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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Lo malo de los excombatientes y del tiempo pasado… a propósito de los hombres de negro...

Infokrisis.- Estaba yo tan tranquilo hace unos años cuando un viejo amigo, y sin embargo camarada, va y me dice: “¿Te acuerdas de XXX?, ha escrito un libro en el que te cita”. “Y ¿qué dice?”, le digo. Me responde: “Historietas”. Me dejó el libro y lo leí. Era una mezcla de ficción, realidad, alucinación y recreación literaria. Buena mezcla y bien narrado. Hará unas semanas, un camarada y sin embargo amigo me dice: “¿Te acuerdos de XXX? Ha escrito un libro en el que te cita”. ¡Ostias, un deja vû!. Y no. Era otro libro, en el que el mismo autor que, con otro seudónimo, me citaba de nuevo, con otro nombre. En fin, un lío. “Y ¿qué dice?”, le pregunto. Me dice: “Historietas”. Me dejó el libro y lo leí. Era una mezcla de ficción, realidad, alucinación y recreación literaria. Buena mezcla y bien narrado. Con estos antecedentes, os juego una noche de copas y demás, a que de aquí a un año, me encuentro a un amigo, probablemente camarada, que me dirá: “¿Te acuerdas de XXX?, ha escrito un libro en el que te cita”. Y ¿qué dice?, le diré. Y me dirá: “Historietas”. Éste retorno si es eterno y no el del Nietzsche.

 

La categoría de los excombatientes o como pillar tortícolis

Hay distintos tipos de excombatientes: los que han hecho la guerra, saben lo que es la guerra y dicen: “es una experiencia difícilmente transferible, así que ¿qué te voy a contar?”. Los hay que añaden: “han muerto muchos amigos, prefiero olvidar”. Otros, no olvidan, pero nunca alardean de su condición de excombatientes. Y los hay que servían el rancho en la retaguardia o conducían el coche del coronel, en palanca, pero que te cuentan historias de cómo ganaron esa cruz de hierro comprada a buen precio en el rastro de Madrid y avejentada, para colmo, con betún de Judea. El viejo adagio hermético “los que hablan no saben y los que saben no hablan”, se cumple también aquí.

Lo digo porque al leer este libro hay tres tipos de historias: las que no se han vivido de cerca pero las ha contado gente que vivió de cerca y el tiempo las ha deformado; las que no se han vivido de cerca pero las ha contado gente que tampoco las vivió de cerca y el tiempo las ha convertido en irreconocibles; y las que se han vivido de cerca y se cuentan como se ha visto o creído ver. Un lío, vaya. Este libro es de los tres tercios, hay de todo, en una inextricable y desigual confusión. Por lo que recuerdo anécdotas de aquella época hay y mucho más chuscas que las que cuenta el autor. Incluso algunas de las anécdotas contadas podían haberse coronado con un addendum que se conoció años después sin el cual es difícil comprender por qué tal o cual fulano actuó como actuó. Da la sensación de que en un momento dado al autor se le han secado las fuentes y a ratos la divagación se hace demasiado lejana, cuando podría haberse informado perfectamente, simplemente leyendo los libros de Casals, por poner un ejemplo, o quizás en un tratado de psicopatología, o desde luego telefoneando a alguna fuente originaria.

Da la sensación que todo el problema de fondo era cómo escribir 140 folios para que el editor pudiera ofrecer uno de esos productos de 100 ó 150 ejemplares de venta asegurada. Y el autor del libro vale para bastante más, a condición de “crear” en lugar de “recordar”. Y si “crea” autónomamente, mejor que si “recuerda” episodios que están tan lejos en el tiempo que pierden significado y significante. El autor sirve para la novela y, más para la novela corta. A condición, insisto, de emanciparse de la subjetividad del recuerdo y de los intereses del editor y tirar por la vía propia y solitaria de quien está sentado delante de un folio y crea literatura. A fin de cuentas, todo autor tiene un poco de ermitaño. Sigamos con lo de los excombatientes…

Estas reflexiones, que no son de ahora, me han llevado a aborrecer el ambiente de los excombatientes, entendiendo por excombatiente a todo aquel que dice “yo estuve allí”, al margen de que sea o no verdad y al margen de que el lugar en el que se estaba presuntamente fuera heroico o bufo. Desde muy joven he abominado del pelmazo que te cuenta lo que hizo, real o supuestamente, en la cota 214 del frente del Tembleque.

Todo esto viene a cuento de que quizás haya cosas que valga la pena recordar para superar lo que no se ha logrado metabolizar. Puede entenderse que alguien quiera arrogarse un heroísmo que en su momento no le correspondió o que si es lo único “grande” que haya hecho en su vida, quiera adornarlo o magnificarlo. La naturaleza humana es lo que es, y no hay más cera que la que arde. Pero hay cosas que me resultan más difíciles de entender… Y esto es lo esencial: no hay nada más diferente a una guerra que la vivencia de la extrema derecha en la transición barcelonesa. Y entro en la materia del libro que nos ocupa…

La historia de la extrema-derecha en Barcelona en el período 1973-1981 (período que abarca el libro que intento comentar) es completamente banal, no hay en ella nada heroico, nada que valga la pena verdaderamente recordar, nada singular, ni nada de lo que uno se sienta especialmente orgulloso. Entonces ¿por qué esa insistencia en volver una y otra vez a recordar la vacuidad? Me recuerda a esos shows televisivos en los que unos individuos e individuas, gilipollas y gilipollos, te cuentan sus pequeñas miserias irrelevantes. Y tú dices: “¿y a mí que coño me importa que la novia de este atontao le haya dejado y que su chica se haya liado con un tragasables zíngaro y le críen un hijo en una granja pirenaica que para colmo salió negro?”. Pues con el libro éste pasa algo parecido: “¿y a quién le importa que al tal Gunter lo pillaran con un 6’25 mm chirriante que disparaba pelusa del ombligo?”. Si te contara los anormales que ha conocido y que he tenido que soportar incluso en la distancia, el bueno del Gunter aparecería como un alma cándida. Sin ir más lejos, ayer me entero que un antiguo camarada, Salchichofen por más señas, que siempre despuntaba por estar como las maracas de Machín, después de años de observarla por la ventana, saltó al piso de la vecina, la secuestró, la quiso violar y los GEO pusieron fin a la aventura depositando al antiguo camarada en la cárcel psiquiátrica más próxima; en saliendo, mató al padre cuchillada va  cuchillada viene, que eso si es sublimar sus pulsiones edípicas. Irrelevante, a fin de cuentas; cualquier cárcel psiquiátrica tiene casos como éste. Una querida amiga psiquiatra penitenciaria tiene historias a palas iguales o mejores que ésta. Lo dicho, Gunter era un alma candida. En cuanto a Salchichofen apenas mereció un suelto en el diario local.

Sumar anécdotas de este tipo hasta completar 140 folios no parece algo tremendamente positivo. Alucinados hay cada día todos los que quieras. De hecho, es toda una civilización la que está de camisa de fuerza. Y si no, mira los telediarios y mira quien nos gobierna. Lo irrelevante, lo friki, lo anómalo nos rodea, están en torno nuestro, pero tapoco hay que recrearse en lo friky. En el PP y en el PSOE hay tantos anormales como hubo en la extrema-derecha en sus mejores tiempos ¿por qué creéis que aplauden a sus líderes y además les votan?

Hay algo peor que un excombatiente que estuvo en la cota 214 del frente del Tembleque: un excombatiente que estuvo en la extrema-derecha barcelonesa entre 1973 y 1981 y que se recrea en ello. Mirar para atrás recordando acciones heroicas, camaradas caídos y momentos en los que te la has jugado a doble o nada, es mirar atrás, pero quizás, la intensidad de la experiencia pueda justificar algo tan humano como es la nostalgia. Pero es que en la extrema-derecha barcelonesa de 1973-1981 no hay nada de esto, no hay nada que sea digno de ser recordado. Travesuras, pánfilos, colgaos, adolescentes díscolos, poco más. Es una historia tan pobretona, tan minimal y tan escuálida que no da para mucho, ni siquiera para la anécdota. Porque esta obra es pura anécdota. Y el autor puede escribir cosas bastante más interesantes a condición de que se convenza de que aquello no fue nada y que su imaginación es capaz de crear situaciones mucho más novelescas y entretenidas que las surgidas de conversaciones de excombatientes con recuerdos deformados, papeles irrelevantes y deseos de sobrevalorar su actividad en aquellos años.

Las 140 páginas de este libro, en general, y dejando aparte lo que, en lo personal aprecio al autor a pesar de que no lo veo desde hace 28 años, parece un recorrido  banal por unas historias juveniles de poco recorrido.

La realidad es realidad y la ficción es ficción

Hay tres formas de “despertar”: el polvo del siglo que una sabe que lo ha alcanzado porque como que te mueres (el famoso tantra de ¿t’antrao o no t’antrao?), un porro trompetero de esos que de tanto en tanto parecen romper un velo dentro del fumata de turno, y un estado profundo de meditación. Es lo que en El Cero y el Infinito, Arthur Koestler llama “el sentimiento oceánico” al que le dedicó alguna de las mejores páginas de la literatura del siglo XX, porque realmente existe una sensación de infinitud labil en la que participas activamente y en la que te sientes arrastrado a la vez. Koestler ni se fumó un porro ni entró en éxtasis con el polvo del siglo; lo hizo ante la Pietá de Miguel Ángel. A otros les ha pasado lo mismo con el Rienzi de Wagner y Borges definió aproximadamente ese mismo estado de conciencia en El Aleph.

En cualquiera de estos casos uno tiene la sensación de que el estado de conciencia ordinaria ha quedado suspendido y percibe la realidad de una manera más directa, sin ese velo propio de la conciencia disminuida en la que vivimos habitualmente, y que nos limita y, a la postre, nos amarga. Cualquiera de esas tres experiencias (el sexo, la droga o la mística) llega a estados de arrobamiento interior en los que, por algún motivo, emerge “algo” que permite percibir la realidad de otra manera, más directa, más íntegra, holística que le dicen los finolis. En esos momentos es cuando verdaderamente se cree percibir  directamente y sin filtros lo que es real y lo que es ficticio. “Despertar” es la palabra que mejor le cuadra y que desemboca en una percepción integral de la realidad. Cualquier cosa ajena al despertar supone seguir sumido en el sueño: el sueño deforma la realidad, la subjetiviza, hace que nuestro bagaje mental le dé unos tonos que no tenía ni tiene, la filtra, la tamiza, le da otro color. La deforma, en definitiva. Recordar es, a la postre, siempre, deformar.

Esto es lo que ocurre con este libro. Incluso a los que hemos vivido algunas de las peripecias que cuenta el autor, nos cuesta reconocernos en algunos episodios. A ratos no está claro si la narración es ficción o es realidad. En otros, el autor comete involuntariamente errores de bulto y es normal: ha pasado mucho tiempo y es difícil mantener recuerdos de pequeños detalles de conversaciones vivos y actualizados. El tiempo hace que se tiendan a deformar los recuerdos, y frases dichas en un contexto tienen un sentido muy diferente en otro.

Bien, todo eso se asume y no hay más problema, pero ¿por qué cambiar los nombres? ¿por qué llamar a Jorge Mota, Jorge Nota o Ernesto Vila a Ernesto Milà? ¿A ver que pensaría el autor si escribiera 140 folios citando a un tal "Juan Carlos Castillín Martón"? (tranquilo, que no)

¿Por qué esa manía de deformar nombres de manera tan leve? El autor sabe que diga lo diga me sería imposible pelarme con él. Aunque también podía haber consultado algún episodio que no fue como dice y otros de los que podría haber extraído mucho más partido. Para mí, esta utilización de nombres levemente alterados, resulta un misterio y no contribuye precisamente a deslindar lo que es ficción de lo que es realidad. Una novela es una novela y un libro de memorias es un libro de memorias. Pero cuando elementos de ficción se mezclan con la realidad, francamente, puede ocurrir que se dé una imagen distorsionado de una época.

Hará unos quince años un improvisado “novelista” de la ultra que iba para el Nobel y se quedó en el primer peldaño, dotado de la misma sensibilidad que un peazo marmolillo del ocho, presentó en Planeta una “novela” sobre el secuestro por el FPolisario del pesquero “Galgomar” ha principios de los años 80. Los pescadores estuvieron detenidos durante una larga temporada por los polisarios y en este libro, el autor contaba su visión de los hechos y una supuesta “operación rescate”. El original acabó en mis manos para que lo valorara: se mezclaban hechos reales con ficción. Por ejemplo, Felipe González pasaba a ser “Felipe Gonzálvez” y así sucesivamente. La editorial, claro, rechazó publicar el libro: o es ensayo histórico o es documento periodístico o es ficción. Si quiere ser todo a la vez, es un caos. Y si es ficción, Felipe González mejor que sea “Atilano Pérez”. Y Jorge Mota mejor que sea “Pedro Ciruelo”, o así, que ni tiene por qué ser wagneriano, ni siquiera vegetariano. En cuanto a Ernesto Milà, puede ser, sin ir más lejos, “Roque Rajuela”, pero, hombre “Ernesto Vilá” es casi un chiste y haría pensar que al autor se le ha secado la imaginación o no da más de sí.

El problema es que este tipo de literatura sirve para que haya enteraos –éste es un país de enteraos, ya se sabe, aquí todos sabemos de todo y los routiers de la ultra son los peores marisabidillos y enteraos de esta parte de la Galaxia- que crean que saben algo de aquella época y no sean capaces de distinguir ficción de realidad, ni a base de polvos del siglo, ni de porros trompeteros.

Resumiendo: si el contenido del libro es “memoria periodística” o “ensayo histórico”, me da la sensación de que hay errores, que las cosas no fueron exactamente así en muchos casos y que las preocupaciones que algunos teníamos en la época no corresponden a lo narrado. Y si se trata de novela, creo que los personajes podrían estar mejor pintados y sus contornos descritos con más precisión.

Y a todo esto ¿cómo fue aquella época?

Hace unos años, mis hijos me pidieron solidariamente que escribiera mis memorias. No han sido los primeros, pero si que con ellos tengo alguna obligación que con otros no debo. Así que empecé a escribir cada día un capítulo. Empecé por “personajes que he conocido”. Llegué al cuarto. ¿Para qué seguir? Aquello era increíble, ¿cómo podía explicar a mis hijos que conocí a un heidegeriano pelmazo y plúmbeo al que habré visto cuatro o cinco veces en mi vida y que luego se dedicó sistemáticamente a ponerme verde en foros de extrema-izquierda? ¿cómo les podía explicar que un porcentaje elevado de antiguos camaradas son hoy puros desechos humanos alcoholizados, con el cerebro desbaratado, vidas frustradas y desperdiciadas, estafadores de pocos vuelos y mucho morro, pornógrafos de chichinabo, calumniadores de baja estofa, agresores domésticos o choricetes del tres al cuarto, e incluso, alguno todo ello junto y multiplicado por dos?

Todo esto entra dentro de lo irrelevante: no son excepciones, en todas partes cuecen habas; he visto esa misma gente en la extrema-izquierda, en el PP, apolíticos, aquí y en el extranjero… es lo humano, es la humanidad que no da más de sí (cuando Yavhé-Dios modeló a algunos no fue con barro sino con mierda seca bien aplanada), es el tiempo que lo corroe todo, son las miserias humanas que desde el naturalismo del siglo XIX o incluso del decadentismo o si se me apura mucho desde El Asno de Oro de Apuleyo, son máscaras ya conocidas por la literatura.

 ¿Qué les iba a explicar a mis hijos? “Mirad, muchachos, conocí a un tipo tan tonto, tan tonto, tan tonto que cuando le dijeron que grabara una lápida para Blas que pusiera “La vida no vale la pena si no es para quemarla al servicio de una empresa grande”, puso “La vida no vale la pena si no es para quemarla al servicio de una fabrica grande”. Y mis hijos me dirían: “¿Pero, papá, con qué gente te has mezclado en la vida?”. Y no lo comprenderían. Así que al cuarto día de teclear memorias borré los archivos.

De aquella época hay poco que contar y mucho menos que sea interesante. No fue más que una “iniciación juvenil”. El adolescente sabe que ha dejado de ser un criajo cuando atraviesa un rito de tránsito: un niño negro en África va el jodido y dice que quiere ser hombre, así que se mete en una “sociedad de hombres”, luego el brujo de la tribu le corta el prepucio y para acabar de arreglarlo lo dejan tirado en medio de la selva hasta que caza a un león (¿o era a un cérvido o quizás una cabra loca? África es, desde luego, misteriosa). En Europa las cosas van de diferente manera: el crío empieza a vislumbrar que es hombre a fuerza de matarse a pajas, así que se apunta a una tribu urbana y en lugar de cazar a un león le da una hostia a un hincha del equipo contrario y en lugar de que venga en brujo en pos de su pito, se mutilada la cabellera y durante unos meses se hace skin. Luego se le pasa fiebre y tiene conciencia de que ya es un hombrecito. Mira tú por dónde los skinetes y skinaos siguen las mismas prácticas del negrito recién salido del neolítico. Pero no nos desviemos… Y en el caso que nos ocupa, una cazadora de cuero negra y una “aventura iniciática” bastaron para que algunos considerasen que habían dejado atrás la infancia y se habían hecho hombrecitos.

De aquella época lo que recuerdo es que todos estábamos en tribus urbanas: estaba la tribu de la Joven Guardia Roja y los del PENS y luego estaba la tribu de los troskos y la de los maoístas (esos malditos) y la del FSR (esos sosainas, tan broncos como amargaos y amargaores) y qué se yo. También estaba la OJE. Y los scouts. Y luego había uno que era carlista y todo su problema era si se ponía la boina roja encima o debajo del casco de motorista cuando iba a repartir leña… Era todo juvenil. Irrelevante. De todo aquello lo que recuerdo como lo único que vale la pena recordar es la iniciación en el amor. El primer cuerpo de mujer que se ve desnudo y que se percibe como algo divino, el primer beso, la primera humedad interior, el cuerpo de terciopelo de suavidad inaudita. La pasión. La primera noche con una mujer, la primera despedida, el negarse ambos a cesar en el abrazo, el primer orgasmo cuando no se sabe todavía lo que son los orgasmos. El primer gemido. La ternura infinita, la pasión extrema, violenta, desenfrenada, incontrolable, para volver luego a la calma, a la serenidad de los cuerpos abrazados, del momento que se desearía prolongar eternamente y de la gran frustración de no poderlo prolongar. Y ante esto ¿cómo coño queréis que me acuerde de aquel colgado del JEP, del Gunter, o del pelmazo que te saca El Ser y el Tiempo a traición e inesperadamente cuando estás arrinconado contra una esquina que te impide el dribling y obstinándose en leerte un párrafo que a ti te trae al fresco, o de qué se yo qué sigla intrascendente y que personaje gris e irrelevante o retorcido, traidorzuelo y serpentino?

Si mi nombre aparece en foros de extrema-izquierda en dos centenares de ocasiones unido a los más inverosímiles episodios y tropelías no se debe a que los malvados marxistas me hayan jurado odio eterno, sino a gentes aparentemente de mi mismo bando –con nombres y apellidos- que con primor los han ido colocando allí. El autor del libro que nos ocupa cuenta que una chica anarquista –que no era anarquista, hombre, que era una de las mujeres más encantadoras que he conocido y que era de la Joven Guardia Roja, la anarquista era otra que luego detuvieron en la reconstrucción de la FAI- una vez que me detuvieron fue a mi casa y recuperó algunos papeles y objetos ilegales y una traca. La historia es más o menos cierta, a rasgos generales. Contaría más sino fuera porque el chivatillo de turno lo pasaría al tarao de siempre y la cosa terminaría, inevitablemente, en indymedia adornado por la baba más infecta. Pero he de decir aquí, que en la izquierda he encontrado gente que me ha ayudado cuando he tenido problemas. Sería difícil olvidar que la tramitación de mi petición de indulto la realizó generosa y desinteresadamente el abogado y entonces senador Juanmari Bandrés; no puedo por menos que agradecer eternamente a Manolo Vázquez Montalbán que fuera de los  pocos que llamaron a mi mujer para solidarizarse cuando me detuvieron en 1984; o al que fuera director del Avui, antiguo Bandera Roja, Albert Viladot, uno de mis puntos de apoyo cuando me encontraba en clandestinidad o que fuera un conocido político socialista francés que llegó a lo más alto que se puede llegar en Francia el que impidió la extradición a Italia de mi compañera con la que había sido detenido en Francia.

A decir verdad, puedo asegurar que todos los berenjenales en los que ha salido a relucir mi nombre desde el lejano 1972, han sido generados siempre por gente del que presuntamente era mi bando y, parajódicamente, que buena parte de los apoyos que he tenido hayan procedido del otro lado de la trinchera. Esto hace que se relativicen mucho las diferencias ideológicas e importe sólo, a la postre, el fuste de las personas. ¿Y los camaradas? En 1973 debí a un camarada el que la policía conociera mi existencia y en 2000 debí a otro presunto camarada que llegara a la redacción de Ardi Beltza un informe sobre mí, en un tiempo en el que Ardi Beltza señalaba a ETA los objetivos y ETA mataba. Quien envió el informe, listillo él, era incapaz de hacer algo más que arrancar un ala a una mariposa, así que probó a ver si ETA le hacía el favor.

Volviendo a la ultra de los setenta. Aquel ambiente político era extremo y en los climas extremos solamente es posible encontrar temperamentos extremos: he conocido en ese ambiente a gente extraordinaria, a gente curiosa -casi exóticos antecedentes del frikismo que nos invade- y a indeseables que lo serán hasta que mueran y a enanos lúbricos que agotan solitos toda la taxomonía freudiana de los complejos. ¿Podía ser de otra manera? Creo que no, pero tampoco me sorprende. Clima extremo, gente extrema, para bien o para mal.

Aquella época fue una locura porque al tránsito de la adolescencia se sumo la transición política. Vamos que todo estaba en perpetuo tránsito y fluir. Pero tampoco hay para hacer de ello poesía épica, romancero nuevo, elegías y églogas, ni ejercicios áticos ni cínicos, porque la cosa no daba ni para la letra de un tango arrabalero. Como máximo para los cuatro versos dejados por el samurai antes de despanzurrarse el vientre.

Toda adolescencia es, en buena medida una locura que antes o después termina sanando. Parafraseando a Jünger cuando decía aquello de que la vida es una herida y la muerte la posibilidad de cicatrizarla, se podría decir que la adolescencia es un acné juvenil, y la grasilla estampada contra el espejo tras el reventón del grano es la posibilidad de concluir esa difícil etapa de la vida. Es, a partir del momento en que pasa el período enfebrecido, cuando empieza la vida de verdad. Lo de antes era el balbuceo del recién nacido. El problema es que alguno se ha atascado ahí y, nada, que no hay forma de que madure. Ya lo decía hace unos años: “Madurad, muchachos, madurad”. Y nada, que cuando a los cuarenta y muchos alguien no ha madurado, con éste no hay nada que hacer.

Hace unos años conocía a un skin de treinta y tantos tacos que era skin desde los 14 y que afirmaba con una seriedad pasmosa que moriría skin. Algo hizo tilt! y se paró en su vida cuando no ha sido capaz de ser nada más que skin, es decir, algo que por definición es puntual. ¿Os imagináis a un negro permanentemente vagando por la selva en busca leones, cérvidos o cabras locas y al que el brujo de la tribu insista constantemente en pegarle más tajarinis a su pene? Pues eso. Todo lo que es adolescencia es puntual y una vez pasado no se puede recordar eternamente con mentalidad de excombatiente: “tal día hice tal cosa”, máxime cuando se trata de cosas intrascendente de las que como decía el enorme Louis-Ferdinand Céline: "Si dentro de 20 años de nosotros queda la palabra mierda, ya será una gran cosa".

Hay un problema en todo esto y es lo que me preocupa. Que recuerde, el autor del libro que nos ocupa abandonó por distintos motivos el ambiente de la extrema-derecha de Barcelona hacia principios de los años 80. Han pasado casi treinta años. Una vida. Escribir sobre el pasado indica una voluntad de rememorarlo, de mirar atrás, cuando la vida un fluir siempre hacia delante. A veces hay pasados que no vale la pena recordar, lo mires como lo mires.

Cuando se atraviesa una iniciación juvenil quedan dos opciones. Una consiste en desvincularse del ambiente en el que se ha experimentado esa liturgia: sería el caso del tipo que abandona cualquier relación con sus camaradas y se dedica a su familia a su trabajo y a sus quehaceres. Hay otra opción, la del que se plantea: “hombre, hay algo en la sociedad moderna que falla, me gustaría hacer algo por mi país, por mi gente, por los que son como yo, por mis hijos” y decide llegar al final en su aventura. A partir de ese momento, lo hasta entonces era instintivo se va convirtiendo en convencimiento ideológico. El período juvenil, el rito de tránsito de la pubertad queda atrás, como el balbuceo del recién nacido, y uno empieza a ver y a plantear las cosas de otra manera. De forma más madura. O quizás para algunos como una aventura, por ejemplo.

Determinados caracteres precisan de la aventura para sobrevivir. Por ahí unos cursis, muy bien intencionados por lo demás, van hablando con ribetes peripatéticos sobre la peripatética “muerte del espíritu” y demás literatura hecha de amargura y desazón, cuando todo es mucho más simple: la "muerte del espíritu" es el aburrimiento, dita sea. Para algunos el aburrimiento es la vida burguesa, para otros el aburrimiento es una ópera de Wagner justo cuando aparece berreando la enésima Valkiria, y para otros al fin el aburrimiento es saber que mañana va a pasar lo mismo que ayer. Es decir que no va a pasar nada.

Cuando eso ocurre, el cerebro deja de funcionar, deja de crear, deja de elucubrar, deja de intentar percibir la realidad tal cual es, deja de reflexionar, de esforzarse, elude lo inesperado, se vuelve primero conformista y más tarde percibe que se aburre; el cerebro, literalmente, va muriendo, se va oxidando. Hoy los neurólogos están de acuerdo en que el alzheimer se evita haciendo trabajar el cerebro siempre, aprendiendo siempre, ampliando conocimientos, haciendo trabajar las meninges, estrujando las neuronas para que escurran todo el colesterol de sopor cultural que las embota. Y si para colmo, además del cerebro, mantienes vivas las vísceras, aguzados los instintos y en permanente alerta para vivir intensamente y sin tiempos muertos, eso ya es la repera. Vivir no es ninguna ganga, pero puestos a vivir, más vale apurar la vida hasta las haces, hasta la sangre, hasta el final de la carcajada de Dionisos.

Dado que hace 28 años que no veo al autor de este libro ni tampoco realmente tengo relación con gente que mantenga contacto con él, soy perfectamente consciente de que puedo meter la pata, pero me da la sensación de que algo en la vida del autor quedó pendiente. Como si una experiencia que hasta ese momento acababa de ser un mero rito de tránsito, se hubiera interrumpido y en lugar de que la aguja del microsurco llegara al fin, en un momento dado del recorrido por el vinilo, quedara rayado, como si existiera un bloqueo y se dieran excesivas vueltas a un período que fue, de verdad, se mire como se mire, irrelevante y que comparado con lo que algunos hemos podido vivir, simplemente como padres, o como profesionales de alguna rama, no representa gran cosa, ni algo que merezca ser contado, ni siquiera recordado.

Hace dos años unos queridos amigos y antiguos camaradas, organizaron un homenaje en el 30 aniversario del asesinato de Juan Ignacio, el que fuera presidente del Frente de la Juventud. Me llamó mucha gente en aquellas semanas porque hubo intercambio de teléfonos, vi a mucha gente que hacía muchos años que no veía, incluso antes nos juntamos algunas decenas de camaradas casualmente y en la mesa llegamos a contabilizar casi 200 años de cárcel cumplidos entre todos, pero hubo un momento en que aquello me fastidió y, lamentándolo mucho, tuve que cortar: todo era demasiado nostálgico… era discutir sobre la Cota 214 del frente de El Tembleque… no nos veíamos desde hacia 25 años, algunos reiniciaron la relación con el consabido “como decíamos ayer” y preguntaban, “Oye ¿y que tal si nos metemos en La Falange?”… habían pasado 25 años y algunos pensaban lo mismo, exactamente lo mismo y en los mismos términos que en 1980. De Fuerza Nueva, de la Falange, del Frente de la Juventud no quedaba nada y había antiguos camaradas que el reloj se les había quedado parado allí. Cuando miras demasiado atrás te sumerges en el lamento permanente de lo que se podía haber hecho y no se supo ni se pudo hacer o salió mal. El que el ritornello se haga con tintes irónicos y con cierto sentido del humor, como hace el autor, no quita que el poso de amargura subyazca en cada página. Es lo malo que tiene interrumpir las aventuras y querer volverlas a recuperar 25 años después, cuando la mayoría están tripudos y barrigones, canosos los más afortunados y más calvos que un billar la mayoría.

Pero había algo más que faltaba en aquella reunión a la que no asistí. Repito ahora algo que ya escribí en este mismo blog hace dos años. Juan Ignacio fue asesinado. Que no es broma, hombre, que le reventaron la cabeza con seis u ocho balas, que el crimen sigue impune, que hay por ahí un hijo puta que se ha ido de rositas y mientras, ninguno de esos jueces de relumbron preocupados por la memoria histórica de hace 70 años es capaz de reabrir el sumario de uno de los crímenes que quedan impunes de la transición. Y alguno de nosotros, pudiendo aportar datos para la reapertura, prefirió hurtar esa deuda al camarada asesinado. Porque, si los antiguos militantes del Frente de la Juventud nos reuníamos, no había más objetivo que reunirnos para manifestarnos ante la Audiencia Nacional, ante el Ministerio de Justicia y presentar una petición formal para que se reabriera el sumario. Aquella oportunidad se perdió y la nostalgia se quedó en nostalgia de la que algunos optamos por mantenernos a prudencial distancia lamentándolo mucho. Siempre quedará el 50 aniversario, claro está.

El asesinato de Juan Ignacio y lo que siguió, ya no era un rito de tránsito, ni un impulso juvenil, ni una historia inventada por el biólogo, que se cita en el libro en la que un camarada debe huir perseguido por el ejército lo iba a matar. En 1978 y siguientes ya nos habíamos metido en un terreno peligroso. Era la política de verdad. Y si uno no acepta las reglas y se configura como outsider le puede pasar lo que a Romualdi, a Duprat, a Stirbois, a Fortuyn o a Haider, que vas por la carretera, te deslumbra una luz intensa y concentrada y te la pegas contra el camión que, siempre, casualmente, viene delante… o simplemente te pegan cuatro tiros o te revientan con una bomba. Algunos éramos conscientes, otros se encontraron en ese terreno por inercia y sin tener idea muy clara de que se la iban a jugar. Juan Ignacio no fue el único que murió. Y los años de cárcel que se llevaron algunos tampoco eran broma y la década de exilio que se llevaron otros tampoco. 

Tiempo perdido, tiempo recobrado

Dice el introductor -otro querido camarada- que este libro nos ayuda al “tiempo recobrado”. Lo dudo. El subjetivismo inherente a la condición humana hace que cada cual recuerde aquellos años de manera personal y diferente y les atribuya un valor especial, enorme o irrelevante según carácter. Así pues, este libro es una opinión personal y por tanto subjetiva sobre aquellos años. Da la sensación de que el autor no lo ha hecho con otra intención, pero sí que algún joven puede entenderlo como una enumeración fiel los hechos. Y ni lo que se cuenta ahí es todo lo que ocurrió, ni siquiera lo más relevante, ni tampoco sirve para educar políticamente a gente joven.

El libro tiene el valor de testimonio personal. Pero el tiempo se pierde siempre y en esto Proust el gran decadente entre los decadentes tenía razón. Lo dice uno al que le cabe el honor de haber roto -no me pregunten cómo- la cama sobre la que yació Sarah Bernard y donde Proust escribió las páginas más emotivas de su “Jean Lantier”, en la mansión del Marne que él mismo describe. Allí seguían a principio de los 80, los rosales búlgaros en donde Proust tuvo un éxtasis, allí seguía el destartalado caserón con su palomar y sus sótanos abovedados, allí seguían la llanura del Marne tal como la describió y los campesinos Petit Pierre, Gros Pierre, la carnicera Josanne, el marechal herrero Claude, etc. Proust pensaba que era su obligación reconstruir cada momento de su vida con una precisión milimétrica, apurando la descripción no sólo de las personas y las situaciones, sino de los sentimientos, los aromas, el cielo cambiante, el olor de la tierra mojada agrietada por el primer brote de las habas al despuntar la primavera, la brisa en el rostro y el culito de sus amantes, que de todo había. Proust se complacía en el decadentismo como otros se complacen hoy ante un Wopper con queso y pepinillos. Por eso rememoraba hasta sus más mínimas vivencias y les daba un empaque literario como tributo a su fatuidad. Pero el tiempo pasa y tratar de recobrar el tiempo constituye siempre un acto de nostalgia que no se puede permitir el que vive hacia delante. Como un titanismo faldicorto y cuernilargo que siempre termina en fracaso: el tiempo fluye, se nos escapa, intentar asirlo es desperdiciar la vida. La vida es corta y una tercera parte nos la pasamos durmiendo, faltaría más que las otras dos terceras partes nos pasáramos recordando y lamentando lo que puso ser y no fue. Así que ya me dirán.

¿Hay otra forma de vivir que no sea hacia delante? La nostalgia es un no-vivir, un irse muriendo en fascículos o lo que es peor, extinguiéndose. Los egipcios hablaban de una “segunda muerte” que ocurría cuando uno ya había muerto, era la muerte del espíritu, para evitarlo hacían sus ritos y construían sus pirámides, era como las brasas que quedan después de que la llama haya desaparecido del fuego de leña.  Muerto el cuerpo aún tarda algo en morir el espíritu. Jodido, eh? Pero más dura es la nostalgia que a fin de cuentas supone un extinguirse en vida. Todo tiempo dedicado a la nostalgia se lo hurtas al futuro.

Y me temo que este libro es un ejercicio de nostalgia y, por tanto, un tiempo perdido. El tiempo fluye y es característico de nuestra raza –sí, de nuestra raza- el afrontar el destino conscientes de lo que hay al final del camino, que no es ninguna ganga, por cierto, pero no por ello la carcajada de Dionisos debe apagarse en un glub! angustioso.

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Un consejo al autor como tributo a lo de “Ernesto Vilá”, que de esto entiendo: el autor tiene madera de narrador. Pero tiene un lastre y es que los libros que he leído de él suponen variaciones sobre el mismo tema. Las facultades de narrador del autor son patentes y le sugeriríamos que las empleara en otros frentes más “engrescadores”: tiene imaginación suficiente, por lo que recordamos de él, para crear situaciones ingeniosas y escribir relatos entretenidos susceptibles de ser publicados por editoriales convencionales o bien –cosa que le recomendamos- enviar originales a premios literarios de todo tipo. El problema del autor es que piensa demasiado en los demás, esto es en los amigos, en agradarlos, en intentar gustar o satisfacerlos, lo que dice mucho de su generosidad, en lugar de pensar en sí mismo y en su carrera literaria. Sí, ciertamente el Planeta o el Ciudad de Torrevieja son premios viciados en donde gana el que sale por la tele, pero hay cientos de premios literarios, algunos muy bien remunerados en donde el autor de este libro puede competir en igualdad de condiciones con cualquier otro autor. Cualidades no le faltan. Saludos allí donde estés, colega…

 

© Ernesto Milà – infokrisis – infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com

 

 

 

 

 

 

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