Doce años que cambiaron la geopolítica. (III de VII) 2. El aspecto metafísico
Infokrisis.- La geopolítica es al espacio lo que la historia es al tiempo. Espacio y tiempo están vinculados inevitablemente. El espacio tiende a devorar el tiempo, tanto como el tiempo devora al espacio. Todas estas cuestiones fueron tratadas en su momento por René Guénon en "El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos" y ahora las traemos a colacion para enmarcar con más precisión nuestro objeto de estudio.
2. El aspecto metafísico de la cuestión
Existe una relación matemática entre el espacio, el tiempo y la velocidad. A medida que aumenta la velocidad, disminuye el tiempo que se tarda en recorrer un espacio concreto. Por eso se puede decir que el espacio se ve “desgastado” por el tiempo. El tiempo “contrae”, mientras que el espacio “expande”. Ambos son antagonistas. El ser humano, por algún motivo, tiene una tendencia innata a romper records de velocidad; para ello el tiempo debe contraerse para que así esté en condiciones de “devorar” más espacio. Pero hay algo muy extraño en todo este proceso.
Da la sensación de que el tiempo no es algo homogéneo ni objetivo. Eso lo saben aquellos que han cumplido más de cuarenta años: vuelven la vista atrás y se dan cuenta de que los primeros veinte años de su vida se eternizaron, parecía como si el tiempo no pasara; sin embargo, a partir de los treinta años, perciben que los años parecen pasar cada vez más rápidos. Si esa persona de cuarenta años llega hasta los ochenta, siempre dirá lo mismo: “de joven el tiempo transcurría lentamente, pero ahora parece que, a medida que mi tiempo se agota, discurre a mayor velocidad”. Es una sensación universal. La hemos percibido, o la percibiremos todos, antes o después. Esta experiencia personal puede resumirse de dos formas: a medida que el tiempo va pasando, tiende a acelerarse; o también, a medida que nos acercamos a la decadencia de nuestra vida, el tiempo se acelera, pero cuando estábamos más cerca de nuestro origen, el tiempo parecía dilatarse.
Las civilizaciones antiguas trasladaron esta sensación a su cosmovisión. Si todos tendemos a mitificar nuestra juventud y recordarla como algo mucho más ideal y brillante de lo que realmente fue, esto es indicativo de que, tal como recuerda el antiguo refrán: “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y estas civilizaciones antiguas o tradicionales terminaron por trasladar esa sensación a la misma Historia. De ahí surgió una doctrina “regresiva” de interpretación de la misma. El presente, lejos de ser el producto de una “evolución”, que iba de estados inferiores e imperfectos a estados superiores y progresivamente más perfeccionados, es todo lo contrario. Es la crónica de una decadencia que nos conduce de estados “originarios”, próximos a la perfección, a estados “modernos”, cada vez más problemáticos y conflictivos. Así nació una interpretación de la Historia, no como “progreso”, sino como “decadencia”. La conclusión de esta visión es que, a medida que nos aproximamos hacia el final del ciclo de nuestra vida, el tiempo discurre más rápidamente. Y lo mismo pasa con la Historia del mundo. Las doctrinas upanishadicas, las mitologías célticas y nórdicas, el mismo Antiguo Testamento, las creencias de los pieles rojas, el pitagorismo griego, el paganismo romano, los antiguos iranios, los confucionistas y taoístas…, todos ellos sostenían la misma visión de la Historia como decadencia. El tiempo no se consideraba, pues, de manera homogénea: los días duran 24 horas, cada hora 60 minutos y cada minuto 60 segundos… pero el tiempo cuantitativo no es el que interesaba a las civilizaciones antiguas, sino el tiempo cualitativo y cualificado. Una antigua tradición hindú dice que el “toro del Dharma” se sostiene inicialmente sobre cuatro patas (luego es extremadamente estable) en la “primera edad”, pero en cada una de las tres siguientes va perdiendo una pata (lo que indica que cada vez se vuelve más inestable y, por tanto, su estabilidad dura cada vez menos tiempo). Así pues, cuanto más lejos se esté del origen, el tiempo tenderá a contraerse a una velocidad cada vez mayor.
René Guénon, en su análisis sobre “El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos”, acertaba en escribir: “En su grado más extremo, la contracción del tiempo desembocaría en reducirlo finalmente a un instante único, y entonces la duración habría dejado de existir verdaderamente, ya que es evidente que, en el instante, ya no puede haber ninguna sucesión”. En otras palabras: “el tiempo devorador acaba por devorarse a sí mismo”. Por eso, puede afirmarse sin temor a equivocarse que antes del estallido del big-bang no hubo tiempo, y que cuando culmine la reabsorción del cosmos y su repliegue sobre sí mismo en un gigantesco y único agujero negro, el tiempo habrá desaparecido. El “fin del mundo” no es más que la contracción final del tiempo: “la rueda ha cesado de girar”. En ese momento preciso el tiempo se trasmuta en espacio; sólo queda un infinito espacio vacío, sin tiempo, ni luz: el “negro más negro que el negro”.
En el límite de la decadencia del tiempo resucita, bruscamente, el espacio: ya no hay nada más que espacio, sólo espacio, eterno, sin límite y sin medida. Es entonces cuando tiene sentido la frase de Parsifal cuando llega a Montsalvat, el castillo del Grial: “Aquí el tiempo se cambia en espacio”. En el “último momento”, cuando el tiempo parecía devorarlo todo, bruscamente triunfa el espacio, queda como único dueño del terreno y es, finalmente el espacio el que ha devorado al tiempo.
Este esquema teórico permite explicaciones de una precisión insultante, que ya hubieran querido para sí las “ideologías”, que no hace tanto tiempo quisieron explicarlo todo mediante esquemas rígidos que jamás soportaron el paso del… tiempo. En el proceso negación del espacio que, según las tradiciones antiguas, se vive en la actualidad, la irrupción del ciberespacio supone asestar un golpe importantísimo al espacio real. El espacio real queda inutilizado, absorbido y negado por el espacio virtual. La RAND Corporation, a finales del segundo milenio, ya estableció que “las batallas del futuro se librarán en el ciberespacio”; y contemplaba nuevas formas de guerra: la ciberwar (la guerra tecnológica) y la netwar (la guerra en red). El Pentágono aspira desde Vietnam a reducir el número de bajas propias a cero, lo cual resulta imposible sin transformar el campo de batalla en un espacio virtual a través del cual se pueden dirigir las unidades de combate y las máquinas teleguiadas para destruir al adversario.
Mientras que la geopolítica es la ciencia del espacio, la Historia es la ciencia del tiempo. Cuando Fukuyama decretó en 1990 el “fin de la Historia”, se trataba más de una intención que de una constatación. Para Fukuyama, el desmantelamiento de la URSS era la señal de que la democracia era nuestro destino y el libre mercado nuestro fatum. En esas condiciones sería cierto que “los pueblos felices no tienen historia”; el libre mercado y la democracia eran las dos únicas vías para la felicidad, ya no habría lucha ideológica sino una sola doctrina posible: el “pensamiento único”. Pero Fukuyama se equivocó. El “fin de la Historia” solamente podía suceder en un momento de contracción total del tiempo… y todavía faltaba mucho (tiempo) para ello. Hubiera sido mucho menos comercial pero, sin duda, mucho más acertado decir que, a partir del 9 de noviembre de 1989, lo que se estaba produciendo no era el “fin de la Historia”, sino la “aceleración de la Historia”.
© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es
0 comentarios