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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Edgar Neville: El crimen de la calle Bordadores (IV de V)

Infokrisis.- Es con inmenso placer que hemos visionado –a efectos de completar estas serie de artículos sobre la obra de Edgar Neville– El crimen de la calle Bordadores que nos inicia en un período muy interesante de nuestro cine de postguerra: el cine policíaco. Para hacer buen cine policíaco solamente hacen falta un guión que mantenga el interés y la coherencia, un director que, como mínimo sea un “buen artesano” y unos actores creíbles. Todo lo demás sobra. A esta producción de posguerra le sobran cada uno de estos elementos.

El crimen de la calle Fuencarral

En 2 de julio de 1888 se produjo en Madrid un crimen que, en realidad, no era muy diferente a otros que se produjeron en la misma época. A las 2:30 de la madrugada, una mujer presa de un ataque de nervios gritaba desgarradoramente en las ventanas del 2º piso de la calle Fuencarral número 109. Por la ventana salía también un denso humo negro. Cuando llegó el auxilio, solamente estuvieron en condiciones de comprobar que una mujer de unos cincuenta años estaba tendida en el suelo, cerca de su propia cama, semi carbonizada y con indicios de haber sido apuñalada previamente. Otra mujer, en una habitación no muy lejana fue encontrada desmayada descalza y con el camisón remangado hasta las nalgas.

La muerta era Luciana Porcino, viuda rica, irascible y antipática. La mujer desmayada era Higinia, la sirvienta. Cuando vio el carácter de su señora rompió en un llanto histérico. Inmediatamente se la consideró culpable del asesinato siendo detenida junto a los que fueron identificados como sus cómplices. Sin embargo, la opinión pública consideró al hijo de la viuda, José Vázquez Varela, alias “el pollo Varela” como el verdadero autor del crimen. Éste, mantenía relaciones con una mujer hermosa del barrio, Lola “la Billetera” y ambos gastaban mucho dinero que era pagado por la difunta. Cuando ésta se negaba a dar dinero a su hijo, él la amenazaba de muerte y… con quemarla. Pero su coartada era buena: estaba preso en la cárcel Modelo de Madrid (situada en donde décadas después se construiría el Ministerio del Aire en La Moncloa. Pero la opinión pública decía que “el pollo Varela” entraba y salía de la cárcel como Pedro por su casa.

Para colmo de misterios, el marido de la criada, Higinia, tenía un bar justo delante de la Modelo. Y para que conste entre los amantes del anecdotario, en el momento del crimen, el director de la Modelo no era otro que José Millán Astray, padre del que luego sería el fundador del Tercio de Extranjeros. Millán Astray, había estado antes al frente de la prisión de Valencia en donde se le había incoado expediente por irregularidades. Además, Higinia servía solamente desde una semana antes de cometerse el crimen y su anterior destino había sido, precisamente, la casa madrileña de Millán Astray.

Con estos antecedentes, era evidente que la prensa sensacionalista, que no faltaba entonces, tenía amplia carnaza para elucubrar teorías a cual más disparata.

Desde el momento de su detención hasta que fue condenada –porque lo fue, finalmente– Higinia realizó ¡20 declaraciones diferentes a cual más contradictoria con la anterior!, eso parecía no importarle. Llegó a declarar que en casa de Millán Astray éste le había contado que el hijo de la difunta quería robarle y que ella solamente tenía que abrirle la puerta. Éste llegaría a ser encausado en el proceso, dándole si cabe una mayor relevancia. La prensa sensacionalista lo consideró “inductor” del crimen y al hijo de la difunda, como el ejecutor material.

Higinia fue condenada a muerte y su amiga y, al parecer cómplice a quien había entregado los 92.000 reales desaparecidos, a 18 años de prisión. El hijo de la difunta y Millán Astray fueron absueltos. Eugenio Montero Ríos, presidente del Tribunal Supremo, protector en esa época de Millán debió dimitir. Millán había comunicado a un periodista que si él caía, se preocuparía de “bajar al presidente del Supremo de su silla”. El último episodio del drama fue la ejecución a garrote vil de Higinia, la sirvienta, el 29 de julio de 1890. Se cuenta que fue la última ejecución pública que se realizó en Madrid. Emilia Pardo Bazán y Pío Baroja estuvieron presentes. Éste último contó que en el momento de estrangularla el tornillo grito un aterrador: “!Dolores! ¡catorce mil duros!” y no pudo decir más. Dolores era su amiga y cómplice. En cuanto al “pollo Varela”, dos años después volvió a estar implicado en el asesinato de una prostituta a la que arrojó desde un terrado de la calle de la Montera. Y fue condenado por ello.

Cuando la calle Fuencarral pasa a ser la calle Bordadores

Hasta aquí la historia real de un suceso que durante dos años ocupó regularmente la primera plana de la crónica de sucesos de la Villa y Corte. Más de cincuenta años después, Edgar Neville, en 1946, realizó una película basada en el suceso. En los créditos se preocupó por afirmar el ritual exordio de que “los hechos narrados no tienen nada que ver con ninguna historia real”. Era verdad, hasta cierto punto.

En realidad, hay tantos elementos que remiten al crimen de la calle Fuencarral que es inevitable establecer el paralelismo. La co-protagonista, precisamente, es Lola “la Billetera”, presentada aquí como hermosa joven que vende lotería en un coolmao de cante jondo, al que persigue el innoble amante (no el hijo) de la mujer cincuentona que, como en Fuencarral resulta asesinada. Sólo que la sirvienta no es un instrumento del “pollo Varela” o de Millán Astray (para colmo en 1946, el hijo del encausado, fundador de la Legión era toda una eminencia en el régimen, a pesar de que tras haberse separado de su mujer, Franco lo hubiera enviado a Lisboa) sino… la madre de “la Billetera” que perdió a su hija de muy niña y que la reconoce por los datos que ésta le aporta. Lo policial se une a lo dramático y, por supuesto, a lo costumbrista y castizo que tanto amaba Neville.

El crimen de la calle Fuencarral, a pesar de todas estas alteraciones (realizadas para generar una trama susceptible de interesar a más espectadores y, quizás, para eludir la reacción que podría haber tenido Millán Astray) es, pues, reconvertido en el crimen de la calle Bordadores por obra y gracia de la imaginación de Neville.

Dado que Neville aprendió durante su estancia en Hollywood y del propio Chaplin, con el que le unión una buena y franca amistad, que las películas nunca deben terminar mal, la sirvienta es finalmente amnistiada por Isabel II y se reúne con su hija, finalmente, casada por un novio que, como el Julián de La Verbena de la Paloma, es “un honrado cajista”. Seguramente, la época en la que discurre la trama, le lleva a Neville a tomar algunos elementos –siquiera subconscientemente– tomados de la zarzuela de Bretón. De hecho, Lola “la Billetera” es arquetipo de las “manolas” pintadas por Bretón (“la Casta” y “la Susana”) y el malvado con chaquetilla y bombín, la imagen más pristina de “culapo” o “chispero” cañí.

“Madrid me mata”, firmado Edgar Neville

Y es que Madrid, incluso el Madrid siniestro pintado en esta película, tiraba mucho a Neville. En un momento en el que la viuda asesinada pasea por el Retiro con una amiga, lo hace frente a la estatua de El Ángel Caído en una toma que ya aparecía en otra de sus películas (si no recordamos mal en Mi Calle). De ahí se ha inferido una vinculación de Alex de la Iglesia a la obra de Neville. En efecto, la última escena de El día de la Bestia, tiene lugar precisamente a la sombra de la estatua de El Ángel Caído. No es esta la única influencia de Neville sobre de la Iglesia. En esa misma película, el carácter castizo del personaje interpretado por Santiago Segura (“satánico y de Carabanchel”) y el costumbrismo mangantón de los marginales que han sido apeados de la modernidad, así como los escenarios del Madrid del siglo XX (el edificio de la Gran Vía esquina Jacometrezo donde quedan colgados los protagonistas de los neones luminosos de Schweppes), o el hecho de que Satán nazca en los aledaños de las torres Kio emblema del Madrid posmoderno, refuerzan en esta opinión. Si Alex de la Iglesia ha querido sintonizar con el casticismo del siglo XX, Neville lo hizo con el Madrid antiguo de finales del XIX.

Pincelada sobre la prensa

En el episodio real y en su versión cinematográfica, destacó un hecho sintomático: por primera vez la prensa sensacionalista impuso su opinión sobre toda lógica, sin basarse ni en datos comprobados, ni en trabajos de investigación, sino apenas en la difusión de rumores, maledicencias, chascarrillos y, especialmente, en sus necesidades de ventas. En una de las primeras escenas de la película, el director de un diario, dicta el contenido de la noticia con tintes deliberadamente cargados y la rectifica sobre la marcha hasta que queda “aceptable” para su público. La verdad no tuvo nada que ver con lo publicado en los dos años que duró el proceso.

Parece incluso que la superabundancia de declaraciones contradictorias de la asesina real se debió a que cada artículo que leía sobre su caso, le inspiraba una nueva rectificación… que le llevó, por supuesto, al patíbulo.

La prensa, ya antes de que Ranpolh Hearst hubiera aspirado a saltar del “cuarto poder” al “segundo”, arrojándole el aliento en el cogote al “primer poder”, aspiraba a seducir e influir sobre las masas sin el más mínimo recato, moralidad ni prudencia. Y eso ocurría en el Madrid más castizo donde no todo eran las disputas amorosas y los ataques inofensivos de celos por los que discurren los compases de La Verbena de la Paloma.

Dos notas complementarias sobre la película

Manuel Luna es el actor que representa “al pollo Varela”. Realmente hubiera sido difícil encontrar a un actor que durante toda la película fuera capaz de interpretar unos pocos años antes el papel de comandante legionario con una sobriedad que remite al propio… Millán Astray en ¡A mí la Legion! de Juan de Orduña, o bien participar en una producción histórica como Alba de América o Fuenteovejuna, manteniendo siempre la credibilidad de su papel. En el caso de la película que nos ocupa, los ojos de Luna hablan por sí mismos y construyen una personalidad psicopática que de hecho tenía el personaje auténtico que protagonizó los hechos.

Y sin embargo, Manuel Luna es un gran olvidado del cine español cuya “memoria histórica” valdría la pena recuperar.

También vale la pena señalar las importantes innovaciones narrativas que Edgar Neville aporta al lenguaje cinematográfico, al menos en España. En efecto, hasta ese momento las películas presuponían una contigüidad temporal de las secuencias: los hechos eran filmados según la sucesión temporal habitual marcada por el calendario, sin embargo, Neville utiliza aquí el flash-back como técnica narrativa. Esto hoy puede parecer algo de lo que suelen usar –y abusar– algunos directores (Tarantino, por ejemplo, en Reservoir Dogs y mucho más en Pulp Fiction), pero en 1947 sorprendió a muchos. El género policiaco se presta extraordinariamente al empleo de los flash-backs y Neville no lo ignoró, se atrevió a utilizarlo, aun a pesar de que corría el riesgo de que el público no estuviera preparado para ello. Lo estaba. Aquella España del subdesarrollo, deteriorada y maltrecha que acababa de salir de una terrible Guerra Civil era, acaso, sino más culto, si más despierto culturalmente que el público actual. El resultado fue bueno y Neville volvió a recurrir a esta técnica de distorsión de la secuencia espacio-temporal, en otras películas, pero especialmente en La vida en un hilo que en el fondo es una variante del flash-back.

También en esto, Neville resultó ser un genial innovador.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com

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