Ultramemorias (VIII de X). El fin de la transición (2ª Parte). El golpe para acabar con todos los golpes
Entre 1975 y 1980 había conocido a muchos golpistas. Todos extranjeros. Había conocido a los civiles y militares que golpearon contra De Gaulle a principios de los 60 y que luego se refugiaron en España. Había conocido a golpistas de media docena de países iberoamericanos, había conocido a la gente de Bob Denard que luego golpearían en Las Comores. Sabía por tanto cómo funcionaba una operación de este tipo y no era desde luego como creyeron hasta el último tercio de los años 80 los medios ultras. Los problemas del golpismo son, siempre, fundamentalmente tres:
- Debe existir siempre un extendido deseo de cambio que impregne a buena parte de la sociedad civil y política y, por supuesto, esté presente en la milicia.
- Ese extendido deseo de cambio debe cristalizar en dos estructuras unidas solamente en la cúpula: un frente político que programe la agitación en las calles y las “operaciones especiales” a favor del restablecimiento de la “ley y el orden” y una estructura militar conspirativa sólida y arraigada.
- Finalmente debe existir una estrategia golpista en la que el punto culminante táctico sea el elemento desencadenante de la movilización de tropas.
Nada de todo esto existía en la España de 1979-80: existían militares descontentos, algunos de ellos incluso horrorizados por lo que estaba ocurriendo. Y no eran pocos. Un año después exactamente del 23-F el comandante Sáez de Ynestrillas me explicaba en el interior de un vehículo que en ese momento, en las salas de banderas, los oficiales cogían monedas de 25 pesetas escupían en la cara del Rey y las arrojaban con desprecio al suelo. Ningún periodista especializado en información militar ignoraba que la opinión en los cuarteles era extremadamente crítica en relación a la transición. Ciertamente no todos expresaban su opinión en voz alta, pero eran muchos más los que compartían la idea de que “el honor está por encima de la disciplina” y muy pocos –si es que había alguno- se atrevían a defender a la clase política. El ministro Rodríguez Sahagún –el “puercoespín”, llamado así por su peculiar corte de palo al cepillo- era criticado con la mordacidad propia de las cantinas militares a última hora de la tarde; a Gutierrez Mellado se le trataba de “espía” y se le despreciaba como tal. Y no se trataba de actitudes adoptadas por unos pocos extremistas. Aunque la mayoría callaba, muy pocos estaba dispuestos a salir en defensa de la legalidad vigente, incluso de Gutierrez Mellado. Y esta era la realidad de la época y el estado de ánimo en los cuarteles guste o no guste recordarlo hoy.
Pero tampoco existían redes golpistas propiamente dichas. En realidad, la estructura particular de las fuerzas armadas hace que, la forma habitual de desencadenamineto de un golpe de Estado sea desde el vértice militar, no desde redes surgidas en las bases o en determinados niveles de oficialidad. Además, los partidos civiles que podrían apoyar un golpe, esto es, los partidos ultras y poco más, apenas tenían representación en el parlamento, podían movilizar grandes masas cada 20-N y en algunas fechas señaladas, pero no tenían entidad y consistencia suficientes como para poder ser considerados como “apoyo civil” de nada.
Y luego estaba el problema estratégico y especialmente el diseño del elemento táctico culminante del pronunciamiento militar. En España, todo lo que emergió a partir del “Caso Galaxia” demostraba que los militares españoles desconocían lo que habían sido los pronunciamientos militares de los últimos 15 años en Europa e Iberoamérica y seguían teniendo como modelo conspirativo al 18 de julio de 1936, simplificado al alzamiento de un general y santas pascuas... Se olvidaba, por lo demás, que Franco había elaborado una estrategia golpista y… que se alzó en nombre de la legalidad vigente al considerar que el asesinato de Calvo Sotelo y la violencia política generalizada la estaba haciendo peligrar. Un grupo de carabineros extremistas había facilitado a Franco el “casus belli” para ponerse en marcha. Además, en 1936 estaba el “frente político” que apoyaría sin reservas el movimiento golpista, con la CEDA a la cabeza y, de manera mucho más activista, los nacionalistas de Albiñana, los falangistas de Primo de Rivera y Hedilla, los carlistas y tradicionalistas y una decena larga de grupos activistas juveniles. Nada de todo esto existía en 1979-80. El “frente político” estaba esquelético con un solo diputado en Madrid, y no era seriedad precisamente lo que evidenciaban el contenido de los gritos ultras, las soflamas de sus lídres o la negación misma de la marcialidad en sus formaciones paramilitares.
Además se daba otra circunstancia. Blas Piñar jamás apoyó ni se comprometió con ningún intento golpista, ni siquiera se interesó por tender puentes en esa dirección, tal como algunos le habíamos aconsejado tiempo antes. Por lo que se refiere a los falangistas, seguían en otra galaxia. Además, para el ciudadano medio, la ultraderecha era en grandísima medida culpable de la oleada de violencia: ¿No había matado un grupo vinculado a Fuerza Nueva a Yolanda González? ¿No habían pretendido los instigadores de la Operación Galaxia, esos militares ultras, invadir La Moncloa, secuestrar al presidente y obligarle a dimitir? ¿el Batallon Vasco Español no estaban asesinando a abertzales? ¿No se habían asesinado a 7 abogados laboralistas en Atocha? Incluso ¿no se insinuaba que detrás de los secuestros de Antonio María de Oriol y del general Villaescusa estaba la ultraderecha hasta el punto de que el propio Delle Chiaie debió entrevistarse con el hermano de Oriol para desmentirlo? ¿Con qué derecho hablaba la ultraderecha de “restablecer el orden” cuando esa misma ultraderecha era fuente de desorden e inquietud? En esa situación nosotros afirmábamos textualmente en un informe interior para la Dirección del Frente de la Juventud que “faltaban condiciones objetivas para desencadenar un proceso golpista”. Negábamos luego que “existieran redes golpistas cristalizadas y solidificadas”. Y acabábamos “Puede y debe crearse un aparato político favorable a una intervención militar dentro de la estrategia de fractura vertical dentro del sistema aprobada en el último congreso del Frente de la Juventud” y, llamábamos a estrechar relaciones y multiplicar contactos con militares golpistas, a la vista de la pasividad de Fuerza Nueva, en cuyas filas era habitual creer que el ejército ya se movería por su cuenta.
Antes decía que el “truco” de todo golpe de Estado es su concepción estratégica y algunos aspectos tácticos de indudable importancia: ¿Cómo se presenta el golpe ante la opinión pública nacional e internacional? ¿Cómo se justifica? ¿Cómo se presenta, en definitiva, entre los países del entorno geográfico y entre los alidos? Desde que salió a la luz el “Caso Galaxia” hasta que Antonio Assiego me intentó “vender” el enésimo golpe de Estado en la tardía fecha de 1988, la concepción táctica del golpe era invariablemente la misma: un grupo de militares, cojonímetro en mano, hacen una machada, ocupan la Moncloa, secuestran al presidente del gobierno, a todos los ministros y a María Santisima de paso si se deja, así el país queda indefenso… y, finalmente, los militares ocupan el poder, habría que concluir que “siendo felices y comiendo perdices”. Nada más. Dicho de otra manera: el ejército acude para salvar al país… de una situación que ese mismo ejército, a la luz de todos, ha creado. Así fue el 23-F y así fue como no se dan golpes de Estado, salvo en algún país africano claro está.
Todo esto se percibirá con más claridad cuando intente explicar, en la medida de lo posible y de mis conocimientos, lo que ocurrió aquel 23-F. Los hechos fueron poco más o menos como resumo.
Hacia octubre de 1980 un militar de nombre y rango perfectamente identificados que decía estar en el “entorno de Tejero” (pero del que otros decían que trabajaba para el CESID…) entro en contacto con un conocido responsable madrileño del Frente de la Juventud que sólo unas semanas antes se había reunido conmigo en París. Este dirigente era hijo de militar de alta graduación. El suboficial presentó una propuesta sorprendente: si el Frente de la Juventud estaría dispuesto a entrar armado en el Congreso de los Diputados.
La respuesta fue, naturalmente, positiva, por dos motivos: en primer lugar porque daba la sensación de que existía una conspiración lo suficientemente avanzada como para que durante unas semanas, el suboficial en cuestión y nuestro dirigente se reunieran en una cafetería de las inmediaciones del Congreso de los Diputados y fueran repasando, una a una, las características técnicas de lo que debía ser el asalto. Y, en segundo lugar porque una negativa hubiera supuesto el perder el hilo del asunto. Nuestro militante tuvo ocasión de ver el famoso “dossier” con los elementos esenciales de la planificación del asalto que luego, tras el 23-F, daría tanto que hablar. Supo así, dónde se encontraban los escoltas, por dónde había que entrar y el camino para irrumpir en el hemiciclo. Conoció también lo esencial que debía de contener el espectáculo –porque era un espectáculo al fin y al cabo, uno más de una sociedad hecha de espectáculo-: violencia, disparos, gritos y, sobre todo, ausencia completa de signos externos. Se trataba –y este era el elemento táctico desencadenante del golpe de Estado- de que un “grupo terrorista” irrumpiera en el congreso de los diputados, secuestrara temporalmente al gobierno… permitiendo al ejército que, ante el vacío de poder, ocupara los resortes del Estado y recompusiera la deteriorada situación política.
Se trataba, pues, de elegir a una cuarentena de militantes con experiencia, valor probado en enfrentamientos con la izquierda y en las "acciones armadas" –eufemismo empleado para aludir a los atracos- y, preferentemente -se insistió en esto- que hubieran hecho su servicio militar. Las armas deberían salir del Gobierno Militar de Madrid. Y en cuanto a los uniformes los estaba comprando en esos mismos momentos Tejero, en el rastro de Madrid los domingos por la mañana. Por lo que se refiere a los autobuses Tejero también se había encargado adquiriéndolos al promotor de boxeo Martín Berrocal con el dinero de un crédito solicitado por su esposa. Estos dos detalles que salieron a relucir en el Proceso de Campamento contra los militares implicados en el 23-F, confirman que la versión de que el proyecto inicial del 23-F contemplaba la posibilidad, no de que un grupo de Guardias Civiles entrara en el Congreso de los Diptados, sino que lo hiciera un “grupo terrorista no identificado” no es una construcción a posteriori para asumir un protagonismo inexistente.
Además, este dato tiene una ventaja adicional: da coherencia al golpe del 23-F. Lo absurdo, surrealista y grotesco de cómo se desarrolló finalmente –con Tejero entrando en el congreso- el episodio restaba toda coherencia y posibilidades de triunfo a la iniciativa golpista. En efecto, el coronel San Martín, entonces jefe del Estado Mayor de la División Acorazada, en ese momento de maniobras en las inmediaciones de Zaragoza, explicó en la mañana del 23-F que se iba a producir un “acontecimiento de máxima gravedad” y quienes lo oyeron no dudaron que aludía a un episodio terrorista. En esa situación, el golpe SI adquiría coherencia estratégica, porque el ejército “salvaba” a la sociedad y evitaba el vacío de poder. Era evidente que, desde el momento en el que se desencadenaba el elemento táctico y se restablecía la normalidad, las FFAA hubieran impuesto correcciones a la marcha de la transición. Toda esta coherencia (y la “presentabilidad” del golpe) se perdía si era el propio ejército (o una institución militarizada como la Guardia Civil) el que creaba directamente y sin tapujos el vacío de poder… ¿Cómo entonces ofrecerse para salvar el país movilizando los tanques en la calle cuando hubiera bastado un telefonazo de Milans o de Armada a Tejero para decirle: “Te ordeno que evacues inmediatamente el Congreso de los Diputados” en términos imperativos?
Esto explica también el porque la mayoría de capitanías generales comprometidas con el intento golpista, finalmente no respondieron al estímulo: efectivamente, reconocieron, no sólo que “algo había salido mal” y que, al entrar Tejero en el Congreso, el golpe era absolutamente impresentable, optando una jubilación tranquila en lugar de asumir el compromiso de poner a los tanques en la calle en sus capitanías. Lo que estaban viendo por la televisión no era lo que les habían dicho que iba a ocurrir. Solamente salió a la calle Milans; Pardo Zancada dio el paso al frente en la acción absurda de unirse a Tejero con su compañía de la Policía Militar de la División Acorazada… y poco más. El resto de militares entendieron perfectamente que con Tejero en el Congreso y el “se sienten coño” se había acabado la hipótesis golpista en medio de un aire sainetesco y chusco. De ahí la importancia de que fuera Tejero quien entrara en el Congreso. Con un guardia civil de uniforme, tricornio incluido, con los mostachos y el físico de Tejero, el guardia civil más conocido de toda España, nadie podía alegar que se trataba de “terroristas disfrazados de guardias civiles”: era Tejero, reconocible a años luz, era él, sin sombra de dudas posible, con su voz, con su acento, con su físico inconfundible es que había entrado de riguroso uniforme en lugar de los “terroristas desconocidos”...
¿Qué proponía el plan de ocupación del congreso de los diputados que fue memorizado y transmitido a nuestro camarada madrileño? Pues una serie de elementos que luego asumió Tejero. Se trata, por ejemplo, de entrar disparando al aire. Si revisan el vídeo de la toma del Congreso verán que en un momento dado se producen unos disparos absurdos al aire, aburdos porque ningún diputado estaba dispuesto a jugarse la vida, pero se trataba –espectáculo obliga- de que la población española tuviera, inicialmente, la sensación de que el asalto al Congreso registraba una máxima violencia. ¡Lo que Tejero jamás entendió era que el planteamiento de la acción táctica central desencadenante del golpe –el asalto al Congreso- variaba mucho si lo ejecutaba un “grupo terrorista” que si lo hacía él mismo! De hecho, no se trataba tanto de “tomar el congreso”, como de dar la sensación de que existía un vacío de poder generado por la actividad terrorista de un grupo desconocido.
El proyecto de asalto al congreso registraba también la forma de escape. Un Boeing esperaría en Barajas para trasladar a los “terroristas” al país que ellos elijieron (y que debía haber sido Chile…). Si repasan todas las informaciones publicadas en aquella tarde y en los dos siguientes, comprobarán que ese avión, efectivamente existía y que estaba dispuesto a despegar… ¡con supuestos terroristas, no con guardias civiles!
La pregunta siguiente a contestar es ¿por qué diablos el plan inicial –que durante un tiempo estuve convencido que había sido diseñado por el coronel San Martín, sobre lo que en la actualidad tengo mis dudas- no se cumplió? La respuesta es simple y enlaza con lo que he planteado en las notas de los capítulos anteriores sobre el Frente de la Juventud: desde el 14 de enero de 1981, lo esencial del Frente de la Juventud, incluidos Pepe Las Heras, treinta y tantos militantes más, incluido el dirigente madrileño que había sido contactado con el núcleo golpista… estaban en la cárcel. Sí, la policía, finalmente, había hecho la redada que yo esperada desde un año y medio antes, deteniendo a la columna vertebral del Frente, algo que hubiera podido hacer en cualquier momento, pero que resultaba sumamente sospechosa 30 días antes exactamente del 23-F.
Fue, en esos 30 días que mediaron entre el 12 de enro y el 23-F, cuando es presumible que Cortina, Iglesias o cualquiera de los “colaboradores” de Tejero cuyo entorno estaba literalmente trufado de funcionarios del CESID, le convencieran de que no podía fiarse de los civiles ultras, que no podía contar ni con la Primera Línea de Falange, ni mucho menos con los alegres muchachos de Fuerza Joven, sino que podía fiarse únicamente de sus guardias civiles de tráfico… lo que hacía inútil la utilización de los autobuses comprados anteriormente a Martín Berrocal y de las guerreras de deshecho compradas por él en el rastro de Madrid: no eran precisamente ni autobuses ni guerreras lo que faltaba en la unidad de tráfico de la Guardia Civil de donde Tejero sacó a sus hombres para ocupar el Congreso. Tiene gracia que “periodistas de investigación” como Pilar Urbano que en su libro “Con la venia, yo investigué el 23-F” explicara que Tejero había comprado autobuses, de los que dice con una seriedad pasmosa, que “no se utilizaron por la precipitación de aquellos momentos”, para decir unas páginas más adelante que el día antes del golpe, Tejero estaba jugando al dominó con sus guardias civiles de trafico… Así se hace en este jodido país el “periodismo de investigación y la madre que lo parió”.
Repasemos las fechas y los datos. El Frente de la Juventud estaba dirigido por una troika de tres personas: Pepe Las Heras como Presidente, Juan Ignacio González como Secretario General y el que suscribe como secretario político. Este grupo podía haber sido desarticulado en cualquier momento pues era unánimemente conocido que se financiaba mediante atracos y que en su local corrían armas a raudales. Sin embargo, durante dos años, nada había ocurrido como si el Frente de la Juventud hubiera estado blindado y protegido contra una desarticulación general. Y no sólo eso, sino que en alguna ocasión, elementos de un cuerpo de seguridad, incluso habían solicitado “favores”, algo tan “ingenuos y extraños” como el disparar contra una manifestación de Comisiones Obreras desde el tejado de las viviendas militares próximas al antiguo Ministerio del Aire. Por supuesto, se rechazo realizar la acción. Si se de ella fue precisamente por que me la relató Juan Ignacio González con todo lujo de detalles. Lo sorprendente es que en el curso de esa manifestación, justo en el momento en que otra manifestación de estudiantes intento sumarse, se desencadenaron violentísimos incidentes que causaron dos muertos entre los manifestantes… Alguien había decidido que justo en esa manifestación debía de haber muertos. La persona que decidió esta infamia, nunca habrá sido molestada por juzgado ni investigación alguna.
Y entonces la pregunta siguiente a plantear es ¿por qué el Frente no fue desarticulado antes y sí, en cambio, lo fue el 14 de enero de 1981?
La pregunta es muy sencilla de responder: por la sencilla razón de que, un mes antes, Juan Ignacio González Ramírez había sido asesinado. Con él desaparecía el elemento que, por algún motivo que ignoramos exactamente, pero que podemos suponer, taponaba la acción policial contra el Frente. Nadie podrá acusar a Juan Ignacio de haber traicionado a sus camaradas, ni de haber dejado tirado a ninguno, pero lo más probable es que se hubiera asegurado lo que nosotros llamábamos “protección aérea” para acometer la delicada tarea de ir financiando al Frente de la Juventud mediante atracos, con la garantía de que la policía no iba a llegar hasta el fondo de la cuestión.
Sobre el asesinato de Juan Ignacio vale apuntar algunas líneas. Yo en aquel momento me encontraba muy lejos de España y tuve conocimiento mediante los partes de Radio Exterior de España. Lo sorprendente es que dos horas después de cometido el crimen, ya habí llegado a la Radio la versión del mismo: “Se sospecha que ha sido asesinado en un ajuste de cuentas entre bandas de extrema-derecha”… Si tenemos en cuenta que el asesinato tuvo lugar a altas horas la madrugada, que debió venir la ambulancia, la policía, el juez de guardia, los periodistas, era rigurosamente imposible que solamente dos horas después, la policía ya hubiera improvisado una “versión oficial”. Veinticuatro años después, “alguien”, seguramente distinto, pero formado en la misma escuela, volvió a improvisar otra versión oficial el 11-M descubriendo diez minutos después del crimen que eran “los islamistas”… Decididamente no hay nada nuevo bajo el sol.
La secuencia de los hechos es la siguiente: asesinado Juan Ignacio, quedaba la vía libre para una desarticulación del Frente que con Juan Ignacio vivo no podía realizarse, seguramente porque conocía situaciones, complicidades y silencios que hubieran comprometido a mandos de la seguridad del Estado.
Los hechos en política no ocurren por que sí. Ocurren por que existe algún diseño lógico que los justifica. Los militantes del Frente eran los candidatos a entrar en el congreso de los diputados, pero no pudieron hacerlo… porque estaban todos encarcelados. El golpe así tomó otro signo: el de la chapuza y el sainete tragicómico, el de la incoherencia táctica. Fueron encarcelados tras la muerte de Juan Ignacio y con ellos, Pepe Las Heras, el presidente de la formación. Pero ahí no acaba la cosa, porque hubo algo que me afectó directamente.
A mediados de noviembre de 1980, la tercera persona que dirigía el Frente de la Juventud -esto es, el que suscribe estas líneas- y que había asumido su secretaría política desde el Primer Congreso, vivía en esos momentos en el exilio parisino. No era, desde luego, un exilio dorado pero tenía todo lo que necesitaba. Además, en Francia me movía con mi propio pasaporte ya que el delito por el que se me buscaba en España –apenas una manifestación- no era objeto de extradición. Era muy fácil para mí utilizar un pasaporte falso solo para desplazarme fuera de Francia y el mío propio para hacerlo en el interior del país. Pero eso cambió cuando L’Humanité, el cotidiano del Partido Comunista Francés publicó mi foto y mi supuesta vinculación al atentado contra la Sinagoga de París en rue Copernic. A partir de ese momento había dos posibilidades: o bien entraba en clandestinidad también en Francia o bien me entregaba a las autoridades ante la perspectiva de que en un plazo razonable se aclararía el asunto: pero ¿y si no se aclaraba? Había conocido casos de estos en los que un militante italiano era encerrado y solamente cinco o seis años después se desmotraba que no había tenido nada que ver con los hechos de los que fue inicialmente acusado. Las órdenes que había recibido eran, por lo demás, no dejarme coger. Y eso fue lo que hice recurriendo a la propia red de contactos completamente desconocida por la policía francesa y española, e incluso por los propios camaradas. Me apoyé en amigos y amigas personales, en editores, incluso en el Ejército de Salvación… y logré salir de Francia indemne. Pero, a partir de ese momento, la lejanía me impidió seguir de cerca la dirección política del Frente de la Juventud. Bastante había con sobrevivir.
Inicialmente no entendí por qué se me acusaba del crimen horrendo de rue Copernic. Lo atribuía a una venganza de algunos funcionarios de la policía española o quizás a un intento de cercar y desmantelar lo que entonces se llamaba “la internacional negra”. Pero, cuando un mes después resultó asesinado Juan Ignacio y cuando unas semanas después Pepe Las Heras y cuarenta militantes del Frente fueron encarcelados, no había duda: era toda la cúpula de la organización la que había sido diezmada en apenas 90 días… Los tres episodios estaban indudablemente vinculados entre sí. Dicho de otra manera: quien juzgó que había que vincularme a la ignominia del atentado de rue Copernic, quien decidió que había que asesinar a Juan Ignacio para “quitar el miedo” a la policía y permitir la desarticulación del Frente de la Juventud y el desmantelamiento de la organización, se albergaban en la misma estructura de la inteligencia española responsable de haber ideado el 23-F.
¿Y qué era, a la postre, el 23-F? Era el golpe que debía acabar con todos los golpes... No era el golpe de los “patriotas”., ni el de los ultras, ni siquiera el de los militares golpistas... Tampoco era el “golpe del rey”. Era simplemente el golpe “nassío pa morir”, esto es, diseñado para fracasar y sobre cuyo fracaso debía asentarse denitivamente el sistema político que todavía hoy tenemos.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.
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