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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

El Código Da Vinci, como signo de los tiempos

El Código Da Vinci, como signo de los tiempos

Infokrisis.- El estreno de la película "El Código Da Vinci" y el éxito de la novela del mismo nombre, nos sitúan ante el problema fundamental del hombre moderno, el anonimato, la vida gris y la necesidad de emociones fuertes. Vale la pena revisar los motivos del éxito de lo que puede calificarse como el mayor éxito de ventas del siglo XXI. "El Código Da Vinci" nos ayudará a comprender las profundidades de la crisis de civilización.

Novela floja, película plúmblea…

Se sabe cuál es el tema de la novela, la supuesta descendencia de Cristo y la consideración de la María Magdalena como novia primero y esposa después de un Jesús, padre de familia. Leonardo lo sabía y dejó pistas en sus cuadros para que los admiradores de su arte pudieran comprender la “verdad”. Leonardo sería el representante de una antigua orden secreta, creada para velar por la descendencia de Jesús. Frente a esta asociación, los guardianes de la ortodoxia se preocupan por que el secreto no sea conocido. En el fondo es una novela de capa y espada, con incursiones en una presunta “investigación histórica” y que debe mucho al género negro.

Mi hija pequeña había leído la novela y me la prestó. Francamente, no vale un pimiento, ¿La película? Un coñazo, bien interpretado, eso sí, por la pareja Forrest Gump – Amelie. Si “El Código Da Vinci” no fuera un éxito de masas, no valdría perder ni cinco minutos en comentarla. Pero en todo el mundo se está hablando en estos momentos de la novela y la película, así que si no es por sus valores literarios o estéticos, existirá algún motivo en el que se encuentre el secreto del éxito.

¿Tuvo descendencia Cristo?

Yo que sé y a mí que me importa. Por este orden. Para un cristiano puede ser que el tema tenga alguna importancia, no para mí. De todas formas la Iglesia tampoco tendría gran inconveniente en que una eventual prueba histórica demostrara que Cristo estuvo casado o que tuvo descendencia. Si la tradición quiere que Cristo fue célibe, eso ni es dogma ni implicaría una alteración de los valores del cristianismo. Y si la Magdalena fuera su esposa, tampoco habría ningún cataclismo. Ahora bien…

Aparte de los textos evangélicos, existen muy pocas pruebas de la existencia de un personaje histórico llamado “Jesús”. Parece que hubo en la época una serie de líderes político-religiosos, alguno de los cuales terminó crucificado por los romanos. Pero, realmente, las pruebas son muy vagas. El célebre párrafo de Flavio Josefa en la que se alude a Cristo es una simple interpolación. Y el resto de datos son poco concluyentes.

¿Los evangelios? En condiciones normales, la Iglesia debería insistir en la interpretación simbólica de los evangelios, más que en su carácter de texto histórico, que no lo es. Pero una interpretación simbólica conduce inevitablemente hacia el “esoterismo” (que no es más que la doctrina “interior” de una religión “exotérica”), pero a lo largo de toda su historia, la Iglesia ha cercenado cualquier posibilidad de una doctrina reservada a una élite. Lo que existe de esoterismo en el cristianismo está reducido a la doctrina de los sacramentos. Nada más.

Desde nuestro punto de vista, los evangelios fueron escritos bajo inspiración carismática y, por tanto, no reflejan “verdades históricas”, sino símbolos integrados en una doctrina de “salvación” (en su aspecto exotérico) y de “liberación” (en el aspecto esotérico, que, aunque rechazado por la Iglesia sigue ahí, perceptible entre líneas).

¿Los datos facilitados por los evangelios apócrifos? Interesante desde el punto de vista cultural e incluso muy interesante para comprender el magma de los tres primeros siglos del cristianismo. Ya en los Hechos de los Apóstoles de San Pablo se intuye la extrema confusión y la variedad de los núcleos que se llamaban “cristianos” en aquella época. Es evidente que la Iglesia, especialmente cuando dispuso de manos libres a partir de la conversión de Constantino, se preocupó de “poner orden”. Si hasta ese momento era muy difícil trazar una divisoria entre los cristianos y la “gnosis” cristiana (cuando Celso, el filósofo de cámara del Emperador Juliano, atacaba a los cristianos, sus argumentos da la impresión de que, en realidad, van dirigidos contra gnósticos cristianos, más que contra lo que hoy entendemos por cristianismo), a partir de entonces la ortodoxia fue quedando cada vez más clara.

Los evangelios apócrifos fueron desterrados, fundamentalmente, por cuatro motivos. Veámoslos por orden de importancia.

En primer lugar porque suponían visiones personales de la “revelación”. En segundo lugar porque esas visiones no eran “católicas”, esto es “universales”, sino utilizadas por sectas locales. En tercer lugar, porque contenían elementos procedentes de gnosis egipcias, alejandrinas, griegas y romanas. Y, finalmente, porque, en general, eran bastante toscos y, a su lado, los cuatro evangelios canónicos tienen una brillantez que no encontramos en ninguno de los apócrifos.

El hecho de que algunos apócrifos contuvieran datos sobre el papel de Judas o sobre Tomás, como hermano de Jesús, o incluso sobre María de Magdala, dice mucho sobre lo simple de sus contenidos. Si los evangelios de Lucas, Marcos, Mateo y Juan no pueden considerarse como relatos de hechos históricos, otro tanto ocurre con los apócrifos. Ahora bien, tanto en unos como en otros, cada cual puede encontrar lo que guste y el material contenido es susceptible de ser retorcido y forzado en beneficio de la más disparatada hipótesis.

En buena medida la Iglesia ha sido víctima de su propia tendencia a considerar los evangelios como textos históricos. Porque si lo son ¿por qué no pueden serlo los apócrifos? Ahora bien, si los evangelios no son el relato de hechos históricos, sino de símbolos susceptibles de ser interpretados en función de una metafísica más que de una teología, entonces si que la Iglesia –propietaria de la “marca”- puede trazar la divisoria entre lo que constituye su doctrina y las doctrinas ajenas.

Ninguna tradición surgida del tronco evangélico ha sostenido jamás que Cristo tuviera descendencia, ni existe culto alguno a su linaje. Si en el evangelio se insiste en relacionar a la dinastía de David con la genealogía de Cristo esto es, sin duda, tributo a la influencia inicial del judaísmo en la naciente doctrina. Si era descendiente de David era, por tanto, el rey legítimo. Solamente en la Edad Media, Carlomagno envió emisarios a Palestina para traer a Francia a los descendientes de la dinastía de David y entroncar su linaje con ellos. Esos descendientes fueron alojados en Septimania y mezclaron su sangre, primero, con los carolingios y luego con las distintas monarquías europeas, en un hecho histórico que está suficientemente comprobado y que ha dado lugar a estudios pormenorizados y de indudable solvencia.

Ahora bien, Dan Brown ha tomado como elemento central de su novelita la existencia de un linaje secreto. Pero la idea ni siquiera es suya.

La fuente de “El Código Da Vinci”

En 1963, Gerard de Sede publicó un libro que tuvo éxito, “Templiers parmi nous”, Templarios entre nosotros, que fue publicado en España por Editorial Bruguera con el nombre bastante aséptico de “Los templarios”. De Sede era periodista, solía publicar artículos en “Paris Match” y decía haber conocido a un porquerizo que, por su cuenta, había excavado los fundamentos del castillo de Gisors. En el subsuelo dijo haber encontrado una sala en la que se ocultaría el famoso tesoro de la Orden del Temple. Dejando aparte el primer capítulo en el que el porquerizo pormenorizaba su improbable aventura, el resto del libro era aceptable, especialmente en aquella época en la que no existían best-sellers sobre el templarismo. Sin embargo, en el último capítulo, De Sede publicaba una entrevista titulada “El punto de vista de un esoterista”, del que no daba el nombre. Evidentemente, se trataba de alguien con formación esotérica sólida y que conocía las técnicas de criptografía de las hermandades medievales de constructores. El personaje decía ser “documentalista al servicio del gobierno suizo” y al parecer había encontrado planos de capillas templarias medievales, con medidas y disposición similares a la presunta capilla hallada por el porquerizo. Con esa entrevista De Sede cerraba su libro que constituyó un verdadero éxito en Francia, mientras que en España pasó casi completamente desapercibido.

Tres años después, Gerard de Sede volvía a la carga con un nuevo best-seller, “El Oro de Rennes”. Se trataba de un tesoro escondido en el pequeño pueblo pirenaico de Rennes le Château que habría sido descubierto por un misterioso cura rural, el padre Berenguer Sàuniere a finales del siglo XIX. Esta obra volvió a ser un éxito en Francia y causó cierto impacto en España, aumentado diez años después de su publicación por la emisión en el programa de ocultismo y paraciencias de Jiménez del Oso en TVE de un reportaje elaborado por la BBC sobre el tema de Rennes. A partir de entonces miles de curiosos se desplazaron (nos desplazamos) a los Pirineos a visitar el lugar. En nuestra obra “Guía del catarismo” (Editorial Martínez Roca, Barcelona 1997) incluimos un apéndice en el que describíamos la “Ruta de Rennes le Château” que debería seguir el visitante para conocer los extraños sucesos que ocurrieron en aquel lugar mientras el padre Berenguer Sauniere fue rector de la iglesuela. Pues bien, la persona que había colocado a De Sede en la pista del “misterio de Rennes”, no era otro que el “documentalista” a quien conoció durante la redacción de “Templiers parmi nous”. De Sede todavía no quiso revelar el nombre de su ilustrado y esotérico informante. Otros lo hicieron por él.

Los autores del reportaje de la BBC sobre Rennes, oliendo la posibilidad de un best-seller, siguieron trabajando el tema con posterioridad a la emisión del mismo. En 1984, Baignet, Leigth y Lincoln, publicaron “El Enigma Sagrado” realizando algunas “revelaciones” que De Sede no había querido hacer. Recuperaban el tema de Rennes-le-Château y del tesoro del padre Sauniere, pero lo ampliaban. El informador de De Sede, quedaba identificado. Se trataba de Pierre Plantard “de Saint Claire”, perteneciente a una noble y antigua familia francesa. Plantard no sería otro que el último vástago de Cristo: la dinastía de David se habría perpetuado a través de Cristo, para pasar luego a la saga de los merovingios y de ahí hasta la familia “Plantard de Saint Claire”. Para custodiarla, los descendientes de los merovingios –amenazados de muerte y eternamente perseguidos por los carolingios y los capetos- habían creado la Orden de Sión, que luego pasó a llamarse, tras la pérdida de San Juan de Acre y la retirada de Tierra Santa, el “Priorato de Sión”. Los grandes maestres de esta “peligrosa organización secreta” habrían sido hombres relevantes de la política, la cultura y el esoterismo occidental, desde Jean de Nevers hasta Claude Debussy y desde Johan Valentin Andreae hasta… Leonardo Da Vinci. El último gran maestre sería Jean Cocteau y su sucesor, Pierre Plantard. El secreto de esta orden residía en el pequeño pueblo pirenaico de Rennes  donde se habían refugiado los herederos de la dinastía merovingia. En otras palabras y para concluir el cronicón: Pierre Plantard era el descendiente de David y de Cristo y el legítimo rey de Francia. Durante el gobierno Mitterrand el tema fue investigado por los servicios secretos; el propio Mitterrand acudió a Rennes y Pierre Plantard fue interrogado sobre sus pretensiones al trono de Francia y sobre la naturaleza de su organización. Ahora bien…

Las pruebas aportadas por Baignet, Leigth y Lincoln eran de una debilidad pasmosa. En primer lugar confundían la “Orden de Sión” con el “Monasterio de Monte Sión” que, efectivamente, existió. No daban ni un solo dato aceptable o aceptado por los historiadores en apoyo de su tesis. Entonces ¿de dónde había salido semejante insensatez? Los tres autores daban la sensación de haber “trabajado el tema”, habían pasado semanas enteras en la Biblioteca del Arsenal “buscando documentos”. Los habían encontrado todos, todos. En realidad, esos documentos habían sido depositados a lo largo de los años sesenta. Se trataba de folios mecanografiados o manuscritos firmados por individuos desconocidos y que incluían complejas genealogías. Se trataba de los “Dossier Secrets” escritos por un tal Henry Lobineau. Otra pieza fundamental del dossier eran los documentos hallados por el padre Sauniere en un pilar hueco de su iglesia de Rennes que ya había hecho público De Sede. Media docena de documentos más y unos cuantos testimonios completaban las fuentes de los autores de “El Enigma Sagrado”.

El libro tuvo una secuela, “El legado mesiánico”, en el que los tres autores dejaban entrever que todo había sido una trama urdida por Pierre Plantard, el cual, literalmente, les había “llevado al huerto”, por motivos que ellos desconocían. En 1989, Gerard de Sede, publicó un nuevo libro sobre Rennes-le-Château en el que reconocía que, también a él, Plantard consiguió engañarle en un primer momento. Esta última obra de De Sede (murió en 2005), es muy seria y sincera; explica los motivos por los que Plantard se fijó en Rennes-le-Château, detalla cómo fue él mismo quien sembró las bibliotecas francesas con “dossier” falsos y quien, cuidadosamente, a lo largo de 30 años elaboró las piezas con las que tanto él como el trío de “El Enigma Sagrado” elaboraron sus best-sellers. No es el caso despiezar el tema –que no tiene interés a efectos del presente análisis- sino explicar la influencia que ha tenido no solamente sobre “El Código Da Vinci”, sino también sobre otras obras del mismo tipo.

A partir de la publicación de “El Enigma Sagrado”, la irresponsable teoría de la existencia del “Priorato de Sión” tuvo un enorme éxito. Hoy, millones de personas en todo el mundo, están convencidos de la existencia de esta sociedad “esotérica” y dispuestos a ingresar en ella a costa de cualquier sacrificio. Plantard, a todo esto, había muerto en 2000, según parece tras dimitir de la presidencia de esta sociedad que, en el fondo, no era otra cosa que una banal asociación “cultural” creada en 1962… ni merovingios, ni guardia de la monarquía sagrada, ni asociación fundada en Tierra Santa… Apenas una jodida asociación cultural dirigida por un mitómano que ni descendía de Cristo, ni, por llamarse, no se llamaba siquiera “Saint Claire”…

Existe otra fuente de Dan Brown. Una norteamericana, literalmente obsesionada con sus “investigaciones” esotéricas, Margaret Starbird, de quien extrajo lo esencial sobre el papel de María de Magdala y su interpretación sobre el grial. El grial no sería otra cosa que la “sangre de Cristo”, esto es, la semilla que Cristo depositó en el vientre de María de Magdala, su descendencia y que llegó a las costas del sur de Francia tras la muerte del “esposo”. La Starbird, ni es medievalista, ni especialista en las antigüedades judías, ni siquiera historiadora. Simplemente es una mujer obsesionada con sus “investigaciones”, surgidas, en buena medida, de libros de ocultismo de baratillo, sin gran profundidad, contenido, ni siquiera conocimiento del tema.

Desde Umberto Eco hasta Dan Brown

La idea de una conspiración que se mantiene durante siglos, implacable, y cuyos miembros pertenecen a los grandes nombres de la cultura y de la política, era lo que emanaba de “El Enigma Sagrado”. No es raro que la obra fuera vendida junto a libros de ufología o de tarot, si no de autoayuda o temática new-age. Editado por Martínez Roca, “El Enigma Sagrado” y su secuela, fue el best-seller de 1984-85 y fascinó a multitudes. En realidad se trataba de una novela de capa y espada, redactada en forma de ensayo de investigación. El hecho de que careciera de credibilidad y que no resistiera ningún análisis pormenorizado, no fue obstáculo para que buena parte de sus lectores lo consideraran como “documento histórico”.

Umberto Eco fue el primero en advertir el filón que podría explotarse, no ya con el rótulo de “ensayo de investigación”, sino como lo que era, una novelita, pura y simple. Eco, aprovechando su formación académica, aprovechó para redactar su famosa novela negra medieval, “El nombre de la Rosa” y en el momento en el que aparece “El Enigma Sagrado”, acababa de vivir las mieles de su gran éxito. Así que empezó a trabajar en su segundo best-seller, “El péndulo de Foucault”,  en el que la inspiración de “El Enigma Sagrado” es demasiado evidente como para que pueda negarse. El tema de “El Péndulo de Foucault” es la “sociedad secreta” que nadie conoce y que, por no conocerse, ni siquiera se sabe si existe, pero esto no es óbice para que “influya”.

En la obra de Eco existe un distanciamiento y una sinceridad de fondo. Eco ni creía en sociedades fantásticas, ni en conspiraciones ocultas, ni siquiera en versiones alternativas de la Historia, pero cree que estos conceptos pueden influir; y el hecho de que un pobre diablo –Plantard- no haya dudado en presentarse como descendiente de Cristo y heredero legítimo al trono de Francia, es el caso extremo. Eco es un escéptico, brillante, y cuyos dos best-sellers contribuyeron más que ninguna otra obra a situar en primer plano el género de la novela histórica. Otros muchos siguieron por los pasos que él trazó.

Cuando empezó a apagarse el eco de “El Péndulo de Foucault” apareció la saga de Peeter Berling sobre el Grial. Literalmente, Berling no tenía ni idea de lo que era el Grial, ni siquiera de los principios rectores de la sociedad medieval, ni, por supuesto, conocía lo que era la solvencia histórica. Además sus libros son aburridos y mal construidos, pero apoyados por un formidable aparato mediático que logró hacer de ellos unos best-seller que se mantuvieron en el mercado hasta finales de la década de los noventa.

Y, finalmente, es Dan Brown quien funde distintos géneros literarios, realiza un refrito de géneros y compone su “Código Da Vinci”. ¿Hay algo de original en su obra? De hecho, no. Todos los elementos que “ha investigado” o “ha revelado” eran preexistentes: sobre el Priorato de Sión, sobre el padre Sauniére, sobre el Grial, sobre María Magdalena, incluso es relativamente frecuente que, en novelas y novelitas, el “malo” sea un albino; ahora bien, hay que reconocerle el mérito de haber introducido al Opus Dei como la “siniestra organización” cuyo “killer” es un monje albino…

Las bases del éxito de “El Código Da Vinci” (I). El secreto da poder.

Somos pequeñitos, redonditos e irrelevantes. No es raro que Zapatero sea presidente de éste país, como antes lo fue Suárez o cualquier otro: “lo semejante se reconoce en lo semejante”, la mediocridad en la mediocridad. La excelencia no puede ser reconocida ni exaltada por la mediocridad que solamente está dispuesta a promover lo que se reconoce idéntica a él. Por eso, en democracia, no puede sobresalir más que el político que responda al estándar de mediocridad más absoluto. Habitando en pequeños cubículos de propiedad hipotecada o en casas adosadas planas y grises. Trabajando, los más, en ocupaciones alienadas, algunos se sienten a gusto disolviendo su personalidad en la oscuridad y el estruendo de las discotecas. Otros, siguiendo las novedades del colorín y del corazón de otros. Pero hay algunos que no tienen más “ambiciones”. Desean conocer lo que le está vedado a la mayoría, como el niño que guarda un secreto y en él basa una supuesta superioridad sobre sus compañeros de juegos. El niño aprende pronto que conocer un secreto da la sensación de “poder”, si no el poder mismo. Poseer un secreto supone la posibilidad de huir, u olvidar la mediocridad y las tonalidades grisáceas de la vida moderna. Hay muchos tipos de secretos: políticos, económicos, históricos… Pero el secreto de los secretos consiste en viajar al fondo de nuestra cultura y conocer la “verdad” que se ha ocultado a generaciones y generaciones de europeos y que solamente compartieron algunos hombres notables de otro tiempo, como Da Vinci. Cristo estaba casado, la Iglesia tiene interés en que su descendencia no salga a la superficie; su esposa era la Magdalena; existe una peligrosa sociedad secreta que vela por la saga del grial; y la Iglesia no duda en asesinar a los disidentes… “yo lo sé, tu lo ignoras, por tanto, yo estoy por encima de ti, pobre ignorante”.

En el ambiente neonazi actual goza de cierta reputación la obra del autor chileno Miguel Serrano. Su idea es que al analizar el nacional socialismo hay que tener en cuenta su dimensión oculta. ¿Hitler? El último avatar. ¿La ideología nacional socialista? El anuncio del tiempo que vendrá. ¿Los neonazis? Los llamados a liderar la “nueva era solar”. Es evidente que las posibilidades de que los pequeños grupos neonazis puedan dejar de ser, alguna vez, algo más que expresiones de tribus urbanas juveniles, es remota. No existe futuro político para los movimientos neonazis, así que, teorías seudo mitológicas como las elaboradas por Serrano encontrarían en esos ambientes terreno abonado: “mi misería política actual, mi marginación política, no es más que el signo de los tiempos, llegará el tiempo en el que las fuerzas cósmicas nos darán la razón y entonces vengaremos todas las ofensas recibidas. Entre tanto, casi mejor seguir leyendo a Serrano para confirmarme en la grandeza cósmica de nuestra opción”. El que no se consuela es porque no quiere. Ni existe doctrina esotérica alguna que vaya en la dirección de las teorías de Serrano, ni siquiera los elementos “esotéricos” presentes en el nacionalsocialismo permiten elaborar teoría alguna en ese terreno. También los neonazis se sienten a gusto conociendo secretos que otros ignoran. La posesión de un secreto insondable permite huir de la mediocridad de lo cotidiano. Por eso Dan Brown ha tenido tanto éxito entre las masas: les ofrece conocer un secreto facilón, espectacular, y que solo unos pocos grandes de la cultura han poseído.

Las bases del éxito de “El Código Da Vinci” (II). La ley del mínimo esfuerzo.

Existen las fuentes originales de la historia, accesibles solamente para los historiadores profesionales o los investigadores titulados. Son los documentos antiguos, generalmente difíciles de leer, en otras idiomas, en otras grafías, de complicada interpretación. Investigar la historia es caro y complejo, obra de especialistas, frecuentemente entusiastas de los temas que investigan. Estos historiadores, a partir de los documentos, elaboran sus interpretaciones de la historia. Suelen ser densos volúmenes, frecuentemente repletos de referencias a los documentos originales, en la mayoría de los casos aptos para especialistas o tenidos como textos docentes en facultades y departamentos de historia. A partir de estos textos, otros autores suelen componer obras de divulgación que, de tanto en tanto, obtienen cierto éxito y logran contar con el favor de las masas. Existe todavía otro nivel, aún más simplista, el de la novela histórica. Para cultivar este género no es preciso tener una sólida formación histórica (solamente coincide de tanto en tanto), sino solo conocer obras de divulgación histórica y algún texto “ocultista” de solvencia mínima.

A diferencia del historiador, el eje de cuyo trabajo es el conocimiento en profundidad de la materia tratada y trillar en caminos nunca antes explorados, o poco explorados, el novelista histórico-esotérico, practica un sincretismo de géneros. A un esqueleto de novela policíaca se le superpone cualquier paisaje histórico del que apenas se retiene lo esencial. Y como el tiempo pasado, especialmente la edad media, es considerado como el paraíso de cualquier doctrina secreta, basta con tener una vaga idea de cuatro banalidades ocultistas para empotrarlas en aquel paisaje histórico (o presunto tal).

El novelista histórico no se complica mucho la vida. Miente Dan Brown cuando dice que ha “realizado una investigación profunda”. Ya hemos aludido a sus “fuentes”. Banales y mediocres. El novelista histórico, salvo honrosas excepciones, trabaja según la ley del mínimo esfuerzo y de la frivolidad absoluta. Quiere construir un best-seller, no alcanzar el rigor histórico. El 10% de derechos de autor es el objetivo, no la verdad histórica. En los últimos veinte años, la novela histórica es el género que más rápidamente se ha extendido y alcanzado las más altas cotas de ventas. Situar una novela en el siglo XX, en los años 50 o 60, por ejemplo, es peligroso: siempre puede salir alguien que recuerde que las cosas no fueron así. Pero la Edad Media es otra cosa. Los medievalistas suelen entrar poco en el juego de estas banalidades, y el lector medio, salvo que tenga cierta formación, lo ignora casi todo sobre los siglos X al XVI.

Porque si, para el autor, la fabricación de un best-seller se resuelve aplicando la ley del mínimo esfuerzo y las orientaciones comerciales de los gabinetes de marketing; para el lector se trata también de buscar textos que no compliquen excesivamente la vida, ni cueste mucho leer y, en el menor número de páginas, “revelen” el mayor número de secretos. La “emoción fuerte” debe estar garantizada o, de lo contrario, el best-seller no logrará imponerse. Hoy los best-sellers se construyen a medida del lector. Hoy los capítulos de una novela no pueden tener más de cuatro a cinco páginas. Si no son breves, no podrán leerse entre dos estaciones de metro. Se trata de que el lector pueda consagrarle los viajes del trabajo a casa y de casa al trabajo. Hay que dárselo todo mascado al lector o, de lo contrario, dejará el libro a las pocas páginas.

Cuando las editoriales contratan futuros “best-sellers”, tienen especial cuidado en dar al autor todas las orientaciones precisas emanadas de los gabinetes de sondeo de opinión. Los best-sellers se escriben por encargo y a medida de las necesidades estadísticas de las masas en ese momento. Hoy vivimos unos momentos de repliegue de lo literario. Los grandes autores laureados con el Premio Nobel venden cada vez menos. La brillantez literaria se consume cada vez menos mientras que la novelita hecha a medida vende más.

En el fondo esta perspectiva no sería tan mala. Los adolescentes deben agradecer a “Harry Potter” el haberles inducido a la lectura. El afán de leer, el gusto por la cultura, precisa de “mechas” que lo estimulen. “Harry Potter”, seguramente, habrá estimulado a muchos adolescentes a consumir posteriormente libros mucho más elaborados. Bienvenido sea cualquier libro, en tanto contribuye a excitar el afán por la lectura. Pero el problema es que, por su naturaleza, cuando un lector de Dan Brown lee otra obra más seria o sólida, simplemente, le decepciona. No es el afán por la lectura lo que “vende” Dan Brown, sino las “emociones fuertes”. El lector de hoy, convertido en consumidor alienado de productos pseudoculturales, difícilmente podrá admitir productos que no vayan más allá de lo que ya ha leído. El propio Brown, en sus obras posteriores, ha querido adelantar sus fronteras aludiendo a conspiraciones de “iluminados” tras la política mundial, la intervención de grupos satanistas o pseudosatanistas y a lindezas por el estilo.

De hecho, si nos fijamos en el proceso de libros que han llevado hasta “El Código Da Vinci”, veremos que desde las obras de Gerard de Sede que, en tanto que periodista de “París Match”, buscaba descubrir secretos históricos sin apartarse mucho de los trabajos de los historiadores ( e incluso bebiendo en sus fuentes) se pasó al “Enigma Sagrado” cuyos autores lo fiaron todo a los datos proporcionados por un falsario mitómano –Plantard- dudando seriamente de la veracidad de lo que publicaban. La verdad histórica se sacrificaba a las necesidades del best-seller. Aún tenía que llegar un nivel todavía más bajo: el de la novelita hecha a medida del patrón elaborado mediante estudios de marketing. Mínimo esfuerzo para el lector, mínimo esfuerzo para el autor, mínimo esfuerzo para el editor. Máximo esfuerzo para el director de marketing y el responsable de los sondeos sobre las necesidades culturales de la franja de población que lee.

Finalmente, los productores culturales entran en el mercado como cualquier manufactura. Vender un producto cultural es como vender un electrodoméstico. Si usted ha comprado una batidora, seguramente será capaz también de adquirir una tostadora y si la ha adquirido, habrá comprendido la necesidad de una freidora o una máquina de café. Un producto lleva a otro. La cosificación de la cultura produce un fenómeno idéntico. Si un determinado producto literario ha tenido éxito se trata, en primer lugar, de realizar secuelas, más tarde, de filmar la película y de sostener en ese primer éxito otros productos colaterales.

La mediocridad es la ley de nuestro tiempo. No es el “mejor” y más sofisticado producto cultural el que triunfa –salvo raras excepciones, precisamente a título de excepciones- sino el que encaja más exactamente con las aspiraciones y capacidades de las masas. El hecho de que en política haya triunfado un José Luís Rodríguez Zapatero, mediocre entre los mediocres, o el hecho de que el libro más vendido en España en 2004 y 2005, haya sido “El Código Da Vinci”, no son hechos ajenos y sin conexión entre sí. Son las consecuencias del proceso de empobrecimiento socio-cultural de nuestras sociedades. Cuando los criterios de rentabilidad de la cuenta de beneficios y adaptabilidad de los productos a las masas pasan a aplicarse también a la cultura, podemos decir que hemos llegado al límite inferior, sin retorno, de la Cultura, allí donde deja de tener mayúsculas, para ir adjetivada como “de masas”. La “cultura de masas” no es cultura, es apenas expresión psicológica de las necesidades de las masas en un momento de crisis de civilización. A una crisis terminal de civilización, corresponden productos culturales igualmente terminales. No es cultura sino consumo lo que se esconde tras “El Código Da Vinci” y, como todo consumo, éste también está motivado por las necesidades psicológicas de las masas.

© Ernesto Milà Rodríguez – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – 19.05-06

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