El modelo literario del guerrero (VI de VI). Heráldica la ciencia del honor caballeresco
La Heráldica como ciencia de la tradición guerrera
“Ha llegado el que vencerá” es la frase que pronuncia el heraldo cuando, en vísperas de un torneo, ve llegar al campamento a Lanzarote del Lago en la novela de Chretien de Troyes, “El Caballero de la Carreta”.
Hay una ciencia específicamente caballeresca: la heráldica o ciencia del blasón. A partir del siglo XII las insignias del caballero empezaron a ser hereditarias y responder a unas reglas específicas. La heráldica nació de la necesidad de identificar a los caballeros. Al ir revestidos de cota de malla, armadura y casco, su rostro era literalmente desconocido, tanto en los juegos caballerescos (justas y torneos) como en la guerra. La única posibilidad de hacerlo era mediante dibujos pintados en los escudos. En los tiempos en los que se redactaron los relatos del ciclo artúrico (hacia el siglo XII), ya se había extendido la costumbre de identificar a los caballeros mediante estos diseños. Más tarde, pasaron de estar presentes solamente en el escudo a ser también grabados en los arreos de los caballos, en otras armas e incluso en los documentos habitualmente utilizados por ellos, a modo de firma dibujada o lacrada. Es posible que, de la misma forma que los canteros tenían sus marcas de reconocimiento extremadamente simples, también los primeros signos heráldicos apenas fueran otra cosa que meros grafismos geométricos. Las grandes familias nobles eran las únicas que disponían, inicialmente, de escudo heráldico; pero a partir del siglo XIII la pequeña nobleza pasa a imitarlos, y los caballeros primero, los escuderos después y los maestros de armas finalmente, adquieren el derecho a lucir un escudo propio. Era evidente, a partir de entonces, que las reglas y métodos para realizarlos debían sistematizarse. Y así surgió la ciencia del blasón.
El escudo de armas pasó a ser hereditario y su “lectura” y elaboración se convirtió en reglamentaria. Solamente se admitió el uso de cinco “colores” (azur, gules, sinople, sable y púrpura), dos “metales” (oro y plata), dos “pieles” (armiño y veros), un cierto número de figuras geométricas que lo dividieran (chebrón, banda, barra, jefe, faja, ajedrezado, etc.) y de dibujos (león, águila, milano, gavilla, torreón, etc.). Todo esto permitía al “heraldo” (inicialmente el conocedor de los escudos) “blasonarlos”, esto es, describirlos: primero el color del campo, luego la pieza principal, luego el resto y finalmente el dibujo. A finales del siglo XIII esta ciencia estaba completamente codificada y se habían elaborado los primeros “armoriales” que reunían los escudos identificativos de las distintas familias de la nobleza. Más adelante, estas relaciones incluían la descripción de la cimera e incluso el grito de guerra propio de cada caballero.
Pero nos equivocaríamos si considerásemos que el escudo tenía solamente un valor identificativo. Frecuentemente, el escudo tenía que ver con el hecho de armas protagonizado. Así, por ejemplo, las cadenas que figuran en el escudo de algunas familias navarras (los Zúñiga y Muñoz) indican su intervención en la batalla de las Navas de Tolosa, donde fueron los primeros en romper las cadenas del campo enemigo. En otros casos, el escudo nobiliario posiblemente estuviera relacionado con restos de alguna creencia totémica, donde algunos caballeros buscaran identificarse con las cualidades combativas de determinados animales. Pero un valor destacaba por encima de cualquier otro: el escudo, a partir del momento en que era hereditario, resumía la trayectoria del linaje de la familia y, por tanto, como en cualquier cadena, su solidez dependía de la de todos sus eslabones. Una mancha en el honor, contraída por un determinado miembro de un linaje, afectaba a todo el linaje, no era patrimonio de un solo individuo. La heráldica resaltaba así, no solamente su calidad descriptiva e identificativa, sino también su naturaleza genealógica y, muy por encima de ambas, aludía a contenidos éticos que afectaban al linaje. De hecho, en este último sentido arraiga la importancia del “sello heráldico”, marca lacrada destinada a autentificar documentos. Cuando un documento incluía un sello heráldico, esto implicaba que su naturaleza honorable era asegurada por el dueño del sello. Dice un fragmento de “Enseignement de la vraie noblesse”: “los que por victoria, virtud y fama habían conquistado y probado su derecho al título de las armas e insignias, tanto ellos como sus sucesores, cuando deseaban prometer cosas de gran importancia y garantizar su fidelidad, juraban por su fe en Dios, y en prueba de ello ponían la marca de sus armas en cera después de su nombre; y esto es lo que hoy día llamamos sello. Dicha fe, nombre, armas y sello guardarían y protegerían su libre voluntad, y su infracción equivalía a la perdición del alma, cuerpo y bienes, porque por una parte tal ruptura con Dios le sometería a perjurio, y por la otra las armas le acusarían como falso testimonio”. En una sociedad en la que el eje de la vida caballeresca era el honor y el buen nombre, para dar fe de un contrato o de una transacción bastaba con que ésta fuera acompañada de una marca de nobleza: el sello de un caballero. Hoy, esa misma gestión la hace alguien que ha obtenido el título de abogado y superado una oposición. Y el Estado, a todo esto, se queda un 7% en concepto de impuesto de transmisiones… Lo que va de la ética del honor a la ética del lucro es lo que va de la sociedad caballeresca a la sociedad burguesa.
Hacia finales del siglo XIV o principios del XV, la figura del heraldo se había institucionalizado en el ámbito caballeresco. El heraldo era el conocedor de las reglas de la heráldica, quien mantenía al día los “armoriales”; su figura era particularmente apreciada en los torneos, pues solamente con que le describieran el escudo de armas de cualquier combatiente era capaz de afirmar de quién se trataba. Estaba presente en las ceremonias de iniciación caballeresca y, al concluir las batallas, elaboraba la lista de las bajas; a él le correspondía también señalar quienes habían actuado con valor en la batalla. Hacia el siglo XIV habían adquirido inmunidad y eran los únicos que podían desplazarse de un lugar a otro del campo de batalla sin ser molestados, llevando mensajes entre las partes enfrentadas. En un texto francés del siglo XV se elogia el conocimiento de la heráldica con estas palabras: “el vuestro es un bello oficio, porque por vuestros informes los hombres juzgan el honor mundano en los hechos de armas, asaltos, batallas, asedios y, en otros lugares, en las justas y en los torneos”.
Hacia el siglo XII, una de las atribuciones de los heraldos era llevar los mensajes de los caballeros a sus damas y guardar sus secretos. Su papel era, asimismo, registrar las proezas de los caballeros y sus actos de devoción a las damas. Eran jueces del honor caballeresco, con un alto nivel cultural y capaces de expresarse en prosa elegante, pues no en vano estas proezas y descripciones eran reseñadas por escrito. Si bien buena parte de la nobleza no sabía leer ni escribir, no hay que entender por ello una cerrazón a cualquier forma de cultura, sino todo lo contrario. La cultura es algo más que libros y documentos escritos. La cultura es conocimiento, y éste podía adquirirse de muchas maneras en un tiempo en el que no se había inventado ni la imprenta, ni se disponía con facilidad de soportes para escritos. Los escudos de armas eran una forma de transmisión de la cultura. El hecho de que los juglares y rapsodas ambulantes fueran de castillo en castillo y de burgo en burgo cantando historias de los más nobles caballeros y los relatos de las “tres materias”, indica que estamos ante una forma de transmisión oral de la cultura, a la que luego se unía la parte gráfica. Bastaba simplemente con que un caballero viera representados los escudos de los caballeros del Rey Arturo para que recordara inmediatamente sus gestas. Muchos nobles gustaban de decorar las salas de armas de sus palacios con blasones extraídos de los relatos artúricos, caballeros “sin reproche”. El heraldo, además, dominaba la cultura histórica y literaria de su tiempo. En el fondo, no era sino el encargado de señalar a aquellos caballeros de honor cuya vida y cuyas gestas coincidían con los modelos extraídos de la literatura caballeresca y de las “tres materias”. Si les cabe un calificativo es el de ser “notarios del honor”… algo muy diferente a los actuales “notarios del haber”. A cada época le corresponde lo suyo.
Algunas obras de referencia:
Caballeros Andantes Españoles
Martín de Riquer
Espasa Calpe
Initiation Chavaleresque et initiation royale dans la spritiaulité chrétienne
Gerard de Sorval
Dervy-Livres
Le Langage Secret du Blason
Gerard de Sorval
Albin Michel
Le Roi Arthur et la soiété celtique
Jean Markale
Payot
Initiation chevaleresque dans la légende arthurienne
Dominique Viseux
Dervy-Livres
La Novela y el Espíritu de la Caballería
José enrique Ruíz-Doménec
Modadori
Le Secret de la Chevalerie
Victor-Emile Michelet
Guy Tredaniel
La Caballería
Maurice Keen
Ariel
El Misterio del Grial y la Tradición Gibelina del Imperio
Julius Evola
Plaza & Janés
La Tradición Hermética, en su doctrina, en sus símbolos y en su Ars Regia
Julius Evola
Plaza & Janés
Rivolta contro il mondo moderno
Julius Evola
Edizioni Mediterranee
Autoridad Espiritual y Poder Temporal
René Guénon
Editions Traditionelles
Ernst Jünger
Tempestades de Acero
Editorial Tusquets
Leonor de Aquitania
Régine Pernoud
Espasa-Calpe
Il Mondo Magico degli Eroi
Césare della Riviera
Edizioni Arktos
(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es
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