Ultramemorias (I de X): Recordando a Enzo desesperadamente
En 1973 yo estaba en el mejor de los mundos. Tenía 21 años cumplidos y llevaba varios gozando de la vida. Para mí solamente existía la “causa” y la “causa” tenía nombres y apellidos. Si te llamaba alguno de esos apellidos, fuera para lo que fuera, todo consistía en cumplir las órdenes. No era disciplina ciega, férrea y absoluta, porque en 1973 no existía “organización”, era simplemente el “dharma” del militante que le lleva a hacerlo todo contando con nada –como había aprendido a raíz de leer los Cahiers del CDPU, una publicación francesa de la época que solía glosar el voluntarismo y la militancia-, con una entrega absoluta y una renuncia completa de uno mismo. Yo entonces pensaba eso, sin sombra de duda.
En esa ocasión, la voz que estaba al otro lado del teléfono era la de Della Chiaie. Debía ir a buscar a un camarada italiano atascado en Perpiñán y traerlo sano y salvo a Barcelona. Estaba “mal de salud” y necesitaba una “temporada de reposo”. Añadió algo así como que “tenía problemas con el informe médico”. Lo primero estaba claro: había debido huir de Italia por algún motivo y lo del “informe” seguramente era que portaba documentación falsa. Yo no tenía carné de conducir así que Bernardo era la persona adecuada para acompañarme. Habíamos hecho muchos de estos viajes y siempre había respondido bien, así que recurrí a él otra vez.
Bernardo era un tipo extraordinario que terminó deslizándose por la pendiente de la hipocondría y los tranquilizantes, aunque a decir verdad su compañera consumiera más tranquilizantes que él acaso por tener que soportarlo. Era su segunda compañera. Por aquellas fechas, tuvo gracia cuando me dijo que se casaba con la que sería su primera esposa y madre de sus hijos: “Me caso… su padre es falangista”. El “aval” para Bernardo, no era que la chica fuera un monumento a lo Venus de Milo o que lo quisiera con locura, sino la filiación política de su padre. Nunca logré entenderlo. Bernardo fue siempre difícil de entender.
El camino a Perpiñán duró un par de horas que aprovechamos para departir como lo que éramos: camaradas. Se sinceró conmigo. Tenía un problema de salud. Hacía unos meses, estando en casa del suegro falangista envió a su mujer a comprar unas cervezas al bar de abajo. Ella estaba de siete meses de embarazo, pero la chica era voluntariosa y abnegada así que bajó. Como tardaba más de una hora en regresar, Bernardo, fue a buscarla y lo que vio le dejó horrorizado: un camión estaba empotrado contra el bar al que había enviado a su mujer. Me contaba que solamente oía una voz lastimera que decía algo así como: “Pobre mujer, estando embarazada…”. Quedó en estado de shock. Como un zombi volvió a su casa, subió en el ascensor y antes de llegar al séptimo piso -el suyo- se fue la luz, quedando encerrado entre el tercer y el cuarto piso. Está visto que las desgracias nunca vienen solas. El shock se transformó en ataque de nervios. Cuando vino la luz, nuestro Bernardo ya era un hombre que había añadido una enfermedad muy real a su hipocondría, la claustrofobia. La mujer a todo esto, al ver un camión empotrado contra el bar se había ido a buscar otro.
Y ahí estaba yo en aquella primavera del 74 yendo a buscar a un desconocido a Perpiñán acompañado por un claustrofóbico en un Citröen Dianne 6 “para gente encantadora” como decía la publicidad engañosa de la época.
La cita era en el hotel que todavía se encuentra delante de la estación de Perpignan. Es curioso como determinados lugares se repiten con insistencia en la vida. En 1974 todavía no sabía que Dalí dedicó a este lugar uno de sus mejores cuadros, inspirado por la teoría del caos y por lo que llamaba la corpuscularización de la materia. En los 20 años siguientes ese lugar se convirtió en habitual en mi vida. El hotel en cuestión era propiedad de un antiguo OAS que había participado en atentados anti-ETA en España y que años después sería arrojado del expreso Perpiñán-París en marcha, nunca supimos por quién. Quien nos esperaba un italiano bajito, tirando a bajísimo, con tez olivácea, vestido con gabardina tres cuartos, blanca y cara de despiste absoluto. Perpiñán no es España, pero le falta poco, así que si se trataba de hacer buenas migas con un desconocido debía hacerse como en España: en la mesa de un bar. Tres cervezas, tres bocadillos de fromage avec beurre y tres cafelitos, y a la hora de pagar, claro, nosotros no teníamos francos, así que el desconocido pagó la ronda. “Deux mil francs, siuplé”. “Enzo”, que así resultó llamarse, puso cara de estreñimiento, sacó un portamonedas como el de la abuela, y empezó a contar: sólo llevaba 420 francos… La camarera, sonrió y en perfecto castellano aclaró: “Joder, que perdidos estáis; en francos nuevos, veinte…”. Enzo se relajó.
Enzo llevaba unas joyas de las que nos dijo que era un regalo de Romano Mussolini para los “camaradas exiliados”. No preguntamos. De hecho, ni Bernardo ni yo, preguntábamos nunca. No sabíamos, en general, ni a quien íbamos a buscar, ni a quien dejábamos en Perpiñán o en cualquier otro lugar de la frontera: todos eran camaradas, todos estaban en apuros, todos debían compartir necesariamente nuestras posiciones fueran cuales fueran y, como en la Legión, a nadie se le preguntaba por su vida anterior. Al tal Enzo tampoco le preguntamos nada y solamente seis años después pude relacionarlo a un nombre y a un episodio siniestro: Peteano. Cuando eso ocurría, Enzo ya había iniciado la primera de sus tres cadenas perpetuas.
En el camino de retorno a Barcelona, departimos con Enzo sobre diversos temas, que si la política Mediterránea de Ghadaffi, que si el pentapartito italiano, que si el Movimento Sociale Italiano; una conversación, en general, bastante intrascendente. En aquella época Enzo tenía tendencia a hablar con una voz de tono cibernético y nasal que he visto en bastantes italianos del Norte. Demostraba leer la prensa todos los días y en general estaba bien informado. No era ningún idiota ni parecía un tipo peligroso.
Ahora tocaba lo peor: pasar la frontera. Lo primero era esconder las joyas. Nos pusimos algunas en los calzoncillos, otras en los tubos de respiración del coche y otras en los bolsillos. Era difícil que nos cachearan. A última hora de la tarde muchos vehículos estaban cruzando la frontera. Sin darnos cuenta nos vimos atrapados en un embotellamiento a cincuenta metros de la garita española y prácticamente delante del puesto de los aduaneros franceses. Notaba que Bernardo se estaba poniendo nervioso: “¿Te ocurre algo?”. Algo le ocurría, parecía como si le fuera a dar una embolia fulminante de un momento a otro. Bruscamente, salió del coche con andares inseguros y dando trompicones, jadeando y sudando. Por una pernera del pantalón iban cayendo las joyas presuntamente donadas por Romano Mussolini… Tuve que bajar y calmarlo. Los efectos de la claustrofobia son así y aparecen no solo en espacios cerrados, sino en embotellamientos, aglomeraciones y colas: “Podías haber avisado, capullo”, le repetí una y otra vez, verdaderamente furioso, tras superar la aduana. Enzo, sentado detrás parecía tranquilo, como ausente.
Con Bernardo hubo muchas más ocasiones en las que reapareció el mismo problema de la claustrofobia. Como cuando a otro camarada, “Juan el Boinas” (excuso explicar el origen de su nombre de guerra, por demasiado obvio), lo dejó en la escalerilla del avión del Puente Aéreo con la excusa de que se había dejado no sé qué en el lavabo del aeropuerto. O en aquella otra ocasión en la que íbamos en su vehículo bajo el subterráneo de Plaza de España y otro atasco lo puso de nuevo al borde del infarto claustrofóbico.
Llegamos a Barcelona y entregamos al “enfermo”. Pasaron meses antes de que lo volviera a ver. Años después supe que “Enzo” era Enzo Vinciguerra, que había militado en el MSI, pasó a Ordine Nuovo, por algún motivo tuvo que huir de Italia y luego, ya en España, había ingresado en Avanguardia Nazionale. Hacia 1976 su foto aparecía en Il Corriere della Sera con la misma gabardina blanca tres cuartos, esposado detrás de Adriano Tilgher, que casi le sacaba casi un metro de altura, y junto a toda la dirección de Avanguardia Nazionale, detenidos en Roma.
En 1975 se publicó otra foto en la prensa en la que aparecía Vinciguerra. En Madrid se había creado el Exercito do Libertaçao de Portugal (ELP) a imagen y semejanza de la OAS. No en vano su núcleo estaba compuesto por antiguos galos que militaron por la causa de Argelia Francesa y que terminaron refugiados en Lisboa donde habían creado una agencia de prensa que, además de serlo y muy sui generis, era también una agencia de servicios especiales. Al frente estaba Ralf Guérin-Serac, un tipo extraordinario del que ya habrá ocasión de hablar. En aquel tiempo, Madrid era un hervidero de portugueses exiliados. A partir de media tarde, en el locutorio de telefónica en la Gran Vía solamente se oía la encantadora lengua de Comoens y de Pessoa. Entre los exiliados había periodistas políticos demasiado comprometidos con el régimen salazarista, antiguos miembros de la policía política (PIDE), burgueses inofensivos que huían del caos, e incluso repatriados de las colonias y, por supuesto, los re-exiliados de la OAS. Portugal en esas fechas, era un completo y absoluto caos. Solamente quedaba organizar la respuesta. Y para eso estábamos nosotros; en Madrid existía un buen número de elementos susceptibles de ser organizados para hacer “algo”. Ralf y Delle Chiaie los reunieron e instaron a que se organizaran. Al poco tiempo se convocaba la primera reunión de la que saldría el ELP.
Entre los reunidos, como es habitual, se había colado un “infiltrado”. Siempre cuando se reúnen más de 4 activistas de extrema-derecha hay la posibilidad de que uno al menos, sea un infiltrado. He visto grupos –obviemos cual– que tenían localizado al infiltrado desde hacía años, pero no lo expulsaban porque el coste de deshacerse del 25% de los efectivos era excesivo y no se lo podían permitir. Al día siguiente, la prensa portuguesa fiel al gobierno izquierdista daba cuenta de la conspiración e incluso añadía una foto en la que podía verse a Enzo sentado en una silla en el curso de la reunión. La izquierda portuguesa clamó contra la permisividad del régimen español y se produjeron las movilizaciones antifascistas de rigor en el vecino país.
Entre tanto, el ELP empezaba a organizarse. Un camarada madrileño construyó dos emisoras de radio del tamaño de una mochila de alta montaña que pasamos a Francia a través de las propiedades de un conocido rejoneador portugués que era fronterizo con España. Una de las emisoras se perdió cuando el camarada que transportaba a sus espaldas cayó sobre las piedras del lecho de un río. Se pudo oír el crash de las válvulas hechas añicos y rematadas por el agua. Quedaba otra emisora que durante varios meses fue retransmitiendo programas contra el gobierno portugués.
Por cierto, el camarada que construyó estas dos emisoras, falleció cuando su vehículo se empotró contra un carro blindado que circulaba por la carretera de El Pardo a El Goloso en la noche y sin ningún tipo de luz. Cuando Bardem filmó la película Siete Días de Enero, la primera escena en la que un grupo de extrema-derecha cantan un triste Cara al Sol en un cementerio, alude precisamente al sepelio de este camarada que murió justo en días previos a la Semana Trágica.
A lo que vamos. Enzo se había integrado en la red construida en España por Della Chiaie y allí se llevó mejor con unos y peor con otros. Gino, Gino Cicuttini, era su más próximo colaborador en la época. Gino había entendido el primero lo que Enzo y Della Chiaie entendieron más tarde: que hacía falta una fuente de financiación porque las presuntas joyas de Romano Mussolini (o de quien fueran) hacía tiempo que se habían agotado. Y Gino era el “empleado” de la agencia de import-export puesta en pie por la “red” y que respondía al rimbombante nombre de “Import-Export Enterprise”, operativa desde unas oficinas del Barrio de Salamanca, si no recuerdo mal en la calle Hermosilla o en Núñez de Balboa. Pero, a pesar de los esfuerzos de Gino y del nombre más propio de una multinacional que de una empresa de pocas ventas, la iniciativa no terminaba de arrancar. El “producto estrella” era un antiexplosivo que mezclado con el crudo de las refinerías evitaba que pudieran detonar ante cualquier fallo en el procesado. Tenía gracia que gente que había manejado con cierta soltura todo tipo de explosivos –Gino y Enzo lo habían hecho–, ahora se dedicaran, como acto de contrición a comercializar justamente el antídoto. No es un producto que puedas vender en la sección de bricolaje de El corte Inglés. Los clientes eran pocos y el conocimiento del medio escaso. Así que Gino se desesperaba de día en día. Intentó importar también botellas de Chianti, luego infames lotes de raciones de alimentos militares que ofrecieron unos amigos chilenos; años después lo volveríamos a intentar con pescado; tras pedir una “muestra” de merluza a Argentina y tras un mes de espera, logramos localizarla en un depósito de Barajas por puro olfato. No había forma de cerrar ningún trato comercial. Lo nuestro, siempre lo supe, no era hacer dinero. Gino me decía en esa época: “Sólo nos queda intentarlo con preservativos”. No se llegó a tanto. De hecho, estoy seguro de que tampoco habría funcionado.
En ese momento, ignoraba que Gino Cicuttini era compañero de sumario de Vincenzo Vinciguerra, más conocido en el ambiente como “Enzo” y, “Enzino” sólo para los íntimos a causa de su estatura. Cicuttini de niño, jugando con un detonante procedente de la primera guerra mundial, se había saltado la mano. Lo queríamos mucho, lo suficiente como para bromear con él sobre la utilidad que le daba a su muñón cuando estaba con alguna chica. A Gino le gustaban “pequeñitas y nerviosas”. El exilio le fue amargando poco a poco. Su destino también fue trágico. En 1998, cuando todo esto le quedaba muy lejos, se había casado en España y las influencias del suegro eran suficientes para asegurarle una estancia aquí, Gino seguía intentando hacer su agosto con los antiexplosivos de refinería. Recibió una llamada de un tipo al que, finalmente, le interesaba el producto. En breves días iría a Tolosa del Languedoc y se podían encontrar, “por ejemplo, en Andorra”. La operación era segura. Pero en Andorra surgieron los problemas: el individuo en cuestión debía permanecer unos días más en Tolosa y le sugería a Gino que recorriera los 150 km que median desde Andorra. La ambición pudo más que el instinto de autoconservación y Gino pensó que, a fin de cuentas, ya nadie se acordaría de él. Llevaba dos décadas al margen de cualquier actividad política y se había olvidado que era un “latitante” que se movía con documentación falsa. Además en Francia no tenía la protección del suegro. Acudió a la cita, cenaron con el presunto cliente y al salir, la manzana del restaurante estaba rodeada por la policía. Gino Cicuttini acudió en 1998 a la cita con la cadena perpetua que tenía pendiente desde 1972. Él había sido la persona que telefoneó al puesto de carabineros de Gorizia, simulando un acento dialectal y señalando la ubicación de un vehículo abandonado. Entonces era miembro del MSI y el propio Giorgio Almirante, secretario general del partido, le hizo llegar 34.560 dólares americanos a través de un abogado para que se operara las cuerdas vocales y disimulara su voz.
Cicuttini había llegado a España poco después del atentado. Su vehículo, un Fiat 1500 azul marino, llegó a altas horas de la madrugada a Barcelona después de salir de Italia. En pocas horas recorrió toda la costa mediterránea francesa y no paró hasta llegar al Hotel La Rotonda de Barcelona, allí donde termina la calle Balmes y empieza la Avda. del Tibidabo. Allí descansó, se repuso y al día siguiente se puso en contacto con la red, con la mayor tranquilidad del mundo. No reparó en que la ficha realizada en el hotel, llegaría al día siguiente a la policía, en un momento en el que ya estaba en las listas de busca y captura de todo el mundo. Un policía falangista, afortunadamente, consiguió dar con la ficha y destruirla a tiempo. A mí me tocó esconder el coche en una granja cuyo propietario, cada seis meses me fue llamando regularmente para saber a qué atenerse con el vehículo hasta que finalmente, seis o siete años después, decidió venderlo a un desguace. Gino, a todo esto, no era Gino sino Carlo y de su apellido me enteré después. De su vida y milagros también lo ignoraba todo.
La discreción necesaria en la clandestinidad –y la red era clandestina a pesar de que Della Chiaie se hubiera entrevistado con Carrero Blanco y el Comandante Borghese con el propio Franco, por el que había combatido durante la guerra– hacía que nunca preguntáramos y que, solamente con el paso del tiempo, pudiéramos ir relacionando nombres, datos, situaciones, personas y episodios.
Enzo Vinciguerra había colocado una bomba en un vehículo. Era una bomba-trampa que debía matar a cuantos más carabinieri mejor. Tras la llamada de Gino, tres carabinieri divisaron el coche que mostraba dos agujeros en el parabrisas. Al intentar abrirlo saltó por los aires. Murieron tres funcionarios policiales y otros dos resultaron gravemente heridos. Esto le costó tres “ergastolos”, cadenas perpetuas a la italiana. Era un atentado absurdo, estúpido e irresponsable, ayer y hoy. Para colmo, inicialmente, el atentado fue cargado a espaldas de la extrema-izquierda y determinados servicios de inteligencia ejecutaron una campaña de “despiste” y crearon falsas líneas de investigación. En cuanto al explosivo C-4 utilizado había salido de un depósito clandestino de la red GLADIO, creada por la OTAN ante la eventualidad de una caída de Italia en la órbita de Moscú.
De todo esto, como digo, me fui enterando poco a poco y muchos años después. Entonces, en 1973 creíamos que era mejor no preguntar, escudándonos en que en la clandestinidad recomendaba ignorarlo todo. Sabíamos que algunos de los italianos que iban llegando tenían delitos de sangre, pero no queríamos saber de qué se trataba. No tengo el más mínimo inconveniente en reconocer que si Enzo hubiera llegado aquí con la etiqueta de lo que había hecho en Italia también lo habríamos acogido. No era relativismo moral, sino que entonces situábamos a la camaradería por encima de la moral. ¿Lo haría ahora mismo? No. Soy de los que opina que sólo lo justo es hermoso y que sólo vale la pena apoyar los proyectos con cara y ojos, no las locas aventuras. No se puede ir matando gente alegremente por ahí y mucho menos si son pobres diablos que bastante tienen con ganarse la vida de uniforme. El terrorismo tiene buen motivo para ser denostado por todo el mundo. No hay atentados “buenos” y atentados “malos”.
En un atentado absurdo, Enzo Vinciguerra había logrado de un solo golpe asesinar a tres personas (es decir, robarles la vida y, con ello todo lo que tenían), “cagar” como dicen en Argentina, la vida a los camaradas que le acompañaron en su loca aventura y, finalmente, destrozar la suya propia y, por supuesto, como guinda, no lograr ningún resultado político. Casi cuarenta años después de ese atentado, Vincenzo Vinciguerra sigue alardeando ante quien quiere escucharle de que fue el “único” atentado cometido por el neofascismo después de 1945 no inducido por los servicios de seguridad del Estado (algo, por lo demás discutible). Ni ayer ni hoy era como para vanagloriarse del episodio.
Enzo podía realizar esta afirmación con cierta seguridad. Su estancia en España a la sombra de Della Chiaie le sirvió para conocer datos a los que de otra manera, desde su oscuro papel de dirigente de un pequeño grupo neofascistas de provincias, jamás hubiera tenido acceso. A España llegaron en los años 1972-1976 decenas de exiliados italianos y fueron acogidos por lo que llamaremos “la red”. La red, en principio, no tenía prejuicios, los acogía a todos, con independencia del grupo al que pertenecieran o de lo que hubieran hecho. Una vez aquí, se hablaba con ellos, se les observaba, se recibía sus confidencias y se anotaban los detalles significativos. En ocasiones incluso se grababan las conversaciones. En la inmensa mayoría de los casos, siempre contaban lo mismo: “alguien” extraño, ajeno al neofascismo, les había dado armas y municiones, incitándoles a cometer tal o cual atentado. En España se tardó poco en trazar un mapa de los nombres, las descripciones y los personajes extraños –siempre los mismos– que inducían tales acciones. Enzo pudo conocer así la mayoría de estas situaciones y pronto se hizo una composición de lugar sobre la que, luego, construiría su coartada moral para justificar la llamada “masacre de Peteano” ideada y planificada por él.
Volví a ver en unas cuantas ocasiones en Madrid y Barcelona a Enzo. En 1975 perdí completamente el contacto. Seguía sin hacer preguntas, así que cuando veía a algún otro italiano exiliado evitaba conversar sobre temas escabrosos; era mejor hablar de pizzas y modalidades de pasta fresca. Hasta que en un día de junio de 1978 varios camaradas nos encontramos en París en una reunión que tendría múltiples secuelas, felices inicialmente, funestas –en lo personal– a medio plazo.
Estábamos cenando en la pizzería de unos amigos –el Príncipe Sixto, Ramón Graells que años después denunciaría mi presencia a la policía en Barcelona, su hoy ex esposa con la que sigo teniendo una estrecha amistad, Rafael Tormo, Alfredo Alemany, etc.– en plena avenida de Montparnasse y a mi lado estaba sentada Leda Minetti, esposa de Della Chiaie. No recuerdo a cuento de qué, Leda recordó algo que Enzo había protagonizado en Madrid; rompí la regla y pregunté: “¿Qué tal le va a Enzo?”. Leda me miró con una expresión de irreprimible tristeza: “¿Enzo? Ma non sai cosa ha suceso con Enzo”. Lo ignoraba y ella me lo contó: creí entender que Enzo había atravesado un mal momento personal y retornó a Italia; un buen día, harto de su situación de clandestinidad, se plantó ante un cuartel de carabinieri, se puso a despotricar contra ellos y a insultarles. Lo detuvieron. Lo juzgaron. Lo condenaron. Ahora habrá cumplido su trigésimo aniversario en prisión. Lo lamenté profundamente y perdí el apetito esa noche. En aquel momento, seguía sin saber exactamente cuáles eran los motivos que habían llevado a Vincenzo Vinciguerra a ser condenado a cadena perpetua. Y todavía pasó tiempo antes de que me enterase de su vinculación con la “masacre de Peteano”.
La siguiente vez que recuerdo oír hablar de Vinciguerra fue en la cárcel de Alcalá-Meco donde me había enviado un juez de la Audiencia Nacional –que un lustro después empezaría a aparecer en los períodos hasta llegar a ser decano de los “jueces estrella”, Baltasar Garzón–. En aquella ocasión, el entonces subinspector de la Brigada de Información, Alfonso Simón Viñao –y hoy eterno subinspector perdido en una comisaría de Navarra a donde fue a parar por las, digamos, peculiaridades, de su gestión– tras detenerme, hizo saber a su superior jerárquico que “habían detenido al Ernesto”, añadiendo que yo estaba implicado en los atentados de la Sinagoga de París y de la Estación de Bolonia, que estaban a punto de recuperar varias armas de guerra y que Stefano delle Chiaie también estaba a punto de ser detenido. La noticia llegó un martes al ministro del interior justo antes de que empezara el consejo de ministros.
Aquel tosco carlistón del que Felipe González era el primero en decir que debía su cargo sólo y nada más que a su “cara de represor”, José Barrionuevo, hacía solamente 90 días que había estrenado cargo y todavía se movía como un elefante en una cacharrería (y así siguió dando la cara por la X en el asunto de los GAL, en los desvíos de fondos públicos del ministerio del interior). Bastante torpón en el ejercicio de su cargo –es todavía el único ministro del interior español que ha acabado en la trena–, al enterarse de mi detención, Barrionuevo pensó en que tenía al alcance de la mano un “éxito internacional”. Total, yo era casi el único español vinculado a lo que entones se llamaban “tramas negras”, así que yo debía saberlo todo y lo cantaría todo. El Pais registró mi detención a grandes titulares y en primera página. Y en la senda de El País, todos los demás.
Una semana después de mi detención, el asunto se había deshinchado y Barrionuevo optó por tener el teléfono comunicando para quien le requiriera por ese asunto. Todo esto lo supe porque estando aún en Meco vino a verme el periodista de El País que había cubierto la información: “Tuvimos la sensación de que nos habían colado un gol”. Y me explicó las circunstancias en las que se generó la noticia, disculpándose por haber estado implicado en la fenomenal metida de pata. Claro está que la rectificación jamás se produjo y mi exculpación total sobre los crímenes de Bolonia y de la Sinagoga de París, no merecieron espacio alguno en la prensa. El periodista en cuestión era Carlos Yarnoz, que después pasó a cubrir la sección de “Temas militares”, muy animada en la época por el proceso de Campamento contra los considerados responsables del 23-F y más tarde fue subdirector de El País.
Ni aparecieron armas, ni Della Chiaie fue detenido, ni se esclareció nada sobre Bolonia, ni sobre el atentado a la sinagoga de París (del que la policía francesa desde el principio tenía la idea de que era un atentado palestino, consiguiendo detener casi 30 años después, al autor, efectivamente, un palestino). La única acusación que pesaba sobre mí era una manifestación intrascendente ante la sede de UCD en Barcelona. Era una manifestación ilegal y a eso se aferró la judicatura para empitonarme. Pero la noticia de mi detención había llegado a un juez italiano: Felice Casson, que vino hasta Meco para interrogarme.
Casson era un juez joven, el Garzón de aquellos pagos, sólo que con una vocación de estrellato infinitamente menor y que, en principio, parecía distar mucho de lo que nosotros llamábamos en la época jueces “profesionales del antifascismo” que, en Italia, por el solo hecho de ser detenido por “reconstrucción del partido fascista” empezaban a sumar años de prisión. Casson me dio la impresión de querer sinceramente averiguar qué estaba detrás del terrorismo que había matado en 10 años a más de 200 personas en Italia. No veía claro que todo fuera tan fácil como planteaba en aquellos días el cotidiano del Partido Comunista, Unitá, cosa de unos fascistas sin escrúpulos, así que decidió tirar de la manta.
La vida en la cárcel es aburrida y aunque en Meco teníamos una “comuna” compuesta por seis o siete camaradas, la falta de actividad hacía que cualquier posibilidad de hablar fuera bien recibida, incluso con un juez. Así que durante un par de horas, Felice Casson me estuvo tomando declaración. Cumplí la consigna: “todo lo que contribuya a aclarar la participación de los servicios de seguridad del Estado en la comisión de los atentados debe ser declarado sin restricciones, todo lo que contribuya a colgar acusaciones contra camaradas, sean quienes, sean, debe ser evitado”. Contesté a cuanto puede para salvar de responsabilidades a camaradas que habían sido injustamente acusados y me negué a responder a aquellas preguntas que pusieran en riesgo o permitieran ubicar a otros, con la muletilla “No estoy autorizado para contestar a esta cuestión”.
Fue en el curso de esa entrevista oí por primera vez el nombre de “Peteano”. Casson lo vinculaba a Vinciguerra, pero seguía sin saber que había ocurrido. Al acabar la toma de declaración elaboré un informe con todos los nombres que habían salido a relucir (Vinciguerra, Delle Chiaie, la banda Cavallini, el NAR de Roma, el NAR de Milán) y lo remití a mi mujer para que lo hiciera llegar a los camaradas.
Unos meses después me enteré de las dimensiones de la masacre de Peteano, pero yo en aquel momento, tenía que reconstruir mi vida y la de mi familia y no tenía mucho tiempo para pensar en eso ni juzgar el episodio. Debió ser en la primavera de 1984 cuando volé a Caracas con un conocido periodista italiano que volvió a hablarme de Enzo: “Se considera una especie de soldado político y ha tomado una posición acorde con esa imagen”. Su planteamiento en esa época sostenía que todos los atentados atribuidos al neofascismo en los años 60, 70 y 80, fueron instigados y frecuentemente cometidos por los servicios especiales del régimen, salvo uno: el que había cometido él. Su autoinculpación tenía como finalidad validar el resto de su declaración y obligar a la magistratura a investigar en esa dirección. En aquel Boeing que nos llevó de Lisboa a Bogotá y de Bogotá a Caracas, admiré la autoinmolación de Vincenzo Vinciguerra en el altar de la verdad histórica. El problema es que luego, en la calma del retorno, tras un mes en Centroamérica, examiné las cosas más de cerca.
Todos nos equivocamos, pero solamente las equivocaciones de algunos matan. Matar a tres jóvenes -carabineros o no- es absurdo, cruel e innecesario, se mire como se mire; es un crimen sin justificación posible. En la Italia de los años 70, las acciones de los NAR contra la extrema-izquierda o incluso contra medios de la judicatura podía explicarse por la saña con que activistas de ultraizquierda perseguían llave inglesa en mano a los considerados como neofascistas por el solo hecho de serlo. Asesinaron a muchos. Algunos se revelaron y mataron en represalia. No era aceptable pero había una razón. Se puede entender aunque sea más difícil compartirlo. Pero tres carabineros asesinados sin provocación previa, difícilmente se puede entender y desde luego hace falta ser contorsionista, equilibrista y acróbata para tratar de justificarlo.
Hay algo peor: querer justificar a posteriori lo hecho asumiendo la actitudes del soldado que mata al enemigo y la del soldado que no se arrepiente de lo hecho porque está en guerra y lo propio de la guerra es dar y recibir la muerte. Son los tópicos a los que se aferra cualquier terrorista de cualquier grupo. Enzo, todavía hoy, 40 años después del crimen, no sé que haya tenido ninguna palabra de respeto y conmiseración por los pobres chavales que mató en su estúpido atentado, ni por ellos ni por sus familias. Es tan fácil decir: “me equivoqué, lo siento y os pido perdón por el daño que os cause robándoos a vuestros seres queridos”. No había “guerra” más que en la mentalidad de Vincenzo Vinciguerra. El “enemigo” quizás era el Estado, pero no el carabinero que lo servía. ¿Puede haber algo más terrible que un “error” de este tipo? Sí, y Enzo lo cometió.
Un buen día alumbró la idea de que su atentado no era el único atentado que había evidenciado la voluntad de combatir al “sistema” sino que él era el único soldado político llamado a dar ejemplo a las jóvenes generaciones. Empezó a lanzar acusaciones sobre todos los camaradas sin ninguna excepción, por supuesto sobre los que habían pasado por el exilio, sobre los que estuvieron en la cárcel y ya habían salido. He leído todo lo que ha escrito en los últimos diez años cuando rompió los puentes con cualquiera de sus camaradas de otras luchas, con los que compartió exilio en España y militancia política organizada. En sus escritos hay muchos datos ciertos (en la Comisión de Encuesta sobre las Masacres de Estado hay muchos más datos e incluso en programas de TV hay información así mismo válida pero menos cargada de odio contra sus excamaradas), pero también mucho dato improvisado, deliberadamente falso, vertido con voluntad de desprestigio y resentimiento hacia quienes están ahora en la calle, no porque colaboraran con ningún “sistema”, sino porque extinguieron sus condenas, muchos de ellos hoy lamentan lo que hicieron y están “arrepentidos”. Cuando alguien se arrepiente tras haber cumplido su condena tiene mucho más valor que cuando el arrepentimiento es motivado por la posibilidad de acortar condena. El arrepentimiento y la disculpa no parecen entrar en los cálculos de Enzo Vinciguerra cuando entra en su 30º año de cárcel.
Pasó el tiempo. Un día en Madrid me encontré a un querido camarada italiano que pagó sus errores de juventud con años de cárcel y exilio, Gian Carlo Rognoni. En su momento Rognoni reconoció sus errores y pagó por ellos. Estaba en libertad y había reconstruido su vida. Es uno de los camaradas más responsables que he conocido y no me importan sus errores pasados. A fin de cuentas fue víctima de una provocación de agentes especiales de los servicios de inteligencia italianos. Enzo no tiene esa excusa: a él no lo provocaron, actuó de motu propio. Era un 20-N en Madrid, pero no, hace mucho que no voy a esos actos litúrgicos en recuerdo del régimen anterior, y me encontraba en Madrid por pura casualidad:
- Gian Carlo ¿qué le ha pasado a Enzo? ¿por qué escribe lo que escribe?, le pregunté.
Había muchas explicaciones y el odio especial vertido por Enzo contra Rognoni justificaba la más hostil de las respuestas, sin embargo, mMe dio la que menos esperaba:
- Sai, tutti noi aviamo conosciutto alguna volta nella nostra vita el sonrisso d’una donna. Enzo, invecce, no.
No añadió más. Hay gente que parece estar más cómoda dentro de la cárcel. En ocasiones, hay gente que no sabe vivir en libertad. Para algunos es más seguro ser “soldado prisionero” a “soldado en el frente”. Enzo huérfano de organización, Enzo sin grandes cosas que hacer en la calle, Enzo viendo como los demás camaradas que han pasado por el exilio y la cárcel se reinsertan en la vida normal, intentan reconstruir sus situaciones personales, en ocasiones heroicamente; Enzo día tras día durante 30 años en la cárcel, hace mucho que no ha conocido la sonrisa de una mujer. Apostaría a que no la ha conocido nunca. Venus ayuda a vivir, tanto como Marte ayuda a combatir. Pero una vida sin Venus y con Marte girado contra los propios camaradas a los que se odia por unos u otros motivos, es una vida desperdiciada, inútil e inservible. Enzo, hoy, sigue aferrándose a que su atentado está justificado como único clavo ardiendo que le da un sentido a su vida. El día en que concluya que allí se equivocó y que esa equivocación costó dos muertes, su vida carecerá de principio de razón suficiente.
La mayoría de camaradas de su edad hemos olvidado a Enzo. Por experiencia sabemos que la vida en la cárcel es dura y preferimos no recordarle en cuáles de sus escritos la información está sesgada, deformada voluntariamente o es, pura y simplemente una mentira ideada a su conveniencia para reforzar la imagen que quiere dar de sí mismo: la de soldado político inmolado en el altar de la verdad revolucionaria. Un contacto superficial con sus escritos evidencia que destilan más resentimiento que otra cosa.
Todo esto viene a cuento de que en la misma noche que me encontré a Rognoni me presentaron a un tipo extraño y a otro que iba con él y que me dio la impresión de ser el “Igor” que sempiternamente acompaña al doctor Frankenstein. Me “exigían” “abrir un debate sobre el neofascismo” (como si, a estas alturas, uno no tuviera mejores cosas que hacer) y discutir los escritos de Vinciguerra. No me sentía con ganas de reconstruir lo inextricable, cuando, como digo, el primer principio de la clandestinidad, es no preguntar, no hablar, no difundir, ni mucho menos comadrear. Por lo demás, no era yo la persona más adecuada para desentrañar algo que había vivido no como protagonista, sino siempre como actor secundario. Evité añadirles lo obvio, que para “abrir un debate” hace falta tener alguna talla y traducir los escritos de Vinciguerra no era precisamente una garantía de que su aportación en un debate fuera lo que se dice rica-rica. Así que decliné la oferta.
Poco después, estos empezaron a darme un curioso calificativo, al parecer, ideado por el pobre Enzo: “neofascista de servicio de la OTAN” (o algo parecido). Como toda secta –y Enzo ha terminado siendo el gurú de una pequeña sectilla de “admiradores” que han convertido el crimen de Peteano en una especie de pivote de la historia reciente de Italia– crearon su propia jerga. Y heme aquí convertido en “neofascista de servicio de la OTAN” sea lo que sea lo que ese agregado fonético quiera decir.
No me acordaría de este individuo –que luego resultó llamarse Bertrán- ni de su “Igor” particular, de no ser porque, de tanto en tanto, ellos sí parecen acordarse de mí. La última vez hará unos días.
No puedo evitar ser una catástrofe en materia de informática. Un amigo y camarada de Madrid me instó a que, después de cinco o seis años de ausencia, me diera un garbeo por el foro Disidencias, uno de los primeros foros de cierta extrema derecha evolucionada que apareció hacia finales de los 90 en Internet y que todavía subsiste. Así lo hice. Tardé exactamente cinco minutos en meter la pata y confundir el correo personal de mi amigo con una aportación suya en el foro en el que me acababa de dar de alta. Le di al reply y lo que era personal pasó a ser público. Y eso tuvo consecuencias lamentables.
La nota enviada hacía referencia a mi toma de posición personal en el conflicto de Gaza. Esta posición era simple y se basaba en dos principios: una derivación del teorema de Gödel sobre la incompletitud y en la llamada lógica borrosa. Por lo primero, cuando en un sistema se van añadiendo elementos que hacen que el sistema no tenga solución, el problema no puede resolverse dentro del sistema, sino que hay que salir de él para resolverlo. Las causas del conflicto palestino son tan extremadamente complejas que, simplemente, no hay salida. Reconocerlo es obligado. La lógica borrosa, a su vez, recusa la matemática booleana basada en el par 0-1, blanco-negro, abierto-cerrado, y nos dice que hay una amplia gama de grises y de estados intermedios entre cada par. Eso, llevado al conflicto palestino implica que es imposible tomar partido por algo que ni es blanco ni negro. Resumiendo y abreviando: si un problema no tiene solución, mantente alejado de él.
Esta actitud rompía con la tradicional “amistad con los árabes” practicada por la extrema-derecha española, pero tenía el defecto de generar un pequeño caos en un mundo pequeñito y ordenado que, sistemáticamente, se solidarizaba con los palestinos como una forma de enmascarar el “tradicional odio a los sionistas”, igualmente propio de la extrema-derecha española. Lo que se les planteaba era: “cuidado que en el tema palestino nadie tiene razón porque la “ley del Talión” contra el “espíritu de la Yihad” dan malas combinaciones… y a nosotros, desde Europa, muchachos, ni nos va ni nos viene”. Además –añadía– es tarea propia de un funambulista manifestarse por la mañana contra la inmigración masiva y por la tarde volver a manifestarse acompañado de miles de inmigrantes magrebíes en protesta contra el sionismo. Peor es, desde luego, tratar a Zapatero de berzotas y a la izquierda-caviar (lo que en tiempos de Carrillo eran “las fuerzas de la cultura”) de titireteros a sueldo y al día siguiente ir detrás de la pancarta que portan todos ellos juntos en unión.
Algunos chicos reaccionaron mal, especialmente los que más partido habían tomado por la “causa palestina” y por la “revolución islámica”, esos mismos que a una hora se fotografiaban con el pañuelo palestino y a la siguiente con las obras completas del pobre Enzo. Reconozco que me porté mal y así me lo afearon algunos amigos: les había roto su pequeño mundo perfecto en el que todo encajaba; les había recordado que el Irán de hoy es tan “solidarizable” como cualquier potencia emergente a la que le sobran algunos dólares e invierte en armamento con la intención de convertirse en potencia regional. ¿Quién era yo para recordarles a estas almas de cántaro que las cuatro características del gobierno de los ayatolahs son: aburrimiento, oscurantismo, corrupción y toxicomanías? Su pequeño mundo dañado y ellos con estos pelos y sin muchos argumentos. No me extraña que no me lo perdonaran y que intentaran matar al mensajero. A partir de ese momento, dejé para ellos de ser solamente un “neofascista de servicio” para ser un “prosionista”. A Enzo, al menos lo aprecié, de estos ni me acordaba.
En 1979 toda la extrema-derecha estaba a favor de la revolución islámica. Tenía dos “activos”: satisfacía el antisemitismo recurrente propio de ese sector y le daba un lustre nuevo; de otro lado, los ayatolahs eran antiamericanos en un tiempo en el que se vivían todavía las consecuencias del último conflicto mundial y Europa estaba dividida en dos zonas de influencias en las que los que menos influenciaban eran los europeos. Así que todo lo que debilitara ese statu quo nos parecía bueno. Jhomeini por tanto, era bueno. Antes nos había dado por apoyar a Ghadafi. Y antes que a Ghadafi a Nasser y, antes Mosadegh y antes aún al Gran Muftí de Jerusalén y así sucesivamente. A veces dudo de por quién hubiera tomado partido este excéntrica extrema-derecha española de hoy en el siglo XI, si por el Cid o por Almanzor.
Para colmo, René Guénon, el metafísico que gozaba de cierto predicamento en determinadas áreas sofisticadas de la ultraderecha, había sentenciado –y quienes seguían a Guénon lo tenían como infalible– que el Islam era una “vía” para llegar a la tradición. Puestos a decir, Guénon decía también que la masonería era otra vía. En su juventud pensó que por la parte del ocultismo también había “vía” (de hecho, siempre le quedó el pelo de la dehesa ocultista) y, finalmente, volvió a decir que el catolicismo era una “vía” más (justo cuando vendía artículos a la revista católica Regnabit). Guénon terminó haciéndose musulmán, consecuente con una de las muchas “vías” (muertas, todas) que había recomendado a quien quisiera oirlo para “vivir la tradición”.
Guénon hizo estragos en la extrema-derecha europea. Como, por lo demás, hubo musulmanes al lado del ejército hitleriano en la II Guerra Mundial, y daba la sensación de que el Islam era lo más opuesto a Marx, muchos buenos bebedores de grappa y chianti, de moriles y sangría, impenitentes comedores de prosciuto y longaniza, de un día para otro, se apuntaron al Islam y no sentían el menor empacho en poner arrojarse al suelo con sus nalgas y su frente alineadas con La Meca; incluso en cárcel utilizaban brújula para orientarse hacia dónde orar. A estos les cabía el título de “perdidos”. Eran las legiones perdidas de René Guénon.
Yves Bataille me dijo un día hacia 1969, cuando yo me consideraba remotamente católico: “No me gustan los curas. Ni católicos, ni mulahs”. No es que no nos gustaran, es que no eran los más adecuados para dirigir una nación. Me volvió a reiterar la frase en París en 1980.
Hubo en la época situaciones curiosas: en 1978, el jefe de la SAVAK iraní se entrevistó con exponentes de la extrema-derecha en un intento de estimular manifestaciones de apoyo al gobierno del Sha. Luego lo fusilaron. En España habló con Blas Piñar y con los que luego se escindirían dando vida al Frente de la Juventud, Juan Ignacio Rodríguez González y Pepe las Heras. A parte de estos contactos y algunos personales que tendría años después con la propia hija del Sha, a la que conocí en Palma de Mallorca, cuando ella había emprendido la peligrosa senda de la droga que le llevaría a la tumba (tan encantadora como delgada, aquella chica llamaba la atención donde iba: apenas comía, pero siempre pedía una taza de agua caliente como única consumición, a la que ni siquiera teñía con una bolsita de té), la verdad, es que unánimemente, entre 1977 y 1986, la mayor parte de formaciones de la extrema-derecha europea apoyó a los islamistas por razones políticas, ideológicas o por compartir su antisemitismo. En 1987 algunos dijimos, basta.
Enzo era de los que apoyaron a Gadaffi. Supo transmitir a los alegres muchachos que leían sus elucubraciones escritas desde la celda, esta admiración, hasta hacer de ellos individuos inclasificables, exóticos y con un punto freaky que ya habrá tiempo de ir ilustrando. Los guenonianos llegaron al mismo grado de freakysmo y en sus filas se multiplicaron las conversiones al islam. Europa, que había tardado 2000 años en superar su “pasada por el cristianismo”, veía como algunos de sus hijos dejaban la “segunda religión del Libro” para adherirse a la “tercera”. Y aunque parezca, esta fiebre pasajera alcanzó a los medios de la extrema derecha española. Un grupo de falangistas canarios, especializados en marginalidades varias, se adhirieron al islam, cedadianos gallegos y granaínos hicieron otro tanto. Y en su momento multiplicaremos los ejemplos que, desde luego, no faltan.
Todo eso estaba muy bien, cuando la imagen personalizada que se tenía de un islamista era aquel personaje ilustrado de la embajada de cualquier país árabe o cualquier estudiante árabe más occidentalizado que islamizado. El problema vino cuando a partir de 1996 empezaron a llegar oleadas de magrebís a las mezquitas hasta entonces frecuentadas solamente por una élite intelectual europea (en la que figuraban no pocos izquierdas que, puestos a renovarse, habían cambiado el Capital por el Corán). Los Centros Islámicos, empezaron a verse desbordadas por legiones de menesterosos para los que la religión no pasaba de ser un formalismo en el comportamiento y, en lugar de la sofisticada metafísica sufí que tanto atraía a los europeos, apenas traían en sus maletas unas pocas supersiticiones, voluntad de coleccionar cuatro esposas y la idea de que Al-Andalus era tierra sagrada del Islam usurpada por cruzados e infieles. El drama de los islamistas europeos empezó entonces. Y en eso están.
Enzo no les puede aportar mucho. Realmente, éste tema no le interesa mucho. Le queda fuera de su abanico de justificaciones a posteriori para salvar la cara en la “masacre de Peteano”. No hay forma, Enzo, desengáñate, aquello fue un error y algo peor que un error, fue un crimen estúpido que no sirvió para nada más que para destrozarte la vida, destrozársela a tus camaradas que te siguieron entonces y que hoy siguen distribuidos en distintas cárceles y, sobre todo, para destrozar a unos carabinieri que seguramente no habían destacado ni en tareas represivas, ni en menesteres odiosos. Sería mejor que les explicaras a los pobres chavales que creen que todos somos “neofascistas de servicio de la OTAN” que metiste la pata hasta el remo y que a casi 40 años de distancia, destilas más resentimiento que camaradería y más obcecación que realismo.
Ayer volví a pensar en Enzo, en el tal Beltrán y su “Igor” que creen a pie juntillas todo lo que dice este “soldado político” especializado en las trincheras carcelarias, pero ya muy alejado de la realidad política de su país. Por eso he empezado estas “ultramemorias” aludiendo al pobre Enzo, cuyo destino es trágico y cuyo ejemplo, casi macabro.
* * *
¿Y Bernardo? Lo de Bernardo fue terrible. Cuando regresó el President de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas, Bernardo rompió él solito y sin ayuda de nadie el cordón de protección, arrojándose sobre el Mercedes blindado con la extraña intención de agredirlo (al coche y a su ilustre pasajero). No causó ni una pequeña abolladura, pero al día siguiente salía fotografiado en todos los medios de comunicación catalanes: “Intento de agresión a Tarradellas”. No se partió el puño contra la chapa blindada de puro milagro. Entonces trabajaba en la Pegaso. Sus compañeros de Comisiones Obreras que lo odiaban regularmente vieron su foto y ellos mismos desvelaron a la policía de quien se trataba.
Bernardo era conocido en el ambiente falangista barcelonés de los sesenta y setenta. El 29 de octubre de 1968, al salir del Palau de la Música tras el acto de aniversario del discurso de José Antonio en el Teatro de la Comedia, volcamos el coche del gobernador civil, Tomás Garicano Goñi (que luego sería ministro del interior). Aquello tuvo gracia y el pobre gobernador no lo debió pasar muy bien. El coche oficial fue zarandeado al ritmo de “goñi-goñi”, con el gobernador dentro, hasta volcarlo. Tuvo que salir de allí como se sale de un submarino: por la puerta convertida en escotilla. Los grises a caballo cargaron y en la siguiente hora y media se sucedieron incidentes y choques extremadamente violentos entre el Palau de la Musica y la Plaza de Urquinaona. Mientras que la izquierda ha practicado siempre el victimismo, en la extrema-derecha se cultiva la agresividad como fruta del tiempo. Si le habías arrancado un galón o te llevabas un gorra de plato de un gris, eran un “gran militante”. En la izquierda, en cambio, los méritos se contaban por los lamentos exhalados y las marcas de la goma de los guardia en la espalda. Dos sectores, dos visiones.
Siempre que había este tipo de incidentes, por algún motivo, nos acordábamos de que en Urquinaona se encontraba el consulado británico, así que nos lo ponían a huevo; el grito de “Gibraltar Español” era el que se terciaba en esas citas anuales en el Palau o en el monumento a José Antonio de la entonces avenida de la Infanta Carlota. En aquella ocasión estábamos decididos a asaltar el consulado en el raptus adrenalínico que siguió al volcado del coche del gobernador. Lamentablemente, el edificio en el interior del que se encuentra el consulado es un laberinto de escaleras y puertas, así que los pocos que conseguimos entrar nos perdimos. Bernardo fue el primer que encontró la puerta del consulado. No se le ocurrió nada mejor que llamar a la puerta vestido de camisa azul mahón; los policías que estaban dentro lo arrastraron al interior y lo esposaron. Alguien se dio cuenta y al cabo de unos minutos unos trescientos falangistas gritaban en fenomenal cadencia “¡¡Queremos a Bernardo, queremos a Bernardo!!” por toda consigna. Lo soltaron al cabo de unos días, cuando todavía no era un claustrofóbico consumado. A raíz de la agresión al coche de Tarradellas, en cambio, no le pudieron encerrar en la mazmorra fría por prescripción facultativa.
Dentro del consulado inglés, Bernardo, la había armado. Siguió gritando y forcejeando hasta que se le fisuró un pulmón. Al menos así me lo conto después, reforzando la que luego se convertiría en su proverbial hipocondría que ya por entonces despuntaba. Le volvió a pasar algo parecido cuando a principios de los años 8, montó él solito y por iniciativa propia La Voz de la España Nacional, una radio de FM en el local del Círculo Cultural Eugenio d’Ors. Desde allí retransmitía programas incendiarios contra el nuevo régimen hacía poco inaugurado en España, hasta el día en que lo localizaron y Bernardo tuvo sus 5 últimos minutos de fama radiofónica narrando en directo su nueva detención.
Con Bernardo era imposible hacer política; de hecho me enseñó por vía del ejemplo, que con algunos camaradas podías irte de copas, de putas o de fiesta, pero hacer política jamás. Quizás al acabar estas notas los lectores entiendan porque la extrema-derecha nunca ha logrado en España el impacto que sus partidos hermanos han tenido desde Narvik a Sicilia y desde Bucarest hasta el East End londinense. Aquí todo es diferente, al menos en lo que a la ultra se refiere. No se imaginan hasta qué punto. Bernardo era tan falangista como su suegro. En 1974 empezaba a tener claro que era imposible hacer política con los falangistas. En las décadas siguientes me convencí hasta la saciedad a base de tratar a distintas promociones de falangistas. De hecho, con toda la extrema-derecha era imposible realizar una intervención efectiva en el terreno político. Y el que hoy, el tal Beltrán y su “Igor”, loen, glosen y alaben el atentado cometido por Enzo Vinciguerra con resultado de tres muertes y dos heridos graves, es una muestra de que contra más evolucionada es una forma de extrema-derecha es todavía peor. Con Bernardo, al menos, reías con él. De estos te tienes forzosamente que reír de ellos. Si te los tomaras en serio lo más piadoso sería recomendarles un buen psiquiatra.
* * *
Estas ultramemorias son el hijo directo de algo que siempre he observado en los ambientes de extrema-derecha y que me ha inducido a preguntarme: ¿por qué algunos individuos aceptan encasillarse en el freakysmo para defender sus ideales? Anticipo la respuesta: por qué no son ideas lo que defienden, sino “hobbys”.
Algunos leen lo escrito en la celda por el pobre Enzo como otros se saben de memoria la edad de Argorn, la estatura de un hobbit y su talla de pie tras años dedicados a estudiar El Señor de los Anillos o el nombre de cualquier cliente de la taberna galáctica de la Guerra de las Galaxias. El acopio de saber obsesivo e inútil es la característica propia del freaky. Si para colmo, las actitudes morales son ambiguas y la sintonía con Enzo (y que como los muchos Enzos que he conocido, Ynestrillas sería el equivalente étnico-racial, también él justifica con una sorprendente racionalidad la justificación a sus comportamientos irracionales) deriva de haber tenido el aplomo y la frialdad para matar a tres carabinieri, lo simpático que puede existir en el fondo de todo freakismo se transforma en estupor primero, náusea después y, finalmente, en repugnancia. Si algo he aprendido en 40 años de frecuentar a la “ultra” es que la estupidez nunca es aceptable, ni se puede ser condescendiente con la estupidez.
Estas ultramemorias, en buena medida, son una denuncia contra la estupidez humana y sus múltiples rostros. Elsa Maxwell dijo aquello de que había “conocido al gran mundo”. En mi modestia, les aseguro que puedo confesar que he visto de cerca la estupidez humana a través de un espacio político en el que rigen temperaturas extremas. En efecto, en la ultraderecha te puedes encontrar a lo mejor y a lo peor; lo mediocre, en cambio, es más reducido que en otros sectores sociales.
Lo verán a través de mis ojos en las páginas que siguen.
Ernesto Milà.
Santander, 11 de enero de 2009
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