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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Ultramemorias (III de X). Tipologías insólitas. El camarada delincuente

Mirando hacia atrás me sorprende la cantidad de atracadores que se han cruzado en mi vida. Educado en valores de orden y honestidad, nunca jamás participé en atraco alguno, pero en cierta época de mi vida, a causa de un extraño relativismo moral que me hizo subordinar precisamente la honestidad a la lógica de algunas organizaciones en las que milité, acepté el hecho de que algunos camaradas se convirtieran en atracadores. Era lo propio de las agrupaciones políticas que vivían en climas extremos. Desde hacía más de veinte años no había vuelto a pensar en todo esto que fue propio del clima enrarecido de la España de finales de los 70 y principios de los 80, sin embargo, un suceso hizo que todos aquellos recuerdos y personajes reafloraran de nuevo.

En noviembre de 2008 hubo un atraco en Elda. Un par de enmascarados había penetrado en una sucursal bancaria; localizados por la policía antes de que pudieran hacerse con el botín intentaron huir. Se produjo un tiroteo y de los dos atracadores, uno resultó herido y el otro muerto tras resbalar sobre el pavimento húmedo de la calzada, pistola en mano, momento que aprovechó la policía para tirotearlo. Al día siguiente la prensa explicó que se trataba de dos atracadores “veteranos y peligrosos, con múltiples antecedentes”. Un camarada de Madrid me llamó: “¿Viste el atraco de Elda? El muerto era camarada”. Efectivamente, cuando apenas tenía 18, aquel a quien los medios atribuían las iniciales “L.S.F.R.” era, junto a su hermano, uno de los más jóvenes militantes del Frente de la Juventud. Sus antecedentes penales –que luego serían kilométricos– habían arrancado en aquella época. No era el primer atracador que se cruzaba en mi vida.

Cuando yo tenía la edad en la que “L.S.F.R.” había cometido su primer robo con intimidación me involucré en el activismo ultra. Yo apenas era un despistado bachiller que cursaba estudios en un aburrido colegio de escolapios. Mis tutores conjugaban el hábito de San José de Calasanz con su afiliación al clandestino PSUC. Ya en las primeras semanas de mi compromiso político, empecé a experimentar la sensación de que en la ultraderecha corrían demasiados atracadores y, en ocasiones, demasiado peligrosos. Un día Vázquez Montalbán me lo preguntó: “¿Qué hace un chico como tú en un ambiente como ése?”. Mis padres me habían educado en la rectitud más absoluta, algo que nunca les agradecí suficiente. Cuando me inicié en el budismo no me sorprendió que el llamado “noble óctuple sendero” exigiera el karmānta • kammanta o lo que es lo mismo, el “actuar correcto”, lo que otros traducían como  “los justos medios de vida”. La ética es importante en la vida y si se empieza a introducir excepciones en la norma, al final lo que resulta es un monstruo que termina devorándote a ti mismo. Hubo un momento en el que hoy sé que estuve al borde del abismo.

Pertenecí a una organización a finales de los 70 y principios de los 80 que, aún hoy tiene a gala ser la única organización de ultraderecha que se financió, desde principio a fin, con el botín producido por una cuarentena de atracos realizados en cuatro años de vida: el Frente de la Juventud. Pero desde finales de los años 60, ya había conocido a los primeros atracadores emanados por los sectores marginales de la ultraderecha.

Recordarán que les dije que lo más atractivo de la Guardia de Franco eran los consabidos repartos de armas en situaciones excepcionales. Añadí también no hará muchas páginas que costaba devolver algunas de estas armas y que otras se recuperaban directamente por el Grupo Antiatracos de la Jefatura Superior de Policía. Ventura era uno de los más remolones a la hora de devolver las armas y cuando lo hacía –si lo hacía– era que ya las había amortizado. No lo conocía personalmente, ni siquiera había oído hablar de él. Por algún motivo que nunca he entendido del todo, la ultraderecha siempre tenía a gala en la época el acudir al “desfile de la victoria”. El de 1968 sería mi primer “desfile de la victoria”. Era una fiesta multicolor en la que era posible ver a “mandos” de la Guardia de Franco luciendo un uniforme que parecía calcado de las mismísimas SS. Algunos, para reforzar esa impresión, eran excombatientes de la división Azul y lucían cruces de hierro y otras medallas ganadas en Rusia.

El uniforme era importante en la Guardia de Franco. Cualquier nuevo afiliado tenía que proveerse de uno, completo. Los hacían en una sastrería de la Vía Layetana, casi en frente de la Jefatura de Policía y justo delante del Distrito I. En 1968 costaban mil pesetas pero incluían guerrera y pantalón de montar (¿de montar en dónde? Seguramente en los vehículos de la Compañías de Tranvías donde el número de miembros de la Guardia de Franco empleados era inusualmente alto). Se exigía rigor en la uniformidad, fundamentalmente porque la sastrería daba una comisión a quien le traía a una nueva afiliación. Era el trabajo ideal para una sastrería: confección a medida, por lo tanto más cara que el pret-a-porter, y con unos clientes poco exigentes. Total, con los correajes, las trinchas y las botas de montar, cualquier  defecto en la confección quedaba disimulado de partida.
La ciudad, en aquella época no había dejado de ser franquista. Era cierto que los hijos de la burguesía catalana ya no eran llevados a los hogares del Frente de la Juventud sino entregados a los grupos scout que proliferaban al abrigo de las parroquias o de los colegios religiosos. Era cierto también que existía un fuerte movimiento sindical de izquierdas y que en la universidad no quedarían más de 50 estudiantes falangistas, en un tiempo en el que la más escuálida escisión de una escisión del trotksysmo disponía ya de ese número de militantes. Pero en la calle, seguía existiendo una clase media católica y franquista que explica el por qué el régimen anterior no tuvo ninguna dificultad para encontrar cuadros y reemplazos. De toda la extrema-derecha barcelonesa de la época, la denostada Guardia de Franco, era, sin duda, el “cuerpo” con más componentes populares, incluso buena parte estaba formado por el lumpen segregado en todas las sociedades industriales. El lumpen de ayer era la corte de los milagros de anteayer y Ventura era uno de los muchos Rinconetes y Cortadillos de la época.
Poveda, un murciano estrafalario, era el que se había parado a hablar con el desconocido. Cuando se despidieron me comentó: “Es Ventura, uno de la Guardia de Franco que acaba de salir de la cárcel por unos atracos”. Había tenido a menos de un metro de distancia al primer atracador que se cruzaba en mi vida. Después vendrían otros muchos más.

En un ambiente, como la extrema-derecha en la que se cultiva el valor, la fuerza, el arrojo, la audacia, el atracador no está fuera de lugar y, desde luego, es en donde puede sentirse más integrado. En Valencia he conocido atracadores que experimentaron una sensación de marginalidad hasta que se afiliaron a alguna formación política ultra que dio un sentido a su vida. Si el Lute tenía derecho a reivindicarse por la vía progre, ellos lo hicieron a través de la regre con el mismo derecho. Salvo en los sectores más bienpensantes y edulcorados de la ultraderecha –el entorno de Blas Piñar, por ejemplo, o el ambiente de CEDADE–, en el resto de formaciones ultras habíamos terminado por considerar la figura del atracador como una más, habitual y desdramatizada, del paisaje ultra que figuraba con igualdad de derechos junto al estudiante de farmacia o al fresador.

Mientras estás inmerso en la dinámica activista, no reparas en nada de todo esto. Consideras normal guardar una pistola en casa y que se dispare mientras tu padre se está afeitando al otro lado de la pared, o que tu hijo de un año aparezca empuñando una “marietta”, afortunadamente descargada. Nos lo tomábamos como algo normal, pero era monstruoso. Y el día que te apeas, te das cuenta de que, aunque tú hayas intentado mantener toda tu vida cierta contención en lo que a “justos medios de vida” se refiere el noble óctuple sendero budista, el estar demasiado cerca de gentes que no hecho otro tanto, ha terminado afectándote en tus juicios y valores.

No crean que el atracador de la ultra era un tipo desalmado o un lumpen. También los hubo que eran hijos de la burguesía acomodada madrileña. Debió ser en marzo o abril de 1972. Por la mañana el llamado V Comando Adolf Hitler había asaltado a mediodía la redacción de la revista El Ciervo en Barcelona; esa misma tarde en el Instituto Hispánico se presentaba un nuevo círculo cultural de extrema-derecha que intentaba implantarse en Barcelona: Cruz Ibérica. El círculo estaba a medio camino entre un grupo político y una orden religiosa. Era la plasmación del mitad monje – mitad soldado que enunciara José Antonio para su Falange Española, pero que se había quedado solamente como una “poesía que promete”, sin plasmación práctica. Cruz Ibérica además tenía la ambición de ser reconocida por la Santa Sede como un estatuto parecido al del Opus Dei. El fundador era Fernando Alcázar de Velasco, digno hijo de su padre, un falangista de la primera hora, desmesurado y excesivo, genial y pinturero durante toda su vida. Su hijo, en cambio, era más comedido y extremadamente serio. Reía poco. Luego he aprendido a desconfiar de la gente que ríe poco. No era propiamente falangista sino “hispanista católico”. Para Fernando Alcázar hijo, Blas Piñar era un liberal cualquiera y los protestantes (siempre los protestantes), los enemigos de España. De su percepción católica de la vida y del ser y sentir español dimanaba un antisemitismo que debía más a Mauricio Carlavilla y a los Protocolos de los Sabios de Sión que a una percepción real del papel del judaísmo en la modernidad. Si en su padre todo era excesivo, en Fernando también había algo desmesurado no sólo en sus ideas sino en la exposición que hacía de las mismas y que le había costado en los mentideros ultras madrileños el sobrenombre de “Fernando Alcázar de los Alcázares”.

Aquella tarde en Barcelona dio una charla sobre los ideales de Cruz Ibérica (“ibérica” por que defendía la unidad peninsular con Lisboa como capital para acentuar la proyección atlántica e hispanista y el alejamiento paralelo de la Europa protestante) ante un local medio vacío. José María Foret, antiguo alférez provisional durante la guerra y propietario del Agua Oxigenada Foret –la única que se consumió en España durante muchos años– eran tan multimillonario como despistado. Envió todas las invitaciones al acto con un franqueo inferior al requerido en la época. La misma mañana del acto las recibió todas devueltas. Los que fuimos fue gracias al boca-oído, etapa comunicaciones superior al tam-tam y que siempre ha funcionado (y funciona en estos tiempos de messenger, skype y facebook) mejor que cualquier innovación tecnológica. Nadie de los asistentes estábamos dispuestos a afiliarnos a Cruz Ibérica así que no prestamos excesivo caso a una conferencia ni al talento expositivo de Alcázar en el que repararía sólo años después al leer alguno de sus libros. Al acabar, unos cuantos nos fuimos a tomar unas copas con los madrileños de Cruz Ibérica.

Tras la mesa de un bar de la calle Urgel, Alcázar nos comentó su proyectos: quería lanzar un semanario. Eso de escribir ya me interesaba más así que le animé a comunicarme el proyecto: “Oye ¿y el dinero?” le pregunté. Ni se inmutó, no se le escapó ni el más leve rictus delator (que gran jugador de póker perdieron los casinos) sino que se limitó a preguntarme: “¿Dónde está el dinero?”. ¿El dinero? En la cartera tenía mil pelas de la época, el inicio de mi fortuna. “No, me dijo, el dinero está en los bancos”. Luego alguien volcó una jarra de cerveza y el tema se cortó. Unas semanas después, Fernando Alcázar de Velasco y cinco de sus camaradas eran detenidos tras un espectacular atraco en la central madrileña del Banco Atlántico que les reportó casi diez millones de pesetas de la época. Menos de una semana después, entraban en la prisión de Carabanchel repleta de quinquis y presos políticos. Hay que reconocer que su carrera fue breve, pero intensa.
Alcázar y los suyos atracaron en la época por la causa más digna y justa por la que concebían que nadie hubiera podido luchar jamás: su fe religiosa, a diferencia del “Carioco”, que, como a Ventura, le importaban muy pocos los nobles principios del “iberismo católico”. “Carioco”, veréis… Debió ser a principios de 1976 cuando apareció en el local del Círculo Cultural Eugenio D’Ors en Barcelona, este curioso y trágico personaje del “Carioco”. Era de esos atracadores surgidos al calor de los bajos fondos de la Guardia de Franco que entraban y salían de prisión con la naturalidad que lo hacían de la Jefatura Local del Movimiento o de la Lugartenencia de su propia organización. Nunca supimos como se llamaba realmente. Estaba en la calle con una mano delante y otras detrás, así que recurrió a los camaradas. Sabía a quién tocar y cómo hacerlo. Roberto Ferruz Camacho, cuya vida política cubrió todo un período de 25 años de la Falange barcelonesa entre 1960 u 1985, hombre cuya generosidad estaba inyectada en su ADN por un padre veterano cenetista y faiero, le echó una mano: podía encargarse del bar del círculo y obtener algunos ingresos hasta que se le presentara algo mejor. Los camaradas se lo merecen todo. Al cabo de pocos días ocurrió algo extraño. Llamaron al timbre y al abrir unos niños arrojaron unas botellas a la escalera al grito de “Maricones, maricones”. No era normal. Lo normal en el popular barrio de La Meridiana y lo que se terciaba era un cóctel molotov o una pintada antifacista mientras se oía aquello de “fascistas, asesinos”. Y además, los niños no parecían formar parte de ningún grupo organizado. Ataques de este tipo se repitieron durante los dos días siguientes. Al tercero apareció una comisión de padres del colegio vecino. El “Carioco”, aquellos días optó por ausentarse alegando un resfriado. No podía dudarse de unos padres enfurecidos pero correctos que informaban a Ferruz que alguien del círculo había realizado tocamientos obscenos a uno de los críos. La descripción correspondía al “Carioco” que jamás volvió a aparecer por el Eugenio D’Ors. Sus días de gloria en la ultraderecha local habían terminado.
La siguiente vez que vi el rostro del “Carioco” fue en la portada del desaparecido diario Tele|Express. No, no había protagonizado ningún atraco escabroso, ni siquiera un delito sexual, simplemente se lo había comido un león. Repito: había resultado devorado por un león. Tras su eyección del Eugenio D’Ors, había emprendido una vida de mendigo. Es curioso pero he conocido a varios ultras que siguieron ese mismo camino; uno incluso llegó a vivir temporadas enteras de su vida en las cuevas del Tibidabo; a este le llamábamos “el troglodita”, por obvias razones, hasta que sus camaradas del FES (Frente de Estudiantes sindicalistas), católicos devotos y solidarios como pocos, le permitieron dormir en su local. Se había quedado durmiendo al refugio de unas rocas, sin darse cuenta de que había penetrado en área de uno de esos “safaris fotográficos” que proliferaron a mediados de los 70. Descanse en paz. Seguramente el “Carioco” merecía otro final, nadie merece ser devorado por un león drogado.

Hubo casos menos dramáticos pero que me afectaron mucho más directa y desagradablemente. Es lo que ocurre cuando se banaliza un atraco y se olvida que no solamente es importante que uno siga el “noble óctuple sendero” sino que lo sigan también los que te rodean.

En 1974-76, España se saturó de exiliados neofascistas italianos. Había de todo: gente extraordinaria y gente tirando a desaprensiva. El exilio es duro siempre, pero los duelos con pan son menos, así que algunos de estos exiliados iniciaron una oleada de atracos en las costas levantinas. Participaban algunos españoles procedentes de la ultraderecha, de los que no estaba claro si atracaban porque querían un deportivo y su padre no se lo daba llaves en mano o por su militancia política. Pronto quedó claro que un núcleo de exiliados italianos, situados ya fuera de toda disciplina, atracaba para sobrevivir y darse algún lujo en un exilio que aspiraran a que fuera dorado; los españoles que participaban en estas fechorías lo hacían para pagarse caprichos. Hay que decir que estos eran hijos de familias valencianas muy conocidas y de militares de alta graduación. Quizás por todo esto, nunca los detuvieron, mientras que, inexplicablemente alguna pista llevó a la detención de los italianos. Conocía a este grupo pero, afortunadamente, siempre me mantuve lejos de sus actividades.

En aquel momento sosteníamos lo inadecuado de que “el fin justifica los medios”, pero lo estropeábamos añadiendo que “sólo un fin justifica muchos medios”. Y ese fin era una “revolución nacional” que solamente existía en nuestras cabezas. Me había apartado del “noble óctuple sendero” asumiendo que la revolución precisaría fondos y que no importaba de donde procedieran. Caímos muchos en esta percepción y algunos quedaron impregnados de ella para siempre. Primero atracaron para el partido, luego de los fondos obtenidos empezaron a sisar cantidades cada vez mayores, finalmente terminaron atracando para vivir y algunos como “L.S.F.R.” hicieron de esta actividad el eje de sus vidas hasta el trágico desenlace que he relatado. En esto de los “justos medios de vida” es preciso reconocer que “ceder un poco es capitular mucho”.

Los italianos finalmente resultaron detenidos y la policía, sorprendentemente, encerró también a dos españoles: Tormo (a quien he aludido en el capítulo anterior) y uno de los hermanos Alemany de Madrid (que nada tenían que ver con el Alemany aludido en el capítulo anterior). Realmente, ni Tormo, ni Alemany tenían absolutamente nada que ver con los atracos, pero sí es cierto que se habían relacionado con el núcleo de exiliados italianos y en la confusión de aquella época, cuando se produjo la escisión entre el “sector sobrevive-como-puedas” y el “sector político-militante”, vieron de tanto en tanto a algunos de los primeros. Eso determinó que la policía –y el confidente que los ilustró, hijo de una conocida familia militar valenciana– se fijaran en ellos. No habían cometido ningún delito así que salieron a los tres días indemnes.
Desconocía todos estos particulares hasta que Della Chiaie nos convocó en París en 1978. Fuimos Tormo, Alemany y yo, en un destartalado Seat 850 que iba perdiendo pernos a media que devoraba kilómetros. El viaje fue angustioso. En la misma cena en la que Leda Minetti me comentó el triste destino de Enzo Vinciguerra, Tormo y Alemany aludieron al episodio de las detenciones y los atracos. Uno de los presentes tomó nota de una información que utilizaría meses después como se verá en el capítulo reservado a chivatos, chivatillos, traidores y traidorzuelos, delatores todos. El relato de los hecho nos lo tomamos con toda naturalidad. “Sono camerati sbagliati”, camaradas equivocados, pero que luchaban por sobrevivir, así que no íbamos a ser nosotros quienes les afeáramos su conducta. No era nuestra vía, pero el exilio es lo que es y en tesituras así no se suelen atar los perros con longaniza.

Unos meses después debería volver a París por una historia similar. Por entonces ya había aparecido el primer número de Confidentiel, una lujosa revista subtitulada “Política, Estrategia, Conflictos”. Dedicada a la geopolítica y a la política internacional, estaba impulsada por el núcleo central que animaba al Parti des Forces Nouvelles, rama francesa de la “euroderecha” que tenía a Piñar y a Giorgio Almirante como sus puntales en España e Italia. Le Pen entonces era un personaje considerado como marginal en la extrema-derecha francesa. La revista era publicada por un círculo que operaba como una empresa de publicidad desde la parisina rue Malakoff a dos pasos de la Avenue de la Grand Armée, el Instituto de Investigaciones y Estudios Europeos. El nombre era un problema porque en francés “estudios” es “recherches” y eso dificultaba la traslación de las siglas a otros idiomas. Della Chiaie sugería que en España utilizáramos el término “rebúsquedas” para salvar la “R” y afirmaba con la pasión que le caracterizaba que la palabra existía en castellano. Existía pero para El Pulgarcito, como repámpanos o requeteguasón, pero en los veintisiete años que tenía entonces nunca la había visto más allá del lenguaje informal y se trataba de que el Instituto tuviera una apariencia seria.
 
Se trataba simplemente de crear una red internacional cuya “tapadera” fuera una revista de geopolítica y que nos permitiera movernos de una frontera a otra con alguna excusa. En Francia la iniciativa la patrocinaban Gérard Pencionelli y Jean Marc Brissaud, ambos procedentes de Occident y luego  dirigentes de Ordre Nouveau de donde pasaron al PFN. En Italia, el motor era Adriano Tilgher, presidente de Avanguardia Nazionale. En España, el responsable era yo que, al mismo tiempo me encargaba de las ediciones argentina y chilena, traslación literal de la española. La revista era trimestral. Al frente de todo esto se encontraba un conocido miembro de la nobleza europea con el que yo había residido durante el verano de 1980 en su lujoso apartamento de la Place des Invalides. Su palacete estaba a hora y media de París hacia el sur. Por ahí había venido el problema que me llevaba a París.

Este miembro de la nobleza europea es una persona afable, confiada, amigo de sus amigos y siempre dispuesto a ayudar a quienes acuden a él en la medida de sus posibilidades e incluso, si hace falta, más allá de ellas. En España había conocido a algunos de los italianos exiliados en España, pero ignoraba que, en los años siguientes, algunos de estos se desvincularon de cualquier acción política y emprendieron la vía del atraco de la manera más desaprensiva. Uno de estos había llegado a París, explicándole que tenía un compromiso y que debía residir unos meses en Viena. Nuestro noble se ofreció a dejarle las llaves de un apartamento de su propiedad en la capital austríaca y a dejarle un vehículo para que pudiera moverse con comodidad. Lo que Sixto el conocido miembro de la nobleza ignoraba era que el italiano en cuestión estaba preparando el atraco a un alcaldía de barrio en Viena.
La “banda”, harta de sucursales bancarias levantinas de segundo orden aspira a realizar un rififí espectacular. Uno de los conserjes del inmueble les planteó la operación y se ofreció a darles las llaves que conducirían hasta la caja fuerte. Faltaba pues el especialista en forzar cajas y la banda lo encontró en un inglés con experiencia curricular demostrada en el menester. Se reunieron todos en Viena, estuvieron unos días observando el objetivo y, finalmente, penetraron en la alcaldía (un edificio del gótico civil vienes) amparados en la noche. El inglés cumplió como los buenos con el soplete y la palanqueta, pero en lugar de las “riquezas inimaginables” que debía contener la caja fuerte, había dinero de calderilla que ni siquiera cubría los gastos. Así que el inglés, encolerizado, soplete en mano prendió fuego al inmueble.

A la policía le costó poco detener al conserje al percibir entre las brasas que todas las puertas estaban abiertas con llaves y ninguna forzada. Y el conserje llevó a todos los demás, incluidas las matrículas del vehículo y el apartamento en el que habían residido… propiedad del conocido miembro de la nobleza. El asunto fue publicado por la prensa vienesa que, afortunadamente, nunca ha sido muy leída ni en Francia ni en España. El problema que se planteaba era que los italianos desmadrados responsables del destrozo asumieran sus culpas y escribieran una declaración en la exoneraban de cualquier responsabilidad al príncipe en cuestión. Era lo justo. Como residían en España me tocó a mí hacer la gestión. Afortunadamente, la cosa no salió a la superficie. En ese momento, el mundo del atraco parecía empeñado en realizar circunvalaciones en torno mío. Sí, porque en esas fechas, el Frente de la Juventud ya estaba escindido de Fuerza Nueva y había emprendido su enloquecida carrera.

Es un misterio –un gran misterio, aunque en las páginas que siguen quedará más o menos desvelado– el porqué el Frente de la Juventud pudo estar atracando durante tres años sin que absolutamente ninguna fuerza de seguridad del Estado lo desarticulara y hubiera que esperar a enero de 1981 para que sucediera la gran redada que, perfectamente, se podía haber desencadenado tres años antes. Todos en el Frente eran perfectamente conscientes, no sólo de dónde salían los abundantes fondos para pagar multas, revistas, carteles, etc., sino quiénes formaban parte de los grupos de “choque” que realizaban estas operaciones. Además, el Frente estaba carcomido por infiltrados procedentes de todos los servicios de seguridad de esta parte de la Galaxia. Incluso “Coco” fue un habitual en las tenidas nocturnas del Frente.

“Coco” era “Cocoliso” y “Cocoliso” no era otro que Jesús Arrondo Martín, un turbio individuo que en mayo de 1974 se había infiltrado en ETA y logró atraer hacia la playa de Fuenterrabía a un grupo armado disidente de la organización. Al pisar tierra, “Coco” saltó a la carrera de la Zodiac mientras la Guardia Civil ametrallaba al comando que llegado para secuestrar al presidente de Hojas de Afeitar Palmera (una institución en la época) cuyo rescate debía servir para poner en pie una ETA paralela mucho más radical y activista. Nadie hace un trabajo así por cuenta propia, así que “Coco” trabajaba para alguien e importa poco para quién exactamente. Dos años después, en Madrid se movía en los ambientes de la ultraderecha y estaba próximo a los grupos más conflictivos y allí siguió hasta que Juan Ignacio González, el secretario general del Frente de la Juventud fue asesinado. Para una parte de nosotros las sospechas de quien había facilitado la información sobre la hora en la que Juan Ignacio regresaría a Casa recaían sobre “Como”. Éste murió en un accidente de tráfico cuando había hecho buenas migas con “el Dioni”, el otro desaprensivo que desapareció con su furgón blindado y reapareció en Brasil semanas después con peluquín y ojos extrávicos. “El Dioni” declaró que “Coco” le prestaba su apartamento para “echar un polvete de tanto en tanto”. Todos sabíamos que la amistad y el interés iban más allá, pero esta es otra historia que no tiene nada que ver con la ultraderecha.

Así que no eran infiltrados los que faltaban en el Frente que, para colmo, había instalado su sede justo encima del Centro Cubano de Madrid en la calle Claudio Coello. Era fácil encontrar allí a caribeños devenidos agentes de la CIA o que contaban, invitándote a un daikiri (en aquel lugar durante muchos años se hicieron los mejores daikiris de Madrid, con permiso de Chicote), las más extraordinarias aventuras cargadas a lomos de la inteligencia americana.
 
Pero tampoco hacía falta que la seguridad del Estado recurriera a infiltrados propios o ajenos, el ambiente de la ultra madrileña era puro compadreo y todos estaban al cabo de la calle de lo que hacían los otros. Era fácil encontrarse en California 47 a militantes de la vecina Fuerza Nueva o del Frente de la Juventud alejado sólo doscientos metros. “¡Deja! que a esta ronda invito yo; precisamente hoy hemos dado un palo y me he quedado con lo suelto”. Fueron innumerables los camaradas que pagaron por la tarde fianzas a otros camaradas con el dinero obtenido en algún atraco por la mañana. No era un secreto, el misterio es porqué la policía no actuaba contra nosotros. Yo, entonces, no lo entendía a pesar de ser el secretario político del Frente. Tuve tiempo para meditarlo y encontrar las respuestas que faltaban. Por lo demás, lo mío era el análisis políticos y las consignas; seguía con la funesta manía de “no preguntar” para evitar tener acceso a informaciones peligrosas. Aunque también en esa época practicaba el relativismo moral implícito en “una causa –la revolución– justifica todos los medios”.

Los atracos del Frente de la Juventud, habitualmente, no eran tales. La técnica consistía en ubicar a “gente de dinero”, llamar a su casa de buena mañana, antes de que hubieran ido a trabajar. ¿Quién podía sospechar que aquellos chicos y chicas tan majas, simpáticas y simpáticas que llamaban a la puerta albergaran malas intenciones? Les abrían siempre. Luego aparecía la pistola y el consabido: “Pa’dentro y tranquilito no vayas a joderla”. Se informaba a la familia de la situación: “Nos firman un talón, ésta va a cobrarlo y cuando lo haya hecho nos vamos”. No era el secuestro-exprés, pero casi. Dado que el tiempo en la que se encañonaba a las víctimas era mínimo, técnicamente no era “secuestro” sino “retención”. Salvo en una ocasión en el que la camarada que había ido a cobrar el talón se encontró con un atasco, luego con un suburbano que quedó parado entre dos estaciones y, finalmente, sin cambio para llamar desde un cabina. Cuando tuvo cambio, no encontró cabina en buen estado, superando por minutos la barrera en la que la “retención” pasaba a ser “secuestro”.

Así salieron bastantes millones de pesetas con los que se pagaron todas las actividades y fianzas que hubo que afrontar en tres años y medio de vida del Frente, incluido el alquiler de la calle Claudio Coello y una treintena de revólveres Arminius de 38 mm., adquiridos en Bélgica y que, de alguna forma la policía dispuso de todos los números de serie. Los revólveres se entregaban a los militantes que habían seguido el curso de formación de mandos, como quien entrega un diploma. Luego pasaba lo que pasaba: en el curso de una reunión con simpatizantes el revólver se caía del cinto del militante. El acero al golpear contra el parqué del local causaba estupor en unos –que no volvían– animando a otros a empezar una aventura que, a muchos les costaría caro, sino carísimo. Así practicaba el Frente de la Juventud su “selección natural”.

En junio de 1980, el Frente era, con mucho, la formación más “dura” de la extrema-derecha y estaba en la niña de los ojos del ministro del interior, Juan José Rosón, que la situaba como tercera organización en peligrosidad después de ETA y del GRAPO. Si lo sabíamos era porque el padre de unos de nuestros militantes eres jefe superior de policía de una provincia castellana y reprendía a su hijo utilizando los datos aportados en las reuniones con Rosón. Lo que hace del misterio del Frente de la Juventud, algo casi indescifrable, pues si el ministro estaba alarmado con nuestra organización, se entendía menos porqué no la borraba de un plumazo. Cuando se decidió era enero de 1981, pocas semanas antes del 23-F.

En esa época, Valencia se había convertido en un hervidero de atracadores que revoloteaban en torno a la ultraderecha. Uno de ellos alcanzó fama mediática. Era “Paski”, conocido en los medios de comunicación locales como “el atracador elegante”. Impecablemente vestido, le encantaba el gris marengo y los blazers azul marino cruzados, con buena planta y modales exquisitos, su técnica consistía en entrar en la sucursal bancaria a pecho descubierto, pedir entrevista con el director y limitarse a enseñarle el arma que portaba en la sobaquera en la intimidad de su despacho, utilizando las fórmulas de cortesía más empalagosas. A partir de ahí, mientras le preparaban el dinero discretamente, los directores de sucursal solían hablar con él de algo intrascendente, no fuera que aquella serenidad y los modales primorosos encubrieran a un psicópata a punto de perder los estribos. “Paski” nunca los perdió. Su rostro llegó a ser tan conocido en las sucursales valencianas como cualquier busto parlante de los telediriarios de la transición. Su carrera se dilataba demasiado y un buen día sin saber cómo llegaron hasta él. Ese día siguió sin perder la compostura. Dijo su lapidaría frase “Hay que saber perder…” y confesó todos sus atracos, incluso aquellos cuya autoría no les constaba a los policías. Se perdió en las nieblas de la cárcel. La figura del “atracador elegante” es habitual en las cárceles. Su problema es que una vez han sido fichados, la policía ya conoce, no sólo su modus operandi, sino sus coordenadas. Y lo peor es que tras su primera condena nunca terminan dejando la profesión.
 
A principios de 1979, la estructura internacional en la que me movía había decidido la creación de “La Legión”. El nombre no venía ni por la legión española ni por la francesa, sino por la Legión del Arcángel San Miguel, estructura del fascismo rumano de la pre-guerra. Pero si es cierto que había un espíritu “legionario”, esto es, aventurero e internacional, en el proyecto. Se trataba de no más de tres militantes en cada país europeo, que pudieran desplazarse de un lugar a otro de Europa, para realizar acciones “especiales” que incluían atracos. El perfil era: individuo responsable, preferentemente sin novia o esposa, curtido en este tipo de acciones, arrojado, de valor personal demostrado, hablando varios idiomas, sin antecedentes penas y de entre 25 y 35 años. En las listas del paro del INEM no habría muchos, pero en la ultra europea era un perfil fácil de encontrar.
Uno de las primeras operaciones que se planificó fue un atraco a una joyería valenciana –ya saben: “un fin -la revolución- justifica todos los medios”–. Vinieron los “especialistas” de “La Legión”, vieron el lugar, cronometraron los tiempos y emitieron dictamen: “Imposible, esto es un suicidio, la joyería está próxima a una comisaría de policía y las salidas son difíciles”. Lo dejaron correr. En el Chase Manhatan Bank de Milán, poco después, mostraban que estudiar una operación si lo que se quiere hacer es ejecutarla limpiamente. En aquella ocasión los camaradas se llevaron un millón de dólares redondos. La sorpresa para nosotros vino cuando, pocas semanas después, una banda local valenciana de delincuentes comunes, realizaron ese mismo atraco a las bravas, por pura furia y sin ningún estudio previo, ni sesudos cronometrajes de los tiempos de respuesta y de huida.

La policía sabía lo que hacer en estos casos. Se limitaron a alertar a los peristas, cobrándoles el peaje: si quieres seguir receptando, informa. Y ellos informaron. El atraco no lo habían cometido camaradas, pero si amigos de camaradas y el botín fue a parar a uno de ellos, encargado de venderlo. Lo detuvieron con una bolsa con unos treinta kilos de joyas apoyada en una barandilla del cauce del Turia. Sé lo que pesaba una bolsa porque la otra iría a parar a mis manos.

En el momento de ser detenido pudo enviar un mensaje, a través de su compañera, a otro camarada indicándole dónde estaban el resto de las joyas. La policía le planteó un acuerdo: “devuelve el resto y nos olvidamos del asunto contigo”. La “banda del Sebas”, autora del atraco, a todo esto, ya estaba a buen recaudo. Cuando, el detenido accedió al “libertad a cambio del consumao”, era tarde porque Tormo y yo habíamos pasado por el garaje y nos habíamos llevado la otra bolsa de oro sin ser conscientes exactamente de lo que contenía. Tuvo gracia porque nadie, ni el propietario del garaje, nos vio. Subí la bolsa a Barcelona. Al día siguiente por la mañana, a las 6:30 llamaron a la puerta. No podía ser nada bueno: era Tormo con la policía. “Hay que devolver la bolsa”. Le contesté si no sería mejor que dejáramos a la policía en la puerta y saltáramos por la ventana. El otro me resumió el pacto: “libertad a cambio del consumao”. Hubo que ir a buscar la bolsa. Quince días después, saltaba por esa misma ventana, huyendo de otros policías. Y sin bolsa.
Al devolver la bolsa, el funcionario que acompañaba a Tormo la abrió. Para salvar lo salvable, le dije que ignoraba lo que contenía su interior y que no pensaba moverme de esa declaración. Para mi sorpresa, ni pretendía de mí una declaración ni siquiera un resumen del proceso de cómo la bolsa había llegado a mis manos. Se limitó a llamar a la jefatura de Valencia y tras colgar me invitó a que cogiera algunas joyas de la bolsa: “Para tu mujer, hombre”. Aquello podía ser una trampa, así que decliné. Luego resultó que la bolsa fue disminuyendo de tamaño y que en aquellos meses se regalaron muchas joyas en Valencia. El problema vino con el juicio por el atraco porque la aseguradora y la policía no se ponían de acuerdo ore lo recuperado; el propietario de la joyería, víctima la postre del destrozo de unos y de otros, oscilaba entre la desesperación y la depresión postrautmática
De este episodio se enteró uno de nuestros militantes, un tal Castillón que, unas semanas después al ser detenido tras una manifestación organizada por el Frente de la Juventud en la Diagonal barcelonesa, ante la sede de UCD, creyó necesario sincerarse con la policía no fuera que recibiera un guantazo (o quizás, realmente, llegara a recibirlo) y les explicó que yo había tenido circunstancialmente la bolsa obtenida por la “banda del Sebas”. Años después, en 1984, una grácil y estilizada fiscala me preguntó con ademanes inquisitoriales: “¿No es más cierto que usted trabajaba con la banda del Sebas?”. Hacía años que ni me acordaba de este episodio ni había vuelto a pensar en el Sebas a quien nunca conocí ni en todo el desgraciado asunto: “No tengo nada que ver con ninguna banda de delincuentes, ni sé qué es la “banda del Sebas, pero creo que ese tema ya fue sustanciado por la Audiencia de Valencia y yo no aparezco en aquel sumario”. El juez me atajó con una violencia inusitada: “¡Usted no es nadie para creer!”. De hecho no creía ni en el Dios verdadero. Era el juez Fernández Oubiña, una institución en la judicatura barcelonesa de aquella época y cuyas reacciones a lo largo del juicio oscilaban entre la ecuanimidad más aséptica y verdaderos actos hostiles hacia los que nos sentábamos en el banquillo. Años después, cuando intimé con una secretaria judicial pude enterarme de todos los cotilleos que sobre él circulaban en los juzgados y que daban para rellenar un volumen similar a este. Sea como fuere, salí con una condena de dos años de prisión, el máximo al que se me podía condenar por una miserable manifestación ilegal, única condena que ha pesado sobre mí. No hay nada como la cárcel para conocer la naturaleza humana y los motivos que impulsan a alguien delinquir.

Un delincuente es, fundamentalmente, alguien que no tiene posibilidades de ganarse la vida de otra forma y sigue las indicaciones de su testosterona a la hora de satisfacer sus necesidades. He conocido a atracadores generosos, capaces de entrar en una sucursal bancaria pistola en mano para regalarle un Vespino a su hermanito. He conocido a atracadores de la CNT que robaban para alimentar las cajas de resistencia de los sindicatos. Y, claro está, he conocido a muchos más que robaban para alimentar la vena o para mantener un ritmo de vida insoportable para cualquier economía mediana. Nunca hay justificación posible: “justos medios de vida”, “noble óctuple sendero del Buda”, tal es la vía. O eso, o la selva.

En la cárcel parisina de La Santé, los atracadores eran una especie de élite. Ellos mismos cuando les preguntabas el delito que les había llevado a la celda respondían orgullosos: “bracage” (atraco) y añadían “Je suis braqueur” con el orgullo y la dignidad de un ingeniero de caminos, canales y puertos (el único, por cierto que conocí en la ultraderecha terminó tan alcoholizado como quien se atascó en 4º de Bachillerato). Eran la élite de la élite del “milieu”. En España, en los años 80, se había perdido ese orgullo profesional que un día tuvieron en la postguerra (véase el filme A Tiro Limpio, extraordinaria muestra del talento del cine español de postguerra que, además muestra aquella Barcelona gris presente en mis recuerdos adolescencia, con el olor a mar en la escollera del puerto y en el faro bajo el cual un merendero emitía olor a fritanga y mejillones a la marinera como nunca he comido). Hacia el 85, cuando ingresé en la Cárcel Modelo de Barcelona para extinguir la condena por la manifestación ilegal, todos los atracadores, sin excepción, eran toxicómanos. La mayoría murieron en la primera oleada de SIDA. Con algunos, contraviniendo la norma carcelaria de “nunca hagas amigos en el talego”, hicimos buenas amistades y hoy, apartados del oficio y reciclados por el buen camino, se han convertido en amigos entrañables.

La militancia política es un quemadero de ilusiones y de normas morales. Si en 1969, cuando me embarqué en estos embrollos, alguien me hubiera dicho que esa vida me iba a llevar a codearme con lo más granado de la profesión del atraco a mano armada, me lo hubiera pensado dos veces. Dos meses después de mi enganche, ya conocía a “Ventura” y, cada semana que pasaba mi relativismo moral aumentaba hasta el punto de terminar considerando “normal” y “revolucionario” el entrar en una vivienda, amenazar a padres, hijos y servicio y salir de allí con talones o bien transportar “consumao” (llamado así al producto de los robos y las exacciones según el Diccionario del Talego cuya elaboración me mantuvo intelectualmente activo en la cárcel Modelo) de aquí para allá.

El juez Felice Casson al que ya he aludido al referirme a Vinciguerra, me reconoció que, efectivamente, había “un rasgo diferencial” entre nuestra gente y otras franjas de la extrema-derecha. Al menos nosotros no nos pateábamos el dinero de atracos en nuestros caprichos personales. Fuimos austeros en esto y mantuvimos ciertos principios. Pero no nos engañemos: todo aquello era moralmente condenable y las justificaciones que encontrábamos nos dejaban un regusto amargo en el fondo de nuestra mentalidad al contradecir la educación que habíamos recibido. Nuestros padres nos habían educado en la satisfacción del comportamiento justo, no porque lo dijera la ley sino porque el “noble óctuple sendero” a la europea son los “Diez Mandamientos” y entre ellos –también aquí- figura el “no robarás”. Se empieza vulnerando uno y se termina encontrado razones suficientes para vulnerar otro y otro y, finalmente, para considerar lo más normal del mundo, vulnerar el no matarás y terminar colocando un coche bomba simplemente para asesinar a tres carabinieri como le pasó al pobre Vinciguerra. Nuestra única justificación es que creíamos en algo. Entonces nos bastaba. Hoy, ésta justificación nos parece pobre y, ante algunos delitos, miserable.

Créanme quedan cientos de anécdotas por contar sobre los atracadores de extrema-derecha, como aquel camarada que, abandonada la acción política y en un intento de reconstruir su vida personal, atracó varias veces la misma sucursal bancaria cuyo director le informaba de los días y horas más adecuados. El primer atraco resultó bien y con el beneficio se compró un terno nuevo gris marengo de alpaca. El segundo atraco a la misma sucursal lo realizó sólo un mes después luciendo el nuevo traje. El cajero se limitó a decirle: “Vamos progresando…”. Y, efectivamente, progresó. Hoy dirige una empresa de alta tecnología. Cuando nos vemos reímos contando anécdotas de este tipo. Son interminables. Interminable y, al mismo tiempo, intrascendentes.

(c) Ernest Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - http://infokrisis.blogia.com - Prohibida la reproducción sin indicar origen

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