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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Doce años que cambiaron la geopolítica. (IV de VII). 3. El "aplanamiento" del mundo

Doce años que cambiaron la geopolítica. (IV de VII). 3. El "aplanamiento" del mundo

Infokrisis.- En 2006, la Editorial Martínez Roca (Grupo Planeta), publicó el libro de M. Friedman "El mundo es plano" en el que el autor sostenía la tesis de que en los últimos años del siglo XX y los primeros el nuevo milenio, se había operado un fenómeno nuevo que daba título a la obra. Ese "aplanamiento" se debía a que por primera vez en la historia, los países más remotos tenían acceso a los mismos medios y tecnologías que hasta ahora estaban en manos de los actores principales. Permítasenos dudar de esta tesis, aparente bien construida pero errónea.

 

3. El “aplanamiento del mundo”

En realidad, desde 1945 la historia –al menos la historia de Europa- parecía haberse estancado. Durante casi 45 años Europa había permanecido dividida, con una sensación de inamovilidad y estancamiento obsesivos. Con la caída del Muro de Berlín, esa situación cambió radicalmente: pero eso no significó la entrada en el “fin de la historia”, sino una etapa previa, la de “aceleración de la historia”. Desde entonces la historia, lejos de desaparecer, se ha ido desarrollando a velocidad creciente. Lo que ocurrió entre el 9.11.1989 y el 11.9.2001, sentó las bases de los desarrollos posteriores, especialmente del fenómeno algunos han podido llamar el “aplanamiento del mundo”.

En esos años se generalizó el outsourcing (la subcontratación) de servicios requeridos en el Primer Mundo en las islas tecnológicas del Tercer Mundo (especialmente en Bangalore, India), la deslocalización empresarial, el tendido de miles y miles de kilómetros de fibra óptica (especialmente tras el reventón de la “burbuja tecnológica” y el hundimiento en bolsa de las “puntocom”), la revolución informática, la fabricación de microchips cada vez con mayor capacidad de procesado y menor tamaño, y, especialmente, la creación de cadenas de distribución extendidas por todo el mundo, la creación de un software cada vez más perfeccionado, especialmente en dos terrenos: la creación del primer navegador de Internet, el Nestcape, que permitió viajar por la red con facilidad y comodidad, y la creación de paquetes integrados capaces de ser manejados en todo el mundo, lo que permite la creación de plataformas de trabajo internacionales; además, el era “digital” tendía a integrar distintos vehículos de comunicación y expresión: imagen, sonido, datos, voz, música, televisión, etc.; el “código abierto” permite que creadores informáticos ofrezcan sus hallazgos y mejores del software para uso público y gratuito… Todos elementos y algunos otros más que aparecen en esos años, uniformizan el planeta, especialmente el mercado, “democratizan” el acceso a la información y generan el fenómeno que se ha llamado “aplanamiento de la tierra”. Este aplanamiento surge de la igualdad de posibilidades que tienen cada vez más zonas del globo para competir en el mercado mundial. Ya no hay dos colosos, situados “por encima” de todos los demás, con acceso exclusivo a nuevas tecnologías, sino que estas están al alcance de todos. El lugar más distante del globo está integrado en el mercado mundial. Los programadores informáticos hindúes, a partir de la subcontratación de servicios tecnológicos en la India para paliar el “efecto 2000”, el crecimiento económico chino sostenido desde 1990, el acceso de países como Irán a las tecnologías nucleares, todo ello hace que cada vez haya más actores en condiciones de jugar un papel de primer orden en el mercado mundial, en condiciones de igualdad con los antiguos “colosos”. Por eso Friedman y algunos más han podido hablar del “mundo aplanado”.

Pero ese mundo aplanado, en realidad, no es un mundo más perfecto. De hecho, la figura más perfecta es la esfera, en la que todos los puntos de su superficie distan lo mismo del centro. Así pues, desde el punto de vista simbólico, un mundo perfecto es un mundo esférico. El mundo plano, por el contrario, supone un reduccionismo en el que todo lo que está fuera del mercado es excluido y minimizado. Pero el ser humano es algo más que un consumidor alienado y un productor integrado, tiene otras dimensiones más allá de las económicas; el ser humano es “cultural”: a partir de los elementos culturales, regenera un régimen de identidades. Cuando estas identidades se uniformizan primero y quedan abolidas después por el mercado, se produce un empobrecimiento cultural que, a fin de cuentas, no es otra cosa que el reflejo de la crisis de lo humano y del triunfo de la economía como ente autónomo con una lógica propia que ya no tiene nada que ver con el bienestar, la felicidad, la satisfacción de las necesidades de los seres humanos. La búsqueda de los mayores beneficios con los menores costos, más allá de ciertos límites, beneficia solamente a minorías exiguas, incluso en el Primer Mundo. Así pues, la economía ha dejado de ser un elemento auxiliar para lograr la felicidad del ser humano, para convertirse en un fin en sí mismo, una especie de “golem” dotado de una dinámica propia, incontrolable (a fin de cuentas ¿quién controla la economía mundial?) y que camina fatalmente hacia su destino final: la globalización de la economía tiende, inevitablemente, hacia el colapso de la economía. El “mundo plano”, como los encefalogramas planos, no es el símbolo más que de la muerte de lo humano. Una monstruosidad.

Pues bien, ese “mundo plano” es el surgido de las transformaciones habidas entre el 9 de noviembre de 1998 y el 11 de septiembre de 2001. La informática, el germen de la globalización, las leyes de la economía, todo esto, existía en germen mucho antes, pero solamente en el interior de esos doce años fermentan, larvan y, bruscamente a partir del 11-S, salen a la superficie. En ese momento nos damos cuenta de que se ha diseñado un mundo nuevo. Y nos damos cuenta de que nos habían mentido: la geopolítica, lejos de haber sido “superada”, es el inspirador de las nuevas políticas internacionales. La geopolítica del petróleo, la geopolítica del agua, la geopolítica de las drogas, la geopolítica de los conflictos, la geopolítica de las migraciones, la geopolítica del hambre, etc… todo ello tiene hoy más importancia que nunca antes en la historia y está presente en las salas de operaciones de todos los Estados Mayores: porque, hoy más que nunca, de la geopolítica y de sus leyes, depende el destino de los pueblos.

Nos han mentido. Nos han dicho que la globalización era nuestro destino, nos han dicho que la globalización era inevitable e irreversible. Y nos han mentido. La globalización era viable solo en la medida en que existía una suficiencia energética de la humanidad, pero, a partir de que en 2001 se constatara que el consumo energético aumentaba a mayor velocidad que la capacidad de los yacimientos de hidrocarburos para abastecer el mercado, el precio de la gasolina empezó a subir. En 2005, esos ascensos ya eran absolutamente incontenibles: cuando el precio del barril Brent supere los 100 dólares, enviar mercancías a través de las cadenas de distribución, recorriendo medio mundo, va a resultar mucho más caro que fabricar esos bienes “en casa”. Por otra parte, nos hemos forjado excesivas ilusiones con el crecimiento económico sostenido de China o con las posibilidades de la India, o con las perspectivas de crecimiento de países como Irán, Brasil, México o Venezuela. El hecho de que la élite tecnológica hindú advirtiera a su gobierno del descalabro que significaría la guerra con Pakistán para su propia economía, no quiere decir que siempre los argumentos económicos impongan su peso sobre los geopolíticos. No puede olvidarse que en apenas 25 años, los pozos de petróleo de la mayoría de países se secarán y que países que basaban todo su desarrollo (y su despilfarro) en los beneficios del petróleo, se verán sacudidos por tensiones sociales interiores. Por otra parte, doctrinas como el Islam son difícilmente compatibles con otras corrientes espirituales o políticas (puesto que el Islam es tanto una “religión” como una forma de entender la política). Tampoco puede excluirse el efecto que tendrá un desarrollo que solamente beneficiará a algunas clases privilegiadas de los países iberoamericanos, pero que no supondrá ningún avance sustancial para la mayoría de la población; si a estas diferencias económicas se unen las diferencias étnicas (los elementos mestizos y aborígenes están condenados a la inmigración -¿a dónde?- o a la pobreza), no es difícil prever que algunos de estos países están en la antesala de una guerra civil que será a la vez racial y social y que tal como demostraron las inundaciones de Nueva Orleáns en septiembre de 2005 o los incidentes de Francia de Noviembre del mismo año, pueden afectar al corazón mismo del Primer Mundo. Y en lo que se refiere a China, solamente una minoría de sus 1400 millones de habitantes, se ha beneficiado de 15 años de crecimiento económico sostenido. Pero ¿qué ocurrirá en un país tan grande cuando este crecimiento tienda a ralentizarse?, o ¿qué ocurrirá cuando las minorías islamistas del Este de China quieran hacer valer sus derechos religioso-políticos?, incluso, cuando China se enfrente al gran reto que tiene por delante: la democratización que equipare su forma política a su forma económica.

La doctrina del “mundo plano” no supone más que una prolongación del error progresista: el mundo, no necesariamente, camina hacia estados más elevados de convivencia, formas más perfectas de bienestar y un mundo más pacífico y seguro. El error progresista consiste en tomar fracciones de tiempo excesivamente pequeñas como para que sea posible proyectarlas hacia el futuro. Esta visión de la historia es excesivamente voluntarista (= la intención de vivir en un mundo feliz se considera como necesaria y suficiente para construir ese mismo mundo feliz) y “teleológica” (= apunta a una sola dirección previamente definida: el progreso indefinido).

La realidad es otra: lo 12 años “decisivos”, lejos de modelar un mundo perfecto, han creado una imagen virtualmente perfecta, pero realmente supone uno de los peores mundos posibles, especialmente en un tiempo en el que los avances científicos, los medios de producción y las nuevas tecnologías, permitían pensar –hoy con muchas más razón que cuando lo apuntaba Herbert Marcusse hace casi cuarenta años- en que era posible materializar el “final de la Utopía”.

 

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