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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

Ultramemorias (VIII de X) Visicitudes políticas en la transición (4ª parte). Referendum

El “jueves negro” tuvo como consecuencia el alejamiento de Masana de la política activa así que la dirección de Fuerza Joven quedó en manos de Ramón Graells., siempre dispuesto a encaramarse a espaldas de otros, incluso para acceder a cargos de muy escasa rentabilidad. Se vivían años de politización extrema. Uno se afiliaba a un partido como quien compraba un casette de Dyango, Camilo Sesto o Dire Straits, Emerson, Lake & Palmer o Blondi o los más tirados lograban hacerse con uno ful de Sex Pistols. Así que no había que  esforzarse  mucho para que ingresaran algunas decenas de nuevos afiliados. En ese contexto se producen violentos episodios en las Ramblas que también propiciaron el cambio de local . El partido compró, si no recuerdo mal, por tres millones de pesetas, toda una planta de un piso situado a la izquierda del Eixample, en torno a 200 metros cuadrados sobre un antiguo bar que había frecuentado bastante en otro tiempo, el Chiu-Chiu, a 300 metros de mi hogar familiar. Un segundo piso en el mismo edificio fue alquilado para albergar las oficinas centrales del partido en Catalunya.

La compra del local tuvo algo incluso de heroico. Se realizó con pequeñas aportaciones, algunas de las cuales venían de camaradas modestos o muy modestos. En aquella época 100.000 pesetas era el equivalente a 10.000 euros de hoy, así que para muchos era un fortunón. De entre todas las aportaciones recuerdo una particularmente enternecedora y, lo digo sin ironías de ningún tipo. Fue la de Mateu Argerich. Argerich era padre de familia, más que numerosa, numerosísima, sino llegaba a la docena de hijos, poco le faltaba. Era un hombre entregado al partido en cuerpo y alma y no sólo él sino, detrás de él, toda su familia, incluso los hijos y las hijas más pequeños. En sí mismo, todos los Argerich tenían mucha más militancia que buena parte de los partidos que se creaban al calor de la transición. Era un hombre modesto, pero extremadamente trabajador. A nadie se le escapará que con tamaño número de hijos, los Argelich eran católicos de estricta observancia. Un día el patriarca de la saga no pudo por menos que sorprenderme cuando hablando con él sobre la transición me dijo con una convicción solo comparable a la de Moisés lanzando las plagas sobre el faraón: “La culpa de todo la tienen los protestantes”. Hasta entonces el único protestante que había conocido, un antiguo camarada del PENS, oriundo de la Val d’Arán, no me pareció ningún tipo peligroso, sino más bien ponderado y circunspecto. Pero Argerich tenía sus razones, por subjetivas que fueran, arraigadas en la médula de su pensamiento. Sus pobladas cejas de patriarca bíblico con los pelos saliendo disparados hacia delante, tanto como su mirada profunda y permanentemente en tensión, aumentaban esa sensación de personaje bíblico. Los Argelich estaban, en aquel momento, ahorrando para cambiar de piso. Es lo que tiene de malo la familia numerosa en permanente crecimiento, que hay que ampliar superficie. Pero, en esa ocasión, los Argelich antepusieron el interés del partido al interés familiar y realizaron una notable aportación para la compra del local que se llevó buena parte de sus ahorros. A la postre, Fuerza Nueva resultó una mala inversión. El partido duró apenas cuatro años en aquel local que luego recompró un miembro de la Junta Local. Ignoro si se restituyó a Argerich y a todos los que desembolsaron dinero, la parte alícuota de la inversión. Años después supe que los locales del partido iban a nombre de una sociedad, Riotajo SA. Y había muchos.

El período que siguió entre abril de 1976 y septiembre de 1977 no fue especialmente activo en Barcelona. La actividad se concentró en el referéndum para la reforma política y en las primeras elecciones democráticas y no fue, desde luego, desbordante. Habían cesado las agresiones contra el partido y éste iba creciendo por pura inercia mucho más que por la agitación y propaganda desarrollada. Graells demostró ser un hombre de despachos, mucho más que de acción en la calle y en cuanto a la dirección del partido, a cargo de Pepe Ruiz, un ex divisionario, se limitaba siempre a esperar órdenes de Madrid que llegaban muy escasamente. Se vivía la ficción de que existían las llamadas “fuerzas nacionales” como prolongación de lo que un día fue el “bando nacional” y de espaldas a la realidad de lo que supone el concepto de “nación” (ente político dotado de una misión y de un destino). Las “fuerzas nacionales” eran, especialmente los excombatientes que poco antes nos habían sorprendido a todos borrando el “ex” del nombre en un intento de afirmar su condición de “combatientes” en permanente estado de vigilia. Los más jóvenes de entre ellos deberían tener en torno a 60 años y los más mayores marcaban ya los 75, quizás hubiera algún veterano de la División Azul con tres o cuatro años menos de 60, pocos sin duda. Pero también eran “fuerzas nacionales” los falangistas de Raimundo Fernández Cuesta, que en aquellas fechas estaban a punto de recuperar las siglas históricas y por el momento trabajaban con el nombre de Frente Nacional Español. Al parecer había que recordar que el frente era “español”, pues la mera alusión a “nacional”, no bastaba. Siempre, en la ultra me ha sorprendido esa sobreactuación patriótica.

El patriotismo es una sana cualidad que hace reconocer a quien lo esgrime que pertenece a la “tierra de los padres”, lo que implica fidelidad al legado recibido de ellos. Es, por lo demás, la modulación de un instinto que está presente en las especies superiores: el instinto territorial. Así pues, nada más normal que el apego de las gentes a su tierra natal. Sin embargo, ese patriotismo no es uniforme en la medida en que no todos los individuos sienten con la misma intensidad los mismos instintos. Algunos confunden el instinto territorial por el de posesión y otros el instinto de supervivencia de la especie por todo el catálogo del kama-sutra y el ananga-ranga. Si la ultraderecha en general se ha caracterizado por algo es por una hipertrofia del patriotismo que le hace sobreactuar en esta materia. Cuando un ultra sale a la calle para manifestarse, está como desnudo si no lleva una bandera nacional.,alguna pegatina con la bandera nacional, una bufanda roja y gualda, y en ocasiones incluso un gorrito con los colores de España. De Raymond y José María, dos cantantes que actuaban en comandita en el entorno de Fuerza Nueva, solía mostrarse, abrazados uno junto a otro en camaradesca pose, el uno con la mitad de la camisa y una pernera del pantalón roja  y la otra mitad gualda (amarilla, vamos), mientras que el otro mostraba la inversión simétrica de tan pintoresco atuendo. Solamente cuando  se levantaba el telón y los dos se mostraban abrazados, los colores tenían un significado; en efecto, componían los de la bandera nacional. Bastaba que se desasiesen para que yendo cada uno por su parte, recordaran más bien al atuendo del Buda hecho con fragmentos de los vestidos encontrados donde se quemaban cadáveres, o bien de arlequín el que aparecía en la comedia del arte, ese "tinglado de la antigua farsa".

Para colmo, desde la transición, todo cartel de cualquier partido ultra precisaba llevar una gigantesca bandera nacional, o dos o muchas más.  De lo contrario parecía no responder a las espectativas que se esperaban de él. En 1976 y 1977, no existían diseñadores gráficos en las “fuerzas nacionales” ni nada que remotamente se pareciera. Tampoco existía el Photoshop, así que lo más normal era que cuando se encargara un cartel se dejara al albur del impresor la selección de los tipos y se le impusiera solo el colocar una bandera nacional por algún sitio. Gente sin complicaciones, lo solían hacer atravesando el cartel en diagonal y produciendo un efecto visual catastrófico que denotaba falta de imaginación, inadaptación a las modernas técnicas de propaganda y un primitivismo gráfico propio de principios del siglo XIX. Sí se siguió hasta bien entrada la transición. Eso gustaba mucho a los que encargaban los carteles, ninguno de los cuales lamentablemente fue fusilado al ser encontrado en flagrante delito de mal gusto.
 
Y, por supuesto, entre las “fuerzas nacionales” estaba Fuerza Nueva. En realidad, con el eufemismo “fuerzas nacionales” se aludía a las fuerzas políticas que en otro tiempo dieron apoyo al antiguo régimen: falange, el carlismo y lo que quería ser la síntesis de ambas, el partido de Blas que, para demostrarlo había elegido como uniforme de sus muchachos la camisa azul de la falange y la boina roja del requeté. Este era otro problema insoluble: porque si en 1939 falange y el requeté eran fuerzas hegemónicas en la política de su tiempo, en 1954 lo eran menos y en 1973 menos aún y cuatro años después, ya representaban poco, apenas un arcaismo. Algunos alertamos ya a principios de 1977 sobre esa mala costumbre de permitir que se uniformaran los chavales y que a la primera de cambio se realizaran simulacros de formaciones paramilitares. No sirvió de nada, claro está.

Muy frecuentemente, no eran los chavales jóvenes y sin experiencia de quienes salía esa vena “militarista”, sino de los más mayores. En la delegación de Fuerza Nueva de Barcelona, al menos en esa época, apenas se utilizaban uniformes. Sin embargo, apareció un tipo curioso que procedía de la Guardia de Franco de Horta, un tal Artime; le precedía su fama: asturiano y con una placa de platino (o acaso titanio, o quizás incluso plexiglas) en la cabeza a raíz de algún leñazo recibido; de él se decía que no andaba en sus cabales y que el pegote de platino le presionaba malamente las meninges hasta cortocircuitarle ideas. Y doy fe de que era así. Este individuo se entrevistó con el delegado de Fuerza Nueva: “Ruiz, la gente joven necesita disciplina, si tu me dejas, dentro de tres meses te presento formadas dos centurias…”. Y Ruiz que, a fin de cuentas, eso del militarismo le recordaba su juventud en Rusia y las paradas militares que la Guardia de Franco siempre había ejercitado desde los años 40, dio su acuerdo. No había forma más directa de desmoralizar a la gente joven que corría por Fuerza Nueva, no sólo porque el asturianu en cuestión no era su “líder natural”, sino porque a las chicas les daba la sensación de que las miraba mal. “Ernesto –me dijo una– ese individuo me da cosa, así que si no te importa me abstendré de subir al local”. Cuando intentó paramilitarizarnos le paramos los pies. Si quería dos centurias que se las buscara con lupa, pero nosotros no íbamos a ponernos a las órdenes de un analfabestia para el que la política era “¡un, dos, firmes, ar!”. Eso ocurría en el verano de 1976: cuando en España los partidos se preparaban para la democracia, en Fuerza Nueva se pensaba en payasadas de este tipo.

Cuando se convocó el referéndum para la reforma política de diciembre de 1976, los “Combatientes” convocaron a las “fuerzas nacionales”. Hubo una reunión y Girón prometió textualmente “distraer unos cuantos milloncejos para la campaña”, campaña para responder negativamente a la pregunta “¿Aprueba el Proyecto de Ley para la Reforma Política?”. El diario de la Confederación de Combatientes, El Alcázar, estuvo en primera línea de la campaña y Fuerza Nueva renunció a colocar carteles propios, al menos en Catalunya, para dar una mayor sensación de unidad. Un buen día nos llamaron para que fuéramos a recoger a un almacén de Pueblo Nuevo los carteles; lo que allí  encontramos era francamente terrorífico: algo así como cuarenta metros cúbicos de papel mal ordenado y amontonado. Daba la impresión de que, en lugar de carteles, aquello eran revistas y efectivamente lo eran: se habían impreso en las rotativas de El Alcázar, se habían doblado como si fuera una revista de 32 páginas, esto es, 16 páginas encaradas que se habían impreso solamente por una cara. Es decir que cada “ejemplar” tenía 8 carteles distintos cuyo denominador común era la cutrez personificada. Incrédulo de mí, me subí a la montaña de papel para ver si todos eran iguales. Lo eran. Algunos de ellos ni siquiera podían considerarse como carteles: las consignas eran del género de “Español vota no para evitar el advenimiento de la anti-España” (lo ven lo que les decía con aquello de la “sobreactuación”). Había, como máximo, un par que eran comprensibles para el ciudadano de a pie, el resto parecían diseñados por un extraterrestre que lo ignorase todo sobre el planeta tierra. Cargamos unas cuantas decenas de bultos en la furgoneta de los Argelich y volvimos a la sede con cierto aire de desolación.

En teoría nos teníamos que repartir las zonas para pegar los carteles con los falangistas y los carlistas, pero si nosotros andábamos flojos de militancia en aquella época, ellos más aún. Con todo, durante varias noches estuvimos pegando carteles (si bien, en Barcelona, seleccionamos sólo dos modelos y tiramos el resto a la basura). Ocurrieron incidentes. Cerca de la Catedral, alguien se insolentó con los militantes, lo agarraron y le volcaron los dos cubos de engrudo sobre la cabeza. El tipo quedó pringoso, empapado, pero con cara de agradecimiento, pues no en vano algunos militantes habían propuesto que se le diera a beber un tazón de engrudo. A mi me pasaron tres incidentes dignos de mención en bajando la calle Balmes. A la altura de Mitre, justo ante un semáforo, estaba con Arturo (un querido amigo abogado ex miembro del FSR, que conocí en los círculos y con el que pasamos a Fuerza Nueva) vigilando que no les ocurriera nada a los que pegaban carteles cuando de repente un seiscientos con cinco personas dentro se paró en el semáforo. Nos fijamos en él porque iba medio desballestado y tenía la chapa abollada y desprendiendo óxido y desconchados de pintura; una joya, vaya. Pude ver como el conductor bajaba su ventanilla y nos gritaba: “¡Fascistas asesinos!”. Arturo y yo nos dirigimos con cierta parsimonia hacia el vehículo, estábamos convencidos de que apretaría el acelerador al tenernos cerca, así que no era cuestión de perder la compostura. Increíblemente, cuando estuvimos a un metro del vehículo, el conductor todavía sonriente y desafiante se limitó ¡a subir la ventanilla! Mi nunchaku y la barra de hierro de Arturo terminaron por desmadejar al vehículo que se quedó sin un solo vidrio. Cuando ya era puro “siniestro total” aceleró  petardeando.

Una hora después en Balmes esquina Diagonal ocurrió algo parecido, pero en esta ocasión el conductor se creía más inteligente. Grito la imaginativa frase de “¡Fascistas asesinos!” (que a esas alturas parecía haberse convertido en tradición) y aceleró por el lateral… sin advertir que 50 metros más adelante se encontraba un camión de basura que le cerraba el paso. Arturo y yo estábamos en perfecta forma física así que dimos alcance al coche en dos zancadas, eran una parejita con todas las trazas de pertenecer a Bandera Roja. También aquí les hicimos trizas los vidrios. Le di el primer al parabrisas con lo que perdió toda visión. Dentro pude percibir histeria por parte de la parejita: si, realmente, se creían que fuéramos “asesinos” su pánico estaba más que justificado y si no se lo terminaban de creer, serían perfectamente conscientes de que estábamos en estado de cabreo. El último golpe a los pilotos traseros y a la chapa fue demoledor. Mi nunchaku saltó nuevamente por los aires a pesar de que lo había reforzado con un anillo de metal. Era el segundo que hacía trizas al servicio de Fuerza Nueva. Así que al tercer coche que insultó a los colgadores de carteles me cogió con las manos desnudas.

Si el primero era un alelado de la vida y el segundo un listillo, el tercero resultó ser un gallito. No solamente nos insultó sino que hizo ademán de bajar del coche aunque sus otros dos compañeros intentaron calmarle. El individuo estaba exaltado, debía ser uno de esos “antifascistas” tocados por la rauxa catalana, el stalinismo más recalcitrante y una copa de anís Machaquito, o quizás es que, además, era completamente obtuso. Le propiné una bofetada del revés cuando aún no había salido del coche.  Cayó sobre el asiento y aceleró dejando media rueda (era un Mini) en el asfalto. Lo raro es que salió haciendo unas eses exageradas y bruscamente se detuvo. Salió del coche y se apoyó en la capota con las manos en la cara, tambaleándose. Yo permanecía a unos 30 metros intrigado por saber qué estaba ocurriendo. “¡Me ha sacado un ojo!” y parece que, efectivamente, por algún motivo el revés le había sacado un ojo de la órbita. El gallito, por carambola, se había quedado momentáneamente tuerto. Supongo que un paso por la clínica oftalmológica del doctor Puigvert le debió reparar el desaguisado. Ser un gallito tiene esas cosas: antes o después te encuentras a la horma de tu zapato.

Nunca he experimentado la más mínima sensación de arrepentimiento por haber protagonizado estos incidentes. Nosotros no habíamos provocado. Nos habían provocado. Nos habían insultado. Nos habían señalado como asesinos. ¿Qué se terciaba hacer? ¿acaso enseñarles la otra mejilla? Creo que aquello fue educativo para los que estaban en la otra punta del nunchaku. Desde el que recibió un baño de engrudo hasta el que tuvieron que encajarle el ojo, se enteraron que las gesticulaciones exaltadas y gratuitas conducen a situaciones difíciles. No es que me gustaran este tipo de episodios que, a fin de cuentas, eran sobresaltos y creaban tensiones en una actividad de propaganda que debía ser relajada, pero mi conciencia estaba tranquila entonces y lo sigue estando ahora: yo cumplía el “dharma” del militante. Cuando hice los votos del bodishatva, el tercero era “Por muchas que sean las obligaciones de una ley –el “dharma”– prometo conocerlas todas”. En aquellas noches mi “dharma”, mi ley de comportamiento interior, era cumplir como militante. Lo hice y, por tanto, no debo de avergonzarme ni siquiera arrepentirme. Mi “dharma” era el del militante. Si el “dharma” de los que tenía al otro lado era el del gilipollas, seguramente ellos también podían estar orgullosos; no en vano, un gilipollas es aquel que se hace daño a sí mismo. El karma es lo que tiene, que toda putada (un insulto inexacto y dsabrido) genera una reacción kármica de la misma intensidad pero en dirección opuesta a modo de compensación (una hostia seca o chapa, vidrios, pilotos y pintura nuevos). Desde siempre un instinto me ha dicho que hay que hablar a cada cual en el lenguaje que es capaz de entender: amable con los amables, dialogante con los dialogantes, borde con los bordes e indiferentes con los mediocres, intelectual con los intelectuales, festivo con los juerguistas y cachondo con las cachondas. Ya lo dice el Evangelio: “Mis yos son legión”.

El referéndum, por supuesto, fue una catástrofe para las “fuerzas nacionales” que saldaron una pobre campaña con 450.000 votos en contra, apenas en 2,56%. De todas formas había un signo esperanzador: en Santander y Toledo, los “noes” superaron el listón del 5%. Era evidente que había que “trabajar” políticamente en esas provincias. De todas formas el partido no realizó un análisis correcto de los resultados. Blas siguió con un discurso franquista y catastrofista que solamente podía recoger el favor de ese 2,56% de los electores. Su esperanza consistía en que el “franquismo sociológico” terminaría respondiendo bien a su mensaje y anhelando el regreso al antiguo régimen. Lo dicho: el análisis era incorrecto, porque si aquel referéndum sirvió para algo fue para abrir la vía para la demolición definitiva del franquismo.

A las “fuerzas nacionales” en su conjunto no les iba nada bien aquel período. Un sábado me acerqué al local de FE-JONS que acampaba en el antiguo local de la Hermandad de Ex Cautivos, que en otro tiempo fuera sede del gobierno vasco (cuando en el 37 Franco ocupó Euzkadi). En Catalunya los tránsitos de locales y los nombres de las calles se hacen a mala hostia. La calle Falangistas Roberto Basas, por ejemplo, pasó a ser en la transición, calle Sabino Arana, y la Plaza Calvo Sotelo, cambió placa para pasar a honrar a Francesc Maciá. Estaba la falange viviendo sus últimos meses en aquel local cuando se convocó una asamblea que estaría presidida por Raimundo Fernández Cuesta. Asistí por pura curiosidad y para conocer al que fuera amigo personal de José Antonio y secretario general del partido, nombrado por el “fundador”. Visto de cerca parecía un anciano de gran dignidad, cierto porte aristocrático que los años no le habían sustraído y elegancia en el estar. El problema fue que cuando le di la mano la encontré fría como la muerte; detuve el apretón no fuera a ser que le triturara unos huesos y falanges (nunca mejor dicho) ya desprovistas de músculo. Tenía 80 años recién cumplidos. A pesar de la edad y de cierta debilidad que solamente se podía percibir en el cuerpo a cuerpo, tenía el cerebro completamente lúcido. Al cabo de un rato se inició la reunión.

Mientras se realizaban las intervenciones, sonaban algunos martillazos en la puerta de entrada. Raimundo, que era gato viejo en estas lides, había ordenado que cambiaran la cerradura del local, pues no en vano, la junta de Barcelona iba a ser en breve destituida. Ese “savoir faire” solamente se puede conseguir con años de experiencia y haber visto, experimentado, promovido y sufrido marrullerías de este tipo. Los destituidos pasaron luego a formar un grupo local, Unidad Falangista. Nunca pude entender el fondo de la cuestión, pero ya en esas fechas había renunciado a entender las querellas interfalangistas. Poco más o menos en esa época, un mitin del FE(i) de Sigfredo Hillers en Madrid había resultado boicoteado estrepitosamente por falangistas de otras corrientes. La transición empezó muy para el bando azul.

Poco después se convocó el I Congreso de Fuerza Nueva.

© Ernesto Milà – Infokrisis – Infokrisis@yahoo.es – http://infokrisis.blogia.com – Prohibida la reproducción de este texto sin indicar procedencia.

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