Ultramemorias (VIII de X) Vicisitudes políticas de la transición. (8ª parte). Italianos estrafalarios.
La idea que a algunos nos “ponía” en 1977-80 era la de “fractura vertical dentro del sistema” que se convirtió en el eje de nuestra reflexión estratégica. La idea se basaba en un análisis de la sociedad española de la transición. Sosteníamos entonces –y no andábamos equivocados- que la sociedad española estaba escindida en dos mitades e intuíamos lo que luego se nos confirmó que la transición consistía en soldar esas dos mitades, generando un régimen “centrista” con dos componentes, un centro-derecha y un centro-izquierda que, a partir de ese momento constituirían los dos polos del bipartidismo español. Para nosotros, la “libertad de partidos” se reducía solamente a elegir entre dos opciones, centro-derecha (entonces representada por UCD) y centro-izquierda (PSOE). Intuíamos que todo lo demás estaría llamado a desaparecer en los próximos años. A medida que se iba elaborando el texto constitucional era evidente que, además de una larga parrafada de “derechos y libertades”, lo esencial era el sistema electoral y éste estaba diseñado para que durante muchas décadas se mantuviera siempre un inevitable bipartidismo. En cuanto al nacionalismo catalán y vasco no pasaría de ser un “centro derecha” regional que colaboraría con unos o con otros, según conveniencias. ¿Y el PCE? A la vista de cómo quedó el panorama electoral en 1977, era evidente que la izquierda se concentraría en las siglas PSOE. En realidad, ya en esos momentos se estaban realizando los primeros tránsitos, más a chorro que por goteo (el goteo dura todavía hoy y el caso de Rosa Aguilar es una muestra), de las filas de Carrillo a las de Felipe González. En 1979 esa tendencia se generalizó a pesar de que el PCE alcanzó entonces su techo electoral. Siempre sospeché que uno de los pactos secretos de la transición fue el desmantelamiento del PCE y que Carrillo fue completamente consciente de su tarea de desguace que abordó tras las elecciones de 1979.
Episodios como el Caso Papus o el Caso Scala iban en la misma dirección: amputar del panorama político a los extremos. La única forma de hacerlo era criminalizándolos ante la opinión pública. El tiempo haría lo demás. En mi informe a Blas Piñar, entre otras frases, le comentaba: “En diez años el 20-N se celebrará en un teatrito”. Me equivoqué por un par de años solamente. En 1987, en efecto, las “masas oceánicas” ya habían desertado de la conmemoración. Aun hoy, a pesar de que el 20-N sigue celebrándose, quienes acuden carecen de voluntad política, incluso lo de menos es recordar al anterior jefe del Estado o a la figura del fundador de la Falange, forzados a morir el mismo día. Aun hoy millar o millar y medio de personas acuden cada año al 20-N, bien para saludar a gente de otras provincias a la que no ven en todo el año o bien para vender algo. Lo dicho, el tiempo trabajaba inexorablemente en contra de la ultraderecha: contra más tiempo pasara más se consolidaría la soldadura operada durante la transición entre las dos españas, el franquismo cada vez quedaría más atrás, y salvando los inevitables ajustes que requiere la instauración de todo nuevo régimen, contra más tiempo pasara más estabilizado quedaría el sistema.
Lo único que garantizaba que la ultra regresara nuevamente al poder era persistir en la división de la sociedad española en dos bloques. Eso, o de lo contrario, habría partidocracia para unas décadas. Nuestro drama en la época consistía en que no existía ningún grupo social sobre el que apoyarse si de lo que se trataba era de llevar una lucha política en lo que nos jugábamos era el todo o nada. Este análisis sobre la sociedad española nos llevaba a enunciar al estrategia de “fractura vertical”: era absolutamente imprescindible para poder trabajar políticamente en el futuro que persistiera una ruptura en las dos Españas y, en consecuencia, había que realizar un trabajo para aumentar y ensanchar la brecha entre ambas formas de concebir el futuro y… lanzar a cada una de las partes contra la otra. De aquí a enunciar una estrategia golpista no había más que un paso. Sí, porque la conclusión lógica de una temporada de inestabilidad era el golpe político-militar. No había otra. La ruptura democrática no había podido realizarse simplemente porque la oposición al franquismo jamás tuvo la fuerza social suficiente para forzarla como había ocurrido en Portugal con el movimiento del 25 de abril. Eso implicaba decir que una parte sustancial de la sociedad española se sentía vinculada al franquismo… por eso la transición no se presentaba como una “ruptura” sino como una forma de “continuismo”. Pero no lo era, llevaba hacia otra cosa que nosotros percibíamos que iba a ser nefasto para nuestro país. Todo lo que se hacía durante la transición tenía el signo de la ambigüedad y del doble sentido; odiábamos esa duplicidad y estábamos convencidos de que iba a ser el germen de males futuros.
¿He de pedir hoy disculpas por eso? No sé sinceramente, si había posibilidades distintas al futuro que nos forjaron en la transición, ni tengo muy claro que ese futuro fuera necesariamente más conveniente para nuestro pueblo. Pero, a fuer de ser sincero, no creo que la estrategia golpista que manejábamos en la época fuera la correcta. A fin de cuentas, en España se tenía necesidad de cambiar. Lo gris del franquismo legitimaba para pensar en un futuro democrático en tecnicolor y panavisión como el que nos anunciaban. Algunos de nosotros que no nos sentíamos vinculados ni emocional, ni políticamente al franquismo, pensábamos sin embargo, que la situación en Italia con una corrupción galopante, un terrorismo de Estado y un terrorismo de extrema-izquierda que criminalizaba a nuestros camaradas y una inestabilidad política a la orden del día, era nuestro futuro. Y no estábamos dispuestos a pasar bajo las horcas caudinas de un sistema que se anunciaba para el futuro y que nos traía eso precisamente: la italianización de España.
Intuíamos como iba a ser el futuro y nos causaba abominación y náusea. El problema era que no teníamos nada creíble que ofrecer. Según la “teoría de la escalera”, la democracia formal, suponía retroceder un peldaño en la marcha hacia nuestro modelo ideal de Estado construido sobre la base de tres valores: Orden, Autoridad y Jerarquía. Elegimos la vía golpista y, al menos en nuestro grupo de activistas, queríamos creer que ofrecíamos algo más: no era que el golpe político-militar supusiera el canto a la dictadura y al sacrificio de las libertades políticas, ni siquiera era para nosotros –aunque sí para la inmensa mayoría de la ultraderecha- un retorno al franquismo. Sabíamos que Franco había muerto y que su régimen ya no era recuperable porque faltaba la pieza clave. Queríamos evitar, solamente, que el país cayera en manos de políticos corruptos y oportunistas que actuaran sin el temor a un anciano atrincherado en el Pardo que, por su mera presencia, contuviera lo peor de la partidocracia: la confusión entre el interés de una parte con el interés general. Sabíamos que eso ocurriría. Sabíamos también que el nacionalismo utilizaba un doble discurso en el que “nacionalidad” quería decir lo mismo que “nación” y este concepto llevaba inevitablemente hacia el escalón siguiente, la independencia de las partes. Creíamos sinceramente que las autonomías no iban a ser más que una etapa intermedia entre el jacobinismo franquista que despreciábamos y la secesión de partes del Estado que preveíamos. No era necesario para nosotros que pasaran 30 años de democracia para saber que el nacionalismo regionalista siempre iba a pedir más y que tras el nacionalismo no se escondía la reivindicación de la tierra natal, sino simplemente un proyecto en el que unas clases políticas locales querían aprovechar el tirón emotivo y sentimental de la región simplemente para medrar. El abogado Samuel Jhonson no tenía razón cuando dijo aquello de que el patriotismo era el último refugio de los sinvergüenzas, en realidad el nacionalismo es mucho más simple: es la cara dura quintaesenciada.
Todos nosotros teníamos una vida sexual bastante activa y desde siempre concebimos a las relaciones entre hombre y mujer como situadas mucho más allá de un sacramento o de un contrato entre cónyuges a rubricar ante el alcalde o el concejal de turno. La moral sexual del franquismo nos parecía absolutamente pacata e insalvable, pero no terminaba de gustarnos eso de que en las Ramblas de Barcelona, los kioscos en los que en otro tiempo habíamos comprado libros, ahora se vendiera solamente pornografía. Intuíamos ya entonces que eso de folgar era sano y natural y lo practicábamos siempre que podíamos, pero que aquello otro de matarse a pajas ante cualquier revistucha surgida al calor de la transición era una triste forma de reivindicar la libertad sexual. Los años 1976-1979 fueron en este sentido pura locura. Viendo hoy el cine del destape se percibe en él una neurosis sexual que no era la de la sociedad española, sino muy especialmente la de unos directores y productores a los que les daba morbo ver a sus hembras favoritas desnudas ante la cámara o folladas por terceros. Y aún debían pasar unos años antes de que Almodóvar diera rienda suelta a sus fantasías eróticas personales haciendo de Luisito Bosé un juez por las mañanas y travelo por las noches. Ese cine, francamente, valía tanto como una mierda bien aplanada y era completamente prescindible. Y, a fin de cuentas, entre el pacatismo franquista y el despiporre de la transición, algunos preferíamos una sexualidad que no fuera tan omnipresente y invasiva. A pesar de que el porno irrumpiera como un canto a la libertad, aquello era demasiado degradante y fatuo como para olvidar que las grandes actrices del porno de la época (quienes las llamaban “musas de la transición” evidenciaban haber conocido a muy pocas musas) no pasaban de ser unas pedorras que habían inventado la sopa de ajo conocida por las hetairas de todos los tiempos: a falta de algo mejor comercia con tu cuerpo si es que hay alguien dispuesto a dar dos duros por él.
Se mezclaba la libertad con el porno con la misma facilidad con la que se decía que esa misma libertad aboliría todo el terrorismo. Para nosotros era otra falacia. Existía terrorismo porque existían terroristas. Ni antes de la muerte de Franco ni después existían argumentos válidos como para justificar un bombazo o el asesinato de alguien. Lo que existía era mucho acomplejado con ganas de hacer algo grande para impresionar a la peña de amigotes o a la chica de sus desasosiegos, o simplemente demasiado psicopatón y, poco importaba si había que matar a alguien o matar a una docena en una sola tacada. Contra más se relajara la tensión antiterrorista, más libres se sentirían los terroristas para superar sus complejos por vía del cancarrazo y el tiro en la nuca. Teníamos la convicción de que, contrariamente a lo que proclamaba Cuadernos para el Diálogo, “contra terrorismo, democracia”, lo que ocurriría era justo lo contrario: “más democracia, más terrorismo”. Italia, tan similar a nuestro país, había seguido ese camino y teníamos la presunción de que en España ocurriría otro tanto.
Paréntesis sobre el “stragismo”
Entre 1973 y 1977, personalmente había conocido a algunos de los llamados “stragisti” italianos. La traducción exacta de este término es “masacradores”. Se conocía como “stragisti” a los neofascistas que sostenían la necesidad de practicar el terrorismo para castigar a una sociedad corrupta en la que –como, por otra parte decía Cohn Bendit- “cada cual merecía la bala que se disparaba contra él”. Esa tendencia empezó a aparecer entre 1968 y 1969 en los medios más radicales del neofascismo italiano. Buena parte de los “stragisti” italianos se basaban en las últimas formulaciones del pensamiento de Julius Evola, quien, sin embargo, rechazaba las conclusiones a las que habían llegado estos “discípulos” descarriados. Evola en plena contestación había escrito un libro del que me cupo el honor de haber traducido al castellano: Cabalgar el Tigre. La tesis de Evola era que cuando una sociedad entra en decadencia lo único que puede realizarse es, apartarse y ver como llega hasta los últimos estadios del proceso desintegrador (y esto es lo que las sociedades orientales llaman “cabalgar el tigre”) o bien acelerar ese mismo proceso. Algunos “stragisti” sostenían que las masacres indiscriminadas eran una forma de lograr la “desintegración del sistema” acortando los plazos.
Existían dos riesgos: que los “stragisti” tuvieran, efectivamente, los santos cojones y la carencia de neuronas necesaria para acometer esa locura de “acelerar la desintegración del sistema”, lo cual era poco probable, o bien que su acumulación de odio intelectual fuera aprovechado por determinados servicios del sistema político italiano para… reforzar al sistema. Desde 1969, cuando estalló la bomba de la Banca de Agricultura de Milán, era evidente que el efecto inmediato de este tipo de atentados indiscriminados era que la población tendiera a refugiarse bajo el paraguas protector del sistema, por puro pánico, renunciando a sus libertades, incluso al pensar en libertad. No era por casualidad que entre 1969 y 1983 detrás de cada célula “stragista” descubierta en Italia las pistas llevaran siempre a determinados servicios de a seguridad del Estado. No existía un “stragismo” autónomo, sino unos “stragistas” cuyos escritos eran todo lo que el Estado italiano precisaba para responsabilizarlos de un terrorismo que ni podía ni tenían capacidad para desencadenar. A cuarenta años de distancia releer el opúsculo de Giorgio Freda (que influyó extraordinariamente en todos esos ambientes) de título característico, La Desintegración el Sistema, implica advertir las dimensiones del monstruo creado. No hacía falta más. Freda se limitó a enunciar unas tesis teóricas que luego los servicios de inteligencia italianos publicitaron. Como “alternativa política” no se le ocurrió nada mejor que llamar a la unión entre la extrema-derecha y la extrema-izquierda para combatir al sistema. Era todo lo que los servicios necesitaban para presentar al atentado contra la Banca de Agricultura de Milán como el primer efecto de esta estrategia, pues no en vano, primero se responsabilizó a anarquistas, luego a neofascistas y finalmente a una célula compuesta por anarquistas y neofascistas. La habilidad de los servicios de inteligencia consistió en presentar como culpable al Círculo XXII de Marzo… en el interior del cual trabajaba políticamente –y no como informador como se ha dicho- un querido amigo de singular sensibilidad intelectual: Mario Michele Merlino. Merlino, militante de Avanguardia Nazionale se había especializado en captar activistas de extrema-izquierda, no para reciclarlos en una estrategia de “extremismos opuestos para derribar al sistema”, sino para convertirlos en militantes de Avanguardia. Doctor en Filosofía, utilizaba para ello una argumentación que llevaba del nihilismo anarquista, al nihilismo nietzscheano y de ahí a Julius Evola. Por eso, no por otra cosa, Merlino estaba infiltrado en la extrema-izquierda. La debilidad de la posición de Mario Merlino consistía simplemente en que era un neofascista infiltrado en un círculo izquierdista para captar militantes. El sistema lo presentó como un ejemplo de “colaboración entre extremismos opuestos”.
Entre 1968 y 1973, en Italia fueron desactivados, uno a uno, varios núcleos “stragisti”. En el arranque de estas ultramemorias hemos relatado el caso de Enzo Vinciguerra. La diferencia con otros es que Vinciguerra llegó a cometer “su” atentado, mientras que las acciones de los otros grupos no pasaron de ser pequeños actos de terrorismo urbano y, en la mayoría de los casos, meras declaraciones de intenciones. Freda, por su parte, víctima del monstruo que él mismo había creado, infiltrado hasta las trancas por gentes que trabajaban para el Servicio de Información de la Defensa, inició en aquella época un largo periplo por las cárceles de toda Italia que duró más de diez años, fuga incluida de la Isla de Giglio a Puerto Rico y de Puerto Rico a la isla de Giglio acompañado por unas cuentas docenas de carabinieri.
El 4 de agosto de 1974 tuvo lugar el atentado contra el tren Italicus con un resultado de 12 muertos y 50 heridos. La bomba estaba preparada para estallar en el interior del túnel que lleva a San Benedetto Val di Sambro. De no haber sido por un providencial retraso, los muertos se hubieran podido contar por centenas. Pocas horas después ocurrieron dos sucesos paralelos: de un lado, los carabinieri habían descubierto lo que se presentó como un “campo paramilitar neofascista” matando a uno de sus integrantes, Giancarlo Esposti; por otra parte estalló una bomba cuya paternidad fue reivindicada por “Ordine Nero”. Estos dos episodios merecen ser ampliados con cierto detalle.
Inexplicablemente, pocos minutos después del estallido del tren Italicus, la policía italiana difundía un dibujo realizado no se sabe bien por quien del terrorista que había colocado la bomba. Ese dibujo representaba inequívocamente el rostro de Giancarlo Esposti, el cual, a mayor abundamiento no tenía coartada… se encontraba en pleno bosque acompado junto a un Land-Rover cargado de armas y explosivos. Luego, no podía ser sino culpable. Milagrosamente, en pocas horas, la policía logró localizar a Esposti y a sus compañeros en medio del bosque. Los carabinieri les anunciaron que estaban rodeados y que se rindieran. Esposti fue el primer en salir y resultó inmediatamente abatido con un tiro lanzado por un capitán del cuerpo con un rifle dotado de mira telescópica… cuando estaba manos en alto. Esposti asesinado ¿por qué? Los muertos siempre se “comen el marrón” y si el “marrón” era la bomba del Italicus, Esposti era el culpable perfecto: había sido identificado y su rostro dibujado, además había sido localizado junto a armas y explosivos. Todo perfecto, salvo por un pequeño detalle: Esposti, en los últimos meses se había dejado crecer el pelo y la barba. Este pequeño detalle hizo que toda la construcción sobre el terrorista responsable del crimen se derrumbara. Por lo demás, el Land Rover cargado de armas le había sido entregado por un provocador el cual les hizo creer que en toda Italia se estaban creando grupos de guerrilleros rurales a la espera de la señal para el golpe de Estado, obviamente, otro provocador al servicio del SID.
Respecto a la bomba reivindicada por “Ordine Nero” cabe decir que no sería la primera vez que un grupo es inducido a cometer un pequeño atentado intrascendente que contribuye a dar credibilidad a su vinculación con un gran atentado. Hace unos capítulos hablábamos de la “cancha” que la policía de Barcelona había dado al grupo ultra creado en torno a Juan Bosch, para, permitiendo que durante meses sus pequeños delitos y atentados quedaran impunes (aun cuando todos, incluidos los confidentes habituales de la policía, supiera con todo lujo de detalles quién los había cometido)… para esperar a responsabilizarlos de un gran atentado. En Italia había ocurrido lo mismo. Me lo explicó personalmente uno de los que vivieron en primera línea todos estos episodios.
En septiembre de 1974 un camarada me anunció la llegada de un italiano exiliado que recaló en el local de CEDADE a falta de algún contacto mejor. Un amigo mío lo había conocido allí y me lo presentó. Se trataba de Augusto Cauchi, que en aquel momento era una especie de play boy del terrorismo neofascista. Procedía de Ordine Nuovo y anteriormente había realizado una estancia en el Fronte della Giuventú del MSI, a las órdenes de Marcho Tarchi (que poco después disputaría con poca fortuna a Fini la dirección de esta organización juvenil) a quien conocía desde 1970. Cauchi y Tarchi eran los personajes más opuestos que podía concebirse. El segundo, un intelectual, frecuentemente espeso que alguna vez ha sido llamado con cierta ironía “il grefiero fiorentino” (que viene a ser algo así como el “escribano florentino”). En cuanto al primero, era la única persona que he conocido en mi vida que se autodefinía como “terrorista”, nada de cómo “guerrillero urbano” o “activista contra el sistema”, simplemente “terrorista” (¿para que vamos a ir con mariconadas? Debía pensar).
Desfile de ultras extranjeros por Barcelona
Cauchi había cruzado la frontera un par de días antes dejando al camarada con el que había huido –creo recordar que era Luciano Franchi o quizás Piero Malentachi- en un hotelito de Perpignan. Así que hubo que enviarle a alguien para contactar con él y tratar de preparar el cruce de la frontera. Fue un camarada que me había presentado Bosch, procedente de Lérida como él, a quien envié. De retorno me comentó que el tipo estaba muy nervioso y que lo más probable era que decidiera volver a Italia y entregarse. Además, añadió, era posible que fuera armado, lo que complicaba todavía más las cosas. De pasaporte válido para cruzar la frontera española, nada, por supuesto. Sin embargo, Cauchi, más previsor había conseguido huir con un pasaporte recién falsificado y allí estaba en un bar de la calle Junqueras, explicándome los motivos que le había llevado a emprender un viaje apresurado. Su abogado, le había avisado de la redada y él no había preguntado que por qué. Simplemente se limitó a liar tres maletas y salir cortando.
Lo primero era acomodarlo. Y lo acomodé en casa de los Graells, a la espera de ver de vincularlo a la red de exiliados formados en torno a Delle Chiaie. Al principio, a Graells le hizo gracia eso de conocer al primer neofascista italiano de su vida. Hasta ese momento, su único contacto con grupos más o menos ultras extranjeros, se había reducido a un peculiar portugués que le presenté, más por quitármelo de encima que por otra cosa. Era éste un monárquico ultralegitismista que consideraba a los falangistas como “subversivos” pues no en vano eso de que afirmaran ser revolucionarios le producía acidez de estómago. El momento clave del encuentro fue cuando Graells, que lo desconocía todo sobre la historia de Portugal –cosa muy extendida entre la ultraderecha española a pesar de las declaraciones “iberistas” que con cierta frecuencia se reinteran- le preguntó si en el vecino país había muchos monárquicos. El otro, con un aplomo y una dignidad propia de un hidalgo viejo español contestó de manera ponderada: “Monárquicos auténticos, en realidad, somos mi primo y yo”, lo que equivalía a decir que estaban más solos que la una. Nunca entenderé porqué aquel tipo apareció por el Círculo José Antonio.
Mucho más justificada fue la visita en aquella misma época de cinco militantes franceses del Mouvement Jeune Revolution, procedentes de París y de Toulousse. Yo tenía por allí a un corresponsal, del MJR, Jacques Camredon, así que pronto sintonizamos. Dos de estos eran chicas de buen ver lo que facilitó todavía más las cosas. El otro era Francis Bergeron que todavía corre por la ultra francesa moviéndose en círculos intelectuales y escribiendo algunos libros sobre cultura de derecha. Iban todos en un Fiat al que no había forma de que le entraran las marchas y se sentían extremadamente próximos del pensamiento falangista que conocían bien. El MJR había sido creado en los años 60 por antiguos cuadros de la OAS-Metropolitana, muy influido por las tesis del coronel Château-Jobert. En el MJR militaba también Michel Schneider quien, desde Niza editaba los Cuadernos del Centro de Documentación Política y Universitaria que recibía regularmente y que eran una especie de revistas de difusión restringida que contenían artículos de mucha calidad y muy originales en cuanto a su planteamiento. Schneider entraría luego en el Front National junto a Alain Boinet (su novia era una de las que visitaron el Círculo José Antonio en 1974) y Jean Pierre Stirbois que llegaría a ser secretario general del partido de Le Pen, y la persona que logró que esta formación arrancara. Cuando esto ocurría (1981), el MJR había pasado a denominarse Mouvement Solidariste Français y luego a partirse en varios trozos de los que salió el Groupe Action Jeunesse de Malliarakis y la Union Solidariste en la que se encontraban Boinet, Schneider y Stirbois. Estos se habían especializado en acciones de protesta contra el comunismo que les llevó a hacerse detener en la Plaza Roja de Moscú distribuyendo propaganda antisoviética del NTS (la única estructura política organizada clandestinamente que existió en la URSS, los “solidaristas” rusos). Trabajaban con una organización anticomunista radicada en Munich, el Bloque Antibolchevique de las Naciones del que se decía que estaba organizado por la CIA y que recibía una cobertura exhaustiva desde Radio Europa Libre, lo que no implica por supuesto que los solidaristas franceses tuvieran esta servidumbre.
Augusto Cauchi, “il terrorista”
Graells estaba muy satisfecho de que los franceses conocieran perfectamente a la figura de José Antonio Primo de Rivera y lo esencial del pensamiento falangista. Así que debió pensar que Cauchi estaba en una línea parecida. No era así. A Cauchi le traían al fresco las cuestiones teóricas y si bien había oído hablar de José Antonio y de la Falange, le importaban tres pitos. Lo suyo era el “terrorismo” sin complejos. Era, en cualquier caso sorprendente. Me explicaba que en algún momento todas sus ropas –y solía vestir de marca- olían a gasolina. Los bombazos y los incendios provocados en locales de izquierda, de centro y de derecha, eran incontables. También las anécdotas que contaba sobre el MSI no tenían desperdicio. No había duda de que era un tipo echado p’adelante capaz de cometer cualquier atentado sin pestañear. Sin embargo, en un momento dado, hablando sobre lo que le había traído a España me dio algunos datos importantísimos para valorar lo que estaba pasando en esos mismos momentos en Italia.
Me explicaba que él había reorganizado Ordine Nuovo en Arezzo, su zona de influencia: “En principio no había nada, pero luego logramos sacar dinero de médicos, de militares, de masones…”. Fue la primera vez que oí hablar de la existencia de un grupo masónico que apoyara a la extrema-derecha. Cauchi entonces lo ignoraba casi todo de este grupo, lo único que le constaba era que se trataba de masones muy bien relacionados que daban dinero para estimular el terrorismo neofascista. Anoté estos y cualquier otro dato esperando la mejor ocasión para pasarlos a la red de ayuda. Fue el primer rastro de la existencia de una logia masónica cuyo nombre se conocería solamente dos años después, la Logia Propaganda 2, de carácter irregular formada en torno a Licio Gelli, cuya residencia de Villa Wanda, se encontraba precisamente en Arezzo, la ciudad donde residía Cauchi.
Como quien juega con fuego resulta chamuscado, Cauchi no se percató de que “alguien” estaba creando a otro “culpable perfecto”. No lo detuvieron por ninguno de los incendios ni de las bombas de escasa entidad que colocó… pero cuando estalló la bomba del Italicus la célula formada en torno suyo y a Mario Tutti, recibió el mazazo final. Tutti, a todo esto, cuando tres carabinieri lo fueron a detener (y era raro porque en, en general, cuando se detenía a algún neofascista movilizaban a decenas de carabinieri), entendió que algo no iba bien y disparó una ráfaga con su Sten matando a dos de ellos. Luego desapareció para refugiarse durante unos meses en la Costa Azul en donde fue localizado. Tras participar en el asesinato en cárcel de Ermano Buzzi, uno de los eslabones entre el medio neofascista y los servicios especiales del régimen italiano, tuvo una crisis mística, se arrepintió de todo lo hecho y se convirtió en una especie de ONG ambulante. Lejos quedaba el período en que tenía 29 años, con la cadena perpetua recién estrenada, y tras reafirmar su radicalismo neofascista había respondido a un periodista: "¿Quién le ha dicho que voy a quedarme en la cárcel toda la vida? Detesto la vida sedentaria".
En cuanto a Cauchi, las cosas se empezaron a torcer ya en casa de los Graells. Cauchi, de buen comer y mejor beber, se me quejaba de que lo mataban de hambre y que la entonces señora Graells apenas realizaba sus primeros pinitos en el arte de Arguiñano, así que había optado por tomarse un bocata cada noche antes de regresar a su hogar provisional. Así estuvo mes y medio hasta que alguien lo localizó. Me llamó con la voz temblorosa: “Mi hanno individuato. Fai cualque cosa”. Y lo que quería era que alguien le sacara de aquel piso de la calle Sicilia que se había convertido para él en una trampa.
Lo primero era ver si se trataba de una realidad o acaso de una paranoia, así que tuve que desplazarme al lugar. Efectivamente, había gente que no debía haber en la parada de bus situada ante el domicilio de los Graells. Subí e intenté tranquilizarlo: “No te preocupes, en una hora pasaré delante de la casa, estate preparado porque habrá que subir con el coche en marcha”.
Aquello ya le gustó más. Una hora después, subía de nuevo al piso; luego, ambos nos preparamos en el portal para meternos en plancha en el Mini de Arturo, otro camarada de los echados p’adelante que no dudaba en presentarse voluntario ante situaciones complicadas. El coche apenas se detuvo, simplemente moderó la velocidad; salimos corriendo del portal y nos metimos en plancha dentro del vehículo que salió corriendo con una puerta abierta. Un todo terreno se nos echó encima intentando cerrarnos el paso, pero Arturo, en plan conductor suicida, consiguió evitarlo a riesgo de que todos, empezando por el vehículo, saliéramos hechos trizas. El todoterreno nos siguió durante unas manzanas hasta que finalmente, encontramos en las inmediaciones de la Sagrada Familia a un vehículo que intentaba desaparcar y que logramos superar por la mínima, cortando el paso al Land Rover que nos seguía. Los Graells, a todo esto, habían seguido desde la terraza la azarosa fuga. Tardamos cuatro horas en llegar a Valencia y acomodar a Cauchi en un piso de la Gran Vía Marqués del Turia. Nos había ido a todos por los pelos. Lo más probable era que fuera la policía italiana o gente de los servicios quienes habían localizado a Cauchi, vaya usted a saber cómo.
Unas semanas después lo volví a buscar a Valencia. Llegamos a eso de las 2:00 de la madrugada. Ni había teléfono ni timbre en el portal así que hubo que despertarlo tocando la bocina algo así como hora y media. Valencia era en aquella época una ciudad de tráfico desmadrado y en el que la policía municipal contaba con uncatálogo variado de ultras ilustres, así que no había riesgo de que nos detuvieran como merecíamos simplemente por el escándalo organizado. A todo esto, Cauchi no podía dormir, había unos capullos que no dejaban de tocar la bocina… finalmente cuando se despertó con la sana intención de lanzarnos un pisapapeles, supo que éramos nosotros.
De nuevo en Barcelona, no volvería a ver a Cauchi hasta cuatro meses después en circunstancias no menos anómalas que las anteriores.
Vicenzo Salciolli, "il dottore"
Habitualmente compraba la revista italiana Epoca, más por darme aires de intelectual políglota que por sus contenidos que oscilaban entre lo banal y lo miserable. Pero en aquel número que compré en el invierno de 1974 había una entrevista deliciosa de leer. Puestos a provocar, el entrevistado, un tal Enzo Salciolli, lanzaba un órdago a la grande: no solamente anunciaba la existencia de un “gobierno italiano de derechas en el exilio”, sino que además, se autotitulaba “jefe del Estado Mayor”. Y todo esto en la misma época en la que los medios responsabilizaban a la ultraderecha italiana de los atentados del tren Italicus y de la bomba que estalló en la Piazza della Loggia de Brescia. Evidentemente, o se trataba de un provocador o de un simple mitómano o de las dos cosas. O solamente de un gilipollas, sin más, que se habría llevado cuatro duros por la exclusiva. En aquel momento siempre había un medio italiano dispuesto a publicar cualquier barbaridad increíble.
Salciolli era un tipo que aparentaba en torno a 45 años en las fotos publicadas por Epoca. A pesar de estar fotografiado tras una mesa de oficina, adornada por una calculadora y un curioso dispositivo para colocar rotulares y bolígrafos, se adivinaba una barriga prominente o incluso desbordante. Nariz pequeña pero puntiaguda y una calvicie consumada, completaban el cuadro físico de alguien que no parecía pestañear a la hora de fantasear a tutiplé. Decía haber sido guardaespaldas del ex presidente de la República Giovanni Gronchi (y efectivamente luego supe que lo había sido y que esta era, de hecho, la única verdad que contaba en toda la entrevista). Decía haberse autoexiliado, pero la revista no aportaba ningún detalle que permitiera localizarlo geográficamente. Insinuaba encontrarse en un país mediterráneo, pero podía ser tanto Grecia, como Libia, Argelia o España. El sujeto dio que hablar durante unas semanas y casi no me acordaba de él cuando Cauchi reapareció por Barcelona. Todavía no estaban claras las cosas en torno a su juego, así que no lo había conectado con la red de camaradas italianos residentes en España. Por insondables caminos se había establecido en Sant Feliu de Guixols y tuvo ocasión de conocer, adivinen a quien: a Enzo Salciolli.
Me lo definió como “un empresario multimillonario que tiene una empresa en la Vía Augusta de Barcelona” Una empresa ¿de qué? Fabricaba y vendía máquinas de pin-pong electrónicas que en 1974 eran lo más parecido a un videojuego y se situaban en la vanguardia tecnológica más puntera. Hoy hace sonreír la dimensión la máquina –equivalente a un volumen de bidón y medio de barril Brendt- dotada con una pantalla de 14’ en la que un punto recorría la pantalla de un lado a otro esperando que a cada lado los jugadores la devolvieran al otro lado. Había gente con tendencias adictivas que gastaba fortunas en aquellas estúpidas máquinas que, sin embargo, rivalizaban con los recién aparecidos “matamarcianos”. Las fabricaba Salciolli en un pequeño taller situado en los bajos de un edificio de oficinas de la Vía Augusta próxima a la calle Muntaner. En el tercer piso tenía un despacho y allí me lo presentó Cauchi. Pude reconocer con facilidad la calculadora Olivetti y el utensilio para colocar bolígrafos y rotuladores e incluso los mismos rotuladores que aparecían en las fotos del Epoca.
Cauchi me comentó volviendo de Sant Feliu de Guixols que Salciolli promovía la creación, cómo no, de un “grupo terrorista”. Terrorista, a secas. Era el sueño dorado de Cauchi: un grupo terrorista para él solo que operara a nivel internacional. Incluso tenía pensado el nombre: “Frente de Liberación Mediterráneo”. Se trataba tan solo de elegir a unos cinco activistas en cada país. Salciolli se encargaría de organizar un curso para formarlos en el que debían participar desde una mujer “especialista en lanzamiento de cuchillos”, hasta un experto en terrorismo “procedente de las SS” (cuando el propio Salciolli me lo comentó no pude sino ironizar: “Ejem… creo que las SS fueron disueltas en el 45”. Y él no se inmutó: “Ya, pero se han reconstituido”. Y me lo dijo sin pestañear, con un aplomo digno de Manolete o del Platanito). La única condición para seleccionar a los miembros era que no estuvieran casados ni tuvieran ataduras y fueran de fidelidad probada. Cauchi, hay que decirlo, había pensado en mí y me pedía que hiciera una lista de militantes para participar en ese “Frente de Liberación” de Francia y España. Poco después, Salciolli, ya en su oficina de Barcelona, me contaba exactamente lo mismo incluso con las mismas palabras. En estos casos, uno dice siempre que sí, que adelante, que vale, que todo lo que usted quiera, ¿”frente de liberación”? perfecto, y además dos huevos duros, que dio dos huevos duros, tres huevos duros en vez de dos, ¿cinco activistas en Francia y en España?: no hay problema. Los que haga falta. Luego ya se vería. La idea en estos casos es siempre la misma: si uno se hecha para atrás y dice aquello de “Verá usted, yo es que, en el fondo, soy muy buena persona; y terrorismo, lo que se dice terrorismo, mire, yo es que no sirvo para eso”, entonces lo que puede ocurrir es que uno pierda el contacto, el baranda en cuestión siga con su plan buscando a otros “pringaos” y se pierda definitivamente la posibilidad de dar con lo que había detrás de todo esto. Decir sí a este tipo de propuestas enloquecidas es lo único que garantiza la posibilidad de acercarse a lo que hay detrás. Y de eso se trataba, a fin de cuentas: de saber qué tenía Salciolli detrás de sí. O dicho de otra manera: si era provocador, faltaba saber al servicio de quién y si solamente era un mitómano hacía falta saber si lo manipulaba alguien o es que llevaba la provocación en las fibras y le gustaba salir en los medios aunque fuera para quedar como un imbécil ante toda Italia.
Salciolli tenía algunos gestos curiosos propios de su zona de origen, el norte de Italia. Solía, por ejemplo, cerrar el puño con el dedo índice extendido y con él hacía ademán de rascarse la mejilla cuando aludía a alguien. Eso quería decir que el aludido era un tipo duro, a toda prueba, alguien en el que podía confiarse a ciegas. En esa época, con los encuentros entre Cauchi y Salciolli, conseguí familiarizarme con el lenguaje gestual italiano, extremadamente significativo por lo demás: golpear con la palma de la mano derecha la parte superior de la izquierda en vertical, acompañando ésta con un movimiento de muñeca venía a querer decir algo así como “fuera”, “dale puerta”, “lárgate”, “me largué”, todo ello quedaba comprendido en el hispánico “a tomar po’l culo” que en italiano tiene su equivalente casi textual. El gesto contenía una polisemia de ideas y significados sin parangón en el lenguaje gestual cispirenaico. Luego estaba aquel otro gesto tan italiano de agitar una mano o las dos uniendo todos los dedos al pulgar que suponía tanto una pregunta como la exigencia de una respuesta, como una imprecación o incluso –según la palabra que lo acompañara- una maldición. No había frase en la que Salciolli dejara de utilizar alguno de estos gestos. En ocasiones, contra más visible y ostentoso fuera el gesto, mayor énfasis se quería poner en la dirección implícita y en otras –el alabar las dotes para la clandestinidad- el gesto era casi imperceptible, como si se expresara un juicio en voz baja para que nadie lo captara, sólo el interlocutor. En fin, recuerdo aquella época como un tratado de antropología gestual de la Italia del centro-norte.
En un momento dado de nuestra primera conversación, Salciolli me pidió si conocía a algún abogado. Efectivamente, conocía a varios, pero el que tenía más cerca y el que estaba más urgido de efectivo (no en vano se había casado no hacía mucho) en aquel momento era a Ramón Graells, así que se lo presenté. Era la forma de disponer de más fuentes de información acerca de Salciolli. Luego precisó una telefonista y le presentamos a una militante juvenil del Círculo José Antonio. Era la forma de saber quién llamaba al “Dottore Salciolli”. Fue entonces cuando me puse en contacto con Delle Chiaie para circuitar a Cauchi y sacarlo de aquel entorno que parecía excepcionalmente peligroso y anómalo.
Viajé a Madrid apenas estrenado el Puente Aéreo. Delle Chiaie, se había instalado allí desde hacía unos meses y su red había abierto tres establecimientos que servían de cobertura, mucho más que como fuente de ingresos: la Import-Export Erterprise, la pizzería L’Apuntamento y La Transalpina, una agencia de viajes. Nos reunimos en la sede de la Enterprise. Delle Chiaie sostenía que detrás de Salciolli no había nada importarte, de todas formas, valía la pena tener un encuentro con él, aunque solamente fuera para evitar que siguiera creando “alarma social” (el término no existía en 1974 y Della Chiaie se refirió en todo momento a que habría que “evitar nuevas provocaciones” por parte de Salciolli, que era como decir que no hiciera más el borde.
Pocas semanas después, Delle Chiaie se desplazó a Barcelona con un grupo de militantes de Avanguardia Nazionale. El objetivo era secuestras a Salciolli y convencerle de que no insistiera más por la vía que había emprendido. No estaba bien eso de inventarse un “gobierno italiano de derechas” y mucho menos autotitularse “jefe de su Estado Mayor”. Las cosas no salieron como preveíamos y mi problema fue que no reparé en lo que había ocurrido en pocas horas.
Era cierto que Salciolli tenía cierta preparación que solamente los servicios de inteligencia podían aportar. En cierta ocasión, no recuerdo por qué, coincidimos en la sede de la empresa, Cauchi, Mariví la esposa de Graells y Cauchi. Salciolli nos pasó a la sala de juntas y allí estuvo departiendo con nosotros. Sin embargo cada diez minutos salía alegando cualquier excusa para volver luego y reintegrarse en la conversación. En una de estas ausencias, Mariví, una verdadera fuerza de la naturaleza, intuitiva como pocas ricashembras que he conocido, se sintió impulsada a mover un cuadro bastante horrible que mostraba a un clown descompuesto que más parecía un sioux con pinturas de guerra. Detrás apareció un minúsculo micrófono de última generación. Era evidente el juego de Salciolli: lanzaba un tema, luego se ausentaba para oír qué opinábamos en realidad y saber si desconfiábamos de él o no. Luego volvía y reconducía la conversación hacia otro tema. Inútil decir que tras aparecer el micrófono, cada vez que se ausentaba, loábamos su nombre y cantábamos encomiásticamente sus presuntas virtudes. Algo más tarde, él volvía hinchado como un pavo real.
A las pocas semanas me di cuenta de que Graells que estaba allí para informar sobre los movimientos de Salciolli… no informaba y que la chica falangista colocada como telefonista no aportaba ningún dato de interés. Era raro, pero aquella oficina era una casa de locos. La secretaria de dirección parecía cada vez más lánguida y acto seguido, agresiva, luego distante y más tarde insolente y faltona, un día sí y otro también se mareaba y luego tenía constantes caprichos. Además, se estaba hinchando por momentos. Blanco y en botella. Cauchi fue el primero en advertir que estaba embarazada. Ella lo negaba, pero su volumen aumentaba de día en día. Luego estaban los acreedores, los impagados y el peloteo bancario, pero lidiar con todo esto era cosa de Graells. Al final, él y su mujer se sinceraron: Salciolli les pagaba 14.000 pesetas al mes que les eran esenciales para su ritmo de vida así que no estaban dispuestos a hacer nada que pudiera peligrar su continuidad en la empresa. En cuando a la otra chica, tampoco había que obsesionarse sobre quién llamaba o dejaba de llamar. Lo malo fue que el novio de esta chica, otro falangista del Círculo José Antonio, que aspiraba también a colocarse en la empresa, le comentó la intención que teníamos de secuestrarlo… así que el día en el que estaba prevista la cita con Della Chiaie, “il Dottore” se aferró a la poltrona como lapa a una roca y no hubo manera de sacarlo de allí. La idea inicial que entre un avanguardista y yo lo metiéramos en un coche y lo lleváramos a la zona de Plaza de España. Allí nos esperaría Delle Chiaie y otros avanguardistas. Dado que se negó a salir y que tampoco la cosa parecía tan importante, optamos por alterar el plan: si el “bulto” no venía, iríamos nosotros. Así que volví a la oficina pero esta vez acompañado por un avanguardista romano, una especie de armario de tres puertas y cara como de comerse crudo al más pintado. Éste advitió a Salciolli que se habían acabado los jueguecitos con la prensa. Simplemente se le prohibían so pena de recibir más hostias que lentejas, lo cual dicho en léxico italiano y con abundancia de metonimia, acompañada frases que dejaban sugerir todo tipo de desgracias, dicho todo ello con voz calmada, profunda y reposada, mirada amenazante, creaba un efecto demoledor ante el que sucumbió el “jefe del Estado mayor del gobierno italiano en el exilio”. Nunca más volvería a conceder entrevistas a ningún medio. Sabía lo que se jugaba. No hizo falta más.
De todas formas aquella misma tarde ocurrieron dos cosas. De un lado registré una oficina situada no lejos de allí en la calle Santaló que “il dottore” había cedido a un ultra barcelonés de pro. Tardé varias horas en registrar los archivos de la empresa. Allí encontré de todo, desde un descomunal vibrador (supe que lo era cuando examinándolo, el jodido se encabritó, empezando a vibrar como un loco; obviamente era el primer vibrador que veía en mi vida, lejos de los sofisticados aparatos de última generación) hasta una colección de soldaditos de plomo. Pero también había cartas y documentos, facturas por artículos e informaciones vendidos a revistas y cartas en las que se solicitaban las fotos prometidas, misivas de ex agentes de la PIDE que habían pasado por Barcelona y, para colmo, un naranjero, fusil ametrallador de proverbial peligrosidad al que siempre precedió la fama de dispararse sólo. José Sibina, el jefe de la Guardia de Franco de Sant Celoni, tras haber vaciado un cargador sobre Quico Sabater, el último o penúltimo maquis, estuvo a punto de vaciar otro por accidente sobre el alcalde al que había dado cuenta del episodio. Los “naranjeros” tenían esa fama de inseguros por lo que si te encontrabas con uno apuntándote era mejor empezar una oración. Por algún motivo, en la extrema derecha, hasta 1977, siempre hubo algún “naranjero” próximo, que o bien no funcionaba o funcionaba demasiado. Evité acercarme mucho al que encontré en la oficina.
Aquel registro nos hizo saber quiénes estaban aportando información sobre la comunidad de exiliados. No vale la pena desvelar sus nombres hoy. En general se trató de gente que sufría las penurias del exilio, andaban como todos los exiliados, a dos velas e intentaban ganar unas liras traficando con unas informaciones que, originariamente, solamente aspiraban a demostrar su inocencia ante los graves delitos de que se les acusaba y luego intentaron prolongar este modus vivendi, informando sobre otros o simplemente inventándose las informaciones. Nada, en definitiva, que no pasara tres años después en la España de la transición.
Más preocupante era el hecho de que cuando entré con el avanguardista en el despacho de Salciolli observara que estaban cambiando la cerradura. El novio de la telefonista le había comentado al “dottore” que disponíamos de una llave de la empresa. Como dicen los italianos “Camerata, camerata, fregatura asigurata”, que incluso los menos intuitivos y dotados para la lengua de Dante entiende su traducción precisa.
Por aquello de que Roma no paga a traidores y mucho menos si el romano en cuestión es un farsante, Graells prefirió quedarse para seguir percibiendo sus emolumentos. Por supuesto, Salciolli dejó de pagarle la nómina a las pocas semanas. Cuando lo volví a ver de nuevo en Fuerza Nueva, algo así como un año y medio después, me comentó que, efectivamente, yo tenía razón y que Saciolli, no era “trigo limpio”. En aquel momento no me pregunté –y debía hacerlo- si seguiría sin ser “trigo limpio” para Graells en caso de que le hubiera pagado religiosamente el estipendio. Creí que un momento de debilidad lo tenía cualquiera y preferí olvidar este bochornoso episodio en el que el honor personal y la camaradería se sacrificaban ante la perspectiva de cobrar 14.000 putas pelas. Y, claro, como el que hace un cesto hace ciento, pagué el error.
Aprovechando la coyuntura, integré a Cauchi en la estructura de apoyo a los exiliados. Cuando fui a ver a Della Chiaie a Madrid, me entregó una mini grabadora para que registrara las conversaciones con Cauchi y con Salciolli a ver qué conclusiones podía sacarse. Lo que no me explicó es que las cintas, que apenas duraban 15 minutos, hacían sonar un intenso y molesto pitido indicando que debía volverse la cinta al revés. A poco de estrenar la grabadora se me disparó el pitido en el interior de un tren cuando estaba grabando una conversación con Cauchi. Ambos lo oímos, pero inicialmente no lo atribuí a la grabadora y ambos empezamos a mirarnos y a buscar el origen del ruido. Con Salciolli volvió a ocurrirme, si bien a esas alturas ya había descubierto el mecanismo para desactivarlo.
La última vez que vi a Salciolli debió ser en el otoño de 1975, cuando ya ni me acordaba de él. Quería entrevistarse con Della Chiaie para presentarle a un periodista. No me tomé siquiera la molestia de llamar al interesado.
En cuanto a Cauchi, lo tuve que acompañar a Madrid en el invierno de aquel año, con Franco ya muerto. Las carreteras estaban bloqueadas por la nieve. Cauchi afirmaba que sabía conducir sobre la nieve así que tomó el volante. No nos matamos de puro milagro. Cuatro Guardias Civiles empujaron el coche y evitaron que nos deslizáramos por el camino al que nos dirigían las habilidades de Cauchi, esto es directos hacia el precipicio más próximo. Luego, pasado el susto, Cauchi todavía se creyó con derecho a bromear: “estos guardias civiles no saben que han tenido el ascenso al alcance de la mano y que hubieran podido detener al terrorista más peligroso del mundo”. Él, por supuesto. Lo dicho, incorregible. La vez siguiente que vi a Cauchi fue en las fotos tomadas durante los incidentes del Montejurra 76. Como siempre, estaba en primera fila.
Cuando llevaba ya más de veinte años de clandestinidad fue detenido en Argentina.
© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.
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