El Misterio de la Catedral de Barcelona. El sepulcro de Sant Raymond de Penyafort
Infokrisis.- Barcelona es una ciudad extraña, de espaldas casi completamente al epsíritu religioso. Por eso se comprende mal que en otro tiempo fuera llamada "la ciudad de las tres catedrales" en referencia a la Catedral, a Santa María del Mar y a la desaparecida iglesia gótica del convento de Santa Caterina. Las tres iglesias estaban dispuestas en forma de triángulo ractángulo. Hay un misterio en esta disposición y la llave para penetrar en él está en la tumba de Sant Raymond de Penyafort.
El misterio de la Catedral de Barcelona
Primera Parte
Capítulo I
BARCELONA: LA CIUDAD DE LAS TRES CATEDRALES
Hacia el siglo XV Barcelona era llamada por los forasteros la "Ciudad de las Tres Catedrales". Desde los albores del siglo XI, la vieja "Faventia Patricia Barcino" vivió un período de paz y prosperidad, más o menos continuado. A principios del milenio se reconstruyó la muralla romana, reforzándola en varios puntos; dentro del recinto, la ciudad no era muy diferente de la fundada por las heroicas legiones de Augustio; fuera, los barrios florecían a uno y otro lado del Táber, la pequeña elevación donde aun se veían los restos del Templo consagrado al Divino Augusto y a la Diosa de la Victoria, así como las construcciones del Foro, que yacían sumergidas entre abigarrados edificios. Los rectilíneos cardus y decumanus, vías de la vieja Barcino habían dejado paso a un anárquico entramado de callejas estrechas y umbrías. Las grandes piedras que mostraban inscripciones romanas fueron utilizadas como sillares en el palacio condal a pocos pasos del baptisterio octagonal.
En una ciudad tan populosa, no podía faltar una Catedral. Y Barcelona tuvo tres. El destino ha hurtado a los barceloneses el poder admirar la que acaso fuera más hermosa de todas ellas, el convento de Santa Caterina; nos queda, sin embargo, abundante documentación para imaginar cómo fue el más sobrio edificio que alzara el gótico catalán y que sólo el odio instigado en los bajos fondos del conspiracionismo extremista del siglo pasado, pudo ser capaz de abatir.
Situado en la actual plaza del mismo nombre, a menos de ciento cincuenta metros de la Catedral, el convento de Santa Caterina fue construido por los canteros catalanes durante la segunda mitad del siglo XIII. Sus formas supusieron una revolución en el nuevo estilo gótico; las claves de bóveda de sus claustros superaban los diez metros de altura; espaciosos y estilizados, por ellos pasearon los dominicos y desde allí partieron en manifestación los revoltosos que saquearon en "call" judío en el 1391. La historia del lugar estuvo ligada, desde sus orígenes, a los padres predicadores de Santo Domingo. En 1219, el famoso obispo Berenguer de Palou les ofreció asentarse en Barcelona y, pocos años después, los dominicos pudieron consagrar una capilla a Santa Caterina, próxima al convento de monjas de Sant Pere de les Puelles. Orden de predicadores, sempiternamente preocupados por la estricta observancia del dogma, lograron acrecentar su peso en la sociedad barcelonesa de la época y acumular patrimonio suficiente para construir el convento más altivo de la urbe. La primera piedra fue colocada en 1243; resultaría increíble la celeridad con la que discurrieron las obras si no tuviéramos en cuenta la fe del pueblo; todos los estamentos, pero muy especialmente los menestrales de los distintos gremios, colaboraron, con sus brazos y sus bolsas, a levantar Santa Caterina. En 1275 se había completado el coro y a finales de ese mismo siglo ya estaba concluida la totalidad del conjunto. En la Sala Capitular se celebraron los Juegos Florales entre los siglos XIV y XV y del pozo situado en el claustro se extraía un agua particularmente bondadosa para curar las fiebres.
El convento de Santa Caterina resultaría incendiado en los tumultos de 1835 y, dos años después, sus muros serían abatidos para mayor gloria de los agitadores radicales que veían todo lo que procedía del Medievo como algo contaminado y primitivo. Por aquellas fechas el maestro de obras y fuentes de la ciudad, José Más Vila, derribó la iglesia de Sant Jaume, construida en el siglo XV. Más Vila a lo largo de su gestión mostró, como muchos de su generación, un odio enconado hacia todo lo que fuera el gótico medieval, lo cual no fue óbice para que proyectara por encargo una fuente neo-gótica, de más que mediocre factura, en la Plaza del Rey, hoy felizmente desaparecida... Cuanta razón tenían en percibir la lejana época medieval como la inversión exacta de la sociedad nacida a finales del siglo XVIII. No es raro pues que los revolucionarios franceses golpearan salvajemente hasta desmenuzarlas las estatuas del pórtico de Santa Ana en Notre Dame o la fachada principal de Chartres; con el mismo espíritu, ciego, torpe y mendaz, actuaron las turbas barcelonesas en 1835. Así cayó el convento de Santa Caterina, pero también el de los trinitarios y el de los agustinos, el convento del Carmen y el de San Francisco, otra joya del gótico barcelonés construido según los mismos patrones que el de Santa Caterina, y también el fuerte de los Templarios del que solo queda hoy la austera y olvida capilla románica en la calle Ataulfo. De estar todo este patrimonio en pie, Barcelona tendría mucho más acusado aun su carácter gótico. Vergüenza y maldición a una época y a unos principios hechos de odio y vesanía, que no podían ver sino un enemigo en la perfección sublime y vertical de las formas góticas, algo para ellos tan inalcanzable e incomprensible, como es, para la rata de la cloaca, la grandeza del espacio infinito.
En Santa Caterina se ensayó una nueva forma del gótico que sería luego habitual en las construcciones de las órdenes mendicantes; una sola nave central, extremadamente larga, salpicada de capillas laterales seriadas, aprovechando los espacios situados entre los contrafuertes de la bóveda; grandes y estirados ventanales de arco apuntado, cubiertos con los más hermosos vitrales, permitían que la luz alcanzara sin dificultad el centro de la nave. Un ábside poligonal completaba esta variante que ha sido llamado "gótico meridional" y que abarcó el ámbito de influencia de la corona de Aragón. Particular fama tenía la biblioteca del convento dotada con 22.000 volúmenes que, en su gran mayoría, terminaron pasto del fuego. Se decía que en la sala de lectura era imposible lanzar una pelota desde un extremo y que llegara al otro. Tenía 365 ventanas y cuenta la tradición que fueron también 365 las bombas que recibió en el asedio de 1714. Lamentablemente carecemos de información suficiente como para poder hablar de la decoración y de los símbolos de Santa Caterina; llamada "catedral dels frares", rivalizaba en belleza con la iglesia de Santa María del Mar, popularmente conocida como "la catedral sin claustro" y "sede de la peixetería".
La construcción de la Iglesia de Santa María se abordó tardíamente, en 1328, prolongándose hasta 1383. En el mismo lugar existió anteriormente, una pequeña capilla románica, conocida con el nombre de Santa María de las Arenas. A pesar de sus cicatrices debidas a las convulsiones políticas de los tiempos modernos -el último incendio se debió a la irresponsabilidad de algunos anarquistas en 1936- la tercera catedral barcelonesa sigue en pie. Es el templo gremial por excelencia, la iglesia de los canteros y los constructores, y en las medidas y proporciones de sus naves y campanarios, la reiteración de la divina proporción y el número áureo, dan constancia de la inmensa habilidad de quienes la trazaron.
Una tradición gremial cuenta que la construcción de la iglesia de Santa María duró tantos días como piedras tiene. Cada amanecer los canteros labraban una piedra en las faldas de Montjuich, los "bastaixos de capçana" la transportaban hasta las obras y los maestros albañiles la colocaban en el lugar que le correspondía. Lo cierto es que el proyecto de Santa María se remonta al año 1000 cuando el obispo Aecio levantó un templo en sustitución de la pequeña capilla de Santa María de las Arenas en el barrio de Vilanova dels Sarraïns. Esta zona había experimentado un extraordinario crecimiento después de la invasión de Almansur y en el 1006 la iglesia levantada por Aecio ya se había convertido en parroquia. El clero de la época era muy diferente del que hemos conocido en nuestra desgraciada época. Aecio, hombre de oración, no dudó en participar en la expedición guerrera acaudillada por Ramón Borrell y Armengol de Urgell contra Córdoba, al servicio de una de las facciones que se disputaban la primacía en la ciudad de los califas. Con Aecio perdieron la vida otros dos belicosos obispos catalanes, Arnulfo de Vich y Otón de Gerona. En verdad la guerra era tan Santa para los fieles de Cristo como lo era para los de Mahoma. La figura de Aecio decora hoy uno de los vitrales del cimborrio de la catedral, construido gracias a la munificencia de Manuel Girona i Agrafel y de sus hijos, cuyas imágenes, por lo demás, estuvieron también representadas en otro vitral.
Pues bien, las dos catedrales populares de Barcelona, Santa Caterina, Santa María del Mar, junto con la Basílica de la Santa Cruz, la Catedral oficial, están muy próximas entre sí y lo que es más sorprendente, sus ábsides están dispuestos en forma de triángulo rectángulo, del que el convento de Santa Caterina estaría en el vértice del ángulo recto y la catedral basílica y Santa María del Mar en los límites de la hipotenusa. Los maestros de obras y los obispos que erigieron nuestros templos y catedrales, decididamente querían hacer de la ciudad antigua, un espacio sagrado, pues por sagrada se tenía a esta forma geométrica. Determinadas formas poligonales -el triángulo rectángulo, el cuadrado, el octógono, el pentágono- se consideraban expresiones de la armonía divina y por tanto estaban presentes en las construcciones sagradas o bien en aquellas que buscaban reproducir los arquetipos celestiales. No en vano Platón afirmó rotundamente que "Dios es geómetra" y los maestros artesanos franceses colocaron una placa en Notre Dame con la inscripción "A la Gloria del Arquitecto del Universo" que, siglos después, los franc-masones recuperaron sin entender completamente lo que expresaba. Precisamente Pío XI, uno de los grandes adversarios de la masonería, dijo hace poco más de un siglo, cuando aun la iglesia no había perdido completamente la tradición de los constructores: "Una matemática, una divina combinación de números rige los movimientos del Universo, pues la Escritura nos dice que Dios lo creó todo con número, peso y medida".
Existe en el barrio otro punto, situado como proyección del vértice de 90º del triángulo formado por las tres catedrales. Tomando como eje la hipotenusa, tendremos un cuarto punto en el mapa barcelonés, situado en la Plaza de Traginers, a menos de diez metros de la calle del Pom d'Or. Joan Amadés sostiene que el nombre de esta calle se debe a que en el siglo XVIII se trató de un barrio distinguido en el que todas las casas lucían en el portal un pomo de oro macizo; algo que, a decir verdad, parece altamente improbable. Documentos antiguos otorgan a esta calle, el nombre de Pont d'Or y hacia principios del XIX se conocía como Carrer Vermell. Todas estas denominaciones dan que pensar y remiten al noble arte de la alquimia.
El "pom" d'Or es también la "poma" d'Or, manzana de Oro, el fruto del jardín de las Hespérides que da la inmortalidad y constituye un símbolo del conocimiento. Su color es el "vermell", rojo o bermellón, otro antiguo nombre de la calle, como hemos visto. Y en cuanto al nombre anterior, el de Puente de Oro, es suficientemente explícito para que todo amante de la ciencia hermética pueda comprender que alude a la vía de acceso al mundo del espíritu, el mundo del conocimiento trascendente. El Puente de Oro es aquel que, según Limojón de Saint Didier y otros muchos antes que él, une el mundo físico al metafísico y es recorrido por los adeptos que han consumado su maestrazgo. [FOTO 1.- LAS TRES CATEDRALES Y EL CUARTO PUNTO]
Así pues el cuarto punto que liga entre sí las tres catedrales barcelonesas, no es un templo, sino, antes bien, la resolución a un enigma. No deberemos buscar sentido a la disposición y símbolos contenidos en nuestras tres catedrales, sino dentro de la alquimia. Y para ello nos hará falta una llave. La llave está en posesión de un monje que residió buena parte de su vida en la "Catedral dels frares" y su nombre es San Raimundo de Peñafort.
EL SEPULCRO DE SAN RAIMUNDO: LA LLAVE
Había sido prior de Santa Caterina y era, por tanto, predicador dominico. Nadie dudaba que los portentos realizados por Raimundo de Peñafort, hombre santo y milagrero, eran don del Divino Hacedor. Había nacido en la tierra de nuestros padres, el Penedés, hacia 1175. Viajó y estudió en Bolonia y, de regreso a Barcelona, ganó la confianza de Jaime I quien lo nombró su confesor. El rey lo llevó consigo a la campaña de Mallorca, pero Raimundo no dudó en censurar que el Conquistador se hiciera acompañar también por Berenguela, su amante. Furioso, el dominico pretendió abandonar la isla, pero el Rey prohibió a los barqueros que lo transportasen en sus naves. De Palma fue a Soller, pero también allí había llegado la prohibición real. Solo entonces decidió desplegar su capa sobre las aguas, ató un extremo a su callado que hizo de palo mayor; orientándolo hacia el viento, la tela se hinchó y fue así como cruzó el Mediterráneo hasta llegar a la Plaza del Vino, situado ante el actual puerto de Barcelona, más o menos donde hoy se encuentra la Plaza de Antonio López y el edificio de Correos; la zona, en aquel brumoso y lejano tiempo, era apenas un acantilado rocoso.
Esta proeza la valió ser nombrado patrón de los marinos catalanes y, en recuerdo del milagro, se levantó una capilla con las piedras extraídas del acantilado. Al golpear una de ellas, apareció en su interior la imagen de Santa Caterina. Más tarde, dicha imagen fue colocada en el convento del mismo nombre, no lejos de donde sería enterrado Raimundo, muerto en olor de santidad. Allí estuvo durante más de quinientos años hasta que, tras la demolición del monumento, pasó a una capilla de la catedral, ante cuya tumba el visitante puede orar y meditar. La losa está concebida en mármol blanco y negro, los colores del hábito de los padres predicadores, como la dualidad que reina sobre el mundo de lo contingente; la cabeza es igualmente de mármol, pero su rostro es el de una antigua estatua romana que ha prestado su fisonomía al Santo. Todos tenemos una personalidad; en griego la palabra de la que deriva personalidad quiere decir "máscara". Todos tenemos una máscara. La cabeza que nos muestra San Raimundo desde su tumba es la máscara que encubre aquella otra personalidad del Hombre a quien se atribuye el conocimiento de la Vía Hermética. El carácter de los milagros atribuidos al Santo dice mucho de la filosofía alquímica. [Foto 2.- SAN RAIMUNDO DE PEÑAFORT ATRAVESANDO EL MEDITERRANEO: SATURNO SOBRE LAS AGUAS]
No se nos escapa la importancia alegórica del primer milagro de San Raimundo. Al buen rey Jaime, en este relato, le ha ocupado asumir el papel de lo que los hermetistas han llamado "nuestro Mercurio", unido a Berenguela, cuyo nombre delata su naturaleza. La raíz, Ber- significa oso y Berg- montaña; por su fiereza y pilosidad, el Oso está relacionado con lo salvaje y desenfrenado. Por su altura y dificultad de acceso, la montaña muestra la vía difícil de conquistar, escarpada y casi inaccesible. La pareja espúrea representa la alianza entre lo mental -el Rey Jaime, generalmente representado con un dragón en la cimera- y lo emotivo -Berenguela-, entre el cerebro y el corazón. No es raro que el episodio se desarrolle en una isla, pues indica hasta qué punto este Mercurio está situado en medio de un caos de aguas fluyentes del que no puede escapar. Y es que la corriente de pensamientos e impulsos emotivos tiene los rasgos de lo que es acuoso: fluidez, inestabilidad, movilidad constante; por eso se le asimila al Mercurio mineral o a las aguas marinas. Raimundo intenta, por todos los medios, alcanzar tierras más estables, sin conseguirlo; el Santo prefigura aquí al hermetista que ha alcanzado un cierto grado de conocimiento del Arte y ha elegido la Vía; entonces se despoja de la túnica y la arroja sobre el agua, toma uno de sus extremos y la une al báculo cruciforme. El viento sopla y el santo consigue navegar sobre las aguas. La combinación gráfica del báculo con la forma que adquiere el manto hinchado por los vientos, hacen aparecer el signo de Saturno <<<>>> (raíz sánscrita Sat-, el que es). Lulio equiparó la naturaleza de Saturno a la cualidad del vitriolo azoico que separa los metales. Para Isaac el Holandés, Saturno se presta, mejor que ningún otro metal, a dejarse extraer el Mercurio que hay en él. De ahí que San Raimundo pudiera así abandonar la isla, convertida en el "reino de Mercurio" y gracias al dominio sobre él, operase la primera parte de la obra hermética, la separatoria, pudiendo alzarse sobre el caos mercurial representado por la negrura de las aguas fluyentes. Las velas se hinchan gracias a la ayuda de un principio superior, el aliento de los dioses, el viento, sin cuyo concurso, con las meras fuerzas humanas, nada es posible. La leyenda resume en su parte final los contenidos de la segunda y tercera fase de la Obra: llegado al rocadal, golpea la piedra y del interior aparece una Virgen blanca, signo inequívoco de coronación de la segunda fase de la obra, el Albedo, cuyas características ya detallaremos más adelante. Pero el Santo no llega a un lugar cualquiera, sino que desembarca en un punto específico del puerto, conocido como la Plaza del Vino que, en su color rojizo, evoca el Rubedo, la tercera fase de la obra hermética; la piedra obtenida en la fase anterior, blancuzca e inconsistente, va multiplicando su poder y ganando en concentración, y, por tanto, en peso y dureza. La aparición del rojo en el matraz indica la feliz culminación de la obra. Estos tres colores son fundamentales en la operativa hermética. Están presentes en la leyenda de San Raimundo y en los muros de Barcelona. La Casa Xifré, en la Plaza del Palacio, frente a la Lonja de Mar, muestra en sus porches, entre caduceos de Mercurio y Cuernos de la Abundancia (ambas alegorías herméticas entre las más clásicas) las imágenes de un hombre Negro, un Eolo Blanco y un Piel Roja. En la mismo mausoleo de José Xifré en Arenys de Mar vuelven a encontrarse los tres colores simbólicos los mármoles que constituyen su panteón, cincelado por Aquille Gumery. Y en el Palacio Güell, no lejos de allí, Antonio Gaudí utilizó para el revestimiento del cupulín del terrado, una extraña piedra, negro azabache, obtenida de hornos de cal amortizados; dicha piedra, inicialmente roja y refractaria, se convertía al cabo de una veintena de cocciones en pastosa y blanquecina; diez hornadas más terminaban ennegreciéndola y vitrificándola. Esta misma piedra reviste el exterior de la cripta Güell en Santa Coloma de Cervelló. Xifré con símbolos, Gaudí con un material que adopta sucesivamente los colores canónicos de la Obra Hermética y San Raimundo con su devota leyenda, nos hablan de una materia prima que atraviesa tres estadios caracterizados por tres colores que definen las fases de la operativa hermética.
Los barceloneses que visitan la Catedral Basílica difícilmente llegan a estas conclusiones al pasar, la mayoría rápida y despistadamente, ante la capilla que el santo tiene dedicada en la nave sur, frente al coro y próxima al claustro. Allí pueden ver solamente la lápida, en la que destaca sobre el manto blanco y negro de los padres predicadores, una inmensa y descomunal llave de oro. Encima de esta lápida se encuentra el sarcófago con los restos del Santo y once extraordinarios relieves, de los que el primero muestra el milagro de su singladura mediterránea.
Cada 7 de enero, se celebraba en otro tiempo la exaltación del Santo; en esa fecha los fieles podían acercarse a su féretro e introducir un dedo en la parte inferior para tocar su cráneo. Perdida la tradición, no le queda hoy al visitante sino intentar comprender los motivos grabados en la urna, tarea difícil a tenor de la distancia a que la verja detiene al postulante de ciencia hermética. Pero la llave es fácilmente visible para todo aquel cuya mirada atenta busque respuestas. La llave esta pintada en Oro, mientras que el Mar, representado en la primera de las escenas esculpidas en el sarcófago del Santo, tiene el color de la Plata. Oro y Plata, nuestro Azufre y nuestro Mercurio, Alma y Espíritu; tales son las veladas alusiones que se esconden tras la iconografía que acompaña a San Raimundo.
Sendivogius, "filósofo por el fuego", autor de una memorable transmutación cuya lápida conmemorativa se encontraba hasta mediados del siglo XVIII, en el castillo de Praga -"Que alguien haga lo que hizo el polaco Sendivogius", podía leerse- sintetizó así el planteamiento de la Obra Hermética: "El Arcano de la Obra se contiene en el Azufre de los Filósofos, el cual, sin embargo se halla en una tenebrosísima cárcel, cuyas llaves guarda Mercurio. Mercurio, a su vez, se halla bajo la custodia de Saturno". Y Julius Evola, nuestro maestro, que comentó acertadamente este párrafo es mucho más claro y generoso en sus explicaciones: "Se trata de emancipar la forma sutil de vida (Mercurio) que une Alma y Cuerpo, de Saturno, que es el mismo cuerpo físico, el cual, en estado de ensimismamiento, atrae y fija en sí al Mercurio del modo específico indicado por <<>> (en oposición a <<>> )". Y más adelante añade: "Herméticamente, separar quiere decir extraer el Mercurio del cuerpo; una vez suspendida la acción del organismo animal sobre la fuerza vital, quedan también libres virtualmente los demás principios. Por eso se dice que Mercurio es la única llave <<capaz de abrir el palacio del rey que está cerrado>>". Gracias a la separación, el Mercurio vuelve a ser libre, en estado de posibilidad vital indeterminada (es lo que se conoce por "conversión de la Materia Prima") y así el Azufre interno encuentra abiertas las vías de toda acción trascendente y de cualquier transformación. Cesare Della Riviera había escrito al respecto: "El artista debe conocer bien el Azufre, que es la base de sus operaciones y debe liberarle a él y al Mercurio, prisioneros de Saturno. Solo entonces el Niño podrá manifestarse".
El Niño. Uno de los milagros más populares de San Raimundo, la resurrección de un niño que se creía muerto, está representado en el sepulcro del Santo. Pues bien, este "niño" simboliza nuestro Azufre, la semilla del oro, sofocado por el Mercurio e imposibilitado de brillar con luz propia, ahogado entre impurezas. Otra de las escenas milagreras, muestra a San Raimundo en el momento de la Consagración, levantando la hostia ante un hombre dominado por la lascivia y con sincero afán de "metanoia", arrepentimiento. En ese momento, el hombre, llamado Martín (de Marte, dios de la guerra, evocador de furia visceral e irrascible), vió a la Sagrada Forma transformarse en un Niño Radiante. Este milagro representado en la cuarta escena del sepulcro del Santo, indica el momento en el que el Adepto siente que algo dentro de sí ha cambiado y está naciendo; y lo siente como percepción viva y directa, completamente objetiva y con poder transfigurante y transformador. Es el nacimiento del Hombre Nuevo, el Niño del relato milagrero.
En el episodio siguiente, Raimundo resucitará a una mujer; la mujer, el elemento femenino, es siempre el símbolo de la parte emotiva y vital, mental e inteligible; la consiguiente purificación que ha sufrido el espíritu del adepto, triturando la materia prima, moliéndola en el mortero de ágata y uniéndola al primer agente, disolviéndola y coagulándola hasta que la textura del conjunto y su color nos den un blanco hojaldrado, se simboliza mediante la resurrección. Ahora si es posible renovar el espíritu, puesto que el alma -el Azufre de los alquimistas- ya ha lanzado sus primeros destellos y es a la luz de éste como se opera la transformación del espíritu mercurial.
El milagro siguiente escenificado en el sarcófago, es la curación de la mujer; a la purificación del espíritu, debía seguir su rehabilitación. Al Mercurio cambiante y lunar, representado por la notación <<>> , debía de sustituirle el Mercurio en la forma <<>>; éste, gracias a la luz trascendente -el Niño, el Hombre Nuevo, el renacido-, puede operar el milagro de la sanación del espíritu-mujer, o si se quiere del espíritu mercurial. La sustitución del signo lunar en la notación del Mercurio por la del símbolo de Aries, primer signo del Zodíaco, jefe de la manada, signo de carácter solar y olímpico, simboliza el cambio de cualidad de este elemento. Finalmente, Raimundo operará el milagro de la fecundidad.
Ahora ya no se trata de sanar ni curar nada, todo ha sido purificado y se encuentra preparado para formar un nuevo compuesto cuyo poder solamente hay que multiplicar. Esta última fase del trabajo hermético es representado en ocasiones por un árbol de múltiples ramas y en otras por el cuerno de la abundancia. Se trata de potenciar la unión entre Azufre y Mercurio, entre alma y espíritu, de manera cada vez más estrecha, hasta que aquel impregne completamente a éste y multiplique su poder. Según sea más o menos perfecta la unión entre Azufre y Mercurio, la capacidad transmutatoria de la piedra será mayor o menor, y tal es la explicación de porqué los distintos textos canónicos nos hablan de pesos, tiempos y cantidades diferentes de piedra transmutatoria para obrar la maravillosa alteración de la plata o el plomo en oro resplandeciente. Pero una vez más hay que recordar la clave: "El Arcano de la Obra se contiene en el Azufre de los Filósofos, el cual, sin embargo se halla en una tenebrosísima cárcel, cuyas llaves guarda Mercurio. Mercurio, a su vez, se halla bajo la custodia de Saturno". Saturno es el cuerpo físico. Mercurio, el espíritu. El Azufre, el alma. Para utilizar la llave de oro que nos muestra San Raimundo deberemos antes hacernos con el control del Mercurio y dominarlo, doblegar a ese elemento cuya textura es absolutamente similar a las aguas marinas, en su negrura y fluidez, gracias a lo cual puede entenderse que el primer y gran milagro de San Raimundo -navegar sobre aguas- abra las ilustraciones de su sarcófago.
Es importante comprender, pues, este proceso que se produce tanto en los minerales como en el interior del compuesto humano. Y es que en los sulfuros metálicos, como en el hombre, se encuentra la semilla del oro; hace falta ayudar a la evolución de estos metales para alcanzar la naturaleza incorruptible y regia del oro; para ello hará falta desprenderlos de su ganga, de todo lo que es superfluo y deleznable, habrá que eliminar los recubrimientos groseros que ahogan la semilla del oro. Una vez alcanzado un grado de refinamiento, casi diríamos, virginal, es preciso acelerar la multiplicación de esa semilla y fortalecer su poder. Obtendremos un catalizador susceptible de transformar el más bajo, opaco, pesado y maleable de los metales en oro resplandeciente. Pero esta operación no tendría sentido alguno más que satisfacer la ambición de los "sopladores" (falsos alquimistas), sino fuera por que tiene necesariamente un paralelo con el proceso interior que experimenta el alquimista en su propia ser. La chispa divina -el alma- está en su naturaleza, pero el soporte de la personalidad es material, de una sustancia muy diferente, densificada y opaca, que nada tiene que ver con el alma, sutil, incorpórea y luminosa. El cuerpo físico, hecho de materia, es atraído por esa misma materia y nuestros sentidos no perciben otra realidad que la material. Para colmo, entre el cuerpo y el alma existe una entidad intermedia, el espíritu, lo mental, lo volitivo, sujeto a la dualidad y cuya ley es el cambio, la mutación y la superfluidez. Ese espíritu es de una naturaleza diferente al cuerpo y al alma; sus procesos están íntimamente ligados al primero y, por tanto, el espíritu, está más próximo al mundo material y terrenal, que al de la pura luz divina. Sin embargo, rectificando este espíritu, limpiándolo de toda mácula, desligándolo de su servidumbre a la materia, triturándolo, en definitiva, calcinándolo y reduciendo su todopoder a la nada, se producirá una "ruptura del mixto". Por eso se dice que la alquimia es el arte de la separatoria: por que se trata de extraer el espíritu y, una vez desprendido, someterlo primero y exterminarlo después, sin contemplación. La unión cuerpo-espíritu-alma quedará entonces rota. Se producirá una situación parecida a la muerte. El cuerpo físico no podrá beneficiarse del concurso del espíritu; pero el alma es demasiado sutil para que pueda gobernar el cuerpo directamente. Será necesario que el espíritu purificado -la "rectificación del mercurio" es la operación alquímica concreta- se reinserte y recomponga la unidad del "mixto", pero no bajo la égida del cuerpo material, sino del alma. El peso de las operaciones recae sobre el espíritu, esto es sobre el Mercurio. El es la llave, él es la puerta, él es el misterio a penetrar y el tesoro que conquistar. Todo depende del Mercurio. Todo está en el Mercurio. Todo se genera dentro del Mercurio. Por eso el Mercurio es la Llave. [Foto 3.- LA TUMBA DE SAN RAIMUNDO]
Una llave de oro es el precioso símbolo que el guerrero, peregrino o buscador tiene para indicarle que está sobre el buen camino; la llave que le permitirá el acceso a los secretos herméticos celosamente guardados por la catedral, cerrará al obtuso todo encuentro con la Verdad. La llave, símbolo pristino de la iniciación, es, para quien ha podido situarse en el atrio del templo del saber, el instrumento que le permite penetrar en sus misterios. La llave es, a la vez, el símbolo del misterio a penetrar y del enigma a resolver; herméticamente la llave se identifica con el Mercurio. En la medida en que permite abrir, es símbolo de descubrimiento. ¿Qué mejor símbolo para indicar que ahí está la puerta de entrada al misterio hermético que una llave dentro de una Catedral?
La propia Catedral está sostenida a su vez y estabilizada en sus bóvedas por esas piedras circulares, finamente grabadas, que coronan el edificio y que son, también, sus claves. Los términos clave y llave proceden del mismo vocablo latino, clavis; el claviger era quien llevaba las llaves de Jano, dios bifronte de las puertas y de los caminos, pero también, y sobre todo, de la iniciación; la clave de bóveda y la llave de San Raimundo dan acceso, ambas, a la Puerto de los Cielos.
Hecha de oro, esta llave indica la más alta etapa de iniciación. El oro es también el metal que remite a los orígenes.
(c) Ernesto Milá - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción total o parcial de este texto
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