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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

MILICIA

¿Mili obligatoria?

¿Mili obligatoria?

Info-krisis.- Las declaraciones del Teniente General Rafael Comas, jefe del cuartel general terrestre de “alta disponibilidad” de la OTAN, ha causado cierto revuelvo al proponer recuperar el servicio militar obligatorio bajo “otro formato”. Vale la pena meditar un poco sobre esta propuesta, lo que implicaría y lo que implicó el servicio militar obligatorio en su época. Lo que parece innegable es que el fracaso de la transformación del servicio militar obligatorio en ejército voluntario realizada, aprisa y corriendo y sin medir consecuencias, abre el camino directamente a este debate.

La historia militar en unos brochazos

El servicio militar obligatorio fue una institución relativamente reciente (a finales del siglo XVIII y principios del XIX) en la que el “derecho a llevar armas”, un privilegio que estaba solamente al alcance de la nobleza y de algunas pocas capas de la sociedad, fue sustituido por el “deber de defender a la nación” extendido horizontalmente a todos los ciudadanos. Antes no encontramos ejemplos históricos de ejercicio obligatorio de la milicia extendida a todos los ciudadanos.

La educación espartana (“agogé”) convirtió aquel Estado en una comunidad guerrera, pero ni periecos ni ilotas, capas inferiores, tenían derecho a las armas, solamente los espartanos podían acceder al entrenamiento militar y a un puesto en la falange hoplítica. Por su parte, en Roma no existió nada parecido al servicio militar “horizontal”: todos los romanos de pleno derecho debían pasar un largo período en el ejército si querían acceder a algún puesto de mando en el Estado; por otra parte, los romanos eran encuadrados en determinadas unidades militares según su nivel económico: se exigía a los más poderosos que lo hicieran en los cuerpos de élite, los que más arriesgaban en los combates, y a los que tenían menos hacienda se les encuadraba en un lugar tras la primera línea combatiente. Quienes más tenían más debían ofrecer y arriesgar. La caballería ligera romana, por ejemplo, siempre estuvo compuesta por patricios, mientras que los honderos se limitaban a lanzar piedras tras la primera línea, permaneciendo en puestos de poco riesgo en tanto que formados por clases más modestas. Quien tenía más, debía arriesgar más. Quien tenía menos debía mantenerse en posiciones más seguras. Tal era el concepto de “justicia social–militar” de la época.

En la Edad Media el derecho a llevar armas se redujo a la nobleza. El combate a caballo y con espuelas, con lanza horizontal y mandoble era privativo de la aristocracia guerrera que desde los siete años iniciaba su entrenamiento militar y lo culminaba a los veintiún. Uno de los episodios centrales en la vida de un caballero era su iniciación: el velar las armas la noche anterior, el espaldarazo (una bofetada, un golpe con la espada en los hombros, según la época y el lugar), la fórmula de ordenación (“en el nombre de San Miguel y san Jorge”) y la colocación de las espuelas, eran los ritos guerreros que daban al caballero el derecho de llevar armas y de usarlas. La humanidad medieval, organizada en estamentos, hizo de la caballería y de las Órdenes militares las estructuras organizativas de la nobleza guerrera, como las órdenes religiosas lo fueron de la función espiritual y los gremios y hermandades artesanales lo fueron de la función productiva.

Con el Renacimiento el “guerrero” se convirtió en “soldado” (aquel que combatía por la soldada, el sueldo) generalizándose la figura de los condotieros y de los soldados de fortuna. Pero, aún el ejército distaba mucho de ser de leva. No fue sino hasta la Revolución Francesa cuando surgió la idea de sustituir la idea del “derecho a portar armas” por la del “deber de defender a la nación” extendida a toda la población. Fue en ese momento cuando el ejército se “democratizó”, es decir, acabó integrando, no solamente a los miembros de la casta guerrera, sino a todos los ciudadanos, incluso a aquellos por cuyas venas no había ni una gota de sangre caliente, ni siquiera en sus cerebros existía la combatividad, el aplomo y la agresividad necesarios para pisar con decisión un campo de batalla.

La guerra se transformó el “total” (Clausewitz) en el sentido de que afectaba a toda la población y debí movilizar a todas las energías de la nación. Las necesidades bélicas de la República y la idea de “igualdad” llevaron directamente al servicio militar obligatorio, considerado como un deber. Ese fue el que conocimos todos los que hoy tenemos más de 35 años.

El pacifismo, la objeción de conciencia y sus razones

Tras las Segunda Guerra Mundial, especialmente a partir de la segunda mitad de los años 60, apareció un movimiento pacifista que alcanzó su más alta cota veinte años después. De ahí emanó la idea de “objeción de conciencia” (negarse a aprender el uso de armas concebidas para matar). Ese movimiento “pacifista” tuvo diversos orígenes: por una parte, era una “ideología” que trataba de emular a Gandi o a Martin Luther King, iconos de ese tiempo; pero por otra, en buena medida, estos movimientos recibían financiación por parte de agentes del Este interesados en debilitar a las sociedades occidentales especialmente en los momentos en los que el presidente Reagan inició lanzó la idea de “Guerra de las Galaxias” situando el listón armamentístico a un nivel que la URSS ya no pudo seguir, optando –especialmente durante la polémica sobre el despliegue de misiles tácticos Pershing II en Alemania– por realizar operaciones psicológicas en Occidente estimulando el movimiento pacifista.

Era evidente, por lo demás, que una parte creciente de la juventud de aquella época ya no estaba dispuesta a hacer nada por alguien que no fuera por ellos mismos. En España, durante el período de Felipe González la sociedad civil prácticamente desapareció, el joven empezó a replegarse en sí mismo, dejó de pertenecer a organizaciones políticas, sindicales o culturales; los nuevos modos de vida y los nuevos avances técnicos exacerbaron el individualismo y las ideas igualitarias y pacifistas, junto con el haschisch (la propuesta de “despenalizar las drogas” lanzada por los socialistas en 1983 tuvo como resultado 3.000.000 de votos incluso de gente que nunca había votado y que nunca volvería a hacerlo; a partir de entonces, el Estado “aflojó” la presión sobre el narcotráfico y liberó el consumo individual). El haschisch sume en un estado de placidez apática y narcosis en el que desaparece cualquier instinto agresivo (hasta que la concentración de THC –mediante el abuso de cannabis o mediante el consumo de variedades con una gran concentración del principio activo– es superior a lo que el cuerpo puede absorber y aparecen las psicosis cannabicas…). Las drogas, a fin de cuentas, no son más que armas al servicio de “operaciones psicológicas” o de “guerras de baja intensidad”.

Entre la juventud se impuso la idea de “igualdad”y “antiautoritarismo”: nadie tiene el derecho de ordenar nada a nadie, nadie tiene el derecho de imponer a alguien lo que no quiere hacer, nadie tiene el derecho de pedir un compromiso con la sociedad, ni la prestación del servicio militar, ni de la “prestación social sustitutoria” que solamente realizaba una parte muy reducida de quienes alegaban objeción de conciencia... Se demostró a las claras que el problema no era el “pacifismo” en sentido estricto, sino que había aparecido una moral insolidaria, libertaria y ultra-individualista que se negaba a realizar cualquier “servicio” (civil o militar) a la comunidad.

Los valores que habían acompañado a la constitución de 1978 eran “horizontales” (libertad, igualdad, fraternidad), mientras que los principios de la milicia eran “verticales” (orden, autoridad, jerarquía). Difícilmente podían convivir poder militar y poder civil sin que, antes o después uno de ellos quedara erosionado. Los sucesos del 23–F habían contribuido al desprestigio de las FFAA, especialmente del Ejército de Tierra y a la desmoralización de buena parte de la oficialidad. El felipismo redujo el ejército a un grupo funcionarial burocratizado y subordinado completamente al poder civil. Narcís Serra (hoy procesado por su gestión al frente de Caixa Catalunya en donde fue “colocado” como premio a su gestión como Ministro de Defensa) operó esa desastrosa transmutación a la sombra de la crisis del Ejército de Tierra a partir del seudo–golpe del 23–F.

Sea como fuere, lo cierto es que, en 1996, cuando Aznar llega al poder e instaura el “ejército profesional”, solo unos pocos jóvenes hacían la mili. Los comandantes de las unidades militares enviaban a los padres de los reclutas cartas cuando los hijos salían de maniobras para tranquilizarlos sobre lo que iban a hacer… Ni los padres–al menos una notable mayoría– querían que sus hijos se incorporaran a filas y hacían todo lo posible por evitarlo, ni los hijos tenían el menor interés en jurar fidelidad a la bandera. La agonía del servicio militar obligatorio tuvo mucho de grotesco.

La transformación del “ejército de leva” en “ejército profesional”

La transformación fue completamente desafortunada. En realidad, se trató de un primer paso hacia la “privatización” de las Fuerzas Armadas. Pocos años después, la Academia General Militar de Zaragoza contrataba los servicios de una compañía de seguridad para realizar la vigilancia de sus instalaciones… El proceso de burocratización de las fuerzas armadas siguió adelante. El “ejército profesional” tenía horarios de oficina y jornadas intensivas, libraba los fines de semana y los “empleados” (mucho más que militares) se repartían los puentes y las vacaciones. Buena parte de las unidades militares dejaron de ser operativas. Quienes ingresaban en filas lo hacían, bien para aprender un oficio, bien para huir del paro, pero muy pocos porque sintieran que alguien tenía que defender la soberanía nacional.

Cuando estalló en 1989 la segunda guerra del Golfo (la de Kuwait) y el gobierno de Felipe González decidió enviar unidades navales, se produjeron deserciones por parte de jóvenes horrorizados por pensar que debían aproximarse simplemente a un teatro de operaciones. El ejército era todavía de leva. Sin embargo, cuando tuvo lugar la guerra de Irak y el gobierno Aznar decidió enviar unidades militares al terminar las operaciones, algunos jóvenes declararon estar encantados por participar activamente en un conflicto e incluso en operaciones de combate en las que han participado, han demostrado un alto nivel de eficiencia. Parecía como si la transformación del ejército de leva en voluntario hubiera sido, en algún aspecto, correcta… Quienes se alistaban y pedían como destino unidades de élite era porque llevaban la milicia en sus genes. Daba la sensación de que nunca más, tomarían las armas jóvenes sin carácter suficiente para afrontar los combates ni que los instructores perderían el tiempo enseñando la disciplina y creando un imposible esprit de corps en jóvenes que eran negados para la milicia. Y es que la milicia no es para todos (de hecho solamente lo ha sido en un corto período de la historia), sino para determinados caracteres.

Para dar una utilidad al “ejército profesional”, el gobierno de turno usó y abusó de este tipo de operaciones en el exterior. Nunca quedaba claro del todo el sentido de estas misiones: para Felipe González se trataba de separar a los combatientes serbo–croatas, para Aznar de defenderse contra el “terrorismo internacional”, para Zapatero de repartir bocadillos y combatir la pobreza… Y, sobre todo, lo que no quedaba claro era porqué se asumía protagonismo en conflictos que no tenían absolutamente nada que ver, en ninguno de los casos, con la seguridad nacional y, sin embargo, esta estaba cada vez más al descubierto, nuestras fronteras desprotegidas y el concepto mismo de “integridad y soberanía nacional” desprestigiado por la pasividad ante las riadas masivas de inmigrantes que a partir de 1997 impusieron su presencia de facto en nuestro país, siendo en la práctica inexpulsables.

Hoy el 20% de los efectivos de nuestro ejército está compuesto por inmigrante atraídos por la paga y por la nacionalidad. No parecen los mejores estímulos para lograr la eficiencia. Eficiencia que todavía está más mermada si tenemos en cuenta que buena parte de las unidades militares no son operativas, otras tienen el armamento anticuado y apenas existen trazas de una política de defensa clara y eficiente.

Pero, sin duda, el principal fracaso del ejército voluntario es que una vez el joven agota su tiempo de permanencia en filas no recibe ningún beneficio en la sociedad civil. Ésta parece no agradecerle su tiempo de dedicación a la defensa nacional. Sería, por ejemplo, lógico que para ocupar plazas en empresas de seguridad, policías locales y demás cuerpos policiales, se exigiera el paso por la milicia. El joven aporta los mejores años de su vida a la milicia, pero luego el Estado no aporta una contrapartida que compense el momento en el que la edad lo desplaza fuera de las FFAA.

Reavivar la polémica sobre el servicio militar obligatorio

Falta presupuesto, falta industria de armamento, falta inversión, pero sobre todo falta conciencia de lo que es la seguridad nacional, la misión de las fuerzas armadas, y la conciencia de que nuestra sociedad está atravesando una crisis de valores sin precedentes. Estamos viviendo una crisis de Estado: todo lo que nació en 1978, incluso la concepción sobre el papel de las Fuerzas Armadas, está en crisis.

Es evidente que en estas circunstancias las declaraciones del teniente general Rafael Comas son especialmente pertinentes y deberían servir para un debate en profundidad sobre el tema. Tal debate, por supuesto, ya no puede ser asumido por unos partidos políticos desprestigiados, en crisis y sin margen de maniobra más allá de su mera supervivencia. El tema les resulta incómodo: ni el servicio militar obligatorio, ni el voluntario, ni el papel asignado para las fuerzas armadas en la constitución, han traídos efectos benéficos ni sobre la sociedad (que está mucho peor hoy que en 1978), ni sobre las FFAA (que atraviesan una triple crisis sin precedentes: en su dotación, en sus valores, en su papel en la sociedad). No se puede esperar, por tanto, que sea en el parlamento en donde se debate este tema, sino, como máximo en la sociedad, especialmente, en los medios militares y en los medios civiles conscientes de que no se puede seguir recorriendo caminos sin salida como si aquí no pasara nada.

Hay que recordar que el Ejército Español sirvió para varias generaciones de jóvenes como escuela de formación: quien llegaba a las FFAA sin saber leer ni escribir, salía de ellas manejando estas habilidades y en muchas ocasiones con una profesión. Es cierto que esto pertenece a la España del subdesarrollo y que hoy el marco social y cultural es muy diferente, pero también es cierto que en las FFAA era frecuente que muchos jóvenes adquirieran una experiencia útil para su vida en sociedad. Durante un amplio ciclo, las FFAA educaron y formaron a generaciones de jóvenes españoles. Es innegable que parte de la crisis de valores de la sociedad española, y especialmente su “horizontalidad” extrema, la ausencia de espíritu de sacrificio, de entrega, de disciplina, la ignorancia de lo que supone el principio de autoridad, de “código de conducta” (al menos de un código que realmente valga la pena vivir), el desconocimiento de la existencia de otras tierras de España, la falta de convivencia entre los nacidos en un lugar u otro del país y la consiguiente pérdida de cohesión nacional, tienen mucho que ver con la desaparición del servicio militar obligatorio.

Pero, desengañémonos, éste no volverá. El propio teniente general Comas es perfectamente consciente de ello cuando alude al “servicio militar con otro formato”. Solamente pequeños países como Austria, Chipre, Estonia, Finlandia, Grecia o Dinamarca, mantienen el servicio militar obligatorio. En España, los partidarios de no restablecer el servicio militar obligatorio alegan que ya existe un cuerpo de reservistas previsto por ley para utilizar cuando sea necesario. Eluden decir que este cuerpo está reducido a la mínima expresión, sin medios y habitualmente mal visto por el ministerio que percibe en sus filas ideas “poco democráticas” y conceptos demasiado claros y realistas sobre defensa, seguridad nacional, enemigo, aliado o la disciplina y el modelo social.

Los contrarios al restablecimiento del servicio militar tienen razón al afirmar que la sociedad ha cambiado mucho y que aportaría poco a la eficacia de la defensa y menos aún a la sociedad. Ni siquiera el teniente general Comas fue capaz de definir qué entendía por mili de “otro formato”.

Cuando se alega que es necesario insuflar valores a la sociedad y que esto podría hacerse a través del servicio militar obligatorio, los contrarios a la propuesta explican que no es esa la misión de las fuerzas armadas… y quizás tengan razón, pero, cuándo ni la familia, ni la escuela, ni los medios de comunicación transmiten valores ¿a quién le corresponde hacerlo?

En términos generales las posiciones del debate tienen que ver con la eficacia de las fuerzas armadas (o bien es más eficiente desde el punto de vista de la defensa, el ejército profesional o lo es el ejército de leva), con la situación de la sociedad (en una sociedad avanzada el joven puede conocer el mundo y relacionarse con otros sin tener que recurrir necesariamente al servicio militar, o bien el servicio militar ofrece la posibilidad de convivencia de gente de muy diverso origen social o geográfico), o, finalmente con los valores (o las FFAA transmiten valores a los jóvenes a la vista de la ausencia de otras estructuras sociales que lo hagan, o bien esa no es su misión): un debate que los partidos no abordarán, que no interesa a los medios y sobre los que ningún partido mayoritario tiene una posición concreta… Y, sin embargo, un debate necesario que forma parte del debate sobre la defensa nacional. Un debate difícil porque ambas posiciones tienen sus ventajas y sus problemas.

Quizás de lo que se trata es de idear un nuevo modelo de milicia y definir su papel en tiempos de crisis. La antigüedad tuvo su modelo (cuyo paradigma fue el “derecho de utilizar armas” por parte de la nobleza), las sociedades burguesas nacidas a partir de la Revolución Francesa tuvieron su modelo (el ejército de leva, democrático, extendido a todos y subordinado al poder político). Seguramente, en estos momentos de transformación y cambio, ni uno ni otro son los modelos viables y convenientes: las nuevas tecnologías, las nuevas necesidades sociales propias de momentos de crisis extrema, marcan necesariamente la necesidad de un nuevo modelo de fuerzas armadas. Pero, vale la pena no olvidarlo también, que nunca una sociedad ha precisado tanto de los valores que todavía se enseñan en las Academias Militares y que es preciso reinsertar en la sociedad tales valores porque solamente de ellos puede surgir una reconstrucción de nuestras sociedades.

© Ernesto Milá – info|krisis – infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen

 

Locura y milicia (IV de V). Lope de Aguirre, “el traidor”, “el loco”, “el peregrino”

Infokrisis.- Su figura ha sido tratada hasta la saciedad por novelistas y se han filmado incluso dos películas recordándole, los estudios históricos sobre su figura han proliferado y no se descarta que en el futuro genere nuevo interés pues, no en vano, no todos los días la historia alumbra de un Lope de Aguirre. Personaje nietzscheano por excelencia, megalómano, Caro Baroja dice de él que es un personaje de gran guiñol y añade que los Aguirres de Oñate frecuentemente ven relacionado su apellido con el lobo (lupo, Lope), que se asocia al apellido Lope. El lema que acompañaba al escudo “Omnia si perdideris, famam servare memento” (“Aunque pierdas, recuerda de mantener tu fama”). Cuando en el siglo XVI un animal estaba asociado al escudo nobiliario de una familia equivalía a que reconocer que ese animal iba a tener gran importancia en la vida de ese linaje. Se trataba de un resto de las antiguas creencias totémicas. Había en Lope de Aguirre mucho de lobo.

Que fue un guerrero no cabe duda. Como buena parte de la caballería y de la nobleza medievales, tenía cierta ilustración y había leído a los clásicos, él mismo en sus escritos –especialmente en su archifamosa carta a Felipe II- se expresaba con claridad y finura; incluso tenía buena letra y suele utilizar latinismos en sus escritos. Conocía así mismo, la política de Felipe II, lo que indica que estaba al cabo de la calle de la actualidad de su momento histórico. Pero, sobre todo, él se consideraba un guerrero y, como recuerda Caro Baroja, practicaba cierto desdén hacia los “ombres ceuiles”. En sus horas más sombrías seguía recordando ese linaje de guerreros al que pertenecía. Decía por ejemplo: “Yo bien sé que me tengo que condenar pero en el infierno no tengo yo de estar con la gente bahúna, sino con Alejandro Magno, con Julio César, con Pompeyo y otros príncipes del mundo”.

Cuando Lope de Aguirre nace (1510) estamos en pleno Renacimiento, pero en los altos valles de Guipúzcoa se viven todavía conceptos propios de la Edad Media. Lope de Aguirre es, ante todo, un guerrero impregnado por esos conceptos y especialmente por el deseo de demostrar su valor y temple. A esto se le llamaba “más valer”. El concepto de igualdad era completamente inexistente para la humanidad medieval y solamente existía un régimen estricto de jerarquías en función de méritos adquiridos. La aspiración de un guerrero era “valer más” que cualquier otro. Dice Lope de Aguirre en su carta a Felipe II: “En mi mocedad pasé el océano a las partes del Pirú, por valer más con la lanza en la mano y por cumplir con la deuda que debe todo hombre de bien”.

Un guerrero medieval no podía concebir ni el honor ni la jerarquía sino era en función del concepto de “más valer”. Cualquier hazaña se realiza para “valer más”, todo acto de heroísmo o de servicio no tiene otra justificación más que demostrar el propio temple. El propio Aguirre recalca este concepto en su carta a fra Francisco Montesinos: “… porque después de creer en Dios, el que no es más que otro, no vale nada”. En la cúspide de la pirámide jerárquica se encuentra el guerrero que vale más que cualquier otro, en la base el que no vale nada. Cuando se demuestra la propia valía, la cúspide de la jerarquía aceptar el acto de afirmación personal con su reconocimiento explícito.

Lope de Aguirre de había criado en este concepto que vivió intensamente por lo cual reaccionó de manera desaforada ante lo que juzgaba era la indiferencia y la falta de reconocimiento a su valía por parte del emperador Felipe II. Lope juzgaba que había sido tratado injustamente por el emperador que había desconocido su valor en las guerras del Perú. Desde 1531, Lope de Aguirre había puesto pie en el nuevo continente siguiendo a Rodrigo Buran, para enrolarse luego junto a Cristóbal Vaca de Castro y participar en algunos enfrentamientos cuando ya su fama de aguerrido, pendenciero y exaltado se había extendido por el virreinato. Se enfrentó a Gonzalo Pizarro para liberar al enviado de Felipe II y aplicar las Leyes Nuevas que debían liberar a los nativos. En los enfrentamientos, Lope resultó herido en el pie derecho y la explosión de un arcabuz defectuoso le quemó las manos. Gonzalo Pizarro y Francisco de Carvajal, el Demonio de los Andes, fueron finalmente derrotados en 1546 cuando Lope de Aguirre era sargento mayor y se había desplazado a Nicaragua.

En 1551, al regresar a Potosí, cometió un abuso sobre unos indios lo que le valió ser procesado. En su defensa alegó que era “hidalgo de buena familia” lo que no impidió que fuera azotado públicamente por orden del juez Francisco de Esquivel al que perseguiría durante tres años y cuatro meses a lo largo de 6.000 km hasta matarlo, episodio por el cual fue declarado culpable en rebeldía.

Vázquez describe así a Lope de Aguirre: "Fue hombre de casi cincuenta años, muy pequeño y poca persona; mal agestado, la cara pequeña y chupada; los ojos que si miraban de hito le estaban bullendo en el casco, en especial cuando estaba enojado… Fue gran sufridor de trabajos, especialmente del sueño, que en todo el tiempo de su tiranía pocas veces le vieron dormir, sino era algún rato del día, que siempre le hallaban velando. Caminaba mucho a pie y cargado con mucho peso; sufría continuamente muchas armas a cuestas; muchas veces andaba con dos cotas bien pesadas, y espada y daga y celada de acero, y su arcabuz o lanza en la mano; otras veces un peto".

Es muy probable que fuera la sentencia del juez de Esquivel la que tendría un extraordinario impacto emocional en Lope de Aguirre mucho más que los azotes a los que fue sometido. A través de esa sentencia se demostraba que sus esfuerzos por “más valer” no habían sido tenidos en cuenta, sus méritos pasados no habían logrado borrar su culpa presente, ni sus múltiples heridas al servicio de la corona, ni siquiera su apoyo a la legalidad vigente frente a los nobles levantiscos.

Cuando en 1560, el virrey Andrés Hurtado de Mendoza organiza una expedición para buscar El Dorado, estaba claro que su intención era deshacerse de los antiguos combatientes curtidos en las guerras civiles, algunos empobrecidos y otros como Lope de Aguirre, simplemente resentidos por no haber sido reconocido su “más valer”. Las posibilidades eran dos, que encontraran la mítica ciudad y el brusco enriquecimiento les hiciera sentar la cabeza, o simplemente que todo fuera un mito y murieran en la aventura. Tal fue la innoble motivación que originó la famosa expedición de “los marañones”.

En total no llegaban a 1000 hombres de los que solamente 300 eran españoles siendo el resto esclavos negros y sirvientes indios. Cuando Lope de Aguirre sintió bajo sus pies las aguas del río Marañón ya era un hombre con el juicio enturbiado y un odio cerval hacia la autoridad imperial y cualquiera de sus servidores. Era inevitable que Pedro de Ursúa, que comandaba la expedición fuera el objeto inicial del odio de Lope. Ursúa, por lo demás, había llevado a la expedición a su amante mestiza y pronto Lope extendió el rumor de que Ursúa desatendía sus obligaciones y estaba completamente volcado a su amante (lo que, por otra parte, parece que era cierto). Lope de Aguirre entendía que él valía más que Ursúa para encabezar la expedición, juzgaba que sus méritos eran muy superiores y parece milagroso que tardara un año, desde que se inició la expedición, en derrocar y asesinar a Ursúa.

Pero El Dorado parecía huir de los “marañones” y estos respondían a las calabazas del destino causando estragos entre las poblaciones que recorrían. Quizás el resentimiento, la brutalidad y la sensación de ser desconsiderado, fuera larvando a lo largo de ese primer año, agravado por las privaciones, los accidentes, las enfermedades y los choques con los indígenas que poco a poco fueron mermando la expedición. Puede pensarse en un clima de progresiva pérdida del sentido de la realidad y de enrarecimiento de las relaciones personales que debió agravar la locura incipiente de Lope de Aguirre. Y fue así como se llegó a la jornada del 23 de marzo de 1561 cuando Aguirre reunió a 186 capitales y soldados y les instó a firmar una carta declarando la guerra al Imperio Español, carta que él mismo firmó con el nombre de “Lope de Aguirre, el traidor” y que se preocupó de hacer llegar al Emperador.

La carta es una pieza de megalomanía pero con destellos de lucidez. Básicamente, la carta explica al Emperador que él y los firmantes “hemos salido de tu obediencia, desnaturalizándonos”. No se trata de una expresión habitual en el lenguaje de las armas del siglo XVI, pero sí tenía un sentido preciso: indicaba la voluntad de los firmantes de dejar de estar sometidos a la corona imperial y renunciar a tener a Felipe II como Rey y Emperador ¿Era admisible que en tiempos de Felipe II, alguien se “desnaturalizara”? Era posible, en efecto, hacerlo y así lo preveían las leyes medievales empezaron por el código de las Siete Partidas en donde se dice que la “desnaturalización” puede sobrevenir en cuatro supuestos: por una traición del vasallo, por culpa del señor que practica excesos y obliga a cargas insoportables vasallo, cuando el señor deshonra a la mujer del vasallo y, finalmente cuando alguna de las partes no respeta una decisión superior. Lope de Aguirre estima que  es el segundo supuesto el que está justificado para romper con el Emperador de las Españas y es al que se acoge.

Caro Baroja ha demostrado que si bien la carta de Lope de Aguirre es un signo de desmesura y, por tanto, de locura megalomaníaca, la fundamentación jurídica y los argumentos que utiliza, no son los de un castellano del siglo XVI, pero sí los de un vasco del siglo XV, porque, nuestro guerrero era, un hombre de temperamento medieval, casi como alguien de otro tiempo perdido en un universo hostil que cada vez entendía menos y provisto de unos valores que cada vez quedaban más atrás en el tiempo y, por tanto, parecían más incomprendidos a la vista de todos.

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Locura y milicia (III de V). Ungern Khan

Infokrisis.- Aquellos pocos que se aproximan a la figura de Ungern Khan reconocen en él, a primera vista, el paradigma del guerrero enloquecido. Su hazaña es similar a la expedición de los “marañones”: como ellos cruzaron el Amazonas, Ungern Khan y su división asiática de caballería cruzaron Siberia. Ambos, Lope y Ungern fueron despiadados con sus enemigos y más todavía con sus propios hombres. Los dos eran hombres cultos, los dos habían nacido guerreros y ambos tenían delirios místicos que estuvieron presentes en el trasfondo de sus aventuras. Los dos terminarían rodeados de sus últimos leales y muertes bajo el fuego enemigo. Ambos, estaban locos.

Jalones de una vida

Ungern Khan von Stemberg había nacido en Graz, Austria, hijo de una familia de Baltenritter (“barones del Báltico”, de origen alemán. Creció en Reval, Estonia. Estudió en la Academia Militar de San Petersburgo, y de paso por Siberia quedó fascinado por el estilo de vida de los nómadas. Al estallar la I Guerra Mundial es destinado al frente de Galitzia, en Polonia, donde se acreditó como un oficial valiente, a menudo temerario y en torno al cual proliferaban los chismes sobre sus excentricidades. Se decía que el general Wrangel, su superior en el Ejército Ruso, tenía miedo a ascenderlo intuyendo lo que sería capaz de hacer. En su expediente como oficial de operaciones figuraba una palabra que sintetizaba la opinión que tenían sus superiores de él: “imprevisible”.

Al igual que Lope de Aguirre, Ungern era un guerrero cultivado, familiarizado con las literaturas europeas, cuyas lenguas dominaba: Dante, Goethe, Dostoïesky o Bergson constituían algunas de sus lecturas favoritas. Ambos experimentaron un deseo de independencia de los poderes establecidos, fueron incapaces de adscribirse a ningún bando y, finalmente, la desmesurada ambición de sus obras denotaba por sí misma su grado de locura. Tanto Ungern como Lope evidenciaron un extraño impulso místico. La megalomanía y la crueldad, mezcladas con una lucidez extrema, desembocaron en la locura absoluta entre ambos. Ambas vidas son incuestionablemente paralelas.

Es posible que su atracción por Asia procediera del recuerdo de su abuelo, un aventurero que finalmente resultó expulsado de la India por los británicos para retornar a la isla Báltico en donde los von Stemberg tenían su feudo. Poco después se le acusó de “naufragador” pues encendía fuegos que despistaban a los navíos y les hacían embarrancar en la isla donde eran saqueados. Con tales antecedentes familiares no era raro que Ungern Khan se considerara procedente de un “linaje de guerreros donde la sangre de los hunos y la de los germanos se mezclan”.

Las primeras noticias que llegaron a España sobre este personaje se deben a la obra de Ferdinand Ossendowsky, Bestias, Hombres y Dioses, publicado en España antes de la guerra civil. En su obra, Ossendowsky que había sido ministro en el gobierno contra-revolucionario, narra su atribulada fuga de la revolución bolchevique que le lleva por Siberia y Mongolia. Gracias a él conoceremos la tradición del “Rey del Mundo” y la figura de Ungern Khan. Hubo de pasar mucho tiempo, casi cincuenta años, para que el cómic de Guido Crepax diera unas pinceladas breves sobre el personaje en uno de los cómics de su serie Corto Maltés. En 1973, Julius Evola le dedicó un artículo  en el diario Roma, en donde explicaba que había conocido a su hermano: “Nosotros mismos tuvimos ocasión de oír hablar directamente de Stemberg por su hermano, que debía ser víctima de un destino trágico: habiendo escapado a los bolcheviques y regresado a Europa a través de Asia tras toda clase de vicisitudes increíbles, él y su mujer fueron asesinados por un portero preso de la locura cuando Viena fue ocupada en 1945”. Poco antes, la revista Etudes Traditionelles, aportó algunos datos sobre la personalidad de Ungern Khan transmitidos por el que había sido jefe de artillería de su división. Evola comentaba que en Mongolia la figura de Ungern Khan fue adorada en templos budistas como “manifestación del dios de la guerra”, Mahakala.

En tanto que Mahakala, Ungern tomó partido contra los bolcheviques y recorrió Asia combatiéndolos. Se enfrentó a los chinos a los que expulsó de la zona que ocupaban en el Tíbet, marchó hacia Mongolia y ocupó el país contando con el apoyo de la jerarquía lamaísta local. Tras vencer a los rusos blancos, a los ejércitos bolcheviques solamente les quedaba terminar con la “división asiática de caballería” comandada por Ungern Khan. Y a eso se aprestaron en agosto de 1921. Tras su muerte y durante muchos años la figura de Ungern Khan alcanzó especial relieve entre las comunidades budistas de Asia Central siendo considerado como una especie de santo y venerado como tal aún hoy en los templos budistas de Mongolia.

A lo largo de toda su vida solamente tuvo una filosofía en la que creyó profundamente y que él mismo resumió así: La victoria o la derrota son dos putas mentirosas. Solo me interesa la guerra, nunca lo que viene después. Es preciso combatir hasta el final. También yo considero que esta guerra está perdida, pero la desesperación es tan mentirosa como la esperanza. Sólo cuenta una cosa: ser aquello que se es y hacer lo que debe hacer”.

En el infierno de la guerra civil rusa

Evola, en su artículo publicado en el diario Roma, nos confirma que Ungern-Stemberg pertenecía a una vieja familia báltica de origen vikingo y añade que “mandaba en Asia, en el momento en el que estalló la revolución bolchevique, numerosos regimientos de caballería, que poco a poco acabaron convirtiéndose en un verdadero ejército. Ungern decidió combatir con éste la subversión roja hasta las últimas posibilidades”. En realidad, Ungern estuvo contra los bolcheviques pero también contra los “blancos”. Lo que Evola no explica es que, Ungern fue enviado por el Gobierno Provisional ruso, el último democrático antes de la ocupación el poder por los bolcheviques, al extremo oriente ruso acompañado por el general Semiónov, atamán de los cosacos. Una vez allí les sorprendió la revolución de octubre de 1917 y ambos militares optaron por el campo contra-revolucionario. Cuando esto sucedía, la fama de Ungern como personaje excéntrico e irracional ya era suficientemente conocida en el ámbito militar. Allí, en Siberia y Mongolia demostró que estos adjetivos no eran inmerecidos. Pronto empezó a actuar fuera de cualquier disciplina de Wrangel y Kolchack, los jefes militares de la contra-revolución y haciendo gala de un comportamiento cada vez más exaltado, excéntrico y cruel hasta el punto de que cuando conoció al ingeniero Ossendowsky le dio: «Mi nombre está rodeado de tal odio y de tanto terror que nadie consigue distinguir la historia de la leyenda».  

Su ejército englobaba a cosacos de Transbaikalia, mongoles, buriatos, y rusos, y era una muestra de selección natural: le seguían aquellos que estaban lo suficientemente locos o que experimentaban un impulso místico enfebrecido como mínimo tan grande como su jefe.

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Locura y milicia (II de V). Los “berserkir”, guerreros enloquecidos

Infokrisis.- Si en la primera parte de este artículos hemos aludido sobre todo a la “teoría”, nos queda ahora ver en la práctica esta locura en que figuras aparece como más representativa y realizar un recorrido en parte mítico y en parte histórico para extraer, finalmente, algunas conclusiones.

Los “berserkir”, guerreros enloquecidos

Los relatos escandinavos mencionan a grupos de hombres llamados “berserkir” guerreros que actuaban como osos y de los “ulfhednar” que serían hombre-lobo, o mejor, "hombres con piel de lobo". En el canto VI del Yinglingansaga se les describe así: "(...) sus hombres (los de Odín) marchaban sin cotas de malla, enfurecidos como perros o lobos, mordían sus escudos, fuertes como osos o toros. Mataban a sus enemigos, pero ni el hierro ni el fuego los dañaba. Tal es lo que se llama el furor de los “berserkir”". Descripción completada por esta obra del skaldo Thorbjörn Hornklofi, quien en su composición “Hrafnsmal”, los describe así durante la batalla: "Allí los “berserkir” gritaban -la batalla se desencadenaba -pieles de lobo ululaban salvajemente, las lanzas silvaban (…) Pieles de lobo se llamaban, se les ve actuar, ensangrentados los escudos. Rugieron las espadas cuando llegaron al combate; el rey sabio en el combate se hace proteger por rudos héroes que alzan sus escudos" .

Christophe Levalois en su libro Le symbolisme du Loup (está incluido en Infokrisis como “Simbolismo del Lobo”) recuerda que estos ritos estuvo presente en la mayoría de civilizaciones indo-arias. Dice Levalois:

“En el combate algunos galos llevaban cascos ornados con cabezas de lobo. Georges Dumézil señala, en “Heur et malheur du guerrier”, la transformación en lobo de un héroe del “Mabinogi de Math”. Los Fianna, élite guerrera de la Irlanda mítica, obedecían al héroe “Finn” (o “Find”), dios-ciervo, esposo de la bicha “Sadv”. Incluso si el animal de referencia, el ciervo, difiere, poseen, sin embargo, la mayor parte de las características de las demás órdenes guerreras indo-europeas. Hemos evocado, anteriormente, en la Italia antigua, a los lucanios, los hirpinios y los “Hirpi Sorani”, literalmente, "hombres lobo". Los lupercas, sacerdotes encargados de ejecutar los ritos de las lupercales, eran elegidos entre familias que detentaban hereditariamente esta función. La mitología griega ha conservado huellas de dos órdenes guerreras, quizás igualmente sacerdotales, cretenses: los curetes, protectores míticos de Zeus “couros”, "niño" y los Dactylos, de los cuales, según la leyenda, Hércules formaba parte. También hemos visto a los “doai” de Rumanía. Según Eliade: "(...), parece bastante probable que su nombre étnico deriva, en última instancia, del epíteto ritual de una fraternidad guerrera". Sociedades similares estaban presentes en Irán. Widengren observa:"Los orígenes de la sociedad de hombres irania (al igual que la comunidad india correspondiente, que ha encontrado su traducción mítica en la hueste divina de los Maruts) se remonta a los tiempos arios. Está compuesta por jóvenes guerreros; sus miembros son los “mairya”- (en sánscrito marya-), literalmente: hombre joven (...).

Los guerreros son llamados igualmente (...) "lobos". Sus adversarios hablan de ellos como de "lobos bípedos", más peligrosos que los lobos cuadrúpedos. En su culto, estos hombres veneran a un héroe matador de dragones (...). En Irán, es Mithra quien patronea estas hermandades (...)"

La India védica no tenía, que sepamos, sociedades guerreras con el lobo por símbolo. Sin embargo, debieron existir hermandades similares, a la imagen de los Maruts, temibles divinidades que acompañaban a Indra. Estos tienen por padre a Rudra, "Aquel que grita", dios a la vez destructor y fecundador que se convertirá en Shiva en los textos post-védicos. Bajo el nombre de Sharva, vaga por los bosques adoptando la forma del lobo. En el Mahabhárata, uno de los héroes se llama Vridokara, "vientre de lobo", nombre asociado a la valentía, el honor y la victoria heroica”.

Todas estas sociedades de hombres tenían rasgos extraordinariamente similares

Los berserkir, hombres-oso y hombres-lobo

Se revestían con las pieles de los animales totémicos: cambiar la piel equivalía a una transformación. El guerrero deja de ser él mismo para convertirse en un loco. Determinados ritos totémicos terminaban de reforzar esa unión entre el animal-tótem y el guerrero iniciado en esa cofradía. En el momento en que se cubren con esas pieles, empiezan a comportarse como lobos o como osos, imitan sus movimientos, incluso entre sí dejan de hablar y solamente aúllan: han mutado su personalidad.  A partir de ese momento, realizarán sus correrías en la noche, amparados por la luna, huyendo del sol.

Tácito, en su Germania, alude a los guerreros harii: "En cuanto a los Harii, además de un poder mediante el cual superaban a los pueblos que acabo de enumerar, su alma feroz iba más lejos aún que su salvaje naturaleza valiéndose de los recursos del arte y del momento: escudos negros, cuerpos pintados; para combatir, elegían noches oscuras; el horror solo y la sombra que acompañaban a este ejército de lemures bastaban para llevar el terror, ningún enemigo podía soportar esta visión estremecedora e infernal, pues en toda batalla los primeros vencidos son los ojos". Tácito confundía a un pueblo –los harii- con lo que solamente era una “männerbund”, una hermandad iniciática.

Por si el ritual de transformación del guerrero en oso o  en lobo no era suficiente, estas hermandades excitaban su fuerza ya agresividad mediante bebidas enervantes que ingerían hasta más allá de la intoxicación. Odín mismo no se alimentaba más que de vino y otros guerreros legendarios de los horizontes indoeuropeos para acometer una tarea de excepcional riesgo (matar a un Dragón, realizar una conquista, luchar contra un dios) ingieren una “bebida sagrada” (será el soma, la ambrosía, el licor de la inmortalidad, el haoma. Dice la vieja saga: "aquellos que se transforman en lobos, en el éxtasis provocado por el haoma"  y Virgilio en “Las bucólicas” alude al mismo brebaje: "Estas hierbas y venenos cogidos en el Puente, Maris mismo me los ha dado: el Puente es fértil en veneno. Yo he visto, por su virtud, a Meris trocarse en lobo y esconderse en los bosques (...)".

La sexualidad descontrolada es también otro signo de estas hermandades totémicas: Odín, el dios que se encuentra en el centro de las concepciones guerreras de los pueblos del norte es llamado también Gauti, "aquel que engendra, procrea" y, simplemente, Gondlir, "miembro viril" e incluso es significativo que en Roma las prostitutas fueran llamadas “lobas” y este nombre siempre se vinculara a un desenfreno sexual en la mujer. El guerrero loco que se tiene por lobo busca en la loba su compañía.

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Locura y milicia (I de V) ¿Por qué aparece la locura en el guerrero?

Infokrisis.- El Diccionario de la Real Academia define la locura como privación del juicio, gran desacierto y acción inconsiderada, acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa y exaltación del ánimo producida por algún incentivo… Y al repasar el significado de la palabra, no podemos sino recordar algunos de los rasgos más extremos y paradójicos de la milicia. ¿Qué diablos hace una cabra en la Legión Española? ¿Y qué pensar de Reinaldo de Chatillon que alcanza Tierra Santa para redimir sus pecados y allí aumenta sus culpas asaltando caravanas completamente fuera de sí para romper una y otra vez treguas labradas trabajosamente? ¿Y qué pensar de aquel mayor de tropas aerotransportadas que animaba a hacer surf entre las balas en Vietnam y que tan bien retrató Coppola quizás porque realmente existió? ¿No hubo mucha locura entre nuestros conquistadores de América? ¿Y entre los supervivientes de las tropas de asalto alemanas que habían combatido en la I Guerra Mundial no fue una muestra de locura el que prosiguieran su angustiosa experiencia en las filas de los reikorps?

Muchas actitudes de la milicia no son comprendidas por la sociedad: ¿Para qué tanta disciplina? ¿Para qué ese machismo que tiende a llevar a consumos exajerados de alcohol? ¿Por qué proclamar ser “novios de la muerte”? ¿Por qué los mosqueteros eran considerados “gascones locos”? ¿Por qué un oficial de marines fuera de sí, William Calley, asesinará a mujeres y niños indefensos en Mi-Lay, Vietnam del Sur?  ¿Es razonable que 300 espartanos aguantaran a pie firme a un ejército compuesto por 300.000 hombres en el paso de las Termópilas? Decididamente, parece haber mucha locura en la milicia. Sin embargo, aquí nos interesa la locura clínica, no la que deriva de una incomprensión del lenguaje militar por parte de la sociedad civil. Esa incomprensión suele darse entre casta y casta: ¿Por qué la casta sacerdotal practica la castidad? ¿Por qué ni una voz se alza dentro de los conventos de la trapa? ¿Por qué los menestrales tenían un lenguaje secreto propio de cada oficio? ¿Qué hace de un marino el que necesite estar en la mar? No son estas las incomprensiones que nos interesan ahora y a las que ya hemos aludido en otra parte de nuestra obra Milicia. Introducción a la tradición guerrera. Ahora toca aludir a la locura clínina, la que hace que existan guerreros que experimentan una realidad aparte, no solamente con otras castas, sino incluso dentro de su misma casta. Estos guerreros parecen vivir fuera del mundo, incluso, contra el mundo. Sus comportamientos son excéntricos, sus juicios descabellados, su agresividad salvaje e incontrolable.

En las líneas que siguen intentaremos explicar el porqué aparecen estos comportamientos. A qué se deben y cuáles son sus orígenes. Aludiremos especialmente a algunos guerreros suficientemente conocidos –Ungern Khan von Stemberg y Lope de Aguirre- para redondear nuestra tesis y terminar de ilustrar la figura del “guerrero loco”.

¿Por qué aparece la locura en el guerrero?

Existe en la milicia una facilidad para conocer la locura, no sólo por la irracionalidad de la experiencia bélica en sí misma -irracionalidad creciente a medidas que las destrucciones que provoca aumentan- sino por el proceso de entrenamiento para el combate. Este proceso, como hemos visto, se basa en reforzar tres nexos: el que une el guerrero a su unidad generando el sprit de corps, y, el que refuerza la cohesión interior del guerrero uniendo los principios de su “código” ético con su práctica en el ejercicio de la milicia y finalmente, el que supone reforzar las potencialidades del propio cuerpo y las reacciones reflejas e instintivas del mismo. Como todos los entrenamientos los practicados por la milicia son particulamente duros porque intentan modificar las pautas de comportamiento que el sujeto ha tenido hasta vestir el uniforme. De ahí que ese entrenamiento deba de ser, en ocasiones, brutal. No se enderezan troncos retorcidos, acariciando su corteza sino sometiéndolos a tensiones que romperán a algunos.

En la película La chaqueta metálica se muestra mejor que en cualquier otra el entrenamiento de los marines de los EEUU que no es diferente en relación a ningún otro cuerpo de élite. Se percibe perfectamente como el recluta debe renunciar progresivamente a su ego, renunciar a él cuando viste de uniforme y cuando está en combate. Solamente así emergerán actos reflejos, la unidad adquirirá sprit de corps y, por tanto, máxima eficacia. Algunos reclutas asumen perfectamente el entrenamiento; se diría que han nacido para responder eficazmente a las pruebas y al estilo a los que se someten. Otros cumplen y pasan las pruebas pero su interior parece impermeable a la milicia. Cumplem pero no creen. Cumplen por miedo, por no ser señalados por sus compañeros o cumplen por pura inercia, pero la milicia no ha logrado penetrar profundamente en su piel. No han nacido para la milicia: de hecho, el fenómeno no es nuevo, los menestrales medievales luchaban en defensa de sus ciudades, a pesar de que no habían nacido para luchas sino para producir bienes con sus manos. Y, finalmente, están aquellos otros que enloquecen con la experiencia. En la película citada, uno de estos, pasa de ser un “recluta patoso” a una “máquina de matar”… a costa de su locura. Y esa locura se proyecta contra el sargento mayor que la ha sometido durante 90 días a todo tipo de tensiones, privaciones, burlas y sufrimientos.

Detrás de estas distintas respuestas ante el entrenamiento militar, lo que existen son distintas potencialidades del individuo que o está interiormente más volcadas hacia la acción en unos casos, en otros hacia la contemplación y en otros hacia el trabajo sobre la materia. Cuando, a partir de la Revolución Francesa, aparecen los ejércitos de leva, se desconoce el hecho de que hay caracteres y mentalidades que no están volcadas a la acción y que por tanto no tienen la misma respuesta ante el entrenamiento militar. Y en algunos de estos algo parece romperse interiormente.

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La yihad no es como para tomársela a broma (II de II)

La yihad no es como para tomársela a broma (II de II)

Infokrisis.- Ofrecemos la segunda parte de este pequeño estudio sobre la yihad y que, en realidad, se trata de un capítulo de una obra mayor, exactamente de la II Parte de nuestro libro "Milicia" que está en fase de ampliación y revisión. Algunos de los comentarios y contenidos de este pequeño ensayo tiene, pues, más lógica y son más fácilmente comprensibles en el contexto de esta obra de la que todavía quedan seis capítulos más por completar.

 

 

¿A quién hacer la guerra y cómo hacerla?

En sus primeras décadas, como toda religión joven, el Islam se mostraba excepcionalmente optimista en relación a su destino. Existían tradiciones islámicas –incluso atribuidas a Mahoma- que aseguraban que pronto caerían Constantinopla y la odiada Roma (justo en esas mismas centurias oscuras los rapsodas que caminaban por Europa cantaban a “Roma La Grande”). La situación anímica de estos islamistas era muy parecida a la de los cristianos en tiempos de Nerón cuando estaban persuadidos de que en breve caería la “gran prostituta del Apocalipsis” y quisieron ver en el incendio de Roma (si no lo provocaron ellos) una confirmación de la profecía.

Mahoma no previó todos los tipos de conflictos. Se limitó a proponer la guerra contra los infieles y a considerar ese “modelo bélico” como obligación de todos los musulmanes. Pero había otros tipos de conflictos que Mahoma no había previsto: revueltas interiores, guerras civiles, y episodios de lucha contra los infieles que no estaba claro cómo debían afrontarse: ¿qué hacer, por ejemplo, con los emisarios de los infieles, infieles a su vez? ¿Habría que degollarlos como enemigos que eran? ¿Debía respetárseles la vida en virtud de la hospitalidad? Los tratadistas islámicos desde el siglo VII emplearon buena parte de sus energías en discutir sobre esta materia.

Abu Bekr fue el primer en imponer algo de claridad cuando en el 632 escribía: “Os impongo diez normas ¡Aprendedlas bien! No prevariquéis ni os apropiéis de ninguna parte del botón, no practiquéis la traición ni la mutilación. No matéis a niños, ancianos, ni mujeres. No arranquéis ni queméis palmeras, ni cortéis árboles frutales. No degolléis ovejas, vacas o camellos si no es para comer. Encontraréis gente que se ha retirado a ermitas, dejadles cumplir el propósito para el que han hecho esto. Encontraréis personas que os dan fuentes con distintos tipos de comida. Si las aceptáis, pronunciad el nombre de Dios sobre cuanto comáis. Encontraréis gente que se ha afeitado la coronilla, dejando un poco de pelo a su alrededor. Golpeadles con la espada. Id, en nombre de Dios, y que Dios os proteja de la espada y de la peste”. Contradicciones aparte, el texto es una especie de “ley islámica de la guerra”, una “convención de Ginebra” que intentaba reglamentar la forma de hacer la guerra en relación al ganado y a los civiles infieles. A medida que pasó el tiempo y que la nueva religión se enfrentó cada vez ante más problemas, tuvo que aumentar sus escenificaciones.

Pronto apareció la teoría de los “cuatro enemigos” que es importante para considerar los deberes y las obligaciones de los islamistas ante sus enemigos. Estos cuatro enemigos son: infieles, bandidos, rebeldes y apóstatas. El tratamiento que el islam les depara es completamente diferente en cada caso y las leyes de la guerra empleadas son en cada uno diferente.

De estos tipos de conflicto, la guerra contra los infieles era la única sobre la que Mahoma había dicho algo y la que, en rigor, era considerada yihad. Desde la perspectiva de la ortodoxia islámica todo infiel es, por definición un enemigo y ante todo enemigo la obligación del islam es combatirlo. Este concepto no ha cambiado desde los tiempos de Mahoma y genera extraordinarias dificultades en los regímenes islamistas para explicar sus relaciones diplomáticas con regímenes infieles. En Irán, los musulmanes ortodoxos tienden a criticar al gobierno de la República Popular China simplemente porque es “ateo”, por mucho que éste país sea el único en el que se puede apoyar para contrarrestar el belicismo intervencionista norteamericano.

A pesar de que los tratadistas islámicos reconocen que el estado normal entre fieles e infieles es la guerra, se vieron forzados a reconocer que, en determinados momentos podía llegarse a acuerdos y pactos temporales, especialmente si permitían mejorar las propias posiciones. Lewis recuerda que los dos términos equivalentes a “pacto” son hudna (calma, tranquilidad) y sulh (pacto, armisticio). Pero, con todo, la palabra mejor conocida y más extendida que sugiere “paz” es salam. Al saludarle los musulmanes suelen utilizar la frase salam aleykum (la paz esté contigo)… pero vale la pena realizar una matización sobre esta expresión fraternal y hospitalaria. Es más, es un tipo de saludo que hoy podría entenderse como xenófobo en la medida en que solamente podía utilizarse entre musulmanes, pero no con infieles: con estos se utilizaban otras expresiones de saludo, pero nunca el deseo de “paz” pues, no en vano, el estado normal de las relaciones con infieles era –y sigue siendo- la guerra. Hay algo de cinismo en todo esto. Por ejemplo, en el Islam se suele utilizar esta fórmula de salutación dirigida a los infieles con los que se relaciona: “¡La paz sobre quien siga el camino de Dios!”… “camino” que es evidentemente el Islam, luego la fórmula solamente puede ser felizmente acogida por el islamista aun cuando el destinatario de la salutación aparentemente cordial no sea islamista. Era una fórmula cortés y remilgada que evitaba decir: “La paz sea contigo si sigues el camino del Islam y si no lo sigues esa paz no es para ti”… Las sutilezas islámicas son así.

Finalmente están los apóstatas y la guerra contra ellos. Para todas las religiones abrahámicas la apostasía figura como el peor delito, pero así como en el judaísmo moderno implica apenas el alejamiento de la sinagoga y solamente entre judíos integristas supone una especie de repudio social, y en el catolicismo es algo que ha terminado por ser intrascendente, el islamismo sigue manteniendo el mismo fanatismo del período coránico.

De hecho el mundo no islámico es el Dar al-harb, literalmente “el Territorio de la Guerra” en donde al no creyente se le llama harbi, forma adjetival de la palabra guerra. El harbi no es lo mismo que el dimmi, o no creyente sometido a un gobierno musulmán (acepta la protección musulmana y paga impuesto al Estado islámico). La misma palabra dimmi implica “contrato”: derechos reconocidos a cambio de deberes hacia la autoridad musulmana. Existe un tercer tipo de “ciudadano” desde el punto de vista islámico, el mustam’min, que equivale al ciudadano no musulmán de paso por tierra islámica. A éste es al único que se le permite practicar su religión y está exento del pago de impuestos, pudiendo asociarse junto a otros como él en comunidades con leyes propias, sujetas al poder islámico. Un salvoconducto le permite que su condición sea reconocía.

Pronto la realidad situó a los islamistas ante algo que no habían prevista: deberían enfrentarse tanto a bandidos como a rebeldes de confesión islamista. Contra ellos no podía decretarse una movilización general ya que no se trataba de yihad. Los enemigos no eran infieles, sino islamistas y las leyes de la guerra no podían ser, pues, las mismas. En 1058 aparecen algunas normativas para el conflicto contra los bandidos. En efecto, al.Mawardi, un jurista musulmán de la época explica que “es lícito matarlos mientras van o vienen”, pero no se les puede perseguir… Si han asesinado se les puede exterminar, pero si no lo han hecho pueden salvar la vida. Son responsables de los daños materiales causados en el curso del conflicto. Pueden ir a la cárcel si son capturados y están a la espera de juicio. Si los bandidos recaudan impuestos el dinero recaudado tendrá la misma consideración como si hubiera sido robado y será reembolsado a quienes lo entregaron.

El islamismo distingue entre el grupo de bandidos (piratas, corsarios, salteadores) y rebeldes (golpistas, disidentes políticos, fracciones dinásticas). Se les combate con la misma intensidad pero con algunos matices. Al rebelde islámico, otro musulmán solamente puede matarlo en el campo de batalla, pero nunca será ejecutado por un brazo islámico. Tampoco pueden ser esclavizados (los infieles, en cambio, sí), ni ser secuestrados a la espera de un rescate (los infieles, sí) y las propiedades de que disponga solamente puede confiscarse si antes hubiera pertenecido al Estado; se les puede dar hospedaje (a los apóstatas, en cambio, no se les puede dar y a los infieles ni se considera la posibilidad de que algún islamista los aloje). Si los rebeldes recaudan impuestos, se consideran legítimos y no deben devolverse, ni volverse a recaudar. Con ellos pueden, finalmente, firmarse pactos.

La guerra contra rebeldes o los bandidos no era considerada yihad. Así como a los bandidos y a los rebeldes la legislación islámica los ve como a musulmanes que, por algún motivo, se han opuesto a la autoridad, pero que siguen siendo musulmanes y, por tanto, la guerra contra ellos nunca puede ser declarada “santa”. Algo que no se aplica en el caso de los apóstatas. En efecto, la lucha contra quienes han nacido en el Islam y han renunciado a él, no solamente adquiere ese carácter de yihad sino que suele revestir la mayor crudeza. Algunos tratadistas islámicos consideran que durante la lucha contra otros musulmanes se pueden firmar pactos y es necesario respetarlos, no así los que se firman con los gobernantes de los “territorios de guerra” (esto es con gobiernos no islámicos), ni con los apóstatas.

La lucha contra el apóstata es, en sentido propio, yihad. A diferencia del no creyente (kafir) que jamás ha aceptado al Islam, el apóstata ha conocido el Islam y ha renunciado a él, adquiriendo por eso mismo la consideración de enemigo; para el islamismo quién tiene la oportunidad de “conocer la verdad” y rechazarla, tiene olor azufre y un aroma satánico; hacerle la guerra es lícito y necesario.

A la hora de combatir contra el apóstata se emplearán normas de guerra mucho más duras incluso que contra el no creyente o el bandido. Nadie le podrá dar alojamiento, ni autoridad alguna lo dotará de salvoconductos; ningún pacto o armisticio podrá firmarse con él. Si resulta capturado jamás será considerado prisionero de guerra. Ni puede convertirse en dimmi, ni seguir el destino de los capturados en la yihad: ser esclavo. Sus únicas posibilidades son retractarse o morir. Si se retracta se le perdonará por los delitos cometidos durante el tiempo que duró su apostasía y se le devolverán las propiedades confiscadas. Si se niega resultará decapitado. El problema que ya denunció al-Gahiz en el siglo IX es que para los teólogos cualquiera que está en desacuerdo con ellos pasa a ser un apóstata…

En la práctica, la legislación islámica considera al apóstata como el peor de los delincuentes y, por tanto, en los países islámicos se procura que ningún ciudadano tenga la posibilidad de abandonar su religión secular y sumarse a otra. Y esto explica suficientemente porqué la libertad religiosa es completamente inaceptable en países como Marruecos y porqué se reprimen con singular dureza las muestras de proselitismo realizadas por otras religiones entre la población marroquí, íntegramente islámica (salvo la minoría judía).

El islam no es como otras religiones

En la historia del Islam aparecen figuras de una indudable talla guerrera y militar. Ahí está el piadoso Almanzor que llevó sus razzias desde Santiago de Compostela a Barcelona y, sin duda, la imagen de Saladino, cuyo sentido del honor caballeresco era, como mínimo, tan elevado como el de sus ponentes en las cruzadas. A fin de cuentas todo guerrero de raza termina siguiendo el mismo camino que cualquier otro distante en el espacio, en el tiempo, y compartiendo los mismos valores. La esencia de la tradición guerrera es la impersonalidad activa y poco importa si el vehículo es el islamismo, el cristianismo o el shinto. Pero, dejando aparte, la valoración extremadamente positiva de algunos guerreros islámicos en el trasfondo de esta religión se percibe un elemento problemático ya desde su origen.

¿Por qué una religión debería extenderse hasta el infinito? ¿Por qué todo lo que encierra es “orden” y lo que está fuera de ella “caos”? ¿No hay en todo ello un reduccionismo implícito? Y lo que es todavía peor, ¿por qué una religión debería propagarse mediante la guerra y no mediante la predicación y el convencimiento, o simplemente con el ejemplo?

Para responder a todo esto hay que tener en cuenta algunos elementos que se remontan al origen del islamismo. El Islam es la última religión “revelada”. Todo lo que ha seguido después apenas han sido sectas o confesiones minoritarias, irrelevantes en el devenir histórico. Es la única religión que se ha generado en el ciclo histórico que los clásicos llamaron “edad de hierro” y que corresponde a la misma época que los redactores de las sagas nórdicas titularon “edad del lobo” o que la india de los Brahamanes bautizó como “kalí-yuga”, la última de las edades, la más decadente, la edad de la disolución y el caos… nuestra “época”, en definitiva, un ciclo vital que según algunos historiadores de las religiones abarca entre 2.225 años y 2.500 y que en Europa debió iniciarse en el siglo VI a. JC tal como sostiene Guénon en La crisis del mundo moderno, situándose el año 0 de la Hégira (632) prácticamente en la mitad de ese ciclo “oscuro”.

El Islam es la religión más simple que jamás pueda concebirse en sus preceptos y en su práctica. Exige poco, pero exige sobre todo algo que no es propio del guerrero: la sumisión. Si el yihadista muere en combate es por “sumisión a Dios”, si la mujer lleva velo lo hace también por “sumisión”. Todo en el Islam es “sumisión” hasta el punto de que puede afirmarse que la sumisión es la ley interior del Islam y supone la imposición, por un poder exterior al guerrero, la obligación de luchar y morir para propagar su fe.

No hay en el Islam diferencias de casta. Y esto es muy importante. En todo el ámbito indo-europeo, la sociedad trifuncional definida por Dumezil reconocía que el combate y la guerra eran la función, no de toda la sociedad, sino solamente de una casta: la función guerrera. El islam carece de castas (que en Europa prolongaron su existencia hasta finales del siglo XVIII), en tanto que su foco originario partió de un sustrato etno-cultural diferente al de los pueblos indo-europeos. Su monoteísmo extremo (y absoluto en relación al cristianismo que concibe a Dios como “uno y trino” y reemplaza a las antiguas deidades romanas de las ciudades y de las corporaciones, por los santos específicos a cada una de ellas) lo confirma como “hijo del desierto” y de la monotonía del un paisaje sin matices y sin variaciones.

El Islam, promovido por Mahoma como forma de legislación para disciplinar a pueblos nómadas con rasgos primitivos e incluso salvajes, experimenta la contradicción entre lo que ha nacido para nómadas pero que aspira a imponerse como religión única y universal gracias a la yihad. Esto hace que muy frecuentemente hayan aparecido en el seno del Islam tendencias desconocidas en las sociedades guerreras: el guerrero indo-europeo asume la defensa de su comunidad, pero nunca está obligado a combatir permanentemente para ampliarla; en la sociedad islámica, la inexistencia de una división trifuncional hace que asuman la condición de guerreros gentes con una constitución interior diferente: artesanos enrolados como guerreros, gentes llamadas a la vía de la contemplación embarcados en razzias sin fin… gentes que se ven sometidas a tensiones muy superiores a las que su constitución interior soportaría y que no reaccionan como guerreros tal como evidencian episodios como la llamada Noche del Foso de Toledo y que repugnan a las tradiciones guerreras.

El episodio ha pasado a nuestra historia en la frase todavía hoy utilizada “pasar una noche toledana”. Ocurrió en el 797, cuando reinaba en Córdoba el emir Al Hakam I quien destinó a Amrus al Lleridi como gobernador de Toledo. Cuando, unos años después, A Hakam anunció que visitaría Toledo su gobernador supo qué presente le entregaría. Amrus convocó a toda la nobleza visigoda a un banquete y a medida que iban llegando, tras cruzar la puerta del alcázar, uno a uno fueron degollados y arrojados a un foso cavado al efecto. Según la leyenda, la masacre continuo hasta que alguien grito: “¡Toledanos, es la espada, voto a Dios, la que causa ese vapor [de la sangre] y no el humo de las cocinas!”. Sólo unos pocos nobles consiguieron sucumbir a la masacre que según algunos autores alcanzo a varios cientos de visigodos toledanos y otros a varios miles. Aún hoy, “pasar una noche toledana” significa en román paladino una noche desapacible de terror e inquietud. La narración envuelta en la bruma de leyenda oculta una verdad histórica estudiada por Levi Provençal sobre la que no hay ninguna duda.

Entre episodios como éste y episodios de fanatismo que todavía hoy siguen apareciendo en el Islam con inusitada frecuencia y manifestándose en lugares de fuerte tensión política, todo absolutamente contribuye a que se tienda a considerar al Islam como una religión diferente a cualquier otra. No hay absolutamente ninguna otra que haga de la guerra una obligación, ni de las armas la forma de realizar su tarea misional. No hay absolutamente ninguna religión que justifique el suicidio de sus miembros en lamentables atentados criminales. No hay gentes dispuestas a matar por su fe, salvo en el Islam.

Cuando se produjo el derrocamiento del Sha de Persia y la instauración de la República Árabe de Irán pudimos ver a masas de islamistas, absolutamente histéricos, manifestándose por las calles de Teherán. Era evidente que estaban sometidos a un proceso de despersonalización en el que se cumplían las leyes de Gustav Le Bon sobre la psicología de masas. Aquellos cientos de miles de individuos que se manifestaban parecían presas de un estado de posesión colectivo que hubiera injertado una sola voluntad. Y es que el Islam es una religión de masas y la única capaz en suscitar hoy el fanatismo de esas masas.

La religión que Mahoma ideó para disciplinar a las primitivas y atrasadas tribus de la península arábiga, sigue anclada en el siglo VII, incapaz de evolucionar e incluso incapaz de entender lo que representa el devenir histórico y la modernidad. La obligación de la yihad, como precepto religioso, ya no tiene cabida en nuestro siglo, ni justificación en el nuevo milenio. Cuando el Islam sigue actualizando su precepto de la yihad no tiene cabida en el siglo XXI. Y si algún día renuncia a él, también habrá dejado de ser Islam. Y este es el gran drama: que el Islam tal como fue concebido en la época originaria es incompatible con cualquier otro pueblo no islámica, y especialmente dentro de pueblos no islámicos (fenómeno de la inmigración). Pero el Islam es un sistema religioso “cerrado” en el cual la reforma de una de sus partes es literalmente imposible. Es lo que tiene el desierto: si insertas en su centro un bosque, deja de ser desierto e incluso puede ser que arraigue la vida.

De los complejos y problemas del Islam en Europa

El guerrero es aquel ser que se mueve con una ley interior que le sitúa como baluarte de su comunidad, como defensor de la misma y como garante de la seguridad de todos. El guerrero no tiene más que fe que su código implícito casi en sus genes. El yihadista es un modelo anómalo de guerrero que no corresponde a la tradición indo-europea, sino más bien al hombre surgido del desierto y que quiere dejarlo atrás, alguien que por una especie de síndrome de fuga aspiró a huir de él, tanto en su expansión por el Mediterráneo hacia la Península Ibérica, como en su expansión en dirección al Este, hacia la Península Indostánica.

Para ese tipo humano, el incumplimiento de la sharia es el peor de los pecados; pero la dureza de la sharia es tal que él mismo, inevitablemente, no puede sino sentirse culpable. Si Mahoma estableció, nítida e inequívocamente, la obligación de la yihad, no practicarla implica sentirse culpable y la única manera de superar esta sensación trágica es encontrando a otro más culpable que él: al infiel, por ejemplo. En su odio hacia el infiel el islamista se reconcilia de nuevo con Mahoma y supera su complejo de culpabilidad: no está en guerra santa con el infiel, pero lo odia, y cuando las circunstancias estén lo suficientemente maduras para ello, se alzará contra el infiel. La yihad se retrasa pero no se olvida, se aparca momentáneamente pero no se destierra para siempre. Pero ¿es esa la yihad que predicó Mahoma o es más bien un sentimiento de venganza y la sublimación de otro complejo peor que el de culpabilidad: el complejo de inferioridad surgido en las últimas décadas?

Este complejo de inferioridad no es gratuito, está ahí y es fácilmente perceptible: la doctrina islámica y su imposibilidad para evolucionar con el paso de la historia (a causa de su rígida e inamovible simplicidad y del encuadre histórico-cultural en el que nació y del que siempre ha sido tributario) ha llevado a los países islámicos a quedar entre 300 y 400 años por detrás de la evolución de la historia; a esto se une el complejo de inferioridad propio de todo antiguo colonizado.

El complejo de inferioridad islámico se agrava además en algunos ambientes sociales islámicos: entre los jóvenes inmigrantes, por ejemplo, que acuden a escuelas europeas. ¿Qué puede pensar un joven de origen magrebí cuando, salvo Mahoma, aparecen muy pocos islamistas en la historia de las ideas o en la historia de la ciencia? ¿Qué puede pensar cuando en la historia de España, el Islam solamente aparece como adversario y enemigo constante desde Tariq y Muza hasta Lepanto, luego con la lucha contra los piratas berberiscos en el siglo XVIII y finalmente con Abdel Krim en el siglo XX? ¿Qué puede pensar cuando los escaparates de lujo españoles o las mujeres en topless que ha visto gracias a una parabólica en los arrabales de Casablanca o de Tánger, no están a su alcance una vez se encuentra a este lado de Gibraltar? Algo peligroso y visceral se revuelve dentro de él. Y ahí vuelve a encontrar al Islam para liberarle de todos estos complejos: y el Islam le dice, “el no islamista es tu enemigo”, “contra el no islamista el único estado amado por Alá es la yihad”.

Al atraso propio del Islam se une el resentimiento del colonizado que se agrava todavía más con el nacimiento de una sensación de frustración social del inmigrante islámico que llega a Europa y no tiene acceso a la mayoría de las excelencias del consumo europeo. En África negra, en gran medida islámica, se tiene tendencia a creer que todo europeo conduce un Porsche y tiene a una mujer con las característica de Claudia Schiffer… y en el Magreb el ídolo es Zinedine Zidan que ha llegado a vivir como cualquier potentado europeo; luego, una vez aquí, descubren que todo esto era falso: que solo hay un Zinedine Zidan y que no todas las mujeres son como Claudia Schiffer… y que a la mayoría de ellos todo esto les estará vetado durante toda su vida. El resentimiento del colonizado, agravado por el resentimiento social, tiende a generar un formidable potencial explosivo que estalló en noviembre de 2005 en toda su virulencia en los arrabales franceses y que, sin duda, volverá a estallar en otros muchos puntos de Europa a lo largo de esta década. Ese resentimiento social hace que muchos inmigrantes se vuelvan hacia la religión islámica que es la única que da forma a su comunidad (comunidad en el exilio económico) y que le da objetivos y metas a alcanzar: dominar al infiel, sublimando y liberando todos esos resentimientos en la realización de un plan divino.

Si a esto se le añaden problemas coyunturales (lo inadecuado del velo islámico para la mujer en Europa, el choque entre la tendencia europea a la igualdad y la integración de la mujer y la imposibilidad para el Islam de aceptar estas líneas), problemas banales de convivencia (la música árabe interminable y radiada a volúmenes extremadamente altos, los altos tonos de voz con los que hablan y discuten en los zocos, tradición trasladada a nuestros barrios de inmigrantes, las costumbres y festividades religiosas incompatibles con los ritmos europeos) todo ello lleva inevitablemente al conflicto y a aumentar las dosis de resentimiento contra las sociedades de acogida.

Además, en el caso español, todo esto se agrava aún más dado que para los imanes que instruyen en las madrassas y dirigen las mezquitas de este lado de Gibraltar, Al-Andalus (España) es tierra sagrada del Islam (aquí están enterrados sus muertos durante ocho siglos de conquista) que ha sido usurpada por “infieles y cruzados”.

No hay, ni puede haber, punto de encuentro posible porque el Islam no es una filosofía que se pueda discutir y con la que se puedan aceptar acuerdos, es una religión que hoy está prácticamente en el mismo estadio que cuando Mahoma la elaboró en el desierto arábigo en el siglo VII. Ellos no van a cambiar (cambiar supondría abjurar) y nosotros no podemos aceptar que una cultura que ha quedado atrás en el decurso los siglos se trasplante a la modernidad europea, condicionándola, amenazándola o atemperándola.

El conflicto está servido, y hay muchas posibilidades de que ese conflicto sirva para reavivar en Europa a la figura del “guerrero” (no del soldado, sino del hombre que asume libremente el papel de defensor de la comunidad) y la sitúe en el centro del protagonismo social.

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La yihad no es como para tomársela a broma (I de II)

La yihad no es como para tomársela a broma (I de II)

Infokrisis.- El problema con algunas concepciones religiosas del Islam es que no son tan terribles como habíamos imaginado, sino frecuentemente mucho más terribles de lo que éramos capaces de imaginar. Todo esto viene a cuento de la concepción islámica de la yihad (que nos resistimos a llamar “guerra santa”) y de sus implicaciones. Conocer el fondo de la concepción islámica de la guerra supone alertar sobre lo que significa el Islam y sobre su incompatibilidad, no solamente con las sociedades europeas, sino con cualquier otra forma de sociedad no islámica.

La guerra santa en el Islam. Matices. Detalles. Distinciones


¿Tiene algo que ver con la milicia el hecho de que alguien suficientemente estúpido como para ponerse un arnés lleno de explosivos se haga picadillo en el interior de un autobús en Israel o en el interior de un mercado en Bagdad? No, desde luego, se hará llamar “fedayín”, “yihadista” o “muyahidín”, pero no pasa de ser un estúpido con el cerebro tan absolutamente lavado que no le queda ni rastro de neuronas. O, quizás de alguien lo suficientemente desesperado por este valle de lágrimas (la vida en Palestina, Afganistán o Irak, tres países ocupados, no es, desde luego, ninguna ganga) que su última esperanza sea acelerar el tránsito hacia el paraíso de Alá. No se muere porque se renuncia o por distanciamiento de la vida (tal como predicaba el estoicismo romano), sino que se muere por ambición en alcanzar el paraíso sensualista en el más allá que compense de las privaciones en el más acá. Nada que ver con el estilo del guerrero europeo.

Sería hoy imposible eludir que la guerra está hoy presente en la modernidad, en buena medida, acompañada por el término “santa”. Y esto nos lleva, desde luego, al Islam. Sólo el Islam alardea de tener un concepto sagrado de la guerra que, en el fondo, no sería sino un último eco de la tradición guerrera ancestral. Pero hay que tener en cuenta con los equívocos: el terrorista actual no tiene nada de santo y quien mueve los hilos mucho menos. Un atentado suicida no suele ser un acto de heroísmo, sino un crimen detestable realizado habitualmente contra civiles indefensos. Vale la pena calibrar exactamente cuál era la noción de “guerra santa” en el Islam a la vista del uso abusivo del término que hacen algunos de sus actuales intérpretes.

La guerra santa es, en efecto, algo que está imbricado en la doctrina coránica… pero que también encuentra cierta resonancia con otros temas propios del catolicismo y del judaísmo, pues no en vano las tres religiones surgen del común tronco abrahámico. Israel combate en guerras ofensivas allí donde Yavhé se lo ordena. Otro tanto ocurre con el “deus vult” (Dios lo quiere) propio de la Edad Media europea. Existe en las tres religiones un común fatalismo que hace del ser humano una especie de elemento sometido a lo divino: si combate, es porque “lo quiere Alá”, Yavhé o Dios Padre. Si vence es porque el dios personal y único está con él. La guerra es pues algo en lo que se intuye un trasfondo sagrado.

A diferencia de las religiones no abrahámicas, el combate no es algo que compete en especial a una casta, la casta guerrera, sino que es la vía a través de la cual, en determinados momentos, el Dios hace cumplir a los hombres su voluntad. Las trompetas de Jericó, el asedio de Damieta y el cerco de Montsegur han sido ordenados por Dios. Los guerreros que participan en estas acciones lo hacen siguiendo la orden divina expresada a través de los mediadores entre lo trascendente y lo contingente, la casta sacerdotal. Basta con cumplir el mandato divino para hacerse acreedor de indulgencias o ganarse una plaza en el Paraíso situado más allá de la vida. Y luego, para algunos guerreros judíos, moros o cristianos, claro, está también la posibilidad de botín: si se muere en combate se alcanzará el paraíso y la recompensa infinita, si se sobrevive al acero se regresará a casa con un abundante botín que habrá justificado las penalidades, los miedos y las angustias de los combates.

Todo esto no parece demasiado edificante. Se lucha por la ambición, por el ego, por obtener algún beneficio e importa muy poco que sea material o espiritual. No es la idea que encontramos en la antigua romanidad, ni mucho menos la que está presente en el Bhagavad Gitta, el libro sagrado del khsatriya hindú, ni en el antiguo guerrero nórdico germánico, ni en la casta de los samuráis, cuyas vías se basaban en la renuncia absoluta, en un –como decía Cortázar en su Rayuela- “tirarlo todo por la ventana y luego en tirar la ventana por la ventana”. Es cierto que los teólogos católicos y musulmanes establecieron algunas correcciones en relación a la doctrina originaria y en determinadas órdenes militares que estaban presentes en ambos campos (especialmente durante las cruzadas) se alcanzó una visión incomparablemente más elevada que el binomio “muerte-recompensa”.

Resulta sorprendente advertir que el término “guerra santa” es, además, “reciente y foráneo” tal como explica Bernard Lewis en su obra El Pensamiento Político del Islam. El islam reconoce que hay “lugares” santos, “personas” santas, pero frecuentemente con connotaciones diferentes al concepto occidental: La Meca y Medina son “ciudades santas”, pero la palabra que se les aplica no deriva de la raíz qds, sino de la raíz hrm, cuyo significado básico es “prohibido” y remite a algo que inspira temor y que se considera inviolable. En cuanto a los “santos” islámicos, tampoco se utiliza la raíz qds sino el término wali que implica “estar cerca” (cerca de Alá, naturalmente). Así pues lo que en Occidente se llama “guerra santa” no es lo precisamente lo mismo que entiende el Islam. El concepto de santidad es muy diferente como veremos.

¿Dos “guerras santas”?

Todo el Islam descansa en el concepto de Sharia: la Ley. En tanto que escrito en mayúsculas implica que es la única ley que merece ser asumida y respetada: emana de Dios, no hay otra superior a ella. En esto el Islam sigue a cualquier otra civilización tradicional que solamente reconoce a leyes que tengan la sanción divina, no las que hayan emanado de los hombres. La diferencia entre las religiones abrahámicas y otras (indoeuropeas y orientales) estriba en que en éstas cada casta tenía su propia ley: la ley del guerrero no era la misma que la del sacerdote y la del artesano no era igual a la del campesino; sin embargo, el monoteísmo que acompaña a las religiones abrahámicas –y de manera mucho más especial al Islam-  introduce en el interior de cada una el elemento reduccionista. Sólo hay una única ley: la del Dios único. En el Islam uno de los preceptos de esa ley es precisamente la yihad.

Desde el punto de vista lingüístico yihad implica solamente “combate”, “batalla”, “esfuerzo” y habitualmente la palabra va seguida por la frase “en la senda de Dios”, esto ha permitido traducirlo de manera abusiva como “guerra santa”. Y no hay duda de que se trata a la guerra convencional. Sin embargo, algunos tratadistas han sugerido que la alusión a la “guerra” podría ser entendida como algo espiritual mucho más que militar.

Julius Evola, por ejemplo, comenta a este respecto:

“… Se basa en un hadith del Profeta, el cual, llegado de una expedición guerrera había dicho: "Hemos vuelto de la pequeña guerra santa para la gran guerra santa". La "pequeña guerra" corresponde a la guerra exterior, a la que, siendo sangrienta, se hacía con armas materiales contra el enemigo, contra el "bárbaro", contra una raza inferior frente a la cual se reivindicaba un derecho superior o en fin, cuando la empresa estaba dirigida por una motivación religiosa, contra el "infiel". Por terribles y trágicas que puedan ser las incidencias, por monstruosas como sean las destrucciones no deja de ser menos cierto que esta guerra, metafísicamente, es siempre la "pequeña guerra". La "Gran Guerra Santa" es, al contrario, de orden interior e inmaterial, es el combate que se libra contra el enemigo, el "bárbaro" o el "infiel" que cada uno abriga en sí mismo y que ve aparecer en sí mismo en el momento en que ve sometido todo su ser una ley espiritual: tal es la condición para esperar la liberación interior, la "paz triunfal" que permite participar en ella a aquel que está más allá de la vida y de la muerte, pues en tanto que deseo, tendencia, pasión, debilidad, instinto y lasitud interior, el enemigo que está en el hombre debe ser vencido, quebrado en su resistencia, encadenado, sometido al hombre espiritual”.

Evola añade en defensa de su tesis que “en el Islam, "guerra Santa", “yihad” y "Vía de Dios" son utilizados indiferentemente. Y añade:

“Quien combate lo hace sobre la "Vía de Dios". Un célebre hadith característico de esta tradición dice: "La sangre de los Héroes está más cerca del Señor que la tinta de los sabios y las oraciones de los devotos". Aquí también, como en las tradicionales de las que ya hemos hablado, la acción asume el exacto valor de una superación interior y de acceso a una vida liberada de la obscuridad, de lo contingente, de la incertidumbre y de la muerte. En otros términos, las situaciones y los riesgos inherentes a las hazañas guerreras provocan la aparición del "enemigo interior", el cual, en tanto que instinto de conservación, dejadez, crueldad, piedad o furor ciego, sirve como aquello que es preciso vencer en el acto mismo de combatir al enemigo exterior. Esto muestra que el aspecto central está constituido por la orientación interior, la permanencia inquebrantable de aquello que es espíritu en la doble lucha: sin participación ciega, ni transformación en una brutalidad desencadenada, sino, por el contrario, dominio de las fuerzas más profundas, control para no estar jamás arrastrado interiormente sino permaneciendo siempre como dueño de sí mismo, lo que permite afirmarse más allá de cualquier límite. Abordaremos ahora una imagen de otra tradición en donde esta situación está representada por un símbolo característico: un guerrero y un ser divino impasible, el cual, sin combatir, sostiene y conduce al soldado junto al cual se encuentra sobre el mismo carro de combate. Es la personificación de la dualidad de los principios que el verdadero héroe posee, ya que las emanaciones tienen siempre algo de eso sagrado de lo que es portador. En la tradición islámica, se lee en uno de sus textos: "El combate es la vía de Dios (es decir, la guerra santa) aquel que sacrifica la vida terrestre por la del más allá, combate por la vía de Dios, ya resulte muerto o vencedor y recibirá una inmensa recompensa". La premisa metafísica según la cual se prescribe: Combatid según la guerra santa a aquellos que hagan la guerra", "matadles donde los encontréis y aplastadlos", "no os mostréis débiles, no les invitéis a la paz", pues "la vida terrestre es solamente fuego que se extingue" y "quien se muestra avaro no es avaro más que consigo mismo". Este último principio evidentemente puede compararse a aquel otro evangélico: "El que quiere salvar su propia vida la perderá y quien la pierda obtendrá la vida eterna", confirmado por este texto: "¿Qué hicisteis vosotros que creéis cuando se os ordenó: descended a la batalla para la guerra santa? Os quedasteis inmóviles. Habéis, pues, preferido este mundo a la vida futura" por lo tanto "vosotros ¿esperáis de nosotros recompensa y no las dos supremas, victoria o sacrificio?"

Por mucho que admiremos y sigamos a Evola (y lo seguiremos siempre), en este punto su planteamiento es frágil pues deriva de una selección incorrecta de fuentes En la doctrina de Julius Evola esta noción de “pequeña” y “gran guerra santa” tiene un lugar central en su consideración del Islam… si bien es algo que el Islam prácticamente desconoce y de lo que Bernard Lewis nos dice apenas que “la inmensa mayoría de los teólogos, juristas y tradicionalistas clásicos, entendieron la obligación de la yihad en un sentido militar y así lo han estudiado y expuesto”. Lewis sostiene que las afirmaciones de las que se hace eco Evola “fueron defendidos por los teólogos chiítas de la época clásica y con mayor frecuencia por los modernistas y reformistas de los siglos XIX y XX”.

Por la época en que se introdujo este concepto, es posible que esta traslación del concepto de “guerra santa” priorizando su carácter “interior” y místico fuera un producto de la colonización europea y que los teólogos islámicos quisieran quitar hierro a la idea de “guerra santa” en un momento en el que tenían todas las de perder. Además, el concepto hubiera alertado a los colonizadores sobre el carácter permanente de la guerra considerada en el sentido islámico. A pesar de que el Islam chiíta enlace con el planteamiento que tanto Evola como su maestro inspirador, René Guénon, se hacen de la “tradición”, lo cierto es que en la corriente mayoritaria del Islam, es difícil reconocer aquello que está presente en otras tradiciones guerreras indoeuropeas u orientales.

Por que, en efecto, dejando aparte que escuelas místicas de ayer y de hoy, e incluso pequeño grupos sufíes, hayan aprovechado el concepto de guerra como una especie de perífrasis simbólica para aludir a una forma de ascesis interior, lo cierto es que en los textos islámicos existe una superabundancia de citas que indudablemente aluden a la guerra en el sentido militar del término y sólo a él recomendando, además, estrategias y normativas para el desarrollo de las operaciones; tal como dice Lewis: “normas que gobiernan el inicio, el desarrollo y el fin de las hostilidades y que tratan cuestiones tan específicas como el comportamiento con los prisioneros y con las poblaciones conquistadas, el castigo a los espías, la utilización de los bienes del enemigo y la adquisición y distribución del botín. Aunque las disposiciones muestran una clara preocupación por los valores y normas morales, es difícil conciliarlas con una interpretación moral y espiritual de la yihad como tal”. Así pues de lo que estamos hablando –y de lo que hablan los islamistas- es de guerra en el sentido contingente de la palabra, no en el sentido trascendente.

La yihad es una obligación en el islam, un mandamiento básico que forma parte de su “revelación”. La yihad no es una guerra ofensiva en la que se pretende derrotar a un enemigo, sino que lo que aspira es a extender la fe islámica. El “misionero” islámico no es aquel que lleva el Corán bajo el brazo e intenta convencer a unos o a otros para la nueva fe con la palabra al estilo del predicador cristiano, sino el yihadista que en otro tiempo llevó cimitarra, luego espingarda y hoy AK-47 o lanzagranadas RPG. Y no es una obligación restringida a una casta concreta, sino de toda la comunidad islámica.

Dado que el mensaje de Mahoma (como el del catolicismo) tiene un carácter universal, de lo que se trata para sus partidarios es para extenderlo a todo el mundo… mediante la yihad (a diferencia del catolicismo que opta por la palabra de sus predicadores y misioneros). No hay otro medio para el Islam de propagar la buena nueva más que la yihad. Y no importa si se trata de un comerciante, de un meditador o de un artesano, la yihad es propia de cualquier varón de la comunidad musulmana. No hay límite temporal para la yihad: durará todo el tiempo en el que tarde el Islam en extenderse a todo el orbe.

Mientras esto no ocurra, el mundo estará dividido entre “caos” y “orden”, esto es entre el mundo de los infieles y el mundo islámico, el dar al-harb y el dar al-Islam. No hay término medio en este combate, lo único que existen son “zonas de combate”, zonas grises en donde ninguna el Islam no tiene fuerza suficiente para imponerse sobre la otra parte; el concepto de “Alianza de Civilizaciones” si se aplica entre el Islam y Europa, no es ni asumible, ni concebible para la otra parte. Durante la trasformación del dar al-harb en dar al-Islam, si en algún momento se establece una tregua o un alto el fuego, siempre será inestable y temporal, aceptado sólo en la medida en que beneficia al Islam, no por afán de “paz”. En rigor será una verdadera “tregua trampa”.

La “Paz”, en mayúsculas, solamente sobrevendrá cuando se haya producido la victoria definitiva del Islam sobre sus enemigos, esto es, sobre todo lo que no es Islam. La guerra para el Islam es pues –en palabras de Lewis: algo “moralmente necesaria, legal y religiosamente obligatoria, hasta el final e inevitable triunfo del Islam sobre los no creyentes (…) No puede acabar con una paz, sino sólo con la victoria final”.

De la razzia y de los distintos nombres del guerrero islámico


En la estricta ortodoxia islámica el fiel musulmán tiene está siempre sometido –y recalcamos lo de “siempre”- a la obligación de practicar la guerra santa. Imaginemos lo que podría suponer para un católico, siempre y en todo momento tener presente que debe de combatir contra los infieles para extender su propia fe hasta bautizar al último de todos ellos y quizás podamos comprender mejor lo que supone este pilar de la doctrina islámica.

Los viejos tratadistas insisten en que esa obligación se mantiene en el momento en el que cambia un gobierno y un califa belicoso es sustituido por otra manso, o cuando un califa prudente y mesurado sucede a otro ambicioso y arrojado, o simplemente psicópata… en todos estos casos, la obligación del musulmán es la misma: practicar la yihad hasta el punto de que Al-Muttaqi explica: “La yihad te incumbe bajo cada emir, tanto si es piadoso como impío y aunque cometa los peores pecados”. Y Lewis, comentando este texto añade: “En la yihad el deber normal de obediencia del súbito se convierte en un poyo armado activo”.

En el lenguaje pre-islámico de la península arábiga hay una palabra, gaziya, que implicaba una incursión en un territorio hostil. Cuando los franceses conquistaron Argelia en 1830 esta misma palabra pasó a ser utilizada en francés y por medio de una alteración fonética perfectamente estudiada se transformó en razzia, prácticamente sin alterar su significado. En árabe y en turco, el participante en una gaziya es el gazi que también se aplicó a los soldados que defendían las fronteras del Islam y que, por tanto, eran los que solían participar en incursiones en territorio enemigo. El gazi (o yahzi) es uno de los nombres con los que se conocen a los guerreros islamistas, lo que los medios occidentales llaman hoy “yihadistas”. Pero hay otros.

La palabra gazi fue utilizada en vida de Mahoma para llamar a quienes le acompañaron en sus expediciones militares. Luego se utilizó para designar a los participantes de las expediciones que irradiaron en los primeros siglos de expansión del islam. Algunos sultanes turcos utilizaron el término casi como título nobiliario el gazi era el “señor de la frontera del horizonte” queriendo significar con ello a los que se encontraban en permanente lucha para extender las fronteras del Islam. Y en una época tardía, hacia el siglo XV, Ahmedi, un poeta otomano, escribe que el gazi es “el instrumento de religión de Dios, el siervo de Dios que limpia la tierra de la inmundicia del politeísmo, la espada de Dios”.

Fedayin, por su parte, es un término con el que los europeos se familiarizaron en los años 60 cuando la resistencia palestina (la Organización para la Liberación de Palestina) empezó a multiplicar sus comandos y sus operaciones en territorio judío. Cada combatiente palestino era un fedayín, un término que había surgido en las cruzadas. Etimológicamente sugiere a “aquel que abandona su vida por una vida mejor” y está ligado a las corriente ismaelitas y, en concreto a los famosos “hashshashín” controlados por Hassan i Sabbah (1034-1124) instalado con sus fieles en la fortaleza de Alamut y conocido como el “Viejo de la Montaña”.

Tras la destrucción de la fortaleza de Alamut y de la liquidación de los “hashshashín”, el término fedayín fue prácticamente desterrado de la lengua árabe y sobrevivió sólo como culteranismo hasta que en el siglo XIX un grupo de conspiradores otomanos lo recuperó. En cuanto a la palabra “hashshashín”, como se sabe, ha pasado a nuestro idioma en el término “asesinos”. En realidad, los hashshashín fueron solamente los guerreros ismaelitas y el término desapareció cuando los mongoles destruyeron Alamut.

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MILICIA: introducción a la obra de próxima aparición

Infokrisis.- Publicamos la introducción  la obra Militia, próxima a aparecer.En las 300 páginas de este libro se contesta a tres preguntas esenciales: ¿para qué fue creada la milicia? ¿a que leyes obedece? y ¿cuál es el futuro de la milicia en el siglo XXI? En su conjunto, esta obra supone un repaso a la tradición guerrera y un intento de recuperar una forma de ser para nuestro momento histórico.

 

M I L I T I A

 

Introducción

Los hermanos luchan y se dan muerte,

los sobrinos carnales quebrantan la estirpe;

malo es el mundo;

tiempo de espadas, tiempo de sangre,

se quiebran los escudos,

tiempo de viento, tiempo de lobos,

hasta que acabe el mundo:

nadie quiere ser indulgente con el otro.

Edda. Poema de los dioses. Poema de la pitonisa

 

En esta obra no vamos a glosar un mundo feliz, sino al mundo que ha sido siempre, y que volverá a ser. Un mundo que hemos olvidado en Europa y que apenas lo tenemos como un espectáculo lejano y distante: el mundo como conflicto. Enst Jünger recordó en un libro que la guerra era “nuestra madre” y tenía mucha más razón de la que incluso él –miembro de la legión extranjera francesa, luego de las tropas de asalto durante la I Guerra Mundial, más tarde oficial de la Wermacht en la Segunda y siempre, hasta sus 102 años, escritor de talento– pretendía tener. 

En realidad, si ha existido evolución y el ser humano ha podido sobrevivir frente a otras especies mucho mejor adaptadas biológicamente a un entorno hostil, ha sido gracias a que fue la única que aprendió a manejar armas. Las armas han sido nuestras eternas compañeras desde que un hombre primitivo, tomó una mandíbula de herbívoro como puñal y un fémur de gacela como porra. De otra manera nos habríamos extinguido. El arma fue la cristalización física de nuestro instinto de supervivencia. Con el tiempo, se hizo evidente que algunos seres humanos estaban mejor dotados para el manejo de las armas y el combate y de ahí surgió la casta guerrera; formada por los defensores de la comunidad, procuraba alimentos cazando o defendía las cosechas. La creciente complejidad de la civilización y la ampliación de las comunidades, fueron los elementos que modularon esta casta y la transformaron en milicia.

Desde el principio, la milicia fue capaz de dotarse de unos valores que la diferenciaban de las dos otras castas. Y el primero de todos fue entender que lo comunitario estaba por encima de lo individual. La terrible verdad de esta casta fue desde el principio asumir que el guerrero no es nada y su comunidad lo es todo; la casta guerrera, en su terrible simplicidad, aprendió pronto a dar y a recibir la muerte. La defensa de la comunidad así lo exigía. Horacio Cocles, sólo con su espada, cierra el puente que da acceso a Roma y muere luchando contra los bárbaros, pero sus compañeros, aprovechan su sacrificio para destruir el puente y cerrar las puertas de la ciudad al invasor. El 29 de mayo de 1453, durante el asedio a Constantinopla, en la puerta de San Romano, los turcos logran penetrar en el recinto amurallado. El Emperador Constantino se despoja de sus insignias imperiales y carga codo a codo junto al noble castellano Francisco de Toledo y sus soldados que recibían órdenes, vitoreaban a Dios y blasfemaban en nuestra lengua. Fue la última carga cristiana en defensa de las libertades bizantinas. Gracias a ella, algunos civiles consiguieron huir del exterminio que les esperaba. Ejemplos como estos son frecuentes. No es solamente el cinematográfico Forrest Gump, uniformado de marine de los EEUU, quien retrocede hasta la zona batida por los morteros del Vietcong para salvar uno tras otro a sus compañeros, es Leónidas y sus trescientos espartanos bloqueando las Termópilas para permitir que las ciudades griegas se preparen para afrontar la invasión asiática, es aquel humilde soldado que fue Miguel de Cervantes, debilitado por la fiebre que pide situarse en el esquife de su galera en Lepanto, es Harald Hardrada luchando en el Puente de Stanford hasta la muerte para “conquistar veinte pies de tierra inglesa”, es la legión extranjera francesa masacrada en Camerón, o la Guardia napoleónica que “muere pero no se rinde”, o, más simplemente responde con un sonoro “mierda” a la oferta de rendición, son los soldaditos españoles en Baler, los “últimos de Filipinas” cumpliendo la orden de resistir hasta más allá del deber y lo racional, son los submarinistas de la Xº Flotiglia MAS hundiendo buques ingleses en la bahía de Suda, en Alejandría y Gibraltar, son los Tercios de Flandes en el sitio de Mastrique o la carga enloquecida de Gerard de Ridefort al frente de sus templarios en San Juan de Acre, rememorada en Balaclava en la Guerra de Crimen por la Brigada Ligera, son los últimos defensores del Berlín destruido que luchan sin esperanzas, fieles a su juramento de “honor y lealtad” en abril de 1945… es toda una teoría de heroísmo ininterrumpido que, finalmente, termina constituyendo lo que hemos llamado, la “tradición guerrera”, el objeto de este estudio. Porque en esto reside la grandeza de la milicia: si bien el guerrero sólo tiene valor en tanto que encuadrado anónimamente en una unidad de combate, es decir, como ente comunitario, finalmente, la figura del “héroe” emerge de forma natural y conquista un valor y una personalidad que puede figurar por derecho propio junto al científico o al asceta. Hubo un tiempo en el que el “héroe” a través de su esfuerzo y de la “prueba del combate” conquistaba la inmortalidad, como Hércules había conquistado la suya a través de sus “doce trabajos”. Aparentemente, resulta paradójico que muchos de quienes aceptan el anonimato de una formación de combate, destaquen como héroes, simplemente, cumpliendo con su deber.

Todo esto parece difícil de comprender en nuestros días. Hemos podido oír a ministros de la defensa explicar con una seriedad pasmosa que “prefieren morir a matar”, aun cuando, evidentemente, ni estén dispuestos a arriesgar un pelo en uno u otro sentido. Hemos podido oír a demagogos que nos explicaban que la pobreza en el mundo se debe solamente a los gastos armamentísticos. Hemos oído a pacifistas que jamás han conocido ni estado en condiciones de imaginar las destrucciones los campos de batalla, abominar de los desastres de la guerra, sin calibrar lo que está en juego en los conflictos y eludiendo el hecho de que hay “paces” mucho más crueles y criminales que los conflictos. Con demasiada frecuencia “paz” no es sinónimo de “normalidad”. Hemos visto a terroristas kosovares transformados en bandidos de butrón y palanqueta en nuestro propio país, vulgares chorizos del tres al cuarto. Hemos visto a jóvenes antimilitaristas negarse, no sólo a aprender a manejar un arma (lo cual podría ser compresible), sino incluso a realizar la antigua “prestación social sustitutoria” (lo cual resulta una intolerable muestra de egoísmo, insolidaridad y mezquindad). Hemos visto como cualquier humorista del tres al cuarto se cuidaba mucho de no ofender a los islamistas a la vista del percal que cortan, pero no tener el más mínimo inconveniente en multiplicar, semana tras semana, ironías y burlas innobles hacia las Fuerzas Armadas. Hemos visto la miseria de una época, en definitiva.

Hoy la milicia no tiene buena prensa en nuestras sociedades. Muchos la consideran algo inútil y se preocupan de asignarles las tareas más absurdas en los lugares más alejados del planeta en los que nuestra defensa nacional no tiene nada que ganar. Militares muertos en el Yakolev-42, enviados otros a Haití al mando de oficiales marroquíes (nuestro adversario geopolítico), otros enviados a morir en Afganistán o en Palestina (¿qué diablos se nos habrá perdido allí?) después de regresar de Iraq (¿que se nos perdió allí? ¿por qué tuvieron que ir a morir en defensa de nada algunos de nuestros muchachos?), fragatas escoltando a portaviones americanos en misiones de bombardeo a la frontera sirio-iraquí, aviones españoles bombardeando infraestructuras yugoslavas por encargo de la OTAN -esto es del presidente norteamericano- navíos de la armada enviados a rescatar pateras y cayucos y a vigilar las inmersiones subacuáticas de la esposa de Zapatero; nuestros muchachos tiroteados en el Congo y en Haití; atravesando campos minados en Afganistán; aviadores y aparatos españoles vigilando los cielos de los Países Bálticos (si, de los Países Bálticos, dado que estos países carecen de cazas para asegurar la integridad de su espacio aéreo); desembarcando en las cálidas playas del Líbano para interponerse entre el Ejército judío y la milia de Hizbullá… No puede extrañar que con tareas de este tipo, nuestras Fuerzas Armadas no sean “comprendidas” por la sociedad, de hecho, ni siquiera en la propia milicia se comprenden acaso por que son incomprensibles. Esta dispersión de “misiones” sin que exista la más mínima coherencia entre sí, ni la más mínima pauta estratégica, sino impulsada por conveniencias políticas, consideraciones electorales o ensoñaciones humanitarias ignorantes, es muestra del despiste del gobierno español en materia de Defensa.

“Defensa” es asegurar la integridad territorial de la nación, algo fundamental en estos momentos en los que diariamente nuestras fronteras se ven asaltadas por oleadas de inmigrantes inintegrables e innecesarios; hoy entran riadas de inmigrantes, mañana esas mismas rutas pueden ser recorridas por millares de terroristas y saboteadores. Pero, al parecer la integridad del espacio aéreo letón –no amenazado por nadie- es más importante para nuestras autoridades. “Defensa” no es enviar sistemáticamente a nuestros militares como turistas armados a los cuatro rincones del planeta. Y, además, con riesgo de morir. “Defensa” es asegurar la integridad territorial y la seguridad de una Nación. Algo que los últimos ministros de Defensa ignoran por completo, atrincherados en la ecuación “milicia = ONG en uniforme”.

Ante semejantes misiones, cumplidas con dignidad, frecuentemente con heroísmo y siempre con disciplina, podemos entender la distancia con que la incomprensión con que la sociedad española contempla hoy a sus Fuerzas Armadas. Pero no siempre fue así, ni siquiera en la actualidad debería ser así.

España fue civilizada por las Legiones Romanas. España alcanzó una mínima forma de Estado independiente con un pueblo guerrero, los visigodos. España volvió a ser gracias a ocho siglos de combates contra el Islam. España se convirtió a su vez en Imperio civilizador en América (justo es recordar que España civilizó, no masacró, por mucho que les pese a los Evos Morales del subcontinente que no encuentran mejor excusa a su pobreza actual que una colonización que terminó hace casi 200 años y que duró, efectivamente, apenas algo más de 250 años) gracias a sus “conquistadores” y gracias a los Tercios de Flandes pudo evitarse durante un siglo la fragmentación de Europa hasta la Paz de Westfalia, cuando las galeras de Juan de Austria ya habían contenido a los otomanos. Y así sucesivamente. Parafraseando a Goethe, podría decirse que somos enanos sobre hombros de héroes.

Queremos aportar algo para paliar el alejamiento que unos sienten hacia las fuerzas armadas, o incluso para desmontar la sobreactuación hostil de pacifistas cuya banalidad argumental y ceguera analítica resulta exasperante. Incluso aspiramos a aportar algunos argumentos a aquellos que sienten necesaria la presencia de las Fuerzas Armadas en la sociedad del siglo XXI. El razonamiento que planeará a lo largo de estas páginas es que una sociedad que renuncia a defenderse de los posibles ataques que puedan surgir del exterior o del interior, es una sociedad que ya está vencida y derrotada. Una sociedad de esclavos.

El lector no deberá perder de vista algo que frecuentemente solemos olvidar, a saber: que el conflicto ha sido el estado natural de la humanidad y que solamente desde 1945, y solamente en Europa Occidental, hemos vivido sesenta años de paz. Pero no existe ninguna garantía de que esa situación se prolongue hasta el infinito. Más bien, todo induce a pensar que, lamentablemente, esta situación tendrá, mal que nos pese, un fin y que corremos el riesgo de que cuando eso ocurra no estemos dispuestos para los retos que se nos presenten. Conflicto de civilización, agotamiento de recursos energéticos e hídricos, configuran un futuro poblado de densos nubarrones. Tal es el panorama.

La crónica de la vida de las naciones ha permitido grabar a fuego esta ley en la historia de la humanidad: los pueblos que renuncian a defenderse son pueblos que sucumben a sus vecinos; la vida de los pueblos está regida por la ley de la competencia, el débil es dominado por el fuerte, mediante la guerra o la política (entendemos a la política como la “continuación de la guerra por otros medios”); el débil alimenta al fuerte a costa de sus recursos; esto fue cierto en las sabanas africanas hace medio millón de años en la aurora de la humanidad y sigue siendo cierto en nuestros días. La condición humana tiene aspectos problemáticos y desagradables, pero no podemos esconder la cabeza y pensar que un día desaparecerán el instinto territorial, el instinto de agresividad o el instinto de supervivencia; o creer que algún día desaparecerán las constantes geopolíticas que condicionan las conductas de los gobiernos; o que mecanismos tan complejos como las sociedades modernas pueden seguir funcionando eternamente con energías fósiles que, día a día, van agotándose y pensar que de ahí no van a surgir tensiones futuras.

Entiéndasenos bien. Educar para la democracia es bueno. Lo sabían en las ciudades griegas. Atenas fue la cuna de la democracia, pero Atenas no dudó en tomar las armas en defensa de sus libertades y ni uno solo de sus ciudadanos pensó disponer de razones suficientes para eludir el compromiso. El impulso de Alejandro Magno llevó a las ciudades griegas hasta las puertas de Afganistán. Tanto en la Grecia Clásica como en la Roma Republicana y en los primeros tiempos de la Roma Imperial, solamente podían ostentar cargos públicos los que habían pasado por las legiones. Hoy esto sería difícil, sino imposible. La Educación para la Ciudadanía (la antigua Formación del Espíritu Nacional rediviva por ZP) se convierte en un fin en sí mismo y se amputa la parte complementaria del programa: en ocasiones es preciso defender la democracia y las libertades que la acompañan de manera decidida, contra adversarios interiores y exteriores, con las armas en la mano. Unas cuantas páginas de esta obra van a estar dedicadas a aludir a las relaciones no resueltas entre democracia y milicia. Es falso -y falsamente tranquilizador- el lugar en el que la democracia ha situado a las FFAA en los países occidentales: a su servicio, es decir –no nos engañemos- al servicio del partido que está en el poder, al servicio de la plutocracia, esto es, del poder del dinero. Y dadas las frecuentes oscilaciones políticas, se corre el riesgo –como ya ha ocurrido- de hoy defender A y mañana defender no-A. Bien, esto puede ser aceptable y legal, en tanto que constitucional, pero no es legítimo: las FFAA no pueden reducirse al papel de convidados de piedra, y frecuentemente convertidas en pim-pam-pum de antimilitaristas y pacifistas para mayor gloria de la libertad de expresión; una libertad, por cierto, que, a su vez, los miembros de la milicia no pueden ejercer sin menoscabo de sus hojas de servicio. Negar que existe una contradicción fundamental entre la estructura jerárquica, unitaria y disciplinada, las FFAA, y la estructura igualitaria, polimorfa y liberal de la sociedad política, es negar la realidad y refugiarnos en tópicos tranquilizadores. Se acepta que las FFAA tienen que estar al servicio del poder político –lo cual parece razonable-, pero se olvida que ese poder político no es unitario y que, frecuentemente en apenas seis meses puede cambiar y adoptar medidas contradictorias que afecten a las FFAA de manera radical: “ir a Irak”, “volver de Irak”, “enviar fragatas a Irak”, “ir a Afganistán”, “ir más a Afganistán”. “ir a Kosovo”, “volver o no volver de Kosovo, pero no creer en Kosovo independiente hoy, aunque quizás si creer en Kosovo independiente mañana”… Y, al parecer, el hecho de que la Constitución sitúe a las FFAA a las órdenes del gobierno de turno, hace superfluo cualquier explicación y discusión sobre la naturaleza de las misiones encomendadas. Por lo demás, lo hablado en el parlamento, tanto en este terreno como en cualquier otro, es un diálogo de sordos cansino y repetitivo. Creemos, en definitiva, que a pesar del consenso entre medios de comunicación, partidos políticos de derecha e izquierda, y grupos económicos, todavía no se ha situado a las FFAA en el papel que les corresponde en las democracias occidentales. Y, tarde o temprano, va a hacer falta revisar esta situación

En los peores momentos de la “intifada en Eurabia” (los disturbios provocados en los suburbios franceses por inmigrantes e hijos de inmigrantes en el otoño de 2005), los alcaldes de algunas poblaciones pidieron la intervención de las FFAA para restablecer el orden. En los EEUU, ante la presión migratroria del sur, la Guardia Nacional ha sido enviada para resguardar la frontera de Río Grande y evitar que millones de inmigrantes fuercen la legalidad del Estado. Ante cualquier catástrofe natural solamente las FFAA (y no la mayoría de ONGs generosamente subvencionadas) están en condiciones de prestar ayuda. Lo vimos durante la inundación de Nueva Orleáns, pero también en nuestro territorio, ¿podemos olvidar que las costas gallegas fueron el destino de miles de voluntarios al verse invadidas por el chapapote, pero que, solamente la crisis amainó con el desplazamiento de unidades militares a esa zona o que los incendios que asolaron Galicia en el verano del 2006 solamente fueron extinguidos tras la llegada de unidades militares? ¿Hubiera sido tan penosa la participación española en el conflicto de Irak si se hubiera consultado preceptivamente el criterio de las FFAA para sellar nuestra intervención o bien para certificar nuestra retirada y hacer una cosa u otra con criterios estratégicos y no por conveniencias políticas mal definidas? Un presupuesto bajo -sino ridículo- de Defensa ¿puede bastar para asegurar las tareas de protección e integridad del territorio nacional? Lo que es “políticamente correcto” en la sociedad ¿debe serlo también necesariamente en las FFAA? ¿Tienes sentido el que a una milicia a la que se exigirá el sacrificio supremo en el momento de la verdad, cobre sueldos que impidan la formación de una familia, por debajo de cualquier otro cuerpo funcionarial, tal como está ocurriendo con nuestros soldados profesionales? ¿Puede asumirse como normal el hecho de que habitualmente se elijan ministros de defensa a boleo y solamente entre hombres de confianza del poder político –por aquello de que para el poder político, de las FFAA solo cuentan, en buena medida, la “información militar”– y mujeres embarazadas –por aquello otro de la imagen “rompedora” que pretende un gobierno que no es más que imagen– sin el más mínimo conocimiento de la milicia, de la defensa nacional o de los armamentos y el estilo militar? A ningún gobierno se le ocurriría nombrar ministro de agricultura a alguien que lo ignorara todo sobre el campo, o ministro de economía a un licenciado en historia, o de sanidad a un autor teatral y así sucesivamente; sin embargo, cualquiera segundón o cualquier hembra de cuota, ya que no de tronío, vale para ministro de defensa, con tal de que sea “de confianza”. No puede extrañar que la transición del ejército de leva al profesional fuera un desastre y que, a partir de ahí, esté resultando muy difícil mantener lo que queda de las FFAA. En esta obra diremos algo sobre tales cuestiones.

Y hablaremos, sobre todo, de valores. Miren: estamos persuadidos objetivamente de que tenemos ante nosotros un futuro sobre el que se ciernen sombras amenazantes. La tranquilidad y el bienestar de las últimas décadas han operado un efecto narcotizante y deletéreo sobre el espíritu de las poblaciones y las clases dirigentes occidentales. Pero esto no durará siempre. El mero hecho de que exista la posibilidad de una crisis futura debería obligar a actuar en consecuencia. A fin de cuentas, gobernar es también prever. No solamente nuestras FFAA no están en condiciones de asegurar un conflicto de corta duración, sino que nuestra propia población se desplomaría moralmente ante la mera posibilidad de ese conflicto. Nuestro sistema educativo ha formado a promociones de jóvenes dotados de valores “finalistas” fuertemente arraigados. La paz, el progreso de los pueblos, la fraternidad universal, la solidaridad intercultural, la tolerancia, la ayuda al desarrollo, se han enseñado en las escuelas y han impregnado a nuestros jóvenes. Lamentablemente estos valores humanistas, idealistas, difusos, abstrusos y confusos, no han estado acompañados por la transmisión de valores “instrumentales” que deberían de guiarles en el día a día, en lugar de inspirarles solamente un venturoso y radiante futuro utópico. Esfuerzo personal, espíritu de sacrificio, autocontrol, fidelidad a la palabra dada, valor, capacidad de análisis y objetividad, conciencia de sí mismo, constancia, valor de la memoria, etcétera, al estar ausentes de los programas de enseñanza se convierten en la madre de todos los fracasos sociales posteriores. Tenemos adolescentes educados en la tolerancia, pero incapaces de ayudar a sus padres en las tareas domésticas, capaces de solidarizarse con las víctimas de cualquier catástrofe natural en Papuasia o en las Galápagos, pero incapaces de esforzarse en los estudios o comportarse con corrección y educación en el hogar. Los hay que predican la multiculturalidad y la tolerancia, pero se muestran incapaces de autocontrolarse en las relaciones con sus padres, con sus hermanos o con sus compañeras. La educación actual es una educación chusca e inútil, capaz sólo de fabricar tontos en serie. Lo lamentamos, pero creemos que no vale la pena utilizar un lenguaje más sofisticado ni razonado para describir al actual sistema educativo español. El que quiera comprobarlo que acuda a las puertas de un colegio público o hable con los profesores.

Pues bien, estamos persuadidos que, ante las crisis que intuimos en el horizonte, va a ser preciso, lo antes posible, rectificar los valores educativos que hoy transmite nuestro maltrecho y peripatético sistema de enseñanza. ”Educar para la ciudadanía” (sea lo que sea, si es que es algo) en lugar de “Educar el carácter” (por que el carácter y el estilo que forma, lo son todo), es evidenciar una ceguera que hace tiempo se ha instalado entre las autoridades del ministerio. Los valores “finalistas” trasmitidos por el sistema educativo han mostrado con creces su nulo impacto (por no decir su impacto negativo) y su ineficacia. Nunca la escuela ha estado tan postrada, ni ha cumplido tan escasamente su función formadora del carácter. De la escuela moderna no salen personalidades sólidas sino una mayoría de individuos coriáceos que se desmadejan a la primera dificultad.

Hace falta encontrar valores de reemplazo, capaces de constituir el armazón interior de los individuos para hacer frente a las crisis que se avecinan. Un par de generaciones pueden resultar demolidas y hundirse moralmente el día en que pidan una “pizza” y nadie conteste al otro lado del teléfono, pueden caer en la desesperación y la crisis interior más absoluta si encienden la TV y solamente aparecen canales muertos, o si la discoteca de la esquina se ha cerrado y nadie sirve “perica”, “costo” o “rulas” y no hay energía para alimentar sus focos, la intensidad de sus decibelios o los ritmos sincopados sin fin… Y no digamos si a gente educada en el actual sistema de valores se le pide que “dé algo” por su comunidad: “¿Y a mí que coño me importa? ¡yo, a lo mío! ¡anda y que le den pol culo a la comunidad!”.

La cuestión de fondo es: cuándo se ha llegado tan lejos en el proceso de demolición de la cohesión social y comunitaria ¿cómo se puede remontar el bache para forjar un nuevo modelo educativo capaz de insertar valores en condiciones de afrontar a las crisis que vendrán? La política de paños calientes ya ha dado todo lo que podía dar. Y solamente se nos ocurre una respuesta: recurrir a los valores que todavía hoy se enseñan en las academias militares.

En esta obra vamos a repasar algunos de estos valores y lo vamos a hacer, en ocasiones, repasando la historia de los cuerpos de elite, mientras que en otras aludiremos al valor metafísico y transfigurador de tales valores. Por estas páginas van a desfilar los legionarios romanos, los hoplitas de Esparta, los templarios de Tierra Santa, los mosqueteros y los tercios de Flandes, los samurais, la Legión Española y otros cuerpos de élite similares. De ellos deduciremos valores y actitudes ante la vida. Por otra parte, aludiremos específicamente, cuando convenga, a tradiciones militares que han recorrido transversalmente, más allá de las limitaciones de espacio y tiempo, la vida de los guerreros.

Nuestra intención es reivindicar -sin medias tintas, ni sumisiones a lo políticamente correcto- a la milicia y al espíritu militar. Créanme: en los años que vendrán, va a ser preciso que algunos de nosotros, especialmente las jóvenes generaciones, entiendan y vivan como propios los valores militares porque de ello van a depender demasiadas cosas. Esperemos estar en condiciones de saber transmitirles estos planteamientos.

Ernesto Milà

Madrid, 20 de junio de 2006