SERIES TV - EL INFILTRADO
Cinco series que (quizás) os puedan interesar.- Se acerca una nueva y crispante campaña electoral. Hay que huir de ella como de la peste. Ya que con mi voto no decido nada –de la misma forma que un grano de arena no decide la forma de una playa y no representa nada ante la embestida de la mar– a lo único que aspiro es a que la partidocracia no entre en mi vida. Nada cambiará con el resultado ni con tu voto, no vale la pena escuchar a los políticos, porque cerradas las urnas, harán lo que les rote, no lo que han jurado y perjurado mientras estaban en campaña. No proponemos el desinterés y la inhibición, lo que estamos proponiendo es el apoliticismo en el sentido clásico (la palabra ya se utilizaba en la vieja Roma la Grande): apoliticismo era hacer gala de una sensación de orgulloso distanciamiento, en absoluto de desidia o ignorancia. Hoy, más que nunca, ese distanciamiento es justo, es necesario y es conveniente.
Nuestros amigos saben que no vemos la TV, entre otras cosas porque sabemos lo que nos gusta y lo que necesitamos y no tenemos la más mínima intención de que nos hagan tragar publicidad rompiendo series, despedazando películas y crispando al espectador. Plataformas digitales y programas peer to peer son las alternativas que siempre defendemos para tener lo que las televisiones generalistas no nos dan: programación a la carta, ver solamente lo que deseamos y lo que nos interesa, no aquello que otros nos han programado.
Ante la campaña electoral que se avecina, la mejor defensa es cubrir nuestro tiempo con películas, series, pero también con lecturas, actividades genéricamente culturales, y meditación. Un sitcom de 20 minutos nos evitará ver los espacios de publicidad gratuita de los partidos. Una película de dos horas, nos ahorrará el amargo trago de ver debates entre candidatos que nos convencerán de que ninguno de ellos es el mejor dotado para enderezar un país que se cae a pedazos. Una serie que veamos de corrido, sustituirá ventajosamente a la tele–basura y a la política–basura de cada día. De ahí que hayamos escrito estas líneas para paliar el amargo trance que tenemos por delante…
VER TELEVISIÓN ES UNA OPCIÓN, NO UNA OBLIGACIÓN. VER LO QUE DESEAMOS ES LA VERDADERA ELECCION
El problema de Netflix–España es que tiene una oferta de series extraordinariamente amplia, pero antigua. The IT Crowd, por ejemplo, conocida en España como Los informáticos, tiene diez años. Sus cuatro temporadas nos hicieron reír hasta herniarnos a los que amamos el humor inglés, pero ya está vista y bien vista, y puede encontrarse con facilidad en los programas peer to peer sin necesidad de abonar los 12 euros preceptivos a Netflix. A pesar de haberse rodado cuatro temporadas de House of Cards y ser producida por Netflix, la plataforma solamente tiene a disposición del púbico español las tres primeras. Y, en cuanto a The Bridge (El puente) está la versión danesa, pero no la americana. Así mismo, de la interesante serie inglesa Broadchurch figura en Netflix la primera temporada pero no la segunda. Y así sucesivamente.
Netflix no es, desde luego, la solución completa para eludir las televisiones generalistas, a pesar de que supone un avance en lo que se refiere a tener una “televisión a la carta”. Para los amantes del cine y de las series de TV sigue siendo necesario, no diré, sumarnos a una plataforma multicanal, pero si utilizar el peer to peer (emule, torrents) para ver aquello que nos apetece.
Fácil lo pone, dicho sea de paso, TVE para ver su producción (recomendamos El asesinato de la calle del Turco que revive la muerte de Prim, si bien la masonería –que, de alguna manera, estaba implicada– no aparece por ninguna parte y, por supuesto, la serie histórica Silencio se estrena de Marsillach o las Historias para no dormir de Chicho Ibáñez Serrador. Entre otras muchas, por supuesto.
Lo de hoy va de las últimas series que hemos visto. Las resumimos: cuarta temporada de House of Cards, segunda temporada de Broadchurch, las dos temporadas de Gotham, la segunda temporada de Fargo y la miniserie El Infiltrado. Si las hemos elegido es porque son las ultimas que hemos visionado y porque son completamente diferentes unas de otras, en su concepción y en su temática. Como siempre, en la variación está el gusto.
HOUSE OF CARDS, O CUANDO DESCIENDE LA TENSIÓN
Verán… la más decepcionante es, sin duda, la cuarta temporada de House of Cards, no es que sea mala, es que el ritmo narrativo y las sorpresas están por detrás de las tres anteriores. Falta algo y esa ausencia es, precisamente, lo que imprime carácter a las series televisivas. Si The Twillight Zone (1959–1964, La dimensión desconocida) o The Alfred Hitchcock Hour (1955–65, Alfred Hitchcock presenta) marcaron un antes y un después, fue porque en cada una de ellas el sufrido televisionario y el seriefilo impenitente eran sacudidos en cada entrega por lo inesperado, semana tras semana. Eso es lo que falta en la cuarta temporada de House of Cards. No es que haya descendido su nivel visual, ni la puesta en escena o el trabajo de los actores, es que, después de tres temporadas en los que “Francis Underwood” y su entorno aparecen como siniestros y simpáticos, psicopatones refinados y simples trileros de medio pelo, retorcidos y sinceros, resulta muy complicado sorprender a la audiencia. Además, las tres temporadas anteriores eran demasiado interesantes como para que fuera posible superarlas y la cuarta, más modesta en su concepción, da la sensación de no estar a la altura. Le ocurre como a Homeland cuya primera temporada fue demasiado magistral y, a partir de entonces, ya solamente quedaba recordarla mucho más que intentar lo imposible, esto es, imitarla.
De todas formas, la cuarta temporada de House of Cards es de visionado obligatorio para quienes se han sentido atraídos por las tres anteriores y aspiran a ver cómo termina la enloquecida aventura de Underwood–Spacey al frente de la presidencia de los EEUU.
BROADCHURCH O LA INGLATERRA PROFUNDA
Igualmente obligatoria es la segunda temporada de Broadchurch, ampliación y desarrollo de la primera. Los que recuerden a Charlotte Rampling en Portero de Noche o incluso El corazón del ángel, comprobarán que ha envejecido con dignidad y hoy, más incluso que en su juventud, puede percibirse ese porte distinguido y casi aristocrático que la acompaña. Es, seguramente, el regalo que más se agradece en esta segunda temporada.
Quizás el desarrollo de esta temporada sea algo más embarullado y menos intrigante que la primera, pero, con todo –y a pesar de tratarse de una serie con un presupuesto tirando a modesto– el resultado final es globalmente positivo. Se desvelan algunos cabos que quedaron pendientes en la primera temporada y aparecen personajes nuevos –la Rampling no es la única novedad– que enlazan con fantasmas del pasado. Broadchurch nos muestra cómo una serie sin muchas ambiciones y sin un presupuesto de campanillas, puede satisfacer al público y recuperar, con mucho, la inversión. Basta, en principio, con que la guionización y el casting sean buenos.
¿Cuál es el secreto de Broadchurch y por qué nos gusta? Simplemente por su coherencia interior. Los personajes ni son superhéroes, ni siquiera policías implacables, son simplemente tipos normales, como usted y como yo, oriundos de la Inglaterra profunda; han visto como en su pequeña comunidad aparecen más cadáveres de lo que la estabilidad emocional de todo el pueblo se puede permitir.
En esta segunda temporada los asesinados son pocos y se tiende a insistir en la tensión y los aspectos psicológicos de los protagonistas. Incluso los criminales parecen de carne y hueso. Pero no existe en la película afanes disculpatorios: los asesinos no son vistos con ninguna simpatía, ni presentados con rasgos que resulten agradables, simplemente son mediocres, manipuladores como máximo, y no particularmente inteligentes, vulgares en definitiva. La película está filmada con extremo realismo: lo que narra puede haber sucedido en el Reino Unido o en cualquier pequeña comunidad. Los personajes serían los mismos y reaccionarían de maneras idénticas. Esa es la habilidad de Broadchurch: hacer parecer como posibles hechos traumáticos.
FARGO, UNA VEZ MÁS, LA LOCURA AMERICANA
La diferencia entre Broadchurch y la segunda temporada de Fargo es flagrante: las dos series están ubicadas en territorios bastante aislados, lejos de la modernidad; nos muestran a personajes casi lineales en su simplicidad; pero la “Inglaterra profunda” no es la “América profunda”. A pesar de que el Reino Unido es hoy un crisol de razas (no es por casualidad que el recién elegido alcalde de Londres sea originario del Paquistán), los “malos–malotes” que aparecen en Broadchurch siguen siendo ingleses de los de toda la vida. En cambio en Fargo, los hermanos Cohen disfrutan colocando a toda gama de criminales multiculturales salidos de todas las comunidades étnicas que pueblan la “América profunda”: mafia alemana, gánsters judíos, sioux implacables, el afroamericano que maneja el Colt y la astucia con similar destreza, y luego los WASP que casi son testigos pasivos, criminales fortuitos o víctimas inocentes, de los luctuosos sucesos que narra la película y de los que se dice que ocurrieron realmente en 1979.
Fargo, en sus dos temporadas, es, sencillamente, genial, sin un fallo en su guionización, con unos rasgos tan perfectamente representados que se diría que los guionistas han conocido a los protagonistas verdaderos de la trama. Aquí sí que hay efusión de sangre, incluso hasta la saciedad. Algunas de las tomas y de los encuadres son antológicos, no falta ni sobra nada, los diálogos son vivos, ingeniosos, sorprendentes, como si cada frase fuera un golpe de cincel para perfilar mejor al personaje y a la situación; la ambientación y la banda sonora, realmente, brillantes; el guion alterna de manera deliberada paz y armonía con brutalidad, sobresaltos y siempre, absolutamente siempre, la llegada, nunca se sabe de dónde, de lo inesperado. Además, la serie tiene otra virtud, es regular: no existen episodios o temporadas mejores o peores, las dos filmadas con su veintena de episodios, son igualmente interesantes. Sería imposible establecer en cuál de todos ellos lo hemos pasado mejor. Una segunda temporada que gustará a los que vieron la primera y que creará ansiedad por verla en quienes se hayan enganchado en esta segunda sin conocer la primera.
GOTHAM, EL PARADIGMA DE NUESTRAS CIUDADES OSCURAS
Casi lo mismo cabria decir de Gotham, la serie diseñada por Bruno Heller (le rubicundo prota de El Mentalista). Reconocemos que no dábamos dos euros por esta serie. Los superhéroes cansan al poco rato y el equipo de efectos especiales los hace volar, pegarse como lapas a no importa dónde, transformarse en cualquier cosa o simplemente alardear de sus “superpoderes”, pero al cabo de media hora todo se convierte en repetición. La fascinación inicial pasa a ser hartazgo (como en ese engendro de Batman contra Supermán). Además, la serie televisiva Batman (1966–68) protagonizada por Adam West (al que acabamos de ver en un cameo en la última temporada de The Big Bang Theory, ironizando sobre sí mismo) y las distintas entregas que han proliferado en los últimos años sobre el personaje en la gran pantalla, parecían dejar poco espacio para la originalidad. Y, sin embargo, las dos temporadas filmadas han dado otra versión de esta historieta.
Cabría considerar a Gotham casi como la precuela de todas las versiones que nos muestran a Bruce Wayne convertido en Batman. Aquí, Bruce es un adolescente, El Pingüino es mucho más atractivo que en la versión de Tim Burton (Batman vuelve, 1992); El Enigma es incomparablemente más inquietante que en cualquier otra versión anterior. Y la futura Catwoman resulta terminar unida por un amor adolescente con el futuro Batman. Pero lo importante, y aquí reside el acierto de Bruno Heller, no es centrar solamente la serie en los personajes, sino en la ciudad Gotham.
Uno tiene la impresión, mientras visiona las dos temporadas de esta serie, que está soñando y no puede despertar de su sueño. Como si cada noche, al dormirnos viéramos algún barrio nuevo de esta ciudad en nuestras pesadillas. Poco a poco vamos conociendo su arquitectura monumental, sus barrios bajos, sus gentes, sus villanos; Gotham cada vez tiene menos secretos para el espectador, a pesar de que todo en ella es desasosiego y sombras. Lo más inquietante de la ciudad es esa permanente oscuridad que remite inevitablemente a Dark City (1998) o a los paisajes urbanos de Metrópolis (1927); una perpetua noche se cierne sobre Gotham, como si sus habitantes jamás tuvieran la esperanza de ver la luz del Sol o como si el Sol no existiera para esa ciudad maldita. Con una estética gótica y una arquitectura monumental, la producción ha cuidado hasta los más mínimos detalles del mobiliario y de la decoración. Cada escena es casi una postal que enviaríamos a casa o fijaríamos en nuestro móvil, si pudiéramos viajar a la ciudad de las tinieblas.
Situada en un tiempo indefinido, imposible de fijar en el calendario, cada entrega es, como mínimo, tan inquietante como la anterior. Aquí no hablamos de la irrupción de lo inesperado en cada capítulo, sino del permanente sobresalto en el que vive el espectador. Cuando un personaje ya no puede dar más de sí, simplemente, desaparece, muere, o simplemente entra en barbecho para reaparecer cuando ya lo hemos olvidado. Gotham, créanme, es una gran serie: no solamente satisface a quien la ve, sino que, además, atrapa: la ciudad de las sombras, la ciudad gótica de arrabales infestados de malvados, manicomios rebosando locuras y comisarías albergando la corrupción, se parecen cada día más a nuestras grandes ciudades.
Los políticos, por supuesto, son pintados como desaprensivos, la industria (Industrias Wayne) no es menos corrupta, el futuro proyecta más sombras y oscuridad, siempre oscuridad. El Sol está ausente. Casi es la perífrasis simbólica de las grandes capitales, con glamour pero sin humanidad, ciudades en la que la bondad y todo lo que había sido imprescindible hasta ahora, se ausentó sin dejar señas. Incluso los “buenos” se ven obligados a ser tan malvados como los más malvados, simplemente para sobrevivir y por puro hartazgo.
EL INFILTRADO, UNA MINISERIE INTERESANTE
Por último, la miniserie de TV, El Infiltrado, protagonizada por el actor de moda, Tom Hiddleston y el otrora Doctor House, Hugh Laurie, nos sitúa ante una ficción política que empieza con la “primavera egipcia” (¿Por qué le llaman “primavera” si fue un infierno?). La miniserie es brillante en su concepción, trepidante en su realización y con una buena arquitectura interior y un ritmo narrativo intenso.
El infiltrado, como Broadchurch, demuestra que se hacen muy buenas series en el Reino Unido y que vale la pena verlas. La serie nos sitúan ante una trama en la que los servicios de inteligencia y sus filtraciones, los traficantes de armas de alto standing y los espontáneos se entrecruzan. Por cierto que Olivia Colman, protagonista de Broadchurch, aparece aquí como la agente que recluta al bueno de Hiddleston para que se infiltre… Ir más allá de estos datos seria “reventar” la película, o como dicen los snobs “hacer spining”…
Seguramente una parte importante del interés de la serie radica en que el guión se basa en una novela de John Le Carré. El escritor parece concebir sus novelas para ser llevadas al cine. La cámara acompaña a los personajes de un lado a otro del planeta, nos muestra una realidad maniquea y polarizada, sin términos medio: los “buenos” lo son a más no poder y los “malos” resultan pérfidos hasta en sus comentarios más banales. Se ha hablado de Hiddleston como el “próximo James Bond” y en esta miniserie hace méritos para ello. Tiene la elegancia necesaria y esa carga de dinamismo y refinamiento que constituyen lo esencial de 007. Actor polifacético, su interpretación en la película gótica La cumbre escarlata (2015) o en High–Riser (2016), figura entre lo más interesante de ambas cintas. Y tiene gracia, porque una está ambientada en el pasado, hará más de cien años, y la otra en un futuro imperfecto y distópico. En ambos casos Hiddleston cumple como los buenos y demuestra su potencial.
* * *
Alguien preguntará ¿por qué comentar estas series y no otras? Es simple: para los que tenemos a gala ser seriéfilos impenitentes, ver una temporada o una miniserie es casi una necesidad. No son las únicas que hemos visto (desde luego Los casos de El Caso, figura entre la producción nacional como de las más interesantes, si bien, en el reportaje que le precede, algunos de los entrevistados, entre los que figuran guionistas y un antiguo director de la revista, muestran o una ignorancia supina o una voluntad tergiversadora de lo que fue aquellos años; en cuanto a la serie en sí misma es digna y confirma lo que siempre hemos dicho: que en España el mejor cine que se hace es el género negro), pero si las que hemos visto en la última semana.
Hemos iniciado otras, pero hemos desistido al primer episodio ¿sus nombres? No vale la pena darlos. Como dice aquel viejo proverbio chino: “Allí donde las montañas son altas, los valles son profundos”… Donde hay buenas series, también, necesariamente, debe de haber otras infames. Pero ¿quién se acuerda de ellas? O ¿para qué recordarlas? Solamente al universo gay le puede interesar una serie tan ramplona como Modern Family y solamente un universo poco exigente puede aceptar que le endosen día tras día Cómo conocí a vuestra madre. En ambas, los destellos de ingenio se hacen esperar más que una dispensadora de refrescos en el desierto. Y, sin embargo, andan cubiertas de premios increíbles. Créanme: no vale la pena ver todo lo premiado; mejor fiarse de los propios gustos. Y estos han sido los míos de este mes en cuestión de series. Hay otras, pero éstas, os las recomiendo.
Info|Krisis.- No son frecuentes las películas que llegan de Croacia y, desde luego, las pocas que llegan, necesariamente, deben tener algunas calidades notables. Esta las tiene; sin ser una película excepcional es, al menos, agradable de ver, entretenida y correctamente realizada. La película no es solamente el relato de una pequeña historia ocurrida en una isla de la Costa Dálmata, sino un fresco de la Croacia independiente desde hace veinte años. Merece algunos comentarios y una invitación para que nuestros lectores la vean.
Los niños del cura, título de la película, hace referencia… a los hijos nacidos gracias a la acción del cura, además de la sorpresa final que afecta también al otro sacerdote protagonista de la trama. El catolicismo es el puntal central de la identidad croata, como el cristianismo ortodoxo lo es de la identidad serbia y el islam lo es de la albanesa. Parece increíble que estos países en los que, en otro tiempo, el comunismo intentó abolir las religiones se haya producido justamente el fenómeno inverso: un renacer de la fe.
De hecho, la independencia croata tuvo dos fautores: de un lado el interés alemán por disponer de un país aliado con salida al Mediterráneo y de otro del Vaticano que con Juan Pablo II quería convertir a este país y a Polonia como puntales de un renacimiento del catolicismo en Europa. Sin embargo, estas esperanzas se han visto decepcionadas en ambos casos. Polonia sigue su curso y el catolicismo allí tiene un papel cada vez menos relevante y en cuanto a Croacia esta misma película es muestra de que el catolicismo allí ha dejado de ser indiscutible y se está viviendo una situación parecida a la de España en los años 70.
No es una película anticatólica, sino más bien una cinta que muestra el alcance de la influencia católica en la sociedad croata. Por católicos que sean, los croatas –y seguramente, los católicos de todo el mundo, salvo en África y en las zonas andinas- contravienen la moral sexual de la Iglesia utilizando preservativos, esto es negando el libre curso al bíblico “crecer y multiplicaros”. Esto hace que la natalidad en Croacia sea una de las más bajas del mundo, sin tener la contrapartida, como en España, de que grupos étnicos magrebíes, andinos y africanos, la eleven artificialmente. La tasa de natalidad en Croacia (número de nacimientos por cada mil habitantes en un año) fue en 2013 del 9,40‰ y el índice de Fecundidad (número medio de hijos por mujer) de 1,51. El hecho de que Croacia tenga un índice de fecundidad inferior a 2,1 por mujer (fecundidad de reemplazo), supone que no se garantiza una pirámide de población estable.
La trama parte de este hecho sociológico y poco atractivo para la cinematografía. Precisamente, la habilidad del guionista estriba en convertir este dato sociológico en el centro de la trama. La católica Croacia no respeta la moral sexual propuesta por el Vaticano y utiliza masivamente (como, por lo demás, en todo el Este europeo) el preservativo. Así que el cura en santa alianza con el muy católico vendedor del kiosco del pueblo y con el no menos católico, a la par que enloquecido, boticario, deciden pinchar los preservativos el primero y repartir vitaminas como píldoras anticonceptivas el segundo. El resultado es una oleada de nacimientos con los efectos secundarios imprevistos y que hacen que lo que, inicialmente, parecía ser una comedia, pase a ser más bien una tragedia sin paliativos. Vale la pena advertir que, fuera de las carcajadas y sonrisas iniciales, la película deja un trasfondo amargo y agridulce.
Además de entretenernos, ciertamente, la película sirve para pintar a brochazos la realidad croata. El boticario, sin ir más lejos, personaje axial en cada pueblo junto al jefe de policía, al maestro y al alcalde, nos remite a las consecuencias de la guerra contra Yugoslavia y de las violencias a raíz de Bosnia-Herzegovina. La abundancia de armas almacenadas en algunos hogares recuerda aquel conflicto. No todos los hombres hoy maduros que en aquellos períodos turbulentos fueron jóvenes estuvieron dispuestos a luchar y morir por su patria. Algunos se hicieron pasar por locos. Otros enloquecieron durante el conflicto. Después entraron minorías albanesas en Croacia, constituyendo hoy la única bolsa de inmigración perceptible. Se luchó por la Croacia católica y bajo la bandera ajedrezada que aparece constantemente en la película. Al final uno acepta el que si en las películas norteamericanas aparece constantemente la bandera de las barras y estrellas, ¿por qué Vinko Bresan, director de la película, no iba a poder aparecer la bandera rojo-blanco-azul con su escudo nacional en las principales escenas?
Y, a todo esto, ¿qué ha hecho Vinko Bresan en la industria del cine? Se trata del director más famoso de su país, similar a Almodóvar en España, que llamó la atención a partir de 1994 cuando obtuvo sus primeros premios en el cine de su país. Llamó la atención por su primer largometraje (¿Cómo comenzó la guerra en mi isla?) de línea humorística sobre la parodia de guerra en las islas del Adriático. Recibió el premio a la mejor película y al mejor director en el equivalente croata a los Goya carpetovetónicos. La película se exportó y fue proyectada en 32 festivales de cine de todo el mundo.
Crítico con el antiguo régimen yugoslavo, Bresan alcanzó su confirmación internacional con una comedia negra sobre el mariscal Tito y la reacción temerosa de los nuevos capitalistas ante la reaparición del espectro fantasmal del viejo dirigente yugoslavo. También aquí la trama se desarrolla en una pequeña isla de la Costa Dálmata (y van tres). Da la sensación de que la isla es el entorno claustrofóbico en el que Bresan se siente más cómodo, el microcosmos en el que mejor puede reflejar y aislar las características de los distintos tipos de la sociedad croata post-titoísta. Por el momento ha filmado cinco películas, todas del mismo género tragicómico, que recuerda extraordinariamente la producción del Berlanga de los años 50 y 60.
La película sorprende especialmente por la actitud ante la moral sexual católica. Hubiera sido impensable en los momentos de la independencia y al obispo de Zagreb no le hubiera costado mucho, simplemente, negarle el nihil obstat y arrojar a su artífice al limbo de los directores malditos. No es una película anticatólica, es, simplemente, una película que no puede gustar a los católicos y especialmente a la jerarquía católica. Cuestiona la moral sexual predicada por el Vaticano.
Hay que reconocer que durante el Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica intentó por todos los medios “aggionarse” (ponerse al día) e intento hacerlo, con mejor o peor fortuna, en muchos terrenos… salvo en uno, el de la moral sexual. No hace mucho asistí a una boca católica en la que un sacerdote, no particularmente malintencionado, recomendó en la homilía a los cónyuges a practicar la “castidad marital” y, que yo sepa, todavía la Iglesia considera que el coito sin intención de procrear supone pecado de lujuria. El matrimonio que se casó en aquella ocasión no mantuvo durante mucho tiempo ni la “castidad marital”, ni siquiera el juramento de permanecer unidos hasta que la muerte los separase. Los separó la reforma de la Ley del Divorcio realizada por Zapatero en 2005. En cuanto a la Iglesia, todos los “aggiornamentos” realizados fueron inútiles porque el que era más necesario, en el de la sexualidad, se quedó exactamente igual que en Trento. En efecto, mientras que los prelados conciliares deliberaban en la primera mitad de los sesenta, en la sociedad irrumpía la minifalda, la píldora anticonceptiva, las ideas de “liberación sexual”, etc.
Hay, pues, en la película una crítica a esta moral sexual, imposible de mantener y, además, pésimamente transmitida (hubiera bastado con que la Iglesia afirmara que el mayor pecado es no controlarse a sí mismo, no ser dueño de sí mismo, verse arrastrado por no importa qué impulso, a ejercer de tronchamozas o de zampabollos sin límite ni medida, pero nunca negar que la búsqueda del placer es una dimensión que acompaña a la sexualidad y que esta excede con mucho en la naturaleza humana el sentido de supervivencia de la especie mediante la reproducción).
Pero también puede percibirse en la temática de la cinta uno de los dramas actuales de Europa: la caída en picado de la natalidad. Europa, de Narvik a Cabo Ajo, de Garrucha a Sebastopol, muere por falta de nacimientos. Se debe a tres fenómenos: en primer lugar a que los ritmos de vida y de consumo reducen la capacidad reproductiva de los europeos, hombres con espermatozoides “vagos” o difuntos y mujeres estériles, acompañan a cierto hedonismo que impide entregarse a los hijos en tanto que supone una renuncia a su propia autonomía e independencia. Sin olvidar que la pérdida de valor adquisitiva de los salarios, la inestabilidad en el empleo y la falta de interés de los empresarios por contratar a madres fértiles, la ausencia de incentivos fiscales y de ayuda a la formación de nuevas familias y a la paternidad, hacen el resto. Europa –y la católica Croacia con ella- muere por falta de nacimientos y el injertar sangre ajena a Europa no resolverá el problema, sino, antes bien, lo agravará.
Este tema es uno de los que invita a reflexionar esta cinta interpretada brillantemente por una serie de actores completamente desconocidos, pero extremadamente expresivos de los que sería absurdo repetir sus nombres impronunciables en lengua castellana. No hay fallos en el casting, ni en la fotografía. Las vistas de la isla evocan inmediatamente esa serenidad propia del Adriático y la belleza de las islas de la Costa Dálmata que a algunos espectadores les recordará extrañamente el escenario de la película Calabuig, filmada por el mejor Berlanga.
¿La podemos recomendar? Sí, sin reservas. Estrenada a finales de julio en los grandes cines, ya puede ser comprada en DVD o bien bajada a través de cualquier peer-to-peer. Es una película simpática, pero no se agota solamente en esto: os dirá mucho sobre la Croacia moderna e incluso sobre la crisis de la Iglesia Católica. Por cierto, una parte importante de la trama tiene que ver con la pedofilia. Y resulta difícil tratar un tema tan desagradable con la sutileza de la que hace gala Bresan. Algo de agradecer.
© Ernesto Milá – info|krisis – infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
Info|krisis.- La filmografía de David Fincher tiene algunos éxitos clamorosos, películas siempre extrañas y que dejan cierto impacto en el espectador: ALIEN de 1992 fue una de ellas, EL CLUB DE LA LUCHAfilmado en 1999, otra, o EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON (2008), por citar sólo uno ejemplos. Cuando Fincher abordó la filmación de PERDIDA daba la sensación de que se trataría de otra película de este tipo: extraña, brillante, curiosa, de argumento inesperado, con giros bruscos y sorpresas conmovedoras. Hay algo de eso, pero sin pasarse y casi a título póstumo. Hay un problema en esta película a la hora de hacer una crítica y repasar lo que heos visto: clasificarla... Vamos a intentar hacerlo. Sin ello, todo lo demás, sobraría.
Decir de ella que es un “drama” indica algo; drama policíaco supondría decir bastante más de ella. Y si añadimos que la trama se centra en torno a la afamada figura cinematográfica del “psico-killer”, sin duda redondearemos el género en el que se puede clasificar esta cinta. Sin embargo, hoy, está todo inventado. Es difícil, rizar el rizo y hacer algo original en estos terrenos tantas veces trillados. Cada vez cuesta más encontrar algo que no haya estado presente antes en otra producción y que el espectador nunca haya visto. Fincher lo había logrado antes, pero a medida que pasa el tiempo, da la sensación como si los buenos y grandes guionistas abandonaran el cine y se orientaran más bien a las series televisivas (en donde hoy se están filmando verdaderas maravillas. Recomendamos Boarwalk Empire o True Detective, Broardchurh o Fargo, cada una de las cuales deparará al espectador entretenimiento y si les puede ver sin publicidad, mucho mejor).
Perdida (estrenada originalmente como Gone Girl) es una película entretenida pero excesivamente retorcida, especialmente en el último tercio de su metraje. Hubiera sido mucho más eficaz hacer que la protagonista muriera al cabo de la primera hora y por terminada la cinta, en lugar de las constantes piruetas y saltos mortales por el que Fincher lleva a un espectador cada vez más sorprendido, pero también progresivamente más escéptico sobre una trama tan imposible que los cabos sueltos se acumulan hasta un final que tiene bastante de decepcionante, algo más de increíble y, sin duda, demasiado de artificial.
Hay algo de Hitchcock en esta cinta (por su intento de estudiar la personalidad del delincuente, quizás del último Hitchcock, el de Frenesí), especialmente en el sondeo psicológico sobre la protagonista femenina, pero también de Fritz Lang en su insistencia en la figura del “falso culpable”, el hombre inocente que es acusado por todos de un crimen que no ha cometido. La elección de los papeles protagonistas para encarnar a ambos personajes no parece mala a tenor de lo que hay hoy en el mundo de Hollywood.
Rosamund Pike tiene todavía una carrera desierta de premios de interpretación, a pesar de varias nominaciones por sus papeles en las veinticinco películas que ha filmado desde 2002. Es una cara de esas que “suenan” al espectador pero que hasta ahora no le han llamado poderosamente la atención. Si Fincher la ha elegido para el papel es, seguramente, porque tiene un largo recorrido por delante, pero también por la sorprendente facilidad con la que consigue pasar de una cara angelical a la del diablo en persona en apenas fracciones de segundos. Algo que no ocurre, precisamente con su oponente, Ben Afleck, actor hoy más que consagrado, pero cuya expresividad facial es la propia de un monolito de Tiwanaco. Cuando vimos por primera vez a Afleck en Shakespeare in love (1998) pensábamos que el tiempo mejoraría sus carencias interpretativas. Hoy, debemos reconocer que aquella aparición como actor secundario, recitando algunas estrofas de Romeo y Julieta, ha sido lo mejor de su carrera. Y si tuviéramos que añadir algo más, seguramente recomendaríamos las tres entregas de Jay y Bob el silencioso en las que aparece que, al menos tienen a bien, hacer reír con un humor salvaje, extraño y extremo. En el resto de papeles no luce con luz propia y sería intercambiable por cualquier otro tronchamozas hollywoodyense. Argo, en cualquier caso, lo sitúa con más posibilidades como director que como actor.
Sin duda el papel más increíble es el desempeñado por Neil Patrick Harris, coprotagonista de Cómo conocí a vuestra madre, y no solo porque sea gay, sino porque su “pasión” al hacérselo con Rosamund Pike está a la altura de lo que puede sentir un pekinés deseando a una mastina siberiana. Una oportuna efusión de sangre, evita males mayores. Patrick Harris y su parejo han sido, por cierto, padres de una pareja de gemelos… según cuentan las crónicas de Hollywood, tierra pródiga en numerosos destilerías de bilis.
Hay que añadir que buena parte de los actores secundarios son fácilmente reconocibles por su aparición en series televisivas de mucha audiencia. Aparte de Neil Patrick y su insoportable serie, el espectador podrá reconocer a Sela Ward, macizorra madura de buen ver de CSI-Nueva York, Missy Pile la “señorita Pasternack” de Dos hombres y medio y algunos más.
Esta película, en el fondo, nos lleva hasta el drama del cine moderno. En los cien años de historia del cine y en los casi noventa de cine hablado, se han filmado historias y más historias. Decenas de miles en realidad. Es una pena no poder saber cuántas cintas exactamente han salido de las mesas de montaje. Poco a poco el margen para lo original se ha ido achicando. Hoy, el que una cinta logre sorprender se debe a las habilidades interpretativas de sus protagonistas (lo cual no es el caso de esta cinta en la que los actores, simplemente, cumplen), a lo adecuado del casting (aceptable en los papeles secundarios y mejorable en los principales), al guion (excesivamente retorcido y que hubiera valido más simplificar especialmente en su último tercio), al montaje (demasiado flash-back en los dos tercios iniciales de la película), a la banda sonora (modesta, tirando a irrelevante), o a la habilidad del director (buena en este caso). La película no aburre, harina de otro costal, es que convenza. No divierte, pero entretiene. No se nos hace insoportable, pero tampoco nos fascina. Nos mantiene atentos para ver cómo acaba la cosa; lo que no es poco. Y esto es lo malo: que no acaba de las diez o doce maneras que podemos intuir, sino con el final más increíble posible.
Los temas agotados, los actores de carácter más raros que un cuervo blanco (iba a escribir que un negro pecoso, pero lo he repensado), el espacio para construir guiones originales reducido, el séptimo arte superado en volumen de movimiento económico por las producciones de videojuegos, asaltado por la piratería, abandonado por los espectadores en las salas (repletas de maleducados con móvil, palomiteros con sobrepeso, niños hiperactivos, padres apáticos, maduras parlanchinas, en medio de un aroma hecho a partes iguales de olor corporal, ambientador de baratillo y perfumes misérrimos importados Gao-Ping, y algún que otro pedo), con videoclubs en bancarrota y con directores, guionistas y actores consagrados, migrando hacia las teleseries… tal es la situación de la “industria del cine”.
Por ello da la sensación de que el cine está viviendo un período crepuscular y que el espectador apenas puede hacer otra cosa que contentarse con no aburrirse demasiado y mantener la atención hasta el final. Si va acompañado, esta película, al menos le proporcionará motivos de conversación (la dureza de la vida en pareja es uno de ellos). Si va solo, le convencerá de lo bueno de seguir en ese estado de single no sea que al final uno se despierte con el estigma del “falso culpable”, sino con un hacha clavada en la cabeza. En definitiva, que se entretendrá lo justo y necesario. Nada más.
© Ernesto Milá – info|krisis – infokrisis@yahoo.es – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
Info|krisis.- Hay que ver con calma los 169 minutos de esta película de Christopher Nolan y adoptar la reverencia y solemnidad requerida cuando se está ante una buena película en una época en la que alguien se ha creído obligado a filmar la segunda parte de Dos tontos muy tontos. La película es ineludible para los fanáticos de la ciencia-ficción y necesaria para todo buen aficionado al cine medianamente exigente.
A pesar de las dos horas y media de proyección, el espectador no sentirá en ningún momento el peso de su cuerpo sobre sus nalgas. No hay tiempo para preocuparse de otra cosa más que de no perder ni una frase de los diálogos, ni un gesto de los actores, ni una secuencia de la filmación. Se suele decir que el Quijote de Cervantes es la novela perfecta porque en ella no falta ni sobra nada. Otro tanto podría decirse del lenguaje cinematográfico utilizado por Nolan en esta cinta. Son 169 minutos bien aprovechados que valen lo que el espectador ha pagado por ellos.
Encontramos a un Matthew McConaughey, ya cuarentón, pero que como el vino viejo va ganando con el paso de los años. Lejanos están los tiempos en los que a efectos de promoción, McConaughey debía de mantener romances atropellados con Penélope Cruz. Confesamos que no nos lo hemos tomado en serio como actor hasta que no le vimos junto a Woody Harrelson en la serie televisiva True Detective que marca un antes y un después en su carrera. Filmada en 2013, inmediatamente después filmó Interestellar. La edad ha hecho ganar expresividad a su rostro y la experiencia ha transformado a un actor hasta hace poco del montón en ganador de premios cinematográficos. En efecto, todos los premios que ha recibido en el curso de su carrera, los ha obtenido entre 2013 y 2014. Desde el Oscar al mejor actor por Dallas Buller Club, hasta el Emmy por su papel en True Detective. Y así hasta seis.
El resto del casting está igualmente acertado: un crepuscular Michael Caine es seguramente el mejor secundario. Como siempre, su presencia imprime carácter. Anne Hathaway y Jessica Chastain están a la altura. También son actrices en ascenso. La primera se recordará siempre por su papel en Los miserables (2013) y a la segunda le han llovido papeles después del estreno de Interestellar. Ambas son actrices de las que puede preverse un largo recorrido.
La técnica de filmación sorprende para una película de ciencia-ficción: las escenas de la tierra devastada por tormentas de polvo, epidemias y catástrofes ecológicas, es pintada sin exageraciones apocalípticas y escatológicas; bastan una cuantas pinceladas para entender porqué algunos piensan en abandonar el planeta y colonizar otras galaxias. Situada en un futuro imperfecto, quizás dentro de cincuenta años, esas primeras escenas parecen situarnos en la América profunda y rural de mediados del siglo XX. La civilización ha retrocedido. El progreso ya no es indefinido. La raza humana está a la desbandada. Se diría que no es cine de ciencia ficción, sino de catástrofes ecológicas. Lugo todo cambia.
Las otras escenas nos sitúan en el espacio exterior. Es de agradecer que Nolan no haya caído en el error de usar y abusar de los efectos especiales generados por ordenador. Hay en esta cinta los justos y necesarios, con cierta sobriedad. Nada innecesario o que aspire a fascinar por sí mismo apoyando a un guion mediocre como tantas veces hemos visto y sufrido. Era inevitable que apareciera aparece un robot. Desde el Robby de Planeta Prohibido, hasta HAL 9000 o R2D2 y C3PO, no hay película de ciencia-ficción que se precie sin robot. Ni es melancólico-borde como el HAL 9000 de 2001, ni un perfecto cretino como el C3PO de La Guerra de las Galaxias. No es, seguramente, lo más logrado de Interestellar, pero tiene a bien el que al menos apretando “delete” entra en letargo. Algo que hubiera agradecido el astronauta David Bowman al HAL9000 de Kuprik o el mismísimo Darth Vader.
En cuanto a la banda sonora, de Hans Zimmer y Thomas Bergernster, es el acompañamiento hipnótico imprescindible en algunas escenas, rematando, junto a un montaje lleno de flash-backs manejados con habilidad, una película que se aproxima a la perfección y que hace que el público salga de la sala silencioso y meditando sobre lo que acaba de ver. ¿No es este el objetivo de la ciencia ficción?
Cabría decir –se ha dicho– que Interestellar evoca en ciertos momentos a 2001 Odisea en el Espacio de Kubrick, a condición de hacer un matiz. En efecto, se trata de dos películas paralelas: cada una refleja el tiempo en el que fueron filmadas. En 2001 había lugar a la esperanza, era la época del movimiento hippy, de la contestación, se vivía aún el remanente de los “años gloriosos” de la postguerra mundial, época de crecimiento económico y pocos problemas, con el estómago lleno hay tiempo para filosofar. Arthur C. Clarke había compuesto un libro inspirado en la lectura de Teilhard du Chardin y en sus doctrinas sobre el Punto Omega de la evolución y el “Cristo Cósmico” como límite extremo del progreso de la humanidad, sin cuyas claves la película, vista hoy, puede ser incomprendida y transformada en un mero espectáculo visual. Interestellar es, así mismo, el reflejo de otra época, nuestro tiempo, en la que se ha agotado cualquier esperanza y los espíritus más críticos y las mentes más analíticas, perciben que no hay salida para el planeta y que, antes o después será preciso abandonar una tierra convertida, no en antesala del infierno, sino en el infierno mismo.
Se ha intentado comparar Interestellar a otras películas de ciencia ficción (Contact de Zemeckis, extraordinaria, sin duda, e Inteligencia Artificial de Spielberg, entretenida pero olvidable), cuando, realmente con la única con la que es posible establecer un paralelismo es con 2001. A fin de cuentas, ambas terminan bien: las paradojas de la mecánica cuántica, permiten ser optimistas. El mañana es hoy, el anteayer pasado mañana. Del mundo de tres dimensiones al de cinco. Lo maravilloso del futuro anida, recóndito, silencioso, olvidado, en otra dimensión de nuestro presente, tan cerca y tan lejos. Las paradojas científicas hacen que el mundo “parajódico” que el espectador volverá a encontrar a la salida del cine se afronte con un optimismo que ya no puede dar ni la religión periclitada, ni la filosofía especulativa.
Sí, porque la última esperanza de este pobre y polvoriento planeta es hoy, a fin de cuentas, la ciencia. Tal es lo que Nolan nos ha querido transmitir. Véanla, se entretendrán y pensarán. Si es que pensar es a lo que aspiran.
(c) Ernesto Milá - info|krisis - infokrisis@yahoo.es - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
Info|krisis.- Los tiempos no están como para muchas alegrías y los analistas políticos correríamos el riesgo de ingresar en urgencias psiquiátricas si no desconectáramos con cierta frecuencia de la triste cotidianeidad político-económica que nos rodea. Siempre, claro está, nos queda ver la tele. Pero uno de los directivos de Tele 5 lo dijo hace unos años: “Yo vendo publicidad, pero entre anuncios pongo programación para que la gente vea mi publicidad”. No, no nos queda ni la tele, ni la de pago, ni el TDT, a menos que queramos intoxicarnos con 40 minutos de programación por 20 de publicidad. Además, la publicidad aparece en los momentos más críticos de las películas, hacia el final, en los momentos-clímax. Así pues a nadie le extrañará que sea un fanático del peer to peer para series y películas. Todo antes que aguantar que Jack el destripador fragmente una película interesante en seis partes entre inserciones publicitarias masivas. Una película al día parece una dosis razonable, sin interrupciones, en la calma del hogar, en la serenidad de la noche.
En los dos últimas días he visto dos películas que quizás valga la pena comentar y que, en cualquier caso, figuran entre las que se pueden recomendar para cinéfilos medianamente exigentes. El Veredicto y Borgman.
Dos películas tan diferentes, tan iguales..
Vaya por delante que ambas son películas europeas y filmadas en países muy próximos: Bélgica y Holanda. Ambas son recientes (se filmaron en la segunda mitad de 2013) y ambas han pasado discretamente por las salas de exhibición españolas. No es que uno sea un fanático de las versiones originales subtituladas, pero quizás en este caso los subtítulos concentran lo esencial de los diálogos. Ambas cintas han recibido galardones internacionales. Borgman, sin ir más lejos, fue premiada en el Festival de Cannes (Sección oficial de largometrajes a concurso) y en el Festival de Sitges de Cine Fantástico como la mejor película. En cuanto a El Veredicto recibió en Montreal el premio a la mejor dirección. Se trata, pues, de un cine que ha recibido reconocimientos de las altas instancias cinematográficas europeas o que, desde Canadá, miran a Europa. En cierto sentido se trata de películas complementarias. Nos explicamos.
El Veredicto es hiperrealismo; Borgman, en cambio, surrealismo. La primera tiene que ver con el cambio de percepción que se está produciendo en Europa en relación a la delincuencia y a la justicia garantista. La segunda es la descripción de una pesadilla. Siempre, ayer y hoy, el sueño de la razón, provoca monstruos. En la primera película, el “monstruo” es jurídico. En la segunda, onírico. Ninguna de las dos películas podían haberse filmado –y mucho menos, entendido- hace 10 ó 15 años-, sin embargo, ahora son mucho más comprensibles cuando se están produciendo vuelcos en muchos países europeos y los partidos (y filosofías) que han dominado el escenario europeo después de 1945 y mucho más especialmente tras 1968, son reconocidas como indigencias ideológicas.
El Veredicto y el problema de la justicia garantista
El Veredicto plantea un sencillo problema del que no faltan casos en Europa (y particularmente en nuestra desgraciada España). Un padre de familia, con esposa e hija, brillante profesional, hombre popular en su círculo, un tipo normal como a ninguno nos molestaría ser, es decir, como usted y yo aspiramos a ser, bruscamente ve como mujer a hija son asesinadas, cae en una lógica depresión, no recibe el ascenso laboral que merecía y, para colmo, el asesino, gracias a un subterfugio jurídico y de procedimiento, es puesto en libertad y la causa sobreseído. A la vista de que en Europa todavía queda gente con sangre en las venas. El padre, marido, empleado ejemplar, un buen día compra una pistola, y pura y simplemente, hace lo que la justicia no ha sido capaz de hacer. Vaciarle un cargador entre frente y testículos. Se deja detener y la película no es sino la crónica de un proceso que suscita más expectación en la sociedad que un strip-tease de Sor Citröen.
Para el aparato estatal de justicia está claro: a pesar de que la opinión pública esté volcada en favor del padre, marido, empleado ejemplar, jueces, fiscales, ministerio de justicia, no puede tolerar que alguien usurpe las funciones que ellos se arrogan, repartir justicia, a pesar de que lo hagan con la habilidad de un elefante en una cacharrería. La posición del abogado defensor alinea a los que creemos que si el aparato de justicia no está a la altura de su misión, el ciudadano tiene el derecho a asumir esa carencia del Estado. La posición de la acusación y la del propio tribunal es que si el ciudadano se toma la justicia por su mano, se acaba el “Estado de Derecho” y viene la selva. No hay –no puede haber– término medio. Tal es el argumento de una película sobria, difícil y extraordinariamente bien llevada desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico.
Es, por ejemplo, significativo que el protagonista apenas habla (ni siquiera declara en el tribunal), pero utiliza en todo momento un lenguaje gestual intenso y más descriptivo que cualquier frase. Puesto ante la tesitura de declarar “trastorno mental transitorio” y recibir una condena simbólica, o de no mostrar arrepentimiento, asumiendo su responsabilidad ante el fallo judicial que ha puesto en libertad, exento de cualquier responsabilidad al asesino de su familia, con la posibilidad de recibir una pesada condena, nuestro padre, marido, empleado ejemplar, opta por la segunda opción: desafiar a un aparato de justicia ineficiente. Y vence.
Por eso decimos que si la película se hubiera filmado hace una década el final habría sido otro y el planteamiento muy diferente: entonces el progresismo dominaba el Europa, el humanismo-universalista, que parecía hablar por boca de la fiscalía, consideraba que alguien que se orinaba en la cama de pequeño, cuyo padre le había propinado media docena de capones y que había terminado en un reformatoria, estaba eximido de comportarse normalmente y tenía el derecho no solo de asesinar y adoptar comportamientos asociales, sino que tal comportamiento sería “entendido” por la “justicia” y considerado como atenuante para cualquier actividad posterior. La justicia “garantista” llevaba a estas percepciones ridículas. Lo hemos visto en casos patéticos como el de Sandra Palo, sin olvidar a Marta del Castillo y a tantas otras víctimas cuyos han asesinos, en lugar de subir al patíbulo, se han visto favorecidos por la Ley del Menor, uno de los subproductos más infames del período aznariano, madre de todos los problemas y de las más infames injusticias.
La sociedad no debe temer –de hecho, no teme- al ciudadano, honesto, justo, al padre, marido, empleado ejemplar, cuando sustituye a un aparato de justicia injusto y se toma la justicia por su mano, ya que no hay mano del Estado capaz de hacer justicia. La sociedad lo que debe temer es al salvaje psicópata al que los psicólogos humanistas justifican cualquier crimen… porque en su infancia sufría de incontinencia urinaria. Hasta no hace mucho, el “Estado de Derecho” era el tótem sobre el que se mantenía un aparato de justicia a medio gas. Ahora, el ciudadano está harto. Pide medidas urgentes y radicales. Hace unos años solamente la cadena perpetua era algo que muy pocos defendían y, no digamos, la pena de muerte. Ahora, en toda Europa la cadena perpetua es algo que la inmensa mayoría considera justo, necesario y conveniente y la exigencia de pena de muerte se está convirtiendo en clamor unánime ante determinados delitos. La concepción progresista y humanista-universalista pierde fuelle y le exigencia de mano dura sube como la espuma. Es un signo de los tiempos.
Resultaría difícil encontrar una película que sintetizara en apenas hora y media esta temática, de manera más austera, clara e incluso didáctica. Y sin términos medios: porque el acusado es absuelto. Sí, vale la pena contar el final: hace diez años, esta misma película hubiera terminado con una condena. Ahora resultaba imposible otro final que sacar al acusado en hombros, darle la vuelta al palacio de justicia, y concederle las orejas y el rabo del asesino. Hiperrealismo en estado puro. Hiperrealismo flamenco. Así que tres hurras para el director, Jan Verheyen.
Borgman o la realidad convertida en pesadilla
Y luego está Borgman, hasta cierto punto antítesis de la anterior. Lo que en El Veredicto es realismo sin concesiones en esta otra película se diría que uno revive las escenas de Un perro andaluz y La edad de Oro, de Dalí y Buñuel, verdaderos manifiestos de cine surrealista. Lo onírico hecho cinta. Hacía tiempo que no se filmaba nada en este tono. Borgman, como todo el cine surrealista, es imposible de interpretar fuera de la psicología de su autor (en este caso Alex van Warderdam, su director). Cada uno de nosotros podemos intuir o analizar nuestros sueños y los símbolos que contiene, pero resulta imposible analizar los de otros. Resulta ocioso, por tanto, recurrir a la simbología para entender Borgman, y absurdo plantearse si se trata de una película anti-religiosa, anti-burguesa, satánica o un híbrido de drama y comedia. El cine surrealista es lo que es su autor. Imposible entender la escena del “obispo podrido” en La Edad de Oro sin conocer la obsesión de Dalí por el cuadro de Valdés Leal “Finis Gloriae Mundi”, imposible entender la presencia de un asno putrefacto sin saber que fue uno de los hallazgos más macabros del Dalí infante en la apacible Figueras de los primeros años del siglo XX. Por tanto, tampoco tiene mucho sentido tratar de desentrañar todas las estructuras simbólicas de Borgman, incomprensible para quien no las ha experimentado en su propia interioridad.
Así pues, el cine surrealista es algo personal e íntimo. ¿Dónde está el interés para el espectador? Borgman es una película poliédrica en la medida en que puede ser examinada desde distintos puntos de vista. Todo lo que podamos decir de ella, según el punto de vista que se adopte, puede ser real y cierto, pero la película es algo más que lo que se desprende de cada una de sus caras. Es una “película social” que refleja las distancias crecientes entre ricos y pobres, pero no es sólo eso. Es una “película de terror” porque el protagonista tiene algo de satánico y manipulador; pero nos equivocaríamos si sólo viéramos eso. Es una película de intriga porque el director sabe mantener el interés del espectador hasta el final; pero es mucho más que eso. Es una película de humor porque hay escenas desternillantes que hacen más digeribles algunos asesinatos; pero no es un humor judío al que nos tienen acostumbrados desde los Hermanos Marx hasta Krusty el payaso. La película es todo eso y mucho más. Como una pesadilla nos asalta, inquieta y conmueve, carece de lógica y de sentido. No hay en ella nada racional, ni siquiera razonable. Nada de lo que vemos tiene explicación y las categorías lógicas han quedado deshechas desde la primera escena.
Una frase de resonancias apocalípticas precede a la primera escena: "Y descendieron sobre la tierra para fortalecer sus filas". No la busquen en el Apocalipsis del Águila de Patmos ni en lugar alguno. Es producto del guionista. Aparentemente un mendigo aparece en un hogar holandés privilegiado. Otra familia feliz que como la que arranca en El Veredicto, tiene todo lo que nos podría gustar. El mendigo –Borgman- simplemente llama a la puerta y pide poder bañarse. El padre de familia, no solamente se lo niega sino que ante la insistencia insensata, le da una paliza. La mujer lo recoge, sin embargo, en la caseta de las herramientas y desde allí se hace con el control de la familia, asesinando al jardinero, a su mujer, al padre y a la madre que tan piadosamente le había acogido. No hay perdón para los débiles parece querernos decir en ciertas escenas el director. Nuevamente, retornamos a un cine actual imposible de filmar hace 10 años cuando nadie discutía que los menesterosos eran, por el hecho de serlo, dignos de cualquier favor.
Dos películas, dos estilos, para una sola denuncia
Borgman, como El Veredicto, sugieren que el miedo de la sociedad europea ante los peligros que la acechan, van creciendo. La diferencia entre ambas estriba en que mientras en la segunda se realiza una crítica específica al sistema judicial, en la primera no se alude a ningún plano en concreto, pero todos están presentes. Es una crítica al sistema, realizada bajo la máscara de una pesadilla onírica incomprensible. En una sociedad en la que la racionalidad se va alejando y el salvajismo se entroniza no hace falta buscar explicaciones, ni contrastar opiniones en favor y en contra, simplemente basta con describir un estado de hecho al que se ha llegado.
No se sabe quién es Borgman, quienes son sus aliados, ni porqué asesinan a los padres para llevarse a los hijos. No se sabe a dónde los llevan en la escena final, como tampoco se sabe de dónde procede Borgman y sus aliados en la inicial. Angustia es quizás la sensación que invade al espectador a partir de la segunda mitad de la película cuando se percibe que lo que parecía haberse iniciado como una broma banal del director, lleva camino de convertirse en tragedia.
El cine surrealista clásico, a lo Buñuel, es difícil de seguir. A fin de cuentas, no es más que una sucesión de escenas que han llamado la atención de guionistas y directores, pero que no suelen decir nada al público ajeno a su psicología. Sin embargo esta película es extraordinariamente amena y llevadera, mantiene el interés hasta el final y genera preguntas en el paciente espectador: el final, decepciona, pero contribuye a que el espectador se plantee interrogantes. "Y descendieron sobre la tierra para fortalecer sus filas"… la brutalidad, el sinsentido, lo absurdo está cada vez más presente en nuestro mundo. Se fortalecen de día en día. Es bueno recordarlo y todo induce a pensar que cada vez hay más gente consciente y dispuesta a ofrecer resistencia en esta Europa que está llegando antes al límite extremo de la decadencia, que ha tocado fondo y que, a partir de ahora, solamente le queda remontar…
Hay algo en Europa que no está presente en el resto del mundo. El espíritu de las Termópilas y de Lepanto, de Zama y de la llanura de Salamina, es el espíritu de resistencia que se manifiesta en nuestro continente en momentos de crisis. Tengo fe en el renacimiento de Europa porque conozco su historia. Solamente hace falta que Europa se desembarace de este espíritu humanista y universalista que anula su poder y su fuerza, diga basta y eche a andar de nuevo. Películas como estas me confirman en que algo está cambiando en Europa y que las fuerzas de disgregación cada vez chocan con mayores obstáculos.
(c) Ernesto Milà - info|krisis - infokrisis@yahoo.es - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.
Espectativas altas, decepción toda.- No es cuestión de pagar por aburrirse, así que hemos tenido que bajar esta película a través de P2P porque intuíamos que algo en ella nos decepcionaría a pesar de basarse su argumento en el Bestseller de Pascal Mercier (seudónimo de un filósofo suizo). Así ha sido. En pocas películas como esta se han concentrado tantas ambiciones intelectuales, culturales y políticas y el espectador ha salido tan decepcionado. Vale la pena comentar sin embargo, las líneas maestras de este proyecto frustrado.
No existen personajes como los descritos por Mercier. La figura del aburrido y melancólico profesor suizo encarnado por Jeremy Irons es demasiado falsa. Toda su vida gris y mediocre dedicado a la enseñanza de bachilleres y, de repente, experimenta la necesidad de abandonarlo todo en busca de una chica a la que ha salvado del suicidio. La experiencia demuestra que los tipos aburridos persisten en su aburrimiento y que solamente quien han experimentado desde jóvenes la aventura, incluso en edad provecta sienten que nuevos proyectos y aventuras arden en su cerebro.
Luego está la figura de la suicida que aparece solamente al principio y al final de la película. Alguien se puede suicidar por un fracaso personal, no por ser hija de su padre, por mucho que el padre haya sido el presunto “verdugo de Lisboa” un miembro de la PIDE (la policía política salazarista equivalente a nuestra Brigada Político Social).
Tampoco los miembros de “la resistencia” tienen el más mínimo elemento creíble. En primer lugar porque ese movimiento jamás existió. Si el 25 de abril de 1973 cayó el gobierno portugués encabezado por Marcelo Caetano fue, simplemente, por una conspiración de militares conscientes de que no se podía ganar la guerra colonial y otros por mera cobardía, en la que, finalmente, los capitanes más izquierdistas consiguieron durante tres años llevarse el gato al agua. Nunca hubo una “trama civil” como la descrita en la novela con heroicos resistentes represaliados por una inmisericorde policía política. Y, por supuesto, nunca en ese movimiento inexistente hubo una “tía buena” con memoria elefantíaca para recordar los nombres de todos los conjurados y sus teléfonos.
La más creíble, sin duda, es la propietaria de una tienda de óptica, papel que le cae como anillo al dedo a Martina Gedeck. Con verla solamente uno experimenta la necesidad de comprarle un par de lentillas. Su interpretación sobria y su encanto de madurez aumentan todavía más la sensación de que el “viejo profesor” encarnado por Irons, es simplemente idiota. La última escena final en la que se despide en el tren de la optometrista separados por 75 cm de distancia, es, acaso, lo más increíble de toda la película. Como si el director o Mercier creyeran que un relato así quedaría deslucido con un final feliz.
En realidad, la película quiere ser deliberadamente depresiva. El mismo aspecto de Irons es de un tipo destartalado, la pensión en la que vive en las afueras de Lisboa, un lugar sórdido, y todas las escenas inciden en evocar tristeza, melancolía y desasosiego. A veces, involuntariamente, bostezo.
Políticamente, la película no resiste un análisis. Lo narrado no tiene absolutamente nada que ver con lo que fue el movimiento de oposición al gobierno de Marcelo Caetano y a los últimos años del Estado Novo. Psicológicamente, todos los personajes son frágiles, mal descritos y peor pintados. Las situaciones de una inconcebible banalidad y la trama argumental mal cerrada. Los cuatro protagonistas de la resistencia (el intelectual lánguido, la chati del memorión, el tipo duro –interpretado por Bruno Ganz- y el pianista) parecen sacados de un álbum de seres improbables y absurdos. Lo más increíble es que la “resistencia”, perfectamente organizada y que es capaz de poner en riesgo al gobierno, se rompe cuando el tipo duro descubre que el intelectual lánguido se ha quedado con la chica… y durante cuarenta años no vuelvan a saber uno del otro, ni a preocuparse por reconstruir la “resistencia” en la clandestinidad.
El eje de la película es la lectura del libro escrito por el intelectual lánguido (muerto de un enfisema cerebral, para colmo… como si el sobrecalentamiento de las neuronas al tener que escribir el libro le hubiera generado una rotura de vasos sanguíneos). El “viejo profesor”, una y otra vez relee las páginas y las frases de dicho libro en posesión de la joven suicida. Y la voz en off repite una y otra vez las frases intentando transmitir la idea de que se trata de una obra de alta calidad filosófica y moral. En realidad, tales frases son flojas, en absoluto capaces de impresionar a nadie, ideas que se repiten en la literatura europea más mediocre y con escasa calidad y nula novedad. No se entiende el efecto que su lectura causa en el “viejo profesor”, ni en los que han conocido al intelectual lánguido. Los fragmentos seleccionados del libro están a medio camino entre los contenidos de los libros de autoayuda y una mala comprensión del budismo zen. Con todo, no es lo peor de la cinta, sin embargo, por sí mismo basta para decepcionar porque aquello que tendría que ser el desencadenante de la trama –la novela escrita por el intelectual lánguido- resulta ser algo intrascendente, un dejá vû de muchos textos de ambicioso espiritualismo repletos de tópicos.
El casting es bueno. No en vano, aparecen tanto Bruno Ganz como Christopher Lee o el mismo Bruno Ganz (eso sí, en papeles secundarios o muy secundarios). Pero la selección de exteriores es pésima. Esa Lisboa no es la Lisboa que he podido apreciar no hace mucho. Es una Lisboa de segunda división, amputada de sus mejores edificios, de sus vistas más agraciadas y de todo aquello que hace de esa ciudad una gran ciudad. Incluso la cena entre el profesor y la optometrista que tiene lugar en el privilegiado escenario del restaurante situado junto al ascensor que lleva al Chiado, queda deslucida limitándose la cámara a una descripción intimista. El recorrido por el Bairro Alto y el resto de escenarios están realizados, seleccionados y diseñados con desgana. La Lisboa que muestra la película no es la Lisboa que todos los que la hemos visitado hemos aprendido a amar en pocas horas.
Lo último que puede decirse de la película y de su guión es que sea algo “actual”. El único rasgo de modernidad del “viejo profesor” es un teléfono de los tiempos ya líticos del GSM allá por los años 90. En su vida no aparece ningún portátil, ni siquiera skype. Y, por supuesto, a pesar de que el camino más corto entre Berna y Lisboa sea el avión low cost, el protagonista hace el recorrido en tren (acaso por que al autor de la novela creía que un tren es más romántico y depresivo que un avión). ¿Quién coge hoy un tren para recorrer media Europa? No aparecen ni ordenadores, ni portátiles, todo parece de otro tiempo. Antiguo. Como si el autor no fuera capaz de concebir a un protagonista que busca en la modernidad lo que ocurrió hace cuarenta años.
Constatamos, por ejemplo que la estación central de Lisboa es, desde todos los puntos de vista, una maravilla. La última escena de la película tiene lugar allí. El lugar privilegiado pasa a ser tan vulgar como cualquier estación de cercanías. Y no es la única decepción que genera, como hemos visto, la película y su recorrido por la capital portuguesa.
La misma película está realizada con un lenguaje cinematográfico y narrativo propio de los años 80. Más que antiguo, demodé… No hay ninguna toma que pueda decirse que es magistral, ni un movimiento de cámara que sugiera tensión emocional, ningún plano intenso. Todo es vulgar, mediocre, plano, como la vida del “viejo profesor”.
Si alguien creía que en esta película iba a recorrer lo mejor de Lisboa, se sentirá decepcionado.
Si alguien creía que esta película le iba a descubrir una nueva filosofía de la vida, que lo olvide.
Si alguien creía que esta película le iba a enseñar cómo se llegó al golpe del 25 de abril, le enseñará justo lo contrario, otro “cuéntame como no pasó”.
Si alguien creía que vería a grandes actores que solamente aceptan guiones geniales, que se olvide, para todos ellos ha sido una película alimentaria.
Si alguien creía que iba ver un thriler casi policíaco, un “viaje filosófico” o una búsqueda interior, se sentirá decepcionado. No es nada de todo eso, ni siquiera lo contrario. Es nada. Nada no puede valer algo. De ahí que me alegre haberla visto gracias al P2P.
Ah, y para colmo, el tren es diurno.
(c) Ernesto Milá - info|krisis - ernesto.mila.rodri@ gmail.com - prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen
Infokrisis.- Silencio en la nieve Película anómala dentro de la filmografía española (no es frecuente que en España se rueden películas ambientadas durante la Segunda Guerra Mundial) esta película estrenada el 20 de enero de 2012 tiene algo de decepcionante y, al mismo tiempo, de atractivo. De hecho, en España el cine que se realiza con más habilidad desde los años de la postguerra es el género policíaco y esta película no es más que una muestra de género negro ubicada en el marco de la División Azul. Lo cual hay que considerarlo como una experiencia audaz y original.
El guión no está suficientemente trabajado y faltan los golpes de efecto propios de una cinta de este tipo, hasta el punto de que da la sensación hacia mediados de la cinta de que la ambientación “divisionaria” es completamente gratuita y podría haberse desarrollado la trama en cualquier otro marco histórico en el que habría dado el mismo juego y donde habría demostrado las mismas carencias. No es, desde luego, una gran película, ni una película que pasará a la historia del cine español salvo por haber servido para recordar la gesta divisionaria a los 70 años de la partida de la División Española de Voluntarios al frente.
En cuanto a la novela que da origen al guión fue escrita por Ignacio del Valle y lleva un título completamente diferente: El tiempo de los emperadores extraños (Alfaguara, 2006) que pasó por los anaqueles de las librerías sin pena ni gloria, de hecho, cuando la película se estrenaba, la edición del libro se saldaba. La novela forma parte de una triología de la que están escritas las dos primeras partes y que arranca en los últimos días de la guerra civil y debería terminar en el Berlín destruido por las bombas en mayo de 1945. Esta trilogía tiene como protagonista central a “Antonio Andrade” un policía que ha cometido un asesinato pasional y está condenado a ser fusilado pero resulta amnistiado y recibe un pasaporte para integrarse en la División Española de Voluntarios.
El rodaje de la película empezó el 14 de febrero en Lituania y el material bélico fue traído desde Polonia. El rodaje se realizó a una media de 20º bajo cero, recreando un escenario que en rigor fue el mismo que conocieron los combatientes de la División Azul.
Los papeles principales están encarnados por Juan Diego Botto (“Arturo Andrade”) y por Carmelo Gómez (“sargento Espinosa”). No es una buena elección. Ambos protagonistas parecen no creer en sus personajes (los taconazos e inclinaciones de cabeza que da Juan Diego ante sus superiores son teatrales y poco realistas, por ejemplo), y las expresiones de “hombre duro” de Carmelo Gómez, parecen frecuentemente muecas de un rostro poco expresivo. Es evidente que la productora impuso a estos dos actores en cuyo trabajo cifraban buena parte del éxito buscado por la película. Paradójicamente, el casting de los actores secundarios es francamente brillante y en sus papeles respectivos son, sin duda, lo mejor de la película, en algunos casos, incluso geniales.
En la película la fiabilidad histórica de los datos que aparecen es mínima. Se dice, por ejemplo, en los titulares que preceden al inicio de a trama que en diciembre de 1943 la División seguía en línea, cuando en realidad había sido repatriada a partir del 10 de octubre. Esta pequeña omisión se debe a la necesidad de situar la trama “entre la nieve”, resultando un misterio el porque no se ha elegido el invierno de 1942 como escenario. En la novela, los hechos ocurren entre los combates del II del 269 y finaliza el día de la batalla de Krasny Bor. Resulta, así mismo, misterioso el porqué durante unas escenas se considera que el asesinato de tres soldados es considerado un “ritual masónico”... cuando, en realidad, no aparecen signos masónicos ni nada por el estilo en ninguna imagen.
La película, dirigida por Gerardo Herrero, no ha sido excesivamente trabajada a nivel de guionización y en lo que se refiere a la ambientación es aceptable para un público poco exigente (si bien, a partir de la filmación de Salvad al soldado Ryan, cualquier película de guerra no puede caer en los anacronismos o errores que esta cae, explosiones sin metralla, escenas de combates casi napoleónicos –véase la última escena- con desconocimiento total de las tácticas de ambos bancos, deficiencias en la uniformidad, etc.).
El autor se prodigó en declaraciones poco antes del estreno de la película en elogios hacia el director aun reconociendo que había variado algunos términos de la novela (“La historia demuestra que una buena película no puede ser literal, sino una interpretación del texto original, y en ese sentido el director ha hecho su lectura particular de la novela, igual que cada lector monta una película diferente en su mente durante la lectura”). El autor rechaza los clichés dados en torno a la guerra civil y a la División Azul (“Había demasiados clichés sobre republicanos angelicales y falangistas de bigotito malos malísimos, y la División Azul en Rusia era una hazaña oculta que incomodaba tanto a un bando como al otro, fue una proeza al margen de ideologías que aquellos hombres aguantasen en aquellas temperaturas inhumanas y ante un enemigo tan desproporcionado”).
La ideología no es precisamente lo que más interesa a Ignacio del Valle, sin embargo, desde su posición de apoliticismo distante, sus juicios no carecen de conocimiento sobre lo que se dirimía en la aventura divisionaria (escribe, por ejemplo: “En la División Azul hubo un 60% de falangistas, que era la columna vertebral y un montón de intelectuales; y después un montón de elementos heterogéneos: gente de izquierdas que iban a lavar culpas tras la guerra civil, aventureros, despistados, es decir gente de toda laya y condición”) y el autor realmente “trabajo” el contexto histórico de la noveda (“fue una aventura militar en la que 5.000 españoles se enfrentaron a 44.000 rusos y cedieron 3 kilómetros de terreno nada más. Eso es una hazaña, al margen de que la protagonizasen gente de derechas o de izquierdas. Y eso a mí, me interesa contarlo”).
Es posible que el autor contactara con algún miembro de la izquierda falangista o de la falange actual para redondear un poco más sus conocimientos sobre la materia (responde a una entrevista sobre este tema, con cierta exageración: “Me documenté y la Falange no tiene nada que ver con el franquismo, de hecho quería la cabeza de Franco y si hubieran ganado en Leningrado, hubieran dado un golpe de estado y seguramente lo hubieran fusilado. Y todas esas luchas intestinas que hubo dentro del régimen se trasladan a la División Azul. Las fricciones entre falangistas y militares se ven en la novela y en la película”). Del Valle siempre ha eludido responder a preguntas de contenido remotamente político, incluso sobre la memoria histórica (preguntado por un medio asturiano sobre el Valle de los Caídos explicaba: “Desde luego no se puede volar como querían algunos. Eso hay que mantenerlo como está; contextualizándolo, explicando lo que pasó y lo que representó durante cuarenta años. A los muertos hay que dejarlos donde están. Los restos están todos mezclados y es imposible sacarlos de allí. Respecto a lo de Franco, habrá que verlo”). Finalmente, el autor vería con buenos ojos una segunda parte de la película titulada Los demonios de Berlín publicada por Alfaguara en 2009 (en esta novela el autor recrea el ambiente del Berlín de los últimos días de la Segunda Guerra Mundial cuando los soviéticos avanzaban, imparables entre calles llenas de escombros y en medio de un ambiente infernal donde aparece de nuevo Arturo Andrade con la misión de hallar a Ewald von Kleist, un científico alemán, a quien encuentra muerto en la cancillería del Reich con un misterioso diagrama en los bolsillos).
En la película la investigación sobre la muerte de tres soldados que tienen en su pecho inscrita una oración infantil (Mira que te mira Dios, mira que de está mirando, mira que que te has de morir. Mira que no sabes cuando) lleva a un variopinto ambiente de oficiales y soldados alemanes, españoles y de otras nacionalidades que practican “la violeta” un juego similar a la ruleta rusa en la que los jugadores se dan disparos de revolver en la sien, añadiéndose a cada ronda una bala más en el tambor. Inicialmente la trama parece centrada en torno a un crimen masónico, pero luego se descubre que antes de partir de España, un oficial de la División Azul ordenó a cuatro de sus hombres que allanaran el domicilio de un republicano, acción en el curso de la cual resultó violada su esposa. El marido se incorpora a la División para ejecutar su venganza. Tal es el sentido global de la trama.
La película está completamente amputada de cualquier carga política (como se sabe el dominio “progresista” en la industria del cine supondría que cualquier director que no presentara a los divisionarios como mercenarios asesinos sería censurado por las “vacas sagradas” de la Academia del Cine) pero tiene algunos guiños que han resistido el tránsito de la novela al guión de la película (la distinción entre falangistas y militares).
Tanto la película como la novela son, en este sentido “honestas”, pero se echa en falta el nervio narrativo que tienen otras recientes producciones de género negro (No hay paz para los malvados, por ejemplo). Vale la pena ver esta película, quizás no para reconciliarnos completamente con el cine español, pero sí para aproximarnos a la aventura divisionaria.
Esperamos que otras producciones posteriores que mantengan más tensión narrativa y reflejen el contexto político y las historias personales de los divisionarios. Dicho de otra manera, a la División Azul todavía le falta su gran película.
(c) Ernesto Milà - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen