Los arquetipos del cine de espías. De 007 al superagente 86, pasando por Harry Palmer (I de II)
Infokrisis.- En esta segunda parte de los apuntes sobre cine de espionaje vamos a intentar penetrar en la taxonomía de los tres arquetipos de modelos de espías que hemos identificado en la primera parte. Se tratará de una aproximación rápida y esquemática en donde intentaremos realizar un viaje a lo esencial del subgénero de espionaje
1. James Bond: o la “ilusión”.
El éxito reiterado de James Bond a lo largo del espacio ocupado por tres generaciones (mis padres vieron las películas, yo las he visto y mis hijos también) se debe a que, por encima del tiempo nunca se ha apartado de la misma tendencia que estuvo presente en la primera entrega (007 contra el Doctor No, en 1962, diez años después de que Ian Flemming escribiera su primera novela con OO7 como protagonista). En efecto, a lo largo de 22 entregas la serie ha vendido siempre “fantasía”. No es por casualidad que “fantasía” (facultad que tiene el ánimo de representar las cosas ideales en forma sensible o de idealizar las reales) y “fantasma” (imagen de un objeto que queda impresa en la fantasía) tengan la misma raíz etimológica que procede del latín phantasia, la cual, a su vez procede del nombre del dios Phantasos, hijo o servidor del sueño, encargado de producir las visiones en el sueño.
El personaje de James Bond genera en determinado tipo humano sueños y fantasías sobre como podría ser su vida y huir de la honesta mediocridad que, más o menos, nos afecta a todos en lo cotidiano. Bond, por decirlo así, más que maestro de espías es el as de la alienación que nos desvía de ser como somos en realidad para atraernos hacia la ensoñación.
Mujeres, aventuras, lujo y viajes son las cuatro constantes que aureolan al personaje creado por Ian Flemming y lanzado mundialmente a la fama por avispados productores hollywoodienses. El martín agitado no mezclado, el Aston Martin, la proliferación vermicular de “chicas Bond”, los viajes a uno y otro lugar del mundo, las aventuras triunfantes, los riesgos de los que sale siempre airoso, seducen a las generaciones. Sedujeron ayer cuando Europa estaba saliendo de la dura posguerra y seducen hoy en plena globalización. El enfoque apenas ha cambiado. Monny Peny sigue siendo Monny Peni, solo el jefe ha pasado a ser una mujer (signo de los tiempos), los recursos facilitados por “Q” han cambiado, pero también su fondo es el mismo: facilitar un apoyo por parte de lo inesperado. Realmente, si el producto “James Bond” no ha experimentado variaciones sensibles en el fondo de su esencia, de debe a que responde a los deseos de los espectadores.
La variación fundamental no ha radicado en los “valores” que transmite sino en el acompañamiento coreográfico: ayer la guerra fría, luego la perestroika como trasfondo, finalmente el mundo globalizado en la que el terrorismo ocupa la médula misma del eje del mal… De hecho, el “mal” siempre ha estado presente en la serie. Si el ciclo James Bond es algo, es puro maniqueísmo: Bond, ciertamente, alterna cinismo con bondad, pero sus enemigos son encarnan lo malvado elevado al límite. Y en cuanto a las chicas, son paradigma de la belleza de su época. Tampoco esto ha variado extraordinariamente lo que indica a las claras que si se quiere hacer un “producto de masas” y no mera ingeniería social, hay que fijar tipos masculinos que sean “machos, machos” y hembras con las curvas bien puestas. El resto es retórica zapateriaza que ni pincha ni corta en la realidad sexual de las mayorías y sólo tiene eco en los individuos a individuas con algún tipo de problema.
Bond vende la ilusión que le falta al urbanita moderno. A fin de cuentas la vida gris del funcionario de ventanilla o del comisionista de muchas o pocas ventas, del estudiante aburrido y palillero al ama de casa con fantasías eróticas que su marido no logra entender o satisfacer, el ingeniero que no puede ingeniar libremente, el periodista cuyo director siempre elige el peor de sus artículos para publicarlo, el médico al que los pacientes se les va la vida como el agua entre los dedos, el abogado que depende del humor de los distintos niveles judiciales, el jubilado harto de la masificación del Inserso, el constructor que se creía que esto no caía… etc., todos ellos –todos nosotros- tienen una vida que no han elegido. Ni nuestros hijos salen nunca como los habíamos programados, ni la vida nos sale como deseábamos. A James Bond, en cambio, todo le sale bien. Lo gris de nuestra triste cotidianeidad contrasta con los fulgores de sus días. Cuando en 007 al servicio secreto de su majestad Bond se enamora de Dyana Rigg, los productores están a punto de cometer el gran error de la serie: ¿imaginan a un James Bond sentado frente al fuego del hogar explicando a media docena de niños díscolos cuentos o batallitas? ¿lo imaginan despidiéndose de su mujer para ir a trabajar después de haber tomado un zumo de naranja y dos tazones de chokocrispis? Imposible. Afortunadamente para el futuro de la serie, se impuso la sensatez y Diana Rigg falleció pocas horas después de contraer matrimonio. Bond ni siquiera pudo darse un polvo con papeles.
Bond es lo que todos querríamos ser y que alguna vez hemos soñado en ser en los oscuros corredores de nuestro cerebro. Bond sigue en vigor porque los espectadores desean una figura como él. El espía, además, conoce “el secreto”, vive por él, lucha por él y tiene licencia para matar si alguien se interpone entre él y la conquista de un secreto. El secreto da poder o finge darlo; por eso ansiamos disponer de secretos que nos garanticen el ascendiente sobre otros, el ir permanentemente de enterados por la vida (y mucho más en un país como éste, poblado con más índice de enterados por kilómetro cuadrado que cualquier otro). El espía es aquel que hace de la conquista del secreto una profesión. Sólo su vida es secreta: no sabemos nada sobre Bond, ni sobre sus padres, ni donde ni qué estudió, ignoramos en qué universidad de la vida se aprenden esas chorradas del “martín agitado no mezclado” y de la temperatura a la que hay que consumir un Moet&Chandon que se precie. Ni siquiera tiene acento de alguna región concreta de Inglaterra. Sherlock Holmes se vería desarmado ante la imposibilidad para aplicar su método analítico-deductivo y extraer algún dato sobre Bond.
Así pues, Bond, dueño y señor del secreto, y por tanto del poder, está clausurado para que otros alardeen de poseer algún secreto sobre él. Penetrándolo todo, no deja que nadie penetre en su médula interior (¿quizás Monny Peny, quizás M tiene en algún dossier perdido sobre la mesa de su escritorio algo sobre la vida pasada de Bond?).
2. El Superagente 86 o el péndulo que se aleja
Bond tenía un punto débil especialmente para los amantes de la realidad o para quienes se niegan a alejarse demasiado de ella. Es demasiado fantasioso. Satisfacen solamente a quienes precisan una sobredosis de fantasía que contrapesar a su sobredosis de plomiza mediocridad. En algún momento el personaje llega a ser tan pedante como irritante, en especial en sus relaciones con mujeres. Es cierto que “las jeunes filles elles aiment au mauvais garçons”, pero de ahí al “al aquí te pillo, aquí te mato” va un trecho que Bond recorre con excesiva facilidad. El personaje siempre acierta, nunca tiene un fallo en sus movimientos, en sus planes, en su comportamiento, se viste por los pies sin que, tras las más inverosímiles aventuras, haya perdido ni un ápice de compostura. Al final, si uno es mínimamente exigente, termina harto de tanta banalidad sobre la temperatura del cava o sobre el caviar más afamado. Bond carece de fondo, es tan insustancial como las mismas hojas de té recalentadas siete veces siete. Es irónico, sí, pero carece de sentido del humor. Y lo que es más irritante, nunca pierde la compostura.
Todos estos handicaps de la serie fueron suficientemente claros a partir de la quinta entrega de la serie incluso para su protagonista Sean Connery. Fue entonces cuando George Lazemby lo sustituyó efímeramente en una sola entrega de la serie (la mencionada 007 al servicio de su majestad, seguramente la más atípica del conjunto).
Cuando eso ocurría, 1969, el cerebro de cómico judío que adornaba la cabeza de Mel Brooks hacía tiempo que estaba triunfando con su serie Superagente 86 (en inglés Get Smart). En septiembre de 1965, Brooks había estrenado el primer episodio de la serie que puede ser definida en rigor como el “anti-Bond”. Con el agente 86 el cine de espías se sitúa en las antípodas del inspirado por las novelas de Ian Flemming. El superagente 86 es “Maxwell Smart” y, a diferencia de Bond, no da una a derechas. Cualquier iniciativa, por pequeña que sea que adopte, es inevitablemente fuente de fracasos y conflictos interminables. Ni una sola misión sale como estaba programada, aun cuando todas se coronen con éxito porque, a fin de cuentas, la sucesión de metidas de pata terminan son de tal calibre que siempre se llega al éxito final por caminos insospechados.
Smart no tiene personalidad propia. Es no-Bond, o más bien, anti-Bond. A cuarenta años vista, los 200 episodios de Superagente 86 apenas han perdido actualidad. Los códigos de humor manejados por Brooks siguen siendo eficaces. De hecho, el que en breve se estrene en largometraje un remake de la serie protagonizada por Steve Carell (ver la serie norteamericana para TV The Ofice para comprobar las cualidades interpretativas de Carell) y dirigida por Peter Segal, es muestra de que la técnica de ofrecer el personaje de bond en negativo tiene su público.
Los gadgets ofrecidos en 007 por “Q” se convierten en objetos completamente inútiles en la serie del superagente 86, no aparecen mujeres fatales, ni Smart es bueno ligando, en realidad es todo lo contrario y el único personaje femenino es Bárbara Feldon (la agente 99) de la que ni siquiera se sabe su nombre, pero que, en cualquier caso tiene el aspecto de chica media norteamericana de esas que te puedes encontrar en un campus universitario o paseando por Queens o Rode Island. Los malos, como era de esperar, son infames en todos los sentidos. En lugar de ESPECTRA (la organización internacional de criminales, rival de 007), 86 se tendrá que enfrentar con KAOS dirigida por “von Siegfried” (Bernie Kopell) desternillante genio del mal provisto de faraónicos proyectos que inevitablemente encallan ante la acción de “Control”. El hecho de que sea alemán, hable con un marcado acento alemán y vista como el “Barón rojo”, son suficientemente elocuentes. Brooks, un director de origen judío que frecuentemente realiza –como Woody Allen- sátiras en relación a su origen étnico, ha optado por ironizar sobre los “malvados alemanes” veinte años después del término de la II Guerra Mundial. Mel Brooks parece querer decirnos: “no eran malos, eran simplemente imbéciles y ni siquiera fueron capaces de exterminarnos”.
Con esta serie Brooks descubriría su verdadera vocación: parodiar películas de éxito. Lo hizo con Máxima Ansiedad parodiando el cine de Hitchcock, parodiar el cine mudo en La última locura, parodiar el cine de terror el El jovencito Frankenstein, parodiar la saga de las galaxias, parodiar el cine del oeste (Sillas de Montar calientes) y un largo etcétera que le ha llevado a realizar productos en ocasiones discutibles pero que siempre han gozado de aceptación por parte del público.
Marwell Smart es lo que a nadie le gustaría ser. Sus gustos son zafios, el glamour está completamente ausente de sus días, no hay acción que sea capaz de desarrollar limpiamente, sus metidas de pata son constantes, a nadie, ni siquiera a un payaso le gustaría tener una personalidad así.
Si Bond es lo que a todos nos gustaría ser, Smart es todo aquello que odiaríamos ser y que, de hecho nunca podremos ser. La caricaturización es tal que ni siquiera es posible que el más patoso de todos nosotros alcance los niveles de incompetencia de 86 (salvo que se sea ministra de cuota del gobierno ZP, claro).
Toda sociedad precista tener un ídolo y un espantajo. Bond es el ídolo, Smart el espantajo. Nos recuerdan los límites máximos y mínimos, inalcanzables ambos, ficticios los dos, permanentemente ahí para emocionarnos con lo que nos gustaría ser y no somos, o hacernos desternillar con lo que sabemos que, afortunadamente, jamás seremos. No es que estén muy alejados, es que son las dos caras de una misma moneda que tiende a separarnos de la realidad.
El Smart termina siendo tranquilizador: nos dice que por alto que sea nuestro nivel de incompetencia nunca llegará al límite extremo del de Smart. El es lo que a nosotros nunca nos gustaría ser y que, de hecho, nunca seremos. Las sociedades rurales siempre tenían en alta estima al “loco”. En todos los pueblos había un loco que estaba integrado y distaba mucho de sufrir la marginación e inspirar el temor que inspira hoy. La función social del loco (como la del bufón en la corte, el último, el más alejado del rey y de su función) era recordar por la vía de la negación, cuál era el estándar de normalidad. El “normal” sabe que lo es, justamente, porque existe un polo de referencia que le indica donde empieza la “anormalidad”. En este sentido, Smart cumple análoga función: se sabe quien encarna la estupidez y la inutilidad, por tanto es bueno alejarnos de él.
Pero ni Bond ni Smart aportan mucho al cine ni de intriga ni de humor. Ambos son, efecto, muestras de un subgénero específico, el cine de espionaje, pero no dicen mucho ni de cómo es la vida personal de un espía, ni cuál es su trabajo, ni siquiera cómo es su organización. Para advertir todo esto hay que acudir a otro ciclo que caracteriza el que hemos definido como “tercer modelo”: Harry Palmer.
3. Harry Palmer o el espía sin atractivo
Las seis entregas de la serie Harry Palmer, especialmente las cuatro primeras, aluden a un espía británico del MI5, que bien pudiera haber sido un corredor de comercio, un funcionario de aduanas o un oficista de pocas aspiraciones. La primera entrega de la serie (IPCRES) apareció en 1965 cuando ya era evidente que la serie James Bond iba por el camino de ser un éxito sostenido. Bond y Palmer son la antítesis, pero no en el sentido en que lo es Maxwell Smart. Palmer es un personaje particularmente creíble que bien pudiera sintetizar en sí mismo la tragedia del “sector”: la banalidad. ¿Imaginan ustedes lo apasionante que debe ser la vida de un agente del CNI cuando durante semanas, meses y años sigue las vicisitudes y la trayectoria de un sector político intrascendente? ¿imaginan lo que es levantarse cada mañana pensando en lo que hará esa mañana el último mohicano de los GRAPO o el descerebrado de turno de ETA o si tal o cual ultra de derechas se meterá cuarto y mitad de perica por la mañana y al medio día habrá montado la marimorena? Pues bien, ese es el trabajo real del “espía”: seguir la banalidad de aquellos a los que el Estado considera, por algún motivo, “peligrosos” y que, en la mayoría de los casos son apenas peligrosos para sí mismos.
Harry Palmer carece por completo de encantos: era un sargento inglés destinado a Berlín que cometió un delito y fue descubierto. Se le puso en la tesitura de ingresar en el MI5 o bien purgar la condena Optó, lógicamente, por lo primero. Pero ni es un gran ligón, ni tiene gustos exquisitos y sofisticados, ni siquiera es un conocedor de vinos y cavas. Y en cuanto al coche maneja un Rover de serie, bastante destartalado por lo demás. La serie lo pinta con ciertas cualidades culinarias (sería imposible imaginar a Bond con el delantal batiendo un huevo o a Smart en la misma tesitura sin que incendiara la cocina), pero lejos de darle cierto glamour, termina por restarle cualquier rastro el que él mismo maneja el carrito del super. Ligar le cuesta lo suyo y aunque en el curso de la serie moja de tanto en tanto, lo hace tras dura lucha. Y para colmo lleva gafas de pasta gruesa.
Ni siquiera es un jefe sino apenas un agente poco esforzado, harto de rellenar papeleo, leer y releer fichas y encallar en los vericuetos burocráticos del servicio secreto inglés. Sus jefes no son mejores. Los tres primeros episodios de la serie (IPCRES, Funeral en Berlín y El cerebro de un billón de dólares) evidencian un servicio secreto burocratizado y de dudosa eficacia. Así los ingleses veían a sus propios servicios en el período en el que descollaba James Bond.
El trabajo de espía es, lo hemos dicho, aburrido: vigilancias sin fin, lectura de dossiers e informes cuya calidad es relativa, y sobre todo papeleo, mucho papeleo, formularios de rendimiento, peticiones oficiales concedidas inevitablemente tarde tras rellenar innumerables peticiones y algún que otro palo recibido. Sí, porque si bien Bond nunca encaja un buen crochet de izquierdas y Smart los encaja todos, es raro el filme de Palmer en donde no termine con un ojo amoratado, una camisa destrozada o, literalmente hecho polvo, no tanto por un descuido suyo como por ineficiencia del servicio al que pertenece.
Los primeros episodios de la serie se filmaron en aquel tiempo en el que todavía la burguesía media británica acudía al trabajo con bombín, paraguas enfundado y gabardina blanca. Aquel tiempo segregó las tiendan alucinógenas de Carnaby Street y de los arrabales de Manchester emergieron los Beatles.
La serie atravesó un Guadiana y tras desaparecer durante casi veinte años reemergió en 1995 y 1996 con dos títulos: El expreso de Pekín y Medianoche en San Petersburgo, filmadas tras la caída del Muro de Berlín y que recogen un ambiente distintos completamente a las tres primeras entregas. Palmer ha abandonado el MI5 y se ha independizado estableciéndose en San Petersburgo con una especie de agencia de seguridad de la que forman parte antiguos espías del KGB, de la CIA y del MI5. Se trata de dos productos menores del subgénero de espionaje pero vale la pena verlos en la medida en que su ejecución es correcta y el ritmo narrativo no desdice el encanta de las primeras entregas.
Harry Palmer regatea con sus jefes por unas pequeñas libras más en sus emolumentos, cumple por la mínima con su trabajo y no busca ascensos, sino simplemente que transcurra el día a día de la manera más rápida y entretenida posible. No vive ni en un chalet ni siquiera en un cómodo dúplex, sino más bien en algún desconocido arrabal londinenses, seguramente repleto de paquistaníes, en un pequeño estudio donde reina el desorden más absoluto. He visto cientos de apartamentos así en Londres y en París. La banalidad de sus moradores es la norma.
El ciclo de Hayy Palmer se advierte perfectamente el drama de la “comunidad del espionaje”. Viviendo de sueldos estatales han terminado adquiriendo la mentalidad de cualquier otro cuerpo funcionarial. ¿Imaginan a un subalterno de ministerios implicado en una aventura apocalíptica para salvar a la tierra como hemos visto embarcado tantas veces a Bond? ¿imaginan a un auxiliar administrativo de cualquier ente autónomo vivir aventuras en defensa del “seu President”? El funcionariado lleva siempre a un estilo de vida propio en el que la audacia, lo inesperado, las hermosas mujeres, el lujo y la acción están excluidos por definición. Pues bien, eso mismo es lo que ocurre en cualquier servicio de inteligencia.
Hace poco un amigo embarcado en estas peripecias se me quejaba de que sus superiores hacían oídos sordos a sus informes sobre el terrorismo islámico en España. Era que no se los habían pedido. A cada funcionario de esos cuerpos de seguridad le interesa solo que el área bajo su cargo funcione bien. Si tu área es la de los movimientos antifascistas no te beneficiará en nada pasar a tu superior un informe sobre el terrorismo internacional que, a fin de cuentas, es cosa de otro departamento. Para colmo, como en cualquier servicio de seguridad del Estado, la estabilidad en el mismo puesto de trabajo está ausente por completo. El principio es que si dejas demasiado tiempo a un funcionario en la misma área, o bien terminará por no rendir o bien se buscará la vida y correrá el riesgo de caer en la más absoluta corrupción. Por eso cada seis meses se cambia a la mayoría de guardias civiles de sus destinos cuando están adscritos a la lucha contra el narcotráfico. El problema es que los que ocupan esos cargos carecen durante los primeros meses de trabajo de la más mínima experiencia y cuando la adquieren ya les toca ser destinados a otras áreas. Y, por lo demás, ¿a qué deberían de ser fieles? ¿a un organismo? ¿a un equipo ministerial? ¿a un línea política? ¿a un ideal? Los gobiernos cambian de línea política como los hombres de calzoncillo. La de hoy puede ser contradictoria con la de ayer y el funcionario, si quiere mantenerse en el machito, deberá simplemente aprender a cumplir las órdenes emanadas de la superioridad, sean las que sean. Esto es: despersonalización, apatía, silencio, conformismo y rutina son las características que mejor le ayudarán en su carrera. Tal es el mundo de Harry Palmer, tal es el mundo de la “comunidad del espionaje”; de la real, no de la idealizada.
Por eso deberían bajar todas las películas de Harry Palmer antes de que el gobierno, esa sucursal de la SGAE, se las ingenie para impedir que podamos beneficiarnos a través de los programas P2P de la existencia de productos cinematográficos suficientemente amortizados.
© Ernesto Milá – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com
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