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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Los Gays vistos por un hétero (III de VII). Apresurada historia de la "revolución sintimental"

La sexualidad tradicional era muy diferente a la sexualidad que aparece a partir de finales del siglo XVIII y que evoluciona de forma acelerada desde entonces hasta nuestros días. Hay que especificar que sobre la historia de la sexualidad no existen criterios unánimes. Cada cual interpreta los mismos datos según su leal saber y entender. Incluidos nosotros, claro. En nuestra opinión no existe una evolución lineal entre la sexualidad tradicional (pre-moderna) y la sexualidad tal como se vive en las sociedades de finales del siglo XX y principios del XXI. Más que de evolución, deberíamos hablar de ruptura. En efecto, a partir de 1789, esa gran masacre que se llamó "revolución francesa", introdujo elementos que desembocaron, a través de sucesivas etapas, en las formas actuales de la sexualidad.

Da la sensación de que antes de 1789 el sexo influía mucho menos que en la actualidad en los comportamientos individuales. Salvo las figuras de los grandes erotómanos del siglo XVIII (los Sade, los Casanova y demás) y las cortesanas más o menos emputecidas, parece que Guillaume Faye tiene razón cuando dice: "[El erotismo] estaba socialmente limitado a algunas categorías y, para las demás, ocupaba un lugar fuera de los lazos del matrimonio, especialmente en el marco de actividades festivas y comunitarias. Esquemáticamente, nuestros ancestros hacían el amor menos frecuentemente que los contemporáneos, invertían menos tiempo en el sexo y lo vivían más libremente". En aquellos tiempos, erotismo y conyugalidad, no se confundían.  Faye añade: "La sexualidad tradicional se caracterizaba, en efecto, por su polivalencia: hacer el amor toma múltiples significados, genesíacos, maritales, lúdicos, religiosos, etc. Pero, sobre todo, el matrimonio no cristalizaba en el monopolio del amor físico". Y concluye: "En las sociedades tradicionales, el sexo no estaba situado en el centro de la vida social. Actividad social como cualquier otra, la sexualidad era a la vez polivalente, plural y reglamentada. Todo estaba permitido... pero en un marco comunitario preciso".

Faye intuye que hasta el siglo XVIII, la Iglesia influyó mucho menos de lo que se tiene tendencia a pensar, en la ideología sexual de Occidente. El cristianismo, tal como lo hemos conocido y vivido hasta el siglo XX, no se implantó de manera efectiva hasta el siglo XVII. Basta examinar algunas tradiciones antropológicas que han llegado, incluso en España, hasta mediados del siglo XX, para advertir restos de una ideología sexual completamente diferente. La covada, rito que se ha practicado hasta hace poco en zonas rurales del País Vasco, consiste en que el padre asume el rol de la madre, travistiéndose incluso, justo después del nacimiento de su hijo. Travestismo, si, pero ritualizado y reservado a unas pocas fechas en la vida. Como el carnaval, que un día al año no hace daño. Igualmente, en distintas zonas de la Piel de Toro, se formalizaban parejas mediante la dramatización de ritos de rapto. La antropología es una mina de datos, a condición de retener que las sociedades antiguas tendían a la ritualización de cualquier actividad social.

Todo esto importa sólo muy relativamente a nuestros efectos; lo que tratamos de demostrar es que hasta el siglo XVII en unos países y hasta el XVIII en otros, no existió una efectiva cristianización de la moral sexual en Europa. Cuando ésta se manifestó, el resultado fue paradójico: percibiendo, con razón, rastros de paganismo, en algunas tradiciones eróticas practicadas por las poblaciones, el cristianismo predicó una moral restrictiva y manifestó lo que desde los primeros padres de la Iglesia ya era perceptible: cierta desconfianza teológica hacia el sexo, esto es, una desconfianza absoluta hacia todo lo que pudiera suponer goce físico y sensualidad carnal. Y esto se tradujo en una moral sexual represiva que generó, en apenas cien años un movimiento de sentido opuesto: la ideología de la liberación sexual. A la "revolución antisexual" del cristianismo siguió la "revolución sexual" del freudismo y derivados. Es en el seno de ésta en donde habrá que escribir con letras rosas al movimiento de liberación sexual.

Etimológicamente la palabra "revolución" implica "volver al punto de origen"; el planeta tierra culmina una "revolución" en cuanto alcanza el mismo punto del que había partido en su movimiento de traslación. Eso no ocurre con la "revolución sexual" iniciada a finales del siglo XVIII que, en el fondo, en lugar de restablecer los criterios de normalidad anteriores a la victoria de la moral sexual cristiana, fue más allá de ésta, confundiendo la conyugalidad, el erotismo y los vínculos afectivos. ¿Qué había ocurrido? Que el individualismo había triunfado y con él viajaba también una concepción individualista del eros. Hasta ese momento, el eros no pertenecía al dominio de lo individual, sino que se insertaba en un marco más amplio.

El primer paso para la manifestación de ese individualismo fue la "revolución sentimental". Hasta ese momento existían relaciones sexuales y parejas en tanto se inscribían en un marco comunitario, no individualista. La gente tenía hijos, no por que "les gustaran" los niños, sino para mantener algo que era superior a ellos: el linaje y la Comunidad. Pero, además, existían posibilidades de desfogue sexual en el curso de fiestas comunitarias.

A partir de 1789, cuando el individualismo triunfa en todos los terrenos, también penetra en el lecho de los amantes. Se impone el amor pasional que hasta ese momento había sido reservado al teatro y a representantes aislados de algunas élites sociales. Entre mediados del siglo XVIII y el primer tercio del siglo XIX, la "revolución sentimental" triunfa. La gente -mire usted- va, y se casa por amor. Un cónyuge espera del otro que lo quiera y lo satisfaga "hasta que le muerte los separe". Sólo entonces termina el contrato. La cornamenta está pero que muy mal vista en este contexto. Lo que implica que el sexo es el nexo de unión de la pareja y que todo criterio de "lealtad" se reduce, en la práctica a la "lealtad sexual", es decir, a lucir o no la dichosa cornamenta.

Hasta ese momento, la relación entre esposos era puramente pragmática: se casaban por conveniencias, pactos familiares, compromisos adquiridos por los padres, por cualquier tipo de intereses, pero no necesariamente por amor. Si éste aparecía, bien. Si no, también. El marido yacía con la mujer cuando buscaba tener descendencia. Si lo que buscaba era placer, lo encontraba en las aventuras extraconyugales. Y en este terreno, existían verdaderas artistas. Habitualmente, la esposa no consideraba este comportamiento como infidelidad. Infidelidad sería vender una parte del patrimonio a sus espaldas o dar el apellido a un hijo tenido con alguna amante, pero no el hecho en sí de yacer en otra cama con otro cuerpo. Y es que la sexualidad no era el centro de la vida social, por mucho que nos cueste imaginar un mundo diferente al actual en el que pudiera existir algo fuera del sexo y la televisión.

Se dirá que en aquella sociedad seguía considerando muy negativamente la infidelidad femenina mucho más que la masculina. Afirmativo. La mujer no gozaba de la misma libertad y "comprensión" para tener aventuras sexuales fuera del matrimonio. ¿Motivo? Biología obliga. No hay que olvidar que el centro de la vida comunitaria era la descendencia. Era la mujer la que podía quedarse embarazada en sus aventuras extraconyugales y, por tanto, introducir en el linaje "sangre" ajena. Eso se valoraba mucho, aun cuando se desconocía la importancia del código genético. Y es curioso, por que hoy cuando se ha descifrado ese código, la idea de linaje está completamente ausente.

Evidentemente, la "revolución sentimental" tiene como contrapartida la exasperación de la idea de "fidelidad conyugal". Existe fidelidad mientras los cónyuges no yacen con terceros. Se llega incluso a alturas de la mística en esto de la fidelidad: no se trata solamente de fidelidad de los cuerpos, sino también de las almas... y no se entiende bien por qué cuando moría una de las partes, se interrumpía tal fidelidad y el viudo o la viuda alegre podían casarse después de un moderado luto.

Aparece la noción de adulterio como forma de infidelidad dotada de una doble vertiente: afectiva y erótica. Hasta ese momento, la infidelidad había buscado solamente satisfacer las necesidades fisiológicas. A partir de ese momento será una alternativa erótica y sentimental al universo conyugal... Pero la fidelidad es algo más que acostarse con otro; reducir la fidelidad a un problema de intercambio de fluidos parece una pobre concepción de la misma, pero indica hasta qué punto el sexo se había transformado en el centro del matrimonio. Es en ese momento en donde empieza a imponerse la sensación de que existen "represiones" de la instintividad.

Progresivamente, erotismo y sentimentalidad van uniéndose a lo largo del siglo XIX y así se coagula el modelo de familia burguesa. Esta evolución es paralela a la evolución de la sociedad burguesa. Desde la Ilustración el fenómeno era previsible. Ya por entonces empezó a teorizarse que el fin de la sociedad y del Estado era facilitar a los individuos el camino que llevara hasta su felicidad individual. Hasta entonces la tarea del Estado había consistido en asegurar la supervivencia de los linajes familiares y de la comunidad. Faye explica: "Individuo y Felicidad: he aquí las dos ideas nuevas, los dos objetivos culturales que penetraron en las sociedades occidentales a finales del siglo XVIII. El matrimonio y el lazo sexual, al igual que no importa que otra institución social, van a culminar en el individualismo y el hedonismo".

El "espíritu doméstico" sustituye a las relaciones del linaje. La familia se convierte en un "espacio afectivo", mucho más que económico y social. Se forman unidades familiares cuando se advierte que la búsqueda del romanticismo íntimo ha culminado. El cemento de la familia burguesa es el amor-pasión... algo que, evidentemente, no puede prolongarse durante mucho tiempo. Siempre, antes o después, la pasión se traslada a otro cuerpo o, bien, se relaja hasta desaparecer. Se daba el remedio: "cuando la pasión desaparezca, el amor de permanecer". La desaparición de la pasión hacia un cuerpo no implica, necesariamente, la volatilización del deseo orientado hacia otro. En la medida en que toda fidelidad ha sido reducida al catre, el matrimonio burgués se convierte en algo progresivamente inestable y sometido a crisis cíclicas. Contra más oferta de sexo existe, menos solidez tiene esta forma de relación. Razón tenía quien dijo que formar una familia, educar unos hijos y cumplir el hasta que la muerte os separe, era la tarea más heroica que podía realizarse en el marco de una sociedad burguesa.

El amor así concebido no es más que mero sentimentalismo. El sentimentalismo individual genera, a la postre, la fragilidad de la institución matrimonial. Y lo que es peor: en tiempos de inmadurez afectiva como los nuestros y de superabundancia de oferta erótica, las parejas se forman en base a criterios inmaduros, que permanecen apenas el tiempo que tardan en proyectarse sobre otros parteners. En este sentido, la formación de parejas heterosexuales con fecha de caducidad inferior a los cinco años es cada vez más frecuente. Ya hablaremos de la duración de las parejas gays en su momento.

Todo esto hace que la crisis actual no sea tanto una crisis de la pareja heterosexual, como la crisis de la pareja burguesa, individualista y hedonista, formada en base a criterios emotivos y sentimentales. Contra más presentes están estos valores, más fragilidad e inestabilidad tiene la pareja. Paradójico, pero no por ello menos real. La emotividad y el sentimentalismo son propios de la adolescencia y la inmadurez: basar sobre estos criterios la búsqueda de la pareja supone prolongar el comportamiento adolescente por siempre jamás. Nada bueno, vamos. Las lunas de miel no duran toda la vida. Ni el espíritu de latin-lover.

Por que, la nueva paradoja es que la pareja moderna vive en un sinvivir entre la angustia de la soledad y el fantasma de la peremnidad. La soledad asusta. El "hasta que la muerte nos separe" da mal fario. Matrimonio civil o religioso, heterosexual o gay, o simplemente formalización de pareja de hecho, no nos engañemos, la cosa no varía mucho: se intenta homologar una relación pasional, dotarla de un fundamento jurídico, como si se la pretendiera eternizar, aun a sabiendas de que, en el fondo, la perennidad da pánico y se convierte, para muchos, en insostenible. En este sentido, a muy pocos se les escapa que si las parejas heterosexuales son inestables, las homosexuales también lo son y, a falta de estadísticas fiables, da la sensación de que aún muestran una mayor fragilidad. O lo que es lo mismo: he visto y he vivido amores pasionales desgarrados entre heterosexuales, pero acaso de una intensidad menor que las pasiones homosexuales para las que cualquier ruptura con el chorbo conocido una semana antes, adquiere caracteres de tragedia griega. Al menos durante los primeros tres días. Estamos aquí expresando una sensación, no un criterio científico: "nos da la sensación" de que las parejas homosexuales tienen un índice de rupturas muy alta y una fecha de caducidad excepcionalmente breve; y nos da también la sensación -a tenor de lo visto- de que las pasiones homosexuales adquieren una intensidad en el tiempo superior a la media de las pasiones heterosexuales y recalcamos lo de que "nos da la sensación" por que desconocemos estadísticas y debemos guiarnos por lo visto y vivido, que no es poca fuente de información a partir de cierta edad.

Esto implica, a la postre, que las relaciones homosexuales no se basan en algo radicalmente diferente a las relaciones heterosexuales habituales: sentimentalismo, pasión, erotismo y fidelidad encamada. Frutos de la inmadurez juvenil, en definitiva. Más adelante veremos que en el mundo clásico, los episodios de homosexualidad tenían muy poco que ver con la homosexualidad actual, por mucho que los teóricos del movimiento gay y su cohorte de historiadores, psicólogos, divulgadores y demás, se empeñen.

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