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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Mitopoética del nacional-socialismo. Un texto de Franco Cardini (revista Totalité,1981)

Infokrisis.- El texto que sigue a continuación es la traducción de un artículo publicado en 1981 por el medievalista italiano Franco Cardini en la revista Totalité en el año 1981. Esta revista era, en aquel momento, el boletín del círculo "Cultura y Tradición" que en aquella época y en los años siguientes realizó un extraordinario esfuerzo por difundir los textos de Julius Evola en lengua francesa, primero a través de las revistas Totalité, Rebis, Kalki, y posteriormente a través de la Editorial Pardés que  continúa en funcionamiento. El articulo que sigue es una interpretación "mitopoética" del naconal socialismo y, en realidad, aborda la cuestion de cómo un especialista en historia medieval analizaría el fenómeno del nacional-socialismo en función de los mitos y de las leyendas medievales. Particular fuerza adquiere el artículo cuando refiere la vieja leyenda germánica del Flautista de Hamelin en relación a la historia de Hitler y de su función entre 1933 y 1945. Debió ser hacia 1985 cuando realizamos la traducción de este artículo que casualmente hemos encontrado en el mes de agosto.

Mitopoética del nacional-socialismo

Cuando hace unos años se desencadenó una polémica contra la presunta rehabilitación de Mussolini y del fascismo por De Felice, hubo, además de críticas apoyadas sobre un examen científico serio, otras conducidas de manera histérica, o que no tuvieron reparos en descender al nivel del linchamiento. En este segundo terreno tan poco ejemplar, alguien sugirió la vergonzosa idea de que un día Hitler y el nacional‑socialismo podrían encontrar igualmente su De Felice.

George L. Mosse está muy lejos de ser “rehabilitar" al movimiento hitleriano; en la historia, por lo demás, las rehabilitaciones ‑lo mismo que en el de las exaltaciones, las condenas y las justificaciones‑ son un falso problema. El hecho de que en Italia algunas conclusiones de Mosse, aunque fundadas científicamente ‑o quizás por eso mismo‑ hayan levantado el escándalo, prueba una vez más que en este país la libertad de opinión, cuando se trata de ciertos temas, se convierte en una utopía, no sólo, sobre el plano histórico (lo que sería, más o menos, normal), sino también sobre el plano científico. Afrontar temas tales como Hitler y el nacional‑socialismo exige que primeramente se trace el círculo mágico ritual y se pronuncien los exorcismos pertinentes: es decir, que se repita ‑con algunas variantes si es necesario‑ la preliminar y “evidente" fórmula de condena. Esta no debe tampoco ser abandonada al dominio del pleonasmo y del sobreentendido: como toda fórmula mágica auténtica, exige ser pronunciada en voz alta y con precisión. Quien no lo haga corre el riesgo de pasar por cómplice, por simpatizante del enemigo del hombre.

Es preciso preguntarse si el recuerdo de aquella gran catástrofe que fue la Segunda Guerra Mundial, la memoria dolorosa del exterminio querido y programado de millones de seres humanos; el horror por los crímenes, las deportaciones, las devastaciones, los saqueos a gran escala que caracterizaron la fase final del hitlerismo pero que, en el fondo, estaban ya en germen en su espíritu, si toda esta lamentable tragedia ¿bastan para justificar el sentimiento de horror, extendido y arraigado, respecto el nacional‑socialismo? Entendámonos bien, puede que éste lo haya merecido plenamente: sin embargo, es inquietante constatar que la condena, entre las jóvenes generaciones sobre todo, se apoye siempre sobre un conocimiento causal extrañamente limitado, incierto e impreciso; es, en otros términos, una actitud conformista, una adhesión tibia y cómoda a una idea impuesta desde el exterior, antes que pensada desde el interior.

Aquí, no se trata ciertamente de depurar una vez más las responsabilidades en el proceso de Nuremberg, o de reavivar la polémica sobre los famosos seis millones de víctimas para establecer si han sido más o menos numerosas que la cifra indicada. No existe nada más innoble que esta macabra contabilidad. En el nacional‑socialismo, es la atrocidad del genocidio en tanto que tal y, más allá de él la atrocidad del desprecio del hombre y de la vida lo que asombran, sobre todo porque han tenido lugar tras siglos de humanismo, al menos teórico y verbal. Pero lo que termina por inspirar temor, es que su trono siniestro en el museo de los horrores históricos no acabe por servir como pantalla a otros hechos y hombres que tendrían el mismo derecho de figurar en él. Todos los grandes verdugos, todos los carniceros a gran escala del mundo contemporáneo ‑han existido y existen existiendo hoy, por no hablar de los que les precedieron‑ pueden agradecer a Hitler haberles permitido aparecer con ropas respetables y maquillar sus gestos con sonrisas cautivadoras.

En suma, es triste y miserable que no pueda organizarse Nurembergs serios (el Tribunal Rusell ha sido una farsa facciosa) para los responsables de las masacres de hugonotes, pieles rojas, católicos irlandeses, istrianos, kulaks, armenios, kurdos, palestinos o mongoles.

El mundo moderno no considera pues a Hitler como un enemigo cualquiera: lo ha elevado al rango de enemigo metafísico. Sin embargo, vista desde cerca, esta observación es incluso insuficiente. Su condena es una demnatio memoriae, absolutamente sui generis. Parece casi que, aunque se haya exorcizado al monstruo demoníaco y que se continúe teniéndole respeto por una especie de "caza de brujas" que tiene algo de grotesco, se sufra aún una terrible fascinación: la atracción del abismo. Pongamos incluso de lado la interpretación del nacional socialismo como una especie de fatum helénico, de némesis inevitablemente ligada el hybris de las clases dirigentes alemanas: es decir, la interpretación de Thomas Mann en la que se han inspirado Luchino Visconti y también Berthold Brecht está menos alejada de lo que parece, ya que el desarrollo de su Arturo Uí demuestra que, sobre todo, la ascensión del jefe de la banda de gansters es menos “resistible” que lo que afirma el título de la polémica obra de teatro. Asistimos desde hace algún tiempo a una nueva ola de hitlerismo, y lo que es peor: ni los historiadores ni los sociólogos parecen darse cuenta de que es mucho más grave o inquietante que cualquier rehabilitación político‑ideológica. Tenemos comics y films “nazi‑porno", "nazi‑sado‑masoquista", que se acompañan de fenómenos de signo análogo pero de valor diferente, como el music‑hall Das Reich con su Hitler superstar sucesor de los triunfos de Oh Calcutta y de Hair. Naturalmente, no se verá Das Reich en nuestro país, como tampoco el film Hitler, eine Karriere a pesar de su excepcional valor documental. A cambio, hemos visto Salon Kitty y toda la gama de sus subproductos incalificables

Por lo demás, a su manera incluso: estos fenómenos subculturales son muy significativos. A nivel de transfert la culpabilización del hitlerismo es la desembocadura cómoda de tendencias sado‑masoquistas que, fuera de casos límite, no le eran del todo específicas (podía tener otras tendencias: pero ‑precisamente‑ no éstas) mientras que son propias a los complejos engendrados por la sociedad de consumo, por la sociedad permisiva. Luego, porque, tras estos complejos se esconde la vulgarización de un procedimiento de represión ideológica que los historiadores conocen bien: la polémica de los defensores de un "sistema" cualquiera contra los no conformistas. Celso, ya, dirigía a los cristianos acusaciones de realizar ritos infames y de desórdenes sexuales; en la época medieval y protomoderna, los polemistas católicos hacían lo mismo respecto a los herejes y las brujas, mientras que en los EEUU los maccarthystas emplearon el mismo procedimiento contra los “rojos”, o supuestos tales y, más tarde, este debía ser el caso de los extraños representantes de las "mayorías silenciosas" contra los hippies. Es inútil añadir que, habitualmente, acusaciones de este tipo, son absolutamente falsas y gratuitas sobre el plano fenomenológico; es más bien la interpretación de los hechos a la que dan lugar lo que está profundamente falseada.

Ciertas formas histéricas e irracionales de demonización de un fenómeno histórico tan complejo y articulado como el nacional‑socialismo descubren un fondo colectivo que debería ser explorado con los elementos del psicoanálisis antes sin duda, que con los de la política y la sociología. Existe un lazo profundo entre nazifobia (una forma de psicosis extendida que nada tiene que ver con el antinazismo serio y coherente) y la actitud de desacralización de la vida que invade plenamente al way of life occidental. No son ciertamente objetivos político‑ideológicos del nacional‑socialismo cuyo renacimiento se teme: hoy, ninguna persona inteligente y de buena fe puede verdaderamente temer el renacimiento del racismo anti‑judío, del nacionalismo pangermanista o del militarismo neo-prusiano.

Lo que se quiere más bien es exorcizar aquello a lo que el nacional‑socialismo debió lo más profundo de su éxito: la proyección mítica, e incluso ‑es decir, sobre todo‑ la capacidad mitopoética. Solamente bajo este ángulo la histeria nazifoba adquiere una racionalidad paradójica: es la respuesta radical del hombre moderno, del homo rationi consentaneus, al hombre arcaico, al homo mythicus: es evidente que empleo aquí el adjetivo mythicus en al sentido que le da Macrobio, a saber, “autor de mitos". Y ya que estamos en la hora de las precisiones semánticas, añado que empleo el adjetivo "arcaico” en el sentido técnico que Jung le atribuye: es decir, el hombre arcaico como hombre del arca, del origen, de los comienzos; hombre del illud tempus, opuesto al hombre del progreso lineal.

En otros términos, el nacional‑socialismo ‑al margen de sus componentes progresistas y tecnocráticas, las cuales fueron por lo demás masivas y evidentes‑ fue un movimiento radicalmente antimoderno y anti‑historicista en su capacidad mito‑poética precisamente, mucho más profunda que el recurso exterior y a menudo vulgar a datos y elementos atávicos que hacían de él un movimiento "de derecha", según un análisis que, a decir verdad, parece excesivamente esquemático.

Puede ocurrir también, en el fondo, que el nacional‑socialismo haya sido sobre el plano fenomenológico ya que no sobre el plano del historicismo, un acontecimiento revolucionario pero ‑a pesar de sus componentes obreras y "de izquierda" que existían y que tenían cierta consistencia, guste o no guste recordarlo‑ si fue así, no tuvo gran cosa en común con la revolución francesa o soviética. Las precisiones formuladas por varios historiadores especializados en la influencia jacobina y luego nacional‑liberal recogidas más tarde por el hitlerismo tienen sin duda su valor, de la misma forma que buena parte, de los nacional‑socialistas sufrieron la fascinación de la Revolución de Octubre; sin embargo, la revolución a la cual el nacional se pareció más es la revolución japonesa de la época Meijí: en el sentido que, al igual que esta, tendió a afirmar un cuerpo tecnológicamente avanzado en el sentido occidental del término sobre un alma dirigida en sentido inverso, en una dirección programáticamente consciente hacia el retorno a las antiguas tradiciones heroicas. Con esta diferencia sustancial, naturalmente, a saber, que estas tradiciones estaban vivas y actuantes en la cultura japonesa, donde se trataba sólo de despertar y reconducir a una pureza consciente un mensaje religioso y nacional; mientras que en Alemania se trataba de reconstruir ‑y de una forma no exenta de arbitrariedades y exageraciones, y consecuentemente con resulta­dos sustancialmente falsos y artificiales‑ una cultura prácticamente destruida = desde la Alta Edad Media, admitiendo que haya existido jamás bajo formas que evocaran incluso de lejos lo que se imaginó. El "germano" salido del laboratorio hitleriano se parecía al del Edda y del Nibelungenlíed como la criatura monstruosa del doctor Frankenstein al modelo que había inspirado al sabio.

Si la sociedad actual vive de utopías ‑y lo que es peor, las estima racionales e incluso “científicas”‑ en cambio detesta los mitos. Y la obstinación en hacer representar al socialismo el papel de chivo expiatorio para las desgracias del segundo cuarto del siglo XX y más allá parece ser principalmente una técnica liberadora en relación al mito y al “peligro" de la mitopoética, es decir, de este extraña capacidad humana de escapar a lo materialmente “real”, a lo cotidiano, e incluso de apropiarse y dominarlo. Se acusa la adhesión al mito de representar una “fuga de la realidad”, una “evasión”: pero la prisión de lo que se califica habitualmente de real engendra a su vez la desesperanza.

En un sentido general la relación entre “emancipación” del mito y angustia es muy estrecha: “se ha sostenido incluso que las inquietudes y las crisis de las sociedades modernas se explican por la ausencia de un mito que les sea particular", escribe Mircea Eliade. Si Eliade tiene razón en percibir la relación de este illud tempus, de este tiempo sagrado “anterior a la caída” hacia la cual toda la humanidad se volvería, unida a pesar de la variedad de los mensajes religiosos- aunque la experiencia religiosa se plantearía  en tanto que tal, en último análisis, como una “nostalgia de los orígenes” y en el rito la restauración de este tipo sagrado, pues una técnica de anulación de la historia con su vis involutiva y de relación periódica con un estado de perfección  y de armonía entre el hombre y el cosmos: si todo esto es exacto, en parte al menos, entonces el proceso de desacralización del mundo contemporáneo, su rechazo del mito, la degradación del rito en la ceremonia pública, luego en “forma vacía”, en “manifestación exterior”, en “convención”, este proceso definitivamente ha cortado los puentes entre la humanidad y no importa qué tipo de realidad superior. Se puede ser o no religioso (por lo demás, el adjetivo “religioso” es en sí mismo ambiguo): pero debe constatarse que la religión representa de todas formas una defensa individual y colectiva contra la aparición de la angustia existencial; sea negada o criticada, el hombre –al cual, evidentemente la desesperante constatación sartriana de la nada no basta, quien, por el contrario, tiene naturalmente horror a ella- se vuelve hacia la investigación de sucedáneos, los cuales adquieren a su vez el carácter de nuevos mitos o seudo-mitos. A menos que no se reemplace el mito, el “retorno a los orígenes”, por la utopía, por la búsqueda de un porvenir jamás alcanzado y comprendido como definitivo: inmóvil meta al final de un dinámico iter.

Tal es la cuestión: lo que el mundo contemporáneo no perdona a Hitler, es me nos su inhumanidad como su antihumanismo. Ser enemigo de la historia y del historicismo mediante libros y escritos es ya grave, pero serlo con las divisiones acorazadas, resulta intolerable.

El nacional‑socialismo  no fue propiamente un movimiento político, sino que fue especialmente un movimiento religioso‑milenarista; y HitIer, más que un jefe político incluso excepcionalmente dotada desde el punto de vista carismático, fue sobre todo ‑y él tuvo conciencia‑ un soter, un “salvador”. Tanto los cristianos alemanes que saludaban en él a "nuestro dulce Cristo germánico” como sus oponentes católicos y protestantes que percibían en su persona los rasgos del anticristo, percibían todos con una misma exactitud ‑aunque divergiendo en la interpretación que facilitaban respectivamente‑ esta voluntad cristométrica que aparecía sin equívoco en tantas actitudes y discursos hitlerianos.

A este respecta, la insistencia en el carácter, neo‑pagano, del nacional‑socialismo ha podido constituir un factor de desorientación para más de un historiador. La rehabilitación del germanismo pagano durante el Tercer Reich es algo incontrovertible, al igual que la polémica contra el cristianismo, religión percibida como “no-heroica” y, en tanto que tal, inadaptada al pueblo alemán. Pero, por regla general, se trataba siempre de consignas de propaganda, ideológicamente superficiales y dispersas, aunque obsesivamente recuperadas a nivel de propaganda y que no llevaron jamás a un intento serio de reforma ética y cultural. Se trató en el fono de un nostalgismo wagneriano, revestido de sensibilidad romántica, y sobre el cual se apoyaba una no menos superficial glorificación nietzscheana de la voluntad de poder; el todo se resumía (ya que el racismo y el militarismo hitlerianos tenían otras raíces más concretas) en un neo‑germanismo estético y arqueológico que tenía poca incidencia sobre la vida y las costumbres, no digamos siquiera de los alemanes en general, sino de los cuadros mismos del NSDAP, anticlericales tanto como se quiera pero siempre ligados al "cristianismo positivo” de los 25 puntos del programa original. La mezcla de profesiones de fe en "Dios" y en la "Providencia", ardientes pero ambiguas, y de parrafadas anticlericales extraídas del más lóbrego bagaje librepensador o de los subproductos del Kulturkampf ‑mezcla desagradable, frecuentemente presente en los discursos de los jefes nacional‑socialistas y del mismo Hitler parece más bien inspirarse en un deísmo aproximativo post‑iluminista, extendido entre las capas burguesas euro peas medianamente cultivadas. De otra parte, personajes como Rosemberg y Hitler se inspiraban más que en alguna forma de religiosidad neo‑pagana, en un misticis­mo esotérico ligado al amplio mundo misteriosófico de finales del siglo XIX que había dado origen a la “Golden Dawn”, la “Thulegesellschaft", la Orden neorosacruciana, en suma el mundo de la reacción espiritualista al cientifismo del siglo XIX: un mundo de donde surgieron o iban a surgir hombres tan diferentes como un Aleister Crowley, Montague Summers, Gurdjieff, Rudolf Steiner, René Guénon.

Se objetará que en algunas ceremonias como la atribución del nombre al recién nacido, el matrimonio, los funerales, al menos en los ambientes SS, o en los medios nacionalsocialistas de más estricta observancia o bien del tipo, por así decir, “experimental”, como los Ordensburgen o los centros Lebensborn, las componentes neo-paganas aparecían con evidencia, al igual que en los ritos colectivos del Primero de Mayo, del Solsticio de Invierno, del Teatro Thing. Pero una vez más, es preciso prestar atención a no confundir lo simbolizante con lo simbolizado y a no generalizar los casos límites. Entre la utilización de cierto aparato repelente bajo formas simplificadas y aproximativas, un germanismo de superficie y el regreso a los mitos odínicos, existe una diferencia profunda. Además la estética artística y arquitectónica nacional‑socialista se refiere más a ejemplos clásicos que al viejo germanismo (el cual, aquí, no tendría gran cosa que aportar fuera de algunos elementos): y sobre esta permanencia de la vocación estética clásica de Alemania y sobre los valores ligados a ella, Mosse ha escrito páginas fundamentales. Más allá de los atavismos del "Renacimiento nórdico" que, en tanto que corriente literaria, era más bien un romanticismo provincial retardado, el esfuerzo ético-histórico de los mejores intelectuales del Tercer Reich, comprometidos hacia un plausible modelo cultural indo-europeo, estaba dirigido en un sentido que me atrevería a llamar “dorio”. Piénsese sino en los trabajos de Helmut Berve y, sobre todo, de Hans F. K. Günther: ética, estética y eugenésica nacional‑socialistas veían su modelo histórico en Esparta y Platón. Por lo demás, acentos homéricos y platónicos rellenen la cultura alemana de los siglos XVIII y XIX, e igualmente se había hecho referencia a Platón en el círculo poético de Stefan George. El ethos nórdico que se quería oponer el pathos “semítico-mediterráneo” se expresaba en términos más homérico‑platónicos que “nórdicos”. El Walhalla erigido por Leo von Klenze entre 1830 y 1842 cerca de Regensburg como templo de la unidad alemana y de sus glorias, absolutamente clásico en sus líneas aunque corregidas con motivos ornamentales germánicos, es una extraordinaria relectura ante litteram de la relectura nacional‑socialista de los mitos odínicos: una relectura en la cual está presente toda la Kultur aristocrática y académica de las clases dirigentes alemanas.

Algunos se dirán convencidos que al menos la mística del Blut und Boden tenía un carácter germano‑pagano atávico. En realidad, en las fuentes germánicas este carácter es notable hasta cierto punto, en las concepciones de Sippe y de Geschlecht, sin embargo, el lazo biológico de la sangre puede ser reemplazado ritualmente por ceremonias de fraternización en el interior de la Gefolgschaft: la idea de una unidad igualmente biológica era, para los viejos germanos, familiar, y tribal, no étnica, y corregida de todas formas por otros conceptos y por numerosas otras circunstancias; aquí, como en otras partes, los nacional‑socialistas cometieron una exageración arbitraria atribuyendo a sus pretendidos ancestros preocupaciones que dependían todas de la biología y del pensamiento del siglo XIX. La ética del Blut und Boden representaba en el Tercer Reich la base emotiva y solidarista de los principios racistas cuya aplicación sobre los planos jurídico, sanitario, institucional (en suma las leyes de Nuremberg de 1935) dependían de premisas claramente neo‑malthusianas y social‑darwinistas; por lo demás, la Weltanschaung hitleriana relativa a los tomas de la naturaleza, de la selección de los pueblos y de las razas, de la lucha por la supervivencia, era darwinista, mientras que el tema del Lebensraum era neo‑maltusiana. El racismo nacional‑socialista no había nacido de un laboratorio científico, sus antepasados se llamaban Lessing, Herder, Fichte, Gobineau, Chamberlain, Wagner…

Sin embargo, atención a los golpes de efecto... El racismo ‑o, mejor, el antisemitismo- era una de las llaves del éxito de la propaganda del nacional‑socialismo, al igual que el patriotismo y el antibolchevismo. Sin embargo, la Europa de la época estaba repleta de movimientos de carácter antisemita, patriótico y antibolchevique; pero ninguno de ellos se convirtió en nada comparable al nacional‑socialismo, aunque todos lo hubieran imitado tras 1933. La esencia del enigma del nacional‑socialismo, de su ascenso y de su dominación absoluta sobre Alemania no se encuentra en estas ideas elementales y en las jamás se profundizó. Igualmente, tampoco se encuentra en el wagnerianismo, ni en el neo‑clasicismo monumental. Sobre el plano social, su éxito no se explica, plenamente ni por el recurso al tema de la alianza entre la pequeña burguesía y la clase media frustrada, antiguos combatientes rechazados y gran capital industrial, ni por.la aspiración al orden cuya expresión habría sido el lúcido pensamiento conservador, por ejemplo de un Carl Schmitt. Cuando, a través de una maniobra cuyo mero esquematismo deja perplejo, se separa el movimiento del régimen poniendo como lógica discriminante sino cronológica la "noche de los cuchillos largos", no se facilita ninguna solución al enigma: el nacional‑socialismo no fue el hijo único de los Freikorps ‑que tuvieron numerosos hijos e incluso varios de ellos bastardos‑; en su seno la seria y consciente izquierda sindicalista de los hermanos Strasser, cuya buena fe y calidad como organizaciones de las fuerzas obreras han sido saludadas incluso por historiadores marxistas, no tiene tampoco un derecho real de paternidad y otro tanto ocurre con la izquierda violenta del Lumpemproletariat, con sus canciones groseras, su "Hitler será nuestro Lenin”, la actitud de lansquenetes y de jefes de Bauerkrieg de sus comandantes, el misticismo de cervecería de las “secciones bistec" (llamadas así porque estaban compuestas de antiguos comunistas y se decía, "rojas por dentro, pardas por fuera": precisamente como un bistec). La fuerza del nacional‑socialismo reposaba sobre la síntesis de estas fuerzas, pero su esencia, no era esta síntesis ni ninguna otra.

La esencia del nacional‑socialismo sigue siendo Adolf Hitler. Diciendo esto naturalmente no pretendo hacer ninguna concesión a las viejas tesis superadas sobre las personalidades excepcionales que harían la historia. Estoy convencido que las contribuciones personales a los acontecimientos históricos son decisivas, pero también que, en último análisis, son las fuerzas lato sensu sociales y espirituales (y su interdependencia recíproca) quienes determinan y califican dichos acontecimientos. Pero Hitler es un unicum en la historia contemporánea, al igual que el mito inextricablemente ligado a su persona, un mito que no era del todo sic et sempliciter el del renacimiento de la patria o de un misticismo pangermanista y racial, del antisemitismo, de la antigüedad germánico‑pagana aunque sus ideas-fuerza se refirieran a todo esto.

Su mito consistía en situarse como alter Christus: es decir a presentarse como profeta‑salvador en un país dividido y desorientado, empobrecido por la guerra civil, el hambre, el paro, el espectáculo cotidiano de las desigualdades sociales más dramáticas (nada mejor que los gravados del anti‑nazi Georg Grosz para ilustrar algunos temas de la propaganda hitleriana antes de la llegada al poder; en un país recorrido por el escalofrío de la humillación y del odio a causa de inicuos tratados de paz, cuya aquiescencia al revanchismo francés es la primera razón que ha lanzado al pueblo alemán en brazos del nacional‑socialismo incluso que ha inventado el nacional‑socialismo. Tras la crisis de 1919‑23, cuya culminación fue la ocupación abyecta del Ruhr, el hundimiento de 1930‑32, consecuencia de la crisis de Wall Street ‑y que habría podido ser evitada, o al menos, contenida, si las clases dirigentes de Weimar hubieran elegido otra política económica: cosa que los nacional‑socialistas y la izquierda habían comprendido desde hacía años y habían rápidamente reprochado a Strasemann‑ arrojaron al país a la sima de una depresión y de una destrucción menos grave quizás que las precedentes, pero espiritualmente mucho más dramática, en la medida en que dieron la impresión de un fracaso global de la experiencia de Weimar y del engaño realizado a costa de los trabajadores alemanes, a los cuales se les había hecho creer que la falsa prosperidad que gozó el país gracias al plan Dawes de 1924 (que apoyaba ciertamente la recuperación del marco y concedió créditos a la industria, pero ligaba también la economía alemana a la economía extranjera, americana en particular) había sido, por el contrario, un resultado obtenido de manera autónoma gracias a la política gubernamental.

En este derrumbe de esperanzas y de ilusiones, en este desbordamiento de rabia y desesperanza colectivos, el mensaje de Hitler‑ que parece a distancia amasado de rencor y de irracionalismo y que, en el fondo, era precisamente esto, apareció como una llamada calurosa e irresistible a la fraternidad nacional, a la superación armoniosa de las divisiones, al esfuerzo unitario por el renacimiento. Ciertamente, se repetía que este acto de amor patriótico podía ser indoloro, que los “parásitos” y sobre todo los judíos debían ser eliminados (so lamente sobre el plano político) si se quería vivir normalmente. Claramente, más que el terror ‑en un primer momento se puede decir a pesar de él‑ fue el consenso, un consenso de masas lo que llevó al pequeño cabo austríaco a la cancillería.

Pero dejemos ahora de lado las consideraciones socio‑históricas y ocupémonos ‑pues tal es el tema de nuestro texto‑ del elemento mitopoético del nacional‑socialismo. El mito del renacimiento a través de sufrimientos, el esfuerzo colectivo y la eliminación del enemigo metafísico, encarnado por el judío no es del todo un mito nuevo en la vida del pueblo alemán. Si el ascenso del nacional‑socialismo ha sido favorecido, en cierta forma, por las estructuras del inconsciente colectivo, estas estructuras reforzaban sus raíces en la Alemania Cristiana de la Edad Media y de la reforma, no en la Alemania del atavismo germánico-pagano, una Alemania que no ha existido jamás, ni sobre el plano antropológico, ni sobre el histórico. Puede decirse más bien que la Alemania medieval fue el producto de una aculturalización acelerada entre el cristianismo y antiguos valores germánicos, los cuales, de hecho, fueron absorbidos, pero no borrados y permanecieron vivos en el nivel volkisch. Pero el hecho de transformar esta cultura subalterna, a la cual el nacional‑socialismo ‑en esto heredero de la filosofía romántíca‑ consagró un verdadero culto, una herencia atávica, y toma la viviente presencia popular de esta por la supervivencia de aquella, es un desprecio grosero y vano. Que esto guste o no, da igual, las raíces del nacional‑socialismo son cristiano populares, no paganas.

La historia del niño solitario de Branau, del pobre pintor bávaro, se parece en realidad a una fábula. Si se hubiera detenido antes de la guerra de 1914‑18, su protagonista habría podido pasar por uno de los personajes de Andersen: pero nadie habría hablado de él y su sosias‑adversario, su "sombra” en el sentido junguiano del término, aquel que, detestándolo, lo comprendió más a fondo –Charlie Chaplin‑ no se habría ocupado de él. Todo esto podría facilitar material para un buen trabajo de psicoanálisis. A partir de esto la fábula de Adolf Hitler adquiere en realidad los rasgos de una de las fábulas más terribles del folklore popu­lar germánico: la del flautista de Hamelin.

En resumen, la leyenda es conocida. En una ciudad sacudida por una invasión de ratas (¿es quizás el recuerdo colectivo de la peste de 1347?), un pequeño hombrecillo se presenta ofreciéndose a liberarla a cambio de una pequeña recompen­sa: habiendo recibido la promesa de que se le concedería tal recompensa recorre las calles tocando su flauta mágica cuya música tiene un efecto irresistible so­bre los anímeles, los cuales salen de todas partes para seguirlo; entonces el  flautista los lleva hasta el arroyo donde se ahogan. Pero los comerciantes que gobiernan la ciudad, al verse libres del peligro, comienzan a olvidarse de sus promesas y a dar la espalda al flautista; en represalia, éste, habiendo atraído con su flauta a todos los niños del lugar, los conduce fuera de los muros de la ciudad hacia una montaña mágica que se los traga a todos.

En el curso del último siglo un erudito espiritual, alineándose con la moda en vigor en su época en los estudios de mitología comparada, demostró como se podía probar mediante estos métodos que Napoleón jamás existió, sino que se había tratado de un "mito solar”. En el caso de Hitler, si por una hipótesis fantástica las prue­bas históricas de su existencia faltaran algún día, podría pensarse en un sabio mágico‑chamánico como el que hemos aludido. Alemania es invadida por las ratas de la desesperanza, de la discordia civil, de la abyección; el pueblo alemán ‑o, si se prefiere, una parte de su clase dirigente‑ ofrece el poder al flautista mágico a condición de que sepa liberar a Alemania; pero éste va más allá de las tareas que le han sido indicadas inicialmente, domina incluso a las fuerzas que tenían la ilusión de controlarlo pactando con él y arrastra a su pueblo, sobre todo a los jóvenes, hacia el Gotterdammerung. ¿Qué alegoría más trágica de los últimos días del Tercer Reich que el Todtentanz de los niños de Hamelin marchando en bandadas tras el flautista en dirección a la montaña dispuesta para tragarlos?

Antropológicamente hablando, el flautista ‑es decir el músico-mágico que manda a los animales y guía a los espíritus hacia el Más Allá‑ es comparable al modelo de Orfeo; es un chamán, un músico‑danzarín‑taumaturgo en contacto con el mundo de los muertos. Y Hitler, que disponía por lo que parece de conocimientos superficiales muy pobres sobre la mitología germánica, demostró, por otra parte, que su función política fue extrañamente parecida al papel mítico del dios Wotan, cuyas connotaciones chamánicas –es sin duda el menos indo‑europeo de los Ases‑ han sido puestas de relieve en varias ocasiones.

Hay que añadir a este respecto que los caracteres de la experiencia dictatorial de Hitler fueron más los de un "rey mago" que los de un guerrero. Si quisiéramos adaptar al régimen nacional‑socialista los cánones de la tripartición funcional propuesta por Dumezil, veríamos con claridad los rasgos de la preponderancia del elemento "chamánico‑‑‑sacerdotal", centrado sobre el Führer y su misión, ‑sobre el elemento guerrero ‑la casta militar fue quizás menos todopoderosa bajo el Tercer Reich que bajo Weimar‑ y sobre el elemento productivo (representado menos por las élites de la industria o por la clase obrera, que por la esfera de la economía, constantemente sacrificada por el gobierno nacional‑socialista a la esfera de la política).

Por lo demás, a pesar de las prerrogativas institucionales y de sus dones notables, más que intuitivos, de estratega, Hitler no confirió jamás a su prestigio personal un aura particularmente belicosa. Entre los grandes dictadores de los años treinta, fue sin duda el más avaro en actitudes guerreras. Pero hay más. Por regla general y en la vida cotidiana, Hitler era un hombre tímido, reservado, no sólo por razones de oportunidad, sino también a causa de su carácter. Sus gustos igualmente, sus escritos privados, sus bocetos de cuadros, los objetos que amaba testimonian su naturaleza reservada: sus gustos eran “normales", pequeño‑burgueses, un poco groseros tal como nos lo muestran todos sus biógrafos poniendo de relieve su carácter esquizoide. Pero en las grandes liturgias de masa el hombrecillo se transfiguraba: era entonces un Gran Chamán, el regidor‑protagonista-sacerdote, el, catalizador de las tensiones de la masa, el microcosmos del alma colectiva; incluso, en las grandes ocasiones mundanas, se convertía en agradable y gentil, espiritual, elegante, afable, charming. Y sus exaltaciones improvisadas, su capacidad para sostener una tensión interior y exterior gigantesca, desembocaban luego en una sombría depresión de varias horas, durante las cuales parecía destruido, agitado, como vacío.

Pero atención: actitudes banales y solemnidad sacerdotal estaban en él cuidadosa­mente estudiadas. El hecho es que quería ser, habitualmente, cotidiano y banal; había comprendido perfectamente que, para presentarse verdaderamente como la hipóstasis del alma colectiva de su pueblo, como encarnación del Volkgeist, debía= prodigar menos los gestos grandilocuentes y el espíritu de camaradería un poco ridículo de condotiero que hacer de manera de todos los alemanes sobre todo los más modestos, pudieran reconocerse en él e identificarse con él, pudiendo decir: "Es uno de los nuestros, es como nosotros". Igualmente el cine nacional‑socialista asociaba las estrepitosas evocaciones históricas a las comedias de enredo y a los castos idilios campestres, igualmente Hitler vestía habitualmente trajes usados por el modesto del hombre de la calle, el honesto funcionario público con gustos simples. Pero sobre la escena de las grandes liturgias, cuando sabía que encarnaba a todos sus partidarios y sentía que cada uno de ellos se reconocía en él, cambiaba. No era por casualidad ni por retórica de propaganda que el nacional‑socialismo se expresó así sobre todo en reuniones como el parteitag de Nuremberg. Fue sobre todo “fiesta” en el sentido sociológico del término: celebración permanente de la unidad nacional reencontrada y de le potencia germánica renaciente, en apariencia al menos, de la "nada", de la crisis. Esto no era simple exterioridad: la liturgia política representaba verdaderamente, como en la Iglesia católica (la comparación puede parecer terrible, pero no debe parecer blasfema), el punto de encuentro entre clase dirigente y las clases subalternas, el momento de la fusión mística en la contemplación evidente, física, de la comunidad nacional en acuerdo con sus símbolos y sus jefes. Ceremonias como las grandes paradas nocturnas, la llamada de los muertos de la Feldherrnhalle las piras de libros prohibidos comprendidos como ceremonia lustral antes que como sombrío autodafe represivo, tenían verdaderamente ‑y los documentos filmados nos lo muestran‑ una potencia verdaderamente sacra. Reducir esto a la habilidad "publicitaria” del doctor Goebels sería dar muestras de superficialidad imbécil y extraña hasta el punto de que sorprende que algunos historiadores serios y documentados hayan cometido un error de este tipo.

Además del mesías‑juez‑libertador Hitler supo además encarnar los rasgos de una forma que recuerda de cerca y, si nos está permitido expresarnos así, al pie de la letra, a otras figuras de la historia alemana. Si la propaganda nacional‑socialista más común lo veía de forma wagneriana, como Siegfried en actitud de despertar a la Walkiria durmiente ("Deutschland Erwachel") su sorprendente carrera y su destino trágico de martillo de Israel recuerdan más bien al misterioso Emich de Neiningen, oscuro jefe de la "cruzada popular”, de 1006 que desapareció como por encanto tras haber provocado y guiado el exterminio de las comunidades judías en las riveras rheno‑danubianas y a propósito del cual reverdeció la leyenda ya consagrada a Theodorico: habría desaparecido (he aquí de nuevo al flautista mágico) en las laderas de una montaña ardiente. Pero esta leyenda es también la que concierne en Alemania ‑con una variante conocida como arturiana‑ igualmente a Carlomagno y, sobre todo, a Federico I, aunque también haya sido adaptada a Federico II de Suabia. Barbarroja, desaparecido durante la tercera cruzada, según la Saga no estaría muerto. Dormiría en una caverna situada en el corazón de la montaña Kyffhauser en Turingia, de donde un día despertará -"cuando suene la hora"‑ y volverá sobre la tierra para guiar a sus fieles hacia la última batalla como adversario del Anticristo. La Gotterdammerung de Hitler en el incendio de la cancillería y los rumores insistentes de que so­brevivió y sobrevive en un escondite secreto desde donde prepararía y coordina­ría la revancha ‑existe toda una literatura a este respecto‑ se relacionan con este patrimonio arqueológico alemán. Desde su bunker en llamas, el Gran Flautista permanece siempre fiel a su mito.

¿Por qué pues tanto interés y tanta expectación en torno a una figura que pa­rece sin embargo ser objeto de una condena unánime? La unanimidad del veredicto no debería ser, en sí misma, suficiente para agotar la discusión?

Evidentemente las cosas no son completamente lo que parecen ser. El Gran Flautista está muerto ahora, sin sombra posible de duda, sobre el plano político‑ ideológico no menos que sobre el plano físico. Pero la maniobra consistente en utilizarlo como chivo expiatorio de todas las faltas y como responsable de todas las desgracias de la humanidad no ha triunfado. Sus responsabilidades son ciertamente pesadas, inmensas; sin embargo, el mal que pesaba sobre la tierra en 1945 no ha desaparecido con él. Los hombres y las fuerzas que se le habían opuesto se han manchado con delitos análogos a los suyos. "La luz, que se creía tan pura, está lleno de hijos de la noche" podríamos repetir con el viejo Michelet. Hitler ha desaparecido pero los genocidas le han sobrevivido, así como los campos de concentración, las vejaciones de todo tipo, la intolerancia ideológica y religiosa, la calumnia y la intimidación como instrumentos sistemáticos de lucha política. Si ha fracasado como condotiero y como ideólogo, el Gran Flau­tista triunfa como maestro ‑eventualmente desconocido‑ en metodología: y esto no es ciertamente su falta.

Pero, felizmente, su camino no pudo ser recorrido. El consenso falaz, pero sincero y sorprendente que se había creado en torno a su persona y que fue tan fuerte que resistió ‑ciertamente apoyado, pero no provocado por la Gestapo y los tribunales especiales‑ incluso a la tragedia de la guerra perdida, es algo que ninguna ideología, ni ningún ídolo político conseguirá repetir. La Alemania de 1933 estaba aterrada y recorrida por un acceso de odio: el mundo de hoy se en­cuentra igualmente así, pero además, es presa de una desesperanza sombría y opresora. Lo que Hitler comprendió, es que la humanidad tiene necesidad del mi­to y que este ‑incluso cuando es llamado para servir a la causa más infame‑ no es nunca, por su naturaleza, negativo. Hitler creó pues el imperio de la violencia, del terror, pero fue también predicador de la fraternidad patriótica, del fin necesario de los egoísmos privados, de la belleza del trabajo y del sacrificio en el interés común, del carácter constructivo de las virtudes cívicas, de la dignidad de un modo de vida austero; y él supo incluso presentar la segrega­ción de los judíos como una necesidad dolorosa pero indispensable para la obtención de los fines que consistían precisamente en alcanzar un objetivo mítico: la regeneración colectiva, el regreso a la pureza de los orígenes. ¿Orígenes germánicos? Es precisamente la profundidad arquetípica del mensaje mítico lo que entra en juego aquí. ¿Orígenes metahistóricos? el illud tempus.

El mito de la regeneración es hoy imposible de proponer a cau­sa de la desacralización actualmente en curso. Esto nos pondrá quizás al abrigo de un nuevo nacional‑socialismo, pero nos pone también al abrigo de todo intento para remontar la pendiente de un movimiento que, a partir de ahora ‑el mito del pro­greso se ha anotado ya‑ parece conducir a la humanidad sobre una pendiente des­cendente hacia lo que podría ser el hundimiento, en plazos quizás muy alejados en el tiempo. La cupio dissolvi de las jóvenes generaciones en la violencia nihilista, cuyos pretextos políticos se convierten cada vez más en inconsisten­tes o en el nirvana desesperado de la droga, es una advertencia: se muere hoy para hundir y para hundirse, y se mata por el mismo motivo. Nadie o casi nadie muere o mata más para construir una sociedad nueva, aunque sea injusta. Sobre los labios de los jovenzuelos de ultra‑izquierda, adeptos de la P‑36, el comunismo recuerda el paraíso del Viejo de la Montaña: he pensado siempre que eran “assassins” pero sobre todo en el sentido etimológico del término. Para una utopía desesperada se puede dar aún y recibir la muerte: ciertamente no por la sociedad del bienestar y del consumo, como tampoco por la dictadura del proleta­riado cuyo tren de vida y las perspectivas son siempre pequeño‑burguesas, o por un comunismo convertido él mismo en rutina burocrática y policial. La violencia de los jóvenes que parece tan gratuita ‑¿por qué deberían rebelarse, es­tos muchachos que lo tienen todo y no han sufrido nada en apariencia, si no es precisamente por esto?‑ se opone desesperadamente a un mundus senescens que no terminará por explotar, sino por extinguirse. A esta sombría impresión de parálisis progresiva -que es en el fondo, creo, lo contrario de toda visión cíclicamente regeneradora o apocalíptica propuesta por algunas religiones‑ es contra quienes reaccionan hoy los jóvenes.

La fascinación, negativa o no, que Adolf Hitler ejerce aún sobre ellos no es extraña. La atroz primavera hitleriana, fue promesa de una esperanza de vida no realizada. La vieja intelligentsia racionalista, la que se obstina en calificar de irracional y criminal la revuelta actual de las jóvenes generaciones, odia sobre todo en Adolf Hitler la última ilusión mítica, la cruel juventud perdida.

Franco Cardini

© Franco Cardini

© Ediciones Perdés

© Por la traducción Ernest Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.eshttp://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

 

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