemos agotado este “pasado”. Simplemente han bastado 150 años para consumir, y por tanto destruir, un patrimonio acumulado durante millones de años. Puede entenderse que hayamos dicho al principio de este ensayo “provisional” que existen civilizaciones del espacio y civilizaciones del tiempo: la civilización moderna se ha “comido” –literalmente– millones de años de paciente acción de la naturaleza.

La existencia de esta arista nos está diciendo que en los próximos años el escenario más atractivo para los beneficiarios de la globalización y para sus inversiones serán los procesos de investigación científica que tengan que ver con la creación de nuevas fuentes de energía y con la optimización de las ya existentes.

Nos estará diciendo, finalmente, que ese progreso científico será solamente “democrático” en la medida en que pueda ser consumido por toda la población, pero existirá otro foco de inversiones: aquel en el que la élite oligárquica de la globalización, invertirá en sí misma y en su futuro intentando dejar atrás o retrasar al máximo la pesadilla de la enfermedad y de la muerte: las tecnologías genéticas, la criogenia y la nanotecnología, orientadas hacia las ciencias de la salud. Su aplicación será excesivamente cara para que pueda democratizarse a través de los canales de la Seguridad Social, así pues, beneficiará inicialmente a quien lo puedan pagar. La posibilidad de que esas oligarquías beneficiadas con la globalización puedan acceder a estas tecnologías y con ellas retrasar su enfermedad, su vejez y su muerte, constituirá el nuevo mito de la segunda mitad del siglo XXI, un mito accesible solamente para unos pocos miles de personas, pero a precios exorbitantes que justificarán la inversión realizada en su perfeccionamiento.

2ª Arista

Beneficiarios de la globalización y neodelincuencia

Confluyen en esta arista, las élites económicas de la globalización y la neodelincuencia. Es evidente que existen muchos tipos de delincuencia. El carterista rumano que opera en el metro de Madrid insistentemente desde hace diez años y que incluso ha hecho buenas migas con la policía municipal pertenece a otro nivel, como el mafioso que dirige una pequeña banda de arrabal o el magrebí que ha conseguido establecer una pequeña red de compradores de cualquier droga en torno suyo. Los “barones de la cocaína” pertenecen, obviamente a otro nivel: aquellos miembros del cartel de Medellín que guardaban los dólares ganados con comercios ilícitos en sacos de arpillera estaban a otro nivel y, finalmente, las grandes redes mafiosas que operan como corporaciones inversoras asesoradas por economistas y abogados, especialistas en bolsas y en grandes inversiones, los justamente los que participan en territorios comunes con los beneficiarios de la globalización en esa arista que une ambas caras.

Es quizás la arista que antes se manifestó en el proceso de desarrollo de la modernidad. Las guerras del opio o guerras anglo-chinas (1839-1842 y 1856-1860) fueron generadas por las élites económicas inglesas que querían el monopolio del comercio del opio producido en la India hacia China. En 1830, el emperador Daoguang ordenó la destrucción de 20.000 cajas de opio y envió una carta a la Reina Victoria en la que le solicitaba que respetara las reglas del comercio internacional y se abstuviera de comerciar con sustancias tóxicas. La excusa inglesa para mantener ese comercio era que así se compensaba el déficit comercial que mantenía con China. Obviamente el gobierno británico no hizo ningún caso de la advertencia, de ahí que el deterioso social que generó el tráfico de opio indujo al gobierno chino a prohibir este tráfico lo que generó la primera guerra con Inglaterra. Las dos derrotas de China le llevaron a firmar tratados en las que se cedía Hong-Kong a Gran Bretaña y se abrían varios puertos chinos al comercio exterior. Las guerras del opio fueron las primeras guerras de la droga. Pero fue algo más: por primera vez, a partir del comercio del opio se realizaron trueques globales que afectaron a todos los continentes.

En efecto, a partir de finales del siglo XVIII las exportaciones británicas de opio aumentaron vertiginosamente iniciándose un comercio “triangular”: cada vez mayores cantidades de opio cultivado en Turquía, Irán y la India especialmente se trasladaban a China. Se pagaban con seda, te y porcelanas que se llevaban a la Costa Este de los EEUU y al Reino Unido en donde se vendían. Con el dinero obtenido se compraba más opio en Turquía e India. Fue la primera forma de comercio “globalizado” y reportó especialmente un restablecimiento de las relaciones entre las élites económicas de los EEUU y del Reino Unido, que habían quedado rotas desde la independencia de los EEUU. Pero fue importante también porque y muy especialmente porque, por primera vez, las élites económicas se introdujeron en un sórdido negocio ilícito que condenaba a la muerte a miles de personas. Se conocen los nombres de las compañías y de sus propietarios que participaron en este comercio y que amasaron grandes fortunas gracias al opio hasta convertirse en magnates de su tiempo. Están en el origen de algunas dinastías económicas norteamericanas y de instituciones bancarias como el HBSC que han prolongado y aumentado su influencia hasta nuestros días.

Podríamos encontrar en la historia precedentes en el fenómeno de la piratería que nunca estuvo completamente desvinculado de Inglaterra o de los EEUU, pero remontaríamos nuestro análisis a un tiempo demasiado atrasado en la historia en el que la globalización no podía sospecharse todavía.

Cuando se producen interferencias entre neodelincuencia y élites beneficiarias de la globalización es cuando se evidencia la desaparición de todo principio ético o moral. Tal es el rasgo de las élites de la globalización y de los artífices de la neodelincuencia: tener la mente completamente liberada de cualquier ley moral y de toda norma de comportamiento que no sea la búsqueda del máximo beneficio, por encima de todo. De hecho, en la globalización ha aparecido un nuevo tipo humano que hasta ahora solamente estaba situado entre la delincuencia más aborrecible: la figura del psicópata a la que se le ha añadido el calificativo de “integrado” para evidenciar que no es considerado como un individuo marginal perseguido por la ley. El “psicópata integrado” considera que sus deseos están por encima de cualquier otra norma,  no le importa hacer daño a terceros porque carece por completo de la noción de empatía, suele mentir para alcanzar sus objetivos y lo hace con un desparpajo inigualable, demuestra un atractivo inicial del que se beneficia para atraer incautos y servirse luego de ellos. Quien está en contacto con él sale, inevitablemente, dañado. Es un tipo humano propio de la modernidad que se encuentra frecuentemente entre las capas dirigentes de las partidocracias (cuyos exponentes más conocidos para ocupar los puestos privilegiados que detentan han debido adular, mentir y poner zancadillas sin el menor empacho, lucrarse con fondos públicos, y todas las prácticas habituales entre la clase política, pero también entre determinadas esferas empresariales. Las prácticas empresariales y especialmente especulativas y financieras propias de la globalización y la forma de gestión de la cosa pública habitual en los Estados modernos, tiene más que ver con las actitudes y reflejos propios del “psicópata integrado” que con cualquier otro modelo precedente.

La arista formada por la neodelincuencia y los beneficiarios de la globalización registra una actividad característica en la que van a parar los dineros procedentes de las actividades delincuenciales a fondos de inversión, instituciones bancarias y paraísos fiscales, para su “blanqueo”. Allí, el dinero ilegal se une al dinero de los beneficiarios de la globalización y termina en los circuitos de inversión habituales mediante distintos sistemas de ingeniería financiera que básicamente consisten en la creación de entramados de empresas a través de las cuales el dinero va cambiando de titulares corporativos y perdiéndose el rastro de su origen. Para eso están los paraísos fiscales y si subsisten a pesar de los perjuicios que causan a la economía mundial y a los Estados es precisamente por el peso que ha adquirido y por la influencia de esos capitales en la política y en la economía mundial. No hay que olvidar que determinados niveles de acumulación de capital no pueden pasar de ninguna manera desapercibidos a los servicios fiscales de los distintos Estados ni a los organismos reguladores de la economía internacional.

Ese vidente que la globalización no ha sido desencadenada por los intereses de la neodelincuencia, pero también es evidente que la neodelincuencia se ha visto favorecida y ha aumentado su peso gracias a la globalización. En la actualidad, un kilo de heroína que haya seguido la “ruta de la seda” desde Afganistán hasta Turquía y de ahí al “corredor turco de los Balcanes”, puesto en el interior del espacio Schengen puede llegar a cualquier punto de Europa sin ningún obstáculo; y otro tanto ocurre con un kilo de cocaína colombiana llegada a Marruecos y trasladada a la Península ibérica por los mismos grupos mafiosos que cada año transportan miles de toneladas de haschisch.

En un nivel mucho más bajo, casi pedestre comparado con lo anterior, una banda de delincuentes puede dar golpes en un país concreto y, cuando ya está demasiado “machacado”, pasar a otro sin dejar rastros hasta que nuevamente se produzca la saturación. Una reforma en el código penal de un país, que atenúe las penas para determinados delitos, puede operar como “efecto llamada” para delincuentes de todas las latitudes. La globalización ha allanado el camino de la delincuencia. Nunca como ahora las bandas actúan con tanta libertad y, paradójicamente, a pesar de los mecanismos de seguridad del Estado, cada vez más reforzados, nunca han operado con tanta tranquilidad y seguridad.

Para colmo, los Estados europeos viven todavía el frenesí progresista que ha supuesto desde hace treinta años una verdadera parálisis de los mecanismos penales. La idea dominante –hoy en vías de desaparecer– es que el delincuente es víctima de circunstancias sociales, en lugar de –como suele ocurrir– culpable de vivir fuera y al margen de la ley. Así pues, la tendencia general es a priorizar la “reinserción” del delincuente en lugar del resarcimiento a la víctima. Este sistema ha fracasado estrepitosamente en el momento que se han producido las oleadas de inmigración masiva que han operado un verdadero “efecto llamada” sobre la delincuencia. Como siempre, mientras que los afectados –la ciudadanía– perciben el problema desde hace años, la clase política reacciona con una lentitud exasperante y una falta de decisión insultante para los electores.

Tal es otra de las características de esta arista. La “cara” de la delincuencia dista mucho de ser uniforme (existen distintos tipo de delincuencia). Unos sectores –los que acumulan mayores capitales gracias al tráfico de drogas- tienen la vinculación que hemos descrito con instituciones económicas en vistas a reciclar su dinero y, a partir de allí, con otras élites beneficiarias de la globalización, especialmente con aquellas completamente desprovistas de escrúpulos que consideran que cualquier dinero que puede incrustrarse en los mecanismos especulativos tiene la misma naturaleza y, por tanto, no tienen inconveniente en colaborar con él y encontrarse con él en determinadas inversiones y operaciones especulativas.

Pero luego hay niveles inferiores de delincuencia en los que redes mafiosas que operan en niveles nacionales o, en cualquier caso, más modestos, terminan teniendo vinculaciones con las clases políticas que operan en los niveles estatales, autonómicos o municipales. En ninguno de estos niveles, se rechaza la participación de la neodelincuencia en los propios negocios si puede aportar capital o rendir buenas comisiones.

Finalmente,  existe un tipo de delincuencia de bajo nivel, compuesto por bandas armadas que también se benefician de la globalización: actúan en un país, multiplican sus golpes hasta que, la presión policial (o la prudencia) les obliga a regresar al suyo o a cambiar de teatro de operaciones. En Europa este problema es particularmente preocupante a causa de la inexistencia de leyes europeas coordinadas aplicables al “Espacio Schenguen”. No parece que la clase política europea esté muy preocupada por la existencia de estas bandas, lo que implica la existencia de una zona neutra en la que los beneficiarios de la globalización en el Primer Mundo, cínicamente, dejan que la neodelincuencia actúe a sus anchas, en la medida en que las víctimas “son otros”.

En el ámbito de los beneficiarios de la globalización, lo más preocupante es que algunas de sus prácticas económicas son propiamente delincuenciales y abundan en el hecho ya expuesto de que sus gestores tienen los rasgos propios del psicópata integrado. Las operaciones especulativas, la búsqueda del máximo beneficio por encima de cualquier otra consideración, obtenerlos al margen de las consecuencias que puedan reportar a la sociedad, bordean constantemente una ley que si se modifica siempre en beneficio de los poderosos es precisamente para desplazar la tipología delictiva hacia zonas que carezcan de interés para ellos. Existe, pues, una tendencia de los beneficiarios de la globalización en converger hacia formas y prácticas propias de la neodelincuencia.

Si en la actualidad se debate sobre la necesidad de legalizar ciertas drogas, después de un período en el que en algunos países prácticamente ha cesado toda presión sobre ese narcotráfico, es precisamente para que las élites políticas puedan penetrar en el terreno del “narcotráfico” que recibirá, a partir de entonces nombres eufemísticos que rebajen su impacto. En la práctica, el interés de las élites de la globalización –bajo la fachada de “liberalismo” y “progresismo”- tiende a la legalización de las drogas blancas, como forma para mantener cierta narcosis social que se ve amplia por el régimen de “entertaintment” y de ocio que cada vez prolifera más y de manera más masiva. La función de todo este aparato es conseguir relajamiento social y ausencia de disturbios y de movimientos sociales que puedan hacer peligrar el proceso globalizador por muy en detrimento de las poblaciones que vaya. En algunos de estos sectores –haschisch y su tráfico, mundo del juego, espectáculo- reaparecen también en mayor o menor medida, dependiendo de la actividad, las interferencias entre neodelincuencia y beneficiarios de la globalización.

3ª Arista

Beneficiarios de la globalización con actores geopolíticos tradicionales

Allí donde actúan los actores geopolíticos tradicionales todo está sometido a tensiones casi ancestrales. Hasta 1989 era frecuente hablar de “Mundos”: el Primer Mundo sería el pelotón de cabeza de los países desarrollados, el Segundo Mundo sería el mundo comunista, siendo el Tercer mundo, los países subdesarrollados de África, Asia y América Latina. Tras la caída del Muro de Berlín, el concepto de Segundo Mundo quedó alterado: los países de “socialismo real” desaparecieron y ese lugar se acepta convencionalmente que quedó ocupado por los “países en vías de desarrollo”. Hasta 1989 los “actores geopolíticos tradicionales” eran, fundamentalmente, los EEUU y sus aliados de un lado y la URSS y sus aliados de otro. En el período que media entre 1989 y 1999 se asistió al hundimiento del poderío soviético. Pero incluso en el momento de mayor crisis siguió estando claro que Rusia seguía siendo potencia mundial y, en tanto que tal, era un actor geopolítico tradicional: representaba el poder terrestre y el problema era que la segunda característica de ese tipo de potencias, la importancia atribuida al Estado, se había derrumbado. Cuando se produjo la sustitución de Eltsin por Vladimir Putin, se inició el punto de inflexión y la reconstrucción del poder ruso.

Esta reconstrucción, en buena medida, se realizó destruyendo la “oligarquía” que había nacido en el último período de gobierno de Gorvachov y se fortaleció hasta convertirse en un poder paralelo durante el malhadado ciclo de Boris Eltsin. Estos eran los “beneficiarios de la globalización” aposentados dentro del Estado Ruso. Con la oligarquía cayó el poder de la nueva clase y, al mismo tiempo, asistimos a la reconstrucción de la idea del Estado en Rusia.

A este respecto, cabe decir que Rusia y en menor medida China, deslumbrada por su propia capacidad para atraer factorías deslocalizadas acaso también por la indolencia de su propia población, están en la globalización, pero de manera algo diferente a cómo los están otros Estados. No nos referiremos a China que es un “actor geopolítico emergente”, pero si apuntaremos que en Rusia el concepto de democracia y de mercado que se practican no son lo mismo que en los EEUU: ambos, en efecto, están subordinados al Estado.

Eso hace que la arista en la que confluyen los beneficiarios de la globalización con los actores geopolíticos tradicionales, exista cierta asimetría. Rusia ocupa un lugar particular en la globalización: Rusia “está” en la globalización pero no “es” la globalización. Su concepto es mucho más limitado y restrictivo que el de China que, por su parte, sí se ha lanzado en tromba en el proceso, parapetado tras su eslogan “un país, dos sistemas”, pensando que esta situación sería sostenible en el tiempo. China permite las grandes acumulaciones de capital… siempre y cuando el capitalista esté bendecido por el Partido Comunista. Rusia, mucho más realista, en cambio, tiene mucho menos interés en la globalización: no prescinde completamente de ella, pero recela de sus intenciones. Sabe perfectamente que la globalización implica la destrucción del Estado. Para gobernar una extensión de sus dimensiones, el Estado es absolutamente necesario.

La historia del capitalismo en Rusia es muy particular. Cuando penetró a finales del siglo XIX, era un capitalismo maduro, industrial, que pronto se protegió con barreras arancelarias. Pero su núcleo dirigente era muy pequeño y estaba concentrado en trusts y holdings. Su exponente político, Sergei Witte, abordó grandes reformas (construcción del transiberiano, reforma de la enseñanza, primeras leyes de tipo social). La irrupción de este capitalismo y la radicalidad de las reformas de Witte generaron un choque con la aristocracia y su fracaso en 1903. Se demostró que el capitalismo ruso no era suficientemente fuerte como para que la “revolución burguesa” tuviera raíces profundas, pero si para arrastrar al país a la Primera Guerra Mundial de la que tanto la aristocracia como los grandes capitalistas creían poder extraer beneficios. Olvidaron que los esfuerzos y la cuota de sangre demandada a la población eran excesivamente altos y, finalmente, se sublevaron contra la situación. Lo que ocurrió a partir de entonces fue una carrera para alcanzar el objetivo que se había fijado Lenin en sus últimos años: convertir la URSS en un país con niveles de desarrollo e industrialización similares a los EEUU. Los 72 años que median entre el asalto al Palacio de Invierno y la Caída del Muro de Berlín no fueron otra cosa que el sacrificio de las libertades políticas en aras de la planificación para el desarrollo. Pero en 1989, el mundo capitalista se sentía tranquilo ante la nueva perspectiva que implicaba el hundimiento de la URSS: el fin de la historia. Los conflictos serían sustituidos por relaciones comerciales. Y Rusia, con su amplio espacio y sus inagotables riquezas minerales tenía un lugar en el nuevo horizonte capitalista. Más que “Rusia”, eran los “capitalistas rusos” los que aspiraban a ese papel. Esos “capitalistas” generaron la “oligarquía”.

En los cinco años en los que se produjo la transformación de la URSS en Unión Rusa, el capitalismo que apareció era mafioso y corrupto. Durante los años de Eltsin dio la sensación de que el Estado prácticamente había desaparecido y que quien gobernaba de verdad era la oligarquía. Esta perspectiva convenía extraordinariamente a los mentores de la globalización para quienes todo lo que signifique “Estado” es un obstáculo a batir. Y convenía también, por supuesto, a la cúpula del poder norteamericana que quería “capitalismo en Rusia” mucho más que una “Rusia capitalista”. Para los EEUU no se trataba solamente de liquidar el poder soviético sino de que el Estado Ruso no levantara jamás cabeza. De ahí el interés con el que apoyaron e hicieron todo lo posible para que Boris Eltsin se sentara en el Kremlim. Gracias al vacío de poder de aquel período la riqueza de la antigua Unión Soviética fue saqueada, desmantelada, privatizada, robada y acumulada en manos mafiosas. Nunca la historia vio un proceso semejante: un Estado, propietario de los medios de producción, pasó en apenas un lustro a ser propiedad de aquella oligarquía enriquecida con la privatización y que en ese tiempo pasó a controlar el Estado.

En todo aquel caos que supuso para Rusia el primer lustro de los años 90, solamente hubo un fenómeno positivo: paradójicamente la irresponsabilidad criminal de la oligarquía fue lo que evitó que en una situación de debilidad del Estado, las empresas transnacionales pudieran asentarse sólidamente en el país. La rapacidad de la oligarquía, los niveles absolutamente estratosféricos de corrupción que invadieron Rusia, hicieron prácticamente imposible que se reprodujera el mismo fenómeno que se había provocado en otras partes. Y es que la oligarquía rusa fue mafiosa y, por tanto, irracional. Desconocía las leyes de funcionamiento del capitalismo y las sometía a su capricho y a su humor en cada momento, tal como corresponde al temperamento mafioso adobado aquí con vodka. Sobre las ruinas de la URSS no se creó una administración al servicio de los intereses del capitalismo transnacional, sino de los distintos clanes mafiosos que aparecieron. Hasta que Vladimir Putin alcanzó la jefatura del Estado y se abordo el proceso de reconstrucción del poder ruso.

Cuando Putin se impuso, la situación de la Federación Rusa era increíblemente desastrosa: el PIB estaba en caída libre, el 80% de la población en la pobreza más absoluta, un individuo alcoholizado y enfermo, completamente descontrolado, avalado, eso sí por los medios de comunicación y los gobiernos occidentales como “legítimo gobernante”, Boris Eltsin, sentado en el Kremlim, el crimen organizado controlando barrios enteros de las grandes ciudades y regiones completas, con interminables conflictos en el Cáucaso, el Estado se diluía como un azucarillo.

Pero lo peor no era solamente la depresión y la crisis, sino que también alcanzó al conjunto de la sociedad rusa: el alcoholismo se disparó y casi tres millones y medios de personas murieron prematuramente víctimas de la miseria, las privaciones, el alcoholismo y las pandemias. La burbuja neoliberal formada durante 1996-98, finalmente estalló. Ocurrió el mismo proceso que tuvo lugar en España entre 2010 y 2013: para pagar el gasto público, el Estado emitió deuda y para hacerla atractiva debió subir los intereses. Eltsin permitió tras su reelección que los bancos extranjeros compraran deuda rusa… con lo que se emitió más y más deuda a un interés cada vez mayor. El 6 de octubre de 1997, la bolsa rusa alcanzó su máximo histórico. Y entonces estalló la crisis financiera: los inversores se retiraron, cambiaron sus beneficios en rublos por dólares. En agosto de 1998, la bolsa rusa cerró varias veces tras acumular caídas diarias del 10%. Eltsin declaró la bancarrota del Estado y en apenas 24 horas los precios subieron un 30%. Dejaron de funcionar tarjetas de crédito y se declaró un “corralito” de dos meses. Quebraron varios bancos y se evaporaron los ahorros de los ciudadanos. Los salarios perdieron 2/3 de su valor y entre 1997 y 1998 el PIB cayó un 74%, la bolsa cayó un 90%, el rublo perdió el 75% de su valor. Los pobres pasaron de 14 a 170 millones en apenas cuatro años. Se volvió a la economía de trueque. Los nacimientos se detuvieron y Rusia perdió un millón de habitantes cada año desde 1991 hasta 2005 ¡La gestión del FMI-BM en lugar de impulsar el salto de Rusia del “tercer” al “primer mundo”, supuso un hundimiento en el “tercer mundo”.

Con muy buen criterio, Putin destruyó lo esencial de la oligarquía, renacionalizó activos en manos de multinacionales extranjeras, y especialmente se preocupar por que la industria petrolera no estuviera en manos de terceros: BP cedió terreno y traspasó activos a Gazprom. La Royal Ducht Shell cedieron sus participaciones en Sakhalin II. Gracias a todo esto, el control del Estado sobre la extracción petrolera pasó del 10% en 2003 al 44% en 2008 y controlaba el 85% de la producción de gas. Putin, finalmente, había comprendido que los hidrocarburos eran el arma del futuro.

No es raro que el neoliberalismo y sus corifeos occidentales continuamente presenten a Putin como su bestia negra. Lo que Putin se ha limitado a hacer es seguir en esto las leyes de la geopolítica tradicional: a una potencia continental corresponde un Estado fuerte, mientras que una potencia oceánica sitúa el énfasis en el comercio. Sea como fuere la Federación Rusa consiguió que entre 1999 y 2008 el PIB anual creciera una media del 7% anual y en 2004 consiguiera alcanzar el nivel que había tenido en 1991.

En el momento de escribir estas líneas, la presencia de Rusia es lo que ha permitido sobrevivir al gobierno baasista sirio, ha evitado que Israel lanzara ataques “preventivos” contra el territorio iraní, y ha conseguido que Rusia “estuviera” en la globalización pero consiguiera limitar sus efectos, el poder Ruso sigue siendo todavía un poder nuclear de primer orden, sus fueras armadas han sido reconstruidas y su estrategia redefinida, China ha dejado de ver la frontera del Usuri como una zona en disputa e incluso las marinas rusas y chinas han realizado maniobras conjuntas en una verdadera llamada de atención a los EEUU, potencia oceánica indiscutible.

Es inútil explicar que el gobierno actual ruso tiene solamente de común con una democracia real el nombre. Se trata de un Estado autoritario de nuevo cuño en el que se convocan elecciones y existen organismos representativos, pero ni aquellas son completamente libres en el sentido democrático occidental, ni los organismos parlamentarios tienen las mismas atribuciones que los conocidos en Europa y EEUU. La libertad de expresión es limitada y los medios de comunicación se juegan algo más de la autonomía y la libertad si atacan con excesiva saña al gobierno y a sus políticas. En el terreno del terrorismo, Putin ha recuperado el mismo cinismo que desde siempre se ha utilizado en los EEUU organizando operaciones “false flag” para justificar sus políticas y hacerlas aceptar entre la población. A fin de cuentas, el ascenso de Putin al poder se debió a un macro-atentado que voló un edificio de apartamentos en Moscú y fue atribuido a terroristas chechenos, costando luego la vida a un ex agente del FSB (ex KGB), Sergey Nikolaevich Litvinenko que reveló de dónde había partido el atentado… Pero estas prácticas reflejan solamente la tendencia natural de las potencias continentales a priorizar el papel del Estado.

Se ha hablado mucho sobre la existencia de “clanes” en el interior del poder soviético. En estos clanes se encuentran los “beneficiarios de la globalización” en la Federación Rusa. Controlan la industria del petróleo, la industria pesada y las exportaciones. Se encuentran divididos en varios grupos que aceptan la primacía de Putin y han llegado a acuerdos para repartirse el poder, conscientes todos ellos de que la globalización, en realidad, no es más que la penetración de un país por parte de intereses económicos de otros y, por tanto, representa una pérdida de soberanía.

La diferencia entre estos “beneficiarios de la globalización” y los “beneficiarios” de los países occidentales es que éstos responden al perfil de neoliberales clásicos, para los que la economía se sitúa por encima de la política y de los intereses de cualquier Estado, mientras que los rusos son conscientes de la necesidad de preservar la soberanía de su país y de situar sus operaciones económicas al servicio de los objetivos políticos del Kremlin.

En los EEUU y en todo el mundo anglosajón la composición de este grupo social es radicalmente diferente: son como los rusos, una exigua minoría, pero exigen que el Estado limite al máximo su participación en la vida económica, como no sea para ayudar a instituciones financieras en crisis; unos y otros desprecian el voto del ciudadano, pero en el mundo anglosajón este desprecio es más sutil y, tal como sostenía Brzezynsky desde 1973 se basa en el control de los medios de comunicación y en la promoción del entertaintment. En Rusia, en cambio, aún habiendo aprendido buena parte de estas técnicas en pocos años, siguen existiendo formas brutales de limitación de las libertades democráticas tal como se entienden en Europa y los EEUU.

Los “beneficiarios” norteamericanos actúan a la ofensiva utilizando un liberalismo salvaje que sitúa a los Estados como subordinados suyos. En cambio, los “beneficiarios” de la globalización en Rusia –el otro actor geopolítico tradicional- se subordinan a los intereses de su Estado y son conscientes que, de no hacerlo, no podrían prosperar ni sus negocios, ni siquiera sus vidas.

Por todo ello, esta arista es excepcionalmente sensible: se suele creer que todas las élites económicas tienen los mismos intereses y, por tanto, compiten entre sí, pero nunca se destruyen unas a otras. En este caso esta ley no se aplica: los intereses, los medios y los sectores económicos son los mismos, pero las leyes de la geopolítica tradicional se cumplen, en EEUU lo prioritario es el comercio (o cualquier actividad económica) y ese mismo comercio procura que el Estado no le ponga barreras ni límites y, por tanto, entra necesariamente en contradicción con esos mismos beneficiarios situados en el entorno del Estado Ruso. Obviamente existen intereses comunes, pero también una perspectiva de principios contradictorios que hace que se trate de una arista extremadamente inestable.

4º Arista

Beneficiarios de la globalización con los actores geopolíticos emergentes

Se dice de esta arista “tiene futuro y potencialidad” y no seremos nosotros quienes lo neguemos, sólo que el problema no es distinto a las demás aristas: a partir de ellas se genera cierta inestabilidad que se convierte en los vértices –como veremos- en zonas de ruptura. En efecto, en los “actores geopolíticos emergentes” se concentran buena parte de los beneficiarios de la globalización, de tal manera que puede afirmarse que si en estos momentos se trata de potencias emergentes, no es tanto por sí mismo y por las leyes de la geopolítica, como por su situación en el proceso económico mundial. En no todas ellas se cumplen las leyes que según la geopolítica deberían de otorgar potencia. Quizás porque faltaban algunas precisiones que los teóricos de la geopolítica jamás apuntaron.

Está claro que Brasil lo tiene todo para ser una gran potencia subcontinental: tiene territorio, tiene tecnología, tiene mar (su frontera más amplia es atlántica y desde los años 60 intenta una expansión hacia su Oeste, esto es hacia las costas del Pacífico, trenzando alianzas con Chile, impulsando la carretera transamazónica y en su tiempo ampliando el área del cruzeiro en zonas fronterizas como Bolivia), tiene “población”… así pues, según la geopolítica tradicional, Brasil está llamado a ser una “gran potencia” y nadie duda de que en el momento de escribir estas líneas lo es. Ahora bien: los nubarrones que se ciernen sobre la economía brasileña, propensa a la formación de burbujas inmobiliarias especialmente que amenazan con estallar, harán que, sin duda, entre en su punto de inflexión en el momento en que se publique esta obra. Pero existe otro motivo no menos importante para dudar de la “linealidad” del progreso brasileño.

Cuando los geopolíticos aluden a “población” y a la necesidad de que exista un núcleo de población lo suficientemente fuerte como para soportar el desgaste que provoca la ampliación de un Estado a potencia regional, tienen razón en subrayar el elemento cuantitativo. El mismo Mussolini había dicho, “el número, da potencia” y tenía razón, porque fue a partir del estancamiento del núcleo latino del antiguo Imperio Romano, cuando las guerras habían desgastado a su élite (“morirán los mejores” era una máxima romana, lo que implicaba que eran, justamente, quienes no eran “mejores”, los que sobrevivirían y, por tanto, la sociedad sufriría, a la larga, una “selección a la inversa”, tal como ocurrió) y ésta había sido sustituida por una clase política dirigente heredera del lujo, de los bienes y territorios conquistados por sus antepasados, sin valor para mantenerlos, pero con interés en utilizarlos para fines exclusivamente hedonistas, entonces Roma entró en una irreversible decadencia. Sí, “el número, da potencia”, a condición de admitir que hay que otorgar a ese “número” una componente también cualitativa. Es la cualidad de ese número, unido a su cantidad, lo que otorga en el siglo XXI y en la Roma del siglo IV la potencia: de lo contrario, es la decadencia lo que se instala en medio del lujo más absoluto y de los escaparates de consumo deslumbrantes.

Esto nos lleva a reconocer que el principal handicap de Brasil para convertirse en una gran potencia es precisamente el carácter inestable, caótico y desordenado de su población compuesta por un crisol de razas y unida solamente en las bases por el carnaval, la samba y las ligas de futbol, boley-playa, etc., pero en absoluto por un proyecto de vida en común. Por otra parte, la distancia que separa a los poseedores de la riqueza de los miserables habitantes de las favelas sorprende, no solamente por su carácter cualitativo, sino por la asimetría total sobre su número: en ningún lugar del mundo tan poca gente ha poseído tanto y nunca la historia ha visto unas acumulaciones tales de miseria como las que se dan en ciertas zonas del país. Se ha dicho que Brasil ha permanecido unido porque se baila la samba, en lo que constituye una evidente boutâde, pero también es cierto que antes de que Brzezinsky aludiera en 1973 en su obra La era tecnotrónica sobre necesidad del entartaintment para mantener tranquilas a las masas, en aquel país ya se conocía desde hacía años esta técnica.

Se podría alegar que en la Europa del siglo XIX se producía un fenómeno similar. Debemos de conceder que, efectivamente, eso era así pero también hay que añadir que en mucha menor escala cuantitativa y que, aquella época suponía una etapa en la evolución del capitalismo muy diferente a la actual. Antes o después, el capitalismo industrial debía entender que para encontrar nuevos consumidores para los productos surgidos de las primeras cadenas de producción era preciso transformar al proletariado alienado en consumidos integrado y, para ello, era preciso proceder a aumentar los salarios. Le correspondió a Henry Ford hacer el feliz descubrimiento, mucho más que a las “conquistas” de los sindicatos que, en realidad, no fueron mas que entregas interesadas por parte de la patronal. En realidad, durante todo su ciclo vital (ya concluido, obviamente, tal como enseña muy a las claras el panorama laboral español, entre otros) los sindicatos no han sido otra cosa que un mecanismo de contrapeso a los excesos capitalistas. De no haber existido los sindicatos, el capitalismo industrial se habría destruido a sí mismo generando crisis de superproducción y el proceso de acumulación del capital hubiera durado solamente unas décadas. Las reivindicaciones sindicales tenían como efecto el que una parte sustancial de los beneficios de la producción se distribuían socialmente, se trabajaba menos y, por tanto, se producía mucho menos (y más caro) de lo que de no haber existido los sindicatos, hubiera podido ocurrir: por tanto, el capitalismo hubiera entrado en crisis mucho antes.

Pero en la actualidad, los sindicatos carecen de sentido –como no sea el de ser presentados como “interlocutores sociales”, cuando en realidad son perros castrados que comen de la mano de sus señores- en la medida en que el área central del capitalismo ya no la producción de bienes sino la especulación financiera. Es un capitalismo para “pocos”, a despecho de la miseria “muchos”. Brasil, en ese sentido es el paradigma. Junto a China, por supuesto.

El estallido social en Brasil es cuestión de tiempo. Las manifestaciones y protestas que tuvieron lugar en aquel país en la segunda mitad del año 2013 sorprendieron a los analistas: no se daban en las zonas más deprimidas del país, sino en barrios y ciudades dominadas por las clases medias y los estudiantes. Se exigía, entre otras cosas, que no se diera tanto dinero a los equipos de fútbol y a los espectáculos subvencionados por el Estado y las corporaciones locales: esa clase media que salía a la calle apuntaba contra lo que son las características axiales del entertaintment brasileño: la samba, el fútbol, el carnaval… Cuando Brasil deje de bailar la samba, mire en torno suyo y advierta su miseria social, el estallido está cantado.

China, por otra parte, tiene problemas muy similares agravados por una demografía aun más explosiva y por la existencia de la peculiar organización del país: “Un país, dos sistemas”. Porque China es, todavía y veremos por cuanto tiempo, un Estado centralizado, dominado por una clase política dirigente instalada en el Partido Comunista. Es cierto que las experiencias franquista y stalinista tienen de común con la China el reconocimiento de una situación inicial de subdesarrollo y un objetivo a conquistar de alcanzar a los países de cabeza en el pelotón del pleno desarrollo económico y, para ello, es preciso concentrar el poder y sacrificar las libertades públicas para concentrar esfuerzos en el único objetivo económico a alcanzar. Pero también aquí, aunque el proceso que se da en China es similar, están presentes elementos muy diferentes.

En el caso español, la concentración de poderes en manos del franquismo generó en los años 60 y 70, un incipiente capitalismo español que cuando alcanzó cierto nivel de desarrolló preciso contar con un marco político diferente (democrático) para poder ampliar su radio de acción (e integrarse en el Mercado Común). Esto –y no la acción del Rey o de Adolfo Suárez- fueron los elementos que verdaderamente impulsaron la transición democrática a partir de 1976 (transición que, en realidad, ya había comenzado un quinquenio antes de la mano de Carrero Blanco, una transición “controlada”). Dicho de otra manera, en cierto momento de la evolución del capitalismo español se produjo una contradicción entre el sistema económico y sus necesidades y el marco político del momento y sus límites. Y se resolvió en beneficio del primero: desde entonces, la economía dirige a la política en España. Pero el haber llegado tarde a la incorporación en el pelotón de cabeza del desarrollo tuvo varias contrapartidas negativas para España: el integrarse en las Comunidades Europeas como país “periférico”, completamente alejado del eje franco-alemán. El acuerdo de integración y el reajuste que siguió liquidaron sectores enteros de nuestra economía: la industria pesada, en concreto la siderurgia y la construcción naval, la minería, etc. El segundo problema de esta condición “periférica” que se unió a los problemas generados por una débil estructura económica generada en los años 60, fue el que nuestra economía dependía de dos fenómenos desde entonces: los ingresos procedentes del turismo y la construcción como motor económico.

El turismo depende no solamente de las infraestructuras sino también de las modas impuestas por los tour-operators y, también de los cambios políticos: tras la caída del Muro de Berlín y la conclusión de las guerras balcánicas, los países del Adriático se configuran como futuros destinos turísticos masivos en detrimento de España que solamente ha podido ver crecer en 2013 como crecía el número de visitantes gracias a los problemas en el Norte de África y en Turquía. En cuanto a la construcción, la historia del sector demuestra que está sometida a ciclos y a la formación de burbujas, con lo que, siendo un motor en unos momentos, se convierte en un lastre en otros.

El caso de la evolución rusa es más parecido al caso chino. Tras el período caótico de Eltsin, se ha reconstruido el poder del Estado, algo que la República Popular China siempre ha sido consciente de que no podía producirse. De ahí el interés de los dirigentes chinos, no tanto en mantener una “república popular” como en asegurar la continuidad de las líneas elegidas como maestras, sin alteraciones esenciales en la estructura del poder. Invertir parte de los excedentes en el exterior para garantizar un período de estabilidad, el necesario para convertir al país en una potencia armamentística y tecnológica indiscutible capaz de rivalizar con los dos actores geopolíticos tradicionales y con otros actores emergentes. De ahí el interés, hasta 2009 de invertir en bolsas norteamericanos, en un gesto que puede entenderse como una mano tendida hacia los problemas de financiación de los EEUU que precisan absorber cada día 1.000 millones procedentes del mundo en sus bolsas para paliar sus problemas de déficit. Tras las quiebras bancarias de 2008 y 2009, China tendió a disminuir las inversiones en EEUU y aumentarlas en otros escenarios.

Sin embargo, lo masivo de la sociedad china, el carácter todavía subdesarrollado de buena parte del país, los desequilibrios entre zonas costeras ricas y zonas del interior pobres, la mala calidad de las exportaciones, la corrupción de las autoridades, el hecho de que una pequeña bajada en el PIB influya en la miseria de decenas de millones de personas, el tránsito de una sociedad rural a una sociedad postindustrial que implica migraciones masivas interiores y exteriores, y la aparición de burbujas especialmente inmobiliarias, hace que el futuro de la economía china sea más que problemática y una pequeña oscilación ponga en peligro todo el sistema globalizado.

Es cierto que en China el mandarinato y la obediencia silenciosa, ciega y absoluta a los poderosos ha sido una constante, pero también es cierto que en la actualidad actúan en aquel país poderosas fuerzas centrífugas: la minoría de los musulmanes chinos, entre 40 y 50 millones de personas localizadas en las zonas del sur Oeste, los uigures, están en plena disidencia. En el Sur, la CIA siempre tiene a mano al Dalai Lama para reavivar el problema del nacionalismo tibetano. El desarrollo económico, por controlado que sea por el Partido Comunista, ha generado una aristocracia del dinero que cada vez se siente más incómoda con los dictados políticos a los que debe someterse y, antes o después, entrará en contradicción.

Quedan la India e Irán aspirando a convertirse en potencias regionales y considerados como actores emergentes. En lo que se refiere al Iran de los allatolahs, su política no ha variado apenas desde el período del Sha: este aspiraba a convertir “Persia” en un país aliado de los EEUU, subpotencia regional asociada al “imperio” y delegada por éste del control y la estabilidad de la zona y, por tanto, ausente de la lucha árabe contra el Estado de Israel, el otro peón de los EEUU en la “dorsal islámica”. La única variación sustancial y chirriante que imprimió el Jomeini y sus sucesores, fue la orientación anti-israelí de su política exterior. De hecho, el interés por conseguir la producción de bombas atómicas está dictado por la estrategia de que en Oriente Medio no exista un solo poseedor de la bomba atómica (Israel), sino dos y, por tanto, el arma nuclear no pueda ser esgrimida por el Estado hebreo como elemento decisivo para imponer la actual situación de hecho. En momentos de debilidad de la República Islámica de Irán, la aviación táctica judía no ha tenido problemas en bombardear puntualmente las instalaciones nucleares iraníes, asesinar en plena calle a los técnicos y responsables del programa nuclear de ese país, o simplemente ponerse detrás de los EEUU lanzando a este país para impedir que una inoportuna bomba nuclear en poder de los allatolahs pueda alterar completamente la situación en la zona. Porque lo que a los EEUU le molesta, no es que Irán se consolide como potencia regional, sino el que lo haga de espaldas a su política y contra el Estado de Israel.

De todos los actores geopolíticos emergentes, Irán es, sin duda, el más problemático y débil: su Islam chií es diferente a la mayoría del Islam seguido en el mundo, suní. La ruta de la droga –antigua “ruta de la seda”- atraviesa de parte a parte el norte del país dejando un rastro de destrucción y miseria humana: hay 4.000.000 de toxicómanos en el país que adquieren heroína a un precio extraordinariamente bajo y suponen un lastre para la potencia del país. El problema kurdo sigue latente en el norte. La asfixia que imprime la rigidez islámica en la sociedad es otro lastre insuperable junto a la increíble capacidad de todas las corrientes musulmanas de deslizarse hacia las posiciones extremas, fundamentalistas, en un cíclico “retorno a los orígenes coránicos” que aparece y reaparece una y otra vez en la historia de esa religión. Y, finalmente, el hecho de que Irán tenga una discreta salida al mar (en el mar interior Caspio y a través del golfo de Omán, una zona geopolítica particularmente sensible), es otro factor de duda sobre el futuro de Irán.

Todos estos elementos hacen que, si bien la estabilidad política iraní y su capacidad productiva basada en una disciplinada industria de extracción de hidrocarburos y en zonas agrícolas extraordinariamente fértiles, existan sombras inquietantes que limitan extraordinariamente su proyección futura. En ese país los beneficiarios de la globalización, al igual que en todo el mundo árabe, no son cúspides financieras o élites industriales, sino antiguos jefes tribales devenidos “príncipes propietarios de pozos de petróleo” o bien técnicos procedentes de los clanes tribales que han destacado en sus actividades económicas y mantienen con el Islam una actitud formalista o incluso, simplemente, no son islamistas, sino que han sido ganados por la idea globalizadora y carecen completamente de raíces. Dentro de estos países resulta inevitable la aparición de tensiones entre estos grupos y los sectores islamistas presentes en la élite del poder y, por supuesto, en el grueso de la población.

El caso de India es también particular y merece cierta atención. India como China se ha convertido en un “país-factoría”. La diferencia entre ambos actores emergentes deriva de la utilización generalizada del inglés en la India que asegura sus conexiones con el mundo anglosajón derivadas del dominio colonial inglés. La característica común es que, en ambos casos, solamente se beneficia de la globalización una pequeña minoría. En efecto, en la totalidad de los actores emergentes, los beneficiarios de la globalización son especialmente los jefes de empresas dedicadas a la exportación y los dedicados a la especulación financiera; la inversión productiva se destina solamente a aquellos sectores empresariales que, por su configuración, permiten la deslocalización empresarial; esto es, la aplicación de la regla de oro del capitalismo salvaje: obtener mayores beneficios reduciendo costes al máximo y produciendo en cadena cantidades desmesuradas.

En los países en los que se distribuyen estas mercancías, el misterio consiste en saber si dentro de quince años seguirá habiendo consumidores, o si tendrán la configuración de un gigantesco campo de parados, un verdadero páramo laboral, en el que solamente el sector servicios mantendrá una mínima actividad, junto al especulativo y todo lo relacionado con ello. Pero en los países–factoría la cosa no será mucho mejor. Legiones de trabajadores realizarán su actividad, no para llevar una vida digna, presidida por la “seguridad” en el empleo, en las coberturas sociales, en poder satisfacer su ocio, sino simplemente para sobrevivir. Si un día los costes de la deslocalización se revelan inviables, no será por las alzas salariales, ni por las reivindicaciones sindicales o la instalación de coberturas sociales en aquellos países, sino, simplemente, por el alza del precio de la gasolina.

El trabajador en esas zonas es una fuerza mecánica, completamente deshumanizada, sin esperanzas de abandonar un día su estado de postración, a la que se engrasa mediante un salario, lo justo para que pueda seguir funcionando y para que genere una actividad económica tal que sus magros ingresos terminen, finalmente, en los beneficiarios de la globalización mediante los caminos más variados. Unos pasarán el Estado en forma de impuestos, otros irán a parar a las entidades de crédito, otros, finalmente, serán embolsadas por multinacionales de alimentación (las únicas que pueden abastecer a un mercado tan masivo como el de los actores emergentes).

Nos equivocaríamos si pensáramos que la deslocalización iba a favorecer a las poblaciones de los países emergentes. De hecho, sólo favorece a pequeñas minorías. En Bangalore (India) reside hoy la mayor concentración de programadores informáticos de todo el orbe, muy superior incluso a la que existió en los ochenta y noventa en Silicon Valley. Varios cientos de miles de hindúes con un alto nivel de inglés están vinculados también a iniciativas de subcontratación que han migrado del Primer Mundo a la India a causa del ahorro en salarios y de que los miles de kilómetros de fibra óptica trazados por las “puntocom” antes de reventar han facilitado la comunicación a alta velocidad con cualquier punto del globo. Pero la fibra óptica se detiene a un kilómetro de las chabolas de la India. No toda la India es Bangalore, de la misma forma que no toda China es Hong–Kong. Hoy se calcula que, en estos países, los beneficiarios de la globalización (incluidos empleados que se limitan a contestar al teléfono en correcto inglés a clientes que llaman desde Montana o Texas, con alguna reclamación o consulta, que no reciben altos salarios pero si tienen estabilidad en el empleo y aspiran un día a migrar a los EEUU o Europa) son apenas un 0’2% de la globalización. Va a ser muy difícil que en los próximos años esa cifra se eleve hasta el 1%. La globalización en lo que se refiere a beneficiarios apenas alcanza a minorías ínfimas.

A nadie se le escapa lo socialmente peligroso que supone situar la miseria a un lado de la calle y los escaparates del consumo al otro. Por muy elevados que sean los crecimientos económicos de China e India, eso no implica que los beneficiarios vayan a ser los sectores mayoritarios de la población sino, simplemente, que los beneficios de la élite de beneficiarios de la globalización en los actores emergentes van a seguir multiplicándose. En países como China e India que, juntos, suponen algo bastante más que un tercio de la población mundial, todo es masivo. Para que exista una burguesía media con presencia significativa, la única clase sobre la que podrían asentarse unas formas democráticas dignas de tal nombre, va a hacer falta que, como mínimo, ésta cuente con un 10–15% del total de la población. Algo que, hoy por hoy, parece muy alejado.

Lo más probable será que, antes de que cristalice la formación de esa burguesía media, los actuales desajustes sociales generarán sacudidas extremadamente violentas que pueden llegar a comprometer, incluso, la estabilidad misma de estos países. Esa sería la catástrofe para la globalización, no desde luego tan grave como la elevación constante del precio de los hidrocarburos, pero sí lo suficientemente aguda como para que algunos sectores económicos y países europeos volvieran sobre sus pasos y dudaran de la eficacia del “sistema global”.

El gran problema consiste en que los beneficiarios de la globalización en el Primer Mundo y los beneficiarios de la globalización en los actores emergentes hablan el mismo lenguaje y lo seguirán haciendo… mientras sigan siendo beneficiarios. Pero en el momento en que los actores emergentes vean detenido su crecimiento por factores sociales internos (revueltas y reivindicaciones socio–políticas), a causa de factores externos (aumento imparable del precio de los hidrocarburos), o por culpa de sus propios errores (estallido de burbujas especialmente inmobiliarias y crediticias) todo el sistema mundial se conmoverá y correrá el riesgo de derrumbarse, pues no en vano el “dinero” es cobarde y se invierte allí donde hay mayores seguridades.

La inestabilidad del sistema mundial surgido tras la Caída del Muro de Berlín implica que las “zonas seguras” van trasladándose de un lugar a otro. La libre circulación de capitales facilita estas migraciones pero, frecuentemente, deja atrás regueros de miseria y depauperación. De ahí que esta arista sea extremadamente quebradiza y corra el riesgo de desintegrarse –al menos en su configuración actual– a la primera crisis.

Visto el panorama global que presentan los “actores emergentes”, cabe decir que en esta arista van a confluir las fortunas procedentes de dos tipos de negocios fundamentalmente: el negocio especulativo y financiero, de un lado; y de otro, el negocio surgido al calor de las nuevas tecnologías y de su aplicación y el régimen de grandes exportaciones que desde los “actores emergentes” recorren el mundo hacia los “actores tradicionales” especialmente. En ambos casos, la globalización ha supuesto un nuevo impulso, tanto por lo que se refiere a la libre circulación de capitales y mercancías, lo que favorece a los primeros, como a la globalización en sí misma.

La cuestión a plantear es: los intereses de las élites dominantes y de los beneficiarios de la globalización que están presentes en todo el mundo, ¿coinciden con los intereses de los actores geopolíticos emergentes? Y esta es la cuestión: porque si bien en esos países existe, como hemos visto, un grupo social que, efectivamente se beneficia muy directamente de la globalización y las estadísticas nos dicen que en esos países tanto el PIB como la renta per capita van aumentan, falta saber si el grueso de las poblaciones perciben todo esto como un avance real o tienen otra visión. Lo que se encontrará en esa arista es el sector de la población de los países emergentes que coincide en intereses y en prácticas con los beneficiarios de la globalización precisamente porque ellos mismos lo son: han pasado en poco tiempo de ser pequeñas fortunas locales a insertarse en una economía globalizada. Pero son una minoría. Todo lo que no está situado en la arista misma, es economía de supervivencia: las poblaciones o son muy ricas, o son muy pobres (y trabajan para sobrevivir) o son extremadamente pobres (y viven de la asistencia del Estado el cual a su vez vive de los impuestos generados especialmente por las rentas procedentes del trabajo mucho más que por la fiscalidad que grava a las rentas procedentes del capital.

Así pues se trata de una arista que, como el resto, carece de distribución homogénea, pero mucho más que cualquier otra, fuera de la línea misma de la arista que confluye con los “beneficiarios de la globalización”, estamos instalados en plena miseria. Y por tanto en pleno desequilibrio e inestabilidad. 

(c) Ernesto Milá - infokrisis - erneto.mila.rodri@gmail.com - Prohibida la reproducción de este artículo sin indicar origen

 

El mundo cúbico (II de IV)

El mundo cúbico (II de IV)

Las seis caras del mundo cúbico.- Tal como hemos visto en la introducción, la aceleración de la historia tiene como efecto la contracción del espacio. Así mismo, en la modernidad, la irrupción de nuevos fenómenos tecnológicos y económicos ha producido el fenómeno del “aplanamiento” del mundo. Y todo eso, operado en apenas doce años, ente 1989 y 2001, es considerado por algunos como extraordinariamente “positivo”. Es el tiempo en el que las nuevas tecnologías han pasado de su utilización incipiente a convertirse en completamente imprescindibles; el tiempo en el que muy pocos valores de los que subsistían procedentes de otro tiempo, ha podido sobrevivir a duras penas, algunos tan importantes como la “nación”, la pérdida de influencia de la Iglesia Católica o de la familia, la aceleración en la concentración de capital y de corporaciones, el inicio de las migraciones masivas, el tránsito del bilateralismo propio de la Guerra Fría al unilateralismo indiscutible (el Nuevo Orden Mundial para George Bush era, fundamentalmente, un “orden americano”), se impuso la teoría del “fin de la historia”, etc, etc.

Indudablemente, los procesos que se dieron en esos doce años tenían unas raíces mucho más profundas que se remontaban a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando se hizo evidente que el boom de las comunicaciones había “empequeñecido” al mundo. Si en los años 20 y 30, cruzar el Atlántico en avión era una aventura problemática, si las tecnologías incipientes que ya se conocían, como la TV o el radar, empezaban a desarrollarse o incluso la energía nuclear era solamente mera teoría, a partir de 1945, era posible que aviones de bombardeo y de carga, recorrieran grandes espacios, que fuera extremadamente fácil comunicarse de manera inmediata de un extremo a otro del planeta y que ya fuera posible salir al espacio exterior mediante cohetes sobre los que en pocos años se podrían armar bombas atómicas capaces de estallar a miles de kilómetros de distancia con precisión milimétrica.  Fueron las tecnologías bélicas desarrolladas por ambos bandos durante la Segunda Guerra Mundial las que operaron esta mutación en apenas seis años. El mundo que salió de la guerra más destructiva de la historia fue completamente diferente al que la había iniciado.

Desde entones y a lo largo de la los años de la Guerra Fría, el mundo se fue “solidificando” según el proceso que hemos descrito antes: ha pasado de la forma esférica a la forma cúbica. Pero, al mismo tiempo, se ha fragilizado adoptando una estructura casi diamantina: extraordinariamente dura y difícil de modificar, pero fácilmente estallable a condición de encontrar el punto de ruptura. De ahí que aludamos a que el mundo moderno es tan “sólido” como “frágil”. Esta es, precisamente, la característica más destacable de nuestra época, por contradictoria que parezca. Cualquier gemólogo sabe que solidez y fragilidad no están en contradicción, sino que frecuentemente, minerales extremadamente sólidos, pueden estallar en mil pedazos con un pequeño golpe, de la misma forma que determinados cristales sintéticos están diseñados para resistir golpes en superficie pero no pequeños picotazos con la fuerza concentrada en un solo punto. Sólo entonces estallan en mil pedazos. Tales son las imágenes que podemos retener porque son aplicables a la modernidad. El “principio de Peter” explica no sin cierta ironía que “todo lo que puede estropearse, se estropea” y tiene, así mismo, un corolario aplicable a este orden de ideas: “cuanto más complejo es un mecanismo, más tiende a estropearse”. Difícilmente, en el mundo inorgánico encontraríamos un mecanismo tan complejo como el actual sistema mundial y, precisamente por eso, podemos definirlo como un sistema “sólido”, pero, al mismo tiempo, extremadamente “frágil” en razón de su complejidad y de la consiguiente multiplicidad de posibles fallos que se puedan producir. Sea como fuere el hecho

Lo que sí es rigurosamente cierto es que se ha producido un “morfing” geométrico, la esfera se ha transformado en cubo), y en un “mundo cúbico”, cada una de las seis caras, de las doce aristas y de los cuatro vértices, tiene significados muy concretos, gracias a los cuales puede entenderse perfectamente el momento que estamos viviendo.

Cara Superior

Representa los intereses de las élites dominantes y de los grupos económicos más favorecidos por el proceso de globalización.

Se trata de un grupo extraordinariamente reducido pero que, sin embargo, acapara una parte desmesurada de la renta y de los ingresos mundiales. Numéricamente aumenta en muy escasa medida, aun a pesar de que otros países se vayan integrando al pelotón del desarrollo y de la globalización, en la que sigue ineluctablemente la tendencia a la concentración del capital. Estamos hablando de unos pocos miles de individuos, extraordinariamente poderosos, verdaderas máquinas de mover dinero y multiplicar beneficios, casi con una energía inhumana. Una clase que jamás ha existido antes en la historia, y que ha surgido directamente como producto de la tendencia a la acumulación del capital. Su endeblez numérica es compensada por sus extraordinarios recursos económicos y tecnológicos. Menos demografía, más recursos.

Carecen de otra ideología política que no sea la del lucro y el beneficio y sería absurdo vincularlos a las doctrinas neoliberales: se sirven de estas en este momento histórico, simplemente para dar una cobertura doctrinal a lo que no es más que una tendencia innata a la acumulación de beneficios, a la obsesión por el lucro y a la usura. Los más cultivados y preocupados por dar un sentido a su vida son lectores empedernidos de Ayn Rand, o bien pertenecen a la élite de los círculos neo–conservadores y evangélicos norteamericanos que unen consideraciones económicas a preocupaciones de carácter místico-religioso vinculadas especialmente a interpretaciones evangélicas (“cristianos renacidos”).

Si bien estas élites económicas nacieron en el antiguo Primer Mundo, en la actualidad están extendidas también a lo que hemos dado en llamar “actores geopolíticos emergentes” y constituyen una casta en sentido propio: se trata de un universo cerrado, cuyo ingreso se produce cuando el aspirante tienen un nivel de patrimonio personal suficientemente amplio y comparable al de cualquier otro de sus miembros. Se transmite por herencia dando lugar a las “dinastías capitalistas” que ya aparecieron en el siglo XVIII y XIX y que se prolongan hasta nuestros días, lo que implica cierto grado de endogamia.

Desde el punto de vista de las actividades que desarrollan puede decirse que habitualmente se dedican al ejercicio de la banca y de la especulación financiera, ganando esta actividad cada vez más protagonismo. Su interés por el comercio, en otro tiempo importante, tiene ahora un papel mucho menor: comprar barato y vender caro ha pasado de ser una actividad realizada sobre “productos” tangibles a desempeñarse casi exclusivamente sobre “productos financieros”.  No tienen un teatro preferencial de operaciones: su escenario es todo el mundo. Están allí en donde hay posibilidades de obtener los mayores beneficios y abandonan un territorio después de haberlo esquilmado o simplemente cuando contemplan que otro puede ofrecer mejores rendimientos Así pues, la inestabilidad acompañará a un mundo globalizado en la medida en que los capitales no estarán fijados ni ligados a un horizonte geográfico concreto.

¿Qué niveles de renta son los que dan acomodo en esta casta? Imposible expresarlos en términos cuantitativos. No se trata solamente de acumular capital y de beneficiarse con él en primera fila del proceso de la globalización, se trata de ser “admitido” en la casta. Porque es de “casta”, mucho más que de clase social de lo que debemos hablar. Una casta propia de la globalización, de la misma forma que la sociedad trifuncional indo-europea estuvo dividida en tres castas (sacerdotal, guerrera y función productiva), el actual momento histórico  registra una división de la humanidad en dos castas: los beneficiarios de la globalización y los damnificados por la globalización. Una pequeña cúspide piramidal y una gran masa cuadrangular sobre la que insistiremos más adelante. Es “casta” en la medida en que se trata de un organismo social restringido y cerrado en la que se entra cuando la acumulación de capital ha superado determinadas cantidades y por aceptación de otros miembros de la casta. A partir de ahí, el derecho se transmite por herencia.

Se exige inicialmente al aspirante que participe en las aventuras económicas de otros similares a él, mediante la asociación a fondos de inversión en las que se jugará su dinero. O bien mediante la propuesta de invertir en tales o cuales escenarios que prometen buenos beneficios. Los miembros de la casta comparten no solamente intereses, sino también riesgos. Esto les proporciona un alto grado de solidaridad. Todos buscan preservar los intereses de todos porque también son los propios. Ofrecer una fisura, una grieta en la solidaridad o simplemente cuestionarse la moralidad de algunas operaciones implicaría poner en peligro los intereses del conjunto: si el gobierno de los Estados Unidos abandona a un banco ante su quiebra (Lehman Brothers), esto no podrá volver a producirse, así que habrá que presionar para que salve a los siguientes (Fanny Mae, Freddy Mac) y esta práctica será recogida y estimulada en todo el mundo (Italia, Holanda, Irlanda, Grecia, España). Para ello habrá que recurrir a transmitir esa decisión  los medios de comunicación: serán ellos quienes intenten convencer a las masas de la justeza de la medida (“la crisis bancaria acarreará la ruina del sistema económico mundial” que es como decir: “si los Estados no salvan a los bancos, los banqueros lo pasaremos mal y posiblemente venga un nuevo orden mundial en el que las prerrogativas de la banca estén limitadas”).

Aquí entra en juego otro elementos: lo que podemos llamar “sociedades del nuevo orden económico mundial”: se trata de organizaciones de intercambio de estudios, foros de discusión, elaboración de estudios, promovidas por los gestores del nuevo orden mundial en la que anualmente se reúnen sus representantes más conspicuos para deliberar, conocer las nuevas orientaciones y sondear opiniones. La más conocida, sin duda, es el Club de Bildelberg, cuyos miembros proceden de los tres sectores clave: una dirección, el poder económico, y dos servidores subordinados, el mundo de la política y el mundo de la comunicación. Opinan todos, pero solamente tiene capacidad de decisión el poder económico: el poder político se limita a cumplir las órdenes recibidas y el poder mediático sabe hacia donde tiene que conducir la industria de la comunicación y del entertaintment para que las decisiones del poder económico sean aceptables o simplemente no generen resistencias apreciables. Así pues, la pirámide que corona el obelisco tiene esta base común con el cubo, la cara que representa los intereses de las élites dominantes y los beneficios de la globalización. Pero, a la vez, esta pirámide, está formada por cuatro triángulos, a los que aludiremos más adelante, cada uno de los cuales tiene en su vértice superior al poder económico y en sus vértices inferiores subordinados al poder político y al poder mediático, simples servidores del primero, pero sin los cuales, sería imposible que el primero cumpliera sus designios: no puede olvidarse que dentro del mundo globalizado, todavía existen rastros del “viejo orden” internacional articulado en torno al “concierto de Estados”. Los viejos Estados surgidos de las revoluciones liberales del siglo XIX, han ido perdiendo poco a poco poder y soberanía en un mundo globalizado: no solamente a causa de la influencia creciente del poder económico mundial, sino también a causa del resultado de la Segunda Guerra Mundial. Cuando callaron las armas se constituyeron una serie de organismos internacionales (ONU, UNESCO, etc.), cortes internacionales de justicia que articularon un nuevo derecho internacional cuya interpretación quedaba en manos de los vencedores del conflicto (Tribunal de Nuremberg, derecho de Nuremberg, tribunales penales internacionales). A partir de ese momento, los Estados carecieron de plena soberanía para adoptar decisiones, incluso las que solamente a ellos, les competían. Sin embargo, setenta años después de iniciado ese proceso, todavía los Estados Nacionales disponen de un entramado de leyes e instituciones y sistemas constitucionales en los que se atribuyen al electorado capacidad de decisión y los gobiernos que surgen de los procesos electorales, todavía disponen de un margen de maniobra y de recursos institucionales como para retrasar las consecuencias últimas de la globalización o bien para conculcar sus principios. De ahí la importancia que tiene para las élites económicas el controlar la política de las Naciones, el sentir de la opinión pública y la orientación del derecho al voto. Y esto se hace mediante las dos piezas subordinadas: el control sobre la clase política y el control sobre los medios de comunicación. Así la armonía del conjunto es perfecta: determinadas críticas nunca pasan del nivel de pura marginalidad, lo absurdo pasa a ser lo único digerible, se “entretiene” por un lado, se suscita esperanza por otro, se convierten problemas secundarios en cuestiones capitales en la vida de los pueblos y, sobre todo, se presenta a la globalización como nuestro destino ineluctable. Ni poder, ni oposición, en cada Estado, entran a criticar los fundamentos de la globalización, ni los medios de comunicación –a los que la crisis del papel y de la transformación tecnológica del sector sitúan en posición de debilidad y completamente dependientes de los apoyos de los gobiernos en forma de subsidios y de las inversiones de capitales-  se preocupan de otra cosa que convencer a la opinión pública de que todo está en buenas manos y de que se están sufriendo solamente problemas de asentamiento del nuevo orden mundial que pronto concluirán.

No es por casualidad que esta cara del cubo se sitúe en la parte superior del mismo y en ella se asiente la pirámide que corona el obelisco, la antigua piedra puntiaguda de los canteros.

Cara inferior

Es el reflejo especular de la anterior. En ella están incluidos todos aquellos que no extraen beneficios directos de la globalización y cuyos niveles de renta y capacidad adquisitiva tienden a disminuir, mientras que aumenta su grado de alienación.

En el otro extremo del cubo se encuentran los damnificados por la globalización. Si la anterior cara tiene una densidad demográfica ínfima y, además, la pirámide que se superpone, registra aún menos densidad numérica de población, por el contrario, en esta otra cara, la densidad es extrema y puede decirse que es su peso brutal sobre el que se asienta en conjunto. No tiene una renta per cápita homogénea, oscila entre empleados y profesionales que gozan de cierto nivel de vida especialmente en el Primer Mundo, hasta poblaciones con apenas un dólar de renta al día y que todavía son mayoría en algunas zonas del Tercer Mundo. Es una masa inorgánica, pesada, caótica e informe, extraordinariamente densa: la gente que sufre, que aguanta sobre sus hombros el peso de todo el conjunto. Por eso, por su peso y porque el “nuevo orden mundial” se apoya sobre la economía, pero ésta a su vez, se apoya sobre hombres y mujeres, es por lo que en la base se encuentra el mayor número de población. Más demografía, menos recursos.

El principal problema de la globalización es que parte de situaciones regionales e históricas extraordinariamente diferenciadas y, por tanto, difícilmente equiparables. De ahí la importancia de los “reajustes”: sirven para homogeneizar los salarios y las rentas entre el Primer Mundo y el Tercer Mundo. Es evidente, por ejemplo, que en un mundo globalizado, la producción industrial migrará hacia aquellos lugares en donde los salarios sean más reducidos, las coberturas sociales menores y estén más próximos a las fuentes de materias primeras. Será de esos horizontes de los que partirá una “oferta” más ventajosa de estos productos con la que no podrán competir los países que hasta ahora han sido tradicionalmente productores de los mismos.

Esto explica el porqué los salarios tienden a disminuir su peso real en los países occidentales: es un simple “reajusta” a la vista de que en un mundo globalizado la persistencia de diferencias salariales tan abismales como las que se cobran en Canadá, por ejemplo, y en China o España. En el primer país la renta per cápita en 2013 era de 4.622 €, mientras que en España era de 22.300 € y en China de 4.720 €. Los “reajustes” consisten en tratar de disminuir las rentas en los países que constituyen los eslabones más débiles para que así tales países ganan “competitividad” y no queden completamente al margen del proceso globalizador. Se trata de países con unas estructuras políticas débiles, un modelo económico caído durante la última crisis económica y que no ha podido ser reemplazado todavía por otro, en donde los niveles de aceptación de las imposiciones de los rectores del Nuevo Orden Económico Mundial son recogidos sin gran resistencia por parte de los partidos y de los sindicatos y en donde se carece de tradición de protesta y un fuerte sentido individualista e inorgánico, con grandes dosis de apatía y desinterés por la cosa pública.

España es el paradigma de estos países y, año tras año, desde hace más de dos tres décadas aumenta la presión fiscal sobre las rentas procedentes del trabajo, disminuyendo la presión sobre las rentas procedentes del capital. Lo que equivale a decir, que la presión fiscal se realiza sobre las clases medias en beneficios de la aristocracia económica. Tal es la tendencia en los países del primer mundo: machacar a las clases medias (las que habitualmente disponen de una mejor formación cultural, son capaces de interpretar lo que les está ocurriendo y de diagnosticar los remedios y, generalmente, de ellas han partido los movimientos revolucionarios, de ahí la importancia en minimizar su influencia y su poder).

Sin embargo, fuera de algunas élites intelectuales, el papel de la gran masa de población situada en esta cara inferior del cubo no pasa de ser pasivo: soporta lo que las élites económicas le designan como destino y que les llega a través de las élites políticas locales y de los medios de comunicación. Por sí mismos, no tienen absolutamente ninguna posibilidad de salir de su estado de postración y marginación. Crecen numéricamente a la misma velocidad que decrece su capacidad económica. Están ubicados en la inmensa mayoría de África negra, en buena parte de los países árabes, son los contingentes indígenas y mestizos de Iberoamérica, son los campesinos chinos y las legiones de parias hindúes, pero también las clases europeas empobrecidas, la inmensa mayoría de negros norteamericanos y los blancos pobres, los inmigrantes en el Primer Mundo. Ni tienen sentimiento de “clase” como se les atribuía a los antiguos proletarios, ni mucho menos tienen opciones políticas. Los movimientos antiglobalización, en realidad, apenas son otra cosa que la iniciativa de pequeños núcleos de intelectuales y jóvenes pertenecientes a las clases medias del Primer Mundo.

La demografía hace que exista un crecimiento asimétrico en esta cara: mientras que en los países con más alto nivel económico y cultural, la demografía se ha detenido y ni siquiera cubre la tasa de reposición, en el tercer mundo sigue disparada: especialmente en el mundo islámico, en África y en China. Un mundo así es inviable y está muy por encima de las posibilidades reales de sostenimiento del planeta. Ante el aluvión demográfico (generado especialmente por la mejora de las condiciones sanitarias y por el mantenimiento de la costumbre atávica de no utilizar medidas contraceptivas) no hay defensa posible y tal es el talón de Aquiles del Nuevo Orden Mundial: o se habilitan rápidamente medidas para estabilizar primero y disminuir después la población global (algo que parece difícil a tenor de que el “creced y multiplicaros” está implícito en varias religiones y, por tanto, en la forma de ser de los pueblos, o bien aparecerá una inestabilidad creciente en esta cara inferior.

Tal inestabilidad puede ser comparada a un crecimiento anómalo y desordenado de las células del cuerpo humano que aparece en procesos cancerígenos. Imaginemos en esta cara inferior del cubo a un aumento de la población que excede las posibilidades el planeta: al aumentar la densidad de población, las generaciones siguientes llegarán al “amontonamiento”. La cara inferior dejará de ser plana y se convertirá en irregular con zonas de crecimiento espectacular que restarán estabilidad al conjunto.

Hay otro factor a considerar: algunos demógrafos y economistas suscitan la esperanza entre las poblaciones, uno de los principales instrumentos esgrimidos por la clase política para solicitar el voto para su partido o la paciencia ante la crisis. La palabra clave de nuestro tiempo, del mundo globalizado, es Esperanza. Los demógrafos sostienen que habrá esperanza en la medida en que una vez los pueblos árabes, africanos y asiáticos mejores sus niveles de vida y su capacidad adquisitiva, operarán automáticamente una reducción en sus tasas de natalidad. Los ecologistas aluden a la Esperanza con el concepto de “crecimiento sostenible” y afirman que basta con fijar los criterios de sostenibilidad para alejar los riesgos que el crecimiento desordenado de la población y de la producción, podrían conllevar. En cuanto a los economistas, suscitan así mismo la Esperanza presentando los dolores actuales de la economía globalizada, como los normales que acompañan a todo nacimiento y que desaparecerán en cuanto el recién nacido empiece a crecer. Por su parte, en el salario de los políticos parece implícito el que aludan a un futuro esperanzador.

Hay que desconfiar extraordinariamente de todos estos juicios: no está claro que lo que los demógrafos han estudiado detalladamente en Europa entre las comunidades inmigrantes procedentes del tercer mundo, se cumpla en los países de origen. Si China ha crecido a menor velocidad desde la política del “hijo único”, no se ha debido a que la sociedad se auto-regule según su capacidad adquisitiva, sino porque un Estado fuerte se ha encargado de imponer una ley de manera rígida y sin contemplaciones. En cuanto a la esperanza ecológica resulta evidente que no hay “crecimiento sostenible” e ilimitado, para un planeta de posibilidades limitadas. En cuanto a los criterios de los economistas no está claro si los dolores de la economía mundial son los dolores del parto o los estertores de la muerte. La economía mundial entró en la recta del proceso globalizador en el ya lejano 1989 y desde entonces ha llovido mucho: a partir de 2001 –los doce años que cambiaron la geopolítica- la globalización puede considerarse como mayor de edad. Harina de otro costal es que su ciclo vital esté siendo extraordinariamente breve y la crisis iniciada en 2007 y que no ha remitido en el momento de escribir estas líneas, sea una crisis terminal. Una agonía. Nosotros, hoy estamos en esa agonía: por mucho que el sistema quiera “homogeneizar” a todos los pueblos y reducir asimetrías, amparado en criterios humanistas y universalistas, existen elementos culturales, étnicos, antropológicos y religiosos que todavía tienen una iniciativa y una fuerza extraordinaria y que dificultad extraordinariamente la vía hacia la homogeneización de la gran masa mundial de población.

Primera Cara Lateral.

Aquí están situados los actores geopolíticos tradicionales y las zonas que satelizan.

Entendemos por “actores geopolíticos tradicionales” aquellos que habían sido hegemónicos en el ciclo histórico anterior. En 1945 emergieron dos potencias internacionales indiscutibles situadas en solitario y en cabeza por delante de cualquier otra, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Durante los años de la Guerra Fría consiguieron mantener su hegemonía en lo que constituyó un “duopolio” mundial. Esta situación terminó en 1989, cuando se produjo la caída del Muro de Berlín y culminó el sistema de alianzas defensivas que había labrado la URSS dentro de lo que se llamó el Pacto de Varsovia. Por su parte, los EEUU habían trenzado también su propio sistema de alianzas: reforzó en primer lugar sus relaciones con el Reino Unido, debilitado a lo largo del proceso de descolonización y cuyo presencia militar al Este de Suez quedó liquidada en los años 60; satelizó Europa Occidental esgrimiendo el riesgo de la “amenaza soviética”, después de comprar a golpe de talonario a los gobiernos europeos durante el período de reconstrucción iniciado en 1945 y propició gobiernos anticomunistas y aliados en todo el mundo.

No se trataba de que los EEUU mantuvieran “aliados”, en realidad, ellos mismos se veían a sí mismos como “imperio” (reflejo voluntariamente inspirado en el Imperio Romano) y eran conscientes de que los imperios no tienen aliados, sino vasallos. Esto les llevó a ser hostiles hacia los gobiernos nacionalistas que fueron surgiendo en Iberoamérica (peronismo), en Asia (Go dim Diem en Vietnam) y en África (Tsombé en el Congo). Se trataba de promover gobiernos lo suficientemente anticomunistas que no tuvieran obstáculos en alinearse con la superpotencia anticomunista por excelencia, los EEUU, pero no excesivamente nacionalistas que los harían ansiosos de independencia y autonomía. De ahí que los EEUU contemplaran con malos ojos a gobiernos formados por militares nacionalistas por muy anticomunistas que fueran y trataron siempre de promover, fuera de su territorio nacional, no un nacionalismo, sino más bien ideas de tipo liberal y democrático. 

Por otra parte, los satélites de la URSS solían ser gobiernos en los que se había impuesto –a menudo por la fuerza- gobiernos en los que el Partido Comunista era hegemónico, o bien gobiernos que aceptaban un mayor o menor grado de socialización de la economía, especialmente aquellos situados en su área geopolítica de expansión. La característica de todos estos regímenes era su estabilidad política garantizada por un sistema policial y de represión de las libertades públicas. Esto podía entenderse en la URSS, país que era una economía agraria y subdesarrollada cuando se produjo la revolución rusa y debió concentrar el poder, orientarlo hacia el crecimiento económico y la industrialización, renunciando a las libertades políticas (como por lo demás ocurrió durante la España de Franco), pero era mucho menos comprensible en países que antes de la Segunda Guerra Mundial gozaban de un aceptable nivel de vida y de desarrollo de las fuerzas tecnológicas y productivas (países de Europa Central, en especial, Alemania del Este, Hungría o  Checoslovaquia). Pronto se asoció la falta de libertades políticas, al comunismo y a la alineación con la URSS, mientras que la democracia, el liberalismo económico parecían asociarse con los EEUU. En realidad, la URSS se vio forzada durante el stalinismo a pisar el pedal del desarrollo económico y para eso debió contar con recursos, tecnología y mercados que se encontraban en ese momento en Europa Central.

Además, a esta situación se unía la presión que añadían los EEUU. Desde el principio de la guerra fría, los presidentes de los EEUU actuaron despóticamente y concentraron visiblemente sus esfuerzos bélicos contra la URSS: se colocaron misiles en las puertas mismas de Rusia, los situados en Europa Occidental apuntaron contra Moscú, el Mando Estratégico de Bombardeo mantuvo siempre en vuelo B-52 cargados con bombas nucleares dispuestas a descargarse en cualquier momento sobre la URSS. Por su parte, los soviéticos respondieran iniciando una carrera armamentística que solamente concluyó a mediados de los años 80, cuando Gorbachov reconoció la imposibilidad de aumentar el presupuesto militar para alcanzar el listón armamentístico al nivel en el que lo había colocado el presidente Reagan con su Iniciativa de Defensa Estratégica o Guerra de las Galaxias.

Cuando se produjo esta situación, la URSS se estaba desangrando en su aventura en Afganistán iniciada para avanzar sus fronteras hacia los “mares cálidos” del Sur; la revuelta iniciada en diciembre de 1980 en los astilleros de Danzig y el hecho de que en ese momento ocupara la silla de San Pedro en el Vaticano un papa polaco y anticomunista, inició el desmoronamiento de la cadena de alianzas de la URSS en Europa. Finalmente, los vicios internos de la URSS, el proceso de burocratización del régimen, la falta de entusiasmo que generaba especialmente entre los jóvenes que miraban a Occidente como meca del estilo de vida al que ansiaban, el descenso de los nacimientos entre la etnia rusa, inversamente proporcional al aumento de los nacimientos entre las etnias no rusas que componían la URSS, todo ello, unido, precipitó el colapso de la URSS.

A partir de ese momento, cuando los EEUU –que habían reforzado especialmente sus vínculos con el Reino Unido y actuaban prácticamente como un bloque “atlántico” ligado por vínculos económicos y bursátiles extremadamente densos- percibieron que la URSS había caído, lejos de ofrecer un acuerdo honroso que garantizara un siglo de estabilidad mundial, asestaron patadas en el estómago del gigante caído: reforzaron su presencia en el mundo árabe, movieron los hilos para situar al frente del nuevo Estado Ruso a personajes indeseables y nefastos, como Boris Eltsin, y por incorporar los antiguos miembros del Pacto de Varsovia a una OTAN que, a partir de ahora, ya no tenía enemigo pero que inexplicablemente seguía existiendo y seguía siendo aceptada acríticamente por los Estados Europeos como una forma de delegar su defensa al poder militar americano.

El tiempo que fue entre la caída del Muro de Berlín y los extraños atentados del 11-S supuso el de hegemonía unilateral norteamericana. Tal era el Nuevo Orden Mundial al que se refirió George W. Bush al concluir la Segunda Guerra del Golfo (Kuwait) reclamando para su país el derecho al liderazgo mundial. Fue también el inicio de la globalización y del “fin de la historia”. Pero era una ficción. La contradicción se manifestó a poco de irrumpir la globalización: el riesgo del unilateralismo y del poder militar absoluto es la ausencia de enemigos y, por tanto, el descenso de la tensión militar. De ahí que, a partir de finales del milenio se ensayara la “creación” de un enemigo más o menos ficticio: el “terrorismo internacional” que nadie conoce exactamente, nadie sabe donde está, ni cuáles son sus planes, un terrorismo que no está asociado a ningún espacio geográfico y del que se desconoce todo… salvo su rostro: el de un antiguo colaborador de la CIA durante la guerra de Afganistán contra los soviéticos, Osama Bin Laden.

Gracias a este enemigo, más o menos ficticio, insistimos, los EEUU estuvieron en condiciones de establecer pactos “antiterroristas” en las zonas geo-económicas que les interesaban, reforzaron los gobiernos que les eran fieles (Marruecos) e hicieron todo lo posible por derribar a aquellos otros que, aún domesticados, seguían manteniendo posiciones nacionalistas (Milosevic, Irak, Libia, Siria…). Sin embargo, en aquellos años, los expertos en política internacional de los EEUU  trataron con demasiada ligereza –presos de la absurda doctrina del fin de la historia- a Rusia. El caos interior en el que cayó Rusia durante el período Eltsin impulsó a los sectores más conscientes de lo que estaba en juego a reagruparse y plantear batalla con dos objetivos: frenar la ofensiva mundial norteamericana, acabar con su unilateralismo, reconstruir el Estado ruso liquidando la oligarquía que se había formado al calor de la debilidad de Gorbachov y de la estupidez alcohólica de Eltsin, reconstruir las Fuerzas Armadas y pagar a los EEUU con la misma moneda.

La excusa con la que Vladimir Putin accedió al poder fue el terrorismo checheno y la incapacidad de Eltsin para liquidar los conflictos del Cáucaso. Si en los EEUU, el 11-S sirvió para poner las libertades públicas bajo caución y justificar una nueva política internacional, en Rusia, la “lucha contra el terrorismo checheno”, sirvió, simplemente, para cambiar el régimen. La deriva insegura, oscilante y caótica de Eltsin fue sustituida por la implacabilidad de Putin decidido a que Rusia fuera una parte importante en un futuro mundo multipolar. Frente a este recurso, la democracia limitada rusa, justifica con elecciones cada cuatro años, la presencia del mismo líder en el poder.

Amparado en sus recursos energéticos, en su amplia extensión territorial, en su tecnología y su poder económico, Rusia sigue siendo un actor geopolítico de primer orden. El haber resuelto su conflicto con la República Popular China y el hecho de que este país aspire también a un papel relevante en el mundo multipolar, han generado una sinergia entre ambos países que evita la posibilidad de una lucha en dos frentes.

Por su parte, los EEUU vivieron su momento de unilateralismo indiscutible entre 1989 y 2001, pero los conflictos en los que se embarcó a partir de esa fecha, en Afganistán e Irak, al mismo tiempo que los bombardeos de la OTAN sobre Serbia, demostraron la incapacidad del aparato militar norteamericano para controlar mediante la infantería y el ejército de tierra zonas de conflicto, fuera de los bombardeos a gran altura o del lanzamiento indiscriminado de mísiles "inteligentes". Las dudas sobre la efectividad del poder militar norteamericano, unido a la deriva que adoptó la globalización (ese sistema mundial imposible en su actual configuración) coincidiendo con el inicio del milenio, junto a la crisis económica mundial iniciada en 2007 y a las migraciones masivas que están alterando a marchas forzadas el sustrato étnico de los EEUU y sus valores tradicionales, hacen que hoy más que nunca los EEUU aparezcan como un “gigante con pies de barro”.

Hoy, en el momento de escribir estas líneas la situación hace que sea imposible prescindir en un modelo de interpretación global del papel de las dos superpotencias tradicionales, cuyos caminos son asimétricos: Rusia se reconstruye cada día y se refuerza, demostrándose inmune a los intentos de desestabilización abordados por la inteligencia norteamericana y basándose en la reconstrucción de un “poder fuerte”, mientras que los EEUU declinan inevitablemente.  

Segunda Cara Lateral

Los nuevos actores geopolíticos emergentes que día a día van ganando peso pueden situarse en esta cara.

Durante los años 70, los EEUU para mantener su posición en la lucha por la hegemonía mundial pensaron en la creación de una red de “gendarmes regionales” que mantuvieran su influencia en sus respectivas zonas geográficos, una especie de “superpotencias” de carácter regional aliadas a Washington. Pronto empezaron a manifestarse los conflictos y la imposibilidad de tal estrategia: los militares brasileños en los que confiaban los EEUU para mantener el control de América del Sur demostraron su nacionalismo y sus veleidades de convertirse en superpotencia regional… no al servicio de los EEUU, sino dentro de un mundo multipolar. En Persia, el gobierno del Sha, que igualmente mantenía veleidades nacionalistas, cayó en manos de los ayatolahs sin que los EEUU le prestaran absolutamente ninguna ayuda. Lo mismo ocurriría años después en Sudáfrica cuando el gobierno debió de renunciar, no solamente al apartheid sino especialmente a la hegemonía blanca. 

La creación de la Comisión Trilateral teorizada por Zbigniew Brzezinsky y constituida en 1973 con personalidades procedentes del mundo de la política, los negocios y la comunicación, tenía entre otras funciones el mantener vivos los vínculos económico-políticos con Europa y Japón y, de alguna manera, servía a los intereses de la política anglosajona tal como había sido concebida desde principios del siglo XX por el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR) norteamericano y por el Instituto Internacional de Relaciones Exteriores inglés.

Pensar que era posible eternizar un mundo unipolar era solamente un efecto de la resaca aportada por casi cuarenta años de Guerra Fría. A poco que quedó atrás este período, se hizo evidente que un mundo unipolar solamente sería posible si el resto del mundo renunciaba voluntariamente a jugar un papel en la construcción del futuro y si todos aceptaban de buen grado desempeñar un papel secundario y subordinarse a las exigencias del unilateralismo norteamericano que se basaban fundamentalmente en garantizar para ese país el suministro de recursos energéticos, incluso antes que para sí mismos. Por degeneradas y corruptas que fueran algunas élites políticas de todo el mundo, en países dotados de tecnología, masa de población y recursos energéticos suficientes y capacidad para el transporte, fue cobrando forma la ambición de ir aumentando el propio poder económico y la influencia en el mundo, sin dar muestras de oponerse inicialmente a los designios del unilateralismo norteamericano.

A partir de finales de los años 70, el déficit presupuestario norteamericano implicaba que cada día la supervivencia económica de ese país requiriera la llegada a las bolsas de los EEUU de dinero procedente de todo el mundo. Inicialmente ese dinero procedía de los petrodólares y de los excedentes económicos del Japón, pero a medida que se entró en los años 90 y especialmente en la primera década del milenio, afluyó también dinero europeo y chino. La doctrina oficial que imperaba en los EEUU era que la interrelación económica garantizaba la “paz mundial”. Ningún país cometería la locura de iniciar una guerra contra otro, si peligraban sus inversiones. Quien recibía el dinero –los EEUU- garantizaban que ese dinero seguiría rindiendo intereses y que no se procedería a devaluaciones, mientras que quienes aportaban ese dinero, en la práctica, quedaban comprometidos a no intentar aventuras bélicas ni iniciativas contra los EEUU. Luego empezó la crisis económica y todo este panorama aparentemente idílico quedó desestabilizado.

China entendió que sus inversiones en los EEUU eran excesivas y que estaba literalmente en manos del humor del presidente norteamericano de turno, y lo supo en las jornadas en las que George Bush pensó en dejar caer a los dos grandes bancos hipotecarios de los EEUU en los que los chinos habían invertido medio billón de dólares. La amenaza de cortar bruscamente toda inversión en bolsas norteamericanas bastó para que en horas, Bush inyectara fondos a estas entidades. Pero, a partir de entonces quedó clara la debilidad del sistema mundial.

Por otra parte, la idea básica de la globalización pronto se demostró falsa: una economía mundial globalizada no iba a contribuir a la “especialización” industrial, sino a la concentración de las manufacturas en una sola región del planeta (aquella que garantizara los costes de producción más bajos, esto es, China en primer lugar y luego Vietnam) desindustrializando progresivamente (esto es, empobreciendo) a todos los demás.

La globalización, finalmente, no contribuyó a hacer simétricas las interrelaciones económicas mundiales: unos países crecieron más rápidamente que otros (especialmente aquellos que contaban con los cinco elementos básicos de todo desarrollo: población, recursos, tecnología, territorio y transporte) con lo que en la actualidad se está llegando a una situación similar a la teorizada por los estrategas norteamericanos en los años 60: aparecían, efectivamente, actores geopolíticos regionales, solo que no estaban incorporados a la estrategia unilateralista de los EEUU, sino que aspiraban a convertirse en potencias regionales, hegemónicas en su área, pero en absoluto subordinadas a lo que podíamos definir como un “centro imperial”.

Estos países son, desde luego, Brasil en Latinoamérica y Venezuela en la misma zona y en el caso de que logre sustraer a aquel país algunas de sus áreas de expansión e incorporarlas a la suya. En este sentido, la estrategia de Hugo Chávez se demostró excepcionalmente lúcida haciendo que países como Ecuador, Bolivia hicieran causa común con Venezuela y Cuba, alejándose de la órbita brasileña que los había cortejado desde los años 60. El Irán de Ahmadinehyah recuperó el proyecto del Sha, consciente de que el armamento atómico garantizaría su hegemonía en Oriente Medio y contribuiría a doblegar al Estado de Israel, convirtiéndolo en polo de agregación de todo el mundo islámico. Por su parte, la Indica, amparado en su extraordinaria masa de población de convirtió en otro polo regional contentándose con contener a Pakistán, su rival regional, y no aumentar las tensiones con China, la otra potencia emergente. Éste país, por su parte, es de manera inapelable otra potencia mundial, económica y militar y supone un caso inédito en la historia reciente: su consigna de “un país, dos sistemas”, hasta ahora ha garantizado la prosperidad de las exportaciones y la estabilidad interior.

Estos países son, en rigor, “nuevas potencias”, o “actores geopolíticos emergentes”. No se contentan con un papel pasivo y receptivo a las orientaciones de los “actores geopolíticos tradicionales”, reclaman para sí un protagonismo que garantizará bienestar para su población y buenos negocios para sus élites. Están ahí y es inútil negar su existencia o pretender que su crecimiento pueda ser subordinado a los intereses del unilateralismo norteamericano.

Queda aludir a Europa, o más bien a la Unión Europea. En la actualidad cada vez es más evidente que la UE no es más que una superestructura burocrática destinada a garantizar, no tanto la “unidad europea” y la existencia de un “mercado común europeo”, sino la hegemonía franco-alemana sobre el continente, una hegemonía que tiende a ser fundamentalmente económica. Pero desde 1945, Europa no existe políticamente, ni siquiera existe una Unión Europeo con voluntad política. Sin olvidar que los países europeos tampoco están dispuestos a subordinarse a los intereses del Bundesbank y que la crisis de la deuda soberana (que siguió al estallido de la burbuja inmobiliaria han generado en el interior de Europa heridas que tardarán en olvidarse y generado la aparición de bolsas de protesta que difícilmente podrán ser integradas por los partidos tradicionales, no sólo en la periferia europea, sino también en el eslabón más débil del eje impulsor de la UE, Francia.

Al referirnos a Europa deberíamos puedes hablar de una incógnita: Europa es un mercado de casi 500 millones de habitantes, pero salvo su élite económica, está sufriendo un proceso de desindustrialización y empobrecimiento que le inhabilita para jugar un papel determinante en el futuro. El hecho de haber renunciado en 1945 a la existencia de ejércitos europeos fuertes y de aceptar la subordinación de su defensa a los EEUU dentro del marco de la OTAN, hace que desde el punto de vista militar, Europa sea un enano insignificante incapaz incluso de asegurar su defensa. Europa no es pues un “actor geopolítico emergente”, sino más bien, en los momentos actuales, un actor cuya importancia no deriva de sus objetivos actuales, sino de las “rentas” históricas que se han ido acumulando en los últimos 2.000 años de historia. Dentro de la Unión Europea coexisten distintas sensibilidades (unos países aliados incondicionales de los EEUU, otros que han constituido la UE para generar un mercado preferencial para sus productos y aspiran a la hegemonía económica en su interior, otras que por oportunismo se han adherido al a UE y al euro, simplemente para beneficiarse de los “fondos estructurales” sin pensar en lo que ocurrirá más allá de los años en los que concluya su recepción…) y quizás sea la única área geográfica del mundo en el que los valores del liberalismo siguen siendo una práctica política cotidiana. El humanismo universalista destilado en los laboratorios doctrinales de la globalización que operan desde 1945 (UNESCO, ONU), solamente son tomados en serio en Europa que cree verdaderamente y asume la doctrina que apareció justo cuando fue derrotada: porque la Segunda Guerra Mundial constituyó la derrota de Europa y la aparición de un bilateralismo para el que Europa no era más que un futuro teatro de operaciones, y lo que siguió luego, el unilateralismo norteamericano no fue percibido como una amenaza por Europa sino como una oportunidad… oportunidad que se perdió cuando asoma el multilateralismo y ni siquiera esta clara la posibilidad de que Europa tenga un lugar en ese nuevo marco histórico.

Tercera Cara Lateral

Recursos energéticos y progreso científico.

En una civilización desarrollada las distintas formas de energía son lo único que garantiza el desarrollo. Durante un siglo, la economía mundial ha dependido especialmente de hidrocarburos, pero esta situación no podrá prolongarse más allá de treinta años. Y eso no es todo: a partir de 2001–2002 ha quedado patente que las prospecciones petrolíferas y las escasas nuevas reservas encontradas ya no están en condiciones de compensar los aumentos en la demanda. Así pues, la era del petróleo barato ha concluido. Y las consecuencias del fin de esta era se mantendrán mientras no se encuentren fuentes energéticas alternativas (energía de fusión), se tenga el valor de recurrir a fuentes hoy demonizadas (energía nuclear) o el precio del petróleo aumente hasta el punto de hacer rentables nuevamente la explotación de recursos hoy secundarios (carbón).

La globalización de las manufacturas se basa en la optimización de la producción y de la distribución. Ambas actividades dependen del consumo de energía. A medida que crece la actividad industrial crecen también las necesidades de consumo. Esto genera una contradicción porque hasta ahora las fuentes energéticas hasta ahora utilizadas son todas limitadas. En lo que se refiere a la energía solar, siendo ilimitada en sí misma, los mecanismos de transformación que requiere hasta ahora son caros y… limitados. La misma energía nuclear deriva de una serie de isótopos radioactivos cuya presencia en el planeta es extremadamente limitada.

Pero, sin duda, el problema más dramático y acuciante lo constituye la escasez de petróleo que se hará dramática en las próximas décadas y que difícilmente llegará hasta 2050. A nadie se le escapan los problemas que esto está generando: las cuencas petroleras se han convertido en un foco de tensión y las guerras que se están desarrollando en este ciclo histórico iniciado el 11-S de 2001 son precisamente guerras por el petróleo. De hecho, en una civilización que depende de los carburantes, el poder militar es la herramienta que garantiza el acceso a las fuentes energéticas. Pero llegará un momento en el que aunque un solo actor posea todas las fuentes energéticas (algo difícil en un mundo multipolar) el combustible se agotara, de la misma forma que se agotarán las pizarras asfálticas que permiten fabricar gasolina sintética. Así mismo, los isótopos radiactivos tampoco durarán mucho más allá de 2050, con lo que las utilizaciones pacíficas de la energía nuclear tampoco podrán prolongarse. Y en la actualidad se ignora si la energía de fusión es viable o se trata de una superchería similar al movimiento continuo de otra época.

Podemos imaginar lo que será la globalización en el momento en el que desaparezca uno de sus pilares (el petróleo barato que permite trasladas ingentes cantidades de manufacturas de un lugar a otro del planeta. Las plantas de ensamblaje de manufacturas se habrán trasladado a unos emplazamientos alejados de los escaparates de consumo, pero en apenas unos años volverán a ser tan caros como si estuvieran fabricados en el Primer Mundo a causa del sobrecosto de los transportes. Pero eso no es todo: la supervivencia misma de la civilización moderna es inviable sin la inyección creciente de energía.

Por todo ello, otro de los aspectos a tener en cuenta a la hora de diseñar un modelo de análisis de la modernidad, es el energético y su problemático futuro. Sin embargo, en el mismo plano podemos situar otro frente íntimamente vinculado a éste y hasta cierto punto inseparable: el progreso científico. Cuando se alude a la crisis energética y a la escasez del petróleo, la realidad nunca termina de proyectarse con todos su dramatismo porque siempre se piensa que, finalmente, la ciencia resolverá la papeleta y conseguirá sacarnos del ato. Hay en ello algo de razón unido a un optimismo desmesurado.

En efecto, la fe en el progreso de las ciencias parece justificada en los inicios del siglo XXI, pero tal optimismo no debe de eludir el problema de que la ciencia avanza de manera desigual e incluso de manera. En los próximos años asistiéremos a un despliegue extraordinario de la ingeniería genética, la criogenia y la nanotecnología, aplicadas especialmente a las ciencias de la salud. La salud se convertirá en un gran negocio desconocido hasta ahora. No la vida eterna, pero sí un sucedáneo estará al alcance de unos cuantos cientos de miles de dólares. Pero habrá que tenerlos. Será posible regenerar organismos, proceder a trasplantes de órganos sin necesidad de recurrir a fármacos anti-rechazo, anticiparse al desarrollo de enfermedades… y todo esto costará caro. Se entenderá ahora mejor el interés por la privatización de la medicina y la restricción de los tratamientos ofrecidos por la Seguridad Social a los más básicos y elementales. Se entenderá también mucho mejor el porqué los fondos de inversión presionan para que la sanidad sea privatizada al máximo.

Esto será otra nueva fuente de desigualdades y conflictos sociales: ¿hasta qué punto los “damnificados por la globalización” aceptarán el triste destino en el que se les encarrila al permanecer fuera de la medicina gratuita tratamientos de vanguardia para la prevención y superación de determinadas enfermedades? ¿Podrá hablarse entonces de sanidad pública cuando se restrinja solamente a tratamientos clásicos y los nuevos fármacos y tecnologías permanezcan fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población? 

En otros terrenos, las ciencias avanzan con mucha más lentitud, incluso diríamos con desesperante lentitud. Los ensayos de nuevos motores no prosperan y, prácticamente, desde hace casi medio siglo los únicos avanzas en este terreno no son científicos sino técnicos: mejoran las prestaciones y el rendimiento de los nuevos motores, pero no su concepción. Lo mismo ocurre con la aeronáutica y con la astronáutica: después de décadas de avances vertiginosos, a partir de los años 80 parece como si se hubiera producido un frenazo. Otro tanto ocurre con la investigación sobre combustibles: no da la sensación de que avance según aumentan las necesidades de la población.

Estamos asistiendo, por tanto, a un desarrollo asimétrico de las ciencias.

La energía y la ciencia, a fin de cuentas, se han convertido en sectores económicos. Los grandes fondos de inversión apuestan por las tecnologías de la salud o por cualquier otro avance científico, siempre y cuando queden garantizados sus beneficios. ¿Es posible la irrupción de una ciencia que ayude a la humanidad  pero no devengue “royalties”? Imposible, quienes invierten en proyectos científicos lo hacen previendo un escenario de beneficios incalculables, en absoluto por altruismo o filantropía. De ahí la asimetría del desarrollo científico y sus riesgos.

Si hemos englobado ambos aspectos de la modernidad en una sola cara se debe a que está implícito en las masas, e incluso en la mayor parte de las élites, la idea de que, aunque mengüen los recursos energéticos, en última instancia no hay nada que perder porque la Ciencia (con mayúsculas) proveerá, como en otro tiempo se atribuía a la Providencia. La sensación más arraigada entre las masas, como resultado de doscientos años de modelo de civilización “progresista” que preveía estadios cada vez más avanzados y lineales de progreso científico y técnico, es que los problemas que el desarrollo pueda generar (problemas ecológicos, alteraciones sociales, agotamiento de recursos), todos ellos sin excepción serán resueltos y superados por nuevos hallazgos científicos: la ciencia resolverá los problemas que se vayan planteando y responderá puntualmente a las nuevas exigencias. No es del todo evidente.

Esta concepción deriva de un momento histórico que ya pertenece a un pasado remoto que había entronizado una nueva trinidad mística formada por el evolucionismo, el marxismo y el progreso como nuevo Espíritu Santo. Nadie cree hoy en este mito trinitario que, sin embargo, fue indiscutible para muchos espíritus hasta los años 80 del siglo XX. Primero cayó el marxismo, el evolucionismo se reinventó a sí mismo y se encomendó a nuevos hallazgos de la paleontología, mientras que el progresismo sobrevivió a falta de un mito mejor y como esperanza para desesperados, papel que en otro tiempo ocupó el cristianismo. Pero esta supervivencia no implica que haya que aceptar sus juicios como ciertos. Nada garantiza que el progreso será continuo y que la ciencia tendrá todas las respuestas que precisa la humanidad. 

Cuarta Cara Lateral

A partir de los años 80, con el paso del narcotráfico de la etapa artesanal a la industrial y, especialmente, con el derrumbe del bloque soviético, se forma un nuevo poder que, por primera vez, no es un actor estatal ni político, sino mafioso: la neodelincuencia.

A partir de los años 80 la acumulación de capital que se genera en torno al tráfico de drogas empieza a revestir caracteres espectaculares. La droga que hasta mediados de los años 60 había ocupado un lugar completamente marginal en la sociedad, empieza a extenderse cada vez más convirtiéndose en un problema de masas. Pronto aparecieron las interrelaciones entre el mundo de la droga y el mundo de la política: los servicios de inteligencia norteamericanos para financiar operaciones ilegales recurren a la facilidad para recaudar fondos a través de las actividades ilegales relacionadas con el narcotráfico. En el caso Irán-Contras, la CIA permite que aviones pilotados por mercenarios lleven a territorio norteamericano grandes cantidades de cocaína que serán distribuidas en los guetos negros, para comprar armas destinadas a la guerrilla anticomunista nicaragüense (“la Contra”). Veinte años antes, la misma CIA había facilitado el tráfico de LSD y obtenido fondos abundantes de este comercio y en aquellos mismos años 60, cuando se desarrollaba la guerra del Vietnam, esos mismos servicios de inteligencia no tuvieron el más mínimo reparo en financiar sus operaciones especiales mediante el tráfico de heroína en el llamado Triángulo del Oro, a pesar de que el principal consumidor fueran las tropas norteamericanas destacadas en el Sudeste Asiático. Más aún: después de la invasión norteamericana de Afganistán, el cultivo de adormideras que había sido arrinconado y convertido en testimonial por parte del gobierno talibán, reverdeció con la presencia norteamericana y, dos años después, ya se había restablecido la “ruta de la seda” como vía para la introducción de heroína en Europa a través del “corredor turco de los Balcanes”. Cuando los EEUU apoyaron la creación de un Estado mafioso en Kosovo, lo que estaban haciendo era entregar las riendas de una región de Europa a una banda de delincuentes comunes que habían utilizado para desmembrar Yugoslavia y justificar los bombardeos de la OTAN sobre Serbia: la UÇK. Kosovo es, pues, el primer Estado mafioso de Europa.

Todos estos ejemplos y otros muchos que no costaría encontrar, demuestran que los beneficios reportados por el tráfico de drogas son tales que llegan incluso a ser utilizados en operaciones encubiertas programadas por servicios de seguridad de determinados Estados. Estas iniciativas forman parte de lo que hemos dado en llamar “neo-delincuencia”, otro de los rasgos de la modernidad. Pero este aspecto del “mundo cúbico” tiene otras implicaciones no menos graves.

En primer lugar, las bandas mafiosas que han visto en el narcotráfico y en actividades similares de carácter delictivo, un lucrativo medio de acumulación de capital, han alcanzado en muy poco tiempo fabulosas sumas que le han permitido abandonar lo que podríamos llamar un “estadio artesanal” de la delincuencia, para pasar a un “estadio industrial”. El primer síntoma de lo que podía suceder se dio en Bolivia a principios de los años 80, cuando el narcotráfico (la “pizzicato”) se convirtió en un “actor social” de carácter local: era ilegal, pero había que tenerlo en cuenta para cualquiera que pretendiera actuar en aquel país. El narcotráfico boliviano condicionaba la vida social y política de aquel país: se le podía ignorar, combatir o intentar ganárselo, pero el hecho irremediable es que estaba presente de manera determinante en la sociedad.

Poco más tarde, el problema de la cocaína se desplazó de Bolivia a Colombia cristalizando en el “Cartel de Medellín” cuya brutalidad ensombreció la vida en aquel país en los años 80 y 90, desarrollando un terrorismo que superaba en violencia al de cualquier banda de carácter político. La capacidad de atracción del narcotráfico colombiano y su acumulación de capital, generó incluso el que movimientos guerrilleros de izquierdas (FARC) y movimientos de contra-insurgencia (Defensas Cívicas de Colombia), pasaran a tener vínculos estrechos con el mundo de los “cárteles”.

Así mismo, los “cárteles” de la droga, pronto entendieron que podían negociar de igual a igual con Estados sobornando simplemente a algunos responsables de la seguridad pública. Y lo que era peor, precisaban obtener garantías en otros Estados de que los dineros procedentes del narcotráfico podrían invertirse y blanquearse en negocios e inversiones lícitas sin riesgo. Esto implicaba una interrelación entre el mundo de la droga, el de las grandes inversiones y el de los Estados.

La existencia de paraísos fiscales, de zonas en las que es público y notorio que la inusitada expansión deriva de la llegada masiva de dinero procedente de actividades ilícitas, se ha convertido en algo habitual. Los paraísos fiscales existen no solamente para eludir impuestos, sino muy especialmente para reciclar dinero negro procedente del narcotráfico. Desde la reunión del G-20 en noviembre de 2008, justo en el momento más grave de la crisis bancaria, quedó establecido que los paraísos fiscales eran uno de los factores que habían contribuido al estallido de la crisis inmobiliaria iniciada en el verano de 2007. Sin embargo, desde entonces, no se ha hecho absolutamente nada para liquidarlos. El dinero procedente de la delincuencia, allí va a parar junto a capitales huidos de la presión fiscal de los Estados, se entremezcla con él y se reorienta hacia bolsas, fondos de inversión legales, etc. En una sociedad como la actual en la que el poder del dinero determina la solvencia de las personas, los nuevos delincuentes figuran entre sus exponentes más respetados. No en vano su capital genera rendimientos espectaculares.

Todo esto forma parte también de lo que hemos dado en llamar neo-delincuencia. Pero aún hay más.

Un poco por todo el mundo, variando su intensidad y profundidad, se va afianzando el fenómeno de la corrupción. En los países del Tercer Mundo siempre han existido niveles de corrupción exorbitantes para los estándares europeos, la novedad estriba en que desde hace un cuarto de siglo la corrupción ha desembarcado en el Primer Mundo convirtiéndose en endémica. En países como España, el rasgo más característico del momento actual es la contaminación de todos los niveles administrativos por el virus de la corrupción, de tal manera que ésta se ha convertido en el rasgo más significativo de la época, como el caciquismo lo fue de la restauración, y como éste, nadie lo reconoce en toda su extensión e importancia.

Llama, así mismo, la atención el escaso interés con el que se persigue la corrupción en estos países y el hecho de que no se presenten iniciativas legales para combatirlo con más decisión. Es evidente, como decía Platón en La República, que ningún político ha adoptado jamás una decisión que pudiera perjudicarle. En los últimos 2.500 años de historia nada ha cambiado pues, salvo la intensidad del fenómeno. También la corrupción político-administrativa forma parte de la “neo-delincuencia”.

En consecuencia, uno de los rasgos más característicos de nuestro tiempo es que cada vez más franjas de población viven vinculadas a fenómenos relacionados con la “neo-delincuencia”, como si se hubiera retrocedido en la historia y sumido en aquella época (el siglo XVII) en donde el 25% del oro extraído por España en las colonias caía en manos de la piratería. Hoy resulta imposible saber qué porcentaje de la economía mundial tiene relación con la “neo-delincuencia”, pero todo induce a pensar que mueven un dinero similar al de cualquier gran corporación industrial.

Queda hablar, finalmente, de otro proceso que se va haciendo cada vez más palpable a pesar de que siempre ha estado próximo a las democracias pluralistas: se trata de las prácticas gansteriles de los servicios de recaudación de impuestos de los Estados e incluso de las organizaciones económicas mundialistas (Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional). El principio con el que trabaja todo este sector es: privatizar los beneficios, socializar las pérdidas. Y es que, la práctica evidencia que los grandes negocios se realizan a la sombra del poder. Es a través de la administración que se estimulan las grandes “burbujas” de las que se beneficia especialmente un pequeño número de especuladores e inversores, todos ellos “amigos” de los gestores del poder (incluso aun cuando no exista inversión real, los procedimientos de ingeniería financiera permiten trabajar con dinero inexistente con la única condición de que exista la posibilidad de futuros beneficios). Esta práctica se justifica argumentando que “el movimiento económico es beneficioso para toda la sociedad”, lo que se evita decir es que mientras unos ganan lo suficiente como para sobrevivir, otros generan en pocos meses capitales desmesurados que quedan en sus menos.

En el momento en el que se produce el estallido de todas estas burbujas (frecuentemente asociadas a sectores especulativos), el hueco económico generado es cubierto por toda la sociedad en forma de aportaciones prácticamente incondicionales de dinero público. Así las “burbujas” se transforman en aumento de la deuda soberana de los Estados. El pago de esa deuda lo realiza la sociedad de manera forzada mediante la presión fiscal. De ahí que hayamos aludido a “socialización de las pérdidas”. El caso extremo se ha produjo en Argentina en 2001-2 durante el periodo de “el corralito”, en Chipre se ha vuelto a intentar dentro del marco de la UE en 2013 y, finalmente, el Fondo Monetario Internacional, aludió en enero de 2014 a “la confiscación del ahorro privado para reducir la deuda pública”.

Quienes sufren la presión fiscal no son, desde luego, los beneficiarios de la globalización amparados en sistemas invulnerables de ingeniería financiera, ni tampoco los sectores sociales precarizados por la crisis, sino las clases medias, profesionales y funcionarios, a las que les resulta imposible enmascarar sus ingresos y eludir el racket practicado por la Hacienda pública. A nadie se le escapa lo que estos procesos suponen para la composición de la sociedad y para su configuración en el futuro. Sin embargo, esta práctica del Estado (de Estados gestionados por clases políticas en permanente entendimiento con la corrupción) permanece muy alejada de la legítima colaboración en el mantenimiento de los servicios del Estado realizada a través de contribuciones de los particulares: está mucho más cerca de las prácticas mafiosas que de una Hacienda Pública digna de tal nombre. Por eso entra también dentro de la “neo-delincuencia”.

(c) Ernesto Milá Rodríguez - infokrisis - ernesto.mila.rodri@gmail.com

El mundo cúbico (I de IV)

El mundo cúbico (I de IV)

Hacia un modelo de interpretación de la modernidad.- La ambición de todo pensamiento crítico es construir modelos capaces de interpretar los aspectos sometidos a análisis. Un modelo de interpretación es un esquema dentro del cual se pueda situar e integrar los fenómenos más representativos de la época, de la persona o del fenómeno que se analiza. El resultado debe ser un esquema simple en función del cual pueden entenderse aspectos muy diferentes del mismo fenómeno, en el caso que nos ocupa, el devenir de la modernidad y el advenimiento del futuro inmediato.

Antes hemos aludido al “proceso de solidificación” del mundo, tal como lo interpretaba René Guénon, el maestro del tradicionalismo integral. En menos de cien años el mundo ha evolucionado de una forma sorprendente: de considerar que un pequeño movimiento artístico o un grupo de activistas resueltos, o simplemente, eso que se ha dado en llamar “voluntad popular”, podían cambiar la faz de la tierra, se ha pasado a la sensación de que ningún esfuerzo, por titánico y amplio que sea, sirve absolutamente para nada, todo está ya “decidido” y enfocado y nada de lo que un individuo, un conjunto social o ni siquiera una élite puedan hacer, va a servir para evitar que se altere el camino emprendido por la humanidad: la marcha hacia un mundo globalizado parece hoy ineluctable, o al menos se tiene la sensación de que así será por mucho que este destino pueda ser rechazable para la mayoría.

Simplemente, vivimos tiempos de crisis y de hundimiento de todos los valores que hasta ahora han acompañado la aventura de lo humano. La historia ha dejado de ser aquella construcción realizada por los hombres (la “crónica de las acciones de los hombres”, como siempre se definió), para ser simplemente un devenir mecánico en el que a los hombres solamente les queda el recurso a resignarse y seguir por el carril que se les indica, o bien oponerse y, en consecuencia, ser destruidos. La mayoría ha entendido hoy que no es bueno oponerse al curso de la historia y en consecuencia callan, otorgan y se pliegan a la construcción mecánica de un mundo inviable para lo humano.

Pues bien, en términos geométricos, el tránsito de una civilización en la que todo es posible a una civilización en la que nada es modificable, implica un tránsito de la movilidad absoluta a la estabilidad más extrema, esto es, de la esfera (la más móvil de todas las figuras geométricas) al cubo (la más estable de todas las figuras geométricas).

Nuestro mundo está dejando de ser “esférico” para transformarse en “cúbico”, deja atrás una estructura fluida y fácilmente modificable y adaptable, orientable en todas las direcciones, para adentrarse en un mundo progresivamente solidificado, difícilmente alterable y en donde, a medida que pasan los días, la estructura cristalina en función de la que se ha formado, cada vez resulta más rígida y difícil de penetrar y de modificar.

Podríamos apurar el modelo en una segunda fase aludiendo a una figura de la geometría masónica. Como se sabe en la escala ética de la masonería, el ser humano “normal” es piedra sin desbastar recién extraída de la mina. Hará falta que se introduzca en la Orden Masónica y reciba la iniciación como aprendiz para que aborde su proceso de perfeccionamiento interior que le llevará de ser piedra sin desbastar a ser piedra cúbica y en una etapa siguiente de dominio de la maestría y del arte, en el tercer grado de la iniciación masónica, a ser piedra puntiaguda. La piedra puntiaguda supone la superposición de una forma piramidal a una forma cúbica. Es la forma habitual de los obeliscos egipcios. Implica una parte subordinada (el cubo) al que se superpone la “pirámide del poder” y ciertamente hay algo de esto en la modernidad pues, no en vano, incluso a nivel simbólico, una élite económica y financiera parece controlar los destinos de una gran masa de población, inmovilizada, apretujada y bovina. Cuando un punto está en una posición más elevada dentro de la pirámide, parece como si se ocupara un lugar de más poder (en tanto que más alto) y de mayor exclusividad (en tanto que la altura está en razón inversa a la cantidad situada en los escalones inferiores).

En la hermenéutica masónica la piedra puntiaguda supone el máximo nivel de perfeccionamiento personal y de dominio del “arte”. El cincelado de una piedra así implicaba un alto grado de dificultad para el cantero: no solamente se le pedía que elaborara un cubo de lados iguales y perfectamente paralelos (cuya proyección espacial le daba las seis dimensiones del espacio) sino que además en la parte superior de ese cubo debía cincelar cuatro vertientes con la misma inclinación que convergieran en un único punto, la cúspide de la pirámide. Simbólicamente, la pirámide representaba la tendencia hacia la elevación y su cúspide el punto más alto de lo humano que tendía hacia lo que está más allá de lo humano: lo trascendente.

Es evidente que, tal como afirman los doctrinarios del tradicionalismo integral, a nuestra época se le han incorporado muchos símbolos tradicionales, pero invertidos. Tanto René Guénon como Julius Evola extraen la conclusión de que la modernidad es el reflejo invertido un “orden normal”. La pirámide en la actualidad se suele asociar a los “iluminati”, ficción conspiranoica que encubre las mucho más reales asociaciones de la alta finanza, la política y la comunicación que trabajan para lo que se ha dado en llamar “Nuevo Orden Mundial”, un orden globalizado y dirigido por una pequeña élite que no tiende hacia la “trascendencia” sino al dominio sobre lo “contingente” y que está asociada a la imagen de la pirámide que aparece en el billete de dólar americano.

Al igual que la piedra puntiaguda del cantero apunta hacia lo alto y su elaboración entraña una innegable dificultad, como difícil es también experimentar la sensación de trascendencia, el sistema modelado por los actuales gestores del “Nuevo Orden Mundial” no está exenta de dificultades, pero apunta en sentido contrario: a un dominio sobre todo lo que es contingente, material, concreto, tangible y mesurable.


Antes hemos dicho que el cubo en la geometría masónica representa el núcleo central del ser humano (microcosmos) y del conjunto de la creación (macrocosmos)  que tiene la capacidad de expandirse, proyectando sus seis caras en las seis direcciones del espacio (derecha, izquierda, arriba, abajo, delante, detrás). Especificar cada uno de estos aspectos y su relación corresponde a los tratados de simbolismo y no vamos a entrar. Sin embargo, a fin de perfilar, un modelo de interpretación de la modernidad globalizada, vamos a intentar trasladar el simbolismo del cubo a las principales características de este momento de civilización. Para ello, consideraremos al cubo como una figura geométrica compuesta por seis caras, doce aristas que unen estas caras dos a dos y ocho vértices que unen en un solo punto a tres caras. En nuestro modelo. Veamos el significado que podemos atribuir a cada uno de estos elementos:

– La unidad del cubo está asegurada y reforzada por “redes”. El conjunto de estas redes, que luego describiremos, es lo que constituye la globalización. Pueden ser entendidas como una especie de envoltura exterior del cubo, de la que nada puede escapar y a la que nada pueda sustraerse. El número que domina estas redes es el 1, la unidad, en tanto que garantiza que nada de lo que está en el interior del cubo podrá salir de él. Pero no se trata de una unidad metafísica que remite a algo superior, trascendente, sino una unidad artificial e impuesta asegurada y reforzada por una malla de redes que corren el cubo en todas direcciones. Internet, por supuesto, es una de ellas y, a su vez, está compuesta interiormente por distintas redes que juntas constituyen una malla extremadamente tupida que en apenas 25 años se ha hecho imprescindible y de la que nadie que aspire a tener una vida social integrada puede escapar. Pero existen otras redes: la alta finanza, el poder económico, lo políticamente correcto (esa especie de humanismo–universalista del que nadie puede escapar a no ser que quiera merecer la censura universal), las leyes de la economía, 

– Este cubo está compuesto por seis caras cada una de las cuales representa uno de los aspectos esenciales de la modernidad. Las caras están dispuestas de una manera concreta, opuestas dos a dos: derecha–izquierda, par–impar, arriba–abajo, bueno–malo, Dios–Diablo, espíritu–materia. El número 2 siempre ha sido el de los conflictos que definen a la naturaleza humana: todo lo que es dualidad mantiene una relación dialéctica con su opuesto que lleva inevitablemente a la antítesis, la oposición, la contradicción y el conflicto. Aquí es el indicativo de las contradicciones del sistema. Cada una de las caras, en sí misma, no es necesariamente conflictiva, simplemente es definitoria de un momento concreto –el nuestro– del sistema mundial. Lo que genera conflictividad es su oposición a otra cara.

– Las doce aristas que unen cada dos caras distintas indican líneas de evolución por las que pueden discurrir los distintos aspectos generados por cada una de las caras en relación a la que le es inmediata. No estamos hablando ahora de caras opuestas, sino de caras contiguas, por tanto, de lo que estamos hablando es de tendencias que se irán afirmando en la modernidad y de cómo será la interrelación entre ellas. Tales aristas serán las “líneas críticas” en donde se produzcan choques entre los distintos aspectos de la modernidad. El número 12 suele aparecer también en el simbolismo tradicional: indica el de un ciclo completo manifestado (el ciclo de la modernidad), allí en donde ha aparecido el número 12 ha aparecido también un centro de difusión de una cosmovisión tradicional: habitualmente este ciclo viene presidido por el 12+1 y es ese 1 el que da sentido al ciclo: los doce apóstoles no tienen sentido sin el Cristo que se sitúa a su frente; los 12 caballeros de la Mesa Redonda solamente parecen completos cuando a su frente está Arturo; los 12 signos del zodíaco son apenas figuras arbitrarias trazadas en los cielos sin el observador. Y así sucesivamente. En nuestro modelo las doce aristas distintas suponen doce interrelaciones entre distintos aspectos de la modernidad.

– Los ocho vértices se configuran como puntos de fractura. Se trata de ocho puntos débiles del conjunto que pueden ser erosionados (o erosionarse a sí mismos por la misma dinámica de las cosas) y determinar la desintegración total o parcial del mismo conjunto. También aquí existe un fatum kabalístico: el 8 es en geometría el número de lados del octógono que se considera como la figura poligonal más próxima a la perfección del círculo. Así pues, lo que estos ocho puntos de fractura determinan son aquellos puntos en los que el experto puede aplicar el botador, asestar un pequeño golpe para conseguir que explote todo el conjunto o bien para determinar su entrada en una crisis total o parcial. El octógono aparece como la superposición de dos cuadrados cuyos ejes están inclinados con un ángulo de 45º. El cuadrado, hay que recordarlo, es el polígono que en la geometría plana es el centro de una cruz cada uno de cuyos brazos es el desarrollo de cada una de las caras del polígono y que dan lugar a la luz de los cuatro elementos (fuego, tierra, agua y aire) cuyo movimiento genera toda la realidad para la antigua filosofía presocrática. El hecho de que los cuadrados que forman el octógono sean dos, puede ser entendido como una alusión a dos cruces que giran en sentidos opuestos: una destruye un mundo, la otra crea un mundo nuevo, indicando la gran oposición, la contradicción final que hará que de las miserias de nuestro tiempo nazca un tiempo nuevo.

Todo esto recuerda extraordinariamente un mito clásico, el de la Caja de Pandora. No en vano, el cubo tiene una forma que sugiere la de una caja, es, de hecho, una caja. La mitología griega nos presenta a Pandora como la primera mujer y cuenta que Zeus la hizo poco después de que Prometeo robara el fuego sagrado; se trató de un castigo para los hombres, una especie de contrapartida al don del fuego que el titán donó a la humanidad. Pandora es, por tanto, hermana de Prometeo y constituye un mito sombrío y siniestro que explica la presencia de fuerzas oscuras y del mal en el mundo. Hesíodo en Los Trabajos y los Días cuenta que Prometeo le había dicho que no aceptara ningún regalo de Zeus, pero esta no tuvo en cuenta la advertencia y aceptó del padre de los dioses una caja (o ánfora según otros relatos). Cuando Pandora abrió la caja salieron de su interior todas las desgracias que desgarraron con posterioridad el mundo de los humanos. Se suele olvidar que cuando Pandora logró cerrar la caja, en el fondo quedó solamente la Esperanza.

Nuestro estudio concluirá –lo anticipamos ahora– con la exposición de una necesidad: será necesario romper la globalización (partiendo de los puntos de fractura que habremos definido) y las mallas que cierran la caja, será necesario que cada una de las aristas del cubo vayan haciéndose romas y recuperando la redondez originaria. Será necesario, finalmente, que las caras del cubo vayan perdiendo y se desdibujen en su configuración actual... y todo eso para que aparezca la Esperanza y para que a partir de ella una nueva humanidad sea capaz de construir un mundo nuevo.

Por que a fin de cuentas la Esperanza asegura que, como explicaba Guénon en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, todo desorden parcial –y nuestra época constituye un tiempo de caos y desorden se mire el aspecto que se mire– forma parte de un orden total o como explicaba la Biblia, “es preciso que haya el escándalo, pero ¡hay de quien crea el escándalo!”. Esto nos sitúa, de nuevo, en plena metafísica de la historia, concebida no a la manera progresista –como un proceso lineal siempre ascendente que lleva de estadios “atrasados” a estadios “avanzados” y siempre crecientes de bienestar y progreso– sino a la manera tradicional –como una sucesión de ciclos que alternan nacimiento – ascenso – desarrollo – decadencia – muerte, etapa final a la que sigue un nuevo nacimiento y una repetición del ciclo.

Tal como la conciben las viejas doctrinas de la metafísica de la historia aparecidas en la India védica, en la Roma de los primeros reyes, en las antiguas sagas nórdicas, entre los pieles rojas y en infinidad de leyendas y tradiciones de los más variados horizontes geográficos y antropológicos,  no se trata de ciclos circulares, ni siquiera de ciclos en espiral, sino de curvas asindóticas. Esta función geométrica implica que cuando la curva está a punto de unirse en el extremo inferior del eje y–y’ (momento máximo de la decadencia), reaparece en la parte superior del mismo eje (momento de máximo esplendor del ciclo que se inicia en ese momento) y que se puede representar por la siguiente imagen:

Según la ciclología tradicional esta misma función matemática se repite en la historia: en los momentos en los que se ha alcanzada el momento más degradado de un ciclo, quienes se  oponen a él están hechos de otra “pasta”, como si pertenecieran a otra raza de hombres que se niegan a aceptar el destino y que luchan contra él. De la misma forma que para neutralizar la fuerza de un vector, hace falta otro de sentido contrario, para remontarse al momento más crítico de la decadencia –el nuestro– hacen falta gente con un carácter y unas cualidades fuera de lo común. De ahí que, según esta tradición, en el momento más oscuro de la noche, alguien esté preparando ya el nuevo amanecer que, sin duda, será más radiante que cualquier otro, por que no dependerá sólo de los ciclos del Sol y de la Tierra, sino, de la fuerza y del vigor de quienes nieguen y se opongan al destino de la decadencia. La historia no es mecanicista y siempre ha sido lo que son los hombres.

En ese tránsito de un ciclo a otro, el cubo volverá a ver como sus aristas se vuelven más romas y recuperará la forma de la esfera originaria.

La Gran Europa: un proyecto

La Gran Europa: un proyecto

El proyecto de la Gran Europa

(un proyecto geopolítico de un mundo multipolar por venir)

Alexander Dugin

1. Tras el declive y la desaparición del bloque socialista en Europa del Este a finales del siglo pasado, disponer de una nueva visión geopolítica del mundo se ha convertido en algo necesario. Sin embargo, la inercia del pensamiento político y la falta de imaginación histórica entre las élites políticas de Occidente ha dado lugar a que triunfe una visión simplista: las bases conceptuales de la democracia occidental, una sociedad de economía de mercado, y la dominación estratégica de los Estados Unidos en todo el mundo se han convertido en las únicas soluciones planteadas a todos los desafíos emergentes y en modelo universal que debería ser imperativamente aceptado por toda la humanidad.

2. Una nueva realidad está surgiendo ante nuestros ojos: la realidad de un mundo organizado en su totalidad por el paradigma americano. Un think tank neoconservador influyente en los modernos EEUU se ha referido a él abiertamente con un término específico: "imperio global" (ocasionalmente " imperio benevolente" utilizado por R. Kagan). Este imperio es unipolar y concéntrico en su verdadera naturaleza. En el centro se encuentra el "Norte rico", la comunidad atlántica. El resto del mundo -el área de los países subdesarrollados o países en vías de desarrollo, considerada periférica- se supone que debe seguir la misma dirección y el mismo curso que ha emprendido mucho antes el país considerado como del corazón de Occidente.

 

3. En esta visión unipolar, Europa es considerada como un suburbio de EEUU (presentado como capital del mundo), y como cabeza de puente del Occidente americano en el gran continente euroasiático. Europa se ve como simplemente una parte del Norte rico, no como un actor con capacidad de decidir, sino como un socio de menor rango sin intereses propios y sin ninguna función específica. Europa, en tal proyecto, es percibida como un objeto y no como un sujeto, como una entidad geopolítica privada tanto de una identidad y de una voluntad autónomas, como de soberanía real y reconocible. Gran parte de la especificidad del patrimonio cultural, político, ideológico y geopolítico europeo se considera como perteneciente al pasado: todo lo que alguna vez fue considerado como útil ya se ha integrado en el proyecto global de Occidente, que sigue siendo descalificado y considerado como irrelevante. En este contexto, Europa está geopolíticamente privada de su propio ser y de su independencia. Se encuentra próxima sobre el plano geográfico, a regiones y civilizaciones no europeas, Europa puede entonces perder su forma cultural y política.


4. En todos los casos, la democracia liberal y la teoría del libre mercado no representan más que una parte del patrimonio histórico europeo y no se contemplan otras opciones y alternativas propias de los grandes pensadores, científicos, políticos , ideólogos y artistas europeos. La identidad de Europa es mucho más amplia y más profunda que unos cuantos fast-foods ideológicos simplistas del complejo del imperio global con su mezcla caricaturesca de ultra-liberalismo, ideología de libre mercado y democracia y cuantitativa. En la época de la Guerra Fría, la unidad del mundo occidental (a ambos lados del Atlántico) tenía como base más o menos sólida la defensa mutua de valores comunes. Pero ahora el reto ya no tiene ninguna actualidad, la vieja retórica ya no funciona. Debe ser revisada y precisa de nuevos argumentos. Desde hace mucho tiempo no hay más enemigo común, claro y realista. La base positiva para un mundo occidental unido en el futuro, está casi totalmente ausente. La opción social de los países y de los estados europeos, está en completa contradicción con el opcional de ultra-liberal anglosajona (sostenida hoy por los Estados Unidos).

5. Actualmente, Europa tiene sus propios intereses estratégicos que difieren completamente de los intereses de Estados Unidos así como del planteamiento del proyecto global de Occidente. Europa tiene su tropismo especial hacia sus vecinos del sur y el este. En algunos casos, el interés económico, las soluciones energéticas y la defensa común no coinciden en absoluto con los de América.

6. Estas consideraciones generales nos llevan a nosotros, los intelectuales europeos profundamente preocupados por el destino de nuestra Patria, Europa, y de nuestra historia cultural, a la conclusión de que necesitamos desesperadamente una visión alternativa del mundo futuro, donde por el contrario, el papel y la misión de Europa y de la civilización europea sean diferentes, más grandes, mejores y más seguras que en el marco del proyecto del imperio global con sus características imperiales demasiado evidentes.

7. La única alternativa viable en las actuales circunstancias es buscar anclajes en el contexto de un mundo multipolar. La multipolaridad puede garantizar a cualquier país y civilización del planeta el derecho y la libertad de desarrollar su propio potencial, para organizar su propia realidad interna, de conformidad con la identidad específica de su cultura y de su pueblo, así como para proporcionar una base fiable para las relaciones internacionales justas y equilibradas en el concierto de las naciones. La multipolaridad debería basarse en el principio de equidad entre los diferentes tipos de organizaciones políticas, sociales y económicos de estas naciones y Estados. El progreso tecnológico y la creciente apertura de los países deberían promover el diálogo y la prosperidad entre todos los pueblos y naciones, pero al mismo tiempo, para no poner en peligro sus identidades respectivas. Las diferencias entre las civilizaciones no tienen necesariamente que culminar en un inevitable choque a diferencia de la lógica simplista de algunos escritores americanos. El diálogo, o más bien el “polílogo”, es una opción realista y viable que todos deberíamos compartir en este sentido.

8. En lo que respecta directamente a Europa, y en contraste con otros planes para la creación de algo "grande" en el viejo sentido imperialista del término -sea el proyecto para un Gran Oriente Medio o el programa pan-nacionalista para una Gran Rusia o una Gran China- proponemos, para concretar y aproximarnos a un mundo multipolar, una visión equilibrada y abierta de la Gran Europa como nuevo concepto para el futuro desarrollo de nuestra civilización en sus dimensiones estratégicas, sociales, culturales, económicas y geopolíticas.

9. La Gran Europa consiste en el territorio contenido dentro de los límites que coinciden con los límites de una civilización. Este tipo de frontera es algo completamente nuevo, como lo es el concepto de Estado-civilización. La naturaleza de estas fronteras supone una transición gradual, no una línea abrupta. Este Gran Europa debería estar pues abierta a interacciones con sus vecinos del oeste, al este o al sur.

10. Una Gran Europa en el contexto general de un mundo multipolar se concibe como rodeada por otros “grandes” territorios, apoyando sus unidades respectivas sobre la afinidad de las civilizaciones. Podemos así postular la aparición eventual de una Gran América del Norte, de una Gran Eurasia, de una Gran Asia-Pacífico y, en un futuro más lejano, de una Gran América del Sur y de una Gran África. Ningún país, fuera de los EEUU, en el estado actual de cosas, carece de medios suficientes para defender su verdadera soberanía, al no contar más que con sus propios recursos internos. Hoy, nadie puede ser considerado como un polo autónomo capaz de contrarrestar el poder de atlantista. La multipolaridad reclama un proceso de integración a gran escala. Se la podría llamar una “cadena de globalizaciones” –pero una globalización sin límites concretos- coincidiendo con las fronteras aproximadas de las diversas civilizaciones.

11. Nos imaginamos a esta Gran Europa como a una potencia geopolítica soberana, con su propia identidad cultural fuerte, con sus propias opciones sociales y políticas –basadas sobre los principios de la tradición democrática europea- con su propio sistema de defensa, incluidas las armas atómicas, con su estrategia energética y accesos a los recursos minerales, elaborando sus opciones de paz o guerra con otros países o civilizaciones con una total independencia -todo ello apoyado en una voluntad europea común y en un proceso democrático en la toma de decisiones.

12. A fin de promover nuestro proyecto de la Gran Europa y el concepto de multipolaridad, hacemos un llamamiento a las fuerzas de los diferentes países europeos, así como los rusos, americanos, asiáticos, para apoyar activamente nuestra iniciativa más allá de sus opciones las políticas, las diferencias culturales y sus opciones religiosas, para crear en cada uno Comités para un Gran Europa u otros tipos de organizaciones que compartan este enfoque multipolar, rechazando la unipolaridad, el creciente peligro que constituye el imperialismo norteamericano, y desarrollen un concepto similar para las demás civilizaciones. Si trabajamos juntos, afirmando con fuerza nuestras identidades diferentes, estaremos en condiciones de fundar un mundo mejor, equilibrado y justo, un Mundo más Grande, donde cualquier forma digna de cultura, de sociedad, de fe, de tradición y de creatividad humana encontrará su lugar adecuado y correcto.


(c) Traducido por Ernesto Milà y extraído de VoxNR

 

Mare Nostrum y Siglo XXI

Infokrisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia buena parte de la cual discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar Mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737.

El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar Blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado “Bahr al Abiad al Mutawasat”, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización imperio en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias Dacia o la parte más occidental de Hispania fue para completar el dominio de espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales; pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica sobre ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” propia de las ciudades griegas se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno quien abandonó el espacio geopolítico propio de Helade llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico se circunscribía al Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización los que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento ineluctable entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico.

Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Con la Pax Romana venció el Estado, con la Pax Americana ha vencido el Mercado. ¿Hasta cuándo?

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla Norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano apenas dispuso de un vector terrestre –nunca más volvería a ser marítimo– que apuntaba hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad coincidiendo con los neoliberales europeos para los cuales el Estado es apenas un mal necesario y el Mercado el bien absoluto, milagroso, benéfico y mirífico. Si ésa es la causa del neoliberalismo, la causa de Europa dice otra cosa.

Hoy, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el Islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y (como todo “mercado”) de… mestizaje.

Los matices del Mediterráneo

Sería demasiado esquemático admitir que una zona tan rica en matices puede reducirse apenas a dos conceptos: “orilla norte” y “orilla sur”, “Europa” e “Islam”. En realidad, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo si queremos ser más precisos.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es solo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo desde los albores de la historia y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Europa no puede ni debe recibir salpicaduras del conflicto de Oriente Medio. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo iraquí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70 ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla a presión en donde se produce el aumento de la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur” y de cualquier otro adversario geopolítico. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia–Herzegovina, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trate de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). Siempre, inevitablemente, el Islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un “casus belli” el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 475 millones. En apenas 60 años la población, simplemente, se ha duplicado. Para colmo, en ese tiempo, la zona se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000 y se prevé que en apenas veinte años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación más espectacular, con todo, no es ésta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ni futuro en su tierra, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar, para ellos su ídolo, imagen e icono es Zinedine Zidane (de la misma forma que todo africano cree que podrá llegar a ser un Samuel Etóo…). Si a esto unimos la imagen de la mujer europea en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí, se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales. Más del 50% de los flujos comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del Sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en promover el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU desde finales del siglo XX (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables))). Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida: el Norte invierte para que el Sur desarrolle una industria propia… en detrimento del Norte de donde se deslocalizan industrias en dirección al Sur y, paralelamente, se permite el establecimiento sin límites en el Norte de inmigrantes procedentes del Sur. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes: una verdadera fuga de capital institucionalizada y aceptada por todos.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “Investigación + Desarrollo” sean completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los dos países árabes más avanzados en esta materia.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados…), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aun más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único y no hay absolutamente ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de esta inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y en la occidentalización que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos.

El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofascista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedentes de la Edad Media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban incluso tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases medias que siempre impedirá su ascenso y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción y es inseparable de ambos fenómenos. Si a éstos unimos la presencia del Islam y su innata incapacidad para paralizar el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y en el modelo económico rentista que hace imposible la cristalización de una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que sólo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolas brutalmente (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. La mayor parte de Europa está imponiendo restricciones a estos flujos masivos. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas por como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Éste va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados o diluirse –en caso de que puedan- en las sociedades de la orilla Norte.

Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

[recuadro fuera de texto]

El Proceso de Barcelona y la Unión por el Mediterráneo

Crónica del fracaso del irrealismo político

Los días 27 y 28 de noviembre de 1995 se celebró en Barcelona la llamada Conferencia Euro–Mediterránea que incluyó a todos los países de la UE (incluidos aquellos del Este aún no integrados pero con los que se habían iniciado conversaciones para su integración) y todos los países de la orilla Sur (salvo Libia). La conferencia intentó ser un proyecto geopolítico elaborado en las postrimerías del felipismo a fin de realzar el papel internacional de España y para reforzar los procesos de relanzamiento iniciados con los “eventos del 92” (Olimpiadas de Barcelona, V Centenario del Descubrimiento y Exposición Mundial de Sevilla) y que fue asumido por la UE.

La declaración final propuso una “asociación con el fin de crear en el Mediterráneo “un espacio de paz, estabilidad, seguridad y prosperidad compartida”, lo que implicaba trabajar en tres direcciones: asociación política (definiendo un espacio de paz y seguridad), asociación económica (medidas para una “prosperidad compartida”) y asociación cultural (“favorecer los intercambios entre culturas y entre las sociedades civiles”). Se trataba, por supuesto, de un cúmulo de buenas intenciones que sedujo a la izquierda europea y que ignoraba por completo los hechos esenciales: diferencias abismales y brechas entre el Sur y el Norte y reforzamiento en el Sur del peligro islamista. Quince años después de su fundación el llamado “Proceso de Barcelona” y la “Unión para el Mediterráneo” que le sucedió en 2008 no han servido absolutamente para nada constituyendo uno de los fracasos más notorios de la UE y, en particular del gobierno español y al francés que tomó el relevo.

Cuando Nicolás Sarkozy ocupó la presidencia francesa relanzó (y rectificó) el Proceso de Barcelona en una iniciativa que fue criticada por la Unión Europea e incluso por Turquía. Inicialmente sólo Zapatero y Romano Prodi aceptaron la propuesta y en la cumbre de Ministros mantenida en Marsella el noviembre de 2008, se acordó crear este organismo (con sede en Barcelona) con una intención de participar en el proceso de paz de Oriente Medio.

A la creación de este organismo siguió pocos meses después el estallido de la gran crisis económica en la que todavía nos encontramos y por eso, el proyecto fue aparcado completamente por todos sus integrantes. Francia intentaba con este proyecto recuperar el protagonismo perdido en el Norte de África y participar en las conversaciones de paz en Oriente Medio. El propio Estado de Israel se ha desinteresado por la iniciativa (que él mismo suscribió) y otro tanto ha ocurrido con la Liga Árabe a la que pertenecen todos los países de la orilla Sur.

Francia no ha contado con fuerza suficiente ni capacidad de arrastre ni en el Norte ni en el Sur como para comprometer profundamente a las cancillerías en su proyecto. En el Sur se da como una tendencia ya consumada el aumento de la presencia político–militar de los EEUU en detrimento de Francia, potencia hasta principios del milenio hegemónica en la zona. Por si esto fuera poco, la República Popular China también ha iniciado un proceso de penetración en África que hace que las posibilidades francesas de recupera protagonismo en la zona se reduzcan a cero.

Resulta significativo que la celebración de la Cumbre Francia–África en Niza a principios de junio de 2010 haya pasado casi completamente desapercibida a pesar de haber sido convocada por Sarkozy y Hosni Mubarack y contar con el apoyo del presidente en funciones de la UE, Zapatero. La aspiración de este último de celebrar en Barcelona el pasado 7 de junio la prevista cumbre de la Unión para el Mediterráneo, se vio coronada por un nuevo fracaso que deslucía todavía más si cabe el “semestre español” al frente de la UE.

Sarkozy ha cometido el mismo error que cometió Francia y Alemania en los años 90 subordinando la “profundización” de la UE a la “extensión” de la misma. Se ganó en superficie pero se perdió en cohesión y en coherencia. Con la Cumbre Francia–África o con iniciativas como la Unión por el Mediterráneo, la dispersión geográfica y la multiplicidad de objetivos cierran posibilidades reales para que puedan establecerse áreas en las que la cooperación resulte verdaderamente eficaz. Ni siquiera, por otra parte, se establecieron áreas de prioridad y todo adquirió la forma de una maraña inextricable en donde se hablaba de “derechos humanos”, “democracia”, “libre comercio”, “cerrar el paso al terrorismo” , “cooperación económica y desarrollo”, etc, pero sin indicar cuales eran los objetivos prioritarios. Marruecos, por ejemplo, entendió que lo prioritario era el “desarrollo” y puso la mano para pedir subsidios y subvenciones de la UE y para que Europa abriera las puertas a sus productos agrícolas de ínfima calidad. A Marruecos, indudablemente, no le interesaban ni regular los flujos migratorios (primera fuente de ingresos de su economía vía remesas), ni por supuesto obstaculizar el tráfico de drogas (su segunda fuente de ingresos). Los intereses del Norte y del Sur eran completamente diferentes sin posibilidades de establecer acuerdos que beneficiaran simétricamente a las dos partes.

El aplazamiento de esta cumbre supone enterrar prácticamente de manera definitiva la Unión por el Mediterráneo y el Proceso de Barcelona. Difícilmente una “proceso” puede asentarse sobre bases tan “buenistas” y ambiguas como esta iniciativa. A partir de aquí los estrategas de la orilla Norte deben empezar a plantearse otra perspectiva: si la “cooperación” no ha hecho que ni el tráfico de drogas, ni el de inmigrantes, ni la deslocalización industrial, ni siquiera la industrialización del Sur, hayan avanzado mínimamente, será cuestión de empezar a pensar en políticas enérgicas de contención y de puertas cerradas o de lo contrario el desgaste que están sufriendo los países de la orilla Norte no podrá prolongarse durante mucho tiempo.

Por el momento el Proceso de Barcelona nunca logró despegar y la Unión por el Mediterráneo siempre ha volado muy bajo. Las cancillerías europeas deben revisar sus métodos, apuestas, perspectiva e instrumentos para actuar en la zona. Quizás el realismo sea la carta con la que haya que sustituir al “buenismo” que irrumpió en 1995 y que ha llevado a Europa al más estrepitoso fracaso en sus relaciones con la orilla Sur y a permitir que EEUU  e incluso China la sustituyeran en la zona.

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.eshttp://infokrisis.blogia.comhttp://info-krisis.blogspot.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

 

 

 



 

 

El Mare Nostrum en el siglo XXI

info-Krisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia buena parte de la cual discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar Mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737.

El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado “Bahr al Abiad al Mutawasat”, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización imperio en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias Dacia o la parte más occidental de Hispania fue para completar el dominio de espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales; pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica sobre ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” propia de las ciudades griegas se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno quien abandonó el espacio geopolítico propio de Helade llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico se circunscribía al Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización los que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento ineluctable entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico.

Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Con la Pax Romana venció el Estado, con la Pax Americana ha vencido el Mercado. ¿Hasta cuándo?

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla Norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano apenas dispuso de un vector terrestre –nunca más volvería a ser marítimo– que apuntaba hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad coincidiendo con los neoliberales europeos para los cuales el Estado es apenas un mal necesario y el Mercado el bien absoluto, milagroso, benéfico y mirífico. Si esa es la causa del neoliberalismo, la causa de Europa dice otra cosa.

Hoy, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el Islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y (como todo “mercado”) de… mestizaje.

Los matices del Mediterráneo

Sería demasiado esquemático admitir que una zona tan rica en matices puede reducirse apenas a dos conceptos: “orilla norte” y “orilla sur”, “Europa” e “Islam”. En realidad, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo si queremos ser más precisos.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es solo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo desde los albores de la historia y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Europa no puede ni debe recibir salpicaduras del conflicto de Oriente Medio. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo irakí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70 ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla a presión en donde se produce el aumento de la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur” y de cualquier otro adversario geopolítico. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia–Herzegovina, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trate de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). Siempre, inevitablemente, el Islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un “casus belli” el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 475 millones. En apenas 60 años la población, simplemente, se ha duplicado. Para colmo, en ese tiempo, la zona se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000 y se prevé que en apenas veinte años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación mas espectacular, con todo, no es esta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ni futuro en su tierra, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar, para ellos su ídolo, imagen e icono es Zinedine Zidan (de la misma forma que todo africano cree que podrá llegar a ser un Samuel Etóo…). Si a esto unimos la imagen de la mujer europea en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí, se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales. Más del 50% de los flujos comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del Sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en promover el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU desde finales del siglo XX (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables. Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida: el Norte invierte para que el Sur desarrolle una industria propia… en detrimento del Norte de donde se deslocalizan industrias en dirección al Sur y, paralelamente, se permite el establecimiento sin límites en el Norte de inmigrantes procedentes del Sur. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes: una verdadera fuga de capital institucionalizada y aceptada por todos.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “Investigación + Desarrollo” sean completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los dos países árabes más avanzados en esta materia.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados…), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aun más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único y no hay absolutamente ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de esta inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y en la occidentalización que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos.

El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofacista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedentes de la edad media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban incluso tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases medias que siempre impedirá su ascenso y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción y es inseparable de ambos fenómenos. Si a estos unimos la presencia del Islam y su innata incapacidad para paralizar el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y en el modelo económico rentista que hace imposible la cristalización de una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que solo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolas brutalmente (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. La mayor parte de Europa está imponiendo restricciones a estos flujos masivos. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas por como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Este va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados o diluirse –en caso de que puedan- en las sociedades de la orilla Norte.

Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

[recuadro fuera de texto]

El Proceso de Barcelona y la Unión por el Mediterráneo

Crónica del fracaso del irrealismo político

Los días 27 y 28 de noviembre de 1995 se celebró en Barcelona la llamada Conferencia euro–Mediterránea que incluyó a todos los países de la UE (incluidos aquellos del Este aún no integrados pero con los que se habían iniciado conversaciones para su integración) y todos los países de la orilla Sur (salvo Libia). La conferencia intentó ser un proyecto geopolítico elaborado en las postrimerías del felipismo a fin de realzar el papel internacional de España y para reforzar los procesos de relanzamiento iniciados con los “eventos del 92” (Olimpiadas de Barcelona, V Centenario del Descubrimiento y Exposición Mundial de Sevilla) y que fue asumido por la UE.

La declaración final propuso una “asociación con el fin d crear en el Mediterráneo “un espacio de paz, estabilidad, seguridad y prosperidad compartida”, lo que implicaba trabajar en tres direcciones: asociación política (definiendo un espacio de paz y seguridad), asociación económica (medidas para una “prosperidad compartida”) y asociación cultural (“favorecer los intercambios entre culturas y entre las sociedades civiles”). Se trataba, por supuesto, de un cúmulo de buenas intenciones que sedujo a la izquierda europea y que ignoraba por completo los hechos esenciales: diferencias abismales y brechas entre el Sur y el Norte y reforzamiento en el Sur del peligro islamista. Quince años después de su fundación el llamado “Proceso de Barcelona” y la “Unión para el Mediterráneo” que le sucedió en 2008 no han servido absolutamente para nada constituyendo uno de los fracasos más notorios de la UE y, en particular del gobierno español y al francés que tomó el relevo.

Cuando Nicolás Sarkozy ocupó la presidencia francesa relanzó (y rectificó) el Proceso de Barcelona en una iniciativa que fue criticada por la Unión Europea e incluso por Turquía. Inicialmente sólo Zapatero y Romano Prodi aceptaron la propuesta y en la cumbre de Ministros mantenida en Marsella el noviembre de 2008, se acordó crear este organismo (con sede en Barcelona) con una intención de participar en el proceso de paz de Oriente Medio.

A la creación de este organismo siguió pocos meses después el estallido de la gran crisis económica en la que todavía nos encontramos y por eso, el proyecto fue aparcado completamente por todos sus integrantes. Francia intentaba con este proyecto recuperar el protagonismo perdido en el Norte de África y participar en las conversaciones de paz en Oriente Medio. El propio Estado de Israel se ha desinteresado por la iniciativa (que él mismo suscribió) y otro tanto ha ocurrido con la Liga Árabe a la que pertenecen todos los países de la orilla Sur.

Francia no ha contado con fuerza suficiente ni capacidad de arrastre ni en el Norte ni en el Sur como para comprometer profundamente a las cancillerías en su proyecto. En el Sur se da como una tendencia ya consumada el aumento de la presencia político–militar de los EEUU en detrimento de Francia, potencia hasta principios del milenio hegemónica en la zona. Por si esto fuera poco, la República Popular China también ha iniciado un proceso de penetración en África que hace que las posibilidades francesas de recupera protagonismo en la zona se reduzcan a cero.

Resulta significativo que la celebración de la Cumbre Francia–África en Niza a principios de junio de 2010 haya pasado casi completamente desapercibida a pesar de haber sido convocada por Sarkozy y Hosni Mubarack y contar con el apoyo del presidente en funciones de la UE, Zapatero. La aspiración de este último de celebrar en Barcelona el pasado 7 de junio la prevista cumbre de la Unión para el Mediterráneo, se vio coronada por un nuevo fracaso que deslucía todavía más si cabe el “semestre español” al frente de la UE.

Sarkozy ha cometido el mismo error que cometió Francia y Alemania en los años 90 subordinando la “profundización” de la UE a la “extensión” de la misma. Se ganó en superficie pero se perdió en cohesión y en coherencia. Con la Cumbre Francia–África o con iniciativas como la Unión por el Mediterráneo, la dispersión geográfica y la multiplicidad de objetivos cierran posibilidades reales para que puedan establecerse áreas en las que la cooperación resulte verdaderamente eficaz. Ni siquiera, por otra parte, se establecieron áreas de prioridad y todo adquirió la forma de una maraña inextricable en donde se hablaba de “derechos humanos”, “democracia”, “libre comercio”, “cerrar el paso al terrorismo” , “cooperación económica y desarrollo”, etc, pero sin indicar cuales eran los objetivos prioritarios. Marruecos, por ejemplo, entendió que lo prioritario era el “desarrollo” y puso la mano para pedir subsidios y subvenciones de la UE y para que Europa abriera las puertas a sus productos agrícolas de ínfima calidad. A Marruecos, indudablemente, no le interesaban ni regular los flujos migratorios (primera fuente de ingresos de su economía vía remesas), ni por supuesto obstaculizar el tráfico de drogas (su segunda fuente de ingresos). Los intereses del Norte y del Sur eran completamente diferentes sin posibilidades de establecer acuerdos que beneficiaran simétricamente a las dos partes.

El aplazamiento de esta cumbre supone enterrar prácticamente de manera definitiva la Unión por el Mediterráneo y el Proceso de Barcelona. Difícilmente una “proceso” puede asentarse sobre bases tan “buenistas” y ambiguas como esta iniciativa. A partir de aquí los estrategas de la orilla Norte deben empezar a plantearse otra perspectiva: si la “cooperación” no ha hecho que ni el tráfico de drogas, ni el de inmigrantes, ni la deslocalización industrial, ni siquiera la industrialización del Sur, hayan avanzado mínimamente, será cuestión de empezar a pensar en políticas enérgicas de contención y de puertas cerradas o de lo contrario el desgaste que están sufriendo los países de la orilla Norte no podrá prolongarse durante mucho tiempo.

Por el momento el Proceso de Barcelona nunca logró despegar y la Unión por el Mediterráneo siempre ha volado muy bajo. Las cancillerías europeas deben revisar sus métodos, apuestas, perspectiva e instrumentos para actuar en la zona. Quizás el realismo sea la carta con la que haya que sustituir al “buenismo” que irrumpió en 1995 y que ha llevado a Europa al más estrepitoso fracaso en sus relaciones con la orilla Sur y a permitir que EEUU  e incluso China la sustituyeran en la zona.

© Ernesto Milà – Infokrisis – http://info-krisis.blogspot.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

info-Krisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia buena parte de la cual discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar Mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737.

El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado “Bahr al Abiad al Mutawasat”, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización imperio en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias Dacia o la parte más occidental de Hispania fue para completar el dominio de espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales; pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica sobre ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” propia de las ciudades griegas se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno quien abandonó el espacio geopolítico propio de Helade llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico se circunscribía al Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización los que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento ineluctable entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico.

Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Con la Pax Romana venció el Estado, con la Pax Americana ha vencido el Mercado. ¿Hasta cuándo?

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla Norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano apenas dispuso de un vector terrestre –nunca más volvería a ser marítimo– que apuntaba hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad coincidiendo con los neoliberales europeos para los cuales el Estado es apenas un mal necesario y el Mercado el bien absoluto, milagroso, benéfico y mirífico. Si esa es la causa del neoliberalismo, la causa de Europa dice otra cosa.

Hoy, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el Islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y (como todo “mercado”) de… mestizaje.

Los matices del Mediterráneo

Sería demasiado esquemático admitir que una zona tan rica en matices puede reducirse apenas a dos conceptos: “orilla norte” y “orilla sur”, “Europa” e “Islam”. En realidad, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo si queremos ser más precisos.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es solo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo desde los albores de la historia y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Europa no puede ni debe recibir salpicaduras del conflicto de Oriente Medio. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo irakí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70 ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla a presión en donde se produce el aumento de la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur” y de cualquier otro adversario geopolítico. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia–Herzegovina, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trate de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). Siempre, inevitablemente, el Islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un “casus belli” el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 475 millones. En apenas 60 años la población, simplemente, se ha duplicado. Para colmo, en ese tiempo, la zona se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000 y se prevé que en apenas veinte años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación mas espectacular, con todo, no es esta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ni futuro en su tierra, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar, para ellos su ídolo, imagen e icono es Zinedine Zidan (de la misma forma que todo africano cree que podrá llegar a ser un Samuel Etóo…). Si a esto unimos la imagen de la mujer europea en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí, se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales. Más del 50% de los flujos comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del Sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en promover el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU desde finales del siglo XX (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables. Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida: el Norte invierte para que el Sur desarrolle una industria propia… en detrimento del Norte de donde se deslocalizan industrias en dirección al Sur y, paralelamente, se permite el establecimiento sin límites en el Norte de inmigrantes procedentes del Sur. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes: una verdadera fuga de capital institucionalizada y aceptada por todos.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “Investigación + Desarrollo” sean completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los dos países árabes más avanzados en esta materia.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados…), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aun más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único y no hay absolutamente ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de esta inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y en la occidentalización que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos.

El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofacista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedentes de la edad media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban incluso tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases medias que siempre impedirá su ascenso y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción y es inseparable de ambos fenómenos. Si a estos unimos la presencia del Islam y su innata incapacidad para paralizar el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y en el modelo económico rentista que hace imposible la cristalización de una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que solo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolas brutalmente (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. La mayor parte de Europa está imponiendo restricciones a estos flujos masivos. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas por como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Este va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados o diluirse –en caso de que puedan- en las sociedades de la orilla Norte.

Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

[recuadro fuera de texto]

El Proceso de Barcelona y la Unión por el Mediterráneo

Crónica del fracaso del irrealismo político

Los días 27 y 28 de noviembre de 1995 se celebró en Barcelona la llamada Conferencia euro–Mediterránea que incluyó a todos los países de la UE (incluidos aquellos del Este aún no integrados pero con los que se habían iniciado conversaciones para su integración) y todos los países de la orilla Sur (salvo Libia). La conferencia intentó ser un proyecto geopolítico elaborado en las postrimerías del felipismo a fin de realzar el papel internacional de España y para reforzar los procesos de relanzamiento iniciados con los “eventos del 92” (Olimpiadas de Barcelona, V Centenario del Descubrimiento y Exposición Mundial de Sevilla) y que fue asumido por la UE.

La declaración final propuso una “asociación con el fin d crear en el Mediterráneo “un espacio de paz, estabilidad, seguridad y prosperidad compartida”, lo que implicaba trabajar en tres direcciones: asociación política (definiendo un espacio de paz y seguridad), asociación económica (medidas para una “prosperidad compartida”) y asociación cultural (“favorecer los intercambios entre culturas y entre las sociedades civiles”). Se trataba, por supuesto, de un cúmulo de buenas intenciones que sedujo a la izquierda europea y que ignoraba por completo los hechos esenciales: diferencias abismales y brechas entre el Sur y el Norte y reforzamiento en el Sur del peligro islamista. Quince años después de su fundación el llamado “Proceso de Barcelona” y la “Unión para el Mediterráneo” que le sucedió en 2008 no han servido absolutamente para nada constituyendo uno de los fracasos más notorios de la UE y, en particular del gobierno español y al francés que tomó el relevo.

Cuando Nicolás Sarkozy ocupó la presidencia francesa relanzó (y rectificó) el Proceso de Barcelona en una iniciativa que fue criticada por la Unión Europea e incluso por Turquía. Inicialmente sólo Zapatero y Romano Prodi aceptaron la propuesta y en la cumbre de Ministros mantenida en Marsella el noviembre de 2008, se acordó crear este organismo (con sede en Barcelona) con una intención de participar en el proceso de paz de Oriente Medio.

A la creación de este organismo siguió pocos meses después el estallido de la gran crisis económica en la que todavía nos encontramos y por eso, el proyecto fue aparcado completamente por todos sus integrantes. Francia intentaba con este proyecto recuperar el protagonismo perdido en el Norte de África y participar en las conversaciones de paz en Oriente Medio. El propio Estado de Israel se ha desinteresado por la iniciativa (que él mismo suscribió) y otro tanto ha ocurrido con la Liga Árabe a la que pertenecen todos los países de la orilla Sur.

Francia no ha contado con fuerza suficiente ni capacidad de arrastre ni en el Norte ni en el Sur como para comprometer profundamente a las cancillerías en su proyecto. En el Sur se da como una tendencia ya consumada el aumento de la presencia político–militar de los EEUU en detrimento de Francia, potencia hasta principios del milenio hegemónica en la zona. Por si esto fuera poco, la República Popular China también ha iniciado un proceso de penetración en África que hace que las posibilidades francesas de recupera protagonismo en la zona se reduzcan a cero.

Resulta significativo que la celebración de la Cumbre Francia–África en Niza a principios de junio de 2010 haya pasado casi completamente desapercibida a pesar de haber sido convocada por Sarkozy y Hosni Mubarack y contar con el apoyo del presidente en funciones de la UE, Zapatero. La aspiración de este último de celebrar en Barcelona el pasado 7 de junio la prevista cumbre de la Unión para el Mediterráneo, se vio coronada por un nuevo fracaso que deslucía todavía más si cabe el “semestre español” al frente de la UE.

Sarkozy ha cometido el mismo error que cometió Francia y Alemania en los años 90 subordinando la “profundización” de la UE a la “extensión” de la misma. Se ganó en superficie pero se perdió en cohesión y en coherencia. Con la Cumbre Francia–África o con iniciativas como la Unión por el Mediterráneo, la dispersión geográfica y la multiplicidad de objetivos cierran posibilidades reales para que puedan establecerse áreas en las que la cooperación resulte verdaderamente eficaz. Ni siquiera, por otra parte, se establecieron áreas de prioridad y todo adquirió la forma de una maraña inextricable en donde se hablaba de “derechos humanos”, “democracia”, “libre comercio”, “cerrar el paso al terrorismo” , “cooperación económica y desarrollo”, etc, pero sin indicar cuales eran los objetivos prioritarios. Marruecos, por ejemplo, entendió que lo prioritario era el “desarrollo” y puso la mano para pedir subsidios y subvenciones de la UE y para que Europa abriera las puertas a sus productos agrícolas de ínfima calidad. A Marruecos, indudablemente, no le interesaban ni regular los flujos migratorios (primera fuente de ingresos de su economía vía remesas), ni por supuesto obstaculizar el tráfico de drogas (su segunda fuente de ingresos). Los intereses del Norte y del Sur eran completamente diferentes sin posibilidades de establecer acuerdos que beneficiaran simétricamente a las dos partes.

El aplazamiento de esta cumbre supone enterrar prácticamente de manera definitiva la Unión por el Mediterráneo y el Proceso de Barcelona. Difícilmente una “proceso” puede asentarse sobre bases tan “buenistas” y ambiguas como esta iniciativa. A partir de aquí los estrategas de la orilla Norte deben empezar a plantearse otra perspectiva: si la “cooperación” no ha hecho que ni el tráfico de drogas, ni el de inmigrantes, ni la deslocalización industrial, ni siquiera la industrialización del Sur, hayan avanzado mínimamente, será cuestión de empezar a pensar en políticas enérgicas de contención y de puertas cerradas o de lo contrario el desgaste que están sufriendo los países de la orilla Norte no podrá prolongarse durante mucho tiempo.

Por el momento el Proceso de Barcelona nunca logró despegar y la Unión por el Mediterráneo siempre ha volado muy bajo. Las cancillerías europeas deben revisar sus métodos, apuestas, perspectiva e instrumentos para actuar en la zona. Quizás el realismo sea la carta con la que haya que sustituir al “buenismo” que irrumpió en 1995 y que ha llevado a Europa al más estrepitoso fracaso en sus relaciones con la orilla Sur y a permitir que EEUU  e incluso China la sustituyeran en la zona.

© Ernesto Milà – Infokrisis – http://info-krisis.blogspot.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

info-Krisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia buena parte de la cual discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar Mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737.

El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado “Bahr al Abiad al Mutawasat”, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización imperio en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias Dacia o la parte más occidental de Hispania fue para completar el dominio de espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales; pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica sobre ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” propia de las ciudades griegas se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno quien abandonó el espacio geopolítico propio de Helade llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico se circunscribía al Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización los que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento ineluctable entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico.

Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Con la Pax Romana venció el Estado, con la Pax Americana ha vencido el Mercado. ¿Hasta cuándo?

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla Norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano apenas dispuso de un vector terrestre –nunca más volvería a ser marítimo– que apuntaba hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad coincidiendo con los neoliberales europeos para los cuales el Estado es apenas un mal necesario y el Mercado el bien absoluto, milagroso, benéfico y mirífico. Si esa es la causa del neoliberalismo, la causa de Europa dice otra cosa.

Hoy, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el Islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y (como todo “mercado”) de… mestizaje.

Los matices del Mediterráneo

Sería demasiado esquemático admitir que una zona tan rica en matices puede reducirse apenas a dos conceptos: “orilla norte” y “orilla sur”, “Europa” e “Islam”. En realidad, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo si queremos ser más precisos.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es solo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo desde los albores de la historia y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Europa no puede ni debe recibir salpicaduras del conflicto de Oriente Medio. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo irakí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70 ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla a presión en donde se produce el aumento de la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur” y de cualquier otro adversario geopolítico. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia–Herzegovina, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trate de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). Siempre, inevitablemente, el Islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un “casus belli” el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 475 millones. En apenas 60 años la población, simplemente, se ha duplicado. Para colmo, en ese tiempo, la zona se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000 y se prevé que en apenas veinte años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación mas espectacular, con todo, no es esta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ni futuro en su tierra, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar, para ellos su ídolo, imagen e icono es Zinedine Zidan (de la misma forma que todo africano cree que podrá llegar a ser un Samuel Etóo…). Si a esto unimos la imagen de la mujer europea en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí, se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales. Más del 50% de los flujos comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del Sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en promover el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU desde finales del siglo XX (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables. Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida: el Norte invierte para que el Sur desarrolle una industria propia… en detrimento del Norte de donde se deslocalizan industrias en dirección al Sur y, paralelamente, se permite el establecimiento sin límites en el Norte de inmigrantes procedentes del Sur. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes: una verdadera fuga de capital institucionalizada y aceptada por todos.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “Investigación + Desarrollo” sean completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los dos países árabes más avanzados en esta materia.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados…), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aun más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único y no hay absolutamente ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de esta inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y en la occidentalización que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos.

El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofacista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedentes de la edad media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban incluso tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases medias que siempre impedirá su ascenso y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción y es inseparable de ambos fenómenos. Si a estos unimos la presencia del Islam y su innata incapacidad para paralizar el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y en el modelo económico rentista que hace imposible la cristalización de una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que solo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolas brutalmente (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. La mayor parte de Europa está imponiendo restricciones a estos flujos masivos. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas por como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Este va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados o diluirse –en caso de que puedan- en las sociedades de la orilla Norte.

Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

[recuadro fuera de texto]

El Proceso de Barcelona y la Unión por el Mediterráneo

Crónica del fracaso del irrealismo político

Los días 27 y 28 de noviembre de 1995 se celebró en Barcelona la llamada Conferencia euro–Mediterránea que incluyó a todos los países de la UE (incluidos aquellos del Este aún no integrados pero con los que se habían iniciado conversaciones para su integración) y todos los países de la orilla Sur (salvo Libia). La conferencia intentó ser un proyecto geopolítico elaborado en las postrimerías del felipismo a fin de realzar el papel internacional de España y para reforzar los procesos de relanzamiento iniciados con los “eventos del 92” (Olimpiadas de Barcelona, V Centenario del Descubrimiento y Exposición Mundial de Sevilla) y que fue asumido por la UE.

La declaración final propuso una “asociación con el fin d crear en el Mediterráneo “un espacio de paz, estabilidad, seguridad y prosperidad compartida”, lo que implicaba trabajar en tres direcciones: asociación política (definiendo un espacio de paz y seguridad), asociación económica (medidas para una “prosperidad compartida”) y asociación cultural (“favorecer los intercambios entre culturas y entre las sociedades civiles”). Se trataba, por supuesto, de un cúmulo de buenas intenciones que sedujo a la izquierda europea y que ignoraba por completo los hechos esenciales: diferencias abismales y brechas entre el Sur y el Norte y reforzamiento en el Sur del peligro islamista. Quince años después de su fundación el llamado “Proceso de Barcelona” y la “Unión para el Mediterráneo” que le sucedió en 2008 no han servido absolutamente para nada constituyendo uno de los fracasos más notorios de la UE y, en particular del gobierno español y al francés que tomó el relevo.

Cuando Nicolás Sarkozy ocupó la presidencia francesa relanzó (y rectificó) el Proceso de Barcelona en una iniciativa que fue criticada por la Unión Europea e incluso por Turquía. Inicialmente sólo Zapatero y Romano Prodi aceptaron la propuesta y en la cumbre de Ministros mantenida en Marsella el noviembre de 2008, se acordó crear este organismo (con sede en Barcelona) con una intención de participar en el proceso de paz de Oriente Medio.

A la creación de este organismo siguió pocos meses después el estallido de la gran crisis económica en la que todavía nos encontramos y por eso, el proyecto fue aparcado completamente por todos sus integrantes. Francia intentaba con este proyecto recuperar el protagonismo perdido en el Norte de África y participar en las conversaciones de paz en Oriente Medio. El propio Estado de Israel se ha desinteresado por la iniciativa (que él mismo suscribió) y otro tanto ha ocurrido con la Liga Árabe a la que pertenecen todos los países de la orilla Sur.

Francia no ha contado con fuerza suficiente ni capacidad de arrastre ni en el Norte ni en el Sur como para comprometer profundamente a las cancillerías en su proyecto. En el Sur se da como una tendencia ya consumada el aumento de la presencia político–militar de los EEUU en detrimento de Francia, potencia hasta principios del milenio hegemónica en la zona. Por si esto fuera poco, la República Popular China también ha iniciado un proceso de penetración en África que hace que las posibilidades francesas de recupera protagonismo en la zona se reduzcan a cero.

Resulta significativo que la celebración de la Cumbre Francia–África en Niza a principios de junio de 2010 haya pasado casi completamente desapercibida a pesar de haber sido convocada por Sarkozy y Hosni Mubarack y contar con el apoyo del presidente en funciones de la UE, Zapatero. La aspiración de este último de celebrar en Barcelona el pasado 7 de junio la prevista cumbre de la Unión para el Mediterráneo, se vio coronada por un nuevo fracaso que deslucía todavía más si cabe el “semestre español” al frente de la UE.

Sarkozy ha cometido el mismo error que cometió Francia y Alemania en los años 90 subordinando la “profundización” de la UE a la “extensión” de la misma. Se ganó en superficie pero se perdió en cohesión y en coherencia. Con la Cumbre Francia–África o con iniciativas como la Unión por el Mediterráneo, la dispersión geográfica y la multiplicidad de objetivos cierran posibilidades reales para que puedan establecerse áreas en las que la cooperación resulte verdaderamente eficaz. Ni siquiera, por otra parte, se establecieron áreas de prioridad y todo adquirió la forma de una maraña inextricable en donde se hablaba de “derechos humanos”, “democracia”, “libre comercio”, “cerrar el paso al terrorismo” , “cooperación económica y desarrollo”, etc, pero sin indicar cuales eran los objetivos prioritarios. Marruecos, por ejemplo, entendió que lo prioritario era el “desarrollo” y puso la mano para pedir subsidios y subvenciones de la UE y para que Europa abriera las puertas a sus productos agrícolas de ínfima calidad. A Marruecos, indudablemente, no le interesaban ni regular los flujos migratorios (primera fuente de ingresos de su economía vía remesas), ni por supuesto obstaculizar el tráfico de drogas (su segunda fuente de ingresos). Los intereses del Norte y del Sur eran completamente diferentes sin posibilidades de establecer acuerdos que beneficiaran simétricamente a las dos partes.

El aplazamiento de esta cumbre supone enterrar prácticamente de manera definitiva la Unión por el Mediterráneo y el Proceso de Barcelona. Difícilmente una “proceso” puede asentarse sobre bases tan “buenistas” y ambiguas como esta iniciativa. A partir de aquí los estrategas de la orilla Norte deben empezar a plantearse otra perspectiva: si la “cooperación” no ha hecho que ni el tráfico de drogas, ni el de inmigrantes, ni la deslocalización industrial, ni siquiera la industrialización del Sur, hayan avanzado mínimamente, será cuestión de empezar a pensar en políticas enérgicas de contención y de puertas cerradas o de lo contrario el desgaste que están sufriendo los países de la orilla Norte no podrá prolongarse durante mucho tiempo.

Por el momento el Proceso de Barcelona nunca logró despegar y la Unión por el Mediterráneo siempre ha volado muy bajo. Las cancillerías europeas deben revisar sus métodos, apuestas, perspectiva e instrumentos para actuar en la zona. Quizás el realismo sea la carta con la que haya que sustituir al “buenismo” que irrumpió en 1995 y que ha llevado a Europa al más estrepitoso fracaso en sus relaciones con la orilla Sur y a permitir que EEUU  e incluso China la sustituyeran en la zona.

© Ernesto Milà – Infokrisis – http://info-krisis.blogspot.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

info-Krisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia buena parte de la cual discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar Mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737.

El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado “Bahr al Abiad al Mutawasat”, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización imperio en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias Dacia o la parte más occidental de Hispania fue para completar el dominio de espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales; pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica sobre ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” propia de las ciudades griegas se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno quien abandonó el espacio geopolítico propio de Helade llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico se circunscribía al Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización los que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento ineluctable entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico.

Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Con la Pax Romana venció el Estado, con la Pax Americana ha vencido el Mercado. ¿Hasta cuándo?

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla Norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano apenas dispuso de un vector terrestre –nunca más volvería a ser marítimo– que apuntaba hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad coincidiendo con los neoliberales europeos para los cuales el Estado es apenas un mal necesario y el Mercado el bien absoluto, milagroso, benéfico y mirífico. Si esa es la causa del neoliberalismo, la causa de Europa dice otra cosa.

Hoy, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el Islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y (como todo “mercado”) de… mestizaje.

Los matices del Mediterráneo

Sería demasiado esquemático admitir que una zona tan rica en matices puede reducirse apenas a dos conceptos: “orilla norte” y “orilla sur”, “Europa” e “Islam”. En realidad, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo si queremos ser más precisos.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es solo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo desde los albores de la historia y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Europa no puede ni debe recibir salpicaduras del conflicto de Oriente Medio. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo irakí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70 ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla a presión en donde se produce el aumento de la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur” y de cualquier otro adversario geopolítico. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia–Herzegovina, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trate de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). Siempre, inevitablemente, el Islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un “casus belli” el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 475 millones. En apenas 60 años la población, simplemente, se ha duplicado. Para colmo, en ese tiempo, la zona se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000 y se prevé que en apenas veinte años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación mas espectacular, con todo, no es esta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ni futuro en su tierra, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar, para ellos su ídolo, imagen e icono es Zinedine Zidan (de la misma forma que todo africano cree que podrá llegar a ser un Samuel Etóo…). Si a esto unimos la imagen de la mujer europea en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí, se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales. Más del 50% de los flujos comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del Sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en promover el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU desde finales del siglo XX (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables. Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida: el Norte invierte para que el Sur desarrolle una industria propia… en detrimento del Norte de donde se deslocalizan industrias en dirección al Sur y, paralelamente, se permite el establecimiento sin límites en el Norte de inmigrantes procedentes del Sur. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes: una verdadera fuga de capital institucionalizada y aceptada por todos.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “Investigación + Desarrollo” sean completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los dos países árabes más avanzados en esta materia.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados…), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aun más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único y no hay absolutamente ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de esta inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y en la occidentalización que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos.

El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofacista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedentes de la edad media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban incluso tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases medias que siempre impedirá su ascenso y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción y es inseparable de ambos fenómenos. Si a estos unimos la presencia del Islam y su innata incapacidad para paralizar el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y en el modelo económico rentista que hace imposible la cristalización de una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que solo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolas brutalmente (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. La mayor parte de Europa está imponiendo restricciones a estos flujos masivos. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas por como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Este va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados o diluirse –en caso de que puedan- en las sociedades de la orilla Norte.

Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

[recuadro fuera de texto]

El Proceso de Barcelona y la Unión por el Mediterráneo

Crónica del fracaso del irrealismo político

Los días 27 y 28 de noviembre de 1995 se celebró en Barcelona la llamada Conferencia euro–Mediterránea que incluyó a todos los países de la UE (incluidos aquellos del Este aún no integrados pero con los que se habían iniciado conversaciones para su integración) y todos los países de la orilla Sur (salvo Libia). La conferencia intentó ser un proyecto geopolítico elaborado en las postrimerías del felipismo a fin de realzar el papel internacional de España y para reforzar los procesos de relanzamiento iniciados con los “eventos del 92” (Olimpiadas de Barcelona, V Centenario del Descubrimiento y Exposición Mundial de Sevilla) y que fue asumido por la UE.

La declaración final propuso una “asociación con el fin d crear en el Mediterráneo “un espacio de paz, estabilidad, seguridad y prosperidad compartida”, lo que implicaba trabajar en tres direcciones: asociación política (definiendo un espacio de paz y seguridad), asociación económica (medidas para una “prosperidad compartida”) y asociación cultural (“favorecer los intercambios entre culturas y entre las sociedades civiles”). Se trataba, por supuesto, de un cúmulo de buenas intenciones que sedujo a la izquierda europea y que ignoraba por completo los hechos esenciales: diferencias abismales y brechas entre el Sur y el Norte y reforzamiento en el Sur del peligro islamista. Quince años después de su fundación el llamado “Proceso de Barcelona” y la “Unión para el Mediterráneo” que le sucedió en 2008 no han servido absolutamente para nada constituyendo uno de los fracasos más notorios de la UE y, en particular del gobierno español y al francés que tomó el relevo.

Cuando Nicolás Sarkozy ocupó la presidencia francesa relanzó (y rectificó) el Proceso de Barcelona en una iniciativa que fue criticada por la Unión Europea e incluso por Turquía. Inicialmente sólo Zapatero y Romano Prodi aceptaron la propuesta y en la cumbre de Ministros mantenida en Marsella el noviembre de 2008, se acordó crear este organismo (con sede en Barcelona) con una intención de participar en el proceso de paz de Oriente Medio.

A la creación de este organismo siguió pocos meses después el estallido de la gran crisis económica en la que todavía nos encontramos y por eso, el proyecto fue aparcado completamente por todos sus integrantes. Francia intentaba con este proyecto recuperar el protagonismo perdido en el Norte de África y participar en las conversaciones de paz en Oriente Medio. El propio Estado de Israel se ha desinteresado por la iniciativa (que él mismo suscribió) y otro tanto ha ocurrido con la Liga Árabe a la que pertenecen todos los países de la orilla Sur.

Francia no ha contado con fuerza suficiente ni capacidad de arrastre ni en el Norte ni en el Sur como para comprometer profundamente a las cancillerías en su proyecto. En el Sur se da como una tendencia ya consumada el aumento de la presencia político–militar de los EEUU en detrimento de Francia, potencia hasta principios del milenio hegemónica en la zona. Por si esto fuera poco, la República Popular China también ha iniciado un proceso de penetración en África que hace que las posibilidades francesas de recupera protagonismo en la zona se reduzcan a cero.

Resulta significativo que la celebración de la Cumbre Francia–África en Niza a principios de junio de 2010 haya pasado casi completamente desapercibida a pesar de haber sido convocada por Sarkozy y Hosni Mubarack y contar con el apoyo del presidente en funciones de la UE, Zapatero. La aspiración de este último de celebrar en Barcelona el pasado 7 de junio la prevista cumbre de la Unión para el Mediterráneo, se vio coronada por un nuevo fracaso que deslucía todavía más si cabe el “semestre español” al frente de la UE.

Sarkozy ha cometido el mismo error que cometió Francia y Alemania en los años 90 subordinando la “profundización” de la UE a la “extensión” de la misma. Se ganó en superficie pero se perdió en cohesión y en coherencia. Con la Cumbre Francia–África o con iniciativas como la Unión por el Mediterráneo, la dispersión geográfica y la multiplicidad de objetivos cierran posibilidades reales para que puedan establecerse áreas en las que la cooperación resulte verdaderamente eficaz. Ni siquiera, por otra parte, se establecieron áreas de prioridad y todo adquirió la forma de una maraña inextricable en donde se hablaba de “derechos humanos”, “democracia”, “libre comercio”, “cerrar el paso al terrorismo” , “cooperación económica y desarrollo”, etc, pero sin indicar cuales eran los objetivos prioritarios. Marruecos, por ejemplo, entendió que lo prioritario era el “desarrollo” y puso la mano para pedir subsidios y subvenciones de la UE y para que Europa abriera las puertas a sus productos agrícolas de ínfima calidad. A Marruecos, indudablemente, no le interesaban ni regular los flujos migratorios (primera fuente de ingresos de su economía vía remesas), ni por supuesto obstaculizar el tráfico de drogas (su segunda fuente de ingresos). Los intereses del Norte y del Sur eran completamente diferentes sin posibilidades de establecer acuerdos que beneficiaran simétricamente a las dos partes.

El aplazamiento de esta cumbre supone enterrar prácticamente de manera definitiva la Unión por el Mediterráneo y el Proceso de Barcelona. Difícilmente una “proceso” puede asentarse sobre bases tan “buenistas” y ambiguas como esta iniciativa. A partir de aquí los estrategas de la orilla Norte deben empezar a plantearse otra perspectiva: si la “cooperación” no ha hecho que ni el tráfico de drogas, ni el de inmigrantes, ni la deslocalización industrial, ni siquiera la industrialización del Sur, hayan avanzado mínimamente, será cuestión de empezar a pensar en políticas enérgicas de contención y de puertas cerradas o de lo contrario el desgaste que están sufriendo los países de la orilla Norte no podrá prolongarse durante mucho tiempo.

Por el momento el Proceso de Barcelona nunca logró despegar y la Unión por el Mediterráneo siempre ha volado muy bajo. Las cancillerías europeas deben revisar sus métodos, apuestas, perspectiva e instrumentos para actuar en la zona. Quizás el realismo sea la carta con la que haya que sustituir al “buenismo” que irrumpió en 1995 y que ha llevado a Europa al más estrepitoso fracaso en sus relaciones con la orilla Sur y a permitir que EEUU  e incluso China la sustituyeran en la zona.

© Ernesto Milà – Infokrisis – http://info-krisis.blogspot.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

info-Krisis.- El Mediterráneo es el primer mar que aparece en la Historia buena parte de la cual discurre entre sus orillas. En los últimos 4.000 años el Mediterráneo ha sido frontera natural para unos y escenario de intercambios comerciales para otros. Estas dos concepciones persisten en la modernidad, apenas sin variaciones. La única novedad, de hecho, es que a partir de 1945, un poder no europeo recorre desafiante sus aguas: la VI Flota de los EEUU. Este artículo aspira a revisar el papel geopolítico del Mediterráneo en el siglo XXI.

Sorprende saber que el nombre “Mediterráneo” es relativamente reciente. Desde Estrabón se había aludido al “mare nostrum” (nuestro mar), pero no fue sino hasta el siglo XVI cuando Jacques Amyot utiliza la expresión “mar Mediterráneo” que ocasionalmente algunos geógrafos medievales habían utilizado para definir el espacio marítimo situado “en medio de tierras” (y tal es la etimología del nombre). A partir del siglo XVII el nombre de Mediterráneo se convertirá en sustantivo y como tal aparecerá por primera vez en un mapa de 1737.

El esquematismo turco hizo que llamaran al Mediterráneo “mar blanco” por contraposición al “mar Negro” cuyo acceso dominaban gracias al control sobre el Bósforo y los Dardanelos. Antes, los árabes le habían llamado “Bahr al Abiad al Mutawasat”, literalmente “mar Blanco de En medio” como oposición al Mar Rojo.

Entre el Estado y el Mercado

El hecho de que los romanos aludieran el Mediterráneo como “mare nostrum” indica cuál era la concepción geopolítica sobre la que se movía el Imperio Romano: formar una civilización imperio en torno al estanque mediterráneo. Las zonas que se alejaban del Mediterráneo parecían tener poco interés para los grandes emperadores romanos. Si se vieron obligados a conquistar Britania, el noroeste de las Galias Dacia o la parte más occidental de Hispania fue para completar el dominio de espacios geográficos en los que no existían fronteras naturales; pero siempre, Roma se atuvo a una proyección geopolítica sobre ambas orillas del Mediterráneo.

Mientras lo que podemos considerar como una “falta de experiencia imperial” o una “carencia de sentido geopolítico” propia de las ciudades griegas se evidenció en la aventura imperial de Alejandro Magno quien abandonó el espacio geopolítico propio de Helade llegando a las puertas de la India, Roma tuvo siempre claro –y especialmente con Augusto y en el período de los grandes emperadores– que su espacio geopolítico se circunscribía al Mediterráneo. Más allá del mismo se enfrentaba a pueblos demasiado diferentes como para poder imponer una pauta de civilización. Por otra parte, la seguridad de Roma dependía de que a través del Mediterráneo fuera posible establecer un tránsito de mercancías entre los puertos a los cuales iban a parar las Vías romanas.

Desde el principio de su andadura como Estado, Roma advirtió que entre su concepción antropológica y cultural y la de los pueblos “del sur” que se situaban en la otra orilla del Mediterráneo, existían unas diferencias fundamentales: Roma daba importancia al Estado y a la solidez de su construcción que era garantía de poder realizar una “misión histórica” centrada en la extensión de la civilización. Para poder “civilizar” era preciso disponer de un fuerte y sólido aparato estatal.

Inspirado en los cultos solares procedentes del mundo clásico y de los pueblos aqueos y dorios que dieron lugar a lo mejor del mundo griego, la concepción romana del Estado implicaba la existencia de un centro civilizador que poco a poco iba extendiendo sus dominios a otros pueblos similares.

Cuando se produjo el choque histórico con Cartago, fueron dos modelos de civilización los que se enfrentaron en el estanque mediterráneo: de un lado los pueblos de la diosa, seguidores del culto a Tanit y a Astarté, avatares de la “gran madre”, atrincherados en torno a Cartago, pueblos de comerciantes herederos de la vieja Fenicia; de otro, Roma que priorizaba la civilización y el Estado frente al comercio, el Imperio frente al Mercado, los cultos solares a los cultos telúricos y ginecocráticos. A lo largo de tres guerras púnicas, Roma impuso su concepción y liquidó durante todo un ciclo histórico el poder marítimo y comercial de la otra orilla del Mare Nostrum.

Este enfrentamiento histórico confirmó lo que ya se podía percibir con claridad desde el choque entre Atenas (potencia comercial y marítima) y Esparta (potencia guerrera y terrestre), algo que ha constituido la primera ley geopolítica: el enfrentamiento ineluctable entre potencias terrestres y marítimas que disputan el mismo espacio geopolítico.

Ayer fueron Cartago y Roma, antes se habían enfrentado Atenas y Esparta, hoy, finalmente, el Mediterráneo entre 1948 y 1989 fue el teatro del enfrentamiento entre la VI Flota de los EEUU y el Ejército Soviético en la última edición del choque entre potencias marítimas y terrestres, entre el Estado y el Mercado. Con la Pax Romana venció el Estado, con la Pax Americana ha vencido el Mercado. ¿Hasta cuándo?

Mediterráneo e Islam

Un esquematismo acaso excesivo, distingue entre la “orilla norte” del Mediterráneo y la “orilla sur”. También hubo una “orilla Este” (Fenicia) y una “orilla Oeste” (Tarsis), y en el siglo XVI el esquema volvió a repetirse en el enfrentamiento entre el Imperio Turco y el Imperio Español. Lepanto resolvió el conflicto durante dos siglos restando a los turcos el acceso al Oeste del Mediterráneo y debilitando extraordinariamente su poder naval.

Tras la caída del Imperio Romano, a la “orilla Norte” le había costado restablecer un poderío naval que solamente existió digno de tal nombre gracias a la Corona de Aragón, cuando al fracaso de su expansión geopolítica hacia el norte provenzal (con la derrota de Muret), siguió una expansión hacia el Mediterráneo Oriental que llevó a los estandartes aragoneses hasta el Adriático e incluso más allá en la aventura de los almogávares. 

Durante esos siglos, Occidente había intentado recuperar el dominio del Mediterráneo especialmente con las cruzadas haciendo de Chipre un bastión para el control de la orilla oriental de este mar. El poder naval de las órdenes militares, especialmente del Temple y de los Hospitalarios, permitió que durante dos siglos, las naves del Islam estuvieran en situación de inferioridad estratégica y tan solo pudieran operar sus incursiones piráticas (de hecho lo hicieron hasta mediados del siglo XVIII) desde Argelia. Más tarde, Lepanto hizo que el imperio otomano debiera renunciar a su proyección naval y abandonara toda esperanza de reunir las fuerzas de su flota con la de los piratas berberiscos que actuaban en el Oeste del Mediterráneo. A partir de Lepanto, el Imperio Otomano apenas dispuso de un vector terrestre –nunca más volvería a ser marítimo– que apuntaba hacia el corazón de Europa –Viena– y que, finalmente, al ser derrotado ante las puertas de esta ciudad, debió contentarse con una presencia inestable en los Balcanes cuyas consecuencias lamentables duran todavía hoy.

La experiencia histórica enseña que los marinos islámicos han sido inferiores en calidad a los europeos y las sucesivas derrotas les han inducido a presentar el Mediterráneo como un espacio para el “intercambio y las relaciones comerciales”. Y así aspiran a que siga siendo en la actualidad coincidiendo con los neoliberales europeos para los cuales el Estado es apenas un mal necesario y el Mercado el bien absoluto, milagroso, benéfico y mirífico. Si esa es la causa del neoliberalismo, la causa de Europa dice otra cosa.

Hoy, el Mediterráneo, desde el punto de vista de la causa de la identidad europea es una frontera: la línea del frente más allá de la cual existen territorios hostiles y ante la que hay que prepararse para futuros enfrentamientos; sin embargo, para el Islam –apoyado por la potencia comercial de los EEUU– el Mediterráneo es un espacio de “libre comercio” y, por tanto, una zona de intercambios culturales y (como todo “mercado”) de… mestizaje.

Los matices del Mediterráneo

Sería demasiado esquemático admitir que una zona tan rica en matices puede reducirse apenas a dos conceptos: “orilla norte” y “orilla sur”, “Europa” e “Islam”. En realidad, puede hablarse con propiedad de seis orillas en el Mediterráneo si queremos ser más precisos.

La primera sería la orilla bajo control turco. Ese control ha quedado históricamente garantizado por la presencia turca en la Tracia europea y por el control de los estrechos que cierran la salida del Mar Negro a la potencia Rusa. El “Este islámico” (Turquía) cierra el paso del Mediterráneo al “Este europeo” (Rusia). Es importante recordar que esta “orilla” es solo turca tras la conquista de Constantinopla y la destrucción del Imperio Bizantino, pero que anteriormente era una de las zonas más genuinamente europeas en la medida en que allí había florecido la civilización clásica (en Asia Menor) y se había implantado la romanidad. La invasión de Chipre por el ejército turco en 1974 se realizó precisamente para reforzar la presencia de esta potencia en el Mediterráneo oriental. Sin embargo, esta odiosa iniciativa que supuso la marginación y la liquidación de miles y miles de greco–chipriotas, no debe oscurecer el hecho esencial: el Egeo no es un mar turco, es un mar europeo desde los albores de la historia y es Europa quien debe seguir teniendo la primacía en el Mediterráneo oriental. Una Europa libre y que se haya sacudido la tutela que los EEUU siguen ejerciendo a través de la OTAN, reivindicaría (e impondría) su presencia naval masiva en el Egeo recordando a Turquía que su área de expansión no puede ser hacia Europa (de donde ya ha sido rechazada una vez) sino hacia el mundo árabe (tal como el káiser Guillermo II convenció a las autoridades turcas antes del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial: buenas relaciones… a cambio de que el eje de expansión de Turquía se desplazada hacia el mundo árabe).

Próxima a esta zona e indudablemente en sinergia con ella se encuentra lo que podríamos llamar “orilla asiática del sur”, históricamente lugar propio de los pueblos fenicio y hebreo, teatro de enfrentamientos desde 1948 que han justificado la presencia masiva de la VI Flota de los EEUU en todo el Mediterráneo. Este conflicto está desplazado fuera del área geopolítica europea. Sus protagonistas no son pueblos europeos, ni sus aliados lo son tampoco (EEUU para Israel y el mundo árabe para los palestinos), por tanto, se trata de un conflicto que hay que alejar lo más posible de Europa. Europa no puede ni debe recibir salpicaduras del conflicto de Oriente Medio. Un dominio europeo sobre el Egeo y una presión euro–rusa sobre Turquía obrarían a modo de un cortafuegos que recluiría el conflicto judío–palestino dentro de Oriente Medio y le restarían la proyección mediterráneo que los EEUU esgrimen como excusa para estar presentes en la zona.

Más acá existe lo que podíamos llamar una zona sudoccidental africana con personalidad propia y presencia histórica desde el tiempo de los faraones. Egipto es, con mucho, el Imperio más antiguo del mundo y constituye en la actualidad uno de los estados árabes más poblados, al tiempo que ejerce un papel geopolítico fundamental: es la bisagra entre el Magreb y el Mashreq (el “levante” o la parte del mundo árabe más al Este que Libia). Mientras duró la experiencia del nacionalismo árabe laico con la figura extraordinaria de Gamal Adbel Nasser, existió la posibilidad de que Egipto liderara la respuesta de los países árabes contra el intervencionismo norteamericano. Tras el fracaso de la experiencia nasserista (y la destrucción del baasismo irakí con la derrota de Saddam Hussein), Egipto pasó a ser un país árabe más, sin una proyección geopolítica bien definida, alineada con los EEUU y con una fuerte componente de desestabilización interior (los Hermanos Musulmanes, la primera organización fundamentalista tuvo allí su origen y su puntal más poderoso aún en la actualidad). Egipto ni siquiera ha estado en condiciones de explotar su papel estratégico otorgado por el Canal de Suez. La inestabilidad egipcia desde los años 70 ha generado el que las flotas petroleras se dotaran de buques de gran calado capaces de contornear la “ruta del petróleo” desde el Golfo Pérsico hasta el Atlántico, eludiendo el problemático paso de Suez que hoy tiene su importancia estratégica muy disminuida.

En cuarto lugar estaría la orilla magrebí del Mediterráneo, la más próxima a Europa Occidental y, por tanto, la más sensible y conflictiva. Esta orilla en los últimos 20 años se ha visto convertida en la zona preferencial del tránsito de pateras: de Marruecos a España y de Libia a Italia. Se trata de una zona de predominio bereber que ha sido arabizada e islamizada. El poder petrolero de Libia y Argelia (y el creciente poder de Marruecos debido a su amistad y alianza con los EEUU) hizo creer hace treinta años que el Magreb podía evolucionar rápidamente a niveles del Primer Mundo. Esta expectativa se ha visto frustrada y en la actualidad, el Magreb es más bien una olla a presión en donde se produce el aumento de la presión del islamismo radical convertido en la válvula de escapa del resentimiento y del odio social. Europa, ante el Magreb debe de abandonar la política que ha adoptado en la última década (abrirse a los productos agrícolas y comerciales del sur, de ínfima calidad y que acarrean la ruina de la agricultura europea y más avances de la deslocalización especialmente en la industria textil) y adoptar una política de contención de riadas migratorias, de repatriación de las vanguardias inmigrantes que ya han llegado y un rearme arancelario que defienda al Norte contra la competencia desleal del Sur.

Ya en el Norte, la orilla europea tiene dos “áreas” perfectamente diferenciadas: el llamado “Arco Latino” y el “Área Balcánica” al Oeste y al Este respectivamente. Nada que decir, sobre la primera: es la nuestra. Es aquí en donde vivimos y esta es la zona que debemos proteger del “enemigo del sur” y de cualquier otro adversario geopolítico. La otra es, sin duda, la más conflictiva de Europa. Esa conflictividad es una herencia de los tiempos en los que el Imperio Otomano estuvo presente en la zona y dejó comunidades islámicas que hoy se han configurado como los principales factores de inestabilidad en Europa: Albania, Bosnia, y el llamado “corredor turco de los Balcanes” que comunica la Tracia europea con el Adriático y cuyo pilar es la ficción geopolítica que atiende al nombre de Gran Albania y que agruparía a todos los territorio islámicos de los Balcanes. El factor religioso es aquí esencial y explica por sí mismo, porque estas zonas situadas en una parte de Europa viven un atraso de 200–300 años en relación al resto del continente e incluso de las zonas distantes apenas unas decenas de kilómetros.

En la actualidad, solamente dos países del Norte, Albania y Bosnia–Herzegovina, tienen ingresos inferiores a los países de la orilla Sur: no es por casualidad que se trate de países de mayoría islámica. Albania tuvo en 1998 un PIB de 750 dólares per cápita y Bosnia 820 dólares. Luego, gracias a las ayudas de la UE lograron aumentar en 2005 hasta los 1.200 dólares… mucho más cerca de Marruecos (1.000 dólares) que de Francia (23.000 dólares). Siempre, inevitablemente, el Islam tiene estos efectos deletéreos sobre el progreso económico.

Estas zonas son “zonas de combate” en donde Europa, lastrada por la OTAN y por la intención norteamericana de debilitar al Viejo Continente, ha permitido a bandas de delincuentes islámicos establecer “zonas liberadas” en los Balcanes. Es imprescindible que mientras el Islam esté presente en estas zonas, Europa habilite muros de contención y “fronteras” antropológicas y culturales ante este núcleo, establezca como un “casus belli” el intento de potencias no europeas de aumentar su peso y condicione su incorporación a Europa a una laicización total de estas sociedades, a retornar al período anterior a las limpiezas étnicas operadas por los islamistas en los territorios de la antigua Yugoslavia y a una libertad religiosa que permita restituir en esas zonas el espíritu y la tradición europea, desterrando de una vez y para siempre lo que llegó con las invasiones turcas de los siglo XV y XVII.

Norte y sur: cielo e infierno

A medida que discurre la historia, la brecha que separa a la orilla Norte del Mediterráneo de la orilla Sur se va ampliando y nada impide pensar que ambas orillas dejaran de distanciarse cada vez más en algún momento.

En 1950, en torno al Mediterráneo vivían 212.000.000 de personas que treinta y cinco años después habían ascendido a 360.000.000  y en la actualidad han pasado a ser 475 millones. En apenas 60 años la población, simplemente, se ha duplicado. Para colmo, en ese tiempo, la zona se ha convertido en el principal destino turístico del mundo que acoge al 40% del turismo mundial. En 1971 llegaban a las costas mediterráneas del Norte y del Sur 86.000.000 de viajeros… pero en 2004 eran ya 250.000.000 y se prevé que en apenas veinte años hayan llegado a 600.000.000.

Tales flujos humanos y turísticos no pueden realizarse sin un alto coste para el medio ambiente y el hábitat natural de la zona que afectan especialmente a los países del Norte. El paisaje de las costas ha variado extraordinariamente. De vivir de la pesca, y el comercio, estos pueblos han pasado a tener una economía que depende casi exclusivamente del turismo. Masificación, contaminación medioambiental, escasez de agua, se van afirmando como los grandes problemas de la zona, mientras que en el Sur la aparición del fundamentalismo islámico ha hecho que el crecimiento económico–turístico de la región se haya visto limitado.

La constatación mas espectacular, con todo, no es esta, sino el desequilibrio demográfico entre Norte y Sur. Si en 1950 dos tercios de la población se situaba en el Norte, en 1985 se distribuía por igual y en 2025, el Sur dispondrá de dos tercios de los habitantes. La conclusión que demográfica que se impone es obvia: el Norte envejece mientras que en el Sur bullen pueblos “jóvenes”. La constatación es todavía más escalofriante si se tiene en cuenta que en los países del Sur del Mediterráneo los menores de 30 años suponen ¡entre el 60 y el 75% de la población!

Engañados por los medios de comunicación, esta inmensa masa de jóvenes del Sur, sin cultura ni educación, ni futuro en su tierra, ven en los escaparates de consumo europeos su gran objetivo a alcanzar, para ellos su ídolo, imagen e icono es Zinedine Zidan (de la misma forma que todo africano cree que podrá llegar a ser un Samuel Etóo…). Si a esto unimos la imagen de la mujer europea en contraste con la mujer islámica envuelta en velos y enmascarada, se entenderá que entre los jóvenes del Magreb se mire a Europa como tierra de promisión. Además no hay que olvidar el papel de los predicadores islámicos fanáticos que perciben la debilidad europea (injertada por el progresismo y el liberalismo) e incluso consideran que la presencia islámica hasta Poitiers hace que los territorios de la Península Ibérica y el Mediodía francés sean considerados como “tierra islámica usurpada por cruzados e infieles”.

Cortar en seco esta riada migratoria (sí, se pueden poner puertas al campo…) y repatriar a los excedentes de inmigración que se hayan negado a integrarse en la sociedad europea o que no hayan respetado la legislación europeo, es prioritario para restablecer la normalidad en la orilla Norte del Mediterráneo.

Es cierto que el Mediterráneo es hoy, preferentemente, una zona de intercambios comerciales. Más del 50% de los flujos comerciales de los países del Sur se realizan con la orilla Norte e incluso Argelia, Marruecos y Túnez destinan el 75% de sus exportaciones a la Unión Europea. Sin embargo, el intercambio comercial de los países del Sur con otros de su entorno cultural es bajo, muy bajo o bajísimo. Marruecos apenas tiene un volumen del 5% de intercambios con Siria a pesar de que la Liga Árabe desde hace décadas pone especial énfasis en promover el aumento del intercambio comercial entre países islámicos.

Si bien el Sur del Mediterráneo está políticamente colonizado por los EEUU desde finales del siglo XX (la instalación del Mando de África del Pentágono en Marruecos solamente ha sido la última confirmación de esta tendencia) la UE es el primer inversor directo en la zona (con un 39% del total) y la primera fuente de asistencia y medios de financiación (todos los años concede 3.000.000.000 de euros en préstamos y ayudas no reembolsables. Esta política también es insostenible: se ayuda a la orilla Sur (aunque la corrupción y la mala gestión generan que buena parte de esa ayuda se pierda) mientras aumentan las deslocalizaciones del Norte y aumenta el flujo migratorio de Sur a Norte. Difícilmente en la historia se ha visto una iniciativa de este tipo que perjudique tanto a un pueblo y que siga de manera suicida: el Norte invierte para que el Sur desarrolle una industria propia… en detrimento del Norte de donde se deslocalizan industrias en dirección al Sur y, paralelamente, se permite el establecimiento sin límites en el Norte de inmigrantes procedentes del Sur. Para colmo, los inmigrantes magrebíes residentes en Europa han hecho que la primera fuente de ingresos del Magreb no sea ni el petróleo, ni el turismo, ni la industria… sino las remesas enviadas por los inmigrantes: una verdadera fuga de capital institucionalizada y aceptada por todos.

La brecha cultural

Pero donde las cifras son más espeluznantes en relación a las diferencias de desarrollo entre el Norte y el Sur es en lo relativo a los ámbitos culturales. En 2005, el 50% de las mujeres y el 30% de los hombres de la orilla sur eran analfabetos. Esta situación es inseparable del fatalismo insertado por la religiosidad islámica (“Alá es dueño de todo, Alá es todopoderoso, todo lo que vale la pena conocer está escrito en el Corán”…, una frase que todavía repiten de manera monocorde miles de imanes analfabetos en el norte de África).

No es raro que  las inversiones en materia de “Investigación + Desarrollo” sean completamente inexistentes en el Sur. ¿Para qué invertir algo si la UE ya aporta los fondos para cubrir esa partida presupuestaria? En efecto, en 2003, los países de la UE se fijaron como objetivo alcanzar una inversión del 3% del PIB en materia de I+D. Mientras, Egipto dedica apenas el 0’5% y Túnez el 0’4, siendo los dos países árabes más avanzados en esta materia.

¿Libros? En el Norte es una industria pujante y si bien los libros impresos disminuyen sus tiradas (aunque aumenta el número de títulos editados…), ha irrumpido el e–book que garantiza la buena salud del libro en el Norte. En el sur, en cambio, es una industria cultural agónica: los libros publicados en todo el mundo árabe apenas representan el 1,1% de la producción mundial, lo que da una idea de cómo es el desierto árabe en materia de edición.

En el capítulo de las nuevas tecnologías las cifras son igualmente lamentables para la orilla sur: en todo el mundo hay un promedio de 80 ordenadores por cada mil personas, pero en los países árabes apenas hay 22 por cada mil y apenas el 1,6% de la población tiene acceso a Internet.

Políticamente la situación es aun más desastrosa para el Sur: las democracias del Norte (con todas las limitaciones y los procesos degenerativos que se quiera) tienen como contrapartida gobiernos autoritarios cuando no teocráticos (o una mezcla de ambos), regímenes de partido único y no hay absolutamente ningún rastro de alternancia real.

El fracaso político del Sur

Europa vive una situación de estabilidad política desde 65 años una situación de estabilidad política creciente que cobró un nuevo aspecto en la primera mitad de los 70 cuando desaparecieron los regímenes autoritarios de los países mediterráneos y cuando cayó el Muro de Berlín en 1989. Sin embargo, en la orilla Sur del Mediterráneo hemos asistido a procesos políticos caracterizados siempre por un aumento de la inestabilidad. La presencia del Islam es inseparable de esta inestabilidad. El Islam siempre ha demostrado una increíble falta de adaptación y una imposibilidad para aplicar fórmulas modernas de pluralismo político. Presos de la “obsesión religiosa”, la orilla Sur del Mediterráneo ha vivido crisis cíclicas y en los últimos 60 años ha sido incapaz de prescindir de regímenes dictatoriales y autoritarios.

Lo mejor que ha dado la orilla Sur después de la Segunda Guerra Mundial ha sido, indudablemente, lo que podríamos definir como regímenes populistas laicos cuya primera manifestación fue el kemalismo turco implantado a partir de 1924 y que tuvo similitudes con el régimen tunecino de Habib Burguiba. En ambos casos de trataba de regímenes laicos que ponían el énfasis en el desarrollo económico y en la occidentalización que obtuvieron buenos resultados. Experiencias relativamente parecidas tuvieron lugar en Egipto (con Nasser), Siria e Irak (con el Baas) y Libia (con Ghadaffi). Sin embargo, aquí los resultados han sido más modestos.

El nacionalismo árabe que prendió en 1952 en Egipto se tradujo en un régimen autoritario que reprimió a islamistas, comunistas, comerciantes y terratenientes y cuyo modelo estuvo más cerca del fascismo italiano que de cualquier otro régimen (existe una famosa foto de Nasser inaugurando la sede del Movimiento Social Italiano, el partido neofacista, en El Cairo poco después de llegar al poder). Durante su primera época, Nasser obtuvo unas tasas de crecimiento económico excepcionalmente buenas, lo que hizo que su prestigio internacional aumentara y pasara a ser uno de los puntales del Movimiento de Países de Alineados. Sin embargo, la intervención anglo–francesa en Suez (1956) y la derrota de Egipto ante Israel en la Guerra de los Seis Días (1967) comprometieron definitivamente la viabilidad del régimen que, finalmente periclitó con la muerte de Nasser y el final de la guerra del Yonkipur (1973).

En Argelia se produjo una situación similar cuando accedió al poder Houari Boumediene tras el largo y sangriento proceso independentista que situó a Francia al borde de la guerra civil y generó una oleada de terrorismo independentista así como una respuesta por parte de la OAS (resistencia francesa en Argelia). En su afán anticolonialista, tanto Nasser como Boumediene terminaron acercándose a la Unión Soviética y desembocando como los gobiernos baasistas de Siria e Irak en regímenes policiales. Desde el punto de vista económica el resultado de todos estos regímenes no fue malo, pero el deslome de la URSS se produjo una nueva situación en la que se demostró que ninguno de estos regímenes había sido capaz de demoler la estructura social basada en clanes procedentes de la edad media.

Lo mismo ocurrió con los regímenes semiparlamentarios y semiautoritarios que aparecieron en la orilla sur desde los años 50. Se trataba de monarquías que, como la marroquí o la jordana (e incluso como la libia hasta el golpe de Ghadaffi en 1971) se presentaban como regímenes “más europeos” y declaraban incluso tener rasgos “liberales y reformistas”. En realidad, ninguno de estos regímenes ha tenido éxitos económicos notables, y han desembocado en sistemas difícilmente definibles a medio camino entre la democracia y el stalinismo, con una tendencia más acusada a este último que al primero.

La aparición del Islam en la escena se produjo cuando los regímenes de populistas laicos o nacional–populistas empezaron a ofrecer malos resultados económicos y fracasos político–militares ante el Estado de Israel. En la orilla Sur sigue incólume la llamada “economía de renta”  (de tipo tributario, basada en la posesión de bienes raíces y en una fiscalidad aberrante sobre las clases medias que siempre impedirá su ascenso y que no tiene nada que ver con la producción de riqueza y mucho menos con su distribución). Ese modelo económico, además, requiere altos niveles de autoritarismo y corrupción y es inseparable de ambos fenómenos. Si a estos unimos la presencia del Islam y su innata incapacidad para paralizar el desarrollo económico, así como la presión demográfica, veremos que la situación del sur del Mediterráneo es, en estos momentos, explosiva y es normal que los regímenes de la zona encomienden su futuro a los buenos oficios de los marines y del Departamento de Estado Norteamericano.

La orilla Sur ha fracaso económicamente, políticamente es un hervidero de resentimientos y de corruptelas y socialmente está anclada en la edad media y en el modelo económico rentista que hace imposible la cristalización de una burguesía media con capacidad suficiente como para que pueda desempeñar algún papel democratizador o “ilustrado”.  Los problemas sociales no se traducen en un aumento de los movimientos sociales laicos de protesta, ni por un aumento en la filiación de los sindicatos, ni por un radicalismo de los partidos políticos o de los grupos obreros, sino… por un aumento del apoyo a los partidos islamistas que con sus promesas de “justicia social” y de “redistribución caritativa de la riqueza”, lanzan un mensaje que indudablemente cala cada vez más en las masas desheredadas que solo contemplan una salida en la inmigración a Europa.

Las estructuras autoritarias y represivas de los Estados de la orilla Sur han conseguido momentáneamente detener el ascenso del islamismo radical en algunos países (como Argelia), desviarlo hacia actividades extraparlamentarias (como en Marruecos con Caridad y Justicia que se inhibe de participar en procesos electorales) o simplemente reprimiéndolas brutalmente (como en Egipto que todavía no ha cesado la presión sobre los Hermanos Musulmanes). No es raro que estos regímenes se hayan arrojado en manos de los EEUU en un intento de garantizar el trueque de garantizar la seguridad de sus estructuras dirigentes a cambio de colaborar con el Pentágono, es decir, un intento de extender a todo el mundo árabe el pacto que dura ya casi un siglo de los EEUU con la dinastía de los Saud en Arabia Saudí. Pero así como en Arabia es fácil garantizar el orden y controlar a la población, en el Magreb todo esto resulta mucho más difícil, casi imposible, a la vista de las extraordinarias aglomeraciones humanas que han aparecido en torno a las grandes ciudades y que hoy son un semillero de radicalismo.

En la actualidad, la opción de emprender el camino de la inmigración es una válvula de escape para los jóvenes magrebíes: pero no durará siempre. La mayor parte de Europa está imponiendo restricciones a estos flujos masivos. Es cuestión de tiempo que esos flujos (los que ya están instalados en Europa y los que no pueden acceder a Europa) generen un resentimiento antieuropeo que se traducirá en unos mayores índices de conflictividad tanto en política internacional en el área mediterránea como en el interior de los países de la orilla Norte y de la orilla Sur. Europa debe estar preparada para ese momento porque el resultado de unas masas desesperadas galvanizadas por imanes analfabetos y aventureros puede dar como resultado el que el desequilibrio entre la orilla Norte y la orilla Sur se traduzca en un enfrentamiento “caliente” en la zona. Y si bien Europa es hoy incapaz de mantener fuerzas militares ofensivas, deberá por lo menos asegurar su defensa interior y de su estilo de vida. Si no mediante las fuerzas armadas y de orden público, sí al menos mediante fuerzas paramilitares organizadas por como fuerzas de autodefensa de la ciudadanía.

Este va a ser el precio a pagar por no reconocer durante 60 años las diferencias entre la orilla Norte y la orilla Sur. Cuando las diferencias existen y son de la magnitud que hemos expuesto, ni las buenas palabras ni el humanismo angelical sirven para detener el conflicto: el Sur está dispuesto a “tomar” lo que el Norte tiene ante la incapacidad de alcanzar su nivel de vida. Cuando la brecha es tal como la existente en la actualidad, el único principio que cabe aplicar en el Norte es el de “precaución” en relación al Sur. No se trata de poner un puente de plata, ni de ayudar al Sur, tanto como de establecer una divisoria: al Norte los territorios libres del Islam y al Sur los territorios islámicos, al Sur la barbarie y al Norte la civilización, ¿y los islamistas presentes en el Norte? Es simple: deben ser repatriados o diluirse –en caso de que puedan- en las sociedades de la orilla Norte.

Hace 400 años, la expulsión de los moriscos marca el modelo a adoptar: la quinta columna del imperio otomano fue expulsada tras intentar la insurrección. El “principio de precaución” ante el Sur sitúa este modelo histórico nuevamente en primer lugar…

[recuadro fuera de texto]

El Proceso de Barcelona y la Unión por el Mediterráneo

Crónica del fracaso del irrealismo político

Los días 27 y 28 de noviembre de 1995 se celebró en Barcelona la llamada Conferencia euro–Mediterránea que incluyó a todos los países de la UE (incluidos aquellos del Este aún no integrados pero con los que se habían iniciado conversaciones para su integración) y todos los países de la orilla Sur (salvo Libia). La conferencia intentó ser un proyecto geopolítico elaborado en las postrimerías del felipismo a fin de realzar el papel internacional de España y para reforzar los procesos de relanzamiento iniciados con los “eventos del 92” (Olimpiadas de Barcelona, V Centenario del Descubrimiento y Exposición Mundial de Sevilla) y que fue asumido por la UE.

La declaración final propuso una “asociación con el fin d crear en el Mediterráneo “un espacio de paz, estabilidad, seguridad y prosperidad compartida”, lo que implicaba trabajar en tres direcciones: asociación política (definiendo un espacio de paz y seguridad), asociación económica (medidas para una “prosperidad compartida”) y asociación cultural (“favorecer los intercambios entre culturas y entre las sociedades civiles”). Se trataba, por supuesto, de un cúmulo de buenas intenciones que sedujo a la izquierda europea y que ignoraba por completo los hechos esenciales: diferencias abismales y brechas entre el Sur y el Norte y reforzamiento en el Sur del peligro islamista. Quince años después de su fundación el llamado “Proceso de Barcelona” y la “Unión para el Mediterráneo” que le sucedió en 2008 no han servido absolutamente para nada constituyendo uno de los fracasos más notorios de la UE y, en particular del gobierno español y al francés que tomó el relevo.

Cuando Nicolás Sarkozy ocupó la presidencia francesa relanzó (y rectificó) el Proceso de Barcelona en una iniciativa que fue criticada por la Unión Europea e incluso por Turquía. Inicialmente sólo Zapatero y Romano Prodi aceptaron la propuesta y en la cumbre de Ministros mantenida en Marsella el noviembre de 2008, se acordó crear este organismo (con sede en Barcelona) con una intención de participar en el proceso de paz de Oriente Medio.

A la creación de este organismo siguió pocos meses después el estallido de la gran crisis económica en la que todavía nos encontramos y por eso, el proyecto fue aparcado completamente por todos sus integrantes. Francia intentaba con este proyecto recuperar el protagonismo perdido en el Norte de África y participar en las conversaciones de paz en Oriente Medio. El propio Estado de Israel se ha desinteresado por la iniciativa (que él mismo suscribió) y otro tanto ha ocurrido con la Liga Árabe a la que pertenecen todos los países de la orilla Sur.

Francia no ha contado con fuerza suficiente ni capacidad de arrastre ni en el Norte ni en el Sur como para comprometer profundamente a las cancillerías en su proyecto. En el Sur se da como una tendencia ya consumada el aumento de la presencia político–militar de los EEUU en detrimento de Francia, potencia hasta principios del milenio hegemónica en la zona. Por si esto fuera poco, la República Popular China también ha iniciado un proceso de penetración en África que hace que las posibilidades francesas de recupera protagonismo en la zona se reduzcan a cero.

Resulta significativo que la celebración de la Cumbre Francia–África en Niza a principios de junio de 2010 haya pasado casi completamente desapercibida a pesar de haber sido convocada por Sarkozy y Hosni Mubarack y contar con el apoyo del presidente en funciones de la UE, Zapatero. La aspiración de este último de celebrar en Barcelona el pasado 7 de junio la prevista cumbre de la Unión para el Mediterráneo, se vio coronada por un nuevo fracaso que deslucía todavía más si cabe el “semestre español” al frente de la UE.

Sarkozy ha cometido el mismo error que cometió Francia y Alemania en los años 90 subordinando la “profundización” de la UE a la “extensión” de la misma. Se ganó en superficie pero se perdió en cohesión y en coherencia. Con la Cumbre Francia–África o con iniciativas como la Unión por el Mediterráneo, la dispersión geográfica y la multiplicidad de objetivos cierran posibilidades reales para que puedan establecerse áreas en las que la cooperación resulte verdaderamente eficaz. Ni siquiera, por otra parte, se establecieron áreas de prioridad y todo adquirió la forma de una maraña inextricable en donde se hablaba de “derechos humanos”, “democracia”, “libre comercio”, “cerrar el paso al terrorismo” , “cooperación económica y desarrollo”, etc, pero sin indicar cuales eran los objetivos prioritarios. Marruecos, por ejemplo, entendió que lo prioritario era el “desarrollo” y puso la mano para pedir subsidios y subvenciones de la UE y para que Europa abriera las puertas a sus productos agrícolas de ínfima calidad. A Marruecos, indudablemente, no le interesaban ni regular los flujos migratorios (primera fuente de ingresos de su economía vía remesas), ni por supuesto obstaculizar el tráfico de drogas (su segunda fuente de ingresos). Los intereses del Norte y del Sur eran completamente diferentes sin posibilidades de establecer acuerdos que beneficiaran simétricamente a las dos partes.

El aplazamiento de esta cumbre supone enterrar prácticamente de manera definitiva la Unión por el Mediterráneo y el Proceso de Barcelona. Difícilmente una “proceso” puede asentarse sobre bases tan “buenistas” y ambiguas como esta iniciativa. A partir de aquí los estrategas de la orilla Norte deben empezar a plantearse otra perspectiva: si la “cooperación” no ha hecho que ni el tráfico de drogas, ni el de inmigrantes, ni la deslocalización industrial, ni siquiera la industrialización del Sur, hayan avanzado mínimamente, será cuestión de empezar a pensar en políticas enérgicas de contención y de puertas cerradas o de lo contrario el desgaste que están sufriendo los países de la orilla Norte no podrá prolongarse durante mucho tiempo.

Por el momento el Proceso de Barcelona nunca logró despegar y la Unión por el Mediterráneo siempre ha volado muy bajo. Las cancillerías europeas deben revisar sus métodos, apuestas, perspectiva e instrumentos para actuar en la zona. Quizás el realismo sea la carta con la que haya que sustituir al “buenismo” que irrumpió en 1995 y que ha llevado a Europa al más estrepitoso fracaso en sus relaciones con la orilla Sur y a permitir que EEUU  e incluso China la sustituyeran en la zona.

© Ernesto Milà – Infokrisis – http://info-krisis.blogspot.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.