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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Ultramemorias (V de X) Tipologías insólitas. El falangista valeroso (1ª parte)

Tienen razón los falangistas, especialmente los de izquierda en que lo más próximo a ellos es la CNT. Nacional-sindicalismo y anarco-sindicalismo están muchísimo más próximos de que incluso los falangistas de izquierdas más conspicuos creen. He conocido bien a ambos sectores, así que sé de lo que estoy hablando. Las similitudes van mucho más allá de la mera casuística del nombre o del hecho de que José Antonio Primo de Rivera y Durruti murieran un 20-N con apenas un año de diferencia. La similitud es, fundamentalmente, caracterológica. He conocido a miembros de la CNT intercambiables con miembros de cualquiera de las falanges, y viceversa. Y aún operando el cambio, estoy seguro de que nadie lo advertiría. En el fondo de la personalidad del falangista de base siempre he advertido una irreprimible tendencia a deslizarse hacia la anarquía y en lo más profundo del alma libertaria hay un algo que remite al autoritarismo más duro: el querer, sino exigir, que otros actúen en función de principios libertarios. Así pues, no voy a ser yo quien niegue este parentesco entre la falange y la anarquía, prefiero centrarme en la personalidad falangista como algo insólito y que no he encontrado fuera del mundillo azul.

Pinceladas de la época


Mis relaciones con la falange se remontan a febrero de 1968. Resulta sorprendente que lo puede fijar en ese momento pero es que realmente me causó impresión a mis 16 años ir a una ceremonia de homenaje a la Legión Cóndor y cantar por primera vez el Cara al Sol (o intentar hacerlo, porque hasta unos meses después no supe la letra, surrealista por cierto, ni me la habían enseñado en el colegio, ni los medios de comunicación franquistas solían difundirla en esa época). En Barcelona, como mínimo en 1957 ni se cantaba el Cara al Sol en los colegios, ni los compañeros de más edad lo recordaban. Para colmo, en aquel colegio de 1.500 alumnos no encontré a ningún falangista (si bien por allí pasaron varios miembros de CEDADE o futuros tales a uno de los cuales tuve el placer de saludar en la Librería Europa no hace mucho, 40 años después…). Así pues, hay que cuestionar cuando se nos explica que bajo el franquismo la escuela vivía una disciplina militar y un adoctrinamiento falangista. En cuanto a la tan denostada asignatura de Formación del Espíritu Nacional, a pesar de que sea políticamente muy incorrecto, la recuerdo como algo políticamente aséptico, en donde se explicaba el sistema legal de la época –todo aquello de las Leyes Fundamentales que a nadie interesaba mucho entonces y que hoy no interesa a nadie-, normas de estilo y de comportamiento social –que entonces apenas interesaban y hoy me parecen urgentes restaurar en una  sociedad huérfana de valores y para la que Gran Hermano y la Casa de tu Vida ocupan los prime time televisivos- y lecciones de economía y sociología –que entonces interesaban a algunos y hoy a bastantes más-.

Reconozco que el interés de la asignatura de FEN dependía de la persona que la impartiera: tuve dos buenos profesores en la materia, el “señor Villar” y el “señor Manzano”. Ambos eran falangistas y, quizás más que falangistas, franquistas, pero nadie podrá atribuirles pulsiones autoritarias o fascistoides en el peor sentido de la palabra, ni resultaban odiosos para sus alumnos. En cualquier caso, de ellos, reconozco que aprendí bastante y que si hoy sé algo sobre la ley de la oferta y la demanda fue gracias a las lecciones de Manzano y  mientras que  los libros de autores consagrados, entre otros, de Torrente Ballester, quizás una de sus obras elaboradas con más cariño y que generalmente se suele olvidar en su bibliografía, alumbraron mi interés por la literatura.

Por lo demás, justo es reconocer que mis profesores de FEN jamás realizaron proselitismo y nunca se les ocurrió encarrilarnos por los senderos de la Organización Juvenil Española o del Frente de Juventudes. Había en el colegio un local frente al patio de recreo del que se decía que pertenecía a los “boy-scouts”. Debió ser hacia 1959 cuando volvimos de fin de semana (por entonces se asistía a clase el sábado por la mañana) y encontramos el local de los boy-scouts arrasado. Los de la OJE habían pasado por ahí. Nunca más –que yo recuerde- volvieron a acondicionarlo y fue una pena porque aquel local tenía algo de encantador. Las paredes estaban forradas de madera y dado lo alto del techo, se había construido un altillo de madera que daba a la estancia un extraño aire acogedor e íntimo. Curiosamente, en junio o julio de 1968 visité por primera vez un “hogar” del Frente de Juventudes, el “Extremadura”, en la calle Ancha (o carrer Ample como se prefiera), allí también existía una sala exactamente igual a la de los boy-scouts y allí estaba Paco Caballero cantando él sólo y sin ayuda de otros, el “Envío”, seguramente la canción que mejor expresaba el estado de ánimo de los falangistas de la época.

La rivalidad entre los miembros de la OJE y los boy-scouts era en realidad injustificada. Ambos eran, simplemente, lo mismo. O, como mínimo, algo parecido. Las dos formaciones estaban dedicadas a la formación del carácter de los jóvenes, las dos mantenían ademanes paramilitares, las dos tenían canciones y hacían del canto comunitario en torno al fuego de campamento, el momento más inolvidable para los adolescentes que pasaron por una u otra. Y ambos practicaban un culto a la montaña y a la naturaleza hoy dramáticamente ausentado sin dejar señas. Sí, porque, aun cuando sigan existiendo la OJE y los boy-scouts, han cambiado sus métodos y, por supuesto, su audiencia. Cuando dos de mis hijos se apuntaron al grupo de boys-couts Makarenko de Barcelona, consideraban que una excursión al campo cada tres meses era algo, tirando a excepcional. Hubo un tiempo en el que en los hogares de la OJE y entre los boy-scouts se esperaban los fines de semana para triscar por el monte. Y en cuanto a la OJE, la despolitización total que se había iniciado ya en los años 60, alcanzó el climax en los 70 y se consumó en los 80, el problema era parecido. Debió ser había 1997 cuando visité por última vez un hogar de OJE en Barcelona, creo que era el "Navarra", estaba instalado en un piso de la izquierda del Ensanche (o Eixample, ya saben, como gusten) y compartían local con una fundación taurina. Luego derribaron el edificio y aquello debió acabar, los taurinos por su parte y la OJE seguramente rejuntados con algún otro hogar de la ciudad condal.
 
El ir a un colegio religioso que sostuviera a los boy-scouts como algo propio y conocer a un ambiente político que “trabajaba” en los ambientes de la OJE (en realidad, esta organización servía a los distintos grupos falangistas para reclutar miembros, mucho más que al Estado para formar partidarios, habida cuenta de la mayoría de esos grupos era antifranquista o, al menos, vivían en la evocación de la “revolución pendiente”) me pusieron en la pista de que debían existir dos Españas como mínimo, a tenor de las dos escuelas de juventud que, por lo demás, insisto, en que eran fundamentalmente idénticas. Tan sólo variaba la letra de las canciones y las afinidades que los jóvenes progresivamente adoctrinados por falangistas disidentes o por militantes de la oposición democrática, les iban llevando hacia el camino de la media docena de grupos falangistas o de la docena y media de grupos de la oposición democrática.

Los domingos por la noche, en la Plaza de Sant Jaume (o San Jaime) se reunían los boy-scouts que regresaban de las excursiones. Era a finales de los sesenta. Allí bailaban sardanas y luego terminaban con el Adeu siau. Esto parecía no gustar a los miembros de la Guardia de Franco de Barcelona que frecuentemente asistían con la única intención de repartir estopa. Y a fe que lo hacían. Algunos ni entendíamos ni nos gustaba esa violencia gratuita del domingo noche y solamente logramos entenderlo cuando uno de los miembros del Distrito VII de la Guardia de Franco me lo explicó con una brutalidad digna de encomio: “Mira, Catalunya es un país ocupado y nosotros, la Guardia de Franco, somos el ejército de ocupación”. Me lo decía mientras le tomaban medidas en una sastrería de Vía Layetana para hacerle a medida el uniforme de la Guardia: pantalón de montar con botas altas, guerrera tres cuartos y quepis con los consiguientes correajes y trinchas. Lo más parecido al uniforme de las SS, negro éste, azul mahón el de la Guardia. Así que la pregunta de “¿Y esto lo piensas tú solito hijo o es la doctrina oficial de la Guardia?” quedó sin contestar cuando el sastre le preguntó si le tiraba mucho la sisa.

A decir, verdad, tampoco hay que dramatizar. Había que ir a los desfiles que la Guardia de Franco realizó hasta el 75 frente a las Atarazanas de ayer, Drassanes de hoy (como verán esto del bilingüismo de estricta observancia termina siendo un coñazo a partir de la quinta página) para ver que aquella estructura paramilitar del régimen era el ejército de Pancho Villa. Desfilaban por centurias que, curiosamente, jamás llegaban a cien; en realidad, lo mismo le ocurría a la centuria romana formada por 80 hombres, pero ese no era el motivo, sino que empezaban a faltar simpatizantes y militantes. Además, la mayor parte se afiliaban sin que existieran profundas motivaciones político-ideológicas. Unos porque creían que así serían contratados con más facilidad en empresas del INI y es posible que hubiera algo de esto, pero no como política oficial del régimen franquista, sino como opción personal de quien dirigía esta o aquella empresa. La Pegaso de Barcelona, por ejemplo, era un coladero para militantes de la Guardia, el que buscase trabajo en aquella época y estuviera encuadrado en algún “hogar de la Guardia” ya sabía a dónde ir. Otros estaban allí porque en algunos hogares en plena fiebre del sábado noche, se organizaban bailongos. En el de calle Blay, por ejemplo, era frecuente que asistieran los gallegos de Pueblo Seco en masa. En aquellos bailongos y en aquella época se prodigaba Alberto Royuela que hizo de aquel distrito su “centro de operaciones”.

El Movimiento Nacional franquista tenía un local en cada distrito municipal y en cada uno de ellos existía una centuria de la Guardia de Franco. También había un “Hogar” en la calle Consejo de Ciento cerca de Rambla de Catalunya y una “lugartenencia” en el edificio anexo a la Jefatura Provincial del Movimiento en el chalet modernista de Mallorca esquina Roger de Lauria (o de Lluria, claro). Las “juventudes” de la Guardia –porque las había– estaban refugiadas en las golfas de ese chalet y para llegar a él, había que subir la escalera noble del lujoso edificio y luego otra menor que llevaba a donde en tiempos vivió el servicio de la mansión. Desde allí a principios de los 70, en una escueta y destartalada habitación de apenas 8 metros cuadrados se intentaba dirigir a unos jóvenes que empezaban a escasear y que tenían poca vocación de asumir la disciplina militar de la Guardia. El día que estuve en esa ominosa estancia, el jefe de los jóvenes que comentaba que estaban a punto de sacar una revista para jóvenes que se llamaría Yugo, “¿Y por qué no opresión o esclavitud?” le dije, pero puso cara de no entenderme, así que se lo tuve que explicar: “hombre, lo digo por que lo de yugo suena a opresión…”,  “No, que no lo has pillado, es por el yugo y las flechas…”. Aquel hombre no tenía sentido de la ironía ni tampoco aquella publicación en la que pretendía embarcarme salió jamás.

Un suicida en la Guardia de Franco y una Guardia de Franco suicida


José Luis Saura era hijo de un doctor y excombatiente franquista murciano afincado en Barcelona. Entró en contacto conmigo a través de un vecino que tenía por amigo a un compañero de clase que había captado para el PENS. Vivía en Tres Torres y su afición era armar maquetas de aviones con una minuciosidad propia del neurótico obsesivo que, a fin de cuentas era. Me recibió en su casa, muy formal, con blazer azul, camisa y corbata, si bien su exuberante caspa constituía una nota de desdoro a tanta pulcritud. Me enseñó su colección de maquetas y entendí su neurosis cuando conocí a su padre autoritario, más volcado hacia las hijas menores que al primogénito de la familia. Saura se sentía solo en su propia familia así que buscó compañías políticas. Era, ante todo, militarista. Lo nuestro, en principio, le iba, así que se afilió y pronto hicimos buenas migas.

Era en la época un tipo extraordinariamente activo que no dudaba en hacer activismo en su barrio a la luz del día. En cierta ocasión quedamos y me dijo que le acompañara a hacer unas pintadas en el barrio: “… ejem, son las dos del medio día”. Y además hacía buen día. “No pasa nada, no hay casi nadie en las calles”. Era cierto, así que por qué no. Estábamos pintando aquello tan original como rotundo de “Rojos no” o aquello otro que se hace quilométrico cuando se tiene un spray en la mano de “Ni capitalismo ni comunismo, revolución nacional”, cuando una ama de casa madura vino hacia nosotros gritando. Me costó trabajo entender lo que decía y mucho más entender la situación. Era la madre de Saura que simplemente le decía “Te he dicho que no pintes cerca de casa”… era toda una madraza la buena mujer.

Saura era “nuestro hombre en la Guardia de Franco”. Le gustó en “entrismo” en aquella organización porque, como he dicho, su militarismo era inherente a su persona y pasó con singular satisfacción por el sastre que le armó el consabido uniforme que incluso se ponía en el hogar cuyo padre alternaba ironías con hostilidad maliciosa ante el gesto.

Tras la disolución del PENS en 1972 le perdí de vista durante mucho tiempo. Hacia 1976 ó quizás 77, vi en un kiosco un titular del Cataluña Express, efímero diario que ya entonces intentaba convertir en lectores de prensa a quienes no la leían a base de titules espectaculares y mucha fotografía. No solía comprarlo, ni lo compré entonces cuando leí el titular: “Suicidio por amor en Gracia”. Mi querida madre, en cambio, solía comprarlo y aquel día vino con él. Fue entonces cuando leí el nombre del suicida: José Luis Saura. El muy energúmeno se había descerrajado un tiro en la boca, con dos cojones. Me extrañaba porque no era hombre del que le conociera la posesión de ningún arma. El querido Liberato Egea, vecino suyo, entró con la portera del inmueble, pocos segundos después de la detonación y de que nadie abriera. El espectáculo era dantesco. Prácticamente toda la cabeza había saltado en mil pedazos y estaba desperdigada por la habitación con trozos adheridos a la pared teñida, por lo demás, con el chorro de sangre consiguiente. Saura se había suicidado con una pistola de avancarga. En tanto que neurótico y coleccionista adquirió una de esas armas de colección que se vendían en aquel momento libremente en armerías, la cuidó con singular primor, él mismo se fabricaba su pólvora siguiendo la mejor de las fórmulas y para colmo, él mismo, fundía sus balas de plomo. Aquello no eran balas, eran como pelotillas de plomo, sólo algo más pequeñas que las de ping-pong y equivalentes a una bellota del 38; si se cuenta que son capaces de frenar a un coche, puede imaginarse el efecto que hizo en el cráneo del pobre Saura.

No era un hombre que se prodigara en ligues ni francachelas. Como hombre serio que era, buscaba a la mujer de su vida, nada más. Creyó encontrarla en una chica dedicada al descorche y, en tanto que santo varón español, albergaba la fantasía de retirarla del oficio. Ella le siguió la corriente, pero en aquella época todavía un macarra era un macarra y el suyo le tiró más que el bueno de Saura. Así que lo dejó a poco de haber obtenido una plaza en el Instituto Nacional de Previsión y cuando ya incluso se había emancipado y solo aspiraba a casarse. Llamó a su padre y le comunicó su decisión de suicidarse. Éste no se tomó en serio la llamada: “Ya te ha jodido la tía aquella ¿verdad? Pues búscate otra y no des más pol culo”. Respuesta incorrecta. Colgó el teléfono, sacó la pistola de su caja, colocó primero la pólvora, luego un taco, luego la bala, finalmente el fulminante, se metió el cañón en la boca y disparó, todo ello en menos de minuto y medio. No dudó. Descanse en paz.

Fue Saura quien mayo de 1972 me convenció para que visitara al lugarteniente de la Guardia de Franco. Cambié unas palabras con él y me presentó a Griñó, el jefe de información de la Guardia en aquel momento (moriría luego a causa de un cáncer de páncreas). Era curioso y sorprendente, pero tanto la Guardia de Franco como el Movimiento Nacional tenían un “servicio de información”. El del Movimiento, al menos en Barcelona, era completamente inexistente. En cuanto al de la Guardia de Franco era posible que pasara informaciones a la policía o al SEDEC. Recuerdo aquella conversación porque a los pocos días, otro camarada me llamó: “la policía está preguntando sobre ti”. Había una relación causa-efecto. Yo me había presentado en la Guardia de Franco como militante del PENS y la policía me buscaban como tal. Fue la primera vez que mi nombre llevó al IV Grupo de la Brigada Político-Social de Barcelona. Años después habían logrado recopilar legajos y legajos sobre mí. Un amigo policía me comentó que en los archivos se guardaba en 1984 solamente los últimos legajos con una nota: “Sobre este tipo hay una cantidad impresionante de papeles en el almacén”. La verdad es que no había para tanto, ni yo fui nunca un peligro para la seguridad del Estado. Todo el tiempo que me dedicaron se lo podían haber dedicado a cualquier otro tema de más interés y muchísimo más riesgo.

Pero de aquella primera y única conversación con el “jefe de información” de la Guardia de Franco hubo otro detalle curioso que no he podido olvidar 35 años después. En un momento dado, me preguntó si conocía a izquierdistas. Hombre, claro que los conocía, pero eran amigos de infancia, también recordaba a los escolapios, pero habían sido mis profesores y no albergaba un odio particular contra ellos. Desvié el tema preguntándole qué grupos se mostraban más activos en ese momento. Sacó un paquete de 4 centímetros de grosor envuelto en papel de periódico. Eran ejemplares del órgano del Partido Obrero Revolucionario (trotskista). En aquella época todavía me era difícil distinguir las diferencias entre un “lambertista”, un “posadista” o un “trotskista del Secretariado Unificado de la IV Internacional”, esto es, un “mandeliano”. El POR(t) era un pequeño grupo surgido de una escisión en el Secretariado Latinoamericano de la IV Internacional en torno al “camarada Posadas”. Todos los que les conocieron con el tiempo me confirmaron lo mismo: sostenían tesis particularmente estrafalarias como aquella de que “los marcianos son trotskistas”: si los marcianos llegaban a la tierra es que tienen un alto nivel tecnológico y esto solo es posible sin han adoptado el marxismo como método científico y, dentro del marxismo, el trotskismo en la interpretación más correcta y depurada. Tal era su análisis. Pero es que, además, dormían con las ventanas abiertas para ser los primeros en ver la llegada de los marcianos que estaban convencidos de iba a producirse de un momento a otro como preludio del apocalipsis. Sí porque además tenían una curiosa teoría sobre el “fin de la historia” a base de escatología y locura pura y simple a partes iguales. Joan Colomar me explicó que durante su estancia en cárcel como miembro de la Liga Comunista Revolucionaria, había conocido a militantes presos del POR(t) que no tenían inconveniente a sumarse a todas las acciones de protesta, incluso a las más suicidas, aunque ello comportara sanciones y una prolongación de su estancia en prisión: “Total, como estaban convencidos de que el mundo acabaría antes de extinguir su condena no tenían nada que perder”.

Lo curioso era que una organización como la Guardia de Franco dispusiera de ejemplares recién impresos de la revista ciclostylada del POR(t), un grupo, a decir verdad, minúsculo. O tenían a algún infiltrado dentro del grupo o bien todo el grupo estaba teledirigido por algún servicio de información con el que colaboraba la Guardia de Franco. Y en la época no había muchos: o bien la policía o bien el SEDEC. Y me inclino más bien por este último. Por lo demás, cuanto más loco y desmadrado es un grupo político, más permeable es a la infiltración y a verse manipulado por cualquiera que pase por allí.

El ambiente de la Guardia de Franco nunca me atrajo. En aquella época (desde 1972 hasta 1976) yo era un “buscador”, buscaba ubicarme políticamente y la Guardia de Franco no parecía ser el lugar más sofisticado para hacerlo. En realidad, agrupaba a un buen número de lo que los marxistas llaman “desclasados”, con cierta presencia, al menos en Barcelona, del lumpen proletariado urbano. Y, como en botica, había de todo. Conocí a algunos miembros de la Guardia que, desde el punto de vista personal, eran –y son- excelentes personas. Recuerdo en particular a Millán Lavín, durante un tiempo lugarteniente de la Guardia en Barcelona, al que luego volví a encontrar en la transición y más tarde en los años 80 presidiendo una asociación cultural, ACAE, Afirmación Española. Pero, estas figuras no podían hacer olvidar el nivel de mediocridad general de la Guardia.

El Movimiento Nacional estaba aún peor. Desde 1970 los locales estaban prácticamente vacíos y no existía militancia, si bien cada “distrito” –cada “delegación”– tenía invariablemente su jefe de distrito, su secretario de distrito, su secretario de excombatientes y su delegado de la Guardia de Franco. Es cierto que todos ellos percibían emolumentos, pero no es menos cierto que se trataba de cantidades ridículas que por lo que recuerdo apenas alcanzaban las 1.500 pesetas al mes en un tiempo en que el salario medio ya estaba en torno a las 15.000. Tampoco es que tuvieran mucho trabajo. Cada mes tenían que rellenar unos estadillos de actividades y enviarlos a la jefatura local, la cual las refundía y las remitía a la jefatura provincial la cual, finalmente, las hacía llegar al gigantesco edificio madrileño de la Secretaría General del Movimiento adornado por unas flechas gigantescas que ocupaban toda la fachada de la calle de Alcalá. Ángel Ricote, fundador de CEDADE y luego del Círculo España/Occidente, era secretario político del Distrito VI del Movimiento (cuya sede estaba en Rambla de Catalunya esquina Mallorca), me enseño uno de estos estadillos: eran literalmente increíbles, se decían enormidades del tipo “El día tal de tal tuvo lugar la asamblea general del Distrito asistiendo 150 camaradas y se habló sobre el último discurso del Jefe del Estado ante el Consejo Nacional del Movimiento, recibiendo la adhesión general de todos los asistentes”. En realidad la reunión era completamente ficticia. Nunca había reuniones, al menos en ese distrito y sospecho que análoga situación se produciría en muchos otros. Acaso en todos.

Por un juicio crítico rápido sobre el franquismo

Cuando en 1975, Antonio Torrens, uno de los raros militantes que se sintieron atraídos por los aspectos intelectuales del asunto, organizando la primera distribuidora de libros –Sármata– de nuestro ambiente que existió en España (cuando en Italia existían desde había 30 años), se intentó afiliar al Movimiento porque creía que podría optar con más facilidad a algún piso de protección oficial, se sorprendió al comprobar que los primeros sorprendidos eran los funcionarios del Movimiento que ni siquiera recordaban dónde habían colocado los impresos de afiliación. Cuando alguien compara el franquismo a cualquier régimen comunista está evidentemente exagerando. Aún hoy, en China, ser miembro del PCCh sirve para estar en la élite del poder; en la España franquista era completamente irrelevante el pasar o no por la “base” militante del Movimiento si se aspiraba a estar entre la élite del poder, incluso el paso por la Guardia podía ser un desdoro. Era mucho mejor, tener un tío o un concuñado que estuviera apalancado ya para optar con más garantías a cualquier escalón del Estado.

Todas estas experiencias y algunas más determinaron mi más completa indiferencia hacia el franquismo. El franquismo no fue un régimen monstruoso y odioso como se le suele presentar hoy, la prueba es que la oposición democrática jamás tuvo fuerza social suficiente como para abatirlo, ni siquiera en 1977, cuando triunfó en unas elecciones libres la candidatura de UCD en su inmensa mayoría compuesta por hombres del antiguo régimen. Eso que a principios de los 70 se denominaba “mayoría silenciosa” apoyaba al franquismo que se pareció mucho más al régimen paternalista y católico de Petain que al de Hitler o Mussolini. En realidad, en 1939 lo que quedaba de España era un país pulverizado y no puede extrañar que a partir de ese momento, al menos en lo que respecta a Franco, el mayor énfasis se pusiera sobre todo en el desarrollo, en paliar la miseria, vaya. Las consecuencias de la guerra no empezaron a remontarse hasta 1956 cuando se firman los acuerdos con los norteamericanos y se volatiliza definitivamente el aislamiento internacional. Poco después, entramos de la mano del Opus en pleno desarrollismo y en 1975, España era, en general, un país diferente al de 1939. El subdesarrollo había quedado muy atrás, a pesar de que existieran bolsas de miseria (las últimas chabolas de Barcelona se abatieron a mediados de los años 80).

El franquismo no fue más que una concentración de esfuerzos en el desarrollo económico. Para lograrlo fue preciso el poder centralizado y la planificación a ultranza. Eso o un plan Marshall. De esto no hubo así que sólo se pudo y se quiso sacrificar las libertades políticas (sólo ejercibles cuando se tiene la barriga llena) al desarrollo. El fin de esta etapa coincidió con la muerte de Franco. Hacia 1970, tanto Carrero Blanco como sus partidarios ya habían entendido que el futuro sin Franco sería poco franquista e intentaron organizar a la derecha política ante un marco democrático limitado hasta los socialistas (sin los comunistas como en Alemania). En 1972 los servicios secretos de Carrero ya trabajaban sobre esta hipótesis. Lo que pasó a continuación es ocioso traerlo a colación. En 1975 el todavía escuálido capitalismo español precisaba entrar en Europa para obtener más beneficios. El régimen que hasta ese momento le era necesario e imprescindible había dejado de serlo: a partir de ese momento se precisaba una estructura democrática formal que abriera las puertas de Europa. Eso fue la transición, nada más. La transición se puede reducir a una transformación profunda del marco político cuyos objetivos eran entrar en el Mercado Común y en la OTAN.

Con el tiempo he aprendido a rebajar los juicios emitidos sobre tal o cual fenómeno político. Todos son relativos: el franquismo favoreció el desarrollo de la sociedad española sin pasar por la II Guerra Mundial que nos hubiera hecho partícipes del Plan Marshall y de la democracia con treinta años de anticipación, eso sí, a cambio de que la España pulverizada de 1939 hubiera sido una España micro pulverizada en 1945. Está claro que quienes pasaron por las cárceles franquistas no guardan un buen recuerdo de aquella época. Y quienes querían expresar un ideal marxista lo tuvieron crudo. Pero los períodos históricos son lo que son y así hay que juzgarlos, y la España franquista no fue más que un ciclo en el que España abandona el subdesarrollo y concentra esfuerzos en la planificación. Por tanto, no puedo juzgar al franquismo con demasiada dureza, pero tampoco lo percibo con especial simpatía. Entonces me parecía un régimen extraordinariamente mediocre, pero el tiempo hace que todo lo redimensionemos: el burócrata franquista más gris seguramente era más brillante que muchas ministras de cuota zapaterianas o que los funcionarios arribistas del aznarismo. Se suele decir que las Cortes franquistas eran mudas; serían mudas seguramente, pero asistían a las sesiones a diferencia del actual parlamento que no solamente está compuesto por muditos sino que ni siquiera tienen a bien acudir al hemiciclo más allá del día de cobro.

El tiempo, como digo, ha hecho que redimensionara muchos de estos juicios: es la política vulgar concebida como ejercicio de arribismo y sumisión lo que he terminado por detestar. Y eso es una culpa de las personas más que de los sistemas. Bajo el franquismo se hizo un cine excepcional y películas miserables, empezando por Marisol y terminando por Pili y Mili. Y lo mismo vale para la TV franquista. De todo esto ya aludí en su momento en Infokrisis cuando descubrí el cine de Edgar Neville o redescubrí al Chicho Ibáñez Serrador de finales de los 60, un verdadero prodigio. Dejando aparte el período de la transición en donde en España no se hizo más cine que el de destape y resulta difícil encontrar algo que haya superado la prueba del tiempo, el cine filmado en el período democrático tiene, así mismo, algunas obras interesantes y una gran mayoría de mediocridades que no aumentan su dignidad solamente por haber recibido un Goya. He conocido a gente excepcional en las cárceles y, junto a ellos, a miserables para los que el emparedamiento sería una pena leve. Pero también en conocido en los palacios a cretinos que no valían más que sus defecaciones y, junto a ellos, a gentes con una sensibilidad cultural y una creatividad fuera de serie. De todo hay en todas partes, de todo hay en todos los lugares, de todo en todas las épocas, por tanto me niego en esta rememoración de recuerdos a jugar con los adhesiones soberanas y las condenas absolutas. Si algo he aprendido en la vida es que tales juicios son siempre erróneos.

Pero en 1968 yo no pensaba todavía eso. Lo que había visto del franquismo no me había gustado excesivamente. Experimentaba más atracción hacia los medios falangistas “disidentes”. Esta calificación de “disidentes”, si no recuerdo mal, fue ideada en los ambientes del SEDEC. Este servicio concebía al sistema político español como sostenido a finales de los años 60 por dos columnas: la Falange y el Opus Dei. Para esta concepción, todo falangista tenía su madre y maestra en el Movimiento y quienes no lo aceptaban eran llamados “disidentes”, disidentes del Movimiento. También había carlistas disidentes, pero estos pesaban mucho menos dada su concentración geográfica en Navarra. Recuerdo todavía cuando un capitancete del SEDEC me explicó esta teoría haciendo un gráfico: dos columnas sostenían un triángulo y sobre el triángulo una bandera. Las columnas eran la falange y el opus, que dicho sea de paso se odiaban mutuamente, el triángulo o frontispicio era el Estado y la bandera eran las “Leyes Fundamentales del Reino”. Tal era el esquema en virtud del cual un falangista no franquista “disentía” del grueso de la Falange.

El razonamiento no era del todo falaz, a pesar de su obvio infantilismo. El 18 de julio de 1936, la Falange era un grupúsculo clandestino que había obtenido un resultado despreciable en las elecciones de febrero y constituía uno de tantos grupos activistas de la época. Contaba con la bendición de Mussolini y una pequeña ayuda económica de Italia y, desde luego, José Antonio Primo de Rivera, era el dirigente más conocido y con más relevancia social de todos esos grupúsculos, seguido por el doctor Albiñana y su Partido Nacionalista Español. Es difícil saber qué habría ocurrido con la Falange en caso de no haberse producido la malhadada Guerra Civil. No vale la pena perderse en disquisiciones ni sobre hacia dónde habría derivado la Falange, sobre si habría logrado abandonar la etapa grupuscular y si habría jugado algún papel político a partir de entonces y no exclusivamente activista como había sido el suyo hasta 1936.

En 1939, de la Falange fundacional quedaba poco. Unos muertos en combate, otros desengañados de todo, otros viviendo de glorias bélicas, otros gestionando las más diversas oficinas oficiales y muy pocos con ganas de enmendarle la plana a Franco. Narciso Perales fue de los pocos que se atrevieron a hacer valer ante Franco su fidelidad a los ideales originarios de la Falange. Me contaron la anécdota hará unos años así que es posible que equivoque algún dato. Era, a la sazón, Perales, gobernador civil de una provincia castellana que debía visitar Franco. En la “frontera” provincial, Perales esperó al Jefe del Estado, le paró el coche y le lanzó la pregunta del millón a través de la luna del coche a medio bajar: “Mi general ¿para cuando la revolución nacional?”. Y Franco, imperturbable y con aire de fastidio le contestó: “No es el momento, Narciso, no es el momento”. El particular acento de Perales, con el frenillo de la lengua corto, no alteró al dictador. La realidad, es que bajo el franquismo, pocos falangistas pidieron la “revolución nacional”. En 1971 la revista mensual del Distrito Centro de la Guardia de Franco de Madrid, En Pie, entrevistó a Raimundo Fernández Cuesta y le realizó la misma pregunta. Fernández Cuesta, seguramente por su contacto prolongado con Franco había asumido algunos de sus tics y tampoco se inmutó ante la cuestión: “Hombre –respondió- es que si en 1939 se hubiera hecho la revolución nacional hubiera sido el reparto de la miseria”. Y tenía toda la razón, el horno no estaba para bollos.

Un aparte sobre la izquierda falangista

De la falange fundacional quedó poco en 1939 y lo poco quedó se vio anegado y subsumido por la oleada de nuevas adhesiones, no ya a la Falange sino al Movimiento Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, nombre tan kilométrico como surrealista para un partido único. Hubo decepcionados, hubo arribistas, hubo entusiastas, hubo de todo. Dado que la Falange no había podido cerrar una teoría política durante sus primeros años y que el “fundador” había muerto, subsistían las dudas sobre cómo cerrar los vacíos doctrinales que quedaban. Por ahí empezaron las disidencias. Unos cogieron el material que faltaba de la izquierda, otros del anarquismo, otros del pensamiento de la derecha, más tarde del acervo socialdemócratas, etc. El período que va de 1943 a 1967, es decir del cambio de actitud del régimen que pasa de ser “falangista imperial” a “integrista católico” a raíz del giro que adopta la II Guerra Mundial, hasta el momento en que Hedilla funda el Frente Nacional de Alianza Libre, son 25 años en los que la Falange deja de ser una y pasa a ser múltiple.

En la constelación de siglas falangistas de esa época se encuentra de todo. El FNAL, a pesar de contar con Manuel Hedilla Larrey como cabeza visible se definía como no-falangista. En efecto, las decepciones políticas de Hedilla y seguramente algunos resentimientos personales le habían alejado del ambiente azul mahón. En 1976 un falangista barcelonés veterano me había contado una anécdota que aquí reproduzco: “En Barcelona éramos un grupo de falangistas disconformes con la línea de Franco así que fuimos a ver a Hedilla que estaba desterrado en Mallorca para pedirle consejo. Nos envió literalmente a freír espárragos”. La cosa se entiende menos, si tenemos en cuenta que uno de los grupos que formaron el FNAL era el Frente Sindicalista Revolucionario. Y se entiende menos porque, al menos en esa época, el FSR sí era falangista.

Narciso Perales, precisamente, lo había formado a partir de un grupo minúsculo, el Frente Nacional de Trabajadores, formación efímera que no se recordaría de no haber sido por que fue matriz del Frente de Estudiantes Sindicalistas que cubre un espacio de más de 10 años en la militancia falangista universitaria, de 1965 a 1975. En el 76 Perales se convenció de que era muy difícil actualrcon los símbolos falangistas en pleno franquismo, especialmente cuando de lo que se trataba era de realizar una crítica al franquismo que utilizaba justo esos mismos símbolos. Así que decidió cambiar de estrategia y fundar el Frente Sindicalista Revolucionario en 1966. Fue el primer intento de alejarse de la estética falangista: el símbolo ya no era el yugo y las flechas sino la espiral levógira y la bandera antaño roja y negra se transformó en negra del todo acaso para acentuar una proximidad al anarcosindicalismo y un alejamiento del leninismo. Y así surgió el FSR en Barcelona (con gente de aquel semillero de militancia que fue el Círculo José Antonio) y en Madrid con disidentes del FES.

Pero en todo ello había una contradicción. Perales había realizado un buen diagnóstico de la situación pero no había sabido transmitirlo a su gente. En realidad, lo que Perales había enunciado era una tesis sobre la “autonomía histórica” ante litteran, esto es antes de que Laureano Luna la hubiera enunciado treinta años después como piedra de base de Democracia Nacional. Básicamente esta teoría decía que para llevar adelante una lucha política en la actualidad no es preciso tener un “modelo histórico”, o lo que es lo mismo, que la utilización de determinado modelo histórico puede desviar y confundir a un partido político sobre sus verdaderos objetivos. En DN, todos, salvo Canduela (al que las cuestiones doctrinales le han traído siempre al fresco salvo las más estrafalarias teorías sobre los “ancestros”) y Nacho Mulleras (el único fundador de DN que queda en el partido y cuyo pensamiento político empieza y termina con el franquismo), habían asumido la tesis de “autonomía histórica”. No así en el FSR en cuya revista, Frente, se alternaban loas, glosas y alabanzas hacia los aspectos “revolucionarios” del nacionalsindicalismo. En Wikipedia he encontrado un párrafo en el que se resume esta problemática seguramente por alguien que pasó por allí: “En 1968, se publicaron los primeros números de Frente, órgano de la Junta Local de Madrid del FSR. Su contenido revela las contradicciones del proyecto de Perales y el riesgo, consumado más tarde, de que una organización desprovista de referencias explícitamente falangistas e involucrada en la lucha obrera y estudiantil, acabara en las antípodas del falangismo. Se mezclaban planteamientos de abierta simpatía con el movimiento libertario y el sindicalismo de Pestaña junto con posiciones próximas al nacional-sindicalismo y defensoras de un falangismo antifranquista. Las críticas al dirigismo leninista se simultaneaban con teorizaciones sobre la necesidad de una vanguardia política jacobina; la reivindicación de una revolución hecha por los trabajadores con la afirmación de que la revolución debe ser dirigida por un partido elitista”.

El problema de fondo era que muchos falangistas que habían ingresado en el FSR por “lo revolucionario” se negaban a dejar de ser falangistas y había otros que seguían el camino opuesto: querían olvidarse de que un día fueron falangistas. No es raro que el FSR cayera en la atonía en Barcelona después de unos comienzos esperanzadores y que en Madrid, donde se encontraba la mayor parte de su militancia, las escisiones fueran constantes. Con todo, hacia 1973 quedaban allí pocos falangistas. Otros, a fuerza de ocultar las Obras Completas de José Antonio y recomendar las de Ángel Pestaña se habían convertido en “pestañistas”.

Llegado a este punto vale la pena recordar que Ángel Pestaña, sindicalista de la CNT, tuvo contactos con José Antonio Primo de Rivera en vistas a su integración en la Falange. La izquierda falangista siempre ha recordado estos contactos como muestra de la vocación obrerista de la Falange. No hay tal. Felipe Ximénez de Cisneros en su Biografía Apasionada de José Antonio da algunos datos que explican el porqué tales contactos no progresaron. Recuerda que, efectivamente, esos contactos tuvieron lugar. Al parecer, Pestaña, a fuerza de leer la propaganda de izquierda y sus juicios sobre la Falange, creyó que este partido era la “guardia armada del capital” y que detrás del partido existía el apoyo de grandes capitales. No era así y cuando Pestaña lo comprobó cortó una relación en la que no tenía nada que ganar y sí todo su prestigio sindicalista que perder. Tengo tendencia a creer en esta anécdota. Pestaña se concentró en su Partido Sindicalista que quería ser a la CNT lo que el PSOE era a la UGT, lo que demuestra que sus ambiciones no eran pocas.

En realidad, el FSR fue evolucionando cada vez más hacia el “pestañismo” y terminó integrándose en el nuevo Partido Sindicalista constituido en 1976 a partir de restos varios entre los que figuraban pequeños núcleos surgidos del estallido y reconversión final del FSR que, a todo esto, había terminado expulsando a Narciso Perales y con él a los restos del recuerdo originario falangista. En Barcelona viví relativamente de cerca todo ese proceso.

En la Facultad de Derecho existía en 1970 un pequeño grupo del FSR que era el prototipo del drama de esta organización. Por una parte, el grupo estaba dirigido por Ramón Graells Bofill, falangista de aquellos que habían hecho de las Obras Completas su libro de cabecera. De otro, en esa misma facultad estaba un tal Cid, obrero que tenía cierta tendencia a mostrar sus manos en las asambleas: “miradlas son las manos de un trabajador y no como las vuestras”... y entonces señalaba a los izquierdistas de la izquierda caviar. Conocí a Cid en un compartimento de tren con seis literas cinco de la cuales estaban ocupadas por un grupo heterogéneo que se dirigía a Madrid para asistir a un curso organizado por el SEDEC bajo la cobertura de un “curso para monitores de tele clubs urbanos”. y al sexta por el policía  encargado de vigilarnos. Yo empezaba a tener una idea de dónde me estaba metiendo, pero no así Cid que se había limitado a cumplir la sugerencia de su jefe. Andaba perdido el hombre y mucho más cuando llegamos al Valle de los Caídos y nos esperaba una cuarentena de estudiantes franquistas, carlistas, fuerzanuevistas, guardias de Franco, etc, una compañía impropia para aquel que se sentía “verdadero sindicalista revolucionario”. El hombre aguantó bien los cuatro días de cursillo. Ocultó sus verdaderas afinidades políticas, se calló y seguramente se mordió la lengua y nunca jamás volví a saber de él. Aún así hablé con él lo suficiente para advertir que el “sindicalismo revolucionario” era tan sumamente aburrido y gris como cualquier otro sindicalismo y que con ese bagaje difícilmente se podría construir algo sólido y atractivo. Un par de años después, volví a preguntar por el tal Cid. Desapareció del FSR y dios sabe que habrá sido de él. Físicamente, era la fotocopia de Pedro Conde Soladana, el líder hedillista que presidió la Falange Auténtica en la segunda parte de los 70 después de haber tenido cierto protagonismo en la huelga de FASA Renault de Valladolid en 1973 ó 74. Ambos tenían la misma fisonomía y la misma perilla y su pensamiento, más que político, sindical, era exactamente él mismo. Ya saben aquello de que todos tenemos un doble –el mío todavía circula por el Ensanche (Eixample de nuevo) barcelonés- al que cuando encontramos, uno de los dos muere. Se trata de una vieja historia de los bosques de Baviera. Espero que Pedro Conde no se haya encontrado jamás con su sosias político, como yo tampoco me he cruzado nunca al mío.

La izquierda falangista y la anarquía

La existencia de aquel grupo del FSR en Barcelona no duró más allá del 73, en el 74 los universitarios falangistas estaban organizados en un grupo autónomo “Aula Azul”. No eran más de dos docenas, y buena parte parecía cortado con el mismo patrón: aires de suficiencia, edades entre 18 y 21 años, se consideraban de “izquierdas”, intentaban mantener la equidistancia entre el franquismo y la oposición democrática. Y, en general, todos ellos se consideraban “intelectuales”, distantes y orgullosos de su condición. Políticamente estaban en las nubes. Se situaban un paso atrás del FSR y en su publicación, Aula Azul, seguían ostentando el yugo y las flechas. Se les ocurrió repartir la revista en la Facultad de Filosofía y Letras de la Plaza de Universidad (Universitat). Ocurrió la tragedia. Era difícil entrar a repartir revistas con el yugo y las flechas en una facultad dominada por la ultraizquierda. Lo intentaron y al cabo de pocos segundos se había entablado una batalla campal en la que se mostraron capaces de batir sobre el terreno a los agresores. Pero el mal estaba hecho: la orientación “de izquierdas” de Aula Azul era increíble para quienes los habían visto luchar contra la militancia de izquierdas con la misma decisión que en otras ocasiones habían visto a grupos de extrema-derecha.

Aula Azul que había nacido, si no recuerdo mal, al calor de algún Hogar de la OJE, se fue desvinculando poco a poco del medio falangista siguiendo un proceso parecido al del FSR. Coincidiendo con la muerte de Franco leí una publicación, Eje, de la que me explicaron que era la “antigua Aula Azul”. Eje, seguramente no era el nombre que mejor le cuadraba y que remitía necesariamente al pacto germano-italiano, pero ya no se trataba de una publicación falangista, sino sindicalista cuya insistencia en la “autogestión” era tan obsesiva como aburrida. Para mí era un misterio, como unos chicos de la OJE, estudiantes y con pretensiones intelectuales, se habían acostado un día como falangistas y al día siguiente eran capaces de impulsar una sedicente “federación de grupos autogestionarios” a partir del “Grupo  de Acción Auto Gestionario” que ellos mismos habían constituido y que, con el paso de las semanas y los pajotes mentales mal administrados pasaría a converger con el FSR y con el Partido Sindicalista reconstruido en plena transición por el profesor Rubio Cordón. Mutaciones sin historia, sin gracia, sin aventura, sin gran novedad intelectual.

Entre aquellos falangistas estada el hijo de José Maluquer Cueto, intelectual falangista y antiguo concejal del Ayuntamiento de Barcelona a quien conocí en el Círculo José Antonio de Barcelona y del que puedo contar que tuvo a su cargo las llaves y el mantenimiento de la Biblioteca Arús, la biblioteca masónica de Barcelona, durante el franquismo. Maluquer, un hombre que amaba los libros, preservó de cualquier expolio a aquella biblioteca que, una vez reabierta, conservó el mismo fondo que tenía en 1939. Por lo demás, si alguien quería consultar el fondo de la Biblioteca, el propio Maluquer le acompañaba, le abría la puerta y aprovechaba él mismo para recrearse con aquellos tesoros. Precisamente, cuando se produjo el Caso Scala (incendio del local de fiestas durante una manifestación convocada por la CNT y que costó la vida a 4 trabajadores), aquella misma mañana una llamada reivindicó el atentado, dejando incluso su apellido: ”Jordi Maluquer”. La reivindicación era, por supuesto, falsa…

El caso Scala fue pura provocación. Desde muy pronto se supo que el instigador era un conocido confidente policial infiltrado en la CNT. Si se alguien utilizó el nombre de Maluquer fue precisamente porque este chaval había seguido el rastro que llevaba desde Aula Azul hasta los medios radicales periféricos a la CNT. No todos los miembros de aquel grupo originariamente falangista se integraron en el Partido Sindicalista, los hubo que siguieron caminos mucho más radicales. El joven Maluquer había sido detenido unos meses antes en una manifestación comando contra la Comisaría de Policía de Calle Santaló (por cierto próxima a su domicilio familiar) sobre la que arrojaron unos cuantos cócteles molotov. Detenidos varios, entre otros, el propio Maluquer, fue la primera –y última acción- de este tipo que realizaron los post-falangistas, devenidos ardientes sindicaleros.
 
Este tipo de grupos suscitaban cierta perplejidad y desconfianza en la extrema-izquierda barcelonesa de la época. No estaba claro su origen y era posible que fueran grupos provocadores. No lo eran, desde luego, pero la extrema-izquierda lo sospechaba. Por tanto, cuando se produjo el atentado del Scala no era una mala idea introducir en la ecuación a un antiguo falangista (esto es, al miembro de un sector que quedaba identificado con la extrema-derecha). Eso daba la posibilidad de que el atentado hubiera sido planificado en medios “involucionistas”… cuando en realidad el objetivo era cortar la influencia de la CNT sobre la juventud de Barcelona e impedir que el sindicato taponara (como había ocurrido en la pre-guerra civil) el crecimiento de la UGT en Catalunya. El atentado, no fue más que una acción táctica programa desde los sectores que impulsaban la transición. Esta era imposible con una extrema-derecha y con una extrema-izquierda fuertes, así pues, había que desactivarlas lo antes posible. El Caso Scala fue el principio del fin para la CNT que, desde entonces, no ha logrado recuperarse.

Tras aquel atentado contra la Comisaría de Santaló debió exiliarse un tal Pedregal cuyo trágico destino fue paradigmático de aquella pequeña generación de falangistas que quisieron dejar de serlo sin saber muy bien como hacerlo. Pedregal era un tipo de voz dura y tan cortante como su apellido. Lo conocí en el Círculo José Antonio de la mano de Ramón Graells. Sus primeras acciones políticas se habían originado, si no recuerdo mal, en las Juntas Promotoras de FE de las JONS, de ahí pasó a Aula Azul –época en que lo conocí- y luego siguió esa dinámica endiablada e indigesta de grupos autogestionarios, sindicalistas y postfalangistas. En Francia tuvo también problemas al participar –seguramente de la mano de la Federación Anarquista o de la ORA, Organización Revolucionaria Anarquista- en una manifestación de apoyo a la banda Baader-Meinhoff. Por si todas estas peripecias no hubieran sido suficientes, finalmente se mató en un accidente automovilístico en el vecino país. Pedregal era todo entusiasmo, voluntad y solidaridad. De tanto en tanto le salía el pelo de la dehesa falangista, pero en mi opinión era el más sincero y el mejor de todo aquel grupo.

El líder de Aula Azul era un tal Luis García (nada que ver con el otro Luis Gardía barceloneés, más conocido como "Mataestudiantes"), hombre que se movió incluso hasta muy avanzada la transición en los medios falangistas socialdemócratas afectos a la Asociación de Antiguos Miembros del Frente de Juventudes regentada por el recientemente fallecido Manuel Cantarero del Castillo. Lo conocí en cierta ocasión, quizás hacia 1972. Ejercía de antifranquista y fino estilista del falangismo más puro, lo que no era óbice para que si el SEDEC les convocara, fueran. En aquella ocasión, el SEDEC organizó en el Albergue Xifré de Arenys de Mar (quién me iba a decir que años después reconstruiría la vida de aquel indiano y penetraría en su biografía esotérica presentando la Casa Xifré de Barcelona como una “morada filosofal”…) un encuentro de estudiantes anticomunistas. Me llamaron. Advertí que no podía ir: ese día me habían convocada al ayuntamiento de Distrito para “tallarme”, primer acto del ritual de tránsito que terminaba en la búsqueda del petate un año después  e incorporase a algún campamento de reclutas. Me dijeron que no me preocupara, que ellos se encargarían de avisar que no acudiría a la ceremonia del “tallado”. Cuando al lunes siguiente fui, me comunicaron que estaba declarado desertor. La persona que tenía que avisar –el coronel Clavero– o no lo había hecho o no habían recogido su llamada. Así que tuve que dar el teléfono milagroso y todo se aclaró.

En el encuentro de Arenys había tres tendencias: el clan de los falangistas, el de los ultras y el de los espectadores. La gran mayoría de los asistentes eran espectadores, en torno a 130 personas, y los otros dos clanes estábamos representados por apenas 10 cada uno, así que aquello se convirtió en un partido de ping-pong en donde la mayoría del público miraba alucinado a dos grupos que se peleaban uno por parecer de izquierdas sin serlo y el otro por parecer de extrema-derecha aun teniendo muy poco que ver con la derecha ultramontana de la época. La conclusión que saqué es que con aquellos tipos se podía hacer poca cosa en común. El PENS en aquel momento estaba disuelto y una de las vías posibles era adherirnos al medio azul. Pero, claro, aquel medio azul, practicaba un antifascismo visceral que no compartíamos, y un progresismo precursor de lo políticamente correcto, que nos parecía igualmente odioso. El choque era inevitable. A partir de esa reunión empecé a ser considerado como la bestia negra de los falangistas puros y duros de Barcelona. Para mí también aquella reunión tuvo su secuela psicológica. A partir de ese momento empecé a ver con desconfianza al mundo azul… lo que no fue obstáculo para que unas semanas después ingresara en el Círculo José Antonio de Barcelona.

Stanley Payne desmoralizando a la izquierda azul

Anteriormente a este había ocurrido otro episodio que supuso para mí la primera señal de ALT! cada vez que intentaba aproximarme a la falange. Un buen día, no recuerdo por qué, tuvimos que ir a la Facultad de Económicas en misión de apagafuegos. Al parecer algunos alumnos de extrema-izquierda estaban amenazando a un profesor falangistas, un tal Rivilla. La sangre no llegó al río y todo discurrió normalmente, pero me encontré a Manolo Parra que me invitó a asistir a un seminario que daba el propio Rivilla en el Hogar Extremadura y al que acudiría Stanley Payne que en aquella época era conocido solamente por su libro sobre la Falange. Parra se había encontrado casualmente a Payne y le había invitado.

Allí estaba Payne sentado en el extremo de una larga mesa, meditabundo mientras Rivilla largaba un rollo interminable y tirando a tostón sobre economía nacional-sindicalista y transformación de la estructura económica capitalista en una estructura nacionalsidicalista, lo cual, a su juicio, era coser y cantar.

El tema del seminario era sobre estructura económica nacional-sindicalista, así que nadie se llamaba e engaño, aquello iba a ser duro. Intenté seguir la exposición pero al cabo de media hora estaba saturado de plusvalías, estructuras económicas, medios de producción y propiedad de los mismos. No era el único. El resto de la decena de asistentes ahogaba como podía  los bostezos sin poder evitar que la presión sobre los lacrimales diera un tono cristalino a los ojos. El único que parecía fresco como una rosa, atrincherado tras unas enormes gafas de pasta, era Payne. Nadie, por supuesto, tomó la palabra para pedir aclaraciones o formular dudas a Rivilla el cual terminó su alocución diciendo: “A la vista de todo esto la transformación de estructura económica capitalista en la estructura propia de un Estado Nacional Sindicalista podría realizarse sin excesivos problemas…”. Quedamos anonadados. El propio Rivilla, a la vista del incómodo silencio general, preguntó a Payne qué le había parecido la exposición. El americano no lo dudó y salió por donde menos me lo esperaba, pronunciando unas cuantas frases que yo esperaba protocolarias y dichas con el peculiar acento de Idaho o Montana: “Mire, creo que lo que usted ha expuesto es muy parecido y me recuerda extraordinariamente a los treinta meses de colectivismo en Catalunya durante la guerra civil…”. Hizo un alto y luego sentención: “Me parece que ustedes no tienen grandes posibilidades en el futuro para llevar a la práctica ese modelo económico”. La reunión se levantó. Desde entonces y mientras permanecí próximo a la Falange pude comprobar esa increíble tendencia de los falangistas a diseñar cómo sería un Estado Nacional Sindicalista, hasta en los más pequeños detalles y, sin embargo, eludir por completo el enunciado de una estrategia que permitiera llegar a él. Hoy esa tendencia está más atenuada por dos motivos: primero porque los teóricos falangistas han desaparecido de escena (Rivilla se mantuvo unos años discretamente y luego desapareció por completo; en Valencia tenía otra réplica, Manuel Martínez Sospedra, también profesor universitario, capaz de describir con minuciosidad obsesiva las estructuras políticas de un Estado Nacional Sindicalista. Diego Márquez habitualmente lo traía a sus mítines como telonero. Terminó en el PSOE) y, en segundo lugar, por que la contracción numérica de estos grupos les ha obligado a optar por otros caminos.

En el Círculo Doctrinal José Antonio

El encuentro de Arenys de Mar y, antes, el seminario con Payne, lograron que a partir de ese momento, siempre que oía hablar de la Falange, algo en mi corazón se pusiera en s ituación de prevengan. El encuentro con Payne tuvo lugar cuando apenas tenía 18 años y el de Arenys con 20, cuando el PENS ya se había disuelto. Me había dado cuenta de que era inútil intentar hacer política con una etiqueta inadecuada, así que casi automáticamente me volví hacia la Falange a pesar de las reservas mentales siempre crecientes que tenía. Estaba muy influenciado por el concepto marxista de "objetividad" que había visto de nuevo en las primeras obras de Evola que habían caído en mis manos. A pesar de leerlas mal al estar impresas en italiano, había podido entender la importancia de la noción de “objetividad”. Así mismo, la izquierda marxista, utilizaba también el palabro de manera machacona. Objetividad era percibir las cosas tal cual eran y aceptar la realidad tal como venía. Entonces tuve la insensatez de pensar: “Ernesto, si de lo que se trata es de adherirse a un movimiento alternativo y revolucionario, en España, el movimiento objetivo nacional-revolucionario es la Falange”.

Hay que decir que en 1973 había cambiado con Fernando Gallego (o Ferrán Gallego a partir de su adhesión al PSUC) mi reproducción facsímil del semanario La Conquista del Estado publicado por Ramiro Ledesma en 1931-32, contra su volumen de Las Ideas políticas de Jean Touchard. Creo que gané con el cambio. Ya entonces me sorprendió conocer la existencia de los “no conformistas de los años 30” en Francia: Thierry Maulnier, Drieu la Rochelle, el propio Mounier, Armand Dandieu, el Grupo Ordre Nouveau, etc. Entonces supe que “eso era lo mío”. Lamentablemente hasta una década después no logré profundizar en esa dirección. Había algo en el pensamiento joseantoniano que remitía a estos “no conformistas” y que se le escapada a la izquierda falangista. Incluso Mounier, que gozaba del predicamento de esos medios azules que devoraban sus obras completas publicadas por ZYX -una editorial de culto en la primera mitad de los años 70 en la izquierda alternativa- no parecían entender lo esencial de su pensamiento. Era difícil que un falangista criado en la opinión de que José Antonio y su obra eran algo completamente nuevo y original, inédito en la historia mundial, pudieran apreciar que había elementos interpolados en el pensamiento de José Antonio, dispersos aquí y allí, que permitían establecer cierta familiaridad con los “no conformistas franceses de los años 30”.

Así que un buen día me afilié al Círculo José Antonio de Barcelona, en su sección juvenil. Por ahí andaba Ramón Graells que se acababa de casar con María Victoria que no había cumplido ni los 20 años. Me invitaron a la boda; las cosas no empezaron bien para el matrimonio. María Victoria (Mariví para los amigos) en el momento de la ceremonia dijo aquello de “Yo Ramón Graells quiero como legítima esposa a María Victoria y prometo, etc”. El cura prefirió no aclarar el error y el marido sonrió benevolente. Luego, cuando me dirigíamos al banquete en el Mini Morris de Arturo Alonso, otro antiguo del FSR, falangista y luego delegado comarcal de Fuerza Nueva en Alicante, pudimos ver horrorizados como se abría la ventanilla del coche nupcial, emergía la cabeza Marivi soltando un vómito que sólo el limpiaparabrisas del Mini logró eliminar. En el convite me tocó junto a una chica del Hogar Extremadura del que recuerdo  unos hermosos ojos rasgados muy particulares que nunca más volvería a ver. Unos años después, los cónyuges se separaban.

Cuándo Ramón Graells me invitó a participar en las actividades del Círculo José Antonio, no podía negarme entre la invitación a la boda y mi reflexión pedestre sobre el “movimiento nacional-revolucionario objetivo” que a la vista de los años, revisándola, carecía de pies, cabeza, tronco y extremidades. Allí, en el Círculo José Antonio conocí a tres personas que constituían lo mejor de la Falange barcelonesa, vale la pena recordar sus nombres: Luis de Caralt, editor, Enrique Chinchilla, arquitecto y Joaquín Encuentra, médico. No solamente eran personas distinguidas en sus trabajos cotidianos, sino que además los recuerdo como modelos de honestidad. Caralt era un pozo de conocimientos. Con apenas 16 años, afiliado a la Falange, había conocido la cárcel en la confusión que siguió a los incidentes de Salamanca que defenestraron a Manuel Hedilla. Liberado y siendo un chiquillo, fue Alférez Provisional y ya en la paz, editor de relieve y prestigio. Encuentra, afectado de una pequeña cojera, había conocido al fascismo francés en los años 30, durante la guerra se vinculó a los medios que editaban la revista Occident y en la paz siguió siendo un montañero avezado y un médico apreciado por sus pacientes. En cuanto a Enrique Chinchilla, había ejercido parte de su carrera como arquitecto en Argentina y entre los tres formaban una troika dirigente que, a pesar de su categoría humana y moral, y, sobre todo, a pesar de mantener con su patrimonio todas las actividades del Círculo, era odiado por los falangistas “disidentes”, que, dirigidos por Roberto Ferruz, ocuparon el local durante un fin de semana antes de ser conducidos esposados a la Jefatura de Policía situada 100 metros más abajo en la Vía Layetana.

En esa época, la Falange disidente o, si se quiere, levantisca, tenía unos cuantos nombres señeros. Los primeros que conocí fueron los de Ferruz, Royuela y Caballero. Roberto Ferruz era hijo de su padre y éste un anarcosindicalista faiero del que había recibido los ideales de revuelta social y de sindicalismo. A Royuela ya lo he mencionado como habitual del bailongo del Distrito del Movimiento de la Calle Blay desde donde empezó a editar una revista ciclostylada no particularmente mal hecha y de título provocativo: Cuadernos para el Monólogo, réplica ultramontana al Cuadernos para el Diálogo que agrupaba las grandes firmas de la oposición democrática. Salieron media docena de números. Ferruz en cambio consiguió llegar en distintas etapas a los cien e incluso superarlos con su revista ciclostylada No Importa que publicó desde finales de los 60 hasta mediados de los 70. Las revistas de Ferruz, para ser ciclostylada, tenían una muy buena presencia gracias a la mano derecha de Márquez, quien las ilustraba con dibujos alegóricos que fascinaban a muchos. La colección de estas revistas sería una muestra inestimable de lo que fue la falange barcelonesa en esa época. Ferruz, dirigió desde las Juventudes Falangistas hasta el Círculo Eugenio D’Ors en los últimos meses del tardofranquismo y que prosiguió hasta bien entrados los años 80. No se comprometió con ninguna de las falanges, ni con fuerzas nuevas ni nada parecido. Lo suyo era el nacional-sindicalismo y no encontró ninguna opción que lo encarnara. Finalmente para satisfacer tantas ansias sociales creó un sindicato independiente en la Compañía de Aguas. En cuanto a Paco Caballero, a medida que se fue haciendo mayor, abandonó la política activa y se limitó a concentrarse en los medios juveniles de la OJE. De tanto en tanto todavía se le ve en conferencias, charlas y mítines. Creo que fue en el 68 cuando Caballero y el mayor de los hermanos Oriente, hijos de padre divisionario (de casta le viene al galgo), asaltar el furgón de Radio Nacional que retransmitía el acto de homenaje a José Antonio en el aniversario de su fusilamiento en el monumento hace poco desmontado en la avenida en un tiempo de la Infanta Carlota, hoy Pau Claras. Lograron hacerse con los micrófonos antes de que el famoso locutor Luis Soriano leyera ritualmente el Testamento de José Antonio y la oración por los caídos de Rafael Sánchez Mazas. “Franco traidor a la falange” junto al consabido “Falange sí, opus no” fueron las consignas que pudieron gritar mientras tuvieron el micrófono en sus manos. Lo que siguió después fueron cargas policiales a pie y a caballo y un espectáculo dantesco de violencia inusitada. Los falangistas, a diferencia de la oposición democrática, plantaban cara a las “grises”. En aquella ocasión hubo leña para todos, incluso para los que pasaban por allí.

Ninguno de estos tres falangistas –ni Caballero, ni Ferruz, ni Royuela- participaron en las actividades del Círculo José Antonio en los seis meses que permanecí allí. Fueron, sin duda alguna, los seis meses políticamente más inútiles de mi vida. En ese tiempo solamente se dio una conferencia (y me tocó darla a mí), nunca se redactó un texto político, pero sí en cambio fueron meses de desgaste y permanente pugna interior. Como recién llegado podía alinearme con unos o con otros, pero jamás entendí –al menos mientras se desarrollaban aquellas pugnas- el fondo de los conflictos. Para colmo, los del Distrito VII de la Guardia de Franco, ocuparon las dependencias del círculo otro fin de semana. La “ocupación” del círculo se había convertido en algo habitual, por lo que la parecía. Otro día, sin venir a cuenta –o viniendo poco a cuento- Ana María Fernández Llamazares, procedente del PENS y que más adelante sería jefa nacional de Falange Española Auténtica le dio un sopapo seco y sonoro a uno de los miembros de la Junta, un excombatiente por cuyos ojos –lo pude ver- debieron pasar las escenas de la batalla del Ebro, de Belchite y de la estepa rusa, quedándose sin saber que hacer durante un par de segundos, lo justo para que otros evitáramos que la cosa fuera a mayores. Aquello más que un partido o un círculo (oficialmente era círculo cultural pero realmente era la sección barcelonesa de un partido, entonces las cosas eran así de complicadas), era la guerra civil rediviva. Nos fuimos a Valladolid en autobús a un acto político de conmemoración de la fusión de Falange con las JONS (la ruptura posterior, al parecer, no era oportuno celebrarla). Allí, de madrugada me presentaron a Pedro Conde Soladana quien no me produjo una impresión particular salvo la de ser una buena persona, pero cuyas cualidades políticas permanecieron inéditas para mí entonces y siguieron siendo inéditas más tarde cuando fue nombrado jefe nacional de la Falange Auténtica.

En otra ocasión me fui con unos camaradas a Toledo donde tendría lugar el Acto Nacional de los Círculos de ese año en el Teatro Rojas: entre aquel mar de camisas azules nosotros desentonábamos con atuendo desenfadado. La cosa no terminó trágicamente porque ese día no tocaba. Diego Márquez cedió la palabra primero a Martínez Sospedra, que largó un royo bastante infumable, aburrido, denso e interminable como pocos, y luego a Manolo Valdés Larrañaga, que fuera amigo personal de José Antonio y en ese momento ocupaba un cargo prominente en la Secretaria General del Movimiento.  La primera frase de Valdés fue antológica y la repito textualmente: “Paseando con José Antonio por la ribera del Manzanares, me habló sobre la conveniencia de restaurar la monarquía en España…”. No pido decir más, Pedregal, todavía en el medio azul, casi se lanza sobre él desde un palco del primer piso y a partir de ese momento aquello se transformó en una batalla campal, ante la cual optamos por abandonar el teatro y esperar fuera acontecimientos no fuera a ser que nosotros a quienes ni nos iba ni nos venía el tema nos lloviera una piña. La trifulca debió durar como una hora. Para colmo los organizadores habían instalado altavoces en el interior del teatro pensando que acudirían ingentes masas populares, sin embargo, el teatro estaba lleno hasta la bandera, pero no más. Nosotros los únicos que permanecíamos en la plaza situada ante el teatro escuchando en riguroso directo y por megafonía el formidable alboroto interior, con un Diego Márquez que oscilaba entre la desesperación y la cólera, gritos atronadores por todas partes y alguna que otra silla lanzada al escenario. Una familia que regresaba de misa pasó ante nosotros azuzada por el padre que decía a sus amados hijitos y a su oronda esposa “Vamos, vamos… antes de que estos se maten”. La sangre no llegó al río, afortunadamente, pero la trifulca recomendó a Torcuato Fernández Miranda, a la sazón Ministro Secretario General del Movimiento que cerrara los círculos durante tres meses. En Barcelona nadie comunicó el cierre por lo que seguimos acudiendo regularmente, si bien en esa época ya estaba desvinculado de sus actividades.

Esos “Actos Nacionales” había arraigado en el ambiente falangista desde que el 20-N de 1970, las Juntas Promotoras de Falange Española de las JONS, convocaran el primero en Alicante. Fui por pura curiosidad en un autobús repleto de azules cantando interminablemente canciones de campamentos y pasean provocativamente por los pueblos de la geografía mediterránea camino del sur con las habituales pancartas de “Falange sí, opus no” y demás lindezas. Como no podía ser de otra manera, a la entrada en Valencia nos pararon. Mientras se discutía si seguíamos o no y a la vista de que no seguíamos, aproveché con otro camarada para lanzarme a correr entre los naranjales en dirección a Valencia. Luego hicimos autoestop y finalmente llevamos, tarde pero llegamos a Alicante, el tiempo justo para ver y sufrir sucesivas cargas de los grises, a pie, a caballo y en tanqueta. Sobre 30.000 falangistas, solamente habíamos conseguido llegar a Alicante 4.000, mucho más de lo que hoy pueden movilizar todas las falanges en toda España. Aquello era políticamente inútil, pero iba acorde con nuestro carácter: Ya por entonces, era perfectamente consciente de que sobre todo y por encima de todo, lo que yo buscaba en la acción político –o en la presunta tal- era la aventura. De ahí hasta bien cumplidos los 40, realmente, lo que me llamaba la atención de la actividad política y que constituía su más irreprimible imán era la posibilidad de vivir la aventura. Y contra más desmadrada, mejor. El problema es que pronto percibí que dentro de la Falange no había aventura posible, al menos para mí.

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