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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (2ª parte)

Tras la muerte de Franco, el grupo informal de camaradas que estábamos en situación de “disponibles forzosos”, éramos bastante críticos con Blas Piñar. Nosotros habíamos conocido los últimos años del régimen franquista y, ciertamente, no era como para echar cohetes. El régimen, por lo demás, había tenido distintas etapas de evolución (el falangismo imperial de los primeros momentos, el nacional-catolicismo a partir de Stalingrado cuando se ve que el Eje va a perder la guerra y Franco evita identificarse con los que intuye futuros perdedores, luego el período desarrollista a partir del abrazo efusivo con Eisenhower, etc.), el “franquismo” era un perpetuo adaptacionismo político. Nosotros pensábamos en aquella época que no había habido “franquismo” sino “los franquismos”. El error de Blas había consistido en identificarse con una etapa histórica del régimen y con un aspecto del mismo (el que abarcó desde 1943 hasta 1956 (de la eyección de Serrano Suñer a la firma de los acuerdos con los EEUU) y extrapolar ese período a la totalidad del franquismo en una generalización abusiva.

El propio Blas había tenido sus más y sus menos con el régimen y el hecho de que el único cargo político que ostentara fuera el de Presidente del Círculo de Cultura Hispánica, indica muy a las claras que Franco, incluso compartiendo sinceramente los mismos ideales religiosos de Blas, huyera de todo tipo de exaltación. Y Blas Piñar solía aparecer en los medios, frecuentemente, como un exaltado nacional-católico. ¿Lo era? Era rigurosamente cierto que a Blas le interesaba mucho más la religión que la política y su visión del catolicismo era integrista y ultramontana: entre Trento y el Vaticano II, Blas se quedaba con Trento a pesar de que el “aggiornamento” de Roma marcara otra vía.

El catolicismo integrista de Blas enajenaría simpatías y haría que Fuerza Nueva jamás pasara de ser un grupo anecdótica y nostálgico del “franquismo”. En 1975 el núcleo de camaradas que solíamos vernos y comentar todo esto no utilizábamos etiqueta alguna, tampoco realizábamos ningún tipo de actividad militante. Simplemente, “buscábamos”. Pero hacia marzo de 1976 había una cosa que estaba clara: el régimen empezaba a entrar en fase de autodemolición. La oposición democrática, aun sin tener la fuerza social suficiente como imponer la ruptura democrática, había impuesto su legitimidad y actuaba prácticamente como si los partidos estuvieran legalizados. Nadie, ni siquiera quienes se consideraban sus más leales servidores solo un semestre antes, estaban dispuestos a jugarse su futuro político por una frase en defensa del antiguo régimen del que ellos, por otra parte, seguían alimentándose.

Algunos entendíamos que se abría un período nuevo. Debíamos de habituarnos a trabajar como un partido político democrático. Una más entre otros muchos. A fin de cuentas no era nada raro: en Italia estaba el MSI que, para nosotros, era el modelo y en Francia Le Pen daba sus primeros pasos. Teníamos, pues, muy claro, cuál debía ser el modelo organizativo y nos preguntábamos, no sin cierta dosis de angustia, si Blas Piñar era el hombre que requería la situación. El MSI había alcanzado un 14% de votos y se mantenía habitualmente por encima del 10%. Era una buena cuota electoral, de hecho envidiable. Pero ese objetivo chocaba con la realidad de Fuerza Nueva cuyo elemento central era el nacional-catolicismo, el recuerdo del franquismo y poco más. Y si eso era así era solamente porque Blas Pilar tenía justamente esos mismos ideales.
 
Para nosotros era evidente que con Franco, había muerto el franquismo y que el régimen jamás hubiera podido prolongarse más allá de la muerte de su fundador. La mente más preclara de la última década del régimen había sido Carrero Blanco que ya a finales de los 60 previó un futuro democrático para España. Democracia, sí, pero limitada, hasta los socialistas, nada con los comunistas. Ese mismo esquema se había aplicado en Alemania sin problemas. Carrero intentó, mediante el “asociacionismo político”, organizar a la derecha ante una izquierda que se había organizado en la clandestinidad. Pero Carrero había saltado por los aires y todo el problema era intuir cuánto tiempo iba a tardar el régimen en desmantelarse completamente: yo opinaba que en dos o tres años del franquismo sería un recuerdo. Della Chiaie, por el contrario, creía que los plazos de desmantelamiento del régimen serían más dilatados. Otros pensaban incluso que el ejército no dejaría que se consumara una transición hacia la democracia. Alfredo Alemany, por ejemplo, era de los que cada vez que íbamos a Madrid, nos contaba alguna supuesta y/o real conspiración militar con todo lujo de detalles, profusión de nombres y detalles chuscos. Entre 1976 y 1981, el “golpismo” estuvo a la orden del día especialmente en Madrid.

¿Qué tiene que ver esto con Montejurra 76? Mucho. Della Chiaie era un buen amigo de Sixto Enrique de Borbón. Se conocían desde hacía tiempo y habían hecho buenas migas. Nosotros no lo conocíamos, pero Della Chiaie garantizaba que era un tipo valiente, amigo de sus amigos, con un alto sentido del honor y de la lealtad y que, era una pena, que teniendo cualidades personales innegables incluido un evidente atractivo personal, redujera su ámbito de influencia a los altos muros del carlismo (que por lo demás estaba multifraccionado). Se trataba de promover la imagen de Sixto Enrique al rango de “hombre de la situación”. Católico, no hacía de la religión el eje de su discurso, sino que vivía la religión en sí mismo con intensidad pero sin estridencias; su educación era “europea” (habla todas las lenguas europeas y, al mismo tiempo, ha realizado estancias más o menos prolongadas en casi todos los países de Europa Occidental), y esto era importante porque ya entonces algunos solamente considerábamos como “dimensión nacional”, la europea.

Estábamos muy influidos por los escritos de Jean Thiriart, el fundador de Joven Europa y buena parte de los camaradas de la generación anterior a la mía habían pasado por las filas de esa organización que llegó a tener sección española y sede en Madrid a los pasos de la Puerta del Sol. Hasta 1969 (ó quizás 70), el grupo español de Joven Europa siguió funcionando dirigido por Pedro Vallés, un cántabro amigo de Thiriart. Durante el corto período del PENS nos habíamos puesto en contacto con él. Seguía utilizando el membrete de Joven Europa en el papel de carta. En realidad, el grupo de Thiriart se disolvió hacia 1966, pero le sucedió una revista La Nation Europeenne (y su edición italiana dirigida por Claudio Mutti, La Nazione Europea) en la que Thiriart había agrupado como corresponsales a los cuadros mejor preparados de la antigua Joven Europa. Vallés era uno de ellos. Thiriart, como digo, hacía que nos sintiéramos muy poco “nacionalistas españoles” y que entendiéramos desde 1973 que ante la política de los bloques que caracterizó la “guerra fría” y ante el boom de las comunicaciones que tuvo lugar tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo se había empequeñecido y los Estados-Nación no respondían ya a las necesidades del nuevo momento histórico. Pero, en general, la extrema-derecha española era –y sigue siendo– furibundamente nacionalista, salvo en las franjas marginales de CEDADE, del PENS o de Joven Europa. El que Sixto fuera un hombre de educación europea, pero que, al mismo tiempo vástago de la familia real carlista, lo hacía muy receptivo a lo que nosotros llamábamos “dimensión europea”.

Así pues, jugar la carta de Sixto Enrique de Borbón para intentar ubicar en torno suyo a la extrema-derecha del post-franquismo era una opción, desde luego para algunos de nosotros más atractiva que la de Blas Piñar. Por eso se organizó el Montejurra-76. En el carlismo, Sixto tenía “partidarios” que lo trataban –y lo tratan– de Alteza Real. Para nosotros era, ante todo, un “camarada”, alguien que estaba junto a nosotros, que estaba con nosotros y que, cuando hacía falta se ponía al frente nuestro. En torno a Blas, percibíamos que se estaba formando (ya desde 1970) una especie de círculo de acólitos que lo consideraban como su líder, que habitualmente no le aportaban nada más que admiración y respeto, pero que en su gran mayoría eran incapaces de tener iniciativa propia y mucho de menos de expresar alguna idea contraria a la del gran timonel y líder máximo. Ese pequeño círculo de admiradores incondicionales fue fraguando con el tiempo y Blas solamente tenía contacto con la realidad política de su propio partido a través de ellos. Sí, era lo que por entonces se empezaba a llamar “el imperio de la braga” formado por una docena de mujeres, con varios títulos nobiliarios entre ellas, dentro del cual la propia esposa de Blas, Doña Carmen, tenía un peso decisivo.

Yo estaba en Barcelona y había oído hablar muchas veces y en forma despectiva del “imperio de la braga”. Estos comentarios solían venir de gente de Madrid que, por un motivo u otro, se la tenía jurada a Blas. Así que en aquella época y en los cinco años siguientes no estuve predispuesto a conceder el más mínimo crédito a todas estas habladurías. Hasta que en la cárcel de Alcalá-Meco compartí durante dos meses y medio módulo con un alto cargo de Fuerza Nueva implicado en el llamado “Caso Yolanda”, el más que desgraciado, trágico y triste episodio que marcó el punto de inflexión del partido piñarista. Este alto cargo, había estado durante tres años “en el ajo” y me confirmó estas habladurías en torno al “imperio de la braga”, utilizando él mismo el nombre y poniendo nombre, apellidos y, en su caso, título nobiliario a sus componentes. Con Sixto, en cambio, esto jamás hubiera ocurrido. Era un hombre de mundo que conocía lo que era la adulación y sabía distinguirla de la camaradería. El adulador suele ser un incapaz, arribista y oportunista de la peor especie que luego, una vez ha alcanzado la promoción a la que aspira, da el peor de los resultados. En Fuerza Nueva había demasiados de estos “yesman”, incapaces de plantear alguna objeción a Blas quien jamás tuvo “asesores” o “consejeros”, sino –por lo que pude ver y por lo que otros que estuvieron más tiempo y más cerca de la cúspide me confirmaron– aduladores o, en el mejor de los casos, admiradores incondicionales con el cerebro nublado por tanta adhesión incondicional.

Luego estaba el factor religioso. En aquella época era de la opinión de que, fuera cual fuera la orientación política de un militante, de lo que se trataba, a fin de cuentas, era que fuera una buena persona, alguien estable, con una ética y una moral, más que con una religión. A lo largo de los siglos, el fiel cristiano ha aprendido que puede cometer las mayores tropelías en la convicción de que basta arrepentirse poco después y recibir una absolución en vigor hasta la siguiente retahíla de putadas encadenadas. En lo personal podía entender que se me excluyera del partido por mi matrimonio civil, lo que ya me era mucho más difícil de entender era que quienes tanto celo católico ponían en la defensa de su fe fueran incapaces de toserme a la cara, utilizaran la sonrisa cuando me tenían de frente y la alternaran con la puñalaíca por la espalda en cuanto les daba el lomo, enviaran cartas a Blas poniéndome de vuelta y media  considerándome un peligro para las buenas costumbres de las gentes del partido. Y había algo más. Sigo casado con la mujer con la que contraje matrimonio civil en 1977. Han pasado 32 años y mi matrimonio goza de buena salud. Lamentablemente buena parte de los que subieron al altar en aquella época e incluso muchos de los que el propio Blas apadrinó, no pueden decir lo mismo. No puedo evitar situar la estabilidad familiar por encima de la forma contractual de mantenerla: pareja de hecho, matrimonio civil, matrimonio religioso, lo importante es su persistencia en el tiempo. La persistencia –por encima de las crisis inevitables en cualquier manifestación de lo humano- es lo que da la medida de la legitimidad del vínculo, mucho más que si es unión de hecho, cualquier otra forma contractual, o incluso sacramento.

Y si vamos a esto, vale la pena recordar cómo se resolvía la cuestión sexual en el partido. Los desplazamientos semanales de Blas para dar mítines en toda la geografía nacional arrastraban un séquito de militantes de Madrid y de provincias tras el líder máximo y gran timonel del partido. Se practicaba el turismo político que nos llevó de Asturias a Huelva y de ahí a Girona y más allá a Pamplona para ir a la semana siguiente a Madrid y a la siguiente tener un fregado de impresión en San Sebastián. Se solían desplazar los “jerarcas” del partido y parte del servicio de orden. En principio, católicos y no como yo, infames descreídos. Luego resultaba que, cuando los Piñar se iban a dormir, en el mismo hotel se sucedía algo parecido a una comedia de enredo. Las puertas de las habitaciones se abrían y cerraban, los chicos dejaban de estar con los chicos y las chicas no te cuento; el trasiego de una habitación a otra era impresionante. Allí se formaron parejas estables, inestables y mediopensionistas. La pareja formada en el mitin de Huelva dejó de serlo en el de Asturias y aquella chica tan maja que se lo montó con un jefe de “línea” de Fuerza Joven, luego se entregó a un delegado comarcal que abandonó armas y bagajes, esto es esposa e hijos, por aquel cuerpo serrano embutido en falda de tuvo, con tacón de aguja, medias de malla con costura trasera, camisa azul, preferentemente entallada y boina roja ladeada bajo la cual la chati alternaba sonrisa ingenua y/o picarona. Y todo ello sin solución de continuidad. A pesar de la moral católica, de los cantos a la castidad marital o a la contención que propagaban los paters del partido, en Fuerza Nueva se follaba tanto y tan bien como en cualquier otro partido en la época, o quizás más porque cuando el PSOE todavía no pensaba en cuotas, ni en listas paritarias, en Fuerza Nueva había en torno a un 30% de mujeres (que en el FNJ llegó a un 40%).

En muchas ocasiones todo este tejemaneje sicalíptico y voluptuoso tocó muy alto y muy cerca de la propia cúspide, así que era imposible que no esta no advirtiera que se fornicaba a base de bien, arruinando el principio de catolicidad del partido. Si uno se define como católico debe dar ejemplo, sino es lo más parecido a una mierda bien aplanada. O quizás era que se daba por supuesto que quien se lo montaba por la noche se arrepentía antes de misa de 8:00. A mí todo eso me pareció siempre de una hipocresía hipertrófica: o somos o no somos y somos –si eran– debían demostrar su fe católica siendo consecuentes con sus principios. Y si no lo eran –que buena parte no lo eran– el problema venía porque el partido misional y católico que Blas tenía en mente, en la base era algo muy diferente. Cuando aparecen contradicciones de este tipo, es como si en una peña madridista, la mayoría de afiliados fueran del Atletic, algo inviable, vaya.

Sixto Enrique, en cambio, no tenía fijaciones de este tipo. Era más accesible, menos complicado, más directo, especialmente para los que lo tratábamos como un camarada, más que como Alteza Real. Por eso lo veíamos en el primer trimestre de 1976 como una alternativa a Blas. El otro sector de las que entonces llamábamos “fuerzas nacionales”, el falangista, estaba acometiendo un complicado e irresoluble proceso de recomposición, pero las diferencias eran demasiadas como para que pudiera llegar a buen puerto. Raimundo Fernández Cuesta, seguía con su falangismo franquista en el Frente Nacional Español que no tardaría en obtener las siglas polémicas FE-JONS, cuando esas siglas representaban ya muy poco para la mayoría de los españoles. Diego Márquez y sus Círculos José Antonio, a fuerza dar y dar vueltas –no en vano eran “círculos”– en torno al problema de la unidad se estaban deshilachando hacia los hedillistas unos y hacia Raimundo por el otro lado. En cuanto a Sigfredo Hillers y su FE(i), torturado por los problemas de “ortodoxia falangista”, y escéptico respecto a cualquier maniobra unitaria, apenas levantaba cabeza. Tal era la situación del “sector azul”, por resumir, ante la cual era lógico que ninguno de nosotros se hiciera muchas esperanzas sobre su futuro: estarían así por tiempo indefinido despedazándose unos a otros, mientras España cambiaba de fisonomía política. Contar con alguno de estos grupos para intentos unitarios o explicarles que en el futuro no habría espacio para cualquiera de las falanges y un partido al estilo del MSI, era tiempo perdido. Ni veían, ni querían ver, ni aspiraban a ver nada más allá de un futuro azul mahón y de convertirse en propietarios de la sigla-fetiche FE-JONS que estuvo apunto de agotar el muestrario de vocales de la lengua española: “A” de Auténtica para los hedillistas, “I” de Independiente para los comilitones de Hillers. Si se hubiera podido contar con alguna de estas siglas, nada aseguraba que una vez en marcha, bruscamente sin aviso previo, te dejaran tirado y desembarcaran en un nuevo proyecto de unidad falangista. Lo dicho, por ahí había una vía muerta.

Luego estaban los franquistas moderados de extracción no falangista. Habían constituido media docena de asociaciones políticas que, increíblemente en aquella época, tenían, todas, su parroquia. Estaba el ex ministro de Obras Públicas, Fernández de la Mora, ex ministro de trabajo que había formado Unión Nacional Española, y luego Licinio de la Fuente que había creado otra asociación similar. Y Cruz Martínez Esteruelas. Habían sido “figuras” en el antiguo régimen y tenían su corte de partidarios. Además tenían una talla cultural bastante superior a la de la clase política actual y no ocultaban su intención de seguir activos en política. Blas movía a bastante más gente de base que ellos y solía aparecer mucho más en medios de comunicación, pero la excesiva carga que depositaba en el hecho religioso parecía a los otros –santos varones por lo demás y fervientes católicos todos ellos– como impropia para alumbrar un partido político con perspectiva de eficacia en la nueva etapa político que se adivinaba. Eran franquistas, sí, pero moderados y les gustaba poco que les compararan con los franquistas radicales al estilo de Blas que, además, tenía la mala costumbre de permitir que sus chicos jóvenes lucieran ostentosamente uniformes paramilitares, gorras carlistas, camisas azules, yugos y flechas, correajes, cantos, formaciones, desfiles de Pancho Villa y todo ese tipo de rituales propios de otro tiempo y que, era evidente que no encontrarían acomodo en el futuro. Para colmo de males, era un ejército sin disciplina ni cuadros, sólo con uniformes. Los chicos con demasiada frecuencia salían calientes de los discursos de Blas: “España se hunde”, “el enemigo asalta la fortaleza de la catolicidad”, “hay que hacer algo”, pero, en general, no quedaba claro que era lo que había que hacer. Y esa parte, siempre permaneció inédita y con poca fuerza dentro del discurso general de Blas: votar a las candidaturas del partido y confiar en la providencia era desalentador para todos a la vista de los riesgos apocalípticos anunciados en los párrafos más encendidos del anterior del discurso. Al acabar y bien entrados los años 80, la mayor parte de la militancia, incluso los cuadros superiores del partido (o de lo que quedó de él tras la disolución) seguían pensando que los socialistas eran “lobos con piel de corderos” e incluso tuve que soportar que Valero Bermejo, uno de los prohombres de la Confederación de Combatientes me afeara públicamente el hecho de haber aludido al gobierno “socialdemócrata” de Felipe González en lugar de a “marxistas y comunistas”. Lo achacó a “mi juventud”. Yo achaqué lo suyo a que en lugar de leer la prensa, leía El Alcázar que era la garantía de andar desenfocado por la vida. Y era 1984. El PSOE había renunciado al marxismo seis años antes, Ruiz Mateos ya había sido expoliado en beneficio de “los amigos”, algunos de los cuales –como el venezolano Gustavo Cisneros– tenían tanto de “marxistas” como San Juan de Capistrano o el Padre Damían, apóstol de los leprosos, de puteros y vividores. No era raro que los Licinios, los Fernández de la Mora y demás, experimentaran cierta aprensión a este tipo de análisis y no se vieran bajo el rótulo “Fuerza Nueva”.

De ahí el riesgo de que Blas y sus prácticas siguieran como eje de la derecha nacional. Podía intentarse la carta de Sixto Enrique en Montejurra 76. Durante el franquismo, los carlistas se habían fracturado casi tanto como los falangistas. A finales de los sesenta aparecieron los GAC, Grupos de Acción Carlista, una especie de ETA con boina roja que cometió algunos atentados antes de ser medio desarticulados. Los vientos del 68 francés trajeron la moda de la autogestión y el federalismo y una parte del carlismo, organizada en Partido Carlista empezó a adoptar una línea similar a la que los hedillistas habían seguido en el medio falangista. Desarrollaron una extraña teoría en la que foralismo se confundía con federalismo, la autogestión suponía que la mano de Dios había tocado a la empresa, la patria era la España plural cuando Zapatero todavía iba con pantaloncito corto y vestido de marinerito en su primera comunión, ¿y el rey? Los carlistas de izquierda terminaban defendiendo la aspiración de Carlos Hugo de Borbón (hermano mayor de Sixto Enrique) a ser coronado rey de España, por aquel único argumento de la “legitimidad”. Desde 1973, los carlistas de Carlos Hugo participaron en todos los saraos de la “oposición democrática” (en tanto que movimiento que todavía tenía cotas de popularidad en el Norte a diferencia de los falangistas que siempre, incluso los más a la izquierda, inspiraron desconfianza del PCE a causa de que nunca estuvieron en condiciones de renunciar a su simbología fascista y aquellos que lo hicieron, como el FSR, eran demasiado broncos, demasiado obsesionados con el sindicalismo como para que pudieran plegarse a un programa exclusivamente político como el de la Junta Democrática de España).
 
La situación en abril de 1976 era la siguiente: el franquismo se desmantelaba a marchas forzadas, la oposición democrática –en la que el PCE era, con mucho, el grupo mayoritario, más homogéneo y más coherente– avanzaba cada día un trecho, las “fuerzas nacionales” no lograban salir de su estado de postración, desmoralización e incredulidad sobre lo que estaba pasando. Era preciso dar un aldabonazo: demostrar que podía resistirse a la ofensiva de la izquierda y, por primera vez, desde noviembre de 1975, cerrar el paso a la izquierda ¿dónde?: En Montejurra a donde en los últimos años, más que carlistas, lo que acudían a aquel tradicional acto, eran grupos de toda la oposición democrática. Acudir a Montejurra era la mejor muestra de que se estaba dispuesto a recuperar el terreno perdido. Y eso prestigiaría la figura de Sixto Enrique como alternativa a Blas. Por eso se organizó la Operación Reconquista. Si esa era la intención, luego todo se torció. Y no está claro ni el por qué, ni el cómo.

Lo que se trataba era de realizar una concentración de masas en Montejurra, no de matar a nadie. Es innegable de dónde partieron los disparos que en la campa de  Estella acabaron con la vida de Aniano Jiménez, pero no está tan claro lo que ocurrió entre la niebla en las faldas del Montejurra donde murió Ricardo García Pelejero. No estuve en Montejurra (nadie me avisó, o mejor dicho, la persona encargada de hacerlo, prefirió no hacerlo para evitar, a su vez, que yo le obligara a ir a un episodio que se preveía duro), pero años después comentando con Sixto Enrique el episodio me reconoció que ignoraba por completo lo que había ocurrido entre la niebla y de dónde vinieron los disparos. A mí no hubiera tenido por qué ocultármelo. Y no es que me estuviera insinuando que los partidarios de Carlos Hugo o los miembros de la oposición democrática también iban armados, sino que muy posiblemente se produjo una intervención completamente ajena a los dos grupos. Hay otro elemento que refuerza esta hipótesis.

Se habló de “mercenarios internacionales” que participaron en la concentración al lado de Sixto. No es cierto. La palabra “mercenarios” implica remuneración interesada, los extranjeros que estuvieron allí lo estuvieron por convicción. Y aquí viene la cuestión clave. En las fotos publicadas el lunes siguiente al incidente en la campa de Estella pude distinguir con claridad a Augusto Cauchi (un italiano exiliado al que yo mismo había introducido en España) detrás del carlista que fríamente había disparado a quemarropa contra Aniano Jiménez. Algo más atrás podía verse con claridad a otro camarada francés, ex miembro de la OAS, Jean Pierre Cherid que luego participaría en la peripecia de los GAL, muriendo en la aventura. Sin embargo, en aquel momento, ni la prensa, ni el ministerio de gobernación, ni los servicios de inteligencia nacionales o extranjeros, filtraron noticia alguna sobre la presencia de todos ellos. Tampoco se produjeron órdenes de busca y captura. Alguien puede pensar que en aquel momento, los resortes de la información y la seguridad en España estaban controlados por algún amigo de los implicados. En absoluto: quienes controlaban la seguridad del Estado en aquel momento eran los mismos que en el mes de diciembre de ese mismo año, sin embargo, a poco de iniciarse el mes, Cuadernos para el Diálogo publicó esas mismas fotos con los nombres de los asistentes e hizo algo más, publicó otra fotos, inéditas hasta ese momento, tomadas con teleobjetivos de gran potencia en las que se veía, prácticamente en primer plano a Della Chiaie. ¿Por qué entonces no se publicaron y siete meses después sí?

La respuesta es muy simple: por que entre diciembre de 1976 y enero de 1977 se estaban calentando motores para dar el gran vuelco a la transición. Algún organismo de inteligencia estaba filtrando las fotos según las conveniencias políticas. En poco menos de 50 días aparecieron estas fotos inéditas en varios medios de prensa tomadas por las mismas cámaras siete meses antes (las más claras, solamente aparecieron en ese momento), se produjeron los secuestros de Oriol y Villaescusa, la llamada “semana trágica”, la liberación de los secuestrados y sólo unos días después, la detención de los implicados en la muerte de los abogados laboralistas de Atocha que salpicaba el entorno de Blas Piñar.

Contrariamente a la tesis aceptada generalmente, los distintos episodios de terrorismo que estallaron durante la transición no la ralentizaron sino que la aceleraron. A cada atentado producido, las fuerzas democráticas manifestaban su voluntad de cortar los brotes de violencia evidenciando “responsabilidad” y las fuerzas políticas herederas del franquismo aprovechaban estos episodios para desvincularse responsabilizando a la extrema-derecha y acelerando los tiempos de transformación del Estado franquista en democracia formal. La democracia llegó antes gracias a la ofensiva del terror desencadenada en 1976 y los primeros meses de 1977 e incluso, en el período que va entre las elecciones de junio de ese año y el golpe del 23-F de 1981 (cuando la democracia se asienta definitivamente con la desarticulación de las redes golpistas) el terror siempre –y digo siempre– contribuyó no tanto a desestabilizar como a estabilizar definitivamente.
Cuando estalla el terror sistemático y el riesgo a que te estalle una bomba en cualquier momento o te asesinen sin motivo aparente se convierte en el pan de cada día, la población tiende siempre a situarse bajo el paraguas protector del Estado y entregarse a él aceptando los designios de sus gestores. Ni fue la primera vez que alguien utilizó la estrategia del terror para acelerar los tiempos, ni sería la última.

En Montejurra, fallaron muchas cosas. Y no todas fallaron ingenuamente o por negligencia. El encargado de invitar a Blas Piñar y a sus huestes al acto de Montejurra (ya fallecido y al que prefiero no mencionar), no lo hizo sino hasta última hora, cuando ya estaba comprometido en asistir a un mitin (si no recuerdo mal, a Molina de Segura). El servicio de orden del partido de Valencia (controlado en aquel momento por gente de nuestra tendencia), no pudo desplazarse a Navarra sino estar presente en esta población en donde el FRAP (otra formación equívoca e infiltrada por distintos servicios desde su fundación hasta bien entrada la transición) había convocado una “movilización antifascista”. Y sobre todo, hubo unos disparos absurdos entre la niebla que nadie asumió como propios y que iniciaron la cadena de “extraños atentados” que caminaron al paso con toda la transición.

Cuando se extinguió el último eco de los disparos en el Montejurra, Sixto Enrique era un personaje políticamente quemado. La prensa lo responsabilizó de contratar mercenarios extranjeros, de acudir al acto con voluntad homicida, de ser un desestabilizador en potencia. No había ya nada que hacer: el eje de la extrema-derecha, ya que no de la derecha nacional, giraría en torno a Blas Piñar. Martínez Esteruelas seguiría oficiando de intermediario entre la derecha liberal de Alianza Popular y Fuerza Nueva, hasta 1979. Fernández de la Mora, integrado primero en AP, se retiraría luego de toda actividad política dedicándose solamente a sus escritos. Otro tanto hizo Licinio de la Fuente cuya asociación se disolvería en el seno de AP. Se abría otra etapa en la que Fuerza Nueva sería el partido hegemónico.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

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