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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

El modelo literario del guerrero (V de VI). Del amor y de la guerra

El modelo literario del guerrero (V de VI). Del amor y de la guerra
Infokrisis.- No existen referencias al amor tan intensas como las que se encuentran en la literatura heroica. Lejos del tópico de "haz el amor y no la guerra", esta literatura sugiere que quien no sabe hacer la guerra, no puede llegar a alcanzar nunca la intensidad amorosa. Tras los relatos del Grial y tras la literatura homérica, se ocultan unas nociones en torno al heroismo y al amor que vale la pena conocer. Del culto a la dama al culto a Dulcinea del Toboso practicado por Cervantes, es toda una metafísica del amor lo que se desprende de la tradición guerrera.

Del amor y de la guerra

Cronos devora a sus hijos. El tiempo mata a lo humano y cualquier armadura por deslumbrante que sea termina oscurecida por el óxido. La literatura caballeresca, tendió a complicarse, especialmente en el siglo XV; primero buscó nuevos temas para escapar a los ciclos tradicionales de Arturo, Carlomagno y Roma (como si fuera posible aportar algo más a esta totalidad). Eso le hizo banalizarse primero y complicarse después hasta convertirse en una contracción grotesca. Y es precisamente entonces cuando un soldado la apuntilla. Había combatido en Lepanto. Estaba enfermo, pero pidió a su capitán ocupar un lugar arriesgado en el esquife de la galera. Ese humilde soldado que nunca pretendió otra cosa que cumplir con su deber se llamaba Miguel de Cervantes. Resulta imposible hablar de él sin aludir a su fuste humano tanto como a su genio literario.

No podía ser de otra manera: solo un guerrero que había conocido la exaltación del combate, la mordedura de las heridas y las sensaciones grabadas a fuego en el curso de la batalla, podía terminar de una vez por todas con una literatura “heroica” decadente, escrita por poetas que solamente sabían del amor y de la guerra lo que habían leído de anteriores autores. En el episodio de la quema de los libros de caballerías, el cura y el boticario realizan una selección rigurosa. Salvan a algunos del fuego: son los textos de los que arranca la literatura heroica. Solo lo originario merece sobrevivir, lo original se lo puede llevar el fuego, sin contemplaciones.

Cervantes ha entendido que el mundo medieval ha periclitado irremediablemente. El Quijote es la patética imagen de alguien que vive en un tiempo que ya no es el suyo. El hidalgo ha enloquecido porque el mundo que le rodea ha enloquecido aún más. Así pues, es necesario crear una nueva síntesis. Decir a los guerreros que aún quieran oír el mensaje que el mundo de las cruzadas, del amor a la dama, de la ética del honor y de las hazañas de bien realizadas en defensa de los débiles y los oprimidos, deben buscar un nuevo marco o, de lo contrario, serán vistos como desvarío. Cuando se cierra la primera parte de El Quijote uno tiene la extraña sensación de que su autor solamente salva dos cosas de aquel mundo medieval que ahora en el siglo XVII ya ha quedado lejanamente atrás: el amor y el combate. Será la última justa con el “Caballero de la Media Luna” lo que devolverá la razón a Don Quijote. Será el amor a Dulcinea del Toboso lo que le inspirará sus actos más heroicos. La locura no resta heroísmo a Don Quijote, sino que restaura la pureza de intenciones de la literatura heroica. Ya hemos hablado del poder transfigurador del combate que ha inspirado desde el mito de Hércules hasta las obras de juventud de Jünger. Queda hablar del amor. El guerrero que conoce la intensidad del combate y, más que nadie, sabe de lo breve que puede ser la vida o la ínfima distancia que separa la vida de la muerte, vive intensamente el aspecto más exaltador de la vida: el amor. El lema “haz el amor y no la guerra” era una bonita leyenda que acompañó al humanitarismo extremo del movimiento hippie. La guerra no tenía nada que ver con los jóvenes melenudos de los sesenta que, ni estaban hechos para la guerra, ni merecían ser arrojados sobre las selvas de Vietnam. Aquellos muchachos cantados en la opera “Hair” tenían sus aspectos atractivos, pero no pertenecían a ninguna casta guerrera. Lo más excitante que habían hecho en sus vidas era fumar un porro y follar sin preservativo. No está mal, pero esa experiencia tampoco era nada que no se hubiera hecho antes. Y, si se nos apura, faltaba la intensidad de la experiencia. Los climas extremos favorecen las experiencias extremas. Los climas benignos relajan y amodorran. El “hippismo” era un intento vano de refugiarse en el líquido amniótico de la contracultura, la droga y el sexo, para prolongar una vida en el que la “prueba” es sustituida por el estado primario de la creación: cuando el feto recibe alimento a través del cordón umbilical y nada perturba el plácido discurrir de su tiempo. Al guerrero le han enseñado a vivir como si cada instante fuera el último de su vida. Eso da intensidad a cualquiera de sus experiencias: contemplar un paraje, sentir una brisa acariciar el rostro, oler un perfume, amar a una mujer. Cervantes lo entendió: es difícil concebir un amor más intenso y desinteresado que el de Don Quijote por Dulcinea del Toboso… a menos que se ignore el culto a la dama que practicó la caballería medieval y que encarna el valor ejemplificador de los relatos graélicos. Porque la caballería –especialmente la caballería errante- no fue solamente una creación literaria sino que inspiró a buen número de representantes de la casta guerrera a recorrer los caminos ofreciendo sus actos cotidianos a su dama.

Dice Cervantes por boca de Don Quijote: “Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charni, llamado mosén Pierres y después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama, y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo. Niéguenme, asimismo, que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso Honroso; las empresas de mosén Luis de Falces contra don Gonzalo de Gusmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, déstos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso”. Y Martín de Riquer, comentando este párrafo añade: “Tanto Don Quijote como Cervantes se quedaron cortos, muy cortos, porque el siglo XV español está lleno de verdaderos e históricos caballeros andantes que llevaron sus empresas por reinos alejados, tanto cristianos como paganos, y concluyeron aventuras brillantes y temerosas”. Así pues, tal y como hemos sostenido desde el principio, la literatura heroica no fue un mero objeto de divertimento y distracción para unos nobles ociosos y brutales que solamente encontraban placeres en solventar sus disputas con otros a mandobles y lanzadas, sino que esa literatura dio modelos y ejemplos que, efectivamente, fueron seguidos por algunos miembros de la casta guerrera, dando lugar al fenómeno de la caballería errante en la realidad de los siglos XIII a XV, que se sumó a la caballería ascético-militar (las órdenes guerreras de los templarios, hospitalarios, teutónicos, etc.) y a lo que San Bernardo llamó la “milicia del siglo”, es decir, la caballería mundana, los hombres de armas surgidos de la casta guerrera, que combatían por el príncipe o por su honor como cristalización de la fides medieval. La caballería errante e incluso, en cierto sentido como veremos, algunos sectores de la caballería ascético-militar, ligaban su honor a la figura de la “dama”. Y esto merece ser explicado porque supone penetrar en lo que Victor-Emile Michelet ha podido llamar “el secreto de la caballería”. Habrá que decir también algo sobre Dante Alighieri, hombre de partido, combatiente gibelino y miembro de la cofradía de los “Fieles del Amor”.

Desde el siglo XII existieron las llamadas “Cortes de Amor” formadas por damas de la aristocracia de los castillos que juzgaban episodios reales o ficticios, donde el fondo era siempre el mismo: si el caballero había actuado conforme a las “leyes del amor” al protagonizar determinado episodio  con una dama. André le Chapelain cita veintiuno de estos juicios en la Francia del último tercio del siglo XII. La protagonista indiscutible de estas cortes es Leonor de Aquitania, nieta del primer trovador, el duque de Aquitania Guillermo IX, que fue luego esposa del rey franco Luis VII y luego, repudiada por éste, casó con el Duque de Normandía, Guillermo Plantagenet, coronado en 1154 rey de Inglaterra.

Leonor de Aquitania presidió una corte de amor y ella misma emitió algunas sentencias que creaban jurisprudencia. En el Juicio V presentado por André le Chapelain, Leonor recibe esta consulta: un joven deshonesto y un caballero adúltero, pero honesto, requieren el amor de una dama. El joven pretende que debe ser elegido frente al adúltero, pues si obtuviera ese amor le ayudaría a ganar honestidad; y supondría un gran honor para la dama si, gracias a ella, un deshonesto recobrara el recto comportamiento. Leonor responde: “Aunque un joven deshonesto pudiera elevarse hasta la honestidad gracias al amor de una dama sabia, sin embargo no ocurre lo mismo cuando una mujer prefiere amar la deshonestidad, siendo también requerida por un hombre honesto y sin tacha. Podría ocurrir que, a causa de la conducta del hombre deshonesto, incluso recibiendo cosas buenas y deseables, su deshonestidad no encuentre ningún remedio para enmendarse, pues la semilla una vez arrojada no siempre da frutos”. La sentencia demuestra muchas cosas: en primer lugar que la moral sexual de la época era sensiblemente diferente a lo que inicialmente se tiene tendencia a considerar. El adulterio era considerado infinitamente menos grave que la deshonestidad. De hecho, se habla de un caballero “adúltero, pero honesto” y la sentencia de la “corte de amor” es desfavorable al “joven deshonesto”. La sociedad guerrera de los castillos vivía el amor con una intensidad superior a cualquier otro momento de la historia. Ahora bien…

Sería imposible entender el concepto medieval del amor recurriendo a las nociones modernas. Recordemos a Dante: durante su juventud ve, no más de unos pocos minutos y en una sola ocasión, a Beatriz Portinari. Y el gran gibelino hace de esa imagen su “dama del alma”. Otros muchos, antes y después suyo, “adoptaron” como sus damas a mujeres lejanas, incluso esposas de reyes y nobles, con las cuales no podían tener, efectivamente, ningún contacto carnal. No es que lo excluyeran, es que todo induce a pensar que la “dama” era la sublimación de algo más que un rostro hermoso. Los estudios de Luigi Valli sobre la cofradía de los “Fieles de Amor” lo confirmaron a principios del siglo XX.

Los alquimistas sublimaban el mercurio, lo purificaban hasta que este proceso les permitía crear un catalizador capaz de transformar plomo en oro. O al menos tal era la teoría alquímica que ocupó a las mejores mentes científicas de la Edad Media y el Renacimiento, desde Raymond Llull hasta Newton. Dos extraños tratados alquímicos, “El Mundo Mágico de los Héroes” de Césare della Riviera y el anónimo “La Antigua Guerra de los Caballeros”, relacionan extrañamente el arte de la guerra con la “purificación del mercurio”, eje central de la teoría hermética. Todo induce a pensar que Dante, los Fieles del Amor y el papel de la dama en la caballería errante, eran otras tantas traducciones del mismo tema a la literatura propia de la casta guerrera.

Lo que los relatos de caballería afirman es la necesidad de “depurar el amor”, desplazar todas las metas del caballero errante, de sí mismo a “su dama”. En realidad, el lema de la Orden de los Caballeros Templarios era elocuente: “Nada para nosotros, Señor, sino para mayor gloria de tu Santo Nombre”. En la predicación de San Bernardo promocionando a la Orden del Temple se encuentra ya un desmesurado culto a la Virgen Maria –Notre Dame- como no encontramos antes en la historia de la Iglesia. Decir que la “Virgen” supone integrar el “aspecto femenino de Dios”, tal como ha hecho el autor de “El Código Da Vinci”, supone una verdad parcial. Era algo mucho más profundo lo que implicaba esta teología. El caballero ofrece sus victorias, sus gestas y sus hazañas a la “dama”, a una dama concreta, realmente existente, pero siempre inaccesible. No es, pues, de una dama física de la que está hablando; pero la literatura medieval insiste en la idea de “unirse con la dama”. Así pues, se trata de un “matrimonio”, una “cópula” o una “unión carnal”… A poco que se penetre en la literatura medieval, se percibe que las alusiones a la “dama” y al “grial” son exactamente las mismas. Evola lo explica así: “La “Dama” a la que se jura fidelidad incondicional y a quien uno se entrega haciéndose cruzado, la “Dama” que conduce a la purificación (que el caballero considera como su recompensa y que le vuelve inmortal cuando muere por ella), es en el fondo el equivalente al mismo Grial”. El culto a la “dama”, propio de la caballería medieval, fue llevado tan lejos que puede parecer aberrante si hacemos abstracción del sentido simbólico y de la alta doctrina metafísica que transmite. Dice Evola: “A la “Dama” se dejaba el juzgar sobre el valor y el honor de los caballeros, y, según la teología de los castillos, no era dudoso que el caballero muerto por su “Dama” participase del mismo destino de inmortalidad bienaventurada asegurado al cruzado muerto por la liberación del Templo de Jerusalén”.

Luigi Valli ha demostrado que todas estas alusiones a la “dama” encubrían una doctrina que la Iglesia hubiera considerado herética e inadmisible y, por tanto, se expresaba en forma de símbolos y alegorías por los Fieles de Amor y la caballería gibelina. Renunciando a sí mismo y a cualquier pulsión egocéntrica, no queriendo nada para sí sino todo para su “dama”, buscando acrecentar el desinterés por lo propio y la entrega a la “dama”, el caballero iba purificando su intención y su voluntad. En realidad, la “dama” no estaba fuera de sí mismo, sino dentro de su propio ser, de la misma manera que el mercurio y los carbones no debía buscarlos el alquimista en la Naturaleza sino dentro de sí, como alegorías simbólicas a su espíritu. Estos mismos alquimistas comparaban la “dama” con el “mercurio”, y a ambos con la Luna. La mujer está sometida a ciclos como la luna y, por tanto, es mutable como el mercurio que, por lo demás, tiene el mismo brillo lunar. “Purificar el mercurio” suponía para la literatura hermética y para la literatura graélica y las obras posteriores de los Fieles de Amor gibelinos, la posibilidad de fijar el flujo mental cambiante, caótico y desenfrenado inicialmente, para convertirlo en sólido, estable y “puro”. Se trataba de favorecer un tipo de pensamiento no dual, no condicionado por los dos hemisferios cerebrales, sino surgido de algo más profundo y auténtico: de ese núcleo interior de la personalidad del que frecuentemente no tenemos sensación de su existencia, pero que se ha llamado “alma”, lo permanente y trascendente de la personalidad. Dado que el cuerpo y el alma, la materia y lo sutil, están demasiado alejados para tener mutuamente conciencia de sí, la metafísica hermética y la metafísica del Grial habían elaborado una teoría sobre el “espíritu” como pieza intermedia que comunicaba a uno con la otra. Pero, inicialmente, ese espíritu (el flujo mental, los valores, los pensamientos, la psicología interior) estaba demasiado cerca de la materia para que pudiera tener noción del alma. De ahí que fuera preciso “purificar” el espíritu, el “mercurio”, el “culto a la dama”, hasta convertirlo en un “cuerpo” capaz de percibir la trascendencia del alma. Es significativo que la literatura graélica, trovadoresca, los textos de los Fieles de Amor y de la caballería gibelina, califiquen frecuentemente a la dama como “dama del alma”, no en un sentido romántico, sino como una alusión a que el alma del caballero y su “dama” eran una sola y misma cosa. Se alcanzaba a la “dama” purificando la vida y la vida eran las hazañas, los retos, las “pruebas”, en definitiva, que el caballero debía atravesar en el curso de su aventura heroica.

Este tema era una constante de la literatura heroica desde la más remota antigüedad: es Hebe, la eterna juventud, que se convierte en esposa de Hércules; es Atenea que sirve de guía al héroe; es la Freya nórdica diosa de la luz eternamente cortejada por los seres elementales que en vano intentan conquistarla; es Brunilda que Wotan destina como esposa para el héroe que cruce la barrera de fuego que protege el Walhala; es Sofía, la “santa sabiduría” de la tradición gnóstica alejandrina; es un tema eterno que acompaña a la literatura heroica.

Conquistar a la dama es consumar un viaje hasta el fin de la propia interioridad, coronar una trayectoria de purificación y renuncia a lo mundano que, finalmente, permite unirse con ella. Sí, porque, si bien la caballería errante se forjaba una dama inaccesible, en la literatura graélica, finalmente, se produce la unión física entre el “caballero” y la “dama del alma”. Hay que entender, por ello, la integración de los tres niveles de la personalidad: el cuerpo físico, el espíritu (o mente y voliciones) y el alma (o parte trascendente). El primero se une con la “dama”, el alma, cuando la “aventura” purificadora ha conseguido cambiar la naturaleza del espíritu y, de ser un elemento que vaga siempre cambiante como los pensamientos, ha pasado a tener una estabilidad similar a la que el cubo geométrico tenía para los maestros canteros cuando eran capaces de transformar la piedra en bruto. En la civilización estamental medieval, el Ars Regia, el “arte regio” o “arte real”, la alquimia, tenía su eco en el “arte de la guerra”, en la lucha de los caballeros en conquistar a su dama, pero también la idea de purificación del mercurio o la idea de purificación mediante la prueba heroica estaba también presente en la “función productiva”, el tercer estamento, con una modalidad adaptada a su quehacer cotidiano: si la guerra y el combate suponían la posibilidad transmutatoria para el caballero, el trabajo con el cincel y el martillo sobre la piedra ofrecía al cantero y a la sociedad gremial el símbolo de una piedra en bruto (el espíritu antes de proceder a la purificación) capaz de transformarse en piedra cúbica (el espíritu purificado y estabilizado) para construir una catedral (la unión del caballero con su dama o bien la unión del mercurio con el azufre en la operativa alquímica).

Llama la atención lo desinhibido de los relatos del Grial: frecuentemente los caballeros llegan a castillos en los que una dama los recibe y los baña en estado de total desnudez, no tienen inconveniente en acostarse con ellos e incluso los romances menores registran poemillas con un inequívoco aroma de sexualidad. No era timorata la sociedad medieval. El hecho de que la muerte en  las cruzadas fuera equiparada a la muerte del caballero en defensa de su dama dice mucho sobre la teología de los castillos y la concepción medieval del amor y de la guerra.

Los éxtasis amorosos, la crisis del orgasmo que parece detener el mundo y suspender lo cotidiano, la sensación de de que el amor es la ausencia de toda contradicción y una estabilidad armónica llevada al límite, es comparada por unos con la danza de los planetas en el Cosmos, como el lenguaje de Dios, y por otros con la misma situación que han vivido en los campos de batalla cuando han estado en condiciones de sublimar el miedo a la muerte y de vencer el instinto de conservación, por un lúcido impulso surgido de las profundidades que busca cumplir el destino del guerrero: aceptar la muerte, asumir las destrucciones de los campos de batalla, sin que el propio núcleo de la personalidad sea destruido por ellos. La lectura de “Sin novedad en el frente” de Remarke es, en el fondo, la crónica de alguien que ha visto destruido su espíritu. Las “Tempestades de Acero” de Jünger son el relato de alguien al que la guerra ha ayudado a “conectar” con lo más profundo de su interior.

Verán: en el campo de batalla se producen fenómenos extraños. Una bomba que estalla cerca del refugio, contrariamente a lo que puede pensarse, en ocasiones no deja percibir a quienes están cerca el estruendo ensordecedor, sino que los sume en un silencio inconmensurable, como si un sonido insonoro, como por casualidad, nos hubiera abierto una puertas de nuestro interior que jamás habíamos sospechado que existieran. Estas sensaciones “guían” al combatiente entre alambradas, le hacen esquivar las ráfagas de ametralladora o arrojarse al suelo evitando las explosiones de obuses con la misma lucidez que un motorista maneja su máquina a 180 kilómetros por hora. Ambos no piensan, están guiados por algo más profundo, un impulso lúcido, irreflexivo, no surgido del pensamiento, pero que se afirma con la fría determinación de estar alerta. A estas situaciones se llega por entrenamiento y adiestramiento, mediante un brusco traumatismo, o bien gracias a una cualificación personal, casi diríamos innata. La literatura guerrera y heroica presenta un modelo humano, traza un camino y distintas formas de llegar a él: es el héroe homérico que combate solo, es la unidad de combate de Jünger que lucha como un solo hombre, es el caballero errante en la eterna búsqueda de su dama, es el cruzado en Tierra Santa luchando contra el infiel, es la “milicia del siglo” sirviendo a un príncipe y cumpliendo la propia ley interior de la casta guerra: luchar hasta la muerte. Es siempre la eterna imagen de Hércules atravesando pruebas para conquistar un estado superior al humano.

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es 

 

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