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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

ULTRAMEMORIAS

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (11ª parte). La muerte del FNJ: aburrida y sin historia

Y así siguió la lánguida vida del FNJ, con pocos sobresaltos, ni con excesivo crecimiento, ni con una pérdida masiva de militantes, a lo largo el segundo semestre de 1978. Cada día se ponían las dos mesas de publicidad de rigor y cada día venía el jefe del grupo con el dinero para pagar el local, para imprimir más propaganda y para poco más. Tiene gracia que con el paso del tiempo, el FNJ haya sido mitificado por algunos: que si fue la primera organización “nacional-revolucionaria” (hombre, habría que definir primero qué diablos era eso de nacional-revolucionario), que si allí se hicieron experiencias nuevas (algunas, pero tampoco hay que exagerar, el problema era que en el país de los ciegos el tuerto parece ser aspirante a rey), que si fue el grupo equivalente a lo que era en Italia Avanguardia Nazionale u Ordine Nuovo, que si era un ejemplo para las generaciones futuros… No hay que exagerar sobre los méritos del FNJ que, a decir verdad, fueron pocos y aprecibles solamente por un público como exijente.

A decir verdad, el FNJ fue más de lo mismo con un ropaje relativamente distinto y con interpolación a nivel de documentos de algunas ideas que estaban en boga en Europa y que en España no habían llegado todavía ni por asomo. Y si esta es la parte “novedosa” del FNJ, el copyright es mío y los derechos de autor devengados por la reedición de los documentos de aquella época irían directos a mi cuenta corriente si algún editor espabilado del medio tuviera la sana costumbre de pagarlos. Aunque no creo que con ellos pudiera pagar más de una docena cubatas.

Se ha dicho que el nivel doctrinal del grupo era medio-alto. Mentira. Era medio-bajo, tirando a bajo-bajísimo, como es rigor en la ultra, lo que ocurría era que a tenor de la lectura de las publicaciones y de los cuadernos daba la sensación de que había más debate ideológico y más rigor doctrinal que en cualquier otro grupo. Pero no era tal. Si eliminábamos de la superficie de las publicaciones todas las referencias a la religión y al pasado reciente franquista quedaba un espacio que había que llenar con algo; era la necesidad de cubrir esos huecos que me inspiraba en artículos e ideas que me venían de fuera. En realidad, no creo que hubiera más de una decena de personas en el FNJ que pensáramos con la cabeza. Y paradójicamente la cabeza del partido no pensaba más que en función de sus obsesiones y de sus problemas interiores que en la época no eran pocos. Lo dicho, en los intrincados y oscuros corredores del cerebro de Graells era posible inspirarse para escribir todo un tratado de psiquiatría. Centrémonos en lo político, porque en lo personal, el haber conservado la amistad con su ex mujer da ciertas ventajas a la hora de valorar otras performances.

Ahora tengo la sensación de que a finales de 1978 Graells empezó a estar escindido interiormente entre una irreprimible ambición a jugar un papel en el seno de las “fuerzas nacionales” (esto es, a “figurar”) y  su no menos irreprimible ambición de mando en un pequeño grupo en el que, al menos, él era el presiente, es decir, capo de tutti i capi y jefe supremo a esta parte de la Galaxia. Ambos papeles eran contradictorios: el principio de razón suficiente del FNJ era su voluntad de ser algo diferente a Fuerza Nueva. Por eso se estaba fuera del partido, porque para nosotros la religión no era un elemento esencial en la lucha política, ni mucho menos el franquismo era la referencia política máxima. Pero a Graells todo esto se la traía al fresco, para él todo el problema consistía en cómo “figurar”. Si se hubiera quedado en Fuerza Nueva, lo habría hecho sólo (sin el apoyo del presidente regional y sin base militante) y por tanto le hubiera sido imposible recuperar confianza ante Blas. Y esto ocurrió poco después de que presentara una ominosa y pelotillera ponencia en el II Congreso de FN que, siguiendo la tradición del resto de ponencias, se situaba en un universo platónico de guardarropía y cartónpiedra. Creo recordar que en aquel mismo congreso, la ponencia de juventud y enseñanza –en función de la cual se deberían de haber movilizado los miles de chicos jóvenes que poblaban el ambiente- la realizó un “joven” que debía bordear los ochenta y que, como era de esperar, llamaba la atención por su desenfoque absoluto. Por otra parte, Graells quería un pequeño huerto en el que él fuera el amo indiscutible. Todas estas tendencias interiores de su alma eran imposibles de compatibilizar, a pesar de que lo intentaba malamente.

Poco antes de las elecciones de 1979 apareció Graells exultante por la sede. No se quién le había sondeado sobre la actitud del FNJ en las segundas elecciones democráticas. A Graells le ofrecían el tercer puesto en la lista por Barcelona y él estaba presa de la mayor excitación. Tuvo la poca habilidad de transmitir la propuesta en una de las asambleas generales de los martes (en donde frecuentemente se alcanzaban los 60-75 asistentes). Si teníamos en cuenta que de los allí presentes, nadie tenía absolutamente ninguna ambición política y en mi caso, aparecer en el puesto 14 de la lista de Alianza Nacional un par de años antes ya me había podido aportar todo lo que la presencia de una candidatura electoral puede aportar, Graells propuso algo que a la mayoría les importaba el pedúnculo de un rábano y que una minoría considerábamos como insultante pues no en vano, a buena parte se habían ido del partido, a mí me habían expulsado y los recién llegados habían elegido la sigla FNJ en lugar de Fuerza Nueva por rechazo al nacional-pacatismo y al recurso invariable al franquismo muerto y enterrado. Así que la propuesta fue rechazada. Graells no iría el número 3 por la candidatura de la Unión Nacional por Barcelona. Pero se había demostrado lo que era peor y lo que he visto en varios grupos ultras.

¿Cómo era posible que Graells fuera el presidente del FNJ si tenía un apoyo mínimo en las bases? Es simple de entender: tanto en el caso de Graells como en el de otros muchos líderes y lidercillos de este submundo político, no se está al frente por méritos propios, sino porque no hay nadie interesado en ocupar la plaza. Cuando aparece ese alguien la situación recuerda la leyenda del Rey de los Bosques de Nemi que oí por primera vez contada por Evola en Rivolta contro il Mondo Moderno y luego en la versión original indicada por el autor que me remitía a la Rama Dorada de Sir James Frazer que tuve que leer en francés. La leyenda arcaica y primitiva –por tanto originaria y próxima a la luz originaria de nuestros pueblos- nos hablaba de un oscuro bosque selvático en Nemi, tierra itálica. Allí ocurría lo que Frazer definía brillantemente como una “extraña y recurrente tragedia”. Allí, “al norte del lago, bajo los riscos cortados a pico sobre los que está suspendido el actual pueblo de Nemi, se encontraba la floresta sagrada y el santuario de la Diana Nemorensis”. Frazer sigue: En este sagrado bosque crecía un cierto árbol junto al cual, a cualquier hora del día, y probablemente en lo más profundo de la noche, una triste figura podía ser vista merodeando. En su mano llevaba una espada desenvainada, y se mantenía observando cautelosamente a su alrededor, como si en cada instante esperase ser sorprendido por un enemigo. Esa figura era un sacerdote y un asesino; y el hombre a quien esperaba iba, más tarde o  más temprano a asesinarle y tomar el sacerdocio en su lugar. Tal era la norma del santuario (…) El puesto que desempeñaba con precaria titularidad llevaba en sí mismo el título de rey; pero, sin duda, ninguna testa coronada había estado nunca tan atribulada, o había sido visitada por más ominosos sueños, que la suya. Puesto que, un año tras otro, en verano e invierno, con buen o mal tiempo, había de mantener su solitaria guardia, y, si en algún momento se entregaba a un agitado sueño lo hacía a costa de ver peligrar su vida. El más mínimo descuido en su vigilancia, el menor decaimiento de la fuerza de sus miembros o de su habilidad en la defensa, le ponían en trance mortal; los cabellos grises podían sellar su sentencia de muerte”.

La cita ha sido amplia pero justificada: Frazer, además de ser antropólogo era un pulcro escritor que sugería imágenes de singular belleza plástica. Hubiera valido la pena que en Fuerza Nueva se hubiera conocido al sire escocés. El centro de su tesis era que, antes de la religión existió la magia y que las fallas de procedimiento en la magia llevaron a algo menos comprometido basado en la reflexión teológica y en las promesas en el más allá, visto que modificar las leyes de la física en el más acá, no estaba al alcance de cualquiera y tenían un punto problemático. Para Frazer la magia precedió a la religión, tanto como la astrología a la astronomía o la alquimia a la química. Por algún motivo siempre me ha gustado más lo originario que lo derivado y el producto antes que el subproducto. Entiendo al cartesianismo como subproducto de la religión, cuando incluso falta el impulso emotivo de la fe y el fulano de a pie busca un clavo ardiendo al que asirse (la razón). Por eso siempre he tenido a la religión como esperanza para desesperados y a la arzón como adormidera para poco exigentes. Pero volvamos a Nemi y a su efímero rey de sus bosques.

Decía que esta leyenda es el paradigma de la ultra. Cuando en un partido existe, aparte del líder, alguien más que tenga ambición política (o lo que es peor, que el líder máximo intuya o suponga, con razón o sin ella, que tiene ambición política) aquel siente amenazada su posición y se ve obligado a estar en guardia como el encanecido Rey de los Bosques de Nemi, a la espera, siempre a la espera, de que llegara el enérgúmeno de turno y la partiera una cachiporra en la cabeza. Así andaban las cosas cerca del templo de la Diana Nemorensis, y así anduvo la extrema-derecha. El líder siempre está amenazado y si no hay más golpes interiores, escisiones y broncas es, porque pocos tienen ambiciones de mando. La ambición de mando se justifica en función del rigor ideológico, de que el otro se ha llevado la pasta o de si es más o menos maricón o simplemente un anormal  mental.

A Graells le pasaba que o estaba en la cúspide de la jerarquía o no estaba. Y quería estar. Y estar solo. En el FNJ seguía al frente porque nadie quería asumir su sustitución, a pesar de que sus discursos de encendido patriotismo en el que intercalaba furtivas citas de José Antonio, no suscitaban ningún entusiasmo entre las bases sino algún que otro bostezo. Tampoco demostraba una energía particular en el ejercicio del mando, ni mucho menos la audacia necesaria –sino, más bien, todo lo contrario-, en cuanto a sus análisis políticos y directrices eran inexistentes y su preparación ideológica empezaba y terminaba en el volumen del Pequeño Libro Azul, con el que algún jerarca del Movimiento franquista quiso contrabandear al Pequeño Libro Rojo de Mao. La obirta no pasaba de ser una recopilación de frases brillantes de Primo de Rivera. Mandaba… porque no había nadie interesado en disputarle el mando. Pero ni siquiera eso le bastaba, como el Rey de los Bosques de Nemi veía enemigos en la sombra, su psicología profunda le generaba enemigos inexistentes y esto tenía algo de ofensivo para los que estábamos cerca.

En primer lugar porque era ridículo pelear por ver quien mandaba una pequeña formación de chicos jóvenes. Se puede disputar el mando de un partido parlamentario o en camino de serlo, pero hacerlo en un pequeño grupo ultra, juvenil por más señas, parecía absurdo. En segundo lugar porque lo esencial de la militancia estaba formado bien por gentes que no tenían ambición de mando ni interés (y ahí me incluyo), luego estaban los chicos jóvenes que querían vivir su aventura iniciática (como el adolescente simba que se va a cazar a la selva en su ceremonia de tránsito para pasar del estado de infante a la hombría reconocida por la tribu) y luego estaban las chicas de buen ver y los chicos de buen folgar a la búsqueda, unos y otros, de partido (y no precisamente político). Quedaba finalmente el bloque de los transeúntes, gentes que pasaban por allí como podían pasar por cualquier otro espacio sin saberse exactamente que les motivaba: en el FNJ los hubo que pipeaban para cualquier servicio de información, anarquistas y antiguos izquierdistas en brusca e incomprensible conversión interior, hijos llevados por sus padres y algún que otro que pasaba sin tener ni remota idea de qué diablos hacía. Ambiciosos con afán de disputar el mando a Graells, ni uno. Pero el Rey de Nemi se sentía acechado.

Años después, volví a ver este mismo esquema en Democracia Nacional, partido en el que casi nadie ostentaba ambición de mando. Cuando apareció uno de ellos, el tal Canduela, el presidente que fuera hasta entonces, Paco Pérez, no se resistió mucho al embite: ¿quieres el mando? Ahí está… Desde entonces, si Canduela sigue al frente es porque nadie tiene interés por asumir el marronazo que supone estar al frente de DN y que nada está en condiciones de compensar. En ambos casos, el gran lastre de estos partidos fue la psicología profunda de sus dirigentes que evidenciaban algún tipo de trastorno interior. En el caso de Canduela era evidente que se trata de cierto resentimiento social, lo que piadosamente podemos llamar “lucha por la vida” y  una sensación de marginalidad insuperable (y justificada, por lo demás), mientras que en el caso de Graells se unían problemas que databan ya del destete y, si se me apura, de su etapa prenatal, o dicho de otra manera, de su genotipo.

Este tipo de gente es ciclotímica con ganas. Repiten una y otra vez los tránsitos que ya han realizado, sin importarles finalmente que se volverán a ver ante las mismas desembocaduras que ya han vivido. Canduela, por ejemplo, pasó en una semana de considerarme como “el cerebro mejor amueblo de DN” (tampoco era un gran mérito, carajo) a denunciarme como “espía del CESID introducido en DN para hundir a un partido imparable”. De eso hace ya cinco años, un ciclo completo que Canduela ha recorrido de nuevo con otro afiliado que entró en el partido cuando nosotros salimos y que ha tardado cinco años en comprobar que no mentíamos sobre las “prácticas políticas anómalas” (sino mangantonas) del presidente del partido. Como siempre, bastaba con que alguien pidiera revisar el estado de las cuentas o manifestar una sombra de duda para ganarse el odio eterno del baranda. En el caso de Graells, el episodio final del FNJ se le volvió a repetir en Juntas Españolas con diez años de diferencia: exactamente formulado en los mismos términos.

Muy mal, eso de dar “cursillos particulares personalizados” a chicas tanto del FNJ como de JJEE y exigirles una “fidelidad absoluta”, con todo lo que ello implica en una estructura que, al menos inicialmente, era política. Como en el chiste aquel: “¿Dónde dejo las bragas señor profesor?”. “Encima de mis calzoncillos”.

Era curiosa aquella historia que explicaba a cada persona que le presentaban, y a poco de conocerla, acaso como signo de amistad, confianza y proximidad: Que si en una estación del metro había visto como un padre pegaba a un niño y él había salido en defensa del niño, pero el padre le había acusado a él de agredir al niño ante los viajeros que iban llegando al anden que creían la versión del luciferino padre… una historia extraña que Graells explicaba a distintos interlocutores con una diferencia de años como si hubiera ocurrido  siempre ayer o anteayer. Hará cincuenta años la psiquiatría hubiera liberado de tanta tontería al fulano aquejado de ese ciclotimia, electroshoks va, electroshok viene.

Partidos así son inviables: para alcanzar su eficacia en una democracia formal, una formación política debe tener ambiciones y ambiciosos. Con uno no basta y, mucho más, si ese uno está tarumba perdido. Hace falta gente con la ambición suficiente para llevar a la práctica el propio proyecto político. Y, por consiguiente, hace falta gente que tenga convicciones profundas y una voluntad inquebrantable, a la nietzscheana, de luchar hasta el agotamiento. Pero en la ultra hay muchos “pequeños” y casi ningún “grande”, de ahí que cuando se habla de este sector se tiende más a distinguir entre “buenos” y “malos”, calificaciones que no tienen lugar en la política.
 
En mi mentalidad de menestral, la ambición de mando no está presente en mi ecuación personal. Consciente de mis limitaciones, sé cuál es mi lugar y no estoy dispuesto a abandonarlo por promociones o laureles. La mentalidad propia del menestral es la del “aurea mediocritas”, un principio universal que en Oriente supone “cumplir el Dharma”, la propia ley, la propia misión, los propios objetivos. O como explica uno de los siete yogas: “realizar la acción, pero renunciar a los frutos de la acción”. Al no conocer la ambición de mando, tampoco me ha preocupado jamás disputar el mando. Manda quien quien mandar y quien lo ambiciona, harina de oro costal es que tenga capacidad para hacerlo… Cuando se evidencia que no la tiene, la cuestión es de qué manera abandonar el barco, mucho más que acechar al Rey de Nemi. Pero los “líderes” de la ultra suelen ser como los protagonistas de aquella parábola de Bertold Brecht en la que un buda está meditando en una estancia. La vela que ilumina el espacio cae y prende la esterilla, poco después toda la habitación está en llamas y nuestro buda se aproxima a una ventana abierta a nivel de calle. Antes de saltar, cuando las llamas ya la están prendiendo las cejas, pregunta a un paisano que ve en la calle: “¿Qué tal se está ahí fuera?”. A diferencia del buda de la historia de Brecht, Graells ni siquiera preguntaba el tiempo que hacía afuera, prefería arder antes de “abrirse”. Si Graells ya estaba recalentándose peligrosamente en aquel tiempo, Canduela es hoy pura colilla política depositada en triste cenicero: lídercillos del tres al cuarto, pastores sin grey, ayatollahs sin fieles postrados.

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El FNJ fue hasta mediados de 1978 un fenómeno específicamente barcelonés con unas pocas delegaciones en la provincia (Hospitalet, Granollers, Badalona y poco más), sin embargo, cuando ya había alcanzado su breve cúspide en Barcelona, surgieron unas cuantas delegaciones provinciales. Primero en Málaga, luego en Asturias, más tarde en Navarra, algunos buenos contactos en Baleares y nada en Madrid en donde el Frente de la Juventud bloqueaba lógicamente cualquier crecimiento por esos lares. Tampoco nada en Valencia en donde la gente de Tormo si no iba de riguroso uniforme pardo, nada. Pues nada, que la cuestión no era reproducir otro ejército de Pancho Villa con camisa de distintos color. Para eso ya estaba Fuerza Joven. Desde 1978 y hasta la disolución efectiva del FNJ, estas delegaciones crecieron algo más que el centro barcelonés. La totalidad de estas delegaciones pasaron luego al Frente de la Juventud en 1979 e incluso de ellas existieron rastros activos hasta mediados de los años 80, participando algunas en el nacimiento de Juntas Españolas.

Pero, a pesar de las delegaciones y de que llevábamos ya algo así como 12 números de la revista Patria y Libertad y media docena de cuadernos de formación política, lo esencial era que el partido estaba embarrancado en Barcelona, no crecía y lo que un año antes había sido un trabajo político sistemático y novedoso, se había transformado en una rutina con pocos altibajos y sin intensidad. Para colmo, los problemas personales de Graells y su permanente actitud de Rey de los Bosques de Nemi, repercutían muy negativamente en la convivencia interior del FNJ. En las últimas semanas, entre las bases del partido había un ambiente de camaradería juvenil y alegría irresponsable, pero cuando aparecía Graells por el ascensor, todo eso se dilapidaba, la militancia optaba por irse a tomar el cafelito o a dar una ronda pegando adhesivos del partido. Era imposible prever, en efecto, con qué humor llegaría Graells ni de qué manera haría lo posible por evidenciar su autoridad. Además estaba para él el espinoso problema del Frente de la Juventud madrileño que con cierta frecuencia daba signos de existencia en la prensa. Una mayoría creciente de militantes aspiraba a fusionarse con ellos. Algo que iba arrinconando a Graells cada día más.
 
Por fin ocurrió la ruptura. Había dos líneas: la de los que queríamos irnos, simplemente dejando de pasar por la sede o bien haciéndonos expulsar, adoptando una forma de resistencia pasiva. Otra línea aspiraba a armar un bonito escándalo e irse, eso sí, dejando huella. Inicialmente los había que aspiraban a convocar una asamblea general y deshacerse de Graells. a patadas o vía la ventana más próxima. Cuando todos estos problemas se dejan caer en el tapete de un partido político, no hay salvación posible: ese partido ya está condenado y nadie con dos dedos de frente, lucha por las migajas resecas y minúsculas que sobrevivirán a la crisis. Si el FNJ perdía una veintena de militantes que constituían el núcleo más capaz de la organización, podía darse por liquidado y era cuestión de tiempo que desapareciera con muchas más pena que gloria. En cuanto a desalojar a Graells, no me costó mucho convencerles de que, dada la tesorería del partido, el gran problema sería como pagar la sede. Así que lo que propuse era irnos y tomar contacto lo antes posible con el Frente de la Juventud. No valía la pena montar un número en la sede, sino más bien vaciar lo más posible aquella barca a la deriva.

Como siempre que se producen rupturas en la continuidad de la acción en un grupo político, tras la escisión, lo que queda del partido no es la masa que tenía antes menos los escindidos, sino mucho menos. En efecto, entre un 30 y un 60% de la militancia, siempre, se retira de las dos fracciones en disputa. Así ocurrió y a 30 años de distancia de este episodio intrascendente la gracia estriba en que la decena de militantes de valía que se quedaron buena parte por nostalgia hacia la sigla FNJ y otros por fidelidad personal a Graells, ni uno solo de ellos, mantenía año y medio después relaciones personales con éste al que tomaron por líder en un momento de su vida. Meses después con algunos y años después con oros, volvimos a vernoslos que nos fuimos y los que se quedaron –y aun hoy sigo manteniendo buenas relaciones con ellos- celebrando el reencuentro con cerveza y chascarrillos sobre la gestión de Graells posterior a la escisión. Éste, a falta de que alguien le rogara que reingresara en Fuerza Nueva (en ese momento Fuerza Joven ya se había reconstituido y el partido daba la sensación de que estaba en su mejor momento), terminó integrándose en aquella escisión que se produjo en FE-JONS, cuando Fernández Cuesta expulsó a un sector del partido. Éstos alquilaron un local a dos pasos de la Plaza de Universidad y operaron durante unos años con el nombre de Unidad Falangista, otro grupo que se unió a la sopa de siglas de la ultraderecha. Graells llegó a esa etapa con un activo de media docena de militantes, que no pudieron impedir que hacia finales de 1980 todo aquello se desleyera como un azucarillo, lo que ya empezaba a ser un fatum para los grupitos ultras.

Cuando me vi relevado de la obligación de ascender al quinto piso de aquel destartalado edificio de la Via Layetana experimenté una sensación de liberación. El FNJ había empezado como la ilusión de un grupo de jóvenes que logró capturarme y había terminado como un muermazo de la peor especie dirigido por un fulano más inestable que el Ibex 35 en tiempos de crisis.

No creo que sobre la historia del FNJ se pueda aportar mucho más. Por ahí un editor, como todos los que nos dedicamos a esta profesión, en búsqueda del best-seller de su vida ha publicado un volumen sobre aquella peripecia. No sé lo que se contará allí y el hecho de que esté escrito por un antiguo miembro del FNJ no implica que sea completamente coincidente con lo que he recordado aquí. Créanme: el FNJ fue un muermazo de triste final, nada más, mitificarlo sería un insulto a la inteligencia. La historia de la ultraderecha es, en grandísima medida, una historia de miserias humanas frecuentemente intrascendentes, pobres ambiciones, ideales arrastrados por el fango y poco más. Ahora bien, eso sí, debo de reconocer que más del 50% de lo que sé de psicología (y creo saber bastante y haber seguido cursos suficientes en España y Francia, y leído los textos canónicos tanto de esa rama del saber como de la psiquiatría) se lo debo a mi paso por la ultraderecha. Eso que debo de agradecer, y agradezco.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (10ª parte). Golpistas de opereta y cursillos de pichiglás

Debió ser hacia finales de la primavera de 1978 cuando se produjo en Madrid una ruptura en el interior de Fuerza Nueva. No era la primera, ni fue tampoco la más importante, pero sí la más numerosa porque el partido perdió buena parte de su base juvenil en Madrid, casi todo el servicio de orden –la Sección C- e incluso la delegación de Valladolid al completo. Algo así como dos años antes, cuando Blas abrió las puertas de la sede del partido a Monseñor Lefevre para que oficiara allí una misa de rito tridentino, los católico-vaticanistas de la cúpula, dieron el portazo. Y, poco después, tras el asesinato de Yolanda Ruiz y la detención –injustificada por lo demás- de David Martínez Loza, jefe de la seguridad del partido, muchos cuadros madrileños que habían participado en la campaña electoral que llevó a Blas obtener su acta de diputado en 1979, a la vista de que juzgaron “riesgos insuperables” en la militancia y albergaban las más serias dudas sobre que la actitud del partido en caso de que ellos mismos se vieran envueltos en episodios extraños de ese tipo, abandonaron discretamente el partido, sin escindirse, sin alharacas, por la puerta pequeña y yéndose a su casa para no volver más.

Los escindidos de Madrid debieron ser unos 300 y una cifra algo menor en Valladolid. En general, era todos bastante jóvenes, quizás con una edad media de 21-22 años, si bien entre los escindidos se encontraban Pepe de las Heras, hasta ese momento secretario general del partido y Juan Ignacio González, jefe de la Sección C. No hicieron gala de excesiva imaginación cuando, una vez fuera de los altos muros del partido, llamaron a la nueva formación “Frente de la Juventud”, prescindiendo de la “N” de “nacional” cuyo copyright pertenecía a Graells. No creía en aquel momento ser un lince si juzgaba en la época que en España no había espacio para un Frente Nacional de la Juventud radicado en Barcelona y un Frente de la Juventud radicado en Madrid. Además, a mediados de 1978 ya me había convencido de que el FNJ tenía un techo bajo-bajísimo y que, a pesar de los esfuerzos reiterados y diarios de la militancia, la verdad es que ni habíamos aparecido en la prensa con la frecuencia suficiente, ni crecíamos a velocidad de pandemia, ni siquiera de progresión aritmética y si bien había altas, también había gente que desaparecía sin dejar señas tras unas semanas o meses de frenético activismo. Así pues, en mi óptica –y creo que en la de cualquier persona con dos dedos de frente y mucho más con frentes de dos dedos de espesor- desde el momento en que tuvimos noticia de la constitución del FJ madrileño lo normal hubiera sido coger el primer puente aéreo y pactar la creación de una nueva organización unitaria que, de partida habría tenido en torno a 600 militantes. Pero, como ya he dicho en otras ocasiones, la lógica no rige para la extrema-derecha.
 
Graells le tenía verdadero pánico a una “fusión”, eso implicaría que dejaría de ser líder indiscutible y gran timonel y, seguramente sería desbordado por gente mucho más brava, menos calienta asientos y con más prestigio entre la militancia. Contemplaba, no sin cierta preocupación, que era más posible que tíos echaos p’adelante se entieran entre sí, que no que lo hicieran con alguien que si algo le faltaba precisamente era historial activista y episodios que confirmaran que no sólo pensaba con la cabeza sino también con los testículos. Así que durante ocho meses eludió por todos los medios plantear la cuestión de tomar simplemente contacto con los escindidos madrileños. Pero llegó el verano y con el calor los desplazamientos a Madrid. Así que ocurrió lo inevitable. Madrid, la capital del Reino, la meca de la ultra recalcitrante, la mayor reserva humana del franquismo sociológico y del nacional-catolicismo impenitente, registraba en los veranos peregrinaciones que Santiago de Compostela hubiera envidiado en el siglo XIII.

Sin ir más lejos, el verano anterior un grupo de cuatro militantes del FNJ habíamos acudido a Madrid a un episodio singular por muchos motivos. El numerito es, en sí mismo, muestra de cómo se “conspiraba” en Madrid y de la naturaleza de los prolegómenos del 23-F. Verán…

Se puso en contacto con nosotros un viejo amiguete, Joaquín Soro, un ex divisionario veterano, pequeñito y peleón, maño por más señas –por tanto más peleón- que ostentaba el cargo de presidente de la Confederación de Combatientes de Catalunya. Era el jefe de la tropa de policías armados que asedió el convento de los capuchinos de Sarriá, cuando la memorable capuchinada del 68. Y suerte que no le dieron carta blanca para desalojarlo a la brava. Era, por lo demás, un tipo simpático, sencillo, accesible y que no iba de jefe carismático. Nos había ofrecido el local de la Hermandad de la División Azul en los balbuceos del FNJ. Falangista de pro, para Soro, no existían grandes problemas ideológicos. Se había educado en las doctrinas “antisubversivas” traídas de EEUU en los años 60 y había recibido el cursillo habitual que el SEDEC impartía a todo aquel que se dejaba, sobre cómo combatir a la “subversión”.

Soro, ya fallecido, nos explicó que en Madrid se estaba “moviendo algo” y que la Confederación contaba con nosotros. A esas alturas yo no era muy optimista, ni sobre las posibilidades de la Confederación, ni mucho menos en sus análisis sobre la situación política que, a la vista de lo publicado diariamente por El Alcázar eran extremadamente simplistas, miopes e iban, siempre, inevitablemente, por detrás de la realidad, yo diría incuso, años luz por detrás del día a día político de la transición. Por lo demás, “Madrid” era, como he dicho, Meca de todas las conspiraciones y Edén de todos los conspiradores; allí, la ultra de la periferia iba al centro desde el que se impartían órdenes. Debo decir que, en lo personal, nunca confié en lo que se movía en Madrid y que hoy puedo afirmar más alto pero no más claro, que si la ultra es un cero a la izquierda en España –y lo seguirá siendo durante décadas- es simplemente porque en el centro madrileño es un pozo de confusiones, un areópago de ineficacias y una fábrica de [malas] ideas, todas ellas formuladas en aras de la “unida unida” y del “arriba epaña”, a lo que en aquel momento se añadía el “viva la polissía” y aquel otro grito impagable de “ejército al poder”, sin olvidar el “Tarancón al paredón” que siguió gritándose incluso años después de que Tarancón fuera jubilado por Roma.
 
En aquella época ya intuía todo esto e incluso se lo había comentado a Soro y otros dirigentes de la Confederación de Combatientes. Comprendían mi escepticismo pero la triste realidad era que todos ellos habían seguido el consejo que dio Franco a uno de sus colaboradores: “Hágame caso, no se dedique a la política”. Los de la Confederación, sostenían por ejemplo, la peregrina idea de que ellos de política nada, que lo suyo era patriotismo a secas, sin adjetivaciones políticas… lo que les daba la posibilidad de apostar a la vez por Alianza Popular, o por la ultra sin experimentar la más mínima sensación de tener el corassón partío.

En esa ocasión lo que nos proponía Soro era que un grupo de cuadros del FNJ participáramos en Madrid en un cursillo que nos ofrecía la Confederación. En ese momento, era perfectamente consciente de que la Confederación carecía de gente suficientemente preparada como para ofrecer cursillos de capacitación política, a la vista de que ellos mismos eran la muestra más fehaciente de incapacidad. El alojamiento y los gastos de estancia los cubría la Confederación, así que, en el peor de los casos, aquello era la posibilidad de pasar una semanita en la capital del reino. El curso resultó ser uno de los episodios más estrafalarios y despiporrantes a los que asistí durante toda la transición.

En principio, fuimos cinco los “cuadros” políticos del FNJ. Nos alojamos en el Colegio Mayor Antonio Ribera que, en otro tiempo había sido un pequeño edificio de apenas dos plantas y que ahora era una gran torre en la Ciudad Universitaria batido por el sofocante sol del verano madrileño. La confederación, al parecer, lo había comprado como “inversión” y para ofrecer un servicio a los hijos de sus miembros. Asistimos solamente militantes de la ultra periférica, de aquellas regiones que, por algún motivo, parecían conflictivas: Catalunya, Euzkadi y… Canarias. No me pregunten por qué Canarias era entonces el paradigma del independentismo. Acaso porque un pequeño grupo de activistas teledirigido desde Argelia por Antonio Cubillo y que respondía al nombre de MPAIAC habían puesto algunos petardos. Si la peligrosidad política de un grupo pretendidamente terrorista se mide por la onda expansiva de sus bombazos, el MPAIAC era poco menos que una formación insignificante, pero en sus devaneos por la Organización de la Unidad Africana, Cubillo se había hecho acreedor de que Martín Villa –a la sazón ministro del interior- le enviara a un exparacaidista que le propinara unas cuentas puñaladas que, si bien no acabaron con su vida, lo mermaron para siempre y fueron el desencadenante de su prematuvo fallecimiento no hace mucho. Se trataba, claro está, de que un par de “mojás” (puñadalas en el cheli versión taleguera) hicieran pensar que, el jefe in pectore del independentismo canario había sido apuñalado por delincuentes comunes en lugar de por un confite de las alcantarillas del Estado que ya entonces gozaban de una salud envidiable. Las anécdotas que podría contar sobre Cubillo son interminables y quizás las más jugosas son dos: en cierta ocasión, intentó ponerse en contacto con el Partido Carlista que se pretendía “autogestionario y federalista”, en busca de apoyos para su causa. Dio a llamar al Château de Lignieres pensando que allí hablaría con Carlos Hugo de Borbón, sin embargo el teléfono lo descolgó su hermano, Sixto (sí, también los príncipes y las altezas reales descuelgan los teléfonos). Cubillo, durante un buen rato pensó que “S.A.R. le prince de Bourbon-Parma”, con el que hablaba era Carlos Hugo, se despachó a gusto atacando al “fascismo” y a los esbirros de la Internacional Negra que dispararon sobre el “pueblo carlista” en Montejurra. Sixto, antes de colgar, le dio el consiguiente chorreo al pobre Cubillo pocos días antes de las “mojás”. ¿Quién me iba a decir que años más tarde trabaría cierta amistad con uno de los responsables del MPAIAC en Fuerteventura que coqueteó durante un tiempo con Democracia Nacional antes de horrorizarse con el nivelazo político del Canduela recién elegido presidente de la formación?

Volviendo al curso, como digo, las cosas no fueron bien desde el principio. Se nos insistió en que todo aquello era clandestino e incluso el militar en activo que parecía ser el capitoste mayor del dislate utilizaba un alias para eludir llamar la atención del CESID. Ni que decir tiene que todos conocíamos su nombre verdadero,  su cuerpo, su graduación y su destino. Y como aquello era de un clandestino que tiraba de espaldas, lo primero era presentarse ante la asamblea con nombres, apellidos, formación político de pertenencia y lugar de origen. Los cuatro primeros fueron vascos: “Me llamo tal de tal y soy de Arrigorrieta, soy de Falange… ¡y español!”. Y al decir “español”, el resto aplaudía enfervorizado. Si no lo hacías te miraban mal. Al quinto que salió con la cantinela, Soro tuvo que interrumpir: “Hombre, en principio todos somos españoles así que no vale la pena que insistáis en algo que se da por sentado… y otra cosa, no aplaudaís o no acabaremos nunca”. Una ruidosa ovación cerró sus palabras y el siguiente insistió: “Me llamo tal de tal y vendo de la Palma, soy de la Confederación… ¡y español!”. Era evidente que con este personal iba a ser imposible hacer gran cosa. Pero el problema, sin embargo, no eran las bases, sino los “coordinadores” del cursillo. Gente rara, sin duda alguna.

El militar en activo en cuestión, no era una mala persona, sino –como es habitual- alguien que se estaba jugando su carrera y se había embarcado en algo para lo que no servía. Sí, porque a fin de cuentas de lo que se trataba era de crear una organización con gente que perteneciera a las demás organizaciones y que supusiera una especie de “centro político” de decisión de toda la ultra de cara al golpe militar que en esos momentos se prevía como para pasado mañana. La candidez de todo aquel personal clamaba al cielo. Si bien el militar en cuestión –que por la edad deberá estar hoy más que jubilado- parecía un hombre desinteresado y patriota, en el sentido de que para él lo primero era el “servicio a España”, incluso en los recovecos más marginales de la ultraderecha, el que parecía hombre dinámico del asunto, un tal Marin de extracción carlista, suscitaba las mayores sospechas. Primero porque, así de entrada, daba la sensación de no tener ni puta idea del terreno que pisaba, simplemente la confederación le había habilitado un presupuesto y él se lo pateaba de la manera más inútil posible.

Pronto, fue éste Marín el que abrió el fuego de las charlas. Pidió un voluntario que dibujara bien y me faltó tiempo para salir como impulsado por un resorte en la rabadilla. Había en la sala una impensa pizarra en la que debía de dibujar el “esquema organizativo” de la estructura clandestina en la que se nos proponía ingresar.  Aquel esquema era lo más alejado posible del que el "Coronel Mathieu" de La Bataille d'Argel de Godard, presentaba a sus oficiales. Con sólo verlo advertí la completa falta de conocimientos de este tipo sobre lo que es la clandestinidad y, lo que era peor, sobre lo que era una organización digna de tal nombre. Algo así como una cuarentena de recuadros, flechas en todas direcciones y una cúspide en la que no hacía falta ser un lince para saber que se situaba él mismo, componían un organigrama más complicado que un tratado sobre astrofísica de venguardia. Yo había sido educado por Delle Chiaie y por el master en marketing y publicidad que había realizado unos años antes, en la idea de que, para ser efectivo, un organigrama debe de ser más simple que el mecanismo de un botijo y aquello para lo que me falta pizarra para trasladar, era justo lo contrario. A los cinco minutos de haber empezado la charla me sumí en otros pensamientos porque no valía la pena perder ni cinco minutos más en aquella payasada. Lo realmente impresionante es que alguien en la Confederación (que había aportado hasta no hacía mucho ministros, miembros del consejo de regencia y del consejo de Estado, procuradores en cortes y consejeros del movimiento a titiplé) hubieran considerado que el autor del desaguisado hubiera tenido capacidad para trazar el organigrama de un puesto de castañas. Y ahí lo tenía, dando un cursillo con aires de suficiencia, como queriendo decir, “yo si sé de qué va esto de la política”.

La cosa se complicó luego cuando el pobre Soro, clase pasiva con el grado de coronel, nos dio, a primera hora de la mañana, un tostón sobre cómo combatir a la subversión comunista. Cabe decir que en ese momento, el PCE ya empezaba a desmigajarse: había estallado su crisis en el País Vasco y en el Ayuntamiento de Madrid, perdía militancia y simpatizantes a goteo en beneficio de un PSOE esquelético pero que ofrecía mejores posibilidades de medrar. Y lo mismo ocurría con la extrema-izquierda que se desleía como un azucarillo en el jarabe del PSOE. Además, el problema es que Soro nos estaba ando la conferencia que a él le habían dado hacía algo más de 10 años, cuando era un brillante mando de la policía armada, esto es, cuando era una especie de sable del poder. Soro –y como él muchísimos funcionarios del antiguo régimen- no había advertido que la característica de la transición fue el tránsito del poder del franquismo al no-franquismo. En 1978 ya no eran poder, sino “oposición”, pero seguían manejando textos de cursillo y esquemas mentales de cuando eran todavía “poder”. Así que a los cinco minutos de empezar su conferencia, el propio Soro dudaba de que sus palabras sirvieran para mucho y terminó explicándonos el miedo que pasó en la estepa rusa cuando, pepinazo, pepinazo viene, los ruskis les hicieron pasar las de Caín. En los cuatro días de cursillo, la charla de Soro siempre fue la primera. Debía comenzar a eso de las 9:00. El primer día asistimos casi todos, el segundo faltó un 30%, el tercera el absentismo superó el 50% y en el último ni siquiera los más concienciados aguantamos aquella pérdida de tiempo y preferimos visitar el Madrid castizo y saludar a algunos camaradas de por allí. Además, en otro Colegio Mayor había una fiesta convocada por chicas norteamericanas y la asistencia era obligada. Fue en aquel momento cuando me convencí de la superficialidad de la mujer norteamericana y de la inviabilidad de aquella sociedad. Las chicas bailaban como si fueran chers-leaders, sus conversaciones eran del rollo dos y dos son cuatro y si hubiéramos pasado a las restas no nos hubieran podido seguir. Opté por irme a un pub con otro camarada, donde había chicas con fama de casquivanas. Lo eran pero también estaban próximas a la tercera edad. Así que opté por regresar al Colegio Mayor. En los pasillos de nuestro piso se oía un lúgubre sonido que salía de la habitación de un camarada del FNJ bautizado por todos, unánimemente, como “el Cabra del Santo Cristo” dado que aquella localidad andaluza había sido el fatal escenario de su nacimiento. El único sonido similar a los ronquidos inhumanos de “el Cabra” –años después lo supe- era una piara de cerdos avanzando hacia el matadero. Puedo jurar que pensar en un ronquido similar es absolutamente imposible. Su suegro nos había alertado al respecto, advirtiéndonos que, para colmo, era una especie de marmota y que no debíamos tener piedad a la hora de despertarlo. Y, de hecho, no había manera. Entrar en su habitación era introducirse en un escenario dantesco. Dormía a la desesperada, en el calor de la noche madrileña, en pelotas, desparramando su abundante humanidad por toda la superficie de la cama. En sí mismo, el espectáculo ya era lamentable y mucho más cuando advertían que no había forma de que cesara en sus ronquidos ni arrojándole agua a la cara, ni siguiendo el consejo de su suegro de despertarlo a hostias. En dos mañanas nos dimos por vencidos y el muchacho siguió roncando hasta mediodía con unos gruñidos que produjeron una indeleble impresión en nuestros tímpanos. Algo inhumano, queda dicho.
 
Los ronquidos de “el Cabra” contribuyeron a hacer más insoportable aquel cursillo ya de por sí infumable. Entre los tipos curiosos que asistieron merece destacarse un canario al que llamábamos “el Cazador” y que, efectivamente lo era. Tocado con un sombrero Indiana y con un chaleco propio de cazador titulado, desde el primer momento se definió como tal y nos explicó la forma de acechar a los elefantes. En realidad, el cazador, en sí mismo, constituía él solito una plaga ecológica que había  medio despoblado África de proboscídeos. Alardeaba de haber cazado como a 600 él solito y sin ayuda de nadie. Nos explicaba que el mejor lugar para darles era sobre la trompa y entre los ojos. Guiaba safarís y era el de mayor edad entre los presentes. Poco importaba de lo que se hablara con él o del tema que se tratase en el cursillo, inevitablemente sabíamos que cuando tomaba la palabra siempre iba a terminar con un símil de cazadores y elefantes despanzurrados. Decía, por ejemplo: “… eso que planteas no es correcto, cuando tienes que cazar a un elefante, lo mejor es estar quieto y esperar que el elefante cargue contra ti”, ante lo cual, Marín, que no parecía haber cazado más que moscas o alguna perdiz, le respondía diplomáticamente: “sí, pero es que el elefante ya marcha a la carga… así que hay que hacer algo… tal como os estoy proponiendo”. En realidad, Marín solamente parecía proponer una “organización de organizaciones” en la que él estuviera al frente y que le evitara el pesaroso y siempre difícil reclutamiento de afiliados. En otras palabras: como estar por encima de Fuerza Nueva, de las Falanges, del FNJ y de la Confederación, siendo un cero a la izquierda y teniendo por toda bendición los dineros de Girón y sus cofrades. El “concepto” era tan inútil como suicida y tan ingenuo como infantil, pero era una de las respuestas de la ultraderecha ante la infernal cadencia con que se sucedieron los años de la transición.

En algún momento, le dije a Marín lo que pensaba de todo eso: “El problema no es diseñar una organización, dejando aparte que una organización contra más simple, mejor, el problema es definir primero la estrategia y en función de ella una organización adaptada para ejecutarla”. Por supuesto, el “ponente” no entendió nada y siguió con lo suyo explicando que cada departamento de su florido y selvático organigrama tendría su “piso franco”. Los ojos de uno de los nuestros se iluminaron. Se trataba de “el Virilo”. “El Virilo” era un tipo curioso de uno noventa de alto, barba florida y voz engolada, empleado de la Telefónica, era falangista de toda la vida y le echaba bemoles a la vida; su fama de ligón trascendía a su organización, el Círculo Cultural Eugenio d’Ors presidido por Roberto Ferruz. Era un tipo algo castizo, escéptico, irónico y desconfiado por naturaleza, capaz de formular la pregunta clave: “Entonces, si lo he entendido bien, se trata de que cada departamento tenga su propio piso franco”. Cuando Marín le contestó con un rotundo y scueto  “sí”, no me costó mucho entender la expresión de satisfacción de “el Virilo”: allí tendría un tranquilo lugar para practicar el noble arte del ligoteo sin tener que pagar una pensión o hacérselo dentro de un vehículo allá por la Rabassada o en el espigón del puerto.

Todavía asistió otro personaje curioso, con mucho, el más interesante que cayó por allí. Se trataba de un norteamericano del que en aquel momento sabía solo que había aparecido por el diario El Alcázar con el manuscrito de un libro sobre la División Azul, escrito en comandita con un historiador español. Se trataba de Lewis Abraham Tambs, por entonces profesor de historia en la universidad de Wacco, Texas. En aquel momento no sabía que mi camino y el de Tambs se cruzaría no muchos años después en Bolivia  y poco después en Colombia,. A La Paz, de tanto en tanto enviaba al cotidiano El Diario, artículos en los que expresaba sus particulares ideas sobre geopolítica. Tambs llegó a ser durante la administración Bush-hijo uno de los gurús inspiradores de la política de la administración en relación a Iberoamérica. A él se debe una parte sustancial de los llamados “Documentos de Santa Fe”. Mucho, antes, durante el gobierno de Bush-padre, Tambs había sido embajador de choque en Colombia. Algo me dice que fue él quien inventó el término "narco-guerrilla". Me he preguntado muchas veces qué diablos hacía en aquel cursillo deleznable un experto norteamericano en geopolítica… y en subversión. Hay una respuesta, claro está.

Tambs tenía el aspecto de misionero mormón (rubio, pelo corto, delgado, mofletes carnosos, camisa de manga corta y corbata estrecha y de nudo ínfimo) pero también de “agente de campo de la CIA”. ¿Lo era? No hace falta ser de la CIA para tener ese aspecto. En EEUU hay una docena de servicios de información y Tambs podría pertenecer a cualquier otro.  O a ninguno. También existen agentes de grupos de influencia, funcionarios a sueldo del Departamento de Estado o de cualquier institución privada. ¡Vaya usted a saber!

Marín nos lo presentó a cuento –cómo no– del libro sobre la División Azul pero, sorprendentemente, nos dijo que iba a hablarnos de geopolítica. En aquel caluroso verano madrileño, en aquel curso peripatético e inútil, por primera vez oí hablar de “geopolítica”, una ciencia auxiliar de la política sobre la que desde entonces he ido leyendo todo lo que ha caído en mis manos. Había valido la pena soportar los sofocantes calores madrileños para ser iniciado en geopolítica por un peso pesado como Tambs. Éste alardeaba de haber estado en los principales focos de tensión iberoamericana en los años 70: había asistido al desmantelamiento de los “tupamaros” uruguayos, lo que era el "Plan 24 horas", explicaba con todo lujo de detalles como los Ford Falcón negros iban y venían por las calles de la República Argentina pescando a guerrilleros peronistas y trotskos. Contaba en primera persona el golpe de Estado de Chile, aportando algunos detalles que tomé al vuelo. También contaba con un lujo desusado de detalles la peripecia del Ché en el Altiplano. que luego confirmé in situ y en la Sección 2ª del Estado Mayor del Ejército Boliviano. No había duda de que conocía todos estos episodios muy directamente. En aquella época hacía más de siete años que conocía la historia de las guerrillas urbanas y rurales iberoamericanas y era perfectamente consciente de que delante de mí, tenía a un testimonio vivo de aquellos episodios. Tambs, nunca he albergado ninguna duda, estaba en esos escenarios de tensión sin duda a causa de su dominio del castellano y de su conocimiento muy en profundidad de la política iberoamericana. Y si estaba en aquel caluroso verano del 78 mariposeando en la periferia de la Confederación, no me cabe la menor duda de que era para cumplir otra misión. No creo que fuera un agente operativo, pero sí un analista: observaba, analizaba, informaba de la situación real. Si estaba allí en un ambiente golpista era, sin duda, para valorar las condiciones en las que se estaba llevando a cabo la transición española.

Se había dotado de la “tarjeta de visita” adecuada: su libro sobre la División Azul. Era evidente que se trataba de una cobertura que le iba a facilitar el acceso a unos medios que vivían más de cara al pasado que al presente. No me dio la sensación de conocer  particularmente en profundidad el tema. Cuando uno de nuestros camaradas le explicó que su padre había estado en la División Azul, Tambs solamente preguntó “¿En qué batallón?” y luego, acto seguido, pasó a otro tema evidenciando pocas ganas de hablar sobre su libro… Además, Tambs había adoptado voluntariamente el aspecto exterior de un agente de la CIA, lo suficiente como para que los medios de la Confederación y, en concreto, Antonio Izquierdo, el director de El Alcázar le abrieran las puertas empezando por las más reservadas… incluido el curso para golpistas titulados en el que Soro y la Confederación nos habían embarcado. Por algún motivo, la ultraderecha ha sido siempre o muy pro-americana o muy anti-americana. Izquierdo era de los muy pro-americanos en la creencia de que había que servir al emperador del mundo para que nos protegiera de los malvados comunistas. Para él, como para muchos otros conservadores y no solamente ultrillas, la CIA era la garantía de ayuda anticomunista. Estos verdaderos analfabestias políticos no se habían enterado todavía de que los EEUU no, solamente no eran el “gran aliado” de los golpistas españoles, por el pequeño hecho de que la transición había sido estimulada precisamente desde Washington… pero, dado que El País había proclamado que el golpe de Pinochet era cosa de la CIA, la ultra carpetovetónica aspiraba a que también aquí se acordaran de realizar ejercicios anticomunistas avanzados. En aquellos años, para los dirigentes ultras, cualquier norteamericano anticomunista era un santón y un gurú que merecían ser seguidos incluso cuando solicitaban arrojarse por el precipicio.

Mi análisis de la época –confirmado con el paso del tiempo– dio como resultado el que Tambs estaba allí simplemente para informar sobre las redes golpistas del momento, sobre si eran serias o no, sobre si valía la pena establecer puentes con ellas porque pudieran jugar algún papel en el futuro o si se trataba de unos pobres diablos capaces solamente trenzarse la cuerda con la que ellos mismos se ahorcarían o bien suceptibles de ser manipulados por unos o por otros. ¿Qué importaba si trabajaba para cualquiera de los servicios de inteligencia norteamericanos, para instituciones privadas o para el Departamento de Estado (como creí durante un tiempo)? Lo realmene importante es que estaba allí para realizar una instantánea del golpismo en el verano de 1978.

Al hablar con él era fácil percibir que intentaba mirarte detrás de los ojos: oía la pregunta que le formulabas, la reconvertía en lo que a él le interesa y veía tu reacción. Igual que el comandante Cortina, Tambs era un cajón en el que podía intuirse un doble, triple, cuádruple o séxtuple fondo. Dado lo escuálido de la extrema-derecha en aquel momento (la Alianza Nacional del 18 de julio apenas había obtenido 150.000 votos sólo un año antes en junio de 1977), no hacía falta trasladar a ningún analista desde Texas para advertir que ese sector carecía de capacidad para jugar un gran papel en el futuro… salvo por el hecho de que en los poderes fácticos, especialmente en las Fuerzas Armadas, sí existía una amplia corriente de opinión contraria a la forma en la que se estaba haciendo la transición y que, con el tiempo, podrían jugar algún papel. Desde Washington se sabía lo que desconocía la ultra, a saber, que un golpe de Estado es una operación político-militar y Tambs, con seguridad, lo que estaba encargado era de establecer una instantánea del golpismo en aquel momento y bucear sobre sus relaciones con grupos políticos.

Le hice algunas preguntas a Tambs sobre Brzezinsky y sus concepciones geopolíticas, sobre la Comisión Trilateral y su definición del Nuevo Orden Mundial que no le inmutaron. Atribuir algún peso en la Administración a la Trilateral era “conspiranoico” y fantasioso. Para él, lo único claro aquel verano de 1978 era que la administración Carter retrocedía ante una ofensiva generalizada (y así seguiría en los próximos dos años) promovida por Moscú. Nicaragua estaba madura para caer y las guerrillas se enseñoreaban de América Central. Irán estaba a punto del desplome. Los rusos se preparaban para acometer su marcha inexorable hacia los mares cálidos del Sur, planificando la futura invasión de Afganistán, los gobiernos comunistas en África ocupaban el espacio dejado por los colonialistas portugueses. Para colmo, los efectos de la guerra del Vietnam habían demostrado que la política interior norteamericana pesaba mucho en la elección de una política exterior. Fue el peso de la opinión pública norteamericana lo que determinó la retirada de Vietnam y la huida hacía apenas año y medio desde el terrado de la embajada USA en Saigón. Tambs preveía que esos obstáculos proseguirían en el futuro por lo que el sistema de seguridad mundial debería de contar con “aliados regionales” que garantizaran la contención del expansionismo soviético en los distintos escenarios mundiales. Para determinar qué países podían jugar ese papel, Tambs aplicaba las leyes de la geopolítica: las naciones transoceánicas como Brasil o India tenían todos los números para jugar el papel de gendarmes regionales. Años después, cuando a poco del golpe de Estado en Bolivia de julio de 1980, Tambs se puso en contacto con El Diario, el artículo que envió (que ocupaba una página densa y apretada Times en cuerpo 7 del diario) reproducía este mismo orden de ideas. El artículo fue leído por muchos militares… los mismos que habían golpeado unos días antes contra la presidenta constitucional Lidia Gueiler, tras haberse negado a aceptar las asignaciones realizadas por la Embajada Norteamericana que trabajaba –cómo no- contra el golpe militar.

El equívoco era este: ya a principios de los años 70, los EEUU no buscaban instaurar gobiernos militares salvo en situaciones excepcionales. Ya entonces se mostraban propensos a admitir sólo a gobiernos democráticos de centro derecha o bien de centro izquierda. Sólo Moscú, esto esto, los Partidos Comunistas, les incomodaban. Habían entendido que los militares iberoamericanos son frecuentemente nacionalistas y, el haber sido formados en la Escuela de las Américas por el Southern Command, no era el elemento determinante ni les había vacunado de tentaciones populistas; la ideología determinante para los militares iberoamericanos era el nacionalismo. En Chile, es rigurosamente cierto que la CIA financió las huelgas de mineros de El Teniente y las huelgas de camioneros… para imponer un  gobierno en el que la Democracia Cristiana desplazara a los comunistas. Si un sector de las FFAA no se conformó con esto y siguió llamando a Frei “el Kerensky chileno”, no fue por instigación de la CIA… sino del SNI (Servicio Nacional de Información) brasileño. Los militares brasileños que detentaban el poder estaban muy influidos por las concepciones geopolíticas y aspiraban a ser la potencia determinante el Iberoamérica. Ciertamente no era una nación transoceánica, pero estaban en camino de serlo: la carretera transamazónica cumplía ese papel, como el hecho de que hasta Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, se utilizara el cruzeiro brasileño, y, por lo demás, la instauración de un gobierno “amigo” en Chile, las otorgaba el rango de nación transoceánica virtual con aguas en el Atlántico y en el Pacífico, aislando de paso a Argentina, el gran rival geopolítico do Brasil... ¿Hay que recordar que Pinochet había formado lo esencial de sus concepciones geopolíticas en la escuela militar brasileña?

Por otra parte, resultaría injusto olvidar que todos los gobiernos militares norteamericanos fueron condenados con mayor o menor énfasis por los EEUU, incluso por la administración Reagan. Viví esa época en Bolivia antes y después de la subida de Reagan al poder.  Algunos tenían la esperanza de que Reagan, en nombre de la "lucha anticomunista mundial," establecieran relaciones de amistad con el gobierno militar boliviano. Lo que ocurrió fue justamente lo contrario: durante los primeros años del gobierno de Reagan, los EEUU completaron el cerco diplomático y lanzaron al mercado grandes reservas de estaño y de cobre que mantenían almacenadas desde la II Guerra Mundial, para hundir el precio de esos minerales de los que dependía la economía boliviana. Para colmo, los EEUU trataron de erradicar el cultivo de la coca con la excusa del narcotráfico (el término “narcoguerrilla” definía a todo aquel que se oponía a la presencia asfixiante de los EEUU como potencia neocolonial en la zona; ese término se nos llegó a aplicar a nosotros, incluso por gente como Lyndon Larouche que nos conocía bien y sabía perfectamente que era falso), cuando en realidad, los intereses de los EEUU eran muy diferentes: se estaban haciendo pruebas para cultivar hoja de coca en territorio norteamericano y ensayos farmacéuticos para sintetizar un compuesto químico que debería sustituir a la coca boliviana en fármacos y bebidas refrescantes. Esa coca era más cara que la cultivada en Bolivia (y como todo invento norteamericano, seguramente, produciría cáncer…), por tanto era necesario destruir la industria boliviana de la coca y, poco importaba, que se tratara de un alimento natural de los habitantes del Altiplano y de un cultivo tradicional en el país. Nosotros sosteníamos en Bolivia que el Estado debería de crear una “Empresa Nacional de la Coca” que centralizara la totalidad del comercio de coca en el país y evitara que una sola hoja fuera derivada hacia el narcotráfico y encarrilada por el Estado hacia la farmacopea o las bebidas refrescantes. Esta actitud –y la influencia que teníamos en el gobierno militar- estuvo en el origen de nuestras desgracias en aquel país.

El cursillo terminó tan peripatéticamente como había empezado. El militar en activo nos recibió en un oscuro despacho situado en la planta baja, bajo la oquedad de una escalera. Todos, los cursillistas, uno a uno, pasamos para tener una conversación privada con él. Le dije lo que pensaba: el nivel había sido muy bajo, sino bajísimo, para crear un modelo organizativo era preciso establecer antes el modelo estratégico, Marín tenía menos capacidad y conocimientos políticos que una estatua de  corcho del Gran Buda, el nivel medio de los cursillistas era bajo o bajísimo y ninguno actuaría sin permiso de la organización a la que pertenecían y si eso era así, hubiera valido más la pena, hablar primero con los dirigentes de cada grupo en lugar de arriesgarse a que alguien considerara que se estaba intentando robar a sus militantes. El hombre –que me pareció un pobre hombre– empezó primero a justificarse, luego a pedir consejo y finalmente a decir que ya nos veríamos más adelante. No nos volvimos a ver jamás. Aquel curso no tuvo continuidad. La fabulosa estructura clandestina con decenas de pisos francos era una locura y como locura quedó. La gente que luego se escindiría de Fuerza Nueva, envió a algunos observafores para establecer qué diablos se pretendía con aquella patochada. Nadie se tomó aquello en serio que, a la postre, servía solo para que alguien se pateara el presupuesto asignado por la Confederación.

Habíamos pasado una semana de calor asfixiante. Habíamos visitado a algunos camaradas madrileños. En casa de Isidro Palacios asistimos a una pequeña reunión en la que participó un individuo enorme con aspecto de bombona de butano que ponía mala cara cada vez que yo me refería a Fraga Iribarne no precisamente para glosarlo. Cuando Palacios –que ya por entonces tenía la idea de una revista sofisticada de ambiciones culturales– nos despidió, nos dijo casi confidencialmente que se trataba del hijo de Fraga.

Salvo anécdotas de este tipo, aquella semanita fue inolvidable por el calor y la estupidez que vimos ante nosotros. Entonces nos negábamos a valorar algo que era escandalosamente manifiesto: nosotros éramos jóvenes, pero estábamos en el mundo real; por el contrario, quienes nos habían llevado a Madrid y habían organizado el cursillo estaban viviendo en mundos imaginarios en los que ellos creían que todavía eran alguien (jefes de ejércitos, de compañías de policías armados, de masas populares oceánicas que vitoreaban al antiguo jefe del Estado, de miles de militantes enfervorizados), cuando en realidad ya no eran nada y no advertían que en pocos años todas esas masas se orientarían hacia opciones  más creíbles, el franquismo sería historia, solo historia y nada más que historia. Ya lo era en el veráno de 1978. Pero había algo peor: no es que existiera un “mando perdido” sino que empezaba a ser consciente de que el gran problema era que existían muchos mandos a cual más inútil. Si la ultraderecha no dio entonces la talla –cuando disponía de medios ingentes, de simpatías innegables en sectores populares y de miles de militantes– era porque carecía de dirigentes que entendieran lo que era la política en un marco democrático, que fueran capaces de establecer estrategias y realizar análisis y, sobre todo, que creyeran en lo que estaban haciendo.

Yo entonces era joven, y a decir verdad, era de los que no creía mucho en todo aquello. Había algo que me indicaba que el camino emprendido no era el correcto y que no había dirigentes capaces de enderezar aquel petardo en el que se había convertido la extrema-derecha. Lo más juicioso en aquel momento hubiera sido irse a casa o irse de España. De hecho ésta segunda posibilidad era la que más me atraía. Un antiguo miembro de la OAS que luego moriría en el curso de un atentado firmado por los GAL, Jean Pierre Cherid, me había dicho en cierta ocasión en que dormí en su casa en Madrid cuando le pregunté si había vuelto a Francia: “No, Francia es como una de aquelles mujeres a las que se ha amado mucho y que en un momento dado te engaña. Entonces lo único que se puede hacer es darle la patada y olvidarla”. La verdad es que yo expermentaba en aquellos años una sensación similar. No es que me “doliera España” (me dolía mucho más el cálculo renal) como tenían tendencia a decir los falangistas, la lectura de Jean Thiriart y lo esencial de la doctrina expuesta por Julius Evola, me habían hecho inmunes a las exageraciones nacionalistas. Para mí todo nacionalismo era, en aquellos años, el individualismo de los pueblos quintaesenciado. Siempre fui poco nacionalista y desde principios de los 70 me consideré, primero hijo de una patria imposible que era Europa y luego de una patria improbable que era, como nos había dicho Evola, “el lugar donde se combatía por la idea”. Por algún motivo, en ningún país del mundo en donde haya estado he experimentado la sensación de moriña y siempre, a despecho de la distancia, jamás he tenido sensación de extraneidad ni nostalgia por la lejanía. [años después escribiría un artículo para una conocida revista que sintetizaba algunas ideas tradicionales sobre el viaje como hecho iniciático y el viajero como modelo de vida, anda por este link]

Siempre consideré por lo demás, que el momento clave en el que había tenido que irme lejos o, en cualquier caso, separarme de toda la locura seudo política que había conocido, fue a finales del verano de 1977, cuando Blas me expulsó de Fuerza Nueva, pero mi vi embarcado en una dinámica que yo no había creado, pero que otros estimularon esgrimiendo como excusa el que me habían irradiado del partido, para satisfacer su necesidad de contar con una grey. Me ví envuelto en una aventura que no deseaba y ahora todo el problema era ver cómo se podía liquidar con el mínimo de destrozos. Los errores se pagan y yo lo he pagado, no vale la pena lamentarse. Por lo demás, lo que seguía contando para mí en ese momento era la aventura, su posibilidad y su potencialidad para afectar al núcleo de lo humano. Me era indiferente en nombre de que se realizara la aventura, pero no estaba dispuesto a perder más tiempo en cursos absurdos y en iniciativas estúpidas.

Volviendo de Madrid, tuve la conciencia muy clara de que el FNJ se había convertido en algo aburrido, rutinario y sin perspectivas. Cuando volví a visitar la sede del FNJ, recuerdo que ví una mancha de humedad en el techo del despacho del presidente y un pensamiento afloró a mi mente: “Sé como he llegado hasta aquí, lo que no sé es como me iré de aquí”. De la misma forma que todo lo que sube baja, de todo lugar donde se entra, se sale de una forma u otra. Solamente no se sale de la caja de pino. En ese momento tuve la certidumbre de que aquella experiencia empezaba a estar agotada y todo el problema era como se lo transmitía a la gente. Por que me daba la sensación de que había contraído responsabilidades que no deseaba: de alguna manera era el referente para varias decenas de militantes que me tenían como “dirigente”. No podía irme a casa por las buenas, ni desaparecer rumbo a cualquier otro país como me pedía el cuerpo. Y ese ha sido, a fin de cuentas, el problema: que no me sentía con cuajo para dejar colgado a la militancia. En esto he mejorado: actualmente me cuesta muy poco enviar a la mierda a no importa quien. Lo dicho: a la vejez, viruelas.

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Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (9ª parte). Cenar en Montparnasse es peligroso

El Frente Nacional de la Juventud a principios de 1978 iba viento en popa dentro de sus posibilidades, extremadamente pequeñas por lo demás. Se seguía creciendo y la formación había aparecido en varias ocasiones en los medios. Habíamos realizado una presentación en un conocido hotel barcelonés. Asistieron pocos periodistas y menos aún dieron cuenta del evento, pero, por primera vez se había intentado conectar con los medios a la forma de los partidos tradicionales. También en esto fuimos pioneros. En el curso de la entrevista acusé a Suárez y a la UCD de ser “franquistas vergonzantes” y Catalunya Express reprodujo la frasecita. Era una pequeña victoria personal sin más trascendencia que me indicó que la prensa funcionaba a base de titulares. Si se los dabas hecho, eso que se ahorraban.

Albert Viladot era entonces un periodista recién salido de la Universidad Autónoma en la que apenas había realizado una pequeña estancia de no más de 15 días en la Organización Comunista Bandera Roja, tránsito obligado en aquel centro universitario en el que las opciones eran o PSUC, o BR, o LCR, o PTE, o en el peor de los casos, el PORE, apto sólo para amantes de los exotismos políticos. Viladot –que de estudiante imberbe pasaría años después a dirigir el diario Avui, tras ser director de informativos de TV3, y aspirar a la dirección de medios de la Generalitat, cargo al que sin duda habría llegado de no ser porque una enfermedad se lo llevó prematuramente a la tumba- siempre sostuvo que esas dos semanas de militancia comunista siempre fueron un mero accidente en su vida de estudiante. Viladot nos pidió una entrevista que reprodujo el semanario de DOPESA, el Mundo, en el cual reproducía más o menos las declaraciones de Graells. No recuerdo porqué, yo quedé algo descontento con la entrevista, acaso poque había ironizado en algún punto, así que lo cité en un bar de las inmediaciones de Plaza Molina con la intención de darle una advertencia. En esa época parecía aspirar ingenuamente a dar la imagen del “hombre más peligroso de España”. A poco de estar hablando, entraron en el bar cuatro militantes del FNJ, seleccionados por tamaño y aspecto agresivo, tocados todos con el uniforme extraoficial del partidillo: cazadora de cuero, gafas de sol y mandíbula disparada hacia adelante. Cada uno rivalizaba con los otros tres en ofrecer el aspecto más agresivo posible. Todos eran estudiantes, así que sus modales eran aún más preocupantes por ser educados, nada estridentes. Era el aspecto y la serenidad propia del pistolero titulado lo que sugería su imagen. No se crean, no es fácil de conseguir, pero el efecto es más demoledor que entrar con cuatro yonkis navaja en mano. Por un momento Viladot se alarmó, así que le tranquilicé. La cosa no iba con él, pero en sucesivas ocasiones sí podría ir... Sí, ya lo sé, era una amenaza mafiosa, velada y poco sutil, pero, a la postre, efectiva. Tuve ocasión años después de disculparme con él por aquella muestra de petulante inmadurez. Por algún motivo, después de aquel encuentro. Viladot y yo iniciaríamos una relación personal que se iría intensificando con el paso del tiempo. hasta su prematuro fallecimiento.

Cuando yo me encontraba en clandestinidad, Viladot era una de las pocas personas que sabía que me encontraba en España y la única a la que puse en contacto directo con Della Chiaie después de que él se fuera a Venezuela y yo volviera a España, hacia principios de 1983. Fue Viladot, también, quien me presentó a Fermín Bocos y a varios periodistas de TV3 con los que hubo ocasión de colaborar en varios trabajos sobre temas de candente actualidad en Iberoamérica.

París, la interminable

Hacia enero de 1978 ocurrió algo inesperado. Me tuve que desplazar a París, junto con Tormo y Alemany requeridos por Delle Chiaie para tratar un par de temas urgentes. Dio la casualidad de que los Graells en ese mismo momento habían realizado un viaje de placer invitados por Chantal Blanchet, una joven militante de Ordre Nouveau pasada luego a Forces Nouvelles, que durante su período de estudiante había permanecido un par de años en Barcelona vinculándose a nuestros medios.

Chantal era pequeñita y bonita, aparentemente parecía una chica frágil y delicada. Rubia y de formas tirando a perfectas, era, sin embargo, una mujer agresiva que se desplazaba entre Barcelona y París a lomos de su Suzuki 125 con la cazadora de cuero de rigor. Había algo extremadamente atractivo en ella, acaso ese contraste entre fragilidad y fuerza. Chantal vivía frente al bois de Boulonge en lujoso apartamento del cuarto piso provisto de una terraza que daba al pulmón verde de París. Desde ese misma se arrojó al vacío unos años después a raíz de un desengaño amoroso con un jordano... Pero en 1978 seguía siendo la muchacha simpática y atractiva que todos admirábamos y cuya compañía disputábamos. Al llegar a París la llamé. Los Graells, que estaban con ella, no podían creerse que yo estuviera en esos mismos momentos en París. Quedé con ellos en una pizzería de Montparnasse. Aquella cena tendría una trascendencia imprevista en los años siguientes.

Por algun motivo siempre he considerado, desde la primera vez que viajé a París, como una ciudad muy especial para mí. Viví allí más de un año durante mi período de exilio y cada día conocía algún lugar insólito en la capital francesa. Aún hoy en cada visita a la capital francesa logro siempre descubrir un detalle que no había advertido antes. He vivido prácticamente en todos los barrios de la capital y lamento profundamente el proceso de islamización acelerado que se percibe en las calles. Hoy mismo, la prensa publicaba que el 60% de los menores de 20 años son magrebíes o subsaharianos. Dentro de 20 años, ese porcentaje sin duda se habrá elevado al 80% y a mediados del siglo, la antigua Lutetia será una ciudad “multicultural”, esto es, africana, en el corazón de Europa. No creo que, por entonces, salvo en Neully o en el XVIº queden muchos ciudadanos de etnia franco-gala en la ciudad de Notre Dame, Saint Germain y el barrio Latino.

Ya en 1977 algunas zonas de la capital me sorprendieron: Stalingrad era ya un zoco que se preveía desde el arranque de la Place Clichy. El ascenso al Sacre Coeur suponía introducirse en un barrio con presencia magrebí cada vez más asfixiante. En Tolbiac durante mi período de exilio me ocurrió algo curioso. Cuando la prensa francesa publicó mi foto, abandoné apresuradamente el apartamento de boulevard Versailles esquina Exelmans, por un discreto piso de seguridad vacío en un rascacielos de Tolbiac, próximo a Place d’Italie. Apenas reparé que subiendo las escaleras del metro me crucé primero a dos, luego a cuatro y después a ocho orientales. Luego, cuando llegué al rascacielos, tuve que esperar un buen rato al ascensor, el tiempo justo en el que llegaron otros muchos orientales y, finalmente, cuando se abrieron las puertas todos los que descendieron eran, así mismo, camboyanos, chinos o vietnamitas en proporciones variables. Así pues, estaba intentando pasar desapercibido en un barrio oriental y en un edificio en el que yo era el único inquilino europeo. Afortunadamente, todos aquellos orientales preferían el Pekín Informa a L’Humanité, pero, con todo, estaba dando, literalmente, el cante. Duré allí una sola noche y huí camino del Atlántico hacia Nantes y Pournic en donde me esperaba otro camarada de nuestra red, Jean Denis Reingeard de la Bletiére con el que pasé una temporada antes de abandonar Francia en dirección desconocida. Jean Denis tenía una casa familiar en Pournic, situada ante las aguas bravas del Atlántico. La biblioteca familiar era simplemente impresionante. No había en ellas últimos best-sellers, sino volúmenes del siglo XVII y principios del XIX. La cocina por lo demás estaba asentada sobre la roca pura que podía pisarse cuando uno freía un huevo en lo que era un antiguo faro construido por las legiones romanas. Jean había militado en la OAS, luego en la Federatión d’Etudiants Nationalistes y siempre suponía un contacto seguro, bien relacionado por lo demás con Frederic Laurent, entonces director de Liberation.

Si cuento todo esto es porque ya entre 1978 y 1980, París vivía una pérdida de su identidad europea y un proceso de cosmopolitización innegable que, por algún motivo –y no era desde luego por racismo o xenofobia, sino por simple estética- un camboyano junto a la tumba de Napoleón y un zoco islámico a dos pasos de Notre Dame no eran precisamente lo que uno esperaba ver en la ciudad de las luces. Ni tampoco a un negro patinando en los jardines del Trocadero. Aquello me parecía más chocante y “parajódico” que peligroso. En aquella época no intuía que el Raval de Barcelona se convertiría en algo parecido a la Asamblea General de Naciones Unidas o que la Plaza de Sant Jaume tendría el aspecto de un fort Apache rodeado por razas hostiles. O que pakistaníes, magrebíes y subsaharianos desplazarían a gallegos, extremeños y murcianos del Poble Sec. El paisaje de Europa está cambiando desde mediados de los años 70 y aquí, que somos exajerados para todo, en materia de inmigración hemos recuperado el tiempo perdido en apenas 15 años. Mi identidad está vinculada a un pueblo, a unos edificios y monumentos, a un paisaje, humano y físico determinado, a un acento concreto, si ese paisaje cambia radicalmente, hay algo como que me parece que no encaja. Nadie debería abandonar su tierra natal por motivos económicos, ni ninguna tierra natal debería de verse alterada por la llegada de quienes no le dieron su fisonomía tradicional. Soy capaz de razonar hasta la saciedad los motivos por los que estoy contra los trasvases constantes de población acarreados por la globalización, pero les aseguro que fundamentar racionalmente estas posiciones no supone para mí más que aportar un fundamento a un rechazo que experimento instintivamente.

Sé que hay en mi posición alguna contradicción. Tengo amigos en prácticamente todas las comunidades nacionales de inmigrantes que hoy residen en España, son buena gente y tan sólo piden el lugar bajo el sol que no pudieron disfrutar en su tierra natal. El problema de la inmigración no es ese, sino que se trata hoy de un fenómeno de masas. Conocer a otros individuos de otras razas es siempre algo positivo, pero cuando este fenómeno se convierte en algo masivo e invasivo, se corre el riesgo de perder la propia identidad –esto es, las raíces- como pueblo. Ocurre como con las drogas o la locura. Siempre han existido y siempre se han consumido drogas, pero sólo ahora revisten el carácter de masas; y por eso son un problema. Y en cuanto a la locura o al carnaval han ocupado tradicionalmente un espacio muy pequeño en la vida de los pueblos, tan solo la necesaria para comparar razón y normalidad con locura y desmadre. A tenor de la marcha de nuestra sociedad, hoy, cada día es carnaval y todos compartimos más o menos neurosis. Éste es el problema: que todos los fenómenos de masas generan alteraciones profundas.

Una zona del París mágico

Encontré a Chantal y a los Graells en un bistró de l’Avenue de la Grand Armée de ahí nos fuimos, Campos Elíseos adelante ,hacia la pizzería de Montparnase. El tráfico era endiablado y tuvimos que dar la vuelta varias veces a L’Etoile antes de poder desembocar en la dirección requerida. La pizzería estaba, en realidad en una pequeña travesía de Montparnase, la rue Vavin, situada a su vez frente al conocido restaurante La Coupole que cuarenta y cinco años antes había albergado a las tertulias surrealistas frecuentadas por Tristán Tzara, Breton, Eluard, pero también por Miró, Dalí y Gala. Otros menos recomendables se reunían también allí en la misma época, como María de Naglowska, rusa, nacida en Kazán, tierra de la que era oriunda Gala, la esposa de Dalí. La Naglowska conoció cierta fama en las entreguerras ostentando el título de “sacerdotisa de Lucifer”, fundando una secta a la que pertenecieron algunas eminencias de la intelectualidad y las artes de la época.

Cuando compuse mi libro “Dalí entre Dios y el Diablo” descubrí que Dalí asistió durante unos meses a las tertulias surrealistas de La Coupole y era absolutamente imposible que él y su esposa, no hubieran conocido a Maria de Naglowska. Mi tesis –que espero poder demostrar algún día- era que tanto Gala como Dalí habían extraído de la Naglowska lo esencial de sus ideas sobre el sexo y la magia (que no eran pocas y que, en realidad, Dalí situaba en el centro de su disparatada y paranoica visión del mundo). La lectura de algunos párrafos de los libros de la Naglowska (y muy especialmente de “Magia Sexual”, firmada por H.P. Randolph, pero que ella compiló y editó con un prólogo de Julius Evola) encuentran paralelismo en distintos episodios en la vida de los Dalí. La afición de Gala a los chicos jóvenes y la creencia de que el semen de macho recién estrenado podían alargar su vida y restaurar sus células procedía de la Naglowska, la idea de que la causalidad mágica gobierna nuestros días procedía también de ella, la obsesión por los objetos transformables en vehículos mágicos mediante poderes de evocación y que llevó a Dalí a construir el Museo de Figueras también era patrimonio de aquella extraña mujer; y en cuanto a la consideración de que el sexo abría la posibilidad de ir más allá del sexo, no tenía otra raíz intelectual que el pensamiento de la oscura “sacerdotisa de Lucifer” que, sin embargo, iba cada tarde a meditar a una iglesia situada en las inmediaciones, antes de sumergirse en la vorágine de discípulos que la visitaban en La Coupole.

Era imposible que en un microcosmos intelectual concentrado en los 400 metros cuadrados de La Coupole no hubieran acarreado una ósmosis entre una Gala siempre interesada por lo mágico, con la exiliada rusa que era la Naglowska mestra de magia y luciferismo, que para colmo compartía ciudad natal con la desagradable musa de los surrealistas. La Naglowska formaba casi parte de la plantilla de La Coupole, cada tarde estaba allí puntualmente a finales de los años 20, invitada por la administración del local a la vista de la cantidad y calidad de los clientes que atraía. Y en cuanto a Dalí, sus estancias en la capital francesa empezaron a proliferar desde aquella época. París era para Dalí el espacio de promoción, tanto como Nueva York supuso para él dinero y Port Lligat las raíces de su arte ancladas en el sol y en el viento del Alt Empordà. Lo dicho, era inevitable que los Dalí y la Naglowska no se hubieran conocido a dos pasos de donde me encontraba aquella tarde con Chantal y con los Graells.

Por otro lado, la rue Vavin, con todo lo minúscula que era, apenas cien metros entre Montparnasse y el boulevard Raspail, concentraba todo tipo de historias sorprendentes. Había allí un hotel miserable gestionado por unas zíngaras peripatéticas que en viajes sucesivos llegaría a conocer bien. El hotelito era miserable pero discreto. Nadie pedía documentación alguna –que, a fin de cuentas, era lo impotante- y el hecho que de tanto en tanto apareciera algún gusano en la cama (como me ocurrió) era un mal que consideraba menor. Por otra parte, podías estar durmiendo, abrirse la puerta y aparecer un fontanero que no albergaba el menor respeto para tu sueño. Leyendo la “Historia de la Magia” de Eliphas Levi, supe que él propio mago y nigromante de la belle epoque se había albergado en aquel hotelito miserable y, cuando años después, volví a la capital francesa en una semana que pasé allí con una muy querida camarada, el hotel estaba remodelado y convertido en un agradable nido de amor. Cada habitación llevaba el nombre de un viajero notable que se había alojado en algún momento de la historia del inmueble. Las habitaciones eran una especie de “gotha” del ocultismo y la magia europea de finales del XIX y principios del XX. Nos alojamos en la habitación a nombre de Alaister Crowley, otro satanista de pro. Eliphas Levi también tenía su estancia y Papus no quedó atrás.  La pizzería estaba situada justo en frente.

En la cena asistieron algunos camaradas italianos exiliados (el antiguo jefe de Avanguardia Nazionale de Triste, Gianfranco Susich (que entonces era el chef del local), Mario Scarpa, otro avanguardista triestino, dos camaradas franceses, Sixto Enrique de Borbón, Chantal, los Graells, nosotros tres, Delle Chiaie y su esposa, Leda Minetti. Siempre era un placer encontrar a los camaradas más variados en torno a unas pizzas con peperoni. Nos pusimos al día de lo ocurrido en los últimos meses que no era poco.

En un momento dado, en la mesa de al lado, un norteamericano medio borracho al oir que buena parte de la conversación era en italiano se volvió e hizo un comentario insolente sobre Mussolini, el peor posible en el peor momento a la peor gente que podía recibir aquel comentario. Uno de los italianos lo sacó literalmente a patadas del local. Estábamos sentados en el fondo así que tuvo que recorrer todo el espacio rebosando clientela a un lado y otro. Gianfranco, ejerciendo su cometido de chef, se creyó obligado a mediar, restablecer el orden y llamar a la calma a los clientes del local. Estos espectáculos siempre suponen algo desagradable para quienes buscan sólo un plato de lasagna o unos gnoquis con queso de buffala. Es curiosa la reacción de los medios ultras cuando ocurre un incidente de este tipo. Mientras en otros ambientes lo normal es llamar a los camareros para que resuelvan el incidente y llamen al orden al descarriado, en el ambiente ultra lo que se mide es la velocidad de respuesta y quién es el primero en enganchar al alborotador. En este caso, obviamente, fue el que estaba más próximo al núcleo del problema. La cosa distaba mucho de terminar ahí. El norteamericano, compungido –aunque tan borracho como antes- imploró a Gianfranco el poder terminar su cena y éste que, a fin de cuentas, era una persona sensible y comprensiva, lo devolvió a la mesa acompañándole con la mano derecha sobre el hombro. Era la señal de que estaba bajo su protección. Seguimos la cena y no pasaron ni dos minutos antes de que el norteamericano susurrara algo en el oído a Gianfranco para que éste lo agarrara del cuello y lo volviera a sacar del local con la novedad de que a cada zancada le propinaba un puñetazo en la cara en perfecta coordinacion. El americano llegó ante el pizaiolo, situado a la entrada, completamente hecho un guiñapo. Y es raro porque Gianfranco jamás nos quiso decir que le había susurrado al oído.

En el curso de esa cena se habló de todo. Relajados como estábamos, no respetamos la primera norma de la clandestinidad, acaso por que salvo los italianos ninguno de nosotros se encontraba en aquel momento en clandestinidad. Allí supe por Leda Minetti que Enzo Vinciguerra, “Enzino”, se había entregado a los carabinieri e iniciado la primera de sus tres cadenas perpetuas. Y en ello sigue treinta años después. Supe también que la policía había detenido a Alemany y a Tormo unas semanas antes a raíz de unos atracos cometidos por el grupo de exiliados italianos que habían quedado en España fuera de toda disciplina política. Si bien ambos fueron liberados tres días después y jamás fueron procesados, Alemany contó que su padre había tenido que deshacerse de dos ametralladoras Ingrams M-10 “Marietta” que tenía en depósito. Comentamos con Sixto Enrique también algunos detalles de lo ocurrido en Montejurra y sobre las últimas novedades políticas. Una velada, en fin, de camaradas, como cualquier otra, pero, eso sí, realizada en aquel lugar sorprendente de París.

En junio de 1980, cuando yo tuve que huir de España a causa de la redada posterior a las primeras detenciones en la manifestación contra el local de UCD en Barcelona, y, como ya he contado, me encontré casualmente a Alberto Viladot, el cual al día siguiente publicó en El Periódico un artículo cuyo subtítulo era “La policía busca a un abogado ultra de Barcelona”. Era evidente que Viladot había confundido al “dirigente del FNJ, abogado” (Graells) conmigo. Graells leyó el artículo y fue voluntariamente a declarara la Jefatura de Policía de Barcelona. Años después me dijo que lo había hecho acompañado por Eduardo Oriente, un camarada para realizar la asistencia como letrado. Lo dijo en el domicilio de otro camarada, Carlos Blasco, delante de otro, Mario Blanco y de nuestras esposas. No hace mucho –en realidad menos de quince días antes de escribir estas páginas- me enteré por el propio interesado que era falso: Eduardo jamás acompañó a Graells a la Jefatura en calidad de abogado.

Pocas horas después de su declaración, Alemany fue detenido y sometido a malostratos y torturas que, literalmente, hostia va, hostia viene, lo dejaron destrozado. Las dos “Mariettas” aparecieron, finalmente. No era raro que unos años después, un antiguo camarada, a la sazón funcionario de policía, me comentara que Graells estaba considerado como “informador”. Alemany se llevó, además de los palos, doce años de cárcel. Evitó la detención, huyendo y pasando diez años de clandestinidad hasta que la causa prescribió. El resto de la declaración de Graells ante la policía –repleta de inexactitudes, invenciones, detalles irrelevantes y tintas más cargadas que un café stretto- fue utilizada contra mí de manera irregular en el montaje urdido por el CESID en torno a mi implicación en el atentado contra la sinagoga de París…

Así era Graells. Con camaradas de este tipo no era raro que uno prefiriera la compañía de antiguos militantes de Bandera Roja como Viladot, cargos del PSUC como Vázquez Montalbán e incluso antiguos periodistas de estricta observancia antifascista como Xavier Vinader al que finalmente conocí al retorno de mi exilio. Lo dicho: “Camerata, camerata, fregatura asigurata”.

Quedaría por explicar por qué motivos Graells actuó así. Pero a decir verdad, se trata de algo casi irrelevante, mucho más jugoso sería explicar qué mecanismos mentales le llevaron del sindicalismo revolucionario del FSR a ser capaz de vestirse como general de opereta de los Reales Tercios cuarenta años después. Siempre he dicho que el doctor Freud se frotaría las manos si tuviera a Graells como cliente en la ansesala. La traición como el oportunismo siempre es atributo de lo humano demasiado humano. Pero esta es, como siempre, otra historia.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

Ultramemorias (VIII de X) Vicisitudes políticas de la transición. (8ª parte). Italianos estrafalarios.

La idea que a algunos nos “ponía” en 1977-80 era la de “fractura vertical dentro del sistema” que se convirtió en el eje de nuestra reflexión estratégica. La idea se basaba en un análisis de la sociedad española de la transición. Sosteníamos entonces –y no andábamos equivocados- que la sociedad española estaba escindida en dos mitades e intuíamos lo que luego se nos confirmó que la transición consistía en soldar esas dos mitades, generando un régimen “centrista” con dos componentes, un centro-derecha y un centro-izquierda que, a partir de ese momento constituirían los dos polos del bipartidismo español. Para nosotros, la “libertad de partidos” se reducía solamente a elegir entre dos opciones, centro-derecha (entonces representada por UCD) y centro-izquierda (PSOE). Intuíamos que todo lo demás estaría llamado a desaparecer en los próximos años. A medida que se iba elaborando el texto constitucional era evidente que, además de una larga parrafada de “derechos y libertades”, lo esencial era el sistema electoral y éste estaba diseñado para que durante muchas décadas se mantuviera siempre un inevitable bipartidismo. En cuanto al nacionalismo catalán y vasco no pasaría de ser un “centro derecha” regional que colaboraría con unos o con otros, según conveniencias. ¿Y el PCE? A la vista de cómo quedó el panorama electoral en 1977, era evidente que la izquierda se concentraría en las siglas PSOE. En realidad, ya en esos momentos se estaban realizando los primeros tránsitos, más a chorro que por goteo (el goteo dura todavía hoy y el caso de Rosa Aguilar es una muestra), de las filas de Carrillo a las de Felipe González. En 1979 esa tendencia se generalizó a pesar de que el PCE alcanzó entonces su techo electoral. Siempre sospeché que uno de los pactos secretos de la transición fue el desmantelamiento del PCE y que Carrillo fue completamente consciente de su tarea de desguace que abordó tras las elecciones de 1979.

Episodios como el Caso Papus o el Caso Scala iban en la misma dirección: amputar del panorama político a los extremos. La única forma de hacerlo era criminalizándolos ante la opinión pública. El tiempo haría lo demás. En mi informe a Blas Piñar, entre otras frases, le comentaba: “En diez años el 20-N se celebrará en un teatrito”. Me equivoqué por un par de años solamente. En 1987, en efecto, las “masas oceánicas” ya habían desertado de la conmemoración. Aun hoy,  a pesar de que el 20-N sigue celebrándose, quienes acuden carecen de voluntad política, incluso lo de menos es recordar al anterior jefe del Estado o a la figura del fundador de la Falange, forzados a morir el mismo día. Aun hoy millar o millar y medio de personas acuden cada año al 20-N, bien para saludar a gente de otras provincias a la que no ven en todo el año o bien para vender algo. Lo dicho, el tiempo trabajaba inexorablemente en contra de la ultraderecha: contra más tiempo pasara más se consolidaría la soldadura operada durante la transición entre las dos españas, el franquismo cada vez quedaría más atrás, y salvando los inevitables ajustes que requiere la instauración de todo nuevo régimen, contra más tiempo pasara más estabilizado quedaría el sistema.

Lo único que garantizaba que la ultra regresara nuevamente al poder era persistir en la división de la sociedad española en dos bloques. Eso, o de lo contrario, habría partidocracia para unas décadas. Nuestro drama en la época consistía en que no existía ningún grupo social sobre el que apoyarse si de lo que se trataba era de llevar una lucha política en lo que nos jugábamos era el todo o nada. Este análisis sobre la sociedad española nos llevaba a enunciar al estrategia de “fractura vertical”: era absolutamente imprescindible para poder trabajar políticamente en el futuro que persistiera una ruptura en las dos Españas y, en consecuencia, había que realizar un trabajo para aumentar y ensanchar la brecha entre ambas formas de concebir el futuro y… lanzar a cada una de las partes contra la otra. De aquí a enunciar una estrategia golpista no había más que un paso. Sí, porque la conclusión lógica de una temporada de inestabilidad era el golpe político-militar. No había otra. La ruptura democrática no había podido realizarse simplemente porque la oposición al franquismo jamás tuvo la fuerza social suficiente para forzarla como había ocurrido en Portugal con el movimiento del 25 de abril. Eso implicaba decir que una parte sustancial de la sociedad española se sentía vinculada al franquismo… por eso la transición no se presentaba como una “ruptura” sino como una forma de “continuismo”. Pero no lo era, llevaba hacia otra cosa que nosotros percibíamos que iba a ser nefasto para nuestro país. Todo lo que se hacía durante la transición tenía el signo de la ambigüedad y del doble sentido; odiábamos esa duplicidad y estábamos convencidos de que iba a ser el germen de males futuros.

¿He de pedir hoy disculpas por eso? No sé sinceramente, si había posibilidades distintas al futuro que nos forjaron en la transición, ni tengo muy claro que ese futuro fuera necesariamente más conveniente para nuestro pueblo. Pero, a fuer de ser sincero, no creo que la estrategia golpista que manejábamos en la época fuera la correcta. A fin de cuentas, en España se tenía necesidad de cambiar. Lo gris del franquismo legitimaba para pensar en un futuro democrático en tecnicolor y panavisión como el que nos anunciaban. Algunos de nosotros que no nos sentíamos vinculados ni emocional, ni políticamente al franquismo, pensábamos sin embargo, que la situación en Italia con una corrupción galopante, un terrorismo de Estado y un terrorismo de extrema-izquierda que criminalizaba a nuestros camaradas y una inestabilidad política a la orden del día, era nuestro futuro. Y no estábamos dispuestos a pasar bajo las horcas caudinas de un sistema que se anunciaba para el futuro y que nos traía eso precisamente: la italianización de España.

Intuíamos como iba a ser el futuro y nos causaba abominación y náusea. El problema era que no teníamos nada creíble que ofrecer. Según la “teoría de la escalera”, la democracia formal, suponía retroceder un peldaño en la marcha hacia nuestro modelo ideal de Estado construido sobre la base de tres valores: Orden, Autoridad y Jerarquía. Elegimos la vía golpista y, al menos en nuestro grupo de activistas, queríamos creer que ofrecíamos algo más: no era que el golpe político-militar supusiera el canto a la dictadura y al sacrificio de las libertades políticas, ni siquiera era para nosotros –aunque sí para la inmensa mayoría de la ultraderecha- un retorno al franquismo. Sabíamos que Franco había muerto y que su régimen ya no era recuperable porque faltaba la pieza clave. Queríamos evitar, solamente, que el país cayera en manos de políticos corruptos y oportunistas que actuaran sin el temor a un anciano atrincherado en el Pardo que, por su mera presencia, contuviera lo peor de la partidocracia: la confusión entre el interés de una parte con el interés general. Sabíamos que eso ocurriría. Sabíamos también que el nacionalismo utilizaba un doble discurso en el que “nacionalidad” quería decir lo mismo que “nación” y este concepto llevaba inevitablemente hacia el escalón siguiente, la independencia de las partes. Creíamos sinceramente que las autonomías no iban a ser más que una etapa intermedia entre el jacobinismo franquista que despreciábamos y la secesión de partes del Estado que preveíamos. No era necesario para nosotros que pasaran 30 años de democracia para saber que  el nacionalismo regionalista siempre iba a pedir más y que tras el nacionalismo no se escondía la reivindicación de la tierra natal, sino simplemente un proyecto en el que unas clases políticas locales querían aprovechar el tirón emotivo y sentimental de la región simplemente para medrar. El abogado Samuel Jhonson no tenía razón cuando dijo aquello de que el patriotismo era el último refugio de los sinvergüenzas, en realidad el nacionalismo es mucho más simple: es la cara dura quintaesenciada.

Todos nosotros teníamos una vida sexual bastante activa y desde siempre concebimos a las relaciones entre hombre y mujer como situadas mucho más allá de un sacramento o de un contrato entre cónyuges a rubricar ante el alcalde o el concejal de turno. La moral sexual del franquismo nos parecía absolutamente pacata e insalvable, pero no terminaba de gustarnos eso de que en las Ramblas de Barcelona, los kioscos en los que en otro tiempo habíamos comprado libros, ahora se vendiera solamente pornografía. Intuíamos ya entonces que eso de folgar era sano y natural y lo practicábamos siempre que podíamos, pero que aquello otro de matarse a pajas ante cualquier revistucha surgida al calor de la transición era una triste forma de reivindicar la libertad sexual. Los años 1976-1979 fueron en este sentido pura locura. Viendo hoy el cine del destape se percibe en él una neurosis sexual que no era la de la sociedad española, sino muy especialmente la de unos directores y productores a los que les daba morbo ver a sus hembras favoritas desnudas ante la cámara o folladas por terceros. Y aún debían pasar unos años antes de que Almodóvar diera rienda suelta a sus fantasías eróticas  personales haciendo de Luisito Bosé un juez por las mañanas y travelo por las noches. Ese cine, francamente, valía tanto como una mierda bien aplanada y era completamente prescindible. Y, a fin de cuentas, entre el pacatismo franquista y el despiporre de la transición, algunos preferíamos una sexualidad que no fuera tan omnipresente y invasiva. A pesar de que el porno irrumpiera como un canto a la libertad, aquello era demasiado degradante y fatuo como para olvidar que las grandes actrices del porno de la época (quienes las llamaban “musas de la transición” evidenciaban haber conocido a muy pocas musas) no pasaban de ser unas pedorras que habían inventado la sopa de ajo conocida por las hetairas de todos los tiempos: a falta de algo mejor comercia con tu cuerpo si es que hay alguien dispuesto a dar dos duros por él.

Se mezclaba la libertad con el porno con la misma facilidad con la que se decía que esa misma libertad aboliría todo el terrorismo. Para nosotros era otra falacia. Existía terrorismo porque existían terroristas. Ni antes de la muerte de Franco ni después existían argumentos válidos como para justificar un bombazo o el asesinato de alguien. Lo que existía era mucho acomplejado con ganas de hacer algo grande para impresionar a la peña de amigotes o a la chica de sus desasosiegos, o simplemente demasiado psicopatón y, poco importaba si había que matar a alguien o matar a una docena en una sola tacada. Contra más se relajara la tensión antiterrorista, más libres se sentirían los terroristas para superar sus  complejos por vía del cancarrazo y el tiro en la nuca. Teníamos la convicción de que, contrariamente a lo que proclamaba Cuadernos para el Diálogo, “contra terrorismo, democracia”, lo que ocurriría era justo lo contrario: “más democracia, más terrorismo”. Italia, tan similar a nuestro país, había seguido ese camino y teníamos la presunción de que en España ocurriría otro tanto.

Paréntesis sobre el “stragismo”

Entre 1973 y 1977, personalmente había conocido a algunos de los llamados “stragisti” italianos. La traducción exacta de este término es “masacradores”. Se conocía como “stragisti” a los neofascistas que sostenían la necesidad de practicar el terrorismo para castigar a una sociedad corrupta en la que –como, por otra parte decía Cohn Bendit- “cada cual merecía la bala que se disparaba contra él”. Esa tendencia empezó a aparecer entre 1968 y 1969 en los medios más radicales del neofascismo italiano. Buena parte de los “stragisti” italianos se basaban en las últimas formulaciones del pensamiento de Julius Evola, quien, sin embargo, rechazaba las conclusiones a las que habían llegado estos “discípulos” descarriados. Evola en plena contestación había escrito un libro del que me cupo el honor de haber traducido al castellano: Cabalgar el Tigre. La tesis de Evola era que cuando una sociedad entra en decadencia lo único que puede realizarse es, apartarse y ver como llega hasta los últimos estadios del proceso desintegrador (y esto es lo que las sociedades orientales llaman “cabalgar el tigre”) o bien acelerar ese mismo proceso. Algunos “stragisti” sostenían que las masacres indiscriminadas eran una forma de lograr la “desintegración del sistema” acortando los plazos.
 
Existían dos riesgos: que los “stragisti” tuvieran, efectivamente, los santos cojones y la carencia de neuronas necesaria para acometer esa locura de “acelerar la desintegración del sistema”, lo cual era poco probable, o bien que su acumulación de odio intelectual fuera aprovechado por determinados servicios del sistema político italiano para… reforzar al sistema. Desde 1969, cuando estalló la bomba de la Banca de Agricultura de Milán, era evidente que el efecto inmediato de este tipo de atentados indiscriminados era que la población tendiera a refugiarse bajo el paraguas protector del sistema, por puro pánico, renunciando a sus libertades, incluso al pensar en libertad. No era por casualidad que entre 1969 y 1983 detrás de cada célula “stragista” descubierta en Italia las pistas llevaran siempre a determinados servicios de a seguridad del Estado. No existía un “stragismo” autónomo, sino unos “stragistas” cuyos escritos eran todo lo que el Estado italiano precisaba para responsabilizarlos de un terrorismo que ni podía ni tenían capacidad para desencadenar. A cuarenta años de distancia releer el  opúsculo de Giorgio Freda (que influyó extraordinariamente en todos esos ambientes) de título característico, La Desintegración el Sistema, implica advertir las dimensiones del monstruo creado. No hacía falta más. Freda se limitó a enunciar unas tesis teóricas que luego los servicios de inteligencia italianos publicitaron. Como “alternativa política” no se le ocurrió nada mejor que llamar a la unión entre la extrema-derecha y la extrema-izquierda para combatir al sistema. Era todo lo que los servicios necesitaban para presentar al atentado contra la Banca de Agricultura de Milán como el primer efecto de esta estrategia, pues no en vano, primero se responsabilizó a anarquistas, luego a neofascistas y finalmente a una célula compuesta por anarquistas y neofascistas. La habilidad de los servicios de inteligencia consistió en presentar como culpable al Círculo XXII de Marzo… en el interior del cual trabajaba políticamente –y no como informador como se ha dicho- un querido amigo de singular sensibilidad intelectual: Mario Michele Merlino. Merlino, militante de Avanguardia Nazionale se había especializado en captar activistas de extrema-izquierda, no para reciclarlos en una estrategia de “extremismos opuestos para derribar al sistema”, sino para convertirlos en militantes de Avanguardia. Doctor en Filosofía, utilizaba para ello una argumentación que llevaba del nihilismo anarquista, al nihilismo nietzscheano y de ahí a Julius Evola. Por eso, no por otra cosa, Merlino estaba infiltrado en la extrema-izquierda. La debilidad de la posición de Mario Merlino consistía simplemente en que era un neofascista infiltrado en un círculo izquierdista para captar militantes. El sistema lo presentó como un ejemplo de “colaboración entre extremismos opuestos”.

Entre 1968 y 1973, en Italia fueron desactivados, uno a uno, varios núcleos “stragisti”. En el arranque de estas ultramemorias hemos relatado el caso de Enzo Vinciguerra. La diferencia con otros es que Vinciguerra llegó a cometer “su” atentado, mientras que las acciones de los otros grupos no pasaron de ser pequeños actos de terrorismo urbano y, en la mayoría de los casos, meras declaraciones de intenciones. Freda, por su parte, víctima del monstruo que él mismo había creado, infiltrado hasta las trancas por gentes que trabajaban para el Servicio de Información de la Defensa, inició en aquella época un largo periplo por las cárceles de toda Italia que duró más de diez años, fuga incluida de la Isla de Giglio a Puerto Rico y de Puerto Rico a la isla de Giglio acompañado por unas cuentas docenas de carabinieri.

El 4 de agosto de 1974 tuvo lugar el atentado contra el tren Italicus con un resultado de 12 muertos y 50 heridos. La bomba estaba preparada para estallar en el interior del túnel que lleva a San Benedetto Val di Sambro. De no haber sido por un providencial retraso, los muertos se hubieran podido contar por centenas. Pocas horas después ocurrieron dos sucesos paralelos: de un lado, los carabinieri habían descubierto lo que se presentó como un “campo paramilitar neofascista” matando a uno de sus integrantes, Giancarlo Esposti; por otra parte estalló una bomba cuya paternidad fue reivindicada por “Ordine Nero”. Estos dos episodios merecen ser ampliados con cierto detalle.
Inexplicablemente, pocos minutos después del estallido del tren Italicus, la policía italiana difundía un dibujo realizado no se sabe bien por quien del terrorista que había colocado la bomba. Ese dibujo representaba inequívocamente el rostro de Giancarlo Esposti, el cual, a mayor abundamiento no tenía coartada… se encontraba en pleno bosque acompado junto a un Land-Rover cargado de armas y explosivos. Luego, no podía ser sino culpable. Milagrosamente, en pocas horas, la policía logró localizar a Esposti y a sus compañeros en medio del bosque. Los carabinieri les anunciaron que estaban rodeados y que se rindieran. Esposti fue el primer en salir y resultó inmediatamente abatido con un tiro lanzado por un capitán del cuerpo con un rifle dotado de mira telescópica… cuando estaba manos en alto. Esposti asesinado ¿por qué? Los muertos siempre se “comen el marrón” y si el “marrón” era la bomba del Italicus, Esposti era el culpable perfecto: había sido identificado y su rostro dibujado, además había sido localizado junto a armas y explosivos. Todo perfecto, salvo por un pequeño detalle: Esposti, en los últimos meses se había dejado crecer el pelo y la barba. Este pequeño detalle hizo que toda la construcción sobre el terrorista responsable del crimen se derrumbara. Por lo demás, el Land Rover cargado de armas le había sido entregado por un provocador el cual les hizo creer que en toda Italia se estaban creando grupos de guerrilleros rurales a la espera de la señal para el golpe de Estado, obviamente, otro provocador al servicio del SID.

Respecto a la bomba reivindicada por “Ordine Nero” cabe decir que no sería la primera vez que un grupo es inducido a cometer un pequeño atentado intrascendente que contribuye a dar credibilidad a su vinculación con un gran atentado. Hace unos capítulos hablábamos de la “cancha” que la policía de Barcelona había dado al grupo ultra creado en torno a Juan Bosch, para, permitiendo que durante meses sus pequeños delitos y atentados quedaran impunes (aun cuando todos, incluidos los confidentes habituales de la policía, supiera con todo lujo de detalles quién los había cometido)… para esperar a responsabilizarlos de un gran atentado. En Italia había ocurrido lo mismo. Me lo explicó personalmente uno de los que vivieron en primera línea todos estos episodios.

En septiembre de 1974 un camarada me anunció la llegada de un italiano exiliado que recaló en el local de CEDADE a falta de algún contacto mejor. Un amigo mío lo había conocido allí y me lo presentó. Se trataba de Augusto Cauchi, que en aquel momento era una especie de play boy del terrorismo neofascista. Procedía de Ordine Nuovo y anteriormente había realizado una estancia en el Fronte della Giuventú del MSI, a las órdenes de Marcho Tarchi (que poco después disputaría con poca fortuna a Fini la dirección de esta organización juvenil) a quien conocía desde 1970. Cauchi y Tarchi eran los personajes más opuestos que podía concebirse. El segundo, un intelectual, frecuentemente espeso que alguna vez ha sido llamado con cierta ironía “il grefiero fiorentino” (que viene a ser algo así como el “escribano florentino”). En cuanto al primero, era la única persona que he conocido en mi vida que se autodefinía como “terrorista”, nada de cómo “guerrillero urbano” o “activista contra el sistema”, simplemente “terrorista” (¿para que vamos a ir con mariconadas? Debía pensar).

Desfile de ultras extranjeros por Barcelona

Cauchi había cruzado la frontera un par de días antes dejando al camarada con el que había huido –creo recordar que era Luciano Franchi o quizás Piero Malentachi- en un hotelito de Perpignan. Así que hubo que enviarle a alguien para contactar con él y tratar de preparar el cruce de la frontera. Fue un camarada que me había presentado Bosch, procedente de Lérida como él, a quien envié. De retorno me comentó que el tipo estaba muy nervioso y que lo más probable era que decidiera volver a Italia y entregarse. Además, añadió, era posible que fuera armado, lo que complicaba todavía más las cosas. De pasaporte válido para cruzar la frontera española, nada, por supuesto. Sin embargo, Cauchi, más previsor había conseguido huir con un pasaporte recién falsificado y allí estaba en un bar de la calle Junqueras, explicándome los motivos que le había llevado a emprender un viaje apresurado. Su abogado, le había avisado de la redada y él no había preguntado que por qué. Simplemente se limitó a liar tres maletas y salir cortando.
 
Lo primero era acomodarlo. Y lo acomodé en casa de los Graells, a la espera de ver de vincularlo a la red de exiliados formados en torno a Delle Chiaie. Al principio, a Graells le hizo gracia eso de conocer al primer neofascista italiano de su vida. Hasta ese momento, su único contacto con grupos más o menos ultras extranjeros, se había reducido a un peculiar portugués que le presenté, más por quitármelo de encima que por otra cosa. Era éste un monárquico ultralegitismista que consideraba a los falangistas como “subversivos” pues no en vano eso de que afirmaran ser revolucionarios le producía acidez de estómago. El momento clave del encuentro fue cuando Graells, que lo desconocía todo sobre la historia de Portugal –cosa muy extendida entre la ultraderecha española a pesar de las declaraciones “iberistas” que con cierta frecuencia se reinteran- le preguntó si en el vecino país había muchos monárquicos. El otro, con un aplomo y una dignidad propia de un hidalgo viejo español contestó de manera ponderada: “Monárquicos auténticos, en realidad, somos mi primo y yo”, lo que equivalía a decir que estaban más solos que la una. Nunca entenderé porqué aquel tipo apareció por el Círculo José Antonio.

Mucho más justificada fue la visita en aquella misma época de cinco militantes franceses del Mouvement Jeune Revolution, procedentes de París y de Toulousse. Yo tenía por allí a un corresponsal, del MJR, Jacques Camredon, así que pronto sintonizamos. Dos de estos eran chicas de buen ver lo que facilitó todavía más las cosas. El otro era Francis Bergeron que todavía corre por la ultra francesa moviéndose en círculos intelectuales y escribiendo algunos libros sobre cultura de derecha. Iban todos en un Fiat al que no había forma de que le entraran las marchas y se sentían extremadamente próximos del pensamiento falangista que conocían bien. El MJR había sido creado en los años 60 por antiguos cuadros de la OAS-Metropolitana, muy influido por las tesis del coronel Château-Jobert. En el MJR militaba también Michel Schneider quien, desde Niza editaba los Cuadernos del Centro de Documentación Política y Universitaria que recibía regularmente y que eran una especie de revistas de difusión restringida que contenían artículos de mucha calidad y muy originales en cuanto a su planteamiento. Schneider entraría luego en el Front National junto a Alain Boinet (su novia era una de las que visitaron el Círculo José Antonio en 1974) y Jean Pierre Stirbois que llegaría a ser secretario general del partido de Le Pen, y la persona que logró que esta formación arrancara. Cuando esto ocurría (1981), el MJR había pasado a denominarse Mouvement Solidariste Français y luego a partirse en varios trozos de los que salió el Groupe Action Jeunesse de Malliarakis y la Union Solidariste en la que se encontraban Boinet, Schneider y Stirbois. Estos se habían especializado en acciones de protesta contra el comunismo que les llevó a hacerse detener en la Plaza Roja de Moscú distribuyendo propaganda antisoviética del NTS (la única estructura política organizada clandestinamente que existió en la URSS, los “solidaristas” rusos). Trabajaban con una organización anticomunista radicada en Munich, el Bloque Antibolchevique de las Naciones del que se decía que estaba organizado por la CIA y que recibía una cobertura exhaustiva desde Radio Europa Libre, lo que no implica por supuesto que los solidaristas franceses tuvieran esta servidumbre.

Augusto Cauchi, “il terrorista”

Graells estaba muy satisfecho de que los franceses conocieran perfectamente a la figura de José Antonio Primo de Rivera y lo esencial del pensamiento falangista. Así que debió pensar que Cauchi estaba en una línea parecida. No era así. A Cauchi le traían al fresco las cuestiones teóricas y si bien había oído hablar de José Antonio y de la Falange, le importaban tres pitos. Lo suyo era el “terrorismo” sin complejos. Era, en cualquier caso sorprendente. Me explicaba que en algún momento todas sus ropas –y solía vestir de marca- olían a gasolina. Los bombazos y los incendios provocados en locales de izquierda, de centro y de derecha, eran incontables. También las anécdotas que contaba sobre el MSI no tenían desperdicio. No había duda de que era un tipo echado p’adelante capaz de cometer cualquier atentado sin pestañear. Sin embargo, en un momento dado, hablando sobre lo que le había traído a España me dio algunos datos importantísimos para valorar lo que estaba pasando en esos mismos momentos en Italia.

Me explicaba que él había reorganizado Ordine Nuovo en Arezzo, su zona de influencia: “En principio no había nada, pero luego logramos sacar dinero de médicos, de militares, de masones…”. Fue la primera vez que oí hablar de la existencia de un grupo masónico que apoyara a la extrema-derecha. Cauchi entonces lo ignoraba casi todo de este grupo, lo único que le constaba era que se trataba de masones muy bien relacionados que daban dinero para estimular el terrorismo neofascista. Anoté estos y cualquier otro dato esperando la mejor ocasión para pasarlos a la red de ayuda. Fue el primer rastro de la existencia de una logia masónica cuyo nombre se conocería solamente dos años después, la Logia Propaganda 2, de carácter irregular formada en torno a Licio Gelli, cuya residencia de Villa Wanda, se encontraba precisamente en Arezzo, la ciudad donde residía Cauchi.

Como quien juega con fuego resulta chamuscado, Cauchi no se percató de que “alguien” estaba creando a otro “culpable perfecto”. No lo detuvieron por ninguno de los incendios ni de las bombas de escasa entidad que colocó… pero cuando estalló la bomba del Italicus la célula formada en torno suyo y a Mario Tutti, recibió el mazazo final. Tutti, a todo esto, cuando tres carabinieri lo fueron a detener (y era raro porque en, en general, cuando se detenía a algún neofascista movilizaban a decenas de carabinieri), entendió que algo no iba bien y disparó una ráfaga con su Sten matando a dos de ellos. Luego desapareció para refugiarse durante unos meses en la Costa Azul en donde fue localizado. Tras participar en el asesinato en cárcel de Ermano Buzzi, uno de los eslabones entre el medio neofascista y los servicios especiales del régimen italiano, tuvo una crisis mística, se arrepintió de todo lo hecho y se convirtió en una especie de ONG ambulante. Lejos quedaba el período en que tenía 29 años, con la cadena perpetua recién estrenada, y tras reafirmar su radicalismo neofascista había respondido a un periodista: "¿Quién le ha dicho que voy a quedarme en la cárcel toda la vida? Detesto la vida sedentaria".

En cuanto a Cauchi, las cosas se empezaron a torcer ya en casa de los Graells. Cauchi, de buen comer y mejor beber, se me quejaba de que lo mataban de hambre y que la entonces señora Graells apenas realizaba sus primeros pinitos en el arte de Arguiñano, así que había optado por tomarse un bocata cada noche antes de regresar a su hogar provisional. Así estuvo mes y medio hasta que alguien lo localizó. Me llamó con la voz temblorosa: “Mi hanno individuato. Fai cualque cosa”. Y lo que quería era que alguien le sacara de aquel piso de la calle Sicilia que se había convertido para él en una trampa.

Lo primero era ver si se trataba de una realidad o acaso de una paranoia, así que tuve que desplazarme al lugar. Efectivamente, había gente que no debía haber en la parada de bus situada ante el domicilio de los Graells. Subí e intenté tranquilizarlo: “No te preocupes, en una hora pasaré delante de la casa, estate preparado porque habrá que subir con el coche en marcha”.

Aquello ya le gustó más. Una hora después, subía de nuevo al piso; luego, ambos nos preparamos en el portal para meternos en plancha en el Mini de Arturo, otro camarada de los echados p’adelante que no dudaba en presentarse voluntario ante situaciones complicadas. El coche apenas se detuvo, simplemente moderó la velocidad; salimos corriendo del portal y nos metimos en plancha dentro del vehículo que salió corriendo con una puerta abierta. Un todo terreno se nos echó encima intentando cerrarnos el paso, pero Arturo, en plan conductor suicida, consiguió evitarlo a riesgo de que todos, empezando por el vehículo, saliéramos hechos trizas. El todoterreno nos siguió durante unas manzanas hasta que finalmente, encontramos en las inmediaciones de la Sagrada Familia a un vehículo que intentaba desaparcar y que logramos superar por la mínima, cortando el paso al Land Rover que nos seguía. Los Graells, a todo esto, habían seguido desde la terraza la azarosa fuga. Tardamos cuatro horas en llegar a Valencia y acomodar a Cauchi en un piso de la Gran Vía Marqués del Turia. Nos había ido a todos por los pelos. Lo más probable era que fuera la policía italiana o gente de los servicios quienes habían localizado a Cauchi, vaya usted a saber cómo.

Unas semanas después lo volví a buscar a Valencia. Llegamos a eso de las 2:00 de la madrugada. Ni había teléfono ni timbre en el portal así que hubo que despertarlo tocando la bocina algo así como hora y media. Valencia era en aquella época una ciudad de tráfico desmadrado y en el que la policía municipal contaba con uncatálogo variado de ultras ilustres, así que no había riesgo de que nos detuvieran como merecíamos simplemente por el escándalo organizado. A todo esto, Cauchi no podía dormir, había unos capullos que no dejaban de tocar la bocina… finalmente cuando se despertó con la sana intención de lanzarnos un pisapapeles, supo que éramos nosotros.

De nuevo en Barcelona, no volvería a ver a Cauchi hasta cuatro meses después en circunstancias no menos anómalas que las anteriores.
 
Vicenzo Salciolli, "il dottore"

Habitualmente compraba la revista italiana Epoca, más por darme aires de intelectual políglota que por sus contenidos que oscilaban entre lo banal y lo miserable. Pero en aquel número que compré en el invierno de 1974 había una entrevista deliciosa de leer. Puestos a provocar, el entrevistado, un tal Enzo Salciolli, lanzaba un órdago a la grande: no solamente anunciaba la existencia de un “gobierno italiano de derechas en el exilio”, sino que además, se autotitulaba “jefe del Estado Mayor”. Y todo esto en la misma época en la que los medios responsabilizaban a la ultraderecha italiana de los atentados del tren Italicus y de la bomba que estalló en la Piazza della Loggia de Brescia. Evidentemente, o se trataba de un provocador o de un simple mitómano o de las dos cosas. O solamente de un gilipollas, sin más, que se habría llevado cuatro duros por la exclusiva. En aquel momento siempre había un medio italiano dispuesto a publicar cualquier barbaridad increíble.

Salciolli era un tipo que aparentaba en torno a 45 años en las fotos publicadas por Epoca. A pesar de estar fotografiado tras una mesa de oficina, adornada por una calculadora y un curioso dispositivo para colocar rotulares y bolígrafos, se adivinaba una barriga prominente o incluso desbordante. Nariz pequeña pero puntiaguda y una calvicie consumada, completaban el cuadro físico de alguien que no parecía pestañear a la hora de fantasear a tutiplé. Decía haber sido guardaespaldas del ex presidente de la República Giovanni Gronchi (y efectivamente luego supe que lo había sido y que esta era, de hecho, la única verdad que contaba en toda la entrevista). Decía haberse autoexiliado, pero la revista no aportaba ningún detalle que permitiera localizarlo geográficamente. Insinuaba encontrarse en un país mediterráneo, pero podía ser tanto Grecia, como Libia, Argelia o España. El sujeto dio que hablar durante unas semanas y casi no me acordaba de él cuando Cauchi reapareció por Barcelona. Todavía no estaban claras las cosas en torno a su juego, así que no lo había conectado con la red de camaradas italianos residentes en España. Por insondables caminos se había establecido en Sant Feliu de Guixols y tuvo ocasión de conocer, adivinen a quien: a Enzo Salciolli.

Me lo definió como “un empresario multimillonario que tiene una empresa en la Vía Augusta de Barcelona” Una empresa ¿de qué? Fabricaba y vendía máquinas de pin-pong electrónicas que en 1974 eran lo más parecido a un videojuego y se situaban en la vanguardia tecnológica más puntera. Hoy hace sonreír la dimensión la máquina –equivalente a un volumen de bidón y medio de barril Brendt- dotada con una pantalla de 14’ en la que un punto recorría la pantalla de un lado a otro esperando que a cada lado los jugadores la devolvieran al otro lado. Había gente con tendencias adictivas que gastaba fortunas en aquellas estúpidas máquinas que, sin embargo, rivalizaban con los recién aparecidos “matamarcianos”. Las fabricaba Salciolli en un pequeño taller situado en los bajos de un edificio de oficinas de la Vía Augusta próxima a la calle Muntaner. En el tercer piso tenía un despacho y allí me lo presentó Cauchi. Pude reconocer con facilidad la calculadora Olivetti y el utensilio para colocar bolígrafos y rotuladores e incluso los mismos rotuladores que aparecían en las fotos del Epoca.

Cauchi me comentó volviendo de Sant Feliu de Guixols que Salciolli promovía la creación, cómo no, de un “grupo terrorista”. Terrorista, a secas. Era el sueño dorado de Cauchi: un grupo terrorista para él solo que operara a nivel internacional. Incluso tenía pensado el nombre: “Frente de Liberación Mediterráneo”. Se trataba tan solo de elegir a unos cinco activistas en cada país. Salciolli se encargaría de organizar un curso para formarlos en el que debían participar desde una mujer “especialista en lanzamiento de cuchillos”, hasta un experto en terrorismo “procedente de las SS” (cuando el propio Salciolli me lo comentó no pude sino ironizar: “Ejem… creo que las SS fueron disueltas en el 45”. Y él no se inmutó: “Ya, pero se han reconstituido”. Y me lo dijo sin pestañear, con un aplomo digno de Manolete o del Platanito). La única condición para seleccionar a los miembros era que no estuvieran casados ni tuvieran ataduras y fueran de fidelidad probada. Cauchi, hay que decirlo, había pensado en mí y me pedía que hiciera una lista de militantes para participar en ese “Frente de Liberación” de Francia y España. Poco después, Salciolli, ya en su oficina de Barcelona, me contaba exactamente lo mismo incluso con las mismas palabras. En estos casos, uno dice siempre que sí, que adelante, que vale, que todo lo que usted quiera, ¿”frente de liberación”? perfecto, y además dos huevos duros, que dio dos huevos duros, tres huevos duros en vez de dos, ¿cinco activistas en Francia y en España?: no hay problema. Los que haga falta. Luego ya se vería. La idea en estos casos es siempre la misma: si uno se hecha para atrás y dice aquello de “Verá usted, yo es que, en el fondo, soy muy buena persona; y terrorismo, lo que se dice terrorismo, mire, yo es que no sirvo para eso”, entonces lo que puede ocurrir es que uno pierda el contacto, el baranda en cuestión siga con su plan buscando a otros “pringaos” y se pierda definitivamente la posibilidad de dar con lo que había detrás de todo esto. Decir sí a este tipo de propuestas enloquecidas es lo único que garantiza la posibilidad de acercarse a lo que hay detrás. Y de eso se trataba, a fin de cuentas: de saber qué tenía Salciolli detrás de sí. O dicho de otra manera: si era provocador, faltaba saber al servicio de quién y si solamente era un mitómano hacía falta saber si lo manipulaba alguien o es que llevaba la provocación en las fibras y le gustaba salir en los medios aunque fuera para quedar como un imbécil ante toda Italia.

Salciolli tenía algunos gestos curiosos propios de su zona de origen, el norte de Italia. Solía, por ejemplo, cerrar el puño con el dedo índice extendido y con él hacía ademán de rascarse la mejilla cuando aludía a alguien. Eso quería decir que el aludido era un tipo duro, a toda prueba, alguien en el que podía confiarse a ciegas. En esa época, con los encuentros entre Cauchi y Salciolli, conseguí familiarizarme con el lenguaje gestual italiano, extremadamente significativo por lo demás: golpear con la palma de la mano derecha la parte superior de la izquierda en vertical, acompañando ésta con un movimiento de muñeca venía a querer decir algo así como “fuera”, “dale puerta”, “lárgate”, “me largué”, todo ello quedaba comprendido en el hispánico “a tomar po’l culo” que en italiano tiene su equivalente casi textual.  El gesto contenía una polisemia de ideas y significados sin parangón en el lenguaje gestual cispirenaico. Luego estaba aquel otro gesto tan italiano de agitar una mano o las dos uniendo todos los dedos al pulgar que suponía tanto una pregunta como la exigencia de una respuesta, como una imprecación o incluso –según la palabra que lo acompañara- una maldición. No había frase en la que Salciolli dejara de utilizar alguno de estos gestos. En ocasiones, contra más visible y ostentoso fuera el gesto, mayor énfasis se quería poner en la dirección implícita y en otras –el alabar las dotes para la clandestinidad- el gesto era casi imperceptible, como si se expresara un juicio en voz baja para que nadie lo captara, sólo el interlocutor. En fin, recuerdo aquella época como un tratado de antropología gestual de la Italia del centro-norte.

En un momento dado de nuestra primera conversación, Salciolli me pidió si conocía a algún abogado. Efectivamente, conocía a varios, pero el que tenía más cerca y el que estaba más urgido de efectivo (no en vano se había casado no hacía mucho) en aquel momento era a Ramón Graells, así que se lo presenté. Era la forma de disponer de más fuentes de información acerca de Salciolli. Luego precisó una telefonista y le presentamos a una militante juvenil del Círculo José Antonio. Era la forma de saber quién llamaba al “Dottore Salciolli”. Fue entonces cuando me puse en contacto con Delle Chiaie para circuitar a Cauchi y sacarlo de aquel entorno que parecía excepcionalmente peligroso y anómalo.

Viajé a Madrid apenas estrenado el Puente Aéreo. Delle Chiaie, se había instalado allí desde hacía unos meses y su red había abierto tres establecimientos que servían de cobertura, mucho más que como fuente de ingresos: la Import-Export Erterprise, la pizzería L’Apuntamento y La Transalpina, una agencia de viajes. Nos reunimos en la sede de la Enterprise. Delle Chiaie sostenía que detrás de Salciolli no había nada importarte, de todas formas, valía la pena tener un encuentro con él, aunque solamente fuera para evitar que siguiera creando “alarma social” (el término no existía en 1974 y Della Chiaie se refirió en todo momento a que habría que “evitar nuevas provocaciones” por parte de Salciolli, que era como decir que no hiciera más el borde.

Pocas semanas después, Delle Chiaie se desplazó a Barcelona con un grupo de militantes de Avanguardia Nazionale. El objetivo era secuestras a Salciolli y convencerle de que no insistiera más por la vía que había emprendido. No estaba bien eso de inventarse un “gobierno italiano de derechas” y mucho menos autotitularse “jefe de su Estado Mayor”. Las cosas no salieron como preveíamos y mi problema fue que no reparé en lo que había ocurrido en pocas horas.

Era cierto que Salciolli tenía cierta preparación que solamente los servicios de inteligencia podían aportar. En cierta ocasión, no recuerdo por qué, coincidimos en la sede de la empresa, Cauchi, Mariví la esposa de Graells y Cauchi. Salciolli nos pasó a la sala de juntas y allí estuvo departiendo con nosotros. Sin embargo cada diez minutos salía alegando cualquier excusa para volver luego y reintegrarse en la conversación. En una de estas ausencias, Mariví, una verdadera fuerza de la naturaleza, intuitiva como pocas ricashembras que he conocido, se sintió impulsada a mover un cuadro bastante horrible que mostraba a un clown descompuesto que más parecía un sioux con pinturas de guerra. Detrás apareció un minúsculo micrófono de última generación. Era evidente el juego de Salciolli: lanzaba un tema, luego se ausentaba para oír qué opinábamos en realidad y saber si desconfiábamos de él o no. Luego volvía y reconducía la conversación hacia otro tema. Inútil decir que tras aparecer el micrófono, cada vez que se ausentaba, loábamos su nombre y cantábamos encomiásticamente sus presuntas virtudes. Algo más tarde, él volvía hinchado como un pavo real.

A las pocas semanas me di cuenta de que Graells que estaba allí para informar sobre los movimientos de Salciolli… no informaba y que la chica falangista colocada como telefonista no aportaba ningún dato de interés. Era raro, pero aquella oficina era una casa de locos. La secretaria de dirección parecía cada vez más lánguida y acto seguido, agresiva, luego distante y más tarde insolente y faltona, un día sí y otro también se mareaba y luego tenía constantes caprichos. Además, se estaba hinchando por momentos. Blanco y en botella. Cauchi fue el primero en advertir que estaba embarazada. Ella lo negaba, pero su volumen aumentaba de día en día. Luego estaban los acreedores, los impagados y el peloteo bancario, pero lidiar con todo esto era cosa de Graells. Al final, él y su mujer se sinceraron: Salciolli les pagaba 14.000 pesetas al mes que les eran esenciales para su ritmo de vida así que no estaban dispuestos a hacer nada que pudiera peligrar su continuidad en la empresa. En cuando a la otra chica, tampoco había que obsesionarse sobre quién llamaba o dejaba de llamar. Lo malo fue que el novio de esta chica, otro falangista del Círculo José Antonio, que aspiraba también a colocarse en la empresa, le comentó la intención que teníamos de secuestrarlo… así que el día en el que estaba prevista la cita con Della Chiaie, “il Dottore” se aferró a la poltrona como lapa a una roca y no hubo manera de sacarlo de allí. La idea inicial que entre un avanguardista y yo lo metiéramos en un coche y lo lleváramos a la zona de Plaza de España. Allí nos esperaría Delle Chiaie y otros avanguardistas. Dado que se negó a salir y que tampoco la cosa parecía tan importante, optamos por alterar el plan: si el “bulto” no venía, iríamos nosotros. Así que volví a la oficina pero esta vez acompañado por un avanguardista romano, una especie de armario de tres puertas y cara como de comerse crudo al más pintado. Éste advitió a Salciolli que se habían acabado los jueguecitos con la prensa. Simplemente se le prohibían so pena de recibir más hostias que lentejas, lo cual dicho en léxico italiano y con abundancia de metonimia, acompañada frases que dejaban sugerir todo tipo de desgracias, dicho todo ello con voz calmada, profunda y reposada, mirada amenazante, creaba un efecto demoledor ante el que sucumbió el “jefe del Estado mayor del gobierno italiano en el exilio”. Nunca más volvería a conceder entrevistas a ningún medio. Sabía lo que se jugaba. No hizo falta más.

De todas formas aquella misma tarde ocurrieron dos cosas. De un lado registré una oficina situada no lejos de allí en la calle Santaló que “il dottore” había cedido a un ultra barcelonés de pro. Tardé varias horas en registrar los archivos de la empresa. Allí encontré de todo, desde un descomunal vibrador (supe que lo era cuando examinándolo, el jodido se encabritó, empezando a vibrar como un loco; obviamente era el primer vibrador que veía en mi vida, lejos de los sofisticados aparatos de última generación) hasta una colección de soldaditos de plomo. Pero también había cartas y documentos, facturas por artículos e informaciones vendidos a revistas y cartas en las que se solicitaban las fotos prometidas, misivas de ex agentes de la PIDE que habían pasado por Barcelona y, para colmo, un naranjero, fusil ametrallador de proverbial peligrosidad al que siempre precedió la fama de dispararse sólo. José Sibina, el jefe de la Guardia de Franco de Sant Celoni, tras haber vaciado un cargador sobre Quico Sabater, el último o penúltimo maquis, estuvo a punto de vaciar otro por accidente sobre el alcalde al que había dado cuenta del episodio. Los “naranjeros” tenían esa fama de inseguros por lo que si te encontrabas con uno apuntándote era mejor empezar una oración. Por algún motivo, en la extrema derecha, hasta 1977, siempre hubo algún “naranjero” próximo, que o bien no funcionaba o funcionaba demasiado. Evité acercarme mucho al que encontré en la oficina.

Aquel registro nos hizo saber quiénes estaban aportando información sobre la comunidad de exiliados. No vale la pena desvelar sus nombres hoy. En general se trató de gente que sufría las penurias del exilio, andaban como todos los exiliados, a dos velas e intentaban ganar unas liras traficando con unas informaciones que, originariamente, solamente aspiraban a demostrar su inocencia ante los graves delitos de que se les acusaba y luego intentaron prolongar este modus vivendi, informando sobre otros o simplemente inventándose las informaciones. Nada, en definitiva, que no pasara tres años después en la España de la transición.

Más preocupante era el hecho de que cuando entré con el avanguardista en el despacho de Salciolli observara que estaban cambiando la cerradura. El novio de la telefonista le había comentado al “dottore” que disponíamos de una llave de la empresa. Como dicen los italianos “Camerata, camerata, fregatura asigurata”, que incluso los menos intuitivos y dotados para la lengua de Dante entiende su traducción precisa.

Por aquello de que Roma no paga a traidores y mucho menos si el romano en cuestión es un farsante, Graells prefirió quedarse para seguir percibiendo sus emolumentos. Por supuesto, Salciolli dejó de pagarle la nómina a las pocas semanas. Cuando lo volví a ver de nuevo en Fuerza Nueva, algo así como un año y medio después, me comentó que, efectivamente, yo tenía razón y que Saciolli, no era “trigo limpio”. En aquel momento no me pregunté –y debía hacerlo- si seguiría sin ser “trigo limpio” para Graells en caso de que le hubiera pagado religiosamente el estipendio. Creí que un momento de debilidad lo tenía cualquiera y preferí olvidar este bochornoso episodio en el que el honor personal y la camaradería se sacrificaban ante la perspectiva de cobrar 14.000 putas pelas. Y, claro, como el que hace un cesto hace ciento, pagué el error.

Aprovechando la coyuntura, integré a Cauchi en la estructura de apoyo a los exiliados. Cuando fui a ver a Della Chiaie a Madrid, me entregó una mini grabadora para que registrara las conversaciones con Cauchi y con Salciolli a ver qué conclusiones podía sacarse. Lo que no me explicó es que las cintas, que apenas duraban 15 minutos, hacían sonar un intenso y molesto pitido indicando que debía volverse la cinta al revés. A poco de estrenar la grabadora se me disparó el pitido en el interior de un tren cuando estaba grabando una conversación con Cauchi. Ambos lo oímos, pero inicialmente no lo atribuí a la grabadora y ambos empezamos a mirarnos y a buscar el origen del ruido. Con Salciolli volvió a ocurrirme, si bien a esas alturas ya había descubierto el mecanismo para desactivarlo.

La última vez que vi a Salciolli debió ser en el otoño de 1975, cuando ya ni me acordaba de él. Quería entrevistarse con Della Chiaie para presentarle a un periodista. No me tomé siquiera la molestia de llamar al interesado.

En cuanto a Cauchi, lo tuve que acompañar a Madrid en el invierno de aquel año, con Franco ya muerto. Las carreteras estaban bloqueadas por la nieve. Cauchi afirmaba que sabía conducir sobre la nieve así que tomó el volante. No nos matamos de puro milagro. Cuatro Guardias Civiles empujaron el coche y evitaron que nos deslizáramos por el camino al que nos dirigían las habilidades de Cauchi, esto es directos hacia el precipicio más próximo. Luego, pasado el susto, Cauchi todavía se creyó con derecho a bromear: “estos guardias civiles no saben que han tenido el ascenso al alcance de la mano y que hubieran podido detener al terrorista más peligroso del mundo”. Él, por supuesto. Lo dicho, incorregible. La vez siguiente que vi a Cauchi fue en las fotos tomadas durante los incidentes del Montejurra 76. Como siempre, estaba en primera fila.

Cuando llevaba ya más de veinte años de clandestinidad fue detenido en Argentina.

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Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (7ª parte). La dura vida del militante...

Acabada la campaña en solidaridad por los detenidos en el Caso Papus, la nueva formación política, el FNJ, había quedado bautizada. En abril de 1978 organizamos una primera campaña de colocación de pancartas. Era la primera vez que se hacía en la ultraderecha. Alguna de las pancartas media hasta 10 metros y el resto una media de 5. Todas se colocaron en una mañana en lugares espectaculares, la más visible de las cuales colgó durante varias horas en el puente situado entre las torres del Pórtico de la Pasión de la Sagrada Familia que estuvo a punto de costarle a un militante el partirse la crisma y algo más que la crisma al colocarla. Las pancartas eran contradictorios con el espíritu de lo que algunos creíamos y si no nos opusimos ahora solamente puedo atribuirlo a la confusión que reinó en todos los sectores políticos durante la transición. En efecto, para un partido que se decía “de la juventud”, y que para colmo, sólo unos meses antes se había escindido de Fuerza Nueva, era perfectamente contradictorio el que se asumiera implícitamente al franquismo. Las pancartas decían solamente: “1º de abril: victoria”. Estábamos en 1978 y la “victoria” había tenido lugar 39 años antes. Seguramente fue el ambiente de ex combatientes en el que nos movíamos y cierta repugnancia hacia el oportunismo generalizado que había asaltado a la clase política española, por lo que elegimos esta vía. En aquel momento el franquismo carecía de “defensores”. Nadie parecía haber sido franquista, salvo la empequeñecida y acomplejada ultraderecha. Todos los que habían medrado bajo el franquismo aspiraban solamente a seguir haciéndolo bajo la democracia. Suárez –redimido hoy a causa de su enfermedad neurológica degenerativa y a sus tragedias familiares mucho más que a su labor en la transición: desmanteló simplemente un régimen para construir de mala manera otro, improvisado y cogido con alfileres- era la quintaesencia de lo que todos nosotros odiábamos. No hacia ni 8 años que el Círculo José Antonio de Barcelona, había invitado a aquella estrella ascendente del “Movimiento comunión de todos los españoles en los ideales del 18 de julio” a dar una conferencia en sus locales. Se le pidió, eso sí, a Suárez que adelantara un resumen de lo que iba a hablar a fin de evitar problemas (en aquellas fechas, los círculos veían obstaculizada su labor por las autoridades) y la conferencia debió anularse a la vista de que hubiera dejado como unos boy-scouts timoratos a los más radicales hedillistas de ultraizquierda. Así era Suárez hasta que entendió que había que seguir la vía que marcaban los poderes fácticos nacionales e internacionales. En realidad, Suárez tenía todo el derecho de buscar un lugar bajo el sol de la política y, por lo demás, si otros pasaron del sindicalismo revolucionario y la defensa del juancarlismo, con más razón el desgraciado presidente del gobierno –no puedo evitar cierta conmiseración por esa tara genética introducida en su familia por vía femenina que ya ha costado varias vidas y seguramente precipitado esa degeneración neuronal que aqueja al ex presidente y que no desearía ni a mi peor enemigo- que, a fin de cuentas, se encontró entre las manos con un marrón a lidiar y un país que, sin Franco ya no podía permanecer en una situación de provisionalidad como hasta el 20-N, ni tampoco había garantías de éxito en una fuga hacia delante.  Sin embargo, en aquel momento y hasta el 23-F, Suárez era indiscutiblemente la bestia negra de la ultraderecha, al mismo nivel que Carrillo o a González.

Toda esta larga parrafada viene a cuento de las pancartas de “1º de abril: victoria”. Esa campaña, que aportó buenos beneficios al FNJ y que supuso la exteriorización de que, desde su fundación, habíamos duplicado efectivos, también supuso una incapacidad para superar los altos muros de la extrema-derecha clásica, verdadera tragedia de todos los que, en su tiempo no nos consideramos franquistas, pero luego renunciamos a separarnos del franquismo, quizás –y esta es nuestra única justificación- para evitar hacer causa común con opciones en las que tampoco nos identificábamos sino que percibíamos como igualmente negativas. Éramos partidarios –y ese era el telón de fondo sobre el que se desarrollaba el drama- de una “tercera vía”, pero incapaces de construirla. ¿Qué podían hacer 100 jóvenes mal dirigidos y peor orientados, sin medios, sin excesiva cultura política y que ni siquiera interiormente tenían identidad de criterios? De ahí que la experiencia del FNJ fuera completamente irrelevante. Se ensayaron algunas tácticas nuevas, se enfatizó algo la envoltura de las ideas y se afinó bastante más en el análisis político y, en este sentido tengo que decir que en los documentos que publicó el FNJ –y que los que en gran medida fui autor- iban bastante más lejos que los textos habituales de la ultraderecha de la época que se limitaban a denunciar apocalipsis para pasado mañana, eran incapaces de entender que el país había iniciado la ruta de un cambio que no sería solamente político sino económico y sociológico. Con ser poco, esto era bastante más que los desenfoques de los grupos falangistas vendiendo “sindicalismo” a una sociedad que pedía “política” o asumiendo un nacional-catolicismo que apenas interesaba en la sociedad española y todo esto bajo el denominador común de un patriotismo exaltado que consideraba que España era algo radicalmente diferente a Europa y, no sólo eso, sino que para colmo odiaba todo lo que era europeo, en beneficio de una “hispanidad” mal definida que al otro lado del charco tenía como eco.

Poco después del 1º de abril, retornados de las vacaciones de Semana Santa, el local de la División Azul se quedó pequeño y, cuando había asamblea general, el piso amenazaba con hundirse. Las griegas en las paredes no hacían sido ampliarse pasando a ser verdaderas brechas. Hacía falta un local propio y se encontró en un antiguo edificio de la Vía Layetana frente al edificio de Sindicatos, transformado hoy en hotel. Era un edificio feo, sucio, oscuro, con la fachada cubierta de carbonilla añeja. Los tres despachos alquilados de unos 25 metros cuadrados cada uno estaban, por supuesto, situados en el último piso y el ascensor tenía sus achaques cada vez que subían más de cinco militantes. El rellano era amplio y era frecuente que los militantes estuvieran allí bebiendo o hablando. En general, todo era decadente, polvoriento, oscuro y atrotinado, incluida la portera, una mujer al borde de los 70 años, oronda de carnes, primitiva hasta las trancas y con permanente mirada de desconfianza hacia todo aquel que osaba penetrar en sus dominios. Jamás logré identificarme por aquel local que costaba unas 12.000 pesetas de la época. El lugar tampoco era de lo mejorcito. Estaba cerca de zonas habitualmente frecuentadas por militantes de izquierda (y algún 11 de septiembre los incidentes generados en el no muy lejano Fossar de les Moreres, acabaron en la cancela del edificio en donde nos encontrábamos), si bien tenía el aliciente de la proximidad de la Plaza Real que terminó siendo una prolongación del local. De todas formas, lo sorprendente es que el FNJ, a pesar de la agitación diaria en la que se embarcó, apenas tuvo incidentes con militantes de izquierdas. Solamente en cierta ocasión se produjeron choques en la Universidad Autónoma de Bellaterra cuando un grupo de ocho militantes fue a distribuir publicidad y la ultraizquierda que desde su fundación había considerado a aquella facultad como su Nanterre particular, respondió malamente, recibiendo –claro está- fuerte y flojo. En aquella ocasión, aun a pesar de que para el rector (que luego sería capitoste de la Generalitat en materia de Educación) la agresión procedió de la izquierda, no dudó en responsabilizar a nuestra gente. Eso o se lo comían y ya se sabe que en medios de CiU nunca han existido héroes sino pequeño-burgueses que ante todo han adoptado posiciones morales en función de su supervivencia.

Salvo este incidente, no recuerdo otros de gravedad especial, si bien en algunos momentos hubo tensión. A poco de formarse el FNJ, Blas dio un mitin en el Palacio de los Deportes de Barcelona. Debieron ir unas 7.000 personas porque el aforo estaba casi completamente lleno. Se podía distinguir a nuestra gente por los jerseys negros con una banda en el pecho con los colores de la bandera nacional. Aquel sarao coincidió con el primer Día de Andalucía que tuvo su reflejo en la movilización de andaluces residentes en Barcelona. La manifestación discurría por el Paral.lel y a doscientos metros Blas y sus teloneros desgarraban gorgoritos patrióticos. La ultraizquierda se había sumado a la convocatoria andalucista así que los incidentes estaban servidos. Decidimos colocar una mesa de propaganda ante el mitin, más que nada para recaudar fondos y popularizar nuestra sigla. Dada la tensión de la época decidimos preparar la autodefensa por lo que pudiera ocurrir. En la noche antes un grupo de camaradas compraron una caja de cervezas (y se la bebieron convenientemente) transformando los cascos en cócteles molotov, añadiéndoles la correspondiente bolsita de nitrato y el sulfúrico dentro. Otros reunieron la colección de barras de hierro, cascos y demás utensilios propios del perfecto militante de la transición. Los aparcamos apenas a 10 metros de la mesa de propaganda cuyo mantenimiento quedó asegurado por una treintena de militantes. En caso de que se divisara la proximidad de la ultraizquierda no había nada más que proceder al reparto de cócteles molotovs y barras de hierro, encomendarse a Odín y a la carga. El plan en estos casos era simple: lanzar primer los cócteles molotov lo más lejos posible y luego cargar saltando entre las llamas. El efecto escénico quedaba asegurado y, además, los de enfrente habían experimentado la sensación de pánico en situaciones que no implicaron consumo de petróleo.

Allí conocimos a los alegres muchachos de la “Sección C” y a Juan Ignacio González que lo dirigía. Iban con un equipamiento ante el cual parecíamos aficionados: escudos, tubos para lanzar cohetes, y toda una panoplia de recursos para la guerrilla urbana. Pero, a la vista de que todos eran madrileños, nosotros jugábamos en casa. Además, ellos venían mentalmente acondicionados para darle duro al independentismo catalán, pero no al nacionalismo andaluz en Catalunya del que jamás habían tenido noticia. Le expuse el plan de Juan Ignacio, ya saben, lanzábamos los cócteles molotov y a la carga… táctica depurada pero, sin duda, eficaz. No vale la pena ocultar que deseábamos el enfrentamiento y poco importaba con quién. Sólo hacía falta que alguien lanzara el guante en señal de desafío para que nos hubiéramos lanzado como lobos propulsados por la testosterona, la adrenalina y alguno por las cervezas de la noche anterior.

Los ultras de izquierda hicieron amago de venir, pero a la vista de lo que tenían delante, optaron por gritar lo de “fascistas asesinos” justo allí donde no habían fascistas. En un momento dado vimos a algunos que hacían amago de subir la calle Lleida 150 metros más abajo y estalló el zafarrancho como si de un reloj de cucú se tratara. Formamos un círculo en medio del cual se descargaron cócteles molotov y barras de hierro y, como en el cómic de Astérix, los fuimos repartiendo entre cada militante. Una de las botellas había vertido su líquido dentro de la bolsa y estaban todas húmedas y resbaladizas así que al distribuirlas, una se escurrió entre las manos de un militante, rompiéndose sobre la bolsa en la que todavía quedaban algunas botellas incendiarias. El nitrato tarda unos interminables segundo en asociarse al sulfúrico y emitir el calor suficiente para prender la gasolina, así que pudimos alejarnos. Dado que había mucha policía en las inmediaciones, lo único que se me ocurrió gritar es que “los rojos están lanzando cócteles molotov”. El incendio fue mayúsculo y contribuyó a aumentar la tensión. A la vista del fuego, de los escudos, los tubos para lanzar cohetes y el centenar de militantes que se habían concentrado aspirando a medir su valor, los pocos insensatos que en la otra parte buscaban el enfrentamiento, optaron por lo más sensato, doblar la esquina y refugiarse en la masa andalucista.

Era una victoria táctica, porque se establecieron buenas relaciones con los de la “Sección C” de Fuerza Nueva (que un año después se escindirían y con los que dos años después algunos de nosotros coincidiríamos en el “segundo Frente”, el de la Juventud, apeada la N de “nacional” que tampoco pintaba mucho), teníamos la convicción de la combatividad de nuestros militantes y en cuanto a la mesa de propaganda había generado dividendos políticos (se afilió bastante gente in situ) y económicos (en torno a 25.000 pesetas).

Este episodio, el choque en la Universidad Autonóma y un pequeño incidente el 11-S de 1978, en el que unos pocos camaradas, por su cuenta y riesgo, se aproximaron a la concentración independentista que tenía lugar en el Fossar de les Moreres, fueron todos los incidentes en los que se vieron implicados militantes del FNJ. Casi un milagro. Y para muchos de nosotros, una decepción. Abundaban entre nuestros militantes los que buscaban la lucha, el enfrentamiento física, no solamente para demostrar al 40% de chicas afiliadas que eran hombres y que entre sus planes no estaba el retroceder, tanto como para reforzarse en su convicción de que ya eran hombres, hombres con los cojones bien puestos y que rivalizaban como los machos de una manada en ser los más arrojados. Que a nadie le extrañe, es el cuadro propio de todo grupo de adolescentes que en el fondo era el FNJ. El problema era que algunos ya habíamos dejado atrás la adolescencia y no precisábamos de ritos de tránsito de este tipo.

Después del I Congreso de Fuerza Nueva remití a Blas un escrito de unos 30 folios en la que le resumía una serie de reflexiones sobre la estrategia que, en mi opinión, debía de adoptar el partido. Me llevé una copia en papel carbón del mismo documento para discutirlo en una reunión que debería tener lugar en Valencia hacia noviembre de 1976. Para mi desgracia, cargué el documento en la bolsa, la acomodé en la moto y en plena noche enfilé para el sur. Hacia el segundo peaje de la autopista me di cuenta de que el pulpo que debía fijar la bolsa se había desprendido y, vaya usted a saber dónde habría caído la bolsa. Por un momento pasaron por mi mente las consecuencias de aquel percance: la bolsa habría caído en manos de la Guardia Civil que, a fin de entregarla a su propietario, la habrían abierto y leído el documento en cuestión… la acusación de “conspiración” y una larga temporada en la cárcel se me aparecieron como más que posibles. Así que di la vuelta al salir del segundo peaje. Entre la noche y los nervios no pude ver que la moto, con el motor acelerado, pisaba un bordillo. Yo salí despedido hacia un lado oyendo como el casco chocaba varias veces contra el asfalto, vi con la rabadilla del ojo como la moto salía volando.

Afortunadamente ni yo salí descalabrado, ni la moto tuvo más que unas rascadas. Volví al primer peaje, recorrí lentamente los kilómetros en los que podía haber perdido la bolsa, pero nada, no hubo forma de encontrarla jamás. Afortunadamente para mi futuro aquel documento no cayó en manos de nadie. A cazadora de cuero y un impermeable debieron ser el regalo que compensó el silencio de quien encontró la bolsa. Y, a todo esto, ¿Qué se planteaba en este documento?

Era una reflexión estratégica que definía con detalle lo que nosotros llamábamos “Estrategia de fractura vertical dentro del sistema”. No se cansen, es la única reflexión estratégica que realizó la ultraderecha durante la transición y, por supuesto, quedó inédita. Poco después, ya expulsado de Fuerza Nueva, entre los humos de los cócteles autoexplotados y el trasiego de militantes de la “Sección C” y de nuestra gente, y a la vista de que Blas había conseguido llenar el Palacio de los Deportes de Barcelona, completé esa reflexión con otra adaptada a la nueva situación. Tampoco se cansen: ni todo el rollo sobre la “factura vertical”, ni este otro, tuvieron la más mínima repercusión en la transición. Se diría que “estrategia” es un término incompatible con “ultraderecha”. No era raro que, siendo victoriosos en todos los episodios tácticos y enfrentamientos, la ultraderecha no se comiera ni una rosca estratégica. O dicho en clave de los hermanos Marx: “Hemos logrado recorrer el camino entre la nada y la más absoluta miseria”, eso sí, “de victoria en victoria, hasta la derrota final”.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (6ª parte). La irrelevante levedad del Frente Nacional de la Juventud

Es difícil explicar por qué nació el Frente Nacional de la Juventud. Seguramente porque en aquel tiempo existía un exceso de militancia y había siglas para todos. Las elecciones de junio de 1977, en las que alguien tuvo a bien incluirme en la lista de Alianza Nacional del 18 de Julio por Barcelona en el puesto 14 (lo que me daba pocas opciones para iniciar una prometedora carrera política…), dieron poco lustre a Fuerza Nueva y mucho menos a Falange, unidos coyunturalmente por los días que duró la campaña. Los resultados iniciaban una larga serie de desastres electorales que –salvo en 1979- coronó la andadura democrática de la ultraderecha. Sin embargo, en lo que media entre el cierre de las urnas de aquellas primeras elecciones democráticas y el inicio del curso escolar en octubre, algo ocurrió que, bruscamente, sin hacer prácticamente tareas de agitación y propaganda sistemáticas, los locales de todos los partidos de extrema-derecha empezaron a rebosar de afiliados. No fui consciente de lo que estaba ocurriendo sino en los primeros días de septiembre cuando en la barra del Drugstore David en la calle Tuset, pude oír la conversación de un par de gilipollas: “El otro día en Madrid me vinieron unos virguillos de Fuerza Nueva, unas tías que te cagas con sus revistas y su propaganda, mira no me fui con ellas porque me esperaban que si no…”. Era inevitable que chicas jovencitas, con falda tubo negra, medias de malla con costura trasera, zapatos con tacón de aguja, camisa azul y boina roja, destilaran un sex-appel irreprimible. Esa tarde volví al local y vi a las chicas afiliadas al partido con otros ojos: para qué nos vamos a engañar, tenían un indudable atractivo, aunque muchas de ellas parecieran sacadas de un cómic sado-masoquista. Para acentuar el efecto, alguna solía llevar incluso guantes de cuero negro. Era imposible adoptar una estética más fetichista, ante las cuales resulta inexplicable que la dirección del partido no moderara toda aquella olla a presión de pasiones desencadenadas. Hubo en aquel partido una carga sexual increíblemente intensa que, por algún motivo, la cúpula madrileña se negaba a reconocer.

En junio me había casado por lo civil. En aquella época era duro: había que acudir a la parroquia a pedir el “certificado de apostasía”. Es decir, oficialmente, te dabas de baja de la Iglesia Católica. Claro está que mi mujer y yo podríamos haber hecho lo que otros muchos: subir al altar y no volver a él sino para el bautizo del primer hijo, luego unos años después para su comunión y, quién sabe, incluso mucho más adelante, para su boda. Pero esto no iba ni con mi mujer ni conmigo. Ella era nietzscheana y yo, simplemente, agnóstico, así que no existían motivos con suficiente peso como para engañarnos ni engañar a nadie, por mucho que Fuerza Nueva fuera una estrella aparentemente ascendente en la política español.

Pronto aparecieron críticas contra mí. Vinieron, como no podía ser de otra manera, del sector más católico del partido, que, puedo asegurar, que era uno minoría muy minoritaria. Tienen nombres y apellidos pero están muertos, así que no vale la pena recordarlos. Poco a poco se fue gestando un molesto run-run en torno a mí que llegaba a Blas actualizado día a día. En realidad, tenían razón en identificarme como algo diferente a la mayoría de cuadros políticos del partido. Por mi parte, seguía enviando artículos a la revista, redactaba algún comunicado de prensa de tanto en tanto y poco más. No tenía una vida partidaria muy intensa. Pasaba por el local, pero a decir verdad, no había mucha actividad. Entonces ocurrió algo: una bomba estalló en la redacción de la revista El Papus. Murió el conserje del inmueble. Nadie dudó desde el primer momento que el crimen había partido de la ultraderecha. Hubo juicio y condenas, pero, sinceramente, treinta años después, albergo las más serias dudas sobre quien cometió el atentado.

Alguien entregó un paquete al conserje del inmueble que se dirigió a la redacción de la revista, pero antes de llegar le estalló entre las manos. Se llamaba Juan Peñalver Sandóval, murió sin saber por qué. En aquel tiempo, la ultraderecha en Barcelona movilizaría a unos 300 activistas, los suficientes como para que todos nos conociésemos más o menos. Solamente existían dos posibilidades: o bien el crimen lo había cometido el grupo que en otro tiempo actuaba con el nombre de JEP (Juventud Español en Pie) o bien el grupo del que unos años antes teníamos la certidumbre de que usurpaba las siglas PENS para cometer sus atentados. Así pues, se trataba de preguntar y esperar hacia donde se orientaba la investigación policial.

Por mi cuenta hice algunas averiguaciones. En esas fechas ya había ocurrido el atentado a la sala Scala de Barcelona y era posible que “alguien” intentara hacer con la ultraderecha lo que había logrado hacer a la CNT: un atentado de pura provocación que sellaría el aislamiento de los extremismos. Así pues, había que ir descartando grupos. Me entrevisté con Juan Bosch. El JEP ya no existía o estaba dando sus últimas bocanadas: “Oye, ¿habéis sido vosotros los del Papus?”, le pregunté directamente. Conocía a Bosh lo suficiente como para saber que si había sido él contestaría con ironías, insinuaciones y sonrisas burlonas, especialmente aquella frase recurrente que solía utilizar con su acento leridano: “Amb la barra de ferro es poden fer maravellas…”, acompañada de un gesto con las manos como si estuviera manejando esa misma barra. Y se hubiera quedado tan ancho. Lo que me sorprendió fue, precisamente, que me encontré la actitud contraria: alguien que negaba evidenciando perplejidad. Me comentó que unos meses antes Miguel Gómez Benet, el lugarteniente leridano de la Guardia de Franco le había entregado unos cartuchos de dinamita, pero no le había dado los detonantes… con lo cual eran completamente inservibles, además estaban exudados, y servían más como velas que para explosionar. Además los seguía teniendo… luego no los había utilizado. Me comentó que había pedido los detonantes a un conocido ultra barcelonés de la generación anterior… que, por lo demás, siempre había traficado notoriamente informaciones con la policía. Luego en la Jefatura de Policía debían saber que Bosh no tenía detonantes y que, por tanto, no podía haber cometido el crimen.

Gómez Benet era un viejo zorro de la Guardia de Franco. Durante la resistencia armada en Argelia, la OAS francesa contactó con él a través de José Antonio Llorens-Borrás, propietario de Ediciones Acervo, un ex combatiente de la División Azul, abogado y editor, casado con la hermana de Narciso Perales, que oficiaba como introductor de embajadores de la OAS en España. He comentado todas las andanzas españolas de la OAS en nuestro país en un artículo que viene al pelo y que reproduzco a continuación.

Paréntesis sobre la OAS en 1977

Hace falta tener algo más de cincuenta años, ser un apasionado de la historia contemporánea o bien ser un “pied-noir” (un francés nacido en Argelia antes de la independencia) para saber qué fue exactamente la OAS, siglas francesas de la “Organisation de l’Armée Sécrete”. En España, en los últimos treinta años no se ha publicado ninguna obra sobre la OAS, por lo tanto, la obra de Segura Valero, A la Sombra de Franco, es todavía más de agradecer en la medida en que cubre un vacío documental. Ahora bien, alguien preguntará, ¿la OAS no es una organización francesa, nacida de una crisis francesa y cuyos integrantes fueron franceses? ¿Qué tiene que ver la OAS con España? Mucho: de hecho, la OAS nació en Madrid y se disolvió en tierras de España, sus dirigentes encontraron en nuestro país un precario refugio y, luego, muchos “pied noires” terminaron en nuestro país (muchos amigos nuestros todavía permanecen, ya como españoles, en las costas alicantinas, en Baleares o Canarias o han rehecho su vida en Madrid, Barcelona o Navarra. Además, muchos españoles ayudaron activamente y de manera militante a los miembros de la OAS y apoyaron la causa de la Argelia Francesa. Por tanto, la obra de Segura Valero es interesante y atañe a nuestro país.

Entre los méritos de este libro de trescientas páginas, se encuentra el hacer una génesis de cómo se llegó a la crisis de Argelia y desde qué momento España empezó a interesarse por la cuestión. No hay que olvidar que España y Francia tuvieron intereses comunes en Marruecos hasta la independencia de ese país y, posteriormente, se vieron envueltos en las distintas ofensivas que lanzó el reino alhauita contra Ifni español y la zona de Tinduf y Bechar en Argelia, todavía bajo control francés. Pues bien, los dos primeros capítulos de esta obra se dedican a detallar las dimensiones de la aquella crisis.

Hay que decir que Segura Valero restringe al máximo valoraciones personales sobre el régimen franquista y sobre las vicisitudes, utilizando una encomiable objetividad. Recuerda, que fueron más de doscientos los soldados españoles asesinados por las bandas marroquíes del ALN (Armé de Liberation Nacional) en Ifni y describe con detalle las odiosa gestión que le cupo realizar a Mohamed V.

Así mismo, la descripción de cómo se gestó el problema de Argelia es, igualmente, clara y escueta, sin que falte ni sobre una línea. La figura de De Gaulle no sale bien parada. La crisis argelina, desde luego, no fue lo mejor de su gestión, sino, precisamente, allí en donde demostró sus carencias. De Gaulle traicionó a toda una comunidad: los “pied noires” –y no solamente ellos- lo sacaron de su retiro en Colombey les-Deux-Eglises como hombre que prometió mantener a “Argelia Francesa”. Al poco de ser encumbrado en el poder y finiquitar la IV República francesa, De Gaulle TRAICIONO a su país, TRAICIONÓ a sus compañeros de armas y TRAICIONÓ a los “pied-noires”. No solamente, no mantuvo su promesa, sino que aceleró la entrega de Argelia y abandonó a su suerte a los argelinos de origen francés y a los argelinos musulmanes que habían colaborado con Francia (los “harkis”). El hecho de que en otros terrenos, De Gaulle actuara con una encomiable lucidez –especialmente en no limitarse a ser un comparsa de los EEUU en la OTAN- no implica que durante la crisis de Argelia, se comportó como el mayor de los traidores que haya dado Francia en el siglo XX. La obra de Segura Valero, no carga las tintas en relación a De Gaulle, pero da datos suficientes como para que el lector se haga una idea del fuste del personaje.

Finalmente, esta obra reconstruye –que nosotros sepamos, por primera vez- la andanza española de los dirigentes de la OAS. Las informaciones son de primera mano y el autor no se ha limitado a una habitual recopilación de datos ya publicados en otras obras editadas en Francia. Y, en esto reside su principal atractivo y, también, su principal limitación. Por que se trata de una historia incompleta de la OAS. Los episodios narrados lo son a grandes rasgos. Pero faltan algunos elementos centrales que hubieran contribuido a completar más el relato. Veamos, lo que, por nuestra parte, podemos añadir al texto de Segura Valero.

En las obras sobre la OAS editadas en Francia se ignoraba la figura de Narciso Perales. Cuando el General Raoul Salan llega a España, después del episodio de las barricadas en Argelia (el primer gesto de la insurrección de la comunidad “pied noire”), lleva varias direcciones de posibles contactos. Se las han dado amigos suyos y de los grupos civiles que apoyaron la insurrección. Quizás algún día en los archivos de las Falanges Exteriores o de la Delegación Exterior del Frente de Juventudes (si es que existen en algún oscuro almacén) den cuenta de las relaciones que ambas organizaciones tuvieron con la organización de los hermanos Sidos, “Jeune Nation”, que habitualmente suele ser calificado como el primer grupo neofascista –era más bien “nacionalista”- francés de cierta importancia en la postguerra. Esos contactos existieron.
De hecho, desde los años 50, se celebraban en España “universidades de verano” y encuentros organizados por la Delegación Exterior del Frente de Juventudes, a las que asistían como invitados delegaciones de organizaciones afines de otros países: desde las Falanges Libanesas hasta la Falange Boliviana, pasando por los jóvenes del Movimiento Social Italiano o por… los estudiantes nacionalistas franceses de Jeune Nation. Es seguro que algunos amigos de Salan, sin duda, miembros de Jeune Nation, le habían pasado las direcciones con las que entró en nuestro país. De todas ellas solo una le interesó: la de Narciso Perales.

Las conversaciones entre Salan y Perales fueron francas y profundas. Ambos sintonizaron y Salan vio en Perales a un indómito predicador del ideal falangista, es decir, de las ideas que a él, le faltaban. Más tarde, cuando se incorporó Lagaillarde –el dirigente más atractivo de la insurrección “pied noire” y de las barricadas de Argel, un verdadero hombre de acción, diputado de la Asamblea Nacional, paracaidista heroico, Perales se entendió bien con él y mucho más cuando empezaron a afluir –perdida ya la esperanza de mantener el vínculo entre Francia y Argelia- los dirigentes de la OAS católicos y políticamente antidemócratas, como Dufour, el doctor Lefevbre y Château-Jobert.

Una de las carencias del libro de Segura Valero es, precisamente, que no repara en uno de los temas que, desde el punto de vista periodístico sería más prometedor –el tráfico de armas para la OAS realizado a través de España-; por que ese tráfico efectivamente existió.

Al parecer, la OAS había logrado sacar de Argelia ciertas cantidades de armas y explosivos y su problema era cómo dirigirlos a la metrópoli. Allí, existían comandos suficientemente dispuestos para la acción –la OAS-Metropolitaine- pero carecían de armamento suficiente y, especialmente, de explosivo plástico.

Algunos “pied noires” disponían de pequeñas embarcaciones de recreo con calado suficiente como para cruzar el estrecho y situar las armas en los puertos de Málaga o Alicante. Pero más allá de Alicante, estos barcos no estaban en condiciones de llegar a los puertos franceses del Mediterráneo que, por lo demás, estaban bien vigilados. Así pues, se estableció una “ruta segura” que llegaba de los puertos del Sur de España a la frontera pirenaica. El problema era cómo pasar las armas. Hacía falta gente que conociera bien la zona fronteriza y, además, que fuera de “confianza”, sin fisuras, y con cierta identificación con la causa de la Argelia Francesa.

En Lérida existía un cuadro falangista de mediana edad, en aquel momento jefe de la Falange de Sió, y que luego llegaría a ser Lugarteniente de la Guardia de Franco de la provincia de Lérida en los últimos años del franquismo y primeros de la democracia, Miguel Gómez Benet.

Gómez-Benet conocía perfectamente los caminos de montaña y los pasos fronterizos no vigilados por la Guardia Civil. Por lo demás, él mismo era suficientemente conocido por los mandos de la Guardia Civil del norte de la provincia de Lérida, así que habían pocas posibilidades de que esos cargamentos de armas fueran interceptados, al menos, en la parte española.

En dos ocasiones, Gómez-Benet, logró establecer contacto con el militante del partido de Pierre Poujade, encargado de recibir las armas en Francia. Como se sabe la Unión de los Comerciantes y de los Artesanos (UDCA), el partido poujadista, tenia una sección autónoma en Argelia, diriga por Pierre Ortiz, junto con Lagaillarde, alma de la insurrección de las “barricadas”. Desde el principio, la mayor parte de la UDCA tomó partido por los combatientes de la Argelia Francesa y, a pesar de su fundador, el partido pasó a ser una estructura aprovechada por los activistas de la OAS. Pues bien, Gómez Benet, en dos ocasiones consiguió establecer el contacto con el militante pujadista –cuyo nombre preferimos no citar- y las armas y los explosivos consiguieron ir a parar a manos de los activistas de la OAS.

En la tercera ocasión, las cosas se complicaron, Gómez-Benet recibió las armas en cuestión, pero cuando acudió a la cita, el militante poujadista no se presentó; acababa de ser detenido y pasaría cuatro años en prisión. Este episodio coincidió con el derrumbe general de la OAS. Así que Gómez-Benet, sin comerlo ni beberlo, se encontró poseedor de un pequeño depósito de armas (pistolas y revólveres de ordenanza en el Ejército francés de la época, subfusiles MAT-42 y cierta cantidad de explosivos.
De 1962 a 1976, estas armas permanecieron escondidas y no se utilizaron. También es cierto, que nadie las reclamó. En el verano de 1976, cuando Gómez-Benet ya era Lugarteniente de la Guardia de Franco, organizó, en colaboración con algunos italianos exiliados en España, un campamento paramilitar en Castell del Remei, del que la prensa dio cuenta en su momento. Sin embargo, la investigación periodística no fue capaz ni de establecer el tipo de armas que se habían utilizado, ni, mucho menos, su procedencia.

Si no recordamos mal, Gómez-Benet falleció a finales de los años 80 y los restos de ese arsenal  (seguramente ya deteriorados e inservibles) seguirán escondidos en donde estuvieron por espacio de 14 años. Por cierto, hay que recordar que Gómez-Benet fue el único lugarteniente provincial de la Guardia de Franco que se negó a la colaboración requerida por su superior jerárquico, Adolfo Suárez González, para ayudar a la creación de UCD. “Vamos a hacer lo mismo, pero con otra sigla”, fue lo que Suárez dijo en la reunión con los lugarteniente provinciales pocas semanas antes de la convocatoria de las primeras elecciones democráticas en junio de 1977.

No creemos que Perales conociera a Gómez-Benet. A principios de los años 60, Narciso Perales era un exgobernador civil, falangista de toda la vida, católico, que no rehuía el contacto con los militantes falangistas disidentes del Movimiento franquista. Por su parte, Gómez-Benet era un oscuro militantes falangista de la provincia de Lérida sin muchos contactos en Madrid o Barcelona. Así pues, subsiste la duda, sobre cómo pudo Gómez-Benet contactar con Perales y como actuó de “transportista” de material perteneciente a la OAS.

Pero las cosas se comprenden mucho mejor si tenemos en cuenta que en 1962, la Editorial Acerco, radicada en la calle Papua de Barcelona, había publicado la obra “El Occidente en Peligro”, firmada por el doctor Lefevbre. La obra es un típico alegato anticomunista escrito desde las posiciones católicas tradicionalistas que el doctor homeópata había sostenido siempre. Quizás lo más interesante es la reproducción de un “Manifiesto Corporativo” de René de la Tour Du Pin como anexo y algunas notas sobre la “Guerra Revolucionaria”.

Un año después, esta misma editorial Acervo inició la publicación de una revista quincenal, titulada “Juanpérez” de la que aparecieron unos 150 números durante cuatro años. Pues bien, en el número 1, un redactor, entrevistaba al coronel Château-Jobert, como hemos dicho, último jefe de la OAS-Metro. Así mismo, esta editorial publicó la obra “El proceso al general Salán”.

Hay que añadir que la editorial Acervo era propiedad de un excombatiente de la División Azul, José Antonio Llorens-Borrás, autor, por otra parte, de un libro sobre el proceso de Nuremberg, examinado desde el punto de vista jurídico (era abogado). Pues bien, Llorens-Borrás, estaba casado con la hermana de Narciso Perales.

Así puede entenderse que, en esa época, su editorial se convirtiera en difusora de textos sobre el drama argelino y que en “Juanpérez” se publicaran distintos artículos (especialmente durante su primer año de vida) sobre la diáspora de los “pied noires”.

El libro de Segura Valero termina con cierta brusquedad cuando un funcionario francés gaullista viene a España a proponer la “reconciliación” con los miembros de la OAS y a pactar el desarme de la organización. Hubo más. Ciertamente, la historia oficial de la OAS termina con esta “operación reconciliación”, pero entonces quedaba lo más apasionante: la historia de los militantes perdidos de la OAS surgidos de la diáspora de los “pied noires”.

Personalmente hemos conocido a decenas de exOAS en las circunstancias mas diversas. No es el caso relatar estas experiencias personales, pero si recordar que, entre los “plastiqueurs” de la OAS que terminaron residiendo en España, no todos se acomodaron –como Lagaillarde- a los negocios y a recordar en las barras de bar y en las cenas entre camaradas, los que sin duda constituyeron los años en los que “vivieron peligrosamente”.

Casualmente, conocimos en Madrid a Jean Pierre Cherid. Se me ocurrió preguntarle si había vuelto a Francia después de lo de Argelia; la respuesta me llamó la atención: “No, para mi Francia es como una mujer a la que se ha querido mucho, pero te ha traicionado, entonces se le da la patada y nunca más se la vuelve a ver”. Sin embargo, Cherid volvió a Francia, o al menos, al País Vasco Francés, años después. Eran los tiempos del GAL. Cherid, en ese momento, era la punta de lanza del GAL. Al parecer, Cherid creía haber localizado el piso en el que se reunía la ejecutiva de ETA y estudió las posibilidades de eliminarla de un solo golpe. Algo salió mal y Cherid, al colocar la batería de la bomba para activarla, saltó por los aires.

No fue el único miembro de la OAS que colaboró con el GAL. Hay otros nombres para esta historia sin gloria y sin sentido.

A Portugal fue también a parar otro grupo de franceses ex miembros de la OAS, irreductibles y dispuestos a afrontar nuevas aventuras en el campo anticomunista. Ralf Guerin-Serac y otros dieron vida a “Aginter Press”, una agencia de prensa anticomunista, radicada en Lisboa, que, en el fondo, era la cobertura para operaciones anticomunistas en todo el mundo. “Aginter Press” contaba con el apoyo de las autoridades portuguesas, hasta el 23 de abril de 1973 cuando se produjo el “Golpe de los Coroneles”. Una de las operaciones más brillantes de la agencia había consistido en fundar en Suiza el Partido Comunista de los Trabajadores y su órgno de prensa “L’Etincelle”. Al mismo tiempo, Guerin-Serac había realizado su “autocrítica” en la embajada de la República Popular China en Bruselas (desde allí, los chinos contactaban con los partidos maoístas que se habían formado en Europa Occidental… la mayoría patrocinados por la CIA) renunciando a su “pasado pequeño burgués”. “L’Etincelle” tomó contacto con los representantes de los movimientos de liberación del África portuguesa y consiguió visitarlos… poco antes de que las FFAA portuguesas los arrasaran con una precisión asombrosa.

Así mismo, en Portugal publicaba la revista “Decouvertes”, Jacques Ploncard d’Assac, teórico del nacionalismo, próximo a la OAS y del que Ediciones Acervo publicó su obra “Doctrinas del Nacionalismo”.

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Hasta aquí el artículo sobre la OAS que describe el papel de Gómez Benet y explica cómo llegaron hasta él las armas utilizadas en el campo paramilitar de Castell del Remei. Juan Bosch era una especie de hijo político de Gómez Benet.
Tras hablar con Bosch lo descarté como posible autor del atentado contra la revista El Papus. Quedaba el núcleo que unos años antes había cometido atentados en Barcelona contra varias librerías, arrasado la revista Agermanament y asaltado la sede de la Gran Enciclopedia Catalana. Este grupo, no hacía mucho, había lanzado una bomba contra la imprenta del obispado de Barcelona. Descartando a Bosch no había otros en Barcelona capaces de realizar una acción así. El problema era cómo llegar hasta ellos y plantear la pregunta: “¿habéis sido vosotros?”. Conocía, sin embargo, al hijo de uno de ellos, así que lo sondeé. Nada. Sondeo negativo e incluso también, cierta perplejidad. Era posible, claro está, que alguien hubiera mentido o que fuera un actor excepcional.

Un par de provocadores, además de impresentables

Bruscamente, unas semanas después del atentado, dos individuos extraños, que figuraban en el entorno del JEP, resultaron detenidos en la sala de espera de la redacción de El Diario de Barcelona. Se trataba de un tal Ángel Blanco y de un tal Carmona que habían aparecido intentando vender informaciones sobre la preparación de un supuesto atentado de la “Triple A” contra el president de la Generalitat de Catalunya. Vale la pena hacer un aparte en este punto y tocar el papel de cierta prensa durante la transición.

Era del dominio público que Interviu y, no solamente esta publicación, sino también Diario 16 y varias mas, compraban información sobre la extrema-derecha. Pagaban al parecer entre 14 y 20.000 pesetas. Y no faltaban informadores que, a falta de buen material con el que traficar, vendían cuatro tonterías más o menos inventadas. Xavier Vinader era uno de los que recibían y canalizaban este material en Interviu y Gregorio Morán hizo otro tanto en Diario 16. Finalmente, esta bromas terminaron pasando factura a Vinader que se vio implicado en un lamentable asunto bien entrada la transición. Un policía nacional apareció por la redacción de Interviu vendiendo material sobre la extrema-derecha en Euzkadi. Era diferente vender chorradas en Villarriba, Vallecas o el Eixample, a aportar datos ficticios sobre la extrema-derecha vasca. Allí estaba ETA en su mejor momento. Las informaciones en cuestión eran increíbles para los que teníamos algún conocimiento de la ultra vasca. El policía nacional –que unos años antes había sido tiroteado por puro azar por ETA cuando al robarla el coche vieron que era policía- improvisó toda la información de principio a fin, sin ni un solo dato real. Vinader hizo la entrevista e Interviu lo publicó. Poco después ETA asesinaba a dos de los citados en el artículo que ¡nunca habían tenido relación con la ultra! A partir de este episodio y a la vista de que la fiscalía actuó enviando a la mazmorra fría al policía nacional (que en ese momento ya era ex) y al autoexilio a Vinader, este tipo de artículos se limitaron progresivamente a uno cada 20-N con singular precisión, pero en el período 1976-79 eran el pan de cada día. Ángel Blanco y el tal Isidro Carmona eran habituales de este tipo de tráfico de chorradas; tenían a los periodistas como perfectos imbéciles que se creían cualquier dato que les facilitaran por increíble que fuera, y además lo publicaban sin rubor, pagándoles sumas modestas, pero importantes para las economías de estos lumpen de la vida. A fuerza de muñir la vaca de Interviu y de que otros hicieran otro tanto, finalmente debieron “ampliar negocio” frecuentando otras publicaciones. Aquella tarde en El Diario de Barcelona se encontraron con la horma de su zapato.

Era la coyuntura que esperaba la policía. En la misma tarde me llegó la noticia y casualmente vi a Bosch en el local de CEDADE: “Te están buscando, casi mejor que te abras en forma de paraguas”. Y se “abrió”. Abandonó Barcelona y se dirigió al hogar familiar en Lleida. Allí lo detuvo la policía al día siguiente escondido en un doble techo. Con él detuvieron a Gómez Benet, a un jardinero exaltado, Rico Cros, acusados de haber bajado la dinamita que se ocupó a Bosh hasta Barcelona. Esa dinamita fue ocupada por la policía –dato importante- y jamás fue utilizada. Luego resultó detenida gente del entorno de Royuela que tenía más o menos relación con lo que había sido el JEP. Al día siguiente la prensa publicó las fotos en portada de todos los detenidos al margen de que algunos de ellos serían inmediatamente puestos en libertad. Todos fueron presentados como culpables y es cierto que alguno firmó declaraciones en las que afirmaba que había visto a uno o a otro preparando el explosivo… pero la juventud de quienes realizaron estas confesiones, la presión a la que fueron sometidos en la jefatura de policía, para la que no estaban mentalmente acondicionados, hicieron que firmaran eso y mucho más, incluso declaraciones completamente imposibles.

Desde el principio del asunto no tuve la menor duda de que la policía se había equivocado de culpables. O quizás era que se habían limitado a detener a los “culpables perfectos”. Bosch y su grupo en los últimos cuatro meses habían realizado todo tipo de acciones que los definían como “terroristas”: librerías incendiadas (la PPC), artefactos en la Sala Villarroel, reivindicaciones de atentados inverosímiles (la desaparición de Pertur), el tiroteo en el interior del local de juventudes del PSC y así hasta una docena de acciones. Quien ha estado relacionado con todo este tipo de atentados, fácilmente puede ser presentado como autor de la bomba del Papus. De hecho, era por pura casualidad que antes no habían causado ya uno o varios muertos. Pues bien, aún así, sostenía que eran inocentes de este atentado. ¿En qué dato me basaba para tener esa convicción? Simplemente en que los cartuchos de dinamita, inútiles y exudados, sin detonantes, dados por Gómez Benet eran exactamente los mismos que los ocupados por la policía en Barcelona. Por otra parte, creo recordar que el explosivo utilizado en el atentado no fue Goma-2, sino C-4, algo que no estaba al alcance de Bosch ni de ninguno de su entorno.
 
Pero en 1977 no se trataba de que los detenidos fueran los culpables, sino que su culpabilidad fuera creíble para los medios de comunicación. Y lo era. Los detenidos componían un grupo de “culpables perfectos”, aun sin formar ningún grupo organizado. Bosch tenía sus “chavales” en Barcelona, Gómez-Benet no tenía nada que ver con ellos, ni estaba dispuesto a jugársela con ellos (prueba de ellos es que dio cartuchos, pero no detonantes que sí tenía, como forma de “quedar bien” sin comprometerse). Unos cuantos gritos en jefatura y unas cuantas presiones, el consabido juego de policía bueno – policía malo, algún sopapo y amenazas a tutiplé, construyeron línea  a línea unas confesiones que cerraban el asunto: eran los culpables perfectos. Pero no eran ellos, así que juzgué oportuno crear un Comité de Solidaridad Militante en los últimos días que milité en Fuerza Nueva. Ramón Graells se presentó en el juzgado junto con algún otro camarada para asumir la defensa de los detenidos. Diseñé un cartel que por toda leyenda tenía: “Libertad Caso Papus – son inocentes” y que se imprimió en formato A2. Aquel cartel fue el primero concebido con criterios estéticos y publicitarios al uso. Se tiraron 10.000 y se imprimieron igualmente 15.000 adhesivos que reproducían el cartel, en una imprenta de calle Villarroel, no lejos del cubil de Royuela que nos presentó el padre de uno de los detenidos. Se imprimieron algunos panfletos y se enviaron comunicados de prensa que, por supuesto, jamás nadie osó publicar. No nos dábamos cuenta pero era la primera campaña coherente que estaban realizando las “fuerzas nacionales” en toda su historia reciente.
 
El nacimiento del Frente Nacional de la Juventud

Cabalgando con esos días se produjo la crisis en Fuerza Nueva. Después de recibir la carta de Blas en la que si no recuerdo mal me decía que me faltaba la fe necesaria para acometer esta lucha política. Rompí el carné del partido recortándolo en forma de runa de Odín e incluso creo que se lo envié por correo. A decir verdad, experimenté una sensación de liberación. Había estado en el partido lo justo para saber que ese no era mi lugar y que el nacional-catolicismo jamás arraigaría en la sociedad española. Dada por concluida esa aventura. Otros camaradas que habían entrado en el partido conmigo en 1976 o se habían ido o habían sido expulsados, o simplemente, se habían desengañado. Ya he dicho que, como no había mal que por bien no viniera, inhibirme de la lucha política en España me permitiría integrarme en lo que nosotros llamábamos el “frente internacional”.

A pesar de la expulsión seguí unos días visitando la sede del partido. La militancia juvenil deseaba hacer algo a favor de los detenidos por el Caso Papus. Algunos de los que se encontraban en ese momento en Fuerza Joven conocían a Bosch y si bien se habían separado de él hacía meses, no albergaban –no albergábamos- la menor duda sobre su extraneidad al atentado. Cuando a mí expulsan definitivamente de Fuerza Nueva en Barcelona, la situación dentro del partido se hace insostenible y no solamente entre la gente joven. La dirección del partido, mayoritariamente formada por ex combatientes de la División Azul vio como el sector ultracatólico del partido se hacía con el control del mismo. José Ruiz, el presidente regional, y su adjunto José Fernández dimitieron. El grupo de Fuerza Joven estaba dirigido por Ramón Graells quien, en principio no tenía mucho interés en abandonar el partido. Sin embargo, la militancia juvenil, incluso los recién llegados, no estaban dispuestos a subordinarse a una dirección que consideraban políticamente poco atractiva. Graells se creyó obligado a explicarme su postura: “Me quedo para mantener la llama…” que era como decir “igual hago carrera aquí”, sin embargo, dos días después, a la vista de que la totalidad de la base militante juvenil se fue del partido, él se fue con ellos no fuera a ser que perdiera el liderazgo. Fue así como nación el Frente Nacional de la Juventud. Al día siguiente Graells ya tenía pensado el nombre, la explicación al nombre y el distintivo de la nueva organización…

¿Por qué Frente Nacional de la Juventud? Habría que desglosar las tres palabras para ver el inmenso error en el que nos estábamos metiendo. ¿”Frente” por qué? Sencillo por que había gente de procedencia falangista y de lo que se llamaba procedencia “nacional-revolucionaria”, eufemismo para nombrar a los que se creía tenían origen “nazi”. No era así, ni remotamente. De hecho, lo “nacional-revolucionario” era algo completamente diferente (una forma de nacionalismo social, mucho más que de nacional-socialismo, en el cual ni estaba presente  la temática racista). Además, eso suponía olvidar que en las últimas semanas había entrado mucha gente en Fuerza Joven que ni tenía procedencia falangista, ni mucho menos “nazi”. Así que empezaba a haber un problema ideológico de partida. El problema de fondo era que Graells nunca se había preocupado mucho de ideologías: fue sindicalista-revolucionario en el Frente Sindicalista Revolucionario, tuvo algún contacto con Aula Azul, falangistas exaltados de izquierdas moderadita, fue pasó de ahí al nacional-sindicalismo de estricta observancia en los Círculos José Antonio, aterrizó por Fuerza Nueva, luego pasaría al Frente Nacional de la Juventud, luego intentaría volver en 1979 a Fuerza Nueva, pero la militancia se le volvió a oponer, liquidado el FNJ, retornaría a una obediencia falangista en un grupúsculo local, Unidad Falangista, para desaparecer un lustro y emerger de nuevo en Juntas Españolas de las que tras ocupar el liderazgo sería excluido… por el mismo motivo por el que los últimos mohicanos del FNJ le dieron la espalda, exactamente por lo mismo, algo que cierto pudor impide describir. Tras su eyección de Juntas, que a fin de cuentas, era una partido de derecha nacional, el antiguo sindicalista-revolucionario emergió luego como “general” de los Reales Tercios y allí lo tienen ustedes repartiendo despachos y nombramientos a una oficialidad de pastel, con uniformes, entorchados y parafernalia militar que haría las delicias de una revista satírica. Hay que añadir que los llamados Reales Tercios no tienen nada que ver con los Tercios de Requetés carlistas, sino que agrupa a juancarlistas. Si estos son los que van a defender a la monarquía, negro va a ser el futuro de la institución. Entre el antiguo sindicalista-revolucionario y el “general” de guardarropía median 40 años. Todos tenemos derechos a rectificar, el problema es que entre la espiral del FSR y los entorchados, galones, bandas y fajines de los Reales Tercios, me da la sensación de que hay evoluciones que van a peor.

En cuanto a la referencia a la “juventud”, desde el primer momento lo consideré un error. Un partido no puede estar dirigido a un grupo social definido por la edad. ¿Qué haríamos si se intentaran afiliar mayores de 30 años? La respuesta fue retórica: “Es que nuestro mensaje es juvenil y en la vieja falange ya se prohibía a mayores de 40 años que ocuparan puestos de mando…”. Era falso, pero, en fin, es cierto que en las JONS de Ramiro, al menos en sus estatutos había un artículo sobre la necesidad de ser jóvenes para ostentar puestos de mando. Quizás por eso las JONS nunca pasó de ser un grupúsculo juvenil. Al FNJ le pasaría otro tanto 45 años después.
Sobre la palabra central, “nacional”, no me pregunten por qué. En aquella época era frecuente que todos los partidos ultras ostentaran esa coletilla, como si no hacerlo sugiriera cierto “internacionalismo”. Tampoco me gustaba mucho el adjetivo. Siempre me he sentido europeo y, por lo demás, objetivamente, no era algo definitorio: todo lo que está contenido en una nación es, a la postre, “nacional”. Así que era una forma de no decir nada.

En cuanto al símbolo se adoptó la llama del Fronte della Giuventú italiano, los jóvenes del MSI. Y es raro porque esta organización eludía lo de “nacional”. Graells tenía una lejana idea de la existencia de este grupo y había visto en algún folleto editado por ellos, el símbolo de la llama al viento con los colores de la bandera italiana. Su gran hallazgo fue sustituir esos colores por el rojo y gualda carpetovetónicos. “¿Qué te parece?” A mí bien, a decir, verdad, a mí me daba absolutamente lo mismo. En aquel momento, no estaba mucho por la labor política, me dejaba llevar preocupado por que hacía tres meses que me había casado y sin mucha convicción sobre el futuro de aquella organización neonata.

Instalamos la primera sede del FNJ en el local de la Hermandad de Ex combatientes de la División Azul, en la Gran Vía, justo encima de la pastelería Escrivá que cada año destaca por alguna “mona” espectacular. Era un local pequeño y discreto, con alguna que otra griega en las paredes que se ensanchaba peligrosamente. La cocina la habilitamos como bar gestionado por un camarada diestro en patatas bravas y poco más. Era suficiente. Desde allí se empezó la campaña de solidaridad con los detenidos en el Caso Papus y aquella campaña arrastró gente, poco después ya nos habíamos juntado unos 75 y algunas semanas después duplicamos militancia. La organizamos de una manera extremadamente simple. Teniendo en cuenta que la calle Balmes y su prolongación Pelayo-Ramblas cortan Barcelona verticalmente y la Gran Vía hace otro tanto en la horizontal, los cuatro cuadrantes en los que quedaba dividida la ciudad nos daban la posibilidad de crear cuatro secciones. A pesar de ser de una simplicidad apabullante, lo extraño es que, hasta ese momento, ningún grupo ultra había desarrollado un sistema tan “sofisticado” de organización de las bases. Cada “sección” tenía un responsable encargado de la agitación en su zona.
 
Existía la obligación de que dos días a la semana, cada “sección” realizara actividades callejeras. Habitualmente consistían en colocar mesas de propaganda en lugares céntricos. Además se recaudaban fondos que oscilaban entre 3.000 y 7.000 pesetas. Con eso se imprimían más carteles, adhesivos y revistas. Pronto el FNJ lanzó su revista Patria y Libertad, de la que debieron salir unos 17 números en meses sucesivos. Poco después una revista teórica La Antorcha, de la que salió un solo número pero suplido por media docena de Cuadernos de La Antorcha con propósito de formación. Finalmente, apareció el primer número de El Cadenazo, revista satírica, la primera que publicaría la ultraderecha en España. Yo me encargaba de las publicaciones y de la redacción y diseño de los carteles, panfletos y adhesivos, pero no recuerdo a quien exactamente se le ocurrió la idea de la revista de humor. Posiblemente fuera a J.C. Castillón o a Mario Blanco. Éste último tenía cierta habilidad para el dibujo, así que entre los tres lanzamos realizamos los primeros números de la revista que luego, una vez disuelto el FNJ, tuvo un cierto revival. Castillón, eso sí, ideó el lema de la publicación: “No es cierto que seamos inmovilistas, nos encanta la marcha atrás”, lema de evidente polisemia que nos lleva a la vida sexual del FNJ.

Para que nos vamos a engañar. Conciencia política no hubo mucha en el FNJ. Podemos decir que hubo la misma que en cualquier otra organización ultra (salvo quizás en CEDADE donde la vida se tomaba demasiado en serio), esto es, poca o muy poca. Tanto en Fuerza Nueva como en el FNJ el crecimiento máximo se produjo cuando se integró, sin leyes de paridad ni madre que las parió, un número anormalmente crecido de chicas. En el FNJ doy fe de que el 40% de la militancia era femenino. Frecuentemente buen o de muy ver. Esto creaba tensiones lógicas y el que existiera una tensión erótica dentro del FNJ que contribuía a excitar el activismo y a llevarlo en ocasiones a sobreactuaciones. Cada militante varón se creía obligado a asumir más riesgos, realizar más activismo y más frenético que cualquier otro y en competencia con todos los demás, simplemente para cortejar a las hembras. La edad media estaba en torno a los 21 años, así que muchos militantes tenían exceso de testosterona y si buena parte de ellos tenían entre 19 y 20, para muchos, varones y hembras, aquella etapa fue la de su iniciación sexual. Era lógico que así fuera y raro si no hubiera sido así. Ya he dicho que en la ultra, follar se follaba como en cualquier partido libertario. También había gays e incluso individuos con sexualidad mal definida y morbos demasiado complejos para ser descritos sin que el pudor se resintiera. Y también existían trazas de pacatismo heredado de la organización matriz, Fuerza Nueva. Casados éramos dos parejas (los Graells y nosotros), luego se casó una tercera que duró poco y en los años siguientes Graells se separaría. Había algo en su matrimonio que no terminaba de funcionar. Evito los comentarios que su esposa realizaba en público, frecuentemente con él delante, pero a tenor de ellos era evidente que nadie daba un duro por su matrimonio. El problema fue que en el penúltimo período del FNJ esa situación de tensión personal repercutió muy negativamente en la marcha del grupo. Era difícil saber el humor con el que aparecería Graells por la sede. Así que la tensión fue subiendo en aquel microcosmos que debió tener su momento álgido en el año siguiente a abril de 1978. Pero eso sería adelantarnos demasiado en el tiempo.

Un mal giro en el Caso Papus

Un buen día, Graells nos comentó como iba el asunto de los detenidos en el Caso Papus. Era, desde luego, un feo asunto: “Soy partidario –me dijo- de que los detenidos se acojan a la amnistía de 1977. Si intentamos demostrar su inocencia podemos tardar mucho y nunca se sabe cómo puede acabar la cosa”. El caso es que los detenidos ya habían sido condenados por la prensa… pero yo seguía albergando la convicción moral de que ellos no habían sido. Fue buscando y preguntando, nadie sabía nada del atentado, y toda la ultraderecha en bloque lo condenaba o se negaba a hablar de él. Así que no había nada más que realizar una “comparativa”.  Era imposible que se hubiera utilizado C-4 y explosivos sofisticados en un solo atentado. Si esto era así, el Caso Papus hubiera sido una excepción y nadie que tiene un explosivo de esa potencia se contenta con realizar un solo atentado. Y si solamente se había cometido uno, el atentado era todavía más sospechoso. Los atentados que había cometido el entorno del JEP eran simples y primitivos, apenas lanzamientos de cócteles molotov y latas de gasolina vaciadas ante los anaqueles de librerías y teatros. Nunca –y esto era importante-, nunca se había utilizado en Barcelona ningún explosivo activado por detonante. Ni antes ni después de la explosión del Papus, en Barcelona, ningún grupo ultra utilizó jamás detonantes ni C-4. Ni entonces ni ahora entendí por qué la policía había deducido que si el atentado se había cometido en Barcelona debía de haberlo hecho algún ultra catalán. ¿Por qué no buscaban en otras regiones del Estado en las que se habían cometido atentados muchos más coincidentes con el del Papus. En Levante, por ejemplo. Y dejo ahí en el aire la pregunta porque no es ni entonces ni ahora era mi obligación investigar algo que solamente correspondía a la policía pero de lo que no tengo la menor duda de que la policía optó por la vía fácil: Bosch y su grupo eran los “culpables perfectos” y acaso por eso durante los seis meses anteriores les habían dejado campar con toda impunidad, sin interferir en tiroteos, atentados o agresiones, algunas de ellas que estuvieron a punto de causar muertos. Que cada cual piense lo que quiera.
 
Ya se sabe aquello de que “Por la boca muere el pez”. Bosh era de estos. Concedió una entrevista a Interviu ilustrada con fotos en las que se le podía ver fumando un gigantesco puro habano (él que hasta hace poco había sido vegetariano y que nos deleitaba a todos con disertaciones sobre el color de sus heces, de las que supimos que eran, por cierto, blancas). Explicaba malamente su inocencia anudándose un poco más la soga, si ello era posible. Decía textualmente: “Me han culpado a mí del atentado por ser experto en explosivos”. Era como decir, “soy carnicero, pero el tipo ese que se ha encontrado trinchado no he sido yo a pesar de que podría haberlo hecho y a las mil maravillas”. Para rematar la faena, en el juicio “aclaró” un poco más su posición explicando con una seriedad pasmosa: “El atentado lo cometió Luis Prats del CESID”, añadiendo: “Me lo ha dicho Royuela”. El pobre Prats, por cierto, era el alias de un coronel destinado a los archivos militares de Barcelona, antiguo director del SEDEC en Catalunya, de ascendencia carlista al que frecuentemente me cruzaba por Barcelona, él siempre sobre una Ducati 250 procedente de subastas militares y yo con mi petardeante  Sanglas 400. Se podía pensar cualquier cosa sobre el trabajo de Prats, pero no desde luego que fuera un hombre capaz de ordenar un atentado de este tipo. Si había una forma inútil y contraproducente de abordar su defensa, Bosch la eligió sin pestañear. No es raro que cumpliera años de cárcel (los suficientes para acabar la carrera de exactas y luego liarse la manta a la cabeza con la de económicas) por un delito que no cometió. Resumo: el caso Papus, resuelto judicialmente, sigue impune y Juan Peñalver Sandoval no ha sido resarcido por una justicia eficaz.

Y esto nos lleva al asunto central: si no existían pruebas suficientes, sino tan solo circunstanciales y completamente periféricas, para condenar a Juan Bosch, cómo diantres es posible que unos abogados optaran por evitar resaltar esta ausencia de pruebas directas, tirando por el sendero más increíble: intentar que se les aplicara la amnistía de 1977… lo que en la práctica equivalía a reconocer su culpabilidad e intentar un subterfugio que, por supuesto, jamás se aplicaría. Decididamente, hay acusados cuyo principal enemigo es su abogado defensor, hasta el punto de que tanto en el Caso Papus, como entre los acusados del 11-M, vale la pena recordar que las condenas finales tienen su origen en malas asistencias iniciales a los detenidos por parte de sus abogados. No será la última vez que este tema sale en estos apresurados recuerdos.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (5ª parte). Tiempos agitados

Lo sorprendente de Fuerza Nueva fue que entre el referéndum para la reforma política y las elecciones de junio de 1977, el partido no realizó grandes actividades y, sin embargo, fue creciendo. Se realizó, eso sí, alguna movilización en la calle que demostró que existía una posibilidad para atraer masas a diferencia de la Unión del Pueblo Español promovido por el “franquismo sociológico” del que solamente se sabía que “estaba en conversaciones”, pero que en la calle no dejaba rastros de su existencia. Con razón decían representar a la “mayoría silenciosa”; más que “silenciosa” era una “mayoría ausente”. Era un buen momento para que Blas hubiera reconocido los hechos consumados, a saber que caminábamos hacia una democracia formal, a la europea, en la que tendría que acomodarse… o bien, tirarse al monte. Y yo era el partidario, en primer lugar, de asimilarnos a un partido democrático de cara al futuro (y en esa línea estaban escritos todos los artículos que había publicado en el semanario), o en caso de que la dirección del partido se viera incapaz de homologarse a cualquier otro partido, tirar al monte, lo que en la época equivalía a asumir una estrategia “golpetera”.

Vale la pena preguntarse si defender el golpismo en aquella época era legítimo. Hay que recordar el contacto político español entre 1976 y 1980: la crisis de hoy se experimenta con brutalidad porque no existe ninguna otra noticia que la cubra, sin embargo, en 1976-77, el aumento de la inflación, las oleadas de huelgas, el aumento del paro (para una sociedad habituada a no conocerlo desde hacía mucho), el encarecimiento diario del coste de la vida, todo ello quedaba cubierto por la declaración de tal o cual lidercillo del tres al cuarto y por noticias de indudable calado político que eclipsaban cualquier otra noticia. Los asesinados por ETA, salvo que se tratara de un capitoste de la banca o de la patronal, apenas merecían pequeñas noticias en páginas interiores. El sol de la “reforma política” conseguía desplazar cualquier otra noticia y deslumbrar sobre el futuro radiante que nos esperaba.

Un paréntesis sobre ETA

Algunos que empezábamos a tener uso de razón política, que habíamos viajado ya por el extranjero, leído la prensa de los partidos hermanos y mantenido relaciones epistolares en toda Europa, sabíamos que la democracia formal que se avecinaba no era ninguna ganga. No albergábamos la menor duda de que la democracia formal era, fundamentalmente, debilidad y ausencia de “responsabilidad”. En 1976 augurábamos para España grandes dosis de corrupción y caos político-social. Y sin embargo, ni éramos profetas, ni siquiera en la época, alcanzábamos en rango de modestos analistas políticos. Cuando Cuadernos para el Diálogo titulaban “Contra terrorismo, democracia”, personalmente sonreía: contra más democracia, habrá más terrorismo, me decía. O aquel otro titular de “Vosotros fascistas sois los terroristas” que repetido tantas veces eludía considerar que el único terrorismo realmente existente en España era el de ETA y en mucha menor medida el de los GRAPO y que si había atentados “ultras” eran acciones aisladas de elementos individuales que jamás constituyeron ninguna organización estable, ni voluntad de tal. Y así fue durante los 30 años siguientes. Toda la prensa democrática clamaba por la amnistía y la liberación de todos los presos políticos, algo en lo que todos estábamos de acuerdo… salvo en los condenados por delitos de sangre. Por lo demás, en la trena se encontraban los responsables del atentado de la calle del Correo en el que murieron casi 20 personas, gratuitamente, simplemente porque tomaban un café con churros al lado de la Dirección General de Seguridad, hoy edificio de la Comunidad de Madrid. Al típico lumbreras etarra se le ocurrió que si estaba a dos pasos de la DGS todos los clientes y seguramente los camareros serían policías. Pues bien, todos eran civiles, incluida aquella pareja de recién casados que estaban de viaje de novios por la capital. No había ningún policía en el establecimiento.

Vale la pena hacer un alto y sintetizar en unas líneas lo que pensaba de ETA en la transición. Los tenía por asesinos, sin más matices. Hubo un antes y un después del atentado de la calle del Correo. Antes cabía la posibilidad de que ETA estuviera embarcada en una guerra particular “contra la represión en Euzkadi”, además, sea lo que fuera lo que ocurrió con Carrero Blanco, se trataba indudablemente de un atentado “político”. Las objeciones eran muchas: Carrero no sólo era presidente, era también persona. Como Melitón Manzanas del que, por activa y por pasiva se ha intentado justificar su asesinato en tanto que “torturador”. También era una persona con su familia y sus hijos. Podía entender que se asesinara al funcionario o al presidente, pero no que se asesinara a las personas que estaban tras estos cargos. Y en eso estaba cuando en el atentado de la Calle del Correo disipa cualquier duda sobre la legitimidad de ETA: no existe ninguna justificación porque ninguno de los muertos ocupa puesto alguno en lo que ETA llamada “el aparato represivo del Estado”. Pero ocurrió algo peor. ETA, al ver que, literalmente, había metido la pata, no reivindicó el crimen. Además de asesinos, cobardes. Hubo algo más.

Tirando del hilo, la policía llegó a un núcleo de madrileños vinculados a la oposición democrática que estaban colaborando con ETA. Había un albañil y también un piloto de Iberia, pero lo esencial del bolsón de detenidos pertenecía a lo que se llamaba “fuerzas de la cultura”. Había actores de teatro, intelectuales, psiquiatras, abogadas, un pastiche muy heteróclito que ni siquiera correspondía a ninguna organización realmente constituida. Solamente Genoveva Forest Tarrat, estaba, más o menos incluida en el aparato etarra. Fue ella la que alertó sobre la frecuencia con la Carrero Blanco acudía a oír misa. Fue ella quien escribió “Operación Ogro: cómo y por qué ejecutamos a Carrero”. Y fue ella cuando la que albergó a los que ejecutarían la masacre de la Calle del Correo. Su marido, Alfonso Sastre, era autor teatral de prestigio. En aquella época acababa de escribir “La Taberna Fantástica” que intentaba reproducir, mal que bien, la vida de los quinquis y su lenguaje marginal, a la vista de que entre la oposición democrática de la época, el paradigma del marginal era Eleuterio Sánchez, “el Lute”, quinqui ayer y presunto maltratador hoy. Reconociendo sus méritos, nunca he podido digerir el teatro de Sastre que me parecía preñado de un exceso de demagogia social, muy del gusto, eso sí, de aquella época. Como era habitual, algunos de los detenidos recibieron algún que otro bofetón, pero no todos: los famosillos y pudientes recibieron un trato exquisito.

La policía sabía a quien propinada un tortazo y la Forest pertenecía a “los intocables” de la oposición democrática, al encarnar a “las fuerzas de la cultura”. Sin embargo, en la cárcel publicó un estremecedor relato de las torturas de que había sido objeto que indicaba un carácter con pulsiones sadomasoquistas demasiado visibles. Desnuda en medio de una habitación sórdida, mojada en sus propios orines, una y otra vez policías anónimos la sometían a humillaciones, vejaciones, malos tratos y torturas e incluso en el cuadro pintado por ella aparecía una sanitaria, bajita, regordeta y pintarrajeada que le inyectaba algún suero de la verdad… todo demasiado novelesco y casi extraído del reparto de “La Taberna Fantástica”. Era cierto que la policía no se andaba con miramientos con el obrerete detenido en una manifestación, cuidaba mucho más las formas con los estudiantes, esos hijos de la burguesía de los que ignoraban las influencias que podía tener papá y mamá y trataban con una cortesía casi versallesca a los detenidos representantes de las “fuerzas de la cultura”. Y esto, con Franco vivo.

Para desgracia de Eva Forest, en la celda de al lado estaba presa Lidia Falcón, feminista de pro, que, literalmente, pasaba por allí; el hecho de que su nombre figurara en la agenda de la Forest y que existiera una confusión en torno a un piso que le había facilitado la Forest, hizo que se viera implicada en el asunto. Al salir de la cárcel la Falcón negó tener relación con el grupo (ella y su marido, Eliseo Bayo, habían pertenecido al PSUC, creo que pasaron un breve período por el PCE(m-l), luego publicaron una revista ciclostilada, La Verdad, como comunistas independientes y finalmente recalaron en el PCOE de Lister… pero siempre se habían mantenido al margen del terrorismo) y puso especial énfasis en asegurar que la Forest ni había sido torturada ni vejada, ni humillada, ni enfermera bajita y regordeta le habían puesto inyección alguna, todo lo contrario, le habían tratado con exquisitez y ella, con la misma educación les había dicho a los policías todo lo que querían saber.  El testimonio de Lidia Falcón, “Viernes y 13, calle del Correo” dice muy poco a favor de Eva Forest, pero mucho sobre la mentalidad de las “fuerzas de la cultura”. Cualquier exageración y mentira pura y simple, eran admisibles para desprestigiar y denunciar al franquismo. Hasta su muerte, no hace mucho, la Forest siguió sosteniendo la realidad de las torturas de que fue objeto. Y la Falcón sigue sosteniendo que todo aquello fue una patraña urdido por una desequilibrada o poco menos.

No es cierta la imagen que los ex etarras que militaron en aquella época han dado de sí mismos: antes del 20-N de 1975, serían unos idealistas que lo estaban dispuestos a dar todo por su pueblo, a partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco, unas bestias sedientas de sangre. En realidad, el material del que se nutría ETA fue el mismo siempre: chicos, más o menos descerebrados, que querían vivir una aventura y que, en la lógica de una organización terrorista, esa aventura pasaba por el asesinato. Quizás la única diferencia estribe en que antes ETA se cuidaba más de justificar sus crímenes, mientras que hoy simplemente los ejecutan sin más problemas de conciencia y, entre crimen y crimen, un porrito que siempre relaja. Esto hacía que, en otro tiempo, el número de intelectuales o presuntos tales, fuera mayor en ETA, mientras que hoy se limita a ser una jauría de perros de presa con la neurona declara en huelga.
 
Además, por algún motivo, hubo un tiempo en el que en Euzkadi se ligaba más con el marchamo de ETA. Esto incluso lo descubrió Hellín, un ultra madrileño que se las iba dando de misterioso vasco en Madrid en bares frecuentados por gente de izquierda. Siempre había alguna que “picaba”. Luego se “curraba la página” de que estaba solo en Madrid, dejaba intuir que era etarra en misión en la capital. En ocasiones, ya en el “piso franco”, dejaba ver algún arma y la chica fascinada creía que estaba ante el “gran vengador euskeriko”. Cuando eso ocurría, las pobres chicas ya habían dejado las bragas sobre el cañón del fusil y se habían entregado al vengador de sus amores. Una no cayó en la trampa. Identificó al falsario como tal. Unas semanas después era asesinada. Se llamaba Yolanda González y militaba en un partido escindido de las Juventudes Socialistas y vuelto hacia el trotskismo, el PST. Compartí módulo penitenciario en la cárcel de Meco con algunos de los implicados en el asunto y fue esto lo que me contaron por todo “móvil”.

Otro paréntesis sobre “Pertur”

Eduardo Moreno Bergareche, alias “Pertur”, era un chico al que le había dado por apuntalar ideológica y estratégicamente la andanza de su organización, ETA(p-m). Le habían destinado a elaborar documentos y comunicados, a la vista de que el muchacho era un palizas, pero él, lo que verdaderamente hubiera querido era participar en los “golpes” de los comandos. No lo cuento yo, sino que sus biógrafos lo resaltaron y beatificaron. Pero para esas acciones había que tener un carácter que “Pertur” no tenía. Estaba preparando un escrito –la Ponencia Otsagabía– para la Asamblea de ETA cuando desapareció y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de él. El texto de la ponencia, es sin embargo, descorazonador sobre sus cualidades intelectuales. La única novedad era la propuesta de crear un partido que actúe en la legalidad democrática que preveían hasta los más ciegos (salvo, claro está, en la extrema-derecha).

En los últimos 30 años se ha hablado mucho de quién asesinó a Pertur. En los momentos de escribir estas líneas el caso ha tomado un nuevo giro cuando un juez italiano ha interrogado a “arrepentidos” italianos de extrema-derecha, un tal Sergio Calore y a algún otro, sobre un asunto que desde 1983 se creía resuelto. En efecto, a poco de desaparecer “Pertur” una llamada “Alianza Apostólica Anticomunista” (grotesca forma de salvar las tres aes que causaban espanto en Argentina) reivindicó la desaparición, añadiendo incluso un logo primorosamente elaborado. El logo no era otro que el símbolo “ummita” que mostraba la nave extraterrestre de ese país que presuntamente “aterrizó” en San José de Valderas… Por supuesto, ni jamás hubo “ummitas”, ni nave que aterrizara en la periferia madrileña, y todo era un “experimento sociológico” urdido por Jordán Peña, un sociólogo, a cuenta de vaya usted a saber quién. Pero el logo popularizado ocho años antes, quedó en la mentalidad de un tal Carmona, un ex miembro del JEP, que reivindicaba todo lo reivindicable. El chaval, que no estaba muy en sus cabales, se ve que le daba morbo que durante días la prensa estuviera mareando la perdiz con los comunicados que enviaba con cierta regularidad y que, por cierto, le llevaron a la cárcel.

Con esos vagos indicios, entre 1977 y 1983, fue creencia generalizada el que a “Pertur” lo había asesinado esta “Triple A” carpetovetónica de origen y “apostólica” por vocación. Pero la familia de Pertur había indagado por su cuenta y llegó a sus oídos, por declaraciones de sus antiguos camaradas, que la situación en ETA en el momento de la desaparición estaba muy enrarecida. Múgica Garmendía, “Pakito”, fue responsabilizado directamente de la desaparición en cuanto la familia tuvo la seguridad de que fue la última persona a la que vio. Y así fue hasta que Sergio Calore (un pequeño chivatillo “arrepentido” que, desde 1980 viene explicando lo poco que sabe, lo mucho que se inventa y lo que le sugieren que diga jueces de pocos escrúpulos) dijo que lo sabía todo sobre el tema: “fue Della Chiaie”. Así que creo que puedo aportar algo sobre la materia, por vía de la negación.

Desde diciembre de 1976, Della Chiaie estaba fuera de España. Abandonó España cuando Martín Villa estaba a punto de firmar su orden de captura. Una de las últimas entrevistas que tuvo en España fue con Girón y con la familia Oriol negando que tuviera algo que ver con el secuestro de José Maria Oriol y Uquijo, secuestrado en aquel momento por el GRAPO, pero del que la “prensa democrática” sostenía con una seriedad pasmosa que estaba secuestrado por la gente de Della Chiaie. Así pues no pudo estar implicado en la desaparición de “Pertur”, simplemente porque se encontraba en el momento de producirse muy, pero que muy, lejos de España… algo, por supuesto que el bobo de Sergio Calore no podía saber. Divagaciones de este tipo se han difundido últimamente en el documental “El año de todos los demonios”… en donde algunos etarras intentan salvar lo salvable y reafirmar que ellos no asesinaron a “Pertur”. Ni reconocer el crimen de la Calle del Correo, ni la desaparición de “Pertur”. Dentro de 20 años seguro que niegan que a Miguel Ángel Blanco lo asesinaran ellos.

El falso diario de Argala y como funcionan los servicios

Así es ETA. En torno al terrorismo ha existido siempre intoxicación informativa. Repasando recuerdos sobre ETA, me encuentro esta perla. Tras el atentado de la calle del Correo, el SEDEC pasó al ataque para lograr el aislamiento de ETA incluso dentro de la oposición democrática. Entre otras acciones –lo reconoce el propio coronel San Martín en sus memorias, así que no desvelo ninguna teoría– el SEDEC elaboró un “diario secreto de Argala” en el que se pretendía demostrar que ETA estaba tras el atentado de la calle del Correo (sobre el que permanecían completamente silenciosos e incluso negaron con la boca pequeña). En un momento dado, el falso “Argala”, escribe: “Se ha puesto en contacto con nosotros J.M. del PENS, dicen que son revolucionarios”. Añade: “Esos malditos nazis, no podemos fiarnos de ellos”. El texto, aparecido en 2004 es de una ingenuidad portentosa, pero en la época tenía una mala uva elevada a la enésima potencia. Las siglas “J.M.” no son ingenuas, puestos a crear confusión, casi mejor poner las siglas de alguien fácilmente localizable aunque ni siquiera perteneciera al PENS –que, por otra parte, se había disuelto dos años antes– “Jorge Mota”. Así trabajaba el SEDEC.

Otra perla. En cierta ocasión, en la última época del PENS, un capitancete del SEDEC me pasó una caja de clisés de ciclostil. Los fui utilizando hasta llegar al último, en el cual me encontré un clisé ya picado pero no utilizado de lo que debía ser un panfleto non nato firmado por la Coordinadora de Entidades Ciudadanas de Barcelona… en donde se acusaba al PENS de quemar librerías, cuando el SEDEC sabía perfectamente que no éramos nosotros quienes quemábamos librerías. De ese período aprendí mucho sobre cómo trabajan los servicios de inteligencia. Con la mano derecha te dan la mano, con la izquierda te la meten doblada.

Por todo ello, ya desde aquella lejana época me resulta muy difícil creer a pie juntillas todas las informaciones que se difunden sobre terrorismo. Siempre se trata de informaciones interesadas. Nunca está claro si se detienen terroristas para evitar que sigan asesinando o simplemente por conveniencias políticas. Ni siquiera está claro si la detención de un dirigente terrorista se deba al deseo de verlo entre rejas por necesidades de orden público, para prestigiar al ministro de turno, o simplemente para desplazar de la dirección del grupo terrorista a dirigentes hostiles y colocar en su puesto a los que sean más fácilmente accesibles.

En el lejano 1969, Fernando Poveda, le fundador del PENS, de retorno de un curso para estudiantes anticomunistas organizado por el SEDEC me comentó: “Fíjate si en España los servicios de inteligencia son primitivos que no han creado ningún grupo de extrema-izquierda”. No entendí bien lo que quería transmitirme. Me lo tuvo que volver a repetir una segunda vez: “Sí, hombre, es la mejor forma de tener controlado a un ambiente político, si lo creas directamente siempre lo tienes bajo control, de lo contrario vendrá otro, lo creará y no podrás controlarlo”. Fue una gran lección, tanto por su extraordinaria simplicidad como para que entendiera de una vez por todas que en el terrorismo internacional “nada es lo que parece”. Lo entendí a finales de los 60 y desde entonces es un principio que sigue en vigor. El terrorismo, cuando se ve incapaz de generar una estrategia propia (en ETA, desde la desarticulación de Vidart) deja de servir a sus propios intereses para servir a cualquier otro. El impacto emotivo de un atentado puede ser aprovechado por cualquiera, no solamente por quienes cometen el crimen. Créanme, no se fien de lo que le cuenta cada día la prensa sobre el terrorismo ni nacional ni internacional; pónganlo sistemáticamente en solfa. En el terrorismo, lo único realmente innegable son los muertos. Y esto es, precisamente, lo que cuestiona la legitimidad de una estrategia terrorista.

Pequeña introducción al golpismo y a los golpeteros

Lo del “golpismo” es, igualmente, complejo. Algunos de nosotros no creíamos en 1976 que la democracia fuera a ser un régimen puro, limpio y cristalino. Personalmente, en esa época, me encontraba muy influido por Solzhenitchin. La diferencia entre el mundo comunista y Occidente –venía a decir Solzhenitchin– es que en el primero no puede decirse nada, y en el segundo se puede decir todo, pero no sirve para nada. Con la democracia ocurría lo mismo: no te detendrían tres veces en cuatro meses (como me había ocurrido a mí en 1973), pero ni en Italia, ni en Francia, países que conocía bien, la democracia formal servía para gran cosa. Si vamos a eso, el plan Marshall había sido mucho más útil para la población que las luchas cotidianas de partidos.

Por otra parte, de José Antonio Primo de Rivera lo único que consideraba que todavía tenía vigor era la crítica a la democracia. En realidad, el pensamiento no conformista de los años 30, el que procedía del fascismo directamente o de las periferias intelectuales (Maulnier, Dandieu, Mounier, etc.), todos, sin excepción habían hecho una crítica demoledora a la democracia, crítica no superada hasta hoy. Lo que no impide que la democracia sea el único gobierno mundialmente aceptable y políticamente correcto. Yo me sentía muy identificado con la crítica: la democracia rompía la unidad de la nación en partes (“partidos”) que, inicialmente se presentaban como opciones ideológicos y que a la postre terminaban siendo grupos opuestos de bajos intereses, influencias y amiguismo. La democracia, antes o después, degeneraba en partidocracia (poder de los partidos) o plutocracia (poder del dinero). Las campañas electorales no son más ejercicios de quien miente más y mejor. Y luego estaba la frase definitoria: “En democracia 51 imbéciles tienen la razón sobre 49”. En uno de los primeros programas de Protagonistas de Luis del Olmo, no recuerdo a santo de qué me invitaron y le solté la frase cuando me preguntó que qué me parecía la democracia. No la entendió y se la tuve que explicar de nuevo. Claro está, a la vista de los vientos que soplaban, y de que yo en ese período no tenía inconveniente en mostrar cierta voluntaria tosquedad provocadora, jamás volvió a invitarme a su programa. En realidad tendría que haber mejorado su expresividad: “En democracia 51 violadores tienen la razón sobe 49 Premios Nobel”, creo que lo hubiera entendido antes. En cualquier caso, la ley del número implica sólo cantidad, cuando lo que el gobierno de la nación lo que precisa es calidad.

Así pues, casi siempre he permanecido muy ajeno a los valores democráticos formales que se reducen a uno: vota y calla. No fue sino hasta el año 2000 cuando en el curso de una cena en Barcelona convocada por Democracia Nacional, Laureano Luna tomó la palabra y vino a explicar que la ley del número era un acuerdo entre las partes para hacer gobernable un país y mientras no se encuentre otro mejor, no podía rechazarse. Consideré el argumento de Laureano y lo acepté sin reservas, como mal menor. De todas formas, sigo considerando a los partidos políticos como estructuras completamente artificiales e irrelevantes mucho más ahora que han abandonado cualquier forma de ideología para ser solamente foros de tráfico de influencias, corruptelas e intereses espurios.

Por lo demás, creo que la democracia actual está en crisis y que la crisis económica se está en estos momentos convirtiendo en crisis social y en breve pasará a ser crisis política generalizada. Ese será el momento cuando se tratará de aplicar reformas en profundidad al sistema de representación democrática. Pensar que el ciudadano solamente puede estar representado en las instituciones a través de los “partidos” es muy aventurado. A pesar de que en los años 60 y 70 no gasté ni un solo esfuerzo del más olvidado músculo y que me siento tan alejado del franquismo como de Raticulín, ahora creo que la “democracia orgánica” era mucho más razonable que la partidocracia y la plutocracia que tenemos hoy. El que puedan sentarse en los escaños parlamentarios representantes de los sindicatos, de las universidades, de los consejos de la juventud, del tejido asociativo, del ejército, del mundo de los deportes, no en función del partido al que pertenecen sino del lugar que ocupan en la sociedad civil, es algo que debería considerarse.

En 1976 me movía en otro esquema. Había llegado a dos conclusiones: no había posibilidad de realizar revolución alguna, ni el país estaba para más saltos al vacío y aventuras que los que diariamente nos servía la prensa, y solamente había dos vías políticas a seguir: el golpismo o la democracia. A diferencia de otros sectores de la extrema-derecha que hacían del golpismo un fin en sí mismo, para algunos de nosotros, el golpe no era más que un medio para alcanzar un fin: mejorar las propias posiciones y prepararse para ascender otro peldaño en la larga marcha hacia una sociedad orgánica y estructurada como la que éramos capaces de definir. Habíamos ideado la “teoría de la escalera”: para llegar al poder situado en el peldaño superior, había que ascender antes por los peldaños que nos separaban del límite superior. Pero también había otros peldaños inferiores, el último de los cuales sería el llegar a una sociedad comunista en la que la masificación era absoluta, la capacidad por expresar puntos de vista disidentes reducida a cero y cualquier forma de libertad pulverizada en nombre de las masas. Esa era la peor visión que podíamos concebir y, por tanto, ocupaba el peldaño inferior, el más distanciado de nuestro ideal. Así pues, concebíamos la lucha política como un subir o bajar peldaños, como el llegar a estadios más próximos a nuestro ideal y otro más alejados. Se trataba de ascenderá los primeros y evitar caer en los segundos. Esto implicaba que el golpismo era una forma de mejorar posiciones, pero en absoluto un fin en sí mismo.

Eso llevaba a nuestra concepción del “golpe” que difería extraordinariamente del resto de fuerzas que se movían en el mismo ámbito, incluidas las opiniones de buena parte de los militares. En la extrema-derecha se ha practicado siempre un culto a los entorchados y a los galones. Si un militar opina, tú te callas, aunque lo que diga el uniformado sea una estupidez lacerante. Nosotros no éramos del mismo jaez. El golpe, para nosotros, no era un hecho simplemente “militar”, sino un proceso político-militar, en el cual el elemento castrense solamente entra en juego en el momento puntual del golpe. Así pues, es imposible dar un golpe de Estado si no existe un amplio sector de la población que lo pida y que esté dispuesto a movilizarse en su favor. En la ultraderecha, el golpe se consideraba como “asunto de los militares” y en la casi totalidad de ambientes políticos ultras se esperaba que los mílicos se movieran en esa dirección, pero nunca se hizo nada concreto para impulsarlos, salvo, de tanto en tanto, gritar aquello de “Ejército al poder”, cuando vienes oyéndolo desde 1970, ya no te dice nada. A nosotros, esta consigna nos parecía ya desprovista de todo sentido como aquellas palabras que, a fuerza de repetirlas, pierden todo su sentido. El golpe era pues, un hecho político-militar y, se trataba por tanto de establecer puentes con las FFAA y empezar a trabajar un terreno particularmente difícil e inseguro.

Luego estaba la otra vía, la democrática. El partido –Fuerza Nueva– debía homologarse lo más posible a cualquier otro partido democrático. Ejemplos en Europa no faltaban. Existían partidos hermanos a los que se podía pedir concurso y que podían ayudarnos en la formación de cuadros. Existían, en síntesis dos días estratégicas: la golpetera y la democrática. El problema no era decidirse por una o por otra (esto dependía, a fin de cuentas,  de las condiciones siempre cambiantes) sino ser consciente de que había que decidir. Y, a medida que pasaban los meses, la dirección del partido no decidía nada. Se permitían los gritos de “ejército al poder” en los mítines de Blas, pero no se hacía nada absolutamente por sistematizar los contactos con los sectores militares disconformes con la evolución política. Se llamaba a votar a nuestras candidaturas pero no se hacía nada por evitar esa imagen paramilitar de ejército de Pancho Villa que restaba toda credibilidad al partido, ni esos discursos apocalípticos de Blas en el que se nos hablaba de la desintegración de España, pero no de la forma en la que se podía revertir el fenómeno. No se nos asignaban ni objetivos políticos, ni estrategia y así ocurría lo que ocurría. Yo creo que inconscientemente, pero el hecho era que Blas estaba fanatizando a grupos de chicos jóvenes que salían de sus discursos con la sangre caliente: todo se estaba hundiendo, España, la sociedad, la Iglesia, la familia, el Estado, así pues había que hacer algo… y Blas no les decía qué hacer y si intentaba apuntar algo en esa dirección (el votar a Fuerza Nueva) lo irrelevante de lo que pedía (el voto) contrastaba con los tintes apocalípticos de la situación descrita por tan fogoso orador. El resultado era que, en aquellos años, chavales políticamente inmaduros, se fueron radicalizando y generando una constelación de incidentes violentos que, en muchos casos, les afectaría en sus vidas futuras. En el otro lado, la extrema-izquierda hacía exactamente lo mismo, por lo que a nadie le podía extrañar que la situación del orden público se degradara de día en día.

El I Congreso de Fuerza Nueva

En eso que se convoca el I Congreso del partido y Blas me encarga la “ponencia de organización”. Hasta ese momento solamente había hablado con Blas en una ocasión y durante muy poco tiempo, así que entiendo que si pensó en mí fue a causa de los buenos oficios de Pepe Ruiz, el divisionario delegado del partido en Catalunya y teniendo como referencia los artículos que con mucha frecuencia publicaba en el semanario del partido. No me indicó nada más así que me las compuse como pude. La ponencia tenía unas 24 páginas y se abordaban todos los aspectos, no sólo organizativos, sino estratégicos. En aquella época no existían ordenadores y la tarde en que empecé a escribirla el único papel que tenía a mano eran unos cuadernillos de papel de barba que utilizaba para dibujar. Ocupó cuadernillo y medio, esto es 24 páginas.

Mis padres aprovecharon para acompañarme al aeropuerto a tomar el puente aéreo para Madrid. Las fotos que sacó mi madre me definen en aquella época: cazadora de cuero, gafas de sol, aspecto de intelectual autosuficiente y cierta seriedad escéptica en la mirada. No tenía muy claro en dónde me iba a meter. En el avión me encontré a Jaime Serrano el delegado de Gerona que también acudía al congreso. El avión salió tarde, tirando a muy tarde, y llegamos con el congreso ya iniciado. Tras pasar por el control, abrimos la puerta del congreso e inmediatamente percibir que llamar congreso a lo que no pasaba de ser una mera asamblea de delegados era demasiado aventurado. Nada de delegados elegidos democráticamente por cada tantos afiliados, nada de delegados de las organizaciones militantes, nada de invitados de otros partidos, ni nada de presencia de la prensa. Todo se reducía a 40 delegados de las 40 provincias en las que el partido tenía presencia. Un invitado (Horia Sima, ex jefe de la Guardia de Hierro rumana). Blas y, a su vera, Pepe las Heras. Eso era todo. Las ponencias por supuesto no se habían repartido previamente entre los congresistas para que pudieran aportar mociones. En realidad, ni el propio Blas sabía exactamente que coño les iba a contar. Si hubiera dado una conferencia sobre el “centralismo democrático marxista-leninista” no lo habría sabido sino hasta una vez entrado en el discurso.

Blas estaba concluyendo su alocución cuando entramos. No tuve ni tiempo de sentarme, 10 segundos después ya estaba a la izquierda de Blas largando mi rollo, ante un auditorio que no parecía el más adecuado para recibirlo. No lo era, desde luego. Por lo demás, leer 24 folios a doble espacio tampoco es ninguna ganga. En aquel tiempo era capaz de hablar en público, pero iba a piñón fijo, no me importaba mucho la actitud del auditorio ni reparaba en si aburría hasta las piedras o si me excedía en el tiempo. En las asambleas públicas no hablaba mal, pero en las conferencias y en las reuniones formales como esta, no hacía concesiones ni al tiempo, ni a la dicción, ni a la necesidad de entretener al auditorio. Hasta muy adelante no supe que si quería que algo fuera admitido por la audiencia debía entretenerla previamente, contar algún chiste, realizar inflexiones de voz, alternar momentos de gran intensidad con otros de cadencia parsimoniosa y serena, en fin, en aquel tiempo no utilizaba los recursos del espectáculo para hacerme oír.

Veinticuatro páginas dan para mucho: para exponer la teoría de la escalera, para anunciar un futuro democrático o golpista, para explicar cómo es la organización interior de un partido, para aludir a los partidos hermanos, para proponer la creación de una escuela de cuadros, etc. Al cabo de una hora, estaba desgranando los temas cuando de repente se abrió la puerta y apareció Juan Ignacio González a quien entonces todavía no conocía. Iba con el uniforme de la Sección C, el servicio de orden del partido, una camisa gris con boina negra, pantalón negro y botas de media caña. Se susurró unas palabras al oído de Blas y éste interrumpió mi alocución: “parece que nuestros enemigos han dejado un maletín bomba en la recepción, pero está todo resuelto, han venido los artificieros y se han llevado ya el artefacto”… luego seguí. Grave eso de que algún grupo terrorista hubiera tenido los santos arrestos de llegar hasta la antesala del congreso y dejar allí un bombazo que de haber estallado se hubiera llevado al tacho a los 40 delegados del partido. Seguí con lo mío y al concluir hubo un pequeño debate.

José María Rebate, delegado por Castellón, fue el primero en tomar la palabra afeándome el que considerara a Fuerza Joven como algo diferenciado del partido y dijo aquello de que “aquí todos somos combatientes y todos tenemos espíritu joven”. Rebate, que superaba los 66 años y a quien conocía desde hacía tiempo, era de esos excombatientes con cara de permanente cabreo. Le contesté que los jóvenes llevaban una vida diferenciada de los adultos y que había que pensar como podían hacer trabajo específico en la universidad, en las escuelas, y que los que habíamos dejado atrás o muy atrás nuestro período de estudiantes no teníamos nada que hacer en esos frentes.

De todas formas aquella intervención me dejó un mal sabor de boca, no solamente porque el bueno de Rebate que era de aquellos de “o coincides en todo conmigo o pasas a ser mi peor enemigo” sino porque la intervención indicaba que el nivel de educación política de los dirigentes provinciales no era el óptimo. Horia Sima, en cambio, alabó mi alusión a la Guardia de Hierro y a los “cuibs” en los que se había organizado. Personalmente guardaba el más profundo aprecio a Sima a quien no esperaba encontraren aquella asamblea, pero eso no me impedía echar en falta a los delegados del MSI o del Front National. La Guardia de Hierro, en aquel momento, era solamente un pequeño grupo de ancianos exiliados sin contacto con la realidad interior de su país. Hablaron algunos delegados más preguntando aspectos de la ponencia que acababa de presentar y a los que contesté lo mejor que pude.

En un momento dado, Blas juzgó que ya había suficiente y que era hora de pasar a otro tema así que realizó el resumen de la ponencia. “Entre las frases que ha dicho Ernesto, yo me quedaría con una en la que seguramente él ni siquiera ha reparado de su importancia cuando la ha pronunciado”. Ay madre de Dios, a ver por dónde me sale Blas, pensé. “Organizarse hoy, para vencer mañana”. Suspiré desterrando mi intranquilidad. El caso es que no recordaba haber dicho esa frase y tuve que buscarla luego entre los 24 folios y allí estaba, mira por donde, perdida entre sugerencias organizativas, propuestas estratégicas e ideas críticas. A partir de ese momento, la frasecita de marras apareció en todas partes en la vida del partido: Blas ordenó que se colocara en todos los locales, en muchos mítines apareció la frase en pancartas. Bueno, no estaba mal la iniciativa, en realidad un congreso es precisamente para eso, para “organizarse hoy y vencer mañana”. Lamentablemente, ninguna de las líneas aportadas en la Potencia de Organización se llevó a la práctica. Ni hubo definición estratégica, ni tampoco escuela de cuadros, y el partido siguió con ese aspecto paramilitar que satisfacía a unos pocos y sellaba el aislamiento de la organización. Dicho de otra manera, los 24 folios no sirvieron para nada. Y lo de “organizarse hoy para vencer mañana” no pasó de ser la expresión de un deseo que no vino avalado luego por nada concreto.

Al salir, me esperaban dos camaradas de Valencia. Uno de ellos había perdido su maletín: “Oye, has visto mi maletín, es que no logro encontrarlo”, preguntaba angustiado. “Oye, ¿no será ese que se han llevado los artificieros…?”. Lo era, efectivamente. Poco después, un compungido artificiero llegaba al local con los restos del maletín. Lo había llevado a la Casa de Campo, acordonaron la zona e hicieron estallar un detonante. El maletín quedó literalmente escacharrado. Esa misma noche, el camarada valenciano lucía un pijama exactamente con 16 quemaduras simétricas pues no en vano lo había doblado con precisión obsesiva.

Esto es todo lo que puedo recordar del I Congreso de Fuerza Nueva. En congresos siguientes, yo ya había sido expulsado del partido, pero por lo que leí, realmente no se aportaron grandes innovaciones. Existía en muchas ponencias una especie de esquizofrenia. Recuerdo alguna en la que se insistía en cuáles debían ser las líneas por las que debería discurrir una educación católica, o cuales debían ser las políticas de juventud, pero ninguna, absolutamente ninguna sobre cómo poner en práctica tan loables intenciones. Los congresos siguieron siendo asambleas de delegados. Dado que todos ellos habían sido nombrados “por la superioridad”, era difícil que hubiera alguien con ideas propias o, en cualquier caso, alguien que en un momento dado le dijera a Blas: “Blas, te equivocas”.

Al día siguiente, hubo mitin en la sede del partido. Todo fue bien hasta que Carmen Apolo se puso a cantar unas coplillas. Muchas mujeres abandonaron el local refunfuñando. Carmen Apolo era de las actrices del destape, actividad para la cual no le faltaban, desde luego condiciones, empezando por un par de pechugas lo que se dice rotundas. Solía ir a los actos del partido con una camisa azul desabotonada, de la cual afloraba un vertiginoso canalillo que era el deleite de los varones del partido y denostado por buena parte de las ricashembras. Años después, cuando se produjo la escisión del Frente de la Juventud, Carmen Apolo se desvinculó del partido. Por entonces había estrenado junto a la “reina del destape”, Susana Estrada, una obra de café teatro, tirando no ya a porno, sino a pornísimo, en la que a un robot se le ponía tiesa una pieza metálica que la Estrada se metía hasta la bola. Unos diálogos picantuelos entre la Susana Estrada progre-progrísima y Carmen Apolo ultra-ultrísima, sazonaban la obra.

En 1978 vería a la Apolo por última vez en Barcelona. Quedamos en el Drugstore-Liceo, bien entrada la noche y pasó lo que tenía que pasar: que no era ni la mejor hora ni el mejor lugar para quedar. Estábamos tomando algún combinado cuando un borracho le dijo algo así como “joder, que par de tetas”, algo, como se ve, con poca elaboración intelectual. Me estaba dirigiendo hacia el fulano por aquello de que el caballero español no permite este tipo de actitudes, cuando la Apolo me rebasó, “deja que ya me encargo”. El tacón de aguja golpeado insistentemente y con furia irracional sobre el borracho lo dejó desparramado en el suelo a la espera de la ambulancia. Cuando nos tocó explicar a la policía el incidente, el maderamen no podía levantar la mirada del canalillo de la Apolo. Lamenté mucho su fallecimiento unos años después.

No era el único caso de persona relacionada con el ambiente del destape que ingresó en un partido confesionalmente católico y en el que existía oficialmente un rechazo al modelo sexual que acompañó a la transición. En cierta ocasión –debió ser hacia 1977– coincidí en un programa de radio con Pablo Villamar. Nos habían hecho coincidir a la vista de que los dos veníamos precedidos por una justa fama de ultras. Sabía de Villamar porque había aparecido en distintas ocasiones en el semanario Fuerza Nueva y dirigido una especie de réplica católica al Jesucristo Super Star, Jesucristo Libertador creo que se llamaba. Sin embargo, en esa ocasión Villamar no venía acompañado de ningún aspirante al papel de Jesús o de Juan, ni siquiera por un Judas de guardarropía, sino por una chica muy bonita pequeñita y delgadita en la que no reparé mucho. Una vez en el estudio, yo iba a lo mío (y creo recordar que lo mío era publicitar el libro que acababa de sacar –era el primero que una editorial de cierto prestigio, Ediciones Acervo, me publicaba– titulado La ofensiva Neo-Fascista del que se vendieron 10.000 ejemplares sin muchas dificultades) y Villamar a publicitar su nueva obra de teatro: “África, el amor ardiente de los negros”, muy en la línea de la época. La chica en cuestión que le acompañaba, estrella de la obra, desnudita ganaba mucho. El resto pueden imaginarlo. Lo menos que podía decirse de la obra, eso sí, es que se caracterizaba por una ausencia total de prejuicios raciales. En efecto,  media docena de negros se pasean, ciruelo al aire, en pos de la chati. No era de extrañar que Villamar terminara siendo expulsado del partido (o yéndose a la vista de que en Fuerza Nueva no terminaban de compartir sus gustos estéticos ni la línea principal de sus obras). No volví a saber nada de él sino hasta hará un par de años cuando se hizo habitual durante unos días de ciertos espacios de la telebasura al revelarse una relación que mantuvo con Norma Duval.

Tras el acto y los gorgoritos de la Apolo, nos fuimos a un conocido restaurante madrileño donde Blas pudo despachar nuevamente su fogoso y arrebatado verbo. Al despedirme me dijo que había leído algún otro papel que le había enviado y que hablara con Villamea (el responsable de la revista) para ver cómo podíamos abrir unas páginas para noticias de otros partidos hermanos en Europa. No dio tiempo. Meses después se complicó todo. Yo me casé por lo civil. Blas me expulsó por eso.

A decir verdad, le agradecí a Blas aquella decisión. Tenía pensado dedicarme al “frente internacional” que me parecía mucho más prometedor y apto para las “emociones fuertes” que buscada. Quién me iba a decir que en los tres años siguientes me esperaría una actividad política rutinaria y en la que jamás creí del todo. Acabada la experiencia de Fuerza Nueva, se abrieron los tres años de los dos “frentes”: el Frente Nacional de la Juventud y el Frente de la Juventud.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (4ª parte). Referendum

El “jueves negro” tuvo como consecuencia el alejamiento de Masana de la política activa así que la dirección de Fuerza Joven quedó en manos de Ramón Graells., siempre dispuesto a encaramarse a espaldas de otros, incluso para acceder a cargos de muy escasa rentabilidad. Se vivían años de politización extrema. Uno se afiliaba a un partido como quien compraba un casette de Dyango, Camilo Sesto o Dire Straits, Emerson, Lake & Palmer o Blondi o los más tirados lograban hacerse con uno ful de Sex Pistols. Así que no había que  esforzarse  mucho para que ingresaran algunas decenas de nuevos afiliados. En ese contexto se producen violentos episodios en las Ramblas que también propiciaron el cambio de local . El partido compró, si no recuerdo mal, por tres millones de pesetas, toda una planta de un piso situado a la izquierda del Eixample, en torno a 200 metros cuadrados sobre un antiguo bar que había frecuentado bastante en otro tiempo, el Chiu-Chiu, a 300 metros de mi hogar familiar. Un segundo piso en el mismo edificio fue alquilado para albergar las oficinas centrales del partido en Catalunya.

La compra del local tuvo algo incluso de heroico. Se realizó con pequeñas aportaciones, algunas de las cuales venían de camaradas modestos o muy modestos. En aquella época 100.000 pesetas era el equivalente a 10.000 euros de hoy, así que para muchos era un fortunón. De entre todas las aportaciones recuerdo una particularmente enternecedora y, lo digo sin ironías de ningún tipo. Fue la de Mateu Argerich. Argerich era padre de familia, más que numerosa, numerosísima, sino llegaba a la docena de hijos, poco le faltaba. Era un hombre entregado al partido en cuerpo y alma y no sólo él sino, detrás de él, toda su familia, incluso los hijos y las hijas más pequeños. En sí mismo, todos los Argerich tenían mucha más militancia que buena parte de los partidos que se creaban al calor de la transición. Era un hombre modesto, pero extremadamente trabajador. A nadie se le escapará que con tamaño número de hijos, los Argelich eran católicos de estricta observancia. Un día el patriarca de la saga no pudo por menos que sorprenderme cuando hablando con él sobre la transición me dijo con una convicción solo comparable a la de Moisés lanzando las plagas sobre el faraón: “La culpa de todo la tienen los protestantes”. Hasta entonces el único protestante que había conocido, un antiguo camarada del PENS, oriundo de la Val d’Arán, no me pareció ningún tipo peligroso, sino más bien ponderado y circunspecto. Pero Argerich tenía sus razones, por subjetivas que fueran, arraigadas en la médula de su pensamiento. Sus pobladas cejas de patriarca bíblico con los pelos saliendo disparados hacia delante, tanto como su mirada profunda y permanentemente en tensión, aumentaban esa sensación de personaje bíblico. Los Argelich estaban, en aquel momento, ahorrando para cambiar de piso. Es lo que tiene de malo la familia numerosa en permanente crecimiento, que hay que ampliar superficie. Pero, en esa ocasión, los Argelich antepusieron el interés del partido al interés familiar y realizaron una notable aportación para la compra del local que se llevó buena parte de sus ahorros. A la postre, Fuerza Nueva resultó una mala inversión. El partido duró apenas cuatro años en aquel local que luego recompró un miembro de la Junta Local. Ignoro si se restituyó a Argerich y a todos los que desembolsaron dinero, la parte alícuota de la inversión. Años después supe que los locales del partido iban a nombre de una sociedad, Riotajo SA. Y había muchos.

El período que siguió entre abril de 1976 y septiembre de 1977 no fue especialmente activo en Barcelona. La actividad se concentró en el referéndum para la reforma política y en las primeras elecciones democráticas y no fue, desde luego, desbordante. Habían cesado las agresiones contra el partido y éste iba creciendo por pura inercia mucho más que por la agitación y propaganda desarrollada. Graells demostró ser un hombre de despachos, mucho más que de acción en la calle y en cuanto a la dirección del partido, a cargo de Pepe Ruiz, un ex divisionario, se limitaba siempre a esperar órdenes de Madrid que llegaban muy escasamente. Se vivía la ficción de que existían las llamadas “fuerzas nacionales” como prolongación de lo que un día fue el “bando nacional” y de espaldas a la realidad de lo que supone el concepto de “nación” (ente político dotado de una misión y de un destino). Las “fuerzas nacionales” eran, especialmente los excombatientes que poco antes nos habían sorprendido a todos borrando el “ex” del nombre en un intento de afirmar su condición de “combatientes” en permanente estado de vigilia. Los más jóvenes de entre ellos deberían tener en torno a 60 años y los más mayores marcaban ya los 75, quizás hubiera algún veterano de la División Azul con tres o cuatro años menos de 60, pocos sin duda. Pero también eran “fuerzas nacionales” los falangistas de Raimundo Fernández Cuesta, que en aquellas fechas estaban a punto de recuperar las siglas históricas y por el momento trabajaban con el nombre de Frente Nacional Español. Al parecer había que recordar que el frente era “español”, pues la mera alusión a “nacional”, no bastaba. Siempre, en la ultra me ha sorprendido esa sobreactuación patriótica.

El patriotismo es una sana cualidad que hace reconocer a quien lo esgrime que pertenece a la “tierra de los padres”, lo que implica fidelidad al legado recibido de ellos. Es, por lo demás, la modulación de un instinto que está presente en las especies superiores: el instinto territorial. Así pues, nada más normal que el apego de las gentes a su tierra natal. Sin embargo, ese patriotismo no es uniforme en la medida en que no todos los individuos sienten con la misma intensidad los mismos instintos. Algunos confunden el instinto territorial por el de posesión y otros el instinto de supervivencia de la especie por todo el catálogo del kama-sutra y el ananga-ranga. Si la ultraderecha en general se ha caracterizado por algo es por una hipertrofia del patriotismo que le hace sobreactuar en esta materia. Cuando un ultra sale a la calle para manifestarse, está como desnudo si no lleva una bandera nacional.,alguna pegatina con la bandera nacional, una bufanda roja y gualda, y en ocasiones incluso un gorrito con los colores de España. De Raymond y José María, dos cantantes que actuaban en comandita en el entorno de Fuerza Nueva, solía mostrarse, abrazados uno junto a otro en camaradesca pose, el uno con la mitad de la camisa y una pernera del pantalón roja  y la otra mitad gualda (amarilla, vamos), mientras que el otro mostraba la inversión simétrica de tan pintoresco atuendo. Solamente cuando  se levantaba el telón y los dos se mostraban abrazados, los colores tenían un significado; en efecto, componían los de la bandera nacional. Bastaba que se desasiesen para que yendo cada uno por su parte, recordaran más bien al atuendo del Buda hecho con fragmentos de los vestidos encontrados donde se quemaban cadáveres, o bien de arlequín el que aparecía en la comedia del arte, ese "tinglado de la antigua farsa".

Para colmo, desde la transición, todo cartel de cualquier partido ultra precisaba llevar una gigantesca bandera nacional, o dos o muchas más.  De lo contrario parecía no responder a las espectativas que se esperaban de él. En 1976 y 1977, no existían diseñadores gráficos en las “fuerzas nacionales” ni nada que remotamente se pareciera. Tampoco existía el Photoshop, así que lo más normal era que cuando se encargara un cartel se dejara al albur del impresor la selección de los tipos y se le impusiera solo el colocar una bandera nacional por algún sitio. Gente sin complicaciones, lo solían hacer atravesando el cartel en diagonal y produciendo un efecto visual catastrófico que denotaba falta de imaginación, inadaptación a las modernas técnicas de propaganda y un primitivismo gráfico propio de principios del siglo XIX. Sí se siguió hasta bien entrada la transición. Eso gustaba mucho a los que encargaban los carteles, ninguno de los cuales lamentablemente fue fusilado al ser encontrado en flagrante delito de mal gusto.
 
Y, por supuesto, entre las “fuerzas nacionales” estaba Fuerza Nueva. En realidad, con el eufemismo “fuerzas nacionales” se aludía a las fuerzas políticas que en otro tiempo dieron apoyo al antiguo régimen: falange, el carlismo y lo que quería ser la síntesis de ambas, el partido de Blas que, para demostrarlo había elegido como uniforme de sus muchachos la camisa azul de la falange y la boina roja del requeté. Este era otro problema insoluble: porque si en 1939 falange y el requeté eran fuerzas hegemónicas en la política de su tiempo, en 1954 lo eran menos y en 1973 menos aún y cuatro años después, ya representaban poco, apenas un arcaismo. Algunos alertamos ya a principios de 1977 sobre esa mala costumbre de permitir que se uniformaran los chavales y que a la primera de cambio se realizaran simulacros de formaciones paramilitares. No sirvió de nada, claro está.

Muy frecuentemente, no eran los chavales jóvenes y sin experiencia de quienes salía esa vena “militarista”, sino de los más mayores. En la delegación de Fuerza Nueva de Barcelona, al menos en esa época, apenas se utilizaban uniformes. Sin embargo, apareció un tipo curioso que procedía de la Guardia de Franco de Horta, un tal Artime; le precedía su fama: asturiano y con una placa de platino (o acaso titanio, o quizás incluso plexiglas) en la cabeza a raíz de algún leñazo recibido; de él se decía que no andaba en sus cabales y que el pegote de platino le presionaba malamente las meninges hasta cortocircuitarle ideas. Y doy fe de que era así. Este individuo se entrevistó con el delegado de Fuerza Nueva: “Ruiz, la gente joven necesita disciplina, si tu me dejas, dentro de tres meses te presento formadas dos centurias…”. Y Ruiz que, a fin de cuentas, eso del militarismo le recordaba su juventud en Rusia y las paradas militares que la Guardia de Franco siempre había ejercitado desde los años 40, dio su acuerdo. No había forma más directa de desmoralizar a la gente joven que corría por Fuerza Nueva, no sólo porque el asturianu en cuestión no era su “líder natural”, sino porque a las chicas les daba la sensación de que las miraba mal. “Ernesto –me dijo una– ese individuo me da cosa, así que si no te importa me abstendré de subir al local”. Cuando intentó paramilitarizarnos le paramos los pies. Si quería dos centurias que se las buscara con lupa, pero nosotros no íbamos a ponernos a las órdenes de un analfabestia para el que la política era “¡un, dos, firmes, ar!”. Eso ocurría en el verano de 1976: cuando en España los partidos se preparaban para la democracia, en Fuerza Nueva se pensaba en payasadas de este tipo.

Cuando se convocó el referéndum para la reforma política de diciembre de 1976, los “Combatientes” convocaron a las “fuerzas nacionales”. Hubo una reunión y Girón prometió textualmente “distraer unos cuantos milloncejos para la campaña”, campaña para responder negativamente a la pregunta “¿Aprueba el Proyecto de Ley para la Reforma Política?”. El diario de la Confederación de Combatientes, El Alcázar, estuvo en primera línea de la campaña y Fuerza Nueva renunció a colocar carteles propios, al menos en Catalunya, para dar una mayor sensación de unidad. Un buen día nos llamaron para que fuéramos a recoger a un almacén de Pueblo Nuevo los carteles; lo que allí  encontramos era francamente terrorífico: algo así como cuarenta metros cúbicos de papel mal ordenado y amontonado. Daba la impresión de que, en lugar de carteles, aquello eran revistas y efectivamente lo eran: se habían impreso en las rotativas de El Alcázar, se habían doblado como si fuera una revista de 32 páginas, esto es, 16 páginas encaradas que se habían impreso solamente por una cara. Es decir que cada “ejemplar” tenía 8 carteles distintos cuyo denominador común era la cutrez personificada. Incrédulo de mí, me subí a la montaña de papel para ver si todos eran iguales. Lo eran. Algunos de ellos ni siquiera podían considerarse como carteles: las consignas eran del género de “Español vota no para evitar el advenimiento de la anti-España” (lo ven lo que les decía con aquello de la “sobreactuación”). Había, como máximo, un par que eran comprensibles para el ciudadano de a pie, el resto parecían diseñados por un extraterrestre que lo ignorase todo sobre el planeta tierra. Cargamos unas cuantas decenas de bultos en la furgoneta de los Argelich y volvimos a la sede con cierto aire de desolación.

En teoría nos teníamos que repartir las zonas para pegar los carteles con los falangistas y los carlistas, pero si nosotros andábamos flojos de militancia en aquella época, ellos más aún. Con todo, durante varias noches estuvimos pegando carteles (si bien, en Barcelona, seleccionamos sólo dos modelos y tiramos el resto a la basura). Ocurrieron incidentes. Cerca de la Catedral, alguien se insolentó con los militantes, lo agarraron y le volcaron los dos cubos de engrudo sobre la cabeza. El tipo quedó pringoso, empapado, pero con cara de agradecimiento, pues no en vano algunos militantes habían propuesto que se le diera a beber un tazón de engrudo. A mi me pasaron tres incidentes dignos de mención en bajando la calle Balmes. A la altura de Mitre, justo ante un semáforo, estaba con Arturo (un querido amigo abogado ex miembro del FSR, que conocí en los círculos y con el que pasamos a Fuerza Nueva) vigilando que no les ocurriera nada a los que pegaban carteles cuando de repente un seiscientos con cinco personas dentro se paró en el semáforo. Nos fijamos en él porque iba medio desballestado y tenía la chapa abollada y desprendiendo óxido y desconchados de pintura; una joya, vaya. Pude ver como el conductor bajaba su ventanilla y nos gritaba: “¡Fascistas asesinos!”. Arturo y yo nos dirigimos con cierta parsimonia hacia el vehículo, estábamos convencidos de que apretaría el acelerador al tenernos cerca, así que no era cuestión de perder la compostura. Increíblemente, cuando estuvimos a un metro del vehículo, el conductor todavía sonriente y desafiante se limitó ¡a subir la ventanilla! Mi nunchaku y la barra de hierro de Arturo terminaron por desmadejar al vehículo que se quedó sin un solo vidrio. Cuando ya era puro “siniestro total” aceleró  petardeando.

Una hora después en Balmes esquina Diagonal ocurrió algo parecido, pero en esta ocasión el conductor se creía más inteligente. Grito la imaginativa frase de “¡Fascistas asesinos!” (que a esas alturas parecía haberse convertido en tradición) y aceleró por el lateral… sin advertir que 50 metros más adelante se encontraba un camión de basura que le cerraba el paso. Arturo y yo estábamos en perfecta forma física así que dimos alcance al coche en dos zancadas, eran una parejita con todas las trazas de pertenecer a Bandera Roja. También aquí les hicimos trizas los vidrios. Le di el primer al parabrisas con lo que perdió toda visión. Dentro pude percibir histeria por parte de la parejita: si, realmente, se creían que fuéramos “asesinos” su pánico estaba más que justificado y si no se lo terminaban de creer, serían perfectamente conscientes de que estábamos en estado de cabreo. El último golpe a los pilotos traseros y a la chapa fue demoledor. Mi nunchaku saltó nuevamente por los aires a pesar de que lo había reforzado con un anillo de metal. Era el segundo que hacía trizas al servicio de Fuerza Nueva. Así que al tercer coche que insultó a los colgadores de carteles me cogió con las manos desnudas.

Si el primero era un alelado de la vida y el segundo un listillo, el tercero resultó ser un gallito. No solamente nos insultó sino que hizo ademán de bajar del coche aunque sus otros dos compañeros intentaron calmarle. El individuo estaba exaltado, debía ser uno de esos “antifascistas” tocados por la rauxa catalana, el stalinismo más recalcitrante y una copa de anís Machaquito, o quizás es que, además, era completamente obtuso. Le propiné una bofetada del revés cuando aún no había salido del coche.  Cayó sobre el asiento y aceleró dejando media rueda (era un Mini) en el asfalto. Lo raro es que salió haciendo unas eses exageradas y bruscamente se detuvo. Salió del coche y se apoyó en la capota con las manos en la cara, tambaleándose. Yo permanecía a unos 30 metros intrigado por saber qué estaba ocurriendo. “¡Me ha sacado un ojo!” y parece que, efectivamente, por algún motivo el revés le había sacado un ojo de la órbita. El gallito, por carambola, se había quedado momentáneamente tuerto. Supongo que un paso por la clínica oftalmológica del doctor Puigvert le debió reparar el desaguisado. Ser un gallito tiene esas cosas: antes o después te encuentras a la horma de tu zapato.

Nunca he experimentado la más mínima sensación de arrepentimiento por haber protagonizado estos incidentes. Nosotros no habíamos provocado. Nos habían provocado. Nos habían insultado. Nos habían señalado como asesinos. ¿Qué se terciaba hacer? ¿acaso enseñarles la otra mejilla? Creo que aquello fue educativo para los que estaban en la otra punta del nunchaku. Desde el que recibió un baño de engrudo hasta el que tuvieron que encajarle el ojo, se enteraron que las gesticulaciones exaltadas y gratuitas conducen a situaciones difíciles. No es que me gustaran este tipo de episodios que, a fin de cuentas, eran sobresaltos y creaban tensiones en una actividad de propaganda que debía ser relajada, pero mi conciencia estaba tranquila entonces y lo sigue estando ahora: yo cumplía el “dharma” del militante. Cuando hice los votos del bodishatva, el tercero era “Por muchas que sean las obligaciones de una ley –el “dharma”– prometo conocerlas todas”. En aquellas noches mi “dharma”, mi ley de comportamiento interior, era cumplir como militante. Lo hice y, por tanto, no debo de avergonzarme ni siquiera arrepentirme. Mi “dharma” era el del militante. Si el “dharma” de los que tenía al otro lado era el del gilipollas, seguramente ellos también podían estar orgullosos; no en vano, un gilipollas es aquel que se hace daño a sí mismo. El karma es lo que tiene, que toda putada (un insulto inexacto y dsabrido) genera una reacción kármica de la misma intensidad pero en dirección opuesta a modo de compensación (una hostia seca o chapa, vidrios, pilotos y pintura nuevos). Desde siempre un instinto me ha dicho que hay que hablar a cada cual en el lenguaje que es capaz de entender: amable con los amables, dialogante con los dialogantes, borde con los bordes e indiferentes con los mediocres, intelectual con los intelectuales, festivo con los juerguistas y cachondo con las cachondas. Ya lo dice el Evangelio: “Mis yos son legión”.

El referéndum, por supuesto, fue una catástrofe para las “fuerzas nacionales” que saldaron una pobre campaña con 450.000 votos en contra, apenas en 2,56%. De todas formas había un signo esperanzador: en Santander y Toledo, los “noes” superaron el listón del 5%. Era evidente que había que “trabajar” políticamente en esas provincias. De todas formas el partido no realizó un análisis correcto de los resultados. Blas siguió con un discurso franquista y catastrofista que solamente podía recoger el favor de ese 2,56% de los electores. Su esperanza consistía en que el “franquismo sociológico” terminaría respondiendo bien a su mensaje y anhelando el regreso al antiguo régimen. Lo dicho: el análisis era incorrecto, porque si aquel referéndum sirvió para algo fue para abrir la vía para la demolición definitiva del franquismo.

A las “fuerzas nacionales” en su conjunto no les iba nada bien aquel período. Un sábado me acerqué al local de FE-JONS que acampaba en el antiguo local de la Hermandad de Ex Cautivos, que en otro tiempo fuera sede del gobierno vasco (cuando en el 37 Franco ocupó Euzkadi). En Catalunya los tránsitos de locales y los nombres de las calles se hacen a mala hostia. La calle Falangistas Roberto Basas, por ejemplo, pasó a ser en la transición, calle Sabino Arana, y la Plaza Calvo Sotelo, cambió placa para pasar a honrar a Francesc Maciá. Estaba la falange viviendo sus últimos meses en aquel local cuando se convocó una asamblea que estaría presidida por Raimundo Fernández Cuesta. Asistí por pura curiosidad y para conocer al que fuera amigo personal de José Antonio y secretario general del partido, nombrado por el “fundador”. Visto de cerca parecía un anciano de gran dignidad, cierto porte aristocrático que los años no le habían sustraído y elegancia en el estar. El problema fue que cuando le di la mano la encontré fría como la muerte; detuve el apretón no fuera a ser que le triturara unos huesos y falanges (nunca mejor dicho) ya desprovistas de músculo. Tenía 80 años recién cumplidos. A pesar de la edad y de cierta debilidad que solamente se podía percibir en el cuerpo a cuerpo, tenía el cerebro completamente lúcido. Al cabo de un rato se inició la reunión.

Mientras se realizaban las intervenciones, sonaban algunos martillazos en la puerta de entrada. Raimundo, que era gato viejo en estas lides, había ordenado que cambiaran la cerradura del local, pues no en vano, la junta de Barcelona iba a ser en breve destituida. Ese “savoir faire” solamente se puede conseguir con años de experiencia y haber visto, experimentado, promovido y sufrido marrullerías de este tipo. Los destituidos pasaron luego a formar un grupo local, Unidad Falangista. Nunca pude entender el fondo de la cuestión, pero ya en esas fechas había renunciado a entender las querellas interfalangistas. Poco más o menos en esa época, un mitin del FE(i) de Sigfredo Hillers en Madrid había resultado boicoteado estrepitosamente por falangistas de otras corrientes. La transición empezó muy para el bando azul.

Poco después se convocó el I Congreso de Fuerza Nueva.

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