El Club de la Lucha (II de II). Nada nuevo bajo el sol
Infokrisis.- Quizás será por el gripazo que nos tiene todavía atenazado y que ha imposibilitado el que nuestro celebro funcionara normalmente este fin de semana, pero al terminar estos comentarios sobre El Club de la Lucha, no hemos quedado plenamente satisfechos. Hay algo en esta película que creemos que todavía se nos escapa, por lo tanto no puede extrañar que en los próximos días lo modifiquemos. El hecho de que precisamente nuestra hija esté en estos mismos días preparando un trabajo sobre esta película, centrándose especialmente en el desdoblamiento de personalidad, nos obligarán, sin duda, a completar y rectificar estas notas, en cualquier caos, provisionales.
3. El primer tercio de El Club de la Lucha: nada nuevo bajo el sol
Aparentemente, la interpretación de la película es bastante simple y puede llegarse a ella a través de una serie de escenas clave dispersas a lo largo de los 138 minutos de proyección. Edward Norton, el narrador, “Jack” es un probo empleado de seguros con unos ideales cool a la altura de su trabajo: unos calzoncillos de marca, muebles suecos, el último equipo de hi-fi, etc. Nota que falta algo en su vida y, lo que es peor, es insomne. Solamente recuperará la capacidad del descanso cuando se convierta en adicto a los grupos de autoayuda. Abrazado “Bob Paulson” (interpretado por Meat Loaf), un gigantón, al que le han extirpado los testículos y el tratamiento le ha causado un aumento desmesurada en el volumen de sus mamas, ambos lloran desconsoladamente, y ese llanto parece tener un efecto catárquico y liberador que, a partir de ese momento puede dormir de nuevo. No importa que simule sus dolencias para poder integrarse en los múltiples grupos de autoayuda. Sin darse cuenta se ha convertido en adicto a estas sesiones: “Si no decía nada, todos presuponían los peor, cuanto más lloraban ellos, más lloraba yo”. “Jack” busca la calidez humana que echa en falta en su vida convencional y a encuentra en estos grupos terapéuticos de autoayuda.
En esta primera parte, el director y el guionista se toman mucho cuidado en caricaturizar la vida de “Jack”: todo en ella es falsedad e “imagen” (contracción voluntaria de nuestra personalidad que, en el mejor de los casos, es un reflejo de la misma y en el peor una pura construcción ficticia). La vida social, en gran medida, es una mentira, todos vivimos más o menos con algunas mentiras en torno nuestro. Esas mentiras sirven en la medida en que son tranquilizadoras y contribuyen a crear un “entorno amigable” para la vida: son puntos de referencia, nuestros y de los que nos observan, para poder situarnos en el mapa de la sociedad, medirnos, clasificarnos y archivarnos como amigos o como enemigos. En una película de Alberto Sordi, éste asiste a un funeral pero, a pesar de sus esfuerzos, no logra llorar por el difunto. Bruscamente, se imagina que él es el muerto y entonces le asalta el más desconsolado de los sollozos. Una mentira imaginada ha hecho que actúe como espera que lo haga alguien que acude a un velatorio. De no haberlo logrado, se habría convertido en foto de maledicencias: Sordi optó por salvaguardar su imagen.
Al mismo tiempo esas mentiras constituyen la cobertura más habitual al nihilismo. El consumo ayuda a evitar el recordatorio de que el hombre es un “ser para la muerte”. Todos los usos sociales, todas las convenciones, todas las falsas esperanzas (consumo, religión, política, hobbys, modas) tiene como objetivo ofrecernos clavos a los que asirnos para evitar descubrir el sinsentido de la vida. Se puede perder la fe, pero queda el consumo, entonces aparece una nueva fe; se puede eludir el hecho nada tranquilizador de que cada día que pasa es uno más de nuestra vida, pero siempre queda dar un sentido a la vida, trabajando para consumir. Así se cubren los tiempos muertos en donde podría asaltarnos la certidumbre de que en este valle de lágrimas, palmamos todos. Hablar sobre el último Tommy Hilfigher nos evita discurrir sobre el futuro. Atribuir algún valor superior a los Calvin Klein sobre los antiguos calzoncillos de felpa hasta los tobillos, nos mantiene entretenidos. El nihilismo que siempre planea en torno nuestro, parece diluir toda su carga intranquilizadora siempre que nuestra vida circule lo suficientemente rápida como para que la irrupción del nihilismo quede taponada en cada momento.
Por eso “Jack” duerme: las desgracias de otros, experimentadas en los grupos de autoayuda, sus catarsis liberadoras le ayudan a sobrevivir hasta que conoce a dos personas que cambiarán su vida. Una de ellas es “Marla Singer” (interpretada por Helena Bonham Carter, actriz a la que los papeles de colgada y toxicómana le van como un guante). “Marla” y “Jack” se cruzan en muchos grupos de autoayuda, ella también es una adicta. Bruscamente, el efecto benéfico de estas catarsis se disipa en “Jack”: sabe que hay otra persona en el grupo que miente como él y que, a su vez sabe, que él también está mintiendo. A partir de ese momento, la relación entre amos será tormentosa y hostil: “si tuviera un tumor lo llamaría Marla”, llega a decir “Jack” en un momento dado de la película.
Pero en el curso de uno de los muchos desplazamientos, “Jack” conoce a un tipo excepcional “Tyler Durden”. “Tyler” es el anti “Jack”. Allí donde éste es trabajador, comedido, educado, cuidadoso con su imagen, “Tyler” es un completo desmadrado, trabaja –fabricando jabón- para vivir y reside en un destartalado inmueble en una zona abandonada, próximo a una zona de residuos tóxicos. Desde el primer momento, “Tyler” señala cuál es el problema de la modernidad: el consumo. Consumir genera en el consumidor una fuga de sí mismo. Deja de ser él, para identificarse con el objeto consumido. Se aliena, en una palabra.
A llegar a su primoroso apartamento, “Jack” encuentra que se ha producido una explosión. Los bomberos están interviniendo y su mobiliario yace esparcido y quemado en las calles. Bruscamente lo ha perdido todo y no todo está cubierto por el seguro. Se encuentra en la calle y decide llamar al único teléfono que tiene en ese momento: el de “Tyler”. Irá a vivir con él y se establecerá en una cochambrosa habitación de su inmueble. Pero ocurrirá algo más.
Al salir del bar donde se han encontrado, “Tyler” le pide a “Jack” que lo golpee. Acaba de nacer el “club de la lucha” que da nombre a la película.
Hasta aquí hay que reconocer que lo insólito de los personajes y las situaciones aportar poco: no es la primera vez que se realiza una crítica a la sociedad de consumo, ni que los grupos de autoayuda aparecen como lo que son, coberturas al nihilismo. Ciertamente, el modo en que el relato o la película describen estos escenarios es original, pero no hay nada que no haya sido ya denunciado desde los años 50 por los beatnicks, de los que la contestación de los 60 fue su heredero universal y, a su vez, el movimiento de la new age, con todas sus historias orientales de chakras, meditaciones interiorizadas y concentración sobre mandalas, o terapias de autoayuda.
Ciertamente, a las generaciones que no han leído ni a Kerouac, ni a Ferlinghetti, ni a Ginsberg o a Borrourghs, a los que no les ha caído entre las manos el último escrito situacionista o el último documento con pretensiones intelectuales de la contestación de los años 60, toda esta crítica al consumismo y a la alienación derivada puede parecerles “rompedor”, pero, en realidad, llueve sobre mojado. Para la Generación X, toda esta temática puede parecer nueva, pero para los amantes de la literatura o para los que tenemos edad suficiente para recordar que nuestra vida intelectual empezó a mediados de los 60 y, ya por entonces leímos las obras de la Beat Generation, sigue sin haber nada nuevo bajo el sol. Cuando Palahniuck hace decir a “Tyler”: “La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida. Crecimos con la televisión que nos hizo creer que algún día seriamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock, pero no lo seremos y poco a poco nos hemos dado cuenta y estamos, muy, muy cabreados”, tiene toda la razón pero no ha dicho algo que no estuviera escrito a fuego en toda la obra de la beat generation. Y cuando unos minutos después, insiste: “Lo que posees acabará poseyéndote”, parece que esté repitiendo el estribillo utilizado por Allen Ginsberg en su Aullido. Así mismo, el consejo de “Tyler” a “Jack”, “Deslízate”, no es más que el paradigma de En el camino escrito por Kerouac medio siglo antes.
Los escritores de la Generación X se han beneficiado de la mala memoria del público y del deseo de las empresas editoriales de ofrecer algo nuevo en cada instante. No es que la literatura beat sea exactamente igual a la de la Generación X (de hecho, es muy superior), es que mientras para éstos la creación literaria es un mero ejercicio de lo aprendido en un “taller de escritura”, independientemente de su vida personal, la producción de la Beat Generation era el reflejo de su propia vida. No es que escribieran sobre drogados y toxicómanos, es que ellos mismos lo eran, no es que describieran vidas permanentemente “en el camino” (y frecuentemente abandonadas en la cuneta del camino), es que todos ellos estaban realizando ese tránsito. Escribían sobre lo que vivían, a diferencia de la Generación X que realiza una crítica al consumismo, desde el consumismo mismo. Difícilmente la Generación X podría aportar algo a la crítica al consumismo y a la modernidad, cuando ellos mismos, sin excepción posible, son un subproducto de ese mismo consumismo.
En realidad, si se trata de novedades literarias, la Generación X no ha aportado nada excepcional. Los años 80 estuvieron marcados por otra subcultura que aportó bastante más: el cyberpunk que encuentra en el relato Neuromante de Willian Gibson, Premio Nébula, su mayor expresión y en películas casi olvidadas (El Cortador de Césped, especialmente, pero también la menos ambiciosa Jhonny Mnemonic o al primer producto ya lejano Videódromo) una expresión mucho más original y acorde con el tiempo de las redes y la fibra óptica. Al menos el cyberpunk supo conjugar “alta tecnología con bajo nivel de vida”, algo que es hoy el paradigma de nuestra época. La Generación X, en cambio, se limita a cambiar el televisor Vanguard de tubo catódico por el Calvin Klein o la I-phone, y las primeras neveras de compresor en la que ya habían reparado los beatnicks por las videoconsolas, el I-pod. Pero, sustancialmente, no hay ningún cambio radical por haber dejado atrás la bencedrina y funcionar a base de Prozac.
Si la tecnología del chip es la verdadera innovación de nuestro tiempo, el cyberpunk ha estado mucho más pendiente de ella que la Generación X que, cuando realiza incursiones, demuestra su más supina ignorancia tecnológica. El propio Palahniuck, en sus novelas, consciente de que la informática es el signo de los tiempos, introduce algunos elementos que pasan desapercibidos y extrapola datos científicos… que luego resultan ser falsos (como la fórmula para la fabricación de la dinamita con la que vuela la casa de “Jack”.
El elemento realmente nuevo aparece hacia el final del primer tercio de la película con esta primera pelea a la salida de un sórdido bar de barriada. Aquí estamos ya en otro nivel.
4. La lucha: entre la homofilia y la sensación de vivir
No parece probable que Palahniuk haya leído a Drieu la Rochele y en concreto su “Fuego Fatuo”. Podría haber visto la película filmada por Louis Malle en 1963, pero parece improbable, es una película que apenas se proyectó en EEUU y demasiado “difícil” para el público de aquel país. Por lo demás, la película es sólo relativamente fiel a la novela. Se trata de uno de los escritos más decadentes de Drieu. Escrita en 1931 apenas supera las 150 páginas y fue traducida al castellano con cincuenta años de retraso. Drieu describe las últimas jornadas de un suicida, “Alain”. Se ha dicho que la figura de “Alain” estaba inspirada en dos suicidas del dadaísmo (Jacques Rigaut, Arthur Cravan, Julien Torma, Jacques Vaché, etc.).
“Alain” está harto de chocar con personas. Se ha vuelto incapaz de experimentar sensaciones. No se siente vivo. En la última escena, naturalmente, “Alain” se suicida, sin embargo, el guionista dejó escapar la última frase de la novela de Drieu que da sentido a las 149 páginas anteriores: “Una pistola, de acero, un objeto: chocar finalmente con un objeto”. Luego sigue el estampido en la sien.
En El Club de la Lucha, “Jack” vive una situación inversa: tras conversar con “Tyler” advierte que su vida está repleta de objetos cool. Necesita algo más para vivir: calor humano. Creen encontrarlo en los grupos de ayuda, pero la presencia de “Marla” refleja su propia mentira. Luego, la primera pelea con “Tyler” le lleva al choque primario con otros como él. Sería inútil negar que en las descripciones que Palanhiuck da de los combate y del entorno en el que se producen, existe un trasfondo homófilo. Las propias reglas de club de la lucha insisten en que debe lucharse con el torno desnudo y descalzo. Las descripciones del olor a sudor y a cuerpos que destilan humanidad, los hombres revolcándose unos sobre otros, los rostros tumefactos y ensangrentados, parecen extraídos de un cómic gay sadomasoquista en el que Palanhiuck delata demasiado a las claras sus preferencias sexuales.
Contrariamente al “Alain” de Drieu que se siente vivo solamente cuando sus manos empuñan la Luger con la que se suicidará, los miembros del Club de la Lucha se saben vivos porque sangran, sudan, deben recibir puntos en las cejas o en los pómulos, al día siguiente están tumefactos, pero mientras ha durado la lucha, la exaltación del combate, del ruido seco de los puñetazos, se han sentido vivos. A fin de cuentas, los objetos y la lucha por construir una “imagen” les había desprovisto de naturalidad. El primitivismo de un combate les devuelve la sensación de vivir.
Pronto, las peleas son ritualizadas y “Tyler” crea un “código”: son las reglas del Club de la Lucha, sencillas, simples, directas, como el Credo de la Legión o el código de los marines, como las creencias del samurái, posibles de sintetizarse en unas pocas líneas, suficientes para dar un sentido a la vida. En torno al código va creciendo la “secta”. Pronto, afluyen decenas de hombres al club que aparece al inicio del último tercio de la película como una sociedad secreta de amplio seguimiento: mecánicos, camareros, guardias de seguridad, oficinistas, policías y ejecutivos se han ido uniendo al club en las grandes ciudades de los EEUU. Todos consideran a “Tyler Durdan” una figura mítica. “Jack” a todo esto, empieza a albergar cierto resquemor hacia “Tyler”.
“Tyler”, empieza a actuar por iniciativa propia y sin consultarle. Antes, se ha hecho amante de “Marla”. Ninguna de las dos cosas son del agrado de “Jack”. Pero “Tyler” ha elaborado un proyecto en el que aspirará a dar un salto cualitativo a las actividades del club. Ya no se tratará solamente de recordar que se está vivo, sino de atacar a la sociedad. Es el “Proyecto Mayhden”. Inicialmente solo se trata de bromas, casi de happenings y performarnces, pero más adelante se pasa a los atentados terroristas. En uno de ellos, muere de un disparo “Bob”, el culturista anabolizado al que le amputaron los testítulos y que “Jack” ha conocido en los grupos de autoayuda. “Bob” se había ido a vivir en la destartalada mansión de “Tyler” convertida en el centro de la sociedad secreta.
Para ser admitido en ella hay que estar aguardando durante tres días a la puerta, soportando los improperios, las negativas y los desplantes de quienes ya están dentro. Es evidente que aquí, Palahniuck se ha inspirado en los viejos monasterios zen, abiertos solamente a quien estaba dispuesto a dejar el Ego a la puerta. De hecho, dentro del centro del “Proyecto Mayhem” nadie tiene nombre ni personalidad propia. Este es quizás uno de los elementos más interesantes de la trama que delatan el que Palahniuck tiene algún conocimiento de la temática zen (por otra parte, el propio “Jack” en su lugar de trabajo escribe pequeños poemas zen que envía por internet)… pero también aquí se trata de elementos que no son nuevos en la narrativa norteamericana. Una vez más, el precedente ya se encontraba en la beat generation y, concretamente, en el Jack Kerouac de finales de los cincuenta y principios de los sesenta.
Sea como fuere lo importante es que el “círculo interior” del Club de la Lucha, el “Proyecto Mayhem”, tiene como primer y gran objetivo la abolición de la personalidad, el desmantelamiento del ego. Y “Tyler”, para lograr este objetivo, sigue las mismas pautas que en los cuerpos de élite: corte del pelo al cero, insultos continuos al ego y disciplina ciega y absoluta. En un momento dado de la película, “Tyler” exclama: “No somos nuestro trabajo. No somos nuestra cuenta corriente. No somos el coche que tenemos. No somos el contenido de nuestra cartera. No somos nuestros pantalones... Somos la mierda cantante y danzante del mundo”. Y como si repitiera el “viva la muerte” legionario, luego exclama: “Tienes que saber, no temer, saber que algún día vas a morir, y hasta que no entiendas eso, eres inútil”. Más tarde dirá: “No eres un bonito y único copo de nieve, eres la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás, todos somos parte del mismo montón de estiercol...”, en una palabra, lo que está haciendo “Tyler” es desmontar el Ego de sus hombres, borrar su personalidad de “ hombres viejos” (el “nada importa su vida anteror”, legionario). No se trata siquiera de lograr militantes “perfectos”, sino “anónimos”: “La autoperfección es simple masturbación”, sentencia. Solamente cuando “Bob Paulson” muere en el curso de un tiroteo, sus camaradas recuerdan su nombre porque ya no está con ellos, se ha convertido en un mártir de la causa: morir y renacer, tal es la ley dinámica de todo proceso iniciático.
En el curso de estas operaciones (happenings o performances), los activistas del “Proyecto Mayhem” empiezan a tener sensación de su fuerza. Vislumbras que ellos no son los poderosos, pero que la vida de los poderosos depende de ellos: “Perseguís a la gente de quien dependéis, preparamos vuestras comidas, recogemos vuestras basuras, conectamos vuestras llamadas, conducimos vuestras ambulancias y os protegemos mientras dormís.. Así que no te metas con nosotros”, le dice a un opulento capitalista que han secuestrado, recuperando la eterna dialéctica del amo y del esclavo. De todas formas, se trata de un pobre consuelo inexplotado, una frase que no tendrá continuidad en la película.
5. El desdoblamiento de personalidad como efecto final
Se sabe lo que ocurre luego. “Tyler” desaparece y “Jack” lo va a buscar. Poco a poco se va dando cuenta de que ambos son la misma persona. “Tyler” no existe, es solamente una proyección imaginaria de la personalidad agresiva y siempre reprimida de “Jack” el probo funcionario de seguros. El problema que se le plantea a “Jack” es cómo detener la loca carrera del “Proyecto Mayhem”, pues adivina, que “Tyler” ha preparado atentados terroristas con coche bomba en varios edificios de la ciudad. Se entrega a la policía, al mismo policía que investiga la explosión en su casa (explosión que ha causado el propio “Tyler” como un intento de romper con la dinámica conformista de su otra personalidad).
“Jack” da indicaciones precisas a la policía sobre donde se han fabricado las bombas, pero tres de los policías que lo interrogan también son miembros del Club de la Lucha y tienen instrucciones específicas para el caso de que se diera esa situación. “Jack” logra huir y localiza uno de los edificios en los que una furgoneta situada en los bajo y cargada con nitroglicerina estallará derrumbando todo el edificio. Ya no hay nada que hacer. No tiene tiempo material para evitar las explosiones, así que lo único que puede hacer es acabar con “Tyler”. Y sabe que solamente suicidándose él logrará matar a su alter ego. El disparo que se asesta en la boca provoca, en efecto, la muerte de “Tyler”, y heridas en la mandíbula a “Jack”. Desde la atalaya del edificio en el que se encuentra con los militantes del Proyecto Mayhem y con “Marla”, ve el desplome de los edificios de oficinas, víctimas de las explosiones. Son los edificios en los que se encuentran las sedes de las compañías emisoras de tarjetas de crédito. Fallando el dinero a crédito, el caos que aspiraba “Tyler” a organizar sería insuperable.
Las explosiones recuerdan el hundimiento del WTC el 11-S de 2001. Y no deja de tener gracias porque la película fue filmada dos años antes. En la última escena, subliminal, compuesta por un solo fotograma, aparece una enorme y colosal poya, como las que “Tyler” solía colocar en medio de las películas infantiles para epatar al público: “No saben lo que han visto, pero lo han visto”.
6
La última parte de la película supone un canto a la psiquiatría freudiana. Hoy, la psiquiatría cuestiona en gran medida la herencia de Freud y sus teorías ya no tienen vigencia terapéutica, sin embargo, Freud experimenta una postrera victoria en el mundo del cine en donde decenas de filmes (empezando por los productos de Hichcock a finales de los 50 y principios de los 60, Recuerda, Psicosis, etc., y terminando pos las decenas de películas de trasfondo psicológico con asesinos en serie, psicópatas, mentes desdobladas, e incluso en el ciclo de El Exorcista aparece una tentación freudiana) aluden a la temática tan querida por el psiquiatra vienés. En la novela de Palahniuck las componentes freudianas son muchos más visibles, pero también aparecen como pinceladas en la película de Fincher: el deseo de mostrar poyas erectas que demuestra tener “Tyler”, el papel deletéreo que juega “Marla” en relación a “Jack”, las constantes alusiones al complejo sádico-anal que salpican la película, incluso los guiños que Palahniuck hace hacia sus preferencia gays es susceptible también de ser interpretada en clave freudiana.
Tampoco en esto la película ni la novela aportan gran cosa. Como máximo, se trata de una película en el que la esquizofrenia es abordada de manera más original y directa, pero nada que no haya aparecido en anteriores películas. Recordamos, por ejemplo, Identidad de John Cusak y Ray Liotta, Mr. Brooks de Kevin Cotner y Demi Moore, etc. Así pues, tampoco en esto, la película es original.
Y esto es lo realmente sorprendente, ahora que llegamos a la recta final de estas notas: ni la película en su temática, ni la novela que sirvió de base tienen un argumento excesivamente original que permita explicar el extraordinario éxito que gozan hoy. No es muy habitual que una novela pase inicialmente desapercibida y luego arranque vertiginosamente, como tampoco es normal que en su primera semana de exhibición la película tuviera una recaudación récord pero que luego se hundiera en taquilla. ¿A qué se debe pues el éxito de la película?
En todo éxito hay muchos elementos que deben estar presentes como condición necesaria. El primero de todos es la interpretación: el casting e la película es extraordinario y cada uno de los protagonistas, incluso muy secundarios, son susceptibles de ser recordados. Inútil decir que el trío protagonista: la sombría “Marla” que ya había aparecido en papeles de toxicómana y drogadicta o bien de bruja, creando siempre un efecto angustioso esperado; Edward Norton de aspecto frágil que tiene su contrapartida en el primitivismo de Brad Pitt que borda la interpretación remitiendo en algunos momentos a su papel electrizante en El Ejército de los 12 Monos, e incluso Meat Loaff que, por una vez, se ha alejado de los focos de los festivales de rock duro y borda una interpretación tan difícil como extraordinariamente creíble. Sin olvidar la fotografía hecha de contrastes y que, a medida que avanza la película se va oscureciendo más y más.
Pero, aún así, con todo esto resulta difícil entender porqué una película que no tiene grandes elementos originales y un guión en donde existe casi una ausencia total de elementos nuevos, se convierte en una “película de culto”, emblemática de toda una generación. Quizás en estos radique su éxito: en haber estado en condiciones de encarnar la ausencia de valores de la Generación X y el fenomenal lío en donde está metida una generación que empezó jugando con las canicas y la pídola y cuando no había cumplido los 12 ya manejaba una Play-Station o una Atari. Una generación de completos despistados, perdidos en un mundo que no entienden y ante el cual se ven imposibles de actuar. También para esta generación el sentirse vivo es importante, vivo más allá del consumo, vivo más allá de lo cool, vivo más allá de la imagen, una generación sumergida en el individualismo más absoluto y que aspiraría a protagonizar una tarea “heroica” y comunitaria, algo realizado codo a codo junto a otros hombres, acaso una tarea común que les redimiera de su triste destino de consumidores integrados y productores alienados. No hay Proyecto Mayhem: no hay nada, ni estructuras, ni partidos, ni principios, en los que se pueda dejar la piel sin algún tipo de reserva mental.
El éxito o el fracaso de una película y, en buena medida, de una novela, dependen de que el público siga un proceso de identificación con los protagonistas y con sus circunstancias. El hecho de que la temática de la última parte de la película remita a la personalidad múltiple es una ventaja: quien ha creído identificarse con “Jack”, sabe que no es solamente un tipo tímido y sensible interesado por los muebles nórdicos, sino que también en sus venas late un hombre agresivo y determinado a triunfar. Al mismo tiempo, quien, en las primeras escenas de la película se ha identificado con el desenfado, la grosería provocadores y los modales toscos de “Tyler”, tiene la ocasión de ser, al mismo tiempo, un persona responsable, amante de la ley y protectora de sus amigos. Los trastornos de la personalidad son una forma recurrente de satisfacer a todos los públicos. Y en esto radica el éxito que ha tenido la película para muchos: permite ver aquello que uno está tentado de ver.
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