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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

TRADICIONES DEL AYER: LOS BARCELONESES Y LA SALUD



Infokrisis.- La medicina europea y la barcelonesa en particular no se vieron libres de restos de superstición y brujería sino hasta bien entrado el siglo XVIII y, aun así, hasta mediados del siglo XIX subsistieron residuos pre científicos a medio camino entre la hechicería y la medicina moderna. Medicina y brujería compartieron durante mucho tiempo territorios comunes. Al producirse la ruptura entre la medicina alopática y la homeopática ésta última siguió manteniendo vínculos con sanadores y curanderos e, incluso en nuestros días, es frecuente que algunas videntes ofrezcan entre su panoplia servicios que entrarían tanto en el terreno ocultista como en el de la sanación.

Hasta mediados del XVIII los médicos barceloneses solían recetar emplastos de telas de araña y crestas de gallo negro, trozos de mortaja de difunto y ceniza de serpiente calcinada para curar ciertas enfermedades. Estudiaban con fruición fisiología, pero también astrología y magia; émulos de Paracelso, muchos se interesaban por la alquimia. Redactaban sus recetas en latín y solían acompañar sus diagnósticos con parrafadas en esta lengua; esto ayudaba a aureolarlos de seriedad, distanciamiento y respeto. Asistían a los enfermos vestidos con levita negra y llegaban al lugar en calesa. Antes, a principios del XVIII, sus vestidos eran largos ("manto talar"). Procuraban no reír en público y se negaban a aceptar pago de honorarios cuando el enfermo era pudiente; solían recibir costosos regalos de las familias acaudaladas. Sin embargo, eran terriblemente suspicaces para con las familias más modestas. La mayoría solía cobrar sus servicios por adelantado y si no mediaban monedas se llevaban algún enser de casa del enfermo.

No existía teoría médica. En realidad, da la sensación de que entre finales de la Edad Media y las postrimerías del siglo XVIII, la ciencia médica, no solo se estancó, sino que fue perdiendo la memoria de los remedios que habían sido tradicionales hasta ese tiempo. Se aceptaba universalmente una teoría que había sido sostenida por los galenos del Renacimiento y que hundía sus orígenes en la alquimia medieval. La naturaleza humana conocería cuatro "humores" que estarían relacionados con los cuatro elementos, Fuego, Tierra, Agua y Aire, que correspondían, respectivamente, calor, sequedad, humedad y frío en el macrocosmos y generaban en el microcosmos humano caracteres coléricos, melancólicos, flemáticos y sanguíneos. Todos los seres humanos compartían estos "humores" y la salud dependía de su estado de equilibrio. Si este se alteraba, aparecía la enfermedad. Esta doctrina se mantenía incólume desde el siglo XVI y su combinación con los latinajos, la pompa y la solemnidad, hacía que los médicos fueran objeto de frecuentes burlas y otras especialidades, menos académicas en principio, gozaran de igual o mayor fervor entre los barceloneses de todos los estamentos.

Para colmo, los médicos no formaban una corporación única, sino que estaban fragmentados en distintas capillas. Piénsese lo que esto representaba en el siglo XVIII cuando la ciudad apenas superaba los 125.000 habitantes. Naturalmente las distintas escuelas médicas resumían sus paradigmas científicos con latinajos. Los homeópatas sostenían solemnemente que "Similia similibus curantur", lo semejante cura a lo semejante, frase de resonancias herméticas y alquimistas ("lo semejante se une a lo semejante", en realidad, según la expresión de Basilio Valentino). Los alópatas respondían con la teoría justamente contraria igualmente expresada en la lengua de Virgilio: "Contraria contrariis curantur", es decir, las enfermedades se curan por sus contrarios. El enfermo, lógicamente, no sabía a que atenerse ante estas frecuentes discusiones entre las escuelas médicas.

Lola Anglada en sus recuerdos de la Barcelona setecentista recuerda que los alópatas atacaban a los homeópatas ironizando sobre sus remedios -diluciones- "agua clara con una ilusión de azúcar y sospecha de medicamento" y recuerda que, entre tanto, el pueblo seguía sufriendo y muriendo, frecuentemente por las múltiples epidemias que estallaron regularmente hasta el último tercio del siglo pasado, habida cuenta de las carencias  higiénicas del trazado urbano. "Els uns diuen que similia, altres diuen que contraria; tots plegats, quina familia; pels homes, més funeraria", era la coplilla tantas veces cantada y repetida con que los barceloneses expresaban su disgusto ante la
clase médica.

Pero, como en todo, hubo homeópatas barceloneses que alcanzaron una merecida fama. Entre ellos cabe destacar a Joan Sanllehy que recibió honores internacionales. Este médico no tiene, sino un lejano parentesco, con Domingo Sanllehy, que dio su nombre a la conocida plaza situada en el Norte de la Ciudad, en un ensanchamiento de la Avenida Virgen de Montserrat, en el barrio del Guinardó. Este Sanllehy, fue alcalde de Barcelona en los primeros años del siglo y quizás francmasón, uno de los defensores de la "escuela neutra" en la que la enseñanza se realizaba casi completamente en catalán y la asignatura de religión era optativa. El Cardenal Pla y Deniel la emprendió contra la "escuela neutra" a través de la prensa ultra-católica catalana y consiguió que el proyecto fuera a parar al dique seco. Sanllehy dimitió y debió contentarse con la plaza que aun lleva su nombre.

CIRUJANOS Y BARBEROS

Pero la ciencia médica aun estaba más fragmentada. Sorprende que los lugares a los que los barceloneses acudían más habitualmente en busca de salud no era los hospitales sino las barberías. En aquellos centros no solamente se rasuraba la barba y se cortaba el pelo, sino que se practicaban sangrías y se curaban todas aquellas enfermedades "externas", heridas, tumores, ulceraciones y erupciones. Los barberos, la mayoría de ellos, eran al mismo tiempo "cirujanos" y "físicos". Su instrumento de trabajo la bacia y la lanceta; su remedio universal, la sangría.

También eran dentistas y la tenacilla era su recurso. Bastaba una licencia concedida por la Junta de Cirugía para que pudieran ejercer su oficio y la toga que los caracterizaba. No todos habían pasado por la prueba de acceso, ni pagado las tasas y, sin embargo, seguían ejerciendo el oficio por tradición y con un conocimiento directo y práctico de las dolencias de sus pacientes. Eran los "romancistas"; no hablaban latín pero sajaban como nadie los flemones y conocían perfectamente los puntos de sangría. En el fondo las sangrías tenían algo que ver con la acupuntura oriental. No se clavaba la lanceta en el primer lugar que se presentara, sino en unos puntos bien determinados que, además, tenían que ver con los signos astrológicos. Un viejo tratado setecentista de cirugía explica que "No debe hacerse incisión alguna o tocar con apretamiento el miembro al que gobierna un signo el día en que la luna está en él, por temor a provocar una infusión de sangre demasiado grande, ni tampoco, así mismo, cuando el sol está en él por el peligro que podría derivarse". Los movimientos y situaciones de los planetas y, muy especialmente de la luna, ritman las operaciones médicas y muy particularmente la sangría. Los barceloneses antiguos realizaban esta operación "de oficio" una o dos veces al año, a la entrada de las estaciones y, principalmente en primavera y otoño. Se tenía desde una época ancestral la idea de que así se eliminaba el exceso de sangre y las impurezas. A

Algunos dichos populares contribuían a recordar estas costumbres, casi rituales: "El día de Santa Gertrudis se hace sangrar el brazo derecho, el que así lo hará los ojos claros todo el año tendrá" (es decir, carentes de "humores") o "San Valentín hace que la sangre esté limpia tarde y mañana y la sangría hecha el día anterior guarda de las fiebres todo el año". Los cirujanos, físicos y barberos barceloneses tenían un calendario en el que se indicaban los días propicios y contrarios para cualquier operación de este tipo. Las operaciones sobre el cuerpo humano estaban en relación con las operaciones realizadas sobre la naturaleza. Si se trataba de cortar elementos que se renuevan constantemente -pelo, uñas- había que tener en cuenta las posiciones de la Luna. Ningún barcelonés en su sano juicio se cortaría el pelo o las uñas en tiempo de luna llena, como tampoco nadie cortaría madera en esas épocas.

Se tenía la certidumbre de que la luna gobernaba el crecimiento de las plantas, las uñas y el cabello. Si se quería que el pelo surgiera de nuevo fuerte y brillante había que cortarlo en luna creciente y si se pretendía retardar su crecimiento había que hacerlo en luna menguante. Pero lo más peligroso consistía en cortarlos cuando la luna se encontraba en el signo de Leo, signo que gobierna la cabeza; entonces existía riesgo de alopecia.

Frente a los barberos, físicos y cirujanos, agrupados todos en el mismo gremio, se alzaba la orgullosa ciencia médica entonces balbuceante. Si lo de aquellos era un oficio, los médicos reclamaban para sí la dignidad de haber cursado una carrera. Ser médico implicaba conocer el arte de dominar y curar las enfermedades internas del sujeto. Era, por tanto, una ciencia más secreta y misteriosa que afectaba a lo invisible, mientras que los cirujanos apenas hacían otra cosa que atajar los efectos últimos de las enfermedades, es decir, los efectos "exteriores". Era preciso estudiar mucho para alcanzar la túnica talar que distinguía al médico. Una parte no desdeñable de las enseñanzas se refería a los grandes médicos de la antigüedad, a sus principios y a sus remedios. Muchos médicos eran capaces de recitar fragmentos enteros de Hipócrates o Galena, sobre el lecho del enfermo que se iba de un acceso de tifoideas. Tras 1714 la enseñanza se trasladó a Cervera y los mejores estudiantes prefirieron trasladarse a la famosa Facultad de Medicina de Montpellier en donde enseñaron en la Edad Media médicos judíos y árabes, sin distinción de credo ni censura. De regreso a la patria, los médicos barceloneses formados en Montpellier debían convalidar sus estudios en la Universidad de Cervera.

Los borbones trajeron la moda de los colegios profesionales y el de médicos fue de los primeros que se crearon. Inicialmente se llamó "Conferencia Académica" que, pocas décadas después debió transformarse en Academia de Medicina Práctica. Primero fueron a instalar su centro en el palacio del Capitán General y, más tarde, en la antigua sede de la Suprema Inquisición, en el edificio anexo al Palacio Real. Los cirujanos también sufrieron hondas transformaciones en ese tiempo. Carlos III, aconsejado por el Doctor Virgili, su cirujano, autorizó la instalación de un Real Colegio de Cirujanos en las inmediaciones de la Casa de la Convalecencia. Menudearon los conflictos entre ambos colectivos que fueron resueltos por Carlos IV fusionando las Facultades de Medicina y Cirugía. Durante las primeras décadas del siglo XIX, esta medida no hizo sino agravar las tensiones. Los médicos llamaban "cigüeñas" a los cirujanos (se les había posado una de estas aves en la chimenea de su colegio) y éstos no ahorraban invectivas contra los médicos. Pero los cirujanos-barberos habían perdido la partida y los barceloneses, que en su inmensa mayoría, albergaban un miedo atroz ante las sangrías, fueron pasando, poco a poco, a depender de la nueva clase médica. La sangría quedó como algo residual y solamente en el siglo XX volvió a experimentar un relativo revival si bien bajo la forma de donación voluntaria de sangre.

CURANDERISMO Y SANACION

El "señor Blas" había nació en calle de San Olegario en 1852. Era completamente iletrado, pero eso no le impedía gozar de gran reputación en la ciudad como curandero. Tenía remedios propios para cualquier enfermedad y lo prolijo de su clientela era la mejor muestra de sus portentosas curaciones. Sus remedios solían ser inmundicias y, aun así, funcionaban. Si acudía a él alguien con dolor del "rosario" (la espina dorsal) recomendaba un emplasto de excremento de paloma mezclado con berros. Si se trataba de "hacer madurar" un flemón, era preciso utilizar una onza de caca de paloma, dos dracmas de grano de mostaza y de berro y una onza de aceite destilado y aplicar el emplasto sobre la parte enferma. Un jarabe obtenido por la cocción de pato con vino blanco, bebiendo cada mañana sanaba la ictericia. Pero uno de los remedios que contribuyeron a su reputación fue el ungüento contra la calvicie, compuesto -cómo no- de caca de rata amalgamada con miel. Se frota y basta.

El "Señor Blas" procedía del Sur de España, ese Sur habituado al chato y los caracoles. No era de extrañar que buena parte de su arsenal milagrero estuviera formado por cáscaras de caracol servido de diferentes formas. Contra las hernias, por ejemplo, recomendaba los caracoles rojos tostados al horno durante quince días; se beben con el caldo. Con las babas de caracol confeccionaba un jarabe para los bronquios. Los hidrópicos expulsaban el agua de su vientre cuando el "Señor Blas" colocaba caracoles machacados sobre la parte enferma. Y aun un último remedio, las cenizas de caracol tostado con moras de arza, agallas y pimienta blanca, que decían que curaba las diarreas y si se aplicaban sobre una llaga atraían hacia fuera el humor. El "señor Blas" adornaba su conversación con todo tipo de barbarismo y alteraciones fonéticas. Era hasta cierto punto cómico, tanto él como sus recetas. Sin embargo, no despreciemos su saber: en aquellos tiempos en los que no existía más medio de comunicación para las clases populares que el boca a boca, hubiera sido muy difícil que hubiera podido alcanzar la más mínima popularidad, de no alcanzar un mínimo razonable de éxitos.

Lo mismo le ocurría a una familia de sanadoras que habitaban en la calle Diputación, no muy lejos de plaza de España, en los años veinte, cuando la zona alternaba los primeros edificios con huertos y sembrados. La especialidad de la hija menor de la familia era la de "xucladora", literalmente "chupadora". Su técnica era simple: "Cojo la herida y la oprimo con las manos, después de lavada, hago sobre ella tres veces la señal de la cruz con la lengua y luego chupo con toda mi fuerza. Mientras tanto  el enfermo debe rezar. Luego escupo. Hace falta realizar el tratamiento dos veces al día; los viernes son los mejores días.

Los "xucladors" no eran una excentricidad en la Barcelona antigua. Fueron conciudadanos nuestros hasta que se extinguieron a mediados del presente siglo. Mi madre decía haber conocido a uno -precisamente próximo a la calle Diputación- y he oído historias similares en otros barrios, pero nunca posteriores a los años cincuenta. El "xuclador" debía haber nacido el día de San Judas y era capaz de curar cualquier herida chupándola. Decían que una mancha roja que tenían en la parte interior de la garganta evitaba posibles contagios. El don se transmitía de padres a hijos y si se iniciaba a alguien ajeno a la familia, se perdía. Si se chupaba la herida de alguien mordido por un perro rabioso había que esperar 40 días para que el afectado se mirase en un espejo. Si veía su rostro estaba curado, pero el desenlace sería fatal si veía aparecer al perro que le mordió. A diferencia de los "saludadores" que debían, necesariamente, haber nacido en la noche de San Juan o bien en Nochebuena; los que habían nacido en la medianoche tenían una mayor eficacia curativa. Su "marca" era una cruz en el paladar y su técnica curativa, la imposición de manos que solían alternar con técnicas mágicas. Los "setens" eran los séptimos hijos nacidos sin interrupción de sexo, a ellos se les atribuían algunas virtudes curativas, especialmente contra las migrañas y males que afectaban a la garganta, nariz y oídos. Luego estaban los "endevinetas" que afirmaban poder ver en el interior del enfermo como si de un cuerpo transparente se tratase. Así localizaban el mal y daban el remedio adecuado.

En aquellas décadas oscuras en las que la ciudad estaba recorrida habitualmente por perros rabiosos, los "endevinetas" podían ver en el sol reflejado en el agua de un recipiente, si el perro que había mordido al cliente estaba sano o enfermo. Si alguien tenía vocación de "oracionero" debía haber nacido en los días de Semana Santa; en ellos las oraciones curativas alcanzaban la máxima efectividad. El más famoso oracionero de la Barcelona ochocentista vivía en la calle San Sadurdí, 1, reputado de "curar enfermedades crónicas desahuciadas". La fama del sujeto había llegado hasta la propia reina Isabel II quien lo había llamado a Palacio para curar a un camarero mordido por un caballo hidrófobo. Bastaba simplemente que repitieran una oración entre siete y nueve veces para que la enfermedad desapareciera; algunos, además de la oración, realizaban pases mágicos o trazaban signos cabalísticos.

Eran los "senyadors" que habían nacido cubiertos con una tela membranosa. Su rito exigía un máximo de precisión; de lo contrario era, no solo inútil, sino contraproducente. Esto recuerda los  errores que podía cometer un sacerdote mistérico pagano y que podían acarrearle las mayores desgracias, de no realizar inmediatamente un sacrificio expiatorio o "piaculum". Aun existía una variedad de curanderos, similares a los "senyadors", pero cuya eficacia estaba reducida a un cierto número de enfermedades, eran los "trencadors". Algunos sostenían que solo podían enfrentarse a enfermedades generadas por males de ojo, maldiciones o hechizos.

El escalón más bajo de los sanadores y curanderos era el de los "desagulladors", su poder solo alcanzaba a aliviar las contracciones musculares mediante oraciones preestablecidas y pases mágicos. Los pastores llegados a la gran ciudad tenían cierta habilidad en arreglar huesos rotos. Cada barrio tenía un sanador que curaba los "espallats", tanto es así que la palabra ha quedado como sinónimo de "estropeado", cuando en realidad aludía a los dolores y desarreglos derivados de la espalda. El más famoso sanador de principios del XIX fue el "curandero de Sans" que recibía a gentes, no solo de la ciudad, sino de Cataluña entera. Curaba dolores óseos y musculares con singular precisión, hasta el punto de que se hizo célebre en la ciudad la frase "espallats cap a Sans". Muchos ponderaban su capacidad para curar los estreñimientos y el histerismo, pero otros exageraban sus virtudes afirmando que devolvía la vista a los ciegos y restauraba los pulmones de los tuberculosos. El "herrero del Pedró" en le Raval de Sant Antoni, tenía fama de curar a los "espallats". En su herrería había habilitado una capilla a San Mauro (santo milagrero como indica su nombre relacionado directamente con el poder mágico atribuido a los "moros"). Quien acudía a él debía rezar arrodillado tres Padrenuestros ante el altar, mientras el herrero marcaba unos golpes con su martillo en la parte del cuerpo que decía dolerle: "Reza a este santo glorioso y en tres días sanarás" repetía con cada golpe. En el Marne francés, a menos de una hora de París, conocí un herrero que realizaba ritos parecidos. Solo que él, en lugar de tener un altar a San Mauro, prefería situar al paciente sobre el yunque y marcar allí los golpes con su mazo. La técnica solía dar resultado. Los herreros siempre han formado sociedades secretas o se han relacionado con la magia. Sus fraguas han sido lugares de encuentro masculinos en las sociedades tradicionales. El enfermo, aislado de la sociedad por culpa de su dolencia, al ser trasladado a uno de estos lugares, recupera el contacto con el mundo; vuelve a integrarse en la sociedad. Luego viene la parafernalia del yunque, el altar, los mazos y martillos que apuntan agresivos contra sus miembros enfermos y, finalmente, las palabras graves del herrero que conminan a la curación: ¿cómo no hacer caso de aquel energúmeno que se enfrenta diariamente contra el hierro y el fuego?

Tanto ayer como hoy los curanderos se dividían en dos categorías hasta cierto punto enfrentadas. Unos eran productos de la sabiduría rural transvasada a la ciudad, recuerdos de remedios procedentes de la farmacopea vegetal, traspasados de generación en generación. Su curación se basaba en los principios activos contenidos en las plantas. Los otros, por el contrario, se creían iluminados y predestinados a la sanación. Curaban por imposición de manos, por pases magnéticos, fórmulas mágicas o, simplemente, por su fuerza de voluntad. Frecuentemente unos y otros cosechaban éxitos; aquellos por el empleo atinado de remedios naturales; estos por el impacto emocional que causaban en el enfermo o bien encarnando meros placebos.

En la calle Tantarantana vivía uno de estos sanadores iluminados. No preguntaba a nadie cual era su dolencia, ni tampoco visitaba individualmente. Solamente mostraba su capacidad de sanación reuniendo círculos de 13 enfermos. Los enfermos eran sentados en un círculo y el oracionero recitaba una plegaria a la que los otros contestaban con tres Avemarías. Recorría el círculo cubierto con su extraña túnica de lino blanco, apoyándose en una caña de bambú con una cruz en el extremo; tras dar la tercera vuelta por la sala murmurando las oraciones ininteligibles. Luego se dirigía a cada enfermo y le tendía la caña que debía aguantar con la mano izquierda, mientras que él le besaba la mejilla. Decía curar por la sola fuerza de su voluntad. En nuestros días he visto "actuaciones" parecidas y, ciertamente, algunos enfermos salen reconfortados. El placebo ha actuado. Es frecuente saber que han fallecido a los pocos días. El error de muchos de estos sanadores es creer que pueden reconstruirse tejidos destrozados por los cánceres o las enfermedades degenerativas. El placebo solo puede actuar eficazmente ante enfermedades de origen psico-somático y, ante estas, la parafernalia, la pompa y el boato, son determinantes para que el sujeto tienda a creer en el poder sanador de quien tiene delante. La mente hace lo demás: de la misma forma que ha creado la enfermedad, la supera.

En los años veinte una señora de Gracia cura con manteca y agua fresca, aplicadas a las zonas enfermas. Otras, también en el mismo barrio, desollaban a un conejo vivo, aplicando la piel contra la zona enferma. Otra curandera que vivió en las barracas de Montjuich aparecidas nada más se desmanteló la Exposición Universal del 29 curaba con "el bolo": 3 partes de casia nueva, 4 gramos de canela. Se mezcla con azúcar y se toma por la mañana 3 horas antes de comer. Las fiebres quedarán sanadas. Albino Juste que acudió a ella en busca de remedio para sí, no pudo por menos que ironizar tras ascender por la empinada calle de la Cruz de los Canteros (Creu dels Molers) en Pueblo Seco: "¡Qué lejos viven los pobres!". No era éste el único remedio contra las fiebres. La medicina rural había traído otros muchos a la aglomeración urbana. Media onza de regaliz en agua al fuego, se retira apenas el agua empieza a hervir; debe reposar 24 horas. Luego se le añaden dos dracmas (octava parte de una onza) de sen y se bebe durante dos días a la hora de comer. Luego se descansa y luego otro día igual. Si al cuarto día se saca sangre de la vena basílica o de la mediana derecha, salen con la sangre todos los humores y ya no hay fiebre. Y acaso tampoco haya enfermo. La pasta amalgamada con corteza de limón, agua de rosas y hojas de ruda, se toma cada dos días al acostarse. El limón defiende contra picaduras de víboras y arañas venenosas. No ha de extrañar: hasta los años cincuenta abundaban los huertos en el Ensanche, Sarriá y Horta, y solo cincuenta años antes, incluso algunas zonas del Raval tenían un aspecto más rústico.

LA MEDICINA ALTERNATIVA Y LOS APOTECARIOS

No era raro que ante este panorama de cirujanos persiguiendo a los pacientes para realizar sangrías, solemnes médicos recitando latinajos ante descoloridos pacientes, curanderos iluminados y sanadores atrabiliarios, alópatas y homeópatas disputando ante las camas y epidemias sacudiendo la ciudad constantemente, los barceloneses debieran plantearse otros recursos. La "medicina alternativa" suponía un contrapunto a todo esto, acaso algo más tranquilizados para algunos y, en cualquier caso, una esperanza para el enfermo. Estas terapias alternativas consiguieron hacerse un hueco en la sociedad barcelonesa y tener partidarios tan notables como el arquitecto Antonio Gaudí impenitente seguidor de los tratamientos de hidroterapia del abate Kneip y de las dietas vegetarianas de estricta observancia. Dios sabe lo que hubiera vivido Gaudí de no haber sido por aquel tranvía que se lo llevó en la esquina de Gran Vía con Bailén...

La ciencia de los apotecarios no era menos misteriosa. Estaba ligada a la más remota antigüedad clásica. De ahí pasó a los monasterios y solo en el siglo XIV hubo herbolarios en las grandes urbes; pero, incluso hasta bien entrado el siglo XX, existieron comunidades religiosas que administraban lucrativos herbolarios. La Plaza Real, antes de adquirir su actual fisonomía, estaba ocupada por la residencia de los Jesuitas y buena parte del lugar albergaba un huerto donde se cultivaban plantas medicinales. En 1302 se constituyó en Barcelona el Gremio de Especieros, que ciento cincuenta años después cambió su nombre por el de Apotecarios. La mayoría de establecimientos de este tipo estuvieron durante mucho tiempo situados en el lado mar de la que hoy se llama calle de la Llibretería. Algunos linajes de apotecarios y botánicos barceloneses prolongaron su existencia casi quinientos años, transmitiéndose las fórmulas magistrales de generación en generación y yendo ellos mismos, por los siglos de los siglos, a buscar las hierbas con las que luego confeccionaban sus remedios. El vástago originario de la saga de los Salvadors, mudó de Calella a Barcelona a finales del siglo XVI y supo dar vida a un recio tronco de apotecarios y botánicos que supo prolongarse hasta principios del XX. En la confluencia de la calle Ancha con la de Fusteria, los Salvadors abrieron un museo de ciencias naturales que albergaba más de cinco mil especies vegetales diferentes, una copiosa biblioteca naturalista, minerales, insectos e instrumental. La calle Salvadors recuerda todavía hoy su nombre. Otra dinastía del mismo género era la de los Meca, marqueses de Ciutadella, cuyas propiedades recorrían la muralla de Sant Antoni, desde la calle de Sant Antoni Abad hasta la iglesia de Sant Pau del Camp. Antoni Meca y sus descendientes cultivaron en esa zona plantas medicinales y fue allí, donde hacia 1872 se creó el primer jardín botánico de la ciudad.

Si la medicina apenas había podido segregarse de la alquimia tradicional, al menos hasta finales del siglo XVIII, los botánicos y apotecarios fueron siempre extremadamente tributarios de la espagiria, aquella rama de la alquimia que solamente trabaja con materia vegetal, sin renunciar a la obtención de la "eterna juventud", no mediante la "piedra filosofal", sino a través de un "elixir". Hemos conocido en nuestros días auténticos "espagíricos" -como Armand Barbault- capaces de fabricar, por procedimientos paralelos a los de la alquimia tradicional, soluciones vegetales saturadas de virtudes terapéuticas. Barbault presentó sus conclusiones en un librito, en el que rompiendo la tradición de los antiguos alquimistas, explicaba su procedimiento con extrema claridad: "El oro de la milésima aurora". Posiblemente, Barbault se había beneficiado de las confidencias de los últimos apotecarios conocedores de las virtudes de las plantas. La historia de Barcelona demuestra que sus ciudadanos tenían menos reservas a acudir al apotecario que al médico y, cómo no, que al cirujano. Tales tiendas eran extremadamente populares y constituían verdaderos centros de encuentro. Lola Anglada recuerda que "cuando no había bares, existían tertulias en las trastiendas de los cillereros, relojeros, libreros, estamperos y apotecarios. Estas eran, sin duda, las más distinguidas. Los asistentes eran obsequiados con bebida de la casa y se hablaba de todos los temas; no faltaban las cotillerías y era frecuente que asistieran clérigos". La Anglada recuerda que la más selecta era la que tenía lugar en el establecimientos de Luis Aimar en la calle Escudillers. Algunas de estas tertulias terminaron constituyéndose en partidos y cenáculos conspirativos de no importa qué tendencia política.

Con el paso de las centurias los apotecarios terminaron transformándose en las actuales farmacias. Existe el recuerdo de uno de aquellos establecimientos en el número 52 de la calle Sant Pere Mes Baix, hoy transformada en farmacia y en la que todavía pueden verse los tarros que almacenaban las variedades vegetales y algunos morteros para extraer los jugos. También se guarda -o se guardaba- en el establecimiento una prensa. Sin embargo nos equivocaríamos si pensáramos que nuestros apotecarios solamente trabajaban con vegetales. Siendo estos la materia prima más habitualmente utilizada, no desdeñaban incluir minerales  -también, seguramente, como herencia de los antiguos alquimistas- e incluso cenizas de animales.

Una vez más es Lola Anglada quien demuestra haber tenido referencias muy directas de los productos vendidos en aquellas tiendas: "Jarabes, pólvoras, extractos, aceites, ungüentos, ceras, cataplasmas, el "catholicon", higos blancos con regaliz, "ungüento de apóstoles", manteca de gallina, "papa Johan", vino de granadas, aceite de achicoria, raíz de angélica, benedicta, "piedra infernal", "agua de Eufrasia", pelos de liebre, polvo de caput mortuum, ojos de cangrejo, cenizas de rana asada, esmeraldas, topacios, jacintos, gemas calcinadas, agua de milflores..." Eran más propios de los herbolarios "hierbas para las ganas de comer, limpiar el vientre y purificar la sangre, para tranquilizar los nervios; los espasmos de remediaban con boldo, cabelleras de panocha, cigarros de regaliz, ungüento de serpiente (...) A escondidas preparaban vinagre de los cuatro ladrones para tratar epidemias, té para el tifus, castañas contra las almorranas, y remedios contra los gusanos, licor o elixir contra los vómitos", aun cuando su mayor fuente de ingresos lo constituyera la venta de sanguijuelas. Diríase que estamos ante el muestrario de una tienda de brujería afro caribeña en Nueva Orleans. Sin embargo, esto se vendía, no hace mucho, en estas tiendas tan respetadas de nuestro entorno urbano.

Entre herbolarios y apotecarios existían las mismas diferencias y rivalidades profesionales que entre cirujanos y médicos. Los herbolarios solían ser gentes más humildes y sencillas y su clientela era enormemente popular. Existía en cambio un eje de complicidad entre médicos y apotecarios. Aun vendiendo prácticamente lo mismo, los apotecarios solían entender las recetas escritas en latín y valorar más su trabajo. Los apotecarios acusaban a sus competidores de "alcahuetes y brujos". Los más sensatos, recuerda la Anglada, acudían al herbolario en caso de indisposición y al apotecario si debían afrontar una enfermedad.    

El día de Sant Ponç -11 de junio- todos estos productos se vendían por las calles de Barcelona. El santo, abogado contra los chinches, gozaba de especial veneración en la Iglesia de Sant Miquel, donde se instaló la primera feria, junto al fossar. Se decía que allí hubo un templo a Esculapio y por tanto lo que se hacía no era sino continuar una tradición que se remontaba a la fundación de la Colonia Faventia Barcino. Luego se trasladó a la Iglesia de Sant Cugat del Rec en la calle Carders y finalmente terminó donde aun la podemos ver hoy en la calle del Hospital. Esto sucedía a finales del siglo XVIII. Doscientos años nos contemplan cada día de Sant Ponç.

Hacia finales del siglo XVIII, mientras la medicina oficial no terminaba de salir de la crisis y la ciudad se veía sacudida periódicamente por epidemias que segaban las vidas de los ciudadanos, al tiempo que aumentaban la desconfianza de estos hacia la clase médica, aparecieron nuevas escuelas médicas. Todavía habían de pasar setenta años para que la hidroterapia se consolidara internacionalmente gracias al entusiasmo de gentes como el abate Kneip o el doctor Kellog, pero ya en la Barcelona decimonónica se utilizaba la "hidropatía" o tratamientos a base de aguas a todas las temperaturas. Tal como explicamos en la "Primera Guía de la Barcelona Mágica", el gremio de poceros dominaba las virtudes medicinales de las distintas aguas de la ciudad y gozaba de cierto prestigio entre la población, así que los remedios a base de aguas no venían de nuevo a los ciudadanos que los aceptaron bien. Mucho mejor arraigó el "Método Raspail" que veía en cualquier enfermedad una invasión llegada de fuera de nuestro organismo. No nacían en nosotros mismos sino en nuestros hábitos y costumbres: mala alimentación, alteraciones en la atmósfera, mala moralidad y costumbres disipadas y, sobre todo, falta de higiene. La llamada "Medicina Universal" del Doctor Morrison veía la enfermedad producida por la acumulación de impurezas en la sangre; su conclusión terapéutica era que había que limpiar frecuentemente el organismo con lavativas y purgantes. Purgantes de otra especie utilizaba la "medicina paliativa" del Doctor Le Roy que fue seguida por buena parte de los barceloneses ilustrados. Su aspiración era paliar los síntomas de las enfermedades y detener el avance de las mismas en la esperanza de que el organismo se fortaleciera y venciera el mismo el problema. No sabemos por qué el purgante universal que utilizaban los "paliativos" se llama "la rua". Todos estos sistemas hicieron que la industria de los herbolarios reverdeciera y tomara, al menos durante unas décadas la delantera sobre sus competidores los apotecarios.

El remedio que éstos ofrecían como panacea universal -la "Triaca de Andrómaco"- era confeccionado como si de un rito sagrado se tratase. Se atribuía la invención del potingue a Mitrídates del Ponto y ya entonces contaba con 54 ingredientes. Bajo Nerón, Andrómaco, añadió unos cuantos más. En la Edad Media llegó a tener 154 sustancias. Lola Anglada, particularmente atraída por estos temas, refiere que "iba bien contra las enfermedades nerviosas y los trastornos circulatorios y digestivos", pero distaba mucho de ser la Panacea que pretendía. De hecho, Panacea era la hija de Esculapio, y Epiona, adorada como diosa, se creía en el mundo clásico que adelantaba la sanación de cualquier enfermedad. Su nombre quería decir "curación  (akeisthai) de todo (pan)".

El remedio no era específicamente barcelonés, pero la Ciudad Condal era el centro de producción para muchas comarcas cuyos emisarios acudían el día de su preparación. Imaginemos en la Plaza de Sant Jaume un gigantesco caldero y ante él una mesa enorme donde se exponían los ingredientes y el instrumental. Tras la mesa, el colegio de apotecarios en pleno, ataviado con sus túnicas talares y sus insignias, esperaba solemnemente a que uno de sus miembros diera la lección magistral. Solo entonces comenzaba la cocción, ante las autoridades y en presencia de un público numeroso. Bandas de cornetas y tambores daban una mayor solemnidad, si cabe, al acto y el Águila de la ciudad se situaba en un lugar privilegiado. Podía durar horas y se fabricaba en grandes cantidades y muy de tanto en tanto; debía conservarse en maceración durante unos meses y solo volvía a fabricarse cuando estaba próximo a agotarse. Nadie, salvo los apotecarios, conocían la fórmula exacta de la cocción. "Ocultar las cosas es gloria de Dios, descubrirlas es gloria de los Reyes", puede leerse en la Biblia. Todo esto remite extraordinariamente a las técnicas de la alquimia espagírica tal como las rescató Armand Barbault a mediados del siglo XX. Se trataba de hervir durante tiempo interminable agua de rocío a la que poco a poco se le iban añadiendo nuevas y diferentes variedades vegetales, dotadas cada una de propiedades diversas. Se trataba de que ese rocío recogiese los principios activos de todas estas plantas a modo de excipiente. Barbault estuvo realizando este trabajo sin interrupción entre 1948 y 1960 y el resultado final, analizado por unos laboratorios farmacéuticos alemanes, certificó las bondades curativas de la mixtura. Sospechamos que Barbault no hizo sino aproximarse a lo que se llamó "tríaca de Andrómaco".

Todo esto que queda alejado de la brujería y de la hechicería, a pesar de ciertas coincidencias formales, no solo era una farmacopea en estado precientífico, sino preindustrial. Ni la "tríaca de Andrómaco", ni el remedio espagírico de Barbault, podían fabricarse en serie. La fabricación en cadena niega, casi por definición, los aspectos religiosos que tenían tales técnicas. Debió llegar el Doctor Andreu, un modesto apotecario barcelonés, para pasar del estadio artesanal al industrial. Andreu, harto de manejar el mortero y la prensa, cansado de descifrar recetas, y dotado de innegables virtudes de emprendedor, se propuso exportar a América sus inefables pastillas "Doctor Andreu contra la tos". Había nacido la industria farmacéutica en Barcelona.

© Ernesto Milà - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - - Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen.

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