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Antropología de la Vieja España (VIII) El beso

Antropología de la Vieja España (VIII) El beso Redacción.- En esta VIII entrega de la Antropología de la Vieja España, abordamos la agradable cuestión del beso. Desde el primero, cuando se iniciaban los noviazgos, hasta el que cerraba el convite nupcial. Un filón de tradiciones desconocidas que practicaron nuestros ancestros.

El primer beso furtivo, tras haber “hecho el oso” o “pelado la pava”, el siguiente beso casto ante los padres justo en el momento de la pedida, el posterior beso no menos casto ante el altar, el beso ligeramente más lujurioso, pero con atisbos de pudor dado ante los comensales, tiene como lógica consecuencia el beso final enroscado de amor y pasión con que debe necesariamente culminar el matrimonio. El beso es inseparable del escalón que lleva a la pareja de la originaria chispa a la culminación de la pasión.

Hubo un tiempo en el que besar a una mujer subrepticiamente o por sorpresa equivalía a violarla. En esas mismas fechas en países con tanta reputación de liberales como Francia, si un hombre y una mujer jóvenes se veían a solas era como si hubiesen copulado y, necesariamente, debían casarse o de lo contrario, ella estaría deshonrada y él gozaría de fama de burlón y vividor. Así estaban las cosas a mediados del siglo XIX. Enrique Casas recuerda que “los besos no hacen chiquillos, pero tocan a vísperas”. Así pues, en Europa el beso era algo especial que no podía ser objeto de frivolidades de ningún tipo. Besar equivalía a comprometerse. No es seguro que los besos supieran mejor con tanta responsabilidad y presión.

Concebir así el beso era un legado de la tradición romana. Quintiliano, en el siglo I de nuestra era, consideraba que dos adolescentes, si se besaban, ya podían ser considerados marido y mujer. Esa misma legislación romana establecía que si dos novios se besaban antes de la bendición matrimonial y uno de ellos moría, el otro no podía recuperar las donaciones si había besado a la otra parte. En los tribunales romanos las partes presentaban pruebas y testigos de que el beso se había producido o no y, cuando la demostración se realizaba fehacientemente, el magistrado podía emitir sentencia rigurosa.

Los griegos preferían besar en la frente o en los ojos, pero no en los labios. Además, tenían a bien estirar de las orejas justo en el momento en que besaban en la frente. Era la mayor muestra de amor clásica. No dar el tirón implicaba desconsideración y ausencia total de afecto. Los íberos romanizados heredaron esta legislación pero con una limitación que destaca Hinojosa: “el íbero que besaba a la esposa antes de sacrificar a Ceres y sin que estuvieran presentes ocho testigos podía ser castigado por el suegro, privando a la novia de un tercio de sus bienes”. En el Fuero Viejo castellano e establecía que bastaba con que la mujer fuera besada para que retuviera toda su dote. Posteriormente, en las Leyes de Toro reducía esta cantidad a la mitad.

Llama la atención constatar dos contradicciones. Primero la solemnidad y seriedad que los antiguos atribuían al beso en contraste con lo banal del mismo acto en nuestros días. En segundo lugar la importancia que tuvo el beso entre los antiguos indo-arios y el desconocimiento del beso propio de muchos pueblos primitivos y no tan primitivos, pero sí lejanos. Los japoneses por ejemplo hasta no hace mucho eran refractarios al beso. Los filipinos –pásmense- besaban acercando las narices y sorbiendo. Cuando entraron en contacto con occidentales, cuentan los viajeros del siglo XVIII y XIX que se acostumbraron a besar con los labios, pero –vuelvan a pasmarse- no podían evitar deslizar la nariz. Para ellos, besar equivalía a oler. Lombroso opinaba que para los primitivos besar equivalía a oler. Así pues, no todos los pueblos besaban en el pasado. Entonces, ¿de dónde procede el beso utilizado por los amantes para demostrar su amor o por los novios para formalizar su matrimonio?

Hay interpretaciones para todos los gustos. En la prehistoria las mujeres mascaban la comida para sus pequeños, como ahora vemos en los documentales de la “2” que hacen muchas especies. La boca era, desde entonces, un instrumento de supervivencia. En el alba de la civilización el contacto entre las bocas para dar y recibir alimento, se convirtió en un rito de reconocimiento entre las familias, los clanes y el poder. Los chinos en esto fueron unos precursores y las más antiguas referencias al beso con lengua y saliva se remontan a la cultura taoísta. Estas tradiciones han subsistido hasta nuestros días en el Imperio Medio y se ha considerado que a través del beso se transmitía energía de la mujer al hombre. Las prácticas taoistas establecían técnicas para optimizar la acumulación de energía. El mejor momento era –tomen nota- justo cuando la mujer –a ser posible virgen- tenía su primer orgasmo. En ese preciso instante, el varón debía besarla en la boca y aspirar el aire que fluyera de sus pulmones. Así se aseguraba la eterna juventud. Ha habido interpretaciones más bien forzadas como la que apareció en la edad media. Tras el ritual del beso en las culturas judeo-cristianas es posible avistar la transmutación de las esencias, el vino y el pan, la saliva y la lengua. La saliva es el espíritu y la vida, por su parte, la lengua la carnalidad. En el siglo XIII, dos amantes, Paolo y Francesca, fueron descubiertos al intercambiar un beso. Muertos, son condenados a verse pero no tocarse. Así los ve Dante en su infierno particular. En el Renacimiento describir literariamente un beso equivalía a revelar un la consumación del acto sexual. En el siglo XVI, el beso se afirma en el galanteo. Es justamente en esta época cuando el beso consagra las ceremonias matrimoniales. El hombre da el beso y en este acto asume su rol de cabeza de familia con todos sus derechos y obligaciones.

En general podemos confirmar, sin temor a exagerar, que el beso como muestra de amor conyugal fue privativo de los indo-europeos. Fueron ellos los que elevaron el beso al rango de signatura del compromiso o de desliz que implicaba obligaciones estrictas. En el siglo XVIII las costumbres empezaron a alterarse en la Francia ilustrada y enciclopedista. Montaigne se lamentaba de la proliferación de esta costumbre y Santa Evremoniana escribía que “El beso que en Turquía, Italia y España es el comienzo del adulterio, no es en París más que un cumplido. Los besos son una mercancía que no cuesta nada, que no se gasta, que abunda siempre”. En esa época las cosas habían llegado muy lejos en el libertino país de Moliere: una dama estaba obligada a ceder sus labios a aquel que se los requiriese con tal de que el galán –por repugnante que fuese- estuviera acompañado por tres criados. Un fastidio para las madamas de la época. La revolución de 1789 acabó con todo esto, pero no pudo evitar que el romanticismo posterior restituyese el beso como muestra de pasión y compromiso. De ahí que los novios cuando se besan al ser unidos en matrimonio confirmen el valor de la bendición sacerdotal o de la sanción del juez con un beso y que vuelvan a exhibir su amor en el momento del brindis ya en el convite.
© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es

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