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INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

La casta guerrera y la sociedad (I) El papel de la casta

La casta guerrera y la sociedad (I) El papel de la casta

Infokrisis.- Iniciamos una serie de dos artículos sobre la casta guerrera sus valores. En esta primera entrega definimos lo esencial del sistema de castas, las diferencias entre casta y raza y encarrilamos el tema explicando cual es el fundamento metafísico de la casta en las doctrinas tradicionales. En la siguiente entrega nos centraremos en la casta guerrera y pasaremos revista a sus valores.

 

 

Han pasado milenios e incluso cientos de miles de años. El ser humano primitivo que un día empuñó un fémur de gacela con la mano derecha, y un cuchillo hecho con una mandíbula de herbívoro para defender su comunidad u obtener alimento para él y para los suyos, ha tenido tiempo para observarse a sí mismo. Ya no es solamente un ser movido por sus instintos, es algo más: es un animal social que se considera –con razón- radicalmente distinto al resto de la naturaleza; es capaz, no sólo de tener conciencia de sí mismo, sino de reflexionar sobre sí mismo. Y sus reflexiones y observaciones le han llevado a una multiplicidad de ricas conclusiones. Sabe que los seres humanos son relativamente iguales y relativamente diferentes, y establece patrones. De un lado, rasgos de identidad (la tribu, la raza, el culto, el sexo; luego la nacionalidad, la cultura, el imperio). De otro, certidumbres sobre el mundo que le rodea (la importancia del sol, el ritmo de las estaciones, la previsión del tiempo, la utilización de recursos de la naturaleza en medicina, nutrición, fabricación de herramientas); y es así como empieza a valorar que la igualdad entre los seres humanos, así como sus diferencias, son aparentes. Es posible reducir los tipos humanos a unos pocos en función de rasgos muy visibles que surgen del interior de los seres humanos. Percibe en la práctica que estos rasgos son complementarios; intuye que los distintos tipos humanos se precisan entre sí. Ve que la sociedad va ganando complejidad y que es bueno que haya una división de funciones y una especialización creciente. Al principio, todos los varones del mismo sexo eran capaces de empuñar un arma y salir a buscar alimento, mientras las mujeres se encargaban del cuidado de los hijos y del mantenimiento de hogar. Hubo una primera especialización de carácter biológico, la derivada de la diferenciación sexual. La experiencia indicó que no todos reaccionaban igual ante un mismo peligro. Unos experimentaban una sensación irracional de miedo que no conseguían vencer ni ocultar: huían ante el peligro. Advirtieron que otros sentían igualmente miedo, pero lograban controlarlo. En unos, las alteraciones fisiológicas del miedo les hacían imposible responder eficazmente; en otros, tales alteraciones estaban ausentes. Unos buscaban el combate y el riesgo, otros lo evitaban y cuando estaban ante él se derrumbaban. Pero, seguramente, entre éstos, los había que habían aprendido a desarrollar otras habilidades. Unos observaban el mundo que les rodeaba y constantemente intentaban extraer de él enseñanzas y recursos para su vida cotidiana. Además, creían percibir otra realidad y comunicarse con la naturaleza, extraer fuerzas de ella para orientarlas hacia la sanación, la percepción o la magia. Estos alumbraron el pensamiento mágico-religioso. Chamanes, sacerdotes, videntes, estaban replegados en sí mismos, parecían poder comunicarse con dimensiones que estaban vedadas al resto. Los guerreros precisaban de ellos para que realizaran los ritos propiciatorios que les ayudarían en el combate o los identificaran con los tótems de los que extraerían su fuerza. Y, en cuanto a los chamanes, precisaban también del guerrero para que les procurara alimento y seguridad. En sus observaciones, el ser humano originario había advertido la presencia de determinados minerales en la naturaleza y aprendió a utilizarlos. En un principio, empleó los metales “siderales” que habían llegado a la tierra en forma de aerolitos. Parecían un regalo de los dioses y con ellos forjaron las primeras armas de hierro. Luego reconocieron esos mismos minerales en determinadas zonas geográficas y aprendieron a explotarlos. Pero no eran ni los guerreros ni los sacerdotes a quienes competía esta función, sino a quienes no se sentían ni particularmente dotados para hablar con los dioses, ni experimentaban un fuego interior que sólo podía consumirse en el combate. La función productiva precisaba el favor del sacerdote y su ciencia, y también la protección y la seguridad aportada por el guerrero. Él, por su parte, forjaría armas, construiría defensas, elaboraría instrumentos susceptibles todos de mejorar la vida de las comunidades. Había nacido lo que, con propiedad, podemos llamar civilización. Su complejidad entrañaba la formación de castas.

La raza como forma, la casta como espíritu

Frithjof Schuon, un discípulo aventajado de René Guénon, estableció la diferencia entre la “casta” y la “raza”: «La casta está por encima de la raza porque el espíritu es superior a la forma; la raza es una forma, la casta un espíritu. Ni siquiera las castas hindúes pueden limitarse a una raza: hay brahmanes tamules, balineses y siameses». En el Occidente medieval quedó claro que las castas estaban también por encima de las naciones. Las órdenes religiosas y militares eran “supranacionales” e, incluso, los gremios artesanales tenían más que ver entre sí, aunque estuvieran separados por las fronteras, que con las otras dos castas de su propia nacionalidad. La raza es la forma, la casta es el espíritu.

Los miembros pertenecientes a la misma raza tienen, indudablemente, cierta unicidad y, en algunos casos, incluso la conciencia de pertenecer a un grupo diferenciado. Y, por lo demás, cada raza está mejor o peor dotada en determinados terrenos. El propio Schuon añadía: «Sin embargo, es imposible admitir que las razas no signifiquen nada fuera de sus características físicas, pues, si bien es cierto que los constreñimientos formales no tienen nada de absoluto, no por ello pueden las formas carecer de razón suficiente; si bien las razas no son castas, deben corresponder, sin embargo, a diferencias humanas de otro orden, un poco como diferencias de estilo pueden expresar equivalencias espirituales, a la vez que indican divergencias de modo». Siguiendo su hilo argumental, más adelante explica que: «Si bien hay que rechazar todo racismo, también hay que rechazar un antirracismo». Existen diferencias raciales, pero todas ellas palidecen ante las diferencias de “casta”. Es lo que los racistas de todos los tiempos jamás han entendido: que gentes pertenecientes a la misma casta, aun en dos nacionalidades y razas diferentes, tienen unas similitudes psíquicas mucho más homogéneas que gentes de distintas castas pertenecientes a una misma raza o nacionalidad. El guerrero es guerrero aquí y en las Galápagos. El burgués lo es en todas partes. La serenidad del sacerdote es idéntica y situada por encima del espacio y del tiempo. Existen algunas variantes, claro está: el nivel de civilización, por ejemplo, las condiciones antropológicas y culturales, pero la constatación de fondo no varía. La mentalidad militar es la misma allí  donde existe alguien que ha decidido defender a su comunidad, o entre quienes se sienten más capacitados para producir bienes con sus manos, o entre los que buscan la relación con la trascendencia. 

En los pueblos indoeuropeos la característica fundamental de su organización social es la distribución trifuncional de sus miembros; pero nos equivocaríamos si pensáramos que este modelo orgánico está ausente en otras latitudes y entre otras razas. Quizás haya sido entre los pueblos indoeuropeos donde el sistema trifuncional ha alcanzado sus más altas cotas y su mayor refinamiento pero, con mayor o menor tosquedad, apareció allí  donde se asentó lo humano. Esto ya indica la “primordialidad” del fenómeno.

De hecho, las castas son divisiones verticales de la sociedad, mientras que las razas son divisiones horizontales asentadas sobre territorios concretos. La verticalidad implica, necesariamente, estratificación y orden jerárquico. Así pues, el conjunto social estuvo dividido entre castas y razas, asentadas ambas sobre el marco geográfico de naciones y nacionalidades. Las interacciones entre todas ellas generaban espontáneamente las condiciones antropológicas y culturales específicas de cada “pueblo”.

La raza facilita una identidad “primaria” e “igualitaria”. Hitler en “Mein Kampf” propone construir un Reich en el que ser un humilde barrendero pueda ser considerado como algo tan digno como ser emperador en un país extranjero. Está claro que antepone el concepto racial a cualquier otro y que, dentro de una misma raza, dominan los valores igualitarios, aunque concibe la relación entre las razas como una relación jerárquica de superiores a inferiores. En algunos escritos de ideólogos hitlerianos se alude específicamente a los “colonos-soldados” (Walter Darré). En otros se insiste en la forja de una “orden militar” (Heinrich Himmler) e, incluso, la prehistoria del nazismo abunda en especulaciones místicas que atribuían a los “godi” (sacerdotes) la capacidad de dirigir a la sociedad. Pero en el nazismo no existe absolutamente ninguna referencia a la antigua estructura trifuncional de las sociedades indoeuropeas (y por tanto a la que se daba en su variante germánica), ni tampoco a sus relaciones jerárquicas. De hecho, el nazismo es un producto de la modernidad que, como el stalinismo o cualquier otra ideología del siglo XX, insiste mucho en el “demos”, en lugar de en el “ethos”. Amadeo Bordiga ironizaba sobre la constitución soviética promulgada por Stalin diciendo que era “la más democrática del mundo”. En efecto, consideraba a la “totalidad” de ciudadanos rusos como “trabajadores” y, por tanto, protegidos por el Estado. En el mismo sentido, introduciendo el elemento racista propio del nazismo, cabe decir que toda la “raza alemana”, es decir, la mayor parte del pueblo salvo las minorías étnicas, tiene los mismos derechos. Las primeras constituciones democráticas solamente daban el derecho al voto a quienes podían justificar un determinado nivel de ingresos y, solo muy tardíamente, a las mujeres; e incluso en algunos Estados se excluía a minorías raciales de la mayoría de derechos políticos. La democracia deja de ser tal, para convertirse en totalitarismo, cuando se registra la tendencia de englobar en una estructura única e indiferenciada a la totalidad de la población, ya sea en virtud de su procedencia étnica (la raza germánica en el caso del nazismo) o de su condición (la condición de proletario en el caso stalinista). Los teóricos de la democracia, a lo largo del siglo XVIII, fueron elaborando sus ideas que cristalizaron en la Revolución Americana primero y en la Revolución Francesa poco después. La idea de la “igualdad” era la segunda de la tríada que, defendida inicialmente en las logias masónicas, hizo fortuna junto a las de libertad y fraternidad. Esa idea venía del rechazo de las incipientes masas burguesas al régimen estamental y a su subordinación a la aristocracia y al clero. En el fondo, el motor ideológico incontestable de las revoluciones liberales fue la masonería setecentista y ésta practicaba la igualdad entre sus miembros, al mismo tiempo que la fraternidad en el interior de las logias, cuyo carburante ideológico era la posibilidad de poder discutir libremente sobre cualquier cosa (libertad). Estos tres valores, que en el interior de las logias habían dado buen resultado, se traspasaron a la sociedad y cristalizaron en el paradigma revolucionario burgués: “libertad, igualdad y fraternidad”. A partir de 1789, éste sería el paradigma que regiría a la sociedad política. Las nociones de casta y raza desaparecían.

En un marco como el creado en los dos últimos siglos en Occidente, es imposible mantener el sistema de castas. Schuon, en su tantas veces citado “Castas y Razas” resume el proceso de disolución de las castas seguido en nuestro ámbito geográfico: «Si al occidental le cuesta trabajo comprender el sistema de las castas, es ante todo porque subestima la ley de la herencia; y la subestima por la sencilla razón de que se ha vuelto más o menos inoperante en un medio tan caótico como el Occidente moderno, en el que aproximadamente todo el mundo aspira a ascender la escala social –si es que eso existe todavía– y en el que casi nadie ejerce la profesión de su padre; uno dos siglos de tal régimen bastan para hacer la herencia tanto más precaria y flotante cuanto que no se la había hecho fructificar anteriormente por un sistema tan riguroso como el de las castas hindúes; pero incluso allí donde había oficios transmitidos de padre a hijo, la herencia ha sido prácticamente abolida por las máquinas»

Sin embargo, una vez más, lo que se pretendía detener de un portazo, terminó filtrándose por las ventanas. La negación de la raza hizo que un reflejo degenerado se filtrara en la sociedad en forma del peor y más discriminativo racismo, a partir de la publicación de las obras de H.S. Chamberlain y del Conde de Gobineau. Quienes redactaron la Declaración de Independencia de los EEUU eran unos redomados racistas que despreciaban y abominaban de los esclavos negros e incluso siguieron haciéndolo tras la Guerra Civil Americana y hasta muy entrado el siglo XX.

En cuanto a la casta, su reflejo degenerado y contrahecho se filtró en la sociedad en forma de “clasismo”. No solamente las clases aristocráticas ejercieron el clasismo, sino muy especialmente los burgueses, enriquecidos con la nueva situación, e incluso los trabajadores se agruparon en torno a doctrinas específicamente clasistas (marxismo, anarquismo) que consideraban enemigo a cualquiera que no perteneciera al proletariado e, incluso, a quien no asumiera la mentalidad proletaria.

Cuando, en el último tercio del siglo XX, las sociedades desarrolladas empezaron a desembarazarse de los prejuicios racistas y clasistas y se hundieron las opciones políticas que los defendían, cristalizó una doctrina humanista y globalizadora que seguía negando y desconfiando de las nociones de casta y raza. Si cualquier referencia a la “raza” evocaba inmediatamente los desastres del nazismo, la casta parecía sugerir inmovilidad social, y el sistema de castas terminó considerándose como la peor forma de estratificación social. “Pertenecer a una casta”, a partir de los años sesenta, empezó a ser considerado un descrédito y un menoscabo. Pueden entenderse las connotaciones negativas con que se aureoló a la palabra “raza”, a tenor de las desagradables situaciones de discriminación a las que se llegó en algunos países no precisamente subdesarrollados; y a que el sustrato originario del nazismo era racista. Pero no existen las mismas connotaciones que pesen sobre la palabra “casta”. Quizás fuera la sensación de que la pertenencia por nacimiento a una casta se consideraba fundamentalmente injusto, o que la permanencia de los hijos en la misma casta de sus padres parecía contradecir el inmortal principio de libertad. Sea como fuere, la casta se vio denostada y desprestigiada, aunque en el vocabulario siguieran existiendo expresiones que la magnificaban: “Fulanito, tiene casta”, entendiendo por tal un carácter fuerte y determinado.

Ahora bien, si el “orgullo de casta” ha degenerado en clasismo, y la identidad étnica o racial ha terminado en el más odioso racismo excluyente, ¿sobre qué elementos se puede asentar una identidad personal? No vaya a ser que, aboliendo la casta y negando a la raza, falte el suelo bajo los pies.

La casta como reservorio de potencialidades

René Guénon en “Autoridad Espiritual y Poder Temporal” escribió: «Las "clases" sociales, tal y como se entienden hoy en día en Occidente, no tienen nada en común con las verdaderas castas, y no son, a lo más, sino una especie de falsificación sin valor ni alcance, pues de ningún modo se fundamentan sobre la diferencia de posibilidades implicada en la naturaleza de los individuos». Si en las castas lo que cuenta es su “función” –productiva, sacerdotal, guerrera-, en las clases lo único que cuenta es el lugar ocupado en el proceso de producción. En el fondo, la clase social no es sino una estratificación de los seres humanos en relación a su papel en el proceso de producción o, lo que a fin de cuentas es lo mismo, a su declaración de IRPF… Y desde este punto de vista “moderno” solamente existen “los que tienen” y los “que no tienen” o si se quiere, “los que dan un salario” y “los que lo reciben”, o también “los propietarios de los medios de producción” y “los que no tienen propiedad sobre los medios de producción”. Por decirlo de otra manera: las clases sociales se ordenan en relación a las leyes de la materia (tanto tienes, tanto vales), mientras que las castas se articulan en función de las leyes del espíritu. ¿Leyes del espíritu? Si, verán…

Hemos preferido que sea Allan Watts, uno de los mentores de la contracultura, quien nos lo explicara en un lenguaje accesible. Dice Watts en “La identidad suprema”: «El sistema de castas de la India, muchas veces mal entendido y ahora menospreciado, se basaba en la concepción de que la sociedad posee un orden triple que corresponde por analogía a la constitución interior del hombre (aproximadamente lo que los cristianos llaman cuerpo, alma y espíritu) y a los tres principios cosmológicos de la inercia (tamas), la actividad (rajas) y el equilibrio (sattva)». Así pues, la organización social en castas se basa en tres principios: de un lado la existencia de tres tipos humanos básicos, de otro la especialización de cada ser humano en la actividad más acorde con su naturaleza y, finalmente, la herencia. Vamos a verlos con cierto detenimiento.

Tamas, rajas y sattva, son las “tres gunas” que constituyen el fundamento de la filosofía Sankhya. “Gunas” es el término sánscrito que significa cualidades y atributos. Las sustancias esenciales que sintetizan los veinticinco principios cósmicos (tattvas) emanadas de la naturaleza primordial (prakriti). La filosofía védica entiende por “Prakriti” a la sustancia cósmica de la que han emanado todos los elementos del universo material. Su contraposición es “Purusha”, las almas individuales. “Prakriti” es una sustancia inconsciente pero eternamente activa, una naturaleza multiforme que genera en su propio seno a la totalidad de seres materiales o bien se reabsorbe en sí misma, volviendo a un estado indiferenciado y sutil que tenía originariamente. Es inevitable que este proceso, enunciado por la filosofía Sabkhya, recuerde extrañamente las más modernas teorías cosmológicas. El proceso de expansión del cosmos a partir del “átomo primordial” y del “big-bang” originario, de un lado, y de otro la absorción del cosmos en sí mismo a partir de los agujeros negros que irán comprimiendo el cosmos y, en el límite, volverán a reconstruir el “átomo primordial” originario, es descrito íntegramente en la tradición védica con el nombre de “el aliento de Brahma” que crea y destruye “los mundos”. Así pues, estamos lejos de doctrinas místicas y religiosas, y más bien las filosofías vedantinas contribuyen a darnos una explicación del Cosmos que no difiere en absoluto de la que están construyendo las teorías más avanzadas; sólo difieren en que el vedanta nos da estas explicaciones mediante la poesía, mientras que las visiones actuales se configuran a través del pensamiento científico.

Pues bien, la filosofía Sabkhya sostiene que este proceso de expansión y compresión del Cosmos se realiza mediante los veinticuatro principios cósmicos (tattvas) emanados directamente de la “Prakriti”. Estos principios, finalmente, se reducen a tres “sustancias esenciales” o “gunas”. Estas sustancias están presentes en los seres humanos, definiendo y constituyendo lo esencial de su personalidad. Desde este punto de vista, solamente existen tres tipos humanos:

-         Aquellos que interiormente están condicionados para la acción (o dicho en palabras de Watts, en los que prima la actividad y el “rajas”, la tendencia a la acción, sobre cualquier otro impulso). Se caracterizan por el movimiento y la pasión. Su tendencia es dinámica, expansiva, apasionada. Es el rasgo esencial de la función guerrera.

-         Aquellos que interiormente están condicionados para la contemplación (lo que Watts define como equilibrio, utilizando el término sánscrito “sattva” con la raíz “sat-“, el ser asimilado a Brama; lo real, lo real absoluto, la existencia, la que confiere armonía; tendencia ascendente, luminosa, consciente). Es el rasgo esencial de la función sacerdotal.

-         Y aquellos que tienen tendencia a operar sobre la materia, producir bienes o comerciar con ellos (lo que Wats y la tradición hindú llaman “tamas”, uno de cuyos sentidos es deseo). Es el rasgo esencial de la función productiva.

Dice Biolcati en “La Edad Crepuscular”: “Las castas surgen de un concepto básico que consiste en el conocimiento de que un individuo no es un producto intercambiable con otro individuo al diferenciarse solo por lo exterior, materia, visible y aparente, como ocurre en el mundo moderno. La idea tradicional se basa en el hecho de que cada ser humano tiene una naturaleza mental y física distinta a la de cualquier otro, y otra función en la sociedad». Inercia, actividad y equilibrio: mantenerse en permanente quietud, moverse por iniciativa propia o ser impulsado por otros, tales son las tres únicas actitudes en relación a la materia.

En el “Glosario de la Tradición”, instalado en Internet, un autor anónimo (en cualquier caso discípulo de René Guénon, Julius Evola, Fritzjof Schuon y demás) resume el sistema en pocas líneas y a él apelamos: la institución de las castas, como explica Guénon (Autoridad Espiritual y Poder Temporal), «es la aplicación de la doctrina metafísica al orden humano» según la cual en el punto más alto de la jerarquía comunitaria lógicamente debe encontrase el que posee la verdadera sabiduría, o sea, la autoridad espiritual, representada en el caso de la India por la casta brahmánica. Ella tiene como función la transmisión y conservación de la Doctrina Sagrada y detenta el nivel superior que es el puramente intelectual, ámbito que supone estar más allá de las contingencias históricas. El poder temporal, en cambio, lo posee la casta de los Shatriyas. Durante la Edad Media el orden social imperante en los países que formaban la Cristiandad dependía de una estructura tradicional y era análogo al de la India actual. Así, el clero tenía una función semejante a la de los brahmanes y la nobleza correspondía a la casta de los Shatriyas. Según la jerarquía hindú, luego de los Shatriyas se encuentran los Vaishyas (comerciantes) y, siguiendo a estos, los shudras. A ellos correspondía el "Tercer estado" y los siervos respectivamente en la organización medieval europea.

En estas sociedades el sacerdocio (Brahmanes), como foco de orientación espiritual, conserva la doctrina, la contempla y enseña. Es autoridad porque se sustenta en sí mismo. Los guerreros ( Shatriyas) gobiernan, es decir, ejercen la función administrativa, judicial y militar, conservando el orden interno y preservándolo de los ataques exteriores. Constituyen el poder, porque su potencia se apoya en la fuerza externa o material. Los artesanos (Vaishyas) manufacturan e intercambian bienes y servicios. Los agricultores (Shudras) trabajan la tierra y aportan a la comunidad sus frutos. Todos ellos bajo la inspiración y supervisión de la casta sapiencial. Símbolos, leyendas y sistemas de castas mantienen el recuerdo de esta organización de funciones acordes con las capacidades respectivas del ser humano. En la medida que Occidente se conservó fiel a una doctrina tradicional mantuvo también una estructura social paralela. La Europa de la Edad Media,   consolidada felizmente como un complejo de civilización tradicional: la Cristiandad, alcanzó una organización política equivalente y San Bernardo de Claraval, al mismo tiempo místico especulativo, caballero y fundador de órdenes monásticas constructoras de catedrales, es la síntesis humana de semejante cultura con sólidos cimientos en la tradición.

Ya hemos visto, pues, cuáles son los tres tipos humanos básicos y la actividad que corresponde a cada uno de ellos. Se trata de tipos “especializados” que se transmiten por “herencia”. Veamos estos dos aspectos. Podemos hacer abstracción sobre las explicaciones que las filosofías tradicionales dan a la estratificación en castas. Su explicación es demasiado compleja y nos desviaría excesivamente del tema de esta obra. Y por lo demás es innecesaria, toda vez que nadie discute el valor de la especialización. Alguien que se ha especializado en determinada actividad es aquel que la ha transformado en el centro de su vida. Un relojero, que sólo es relojero, nada más que relojero, que ha sido educado para la relojería y que trabaja durante toda su vida entre relojes, no hay ninguna duda de que será un relojero, como mínimo, solvente y seguro. La especialización es lo contrario a la dispersión, tiende a concentrar la actividad en una sola tarea, aquella que mejor encaja con la personalidad. Esto puede aceptarse con facilidad; cuesta mucho más aceptar que, en el antiguo sistema de castas, las profesiones se transmitieran por herencia. La profesión de los hijos depende de la de los padres y estos la han heredado de sus antepasados. No es que el vástago X, en un determinado momento, haya decidido ser relojero, es que procede de un linaje de relojeros y está, casi diríamos, preprogramado para ser relojero. Una concepción así, indudablemente, supone una limitación a la sacrosanta libertad; por tanto, desde una óptica moderna, es rechazable. Pero si examinamos las cosas de cerca, percibiremos cierta lógica y algunos beneficios.

En las sociedades tradicionales algunas preguntas básicas de la existencia quedaban contestadas automáticamente: ¿Qué voy a ser? ¿Qué vocación tengo? Respuesta: voy a ser lo que ha sido mi padre, tengo la vocación de mi padre; y también: sirvo para hacer lo que ha hecho mi linaje durante siglos. El problema de la vocación no se planteaba en los términos modernos; bastaba observar la profesión del padre para saber cuál iba a seguir. Con el desmantelamiento del sistema de castas, el ser humano fue libre. Harina de otro costal es si estaba preparado para serlo. En cualquier caso, lo que ocurrió fue que, cada vez con más frecuencia, se produjeron errores en la percepción de la propia vocación, o simplemente un vacío total vocacional. Cada vez es más habitual encontrar a jóvenes sin vocación definida. Al ser humano “libre” no se le enseñó a realizar una introspección objetiva sobre sí mismo y contestar a la pregunta: ¿Quién soy yo? ¿Qué llevo dentro de mí? ¿Mi personalidad es enérgica y activa, pasiva y meditabunda, sirvo para trabajar sobre la materia? El ser humano integrado en el sistema de castas, por el mero hecho de su nacimiento, ya tenía estas cuestiones resueltas. Sabía que, por el mero hecho de haber nacido en determinada casta o en una familia perteneciente a un gremio concreto, estaba determinado a seguir la tradición familiar. Podemos imaginar que una familia de relojeros, a lo largo de las generaciones, estaba en posesión de secretos de oficio y dominaba todas las técnicas de su profesión. El hecho de que, desde la cuna, los recién nacidos vieran y vivieran la profesión de sus padres, les facilitaba una educación permanente desde su llegada al mundo. Además, cada familia debía mantener, conservar y aumentar su prestigio en la profesión; esto suponía una presión adicional para elevar el listón de autoexigencia en el ejercicio de la misma. No se estaba trabajando solamente por el propio prestigio, sino por el del linaje, por el buen nombre de los que fueron y de los que vendrán.

Es evidente que todo esto tiene su traslación en la casta guerrera: de la casta de los samurais solamente pueden salir samurais y, desde su más tierna infancia, aprenden las leyes de su casta y el manejo de sus instrumentos, las armas. La “agogé” espartana, la famosa educación que forjaba el carácter del hoplita como el acero recibe su temple en el yunque, se iniciaba a los siete años. Los cadetes entraban a esa misma edad en la escuela que modelaba su valor y liderazgo. Se ingresaba en el cuerpo de mosqueteros con apenas catorce años y la mayoría de ellos eran “hijos del cuerpo”, o bien pertenecían a la pequeña nobleza de Gascuña y el Perigord. Militares, hijos de militares, alumbraban a vástagos que ingresarían automáticamente en la milicia. El mismo escalafón del Ejército Español está, incluso hoy, repleto de apellidos ilustres que se repiten desde el siglo XIII, invariablemente. En las órdenes ascético-militares el voto de castidad impedía la transmisión de la condición de guerrero a unos hijos a los que voluntariamente se había renunciado; pero estas órdenes respondían también a una exigencia de la sociedad medieval: el hijo mayor –llamado por los antiguos, “el hijo del deber”-  recibía el feudo en herencia, era la institución del “mayorazgo” o del “hereu”. Al resto de los hijos –que los antiguos conocían como “los hijos del amor”- les quedaba sólo ingresar en el clero, recorrer el mundo a la aventura… o ingresar en una orden militar.

Cualquier objeción desde el punto de vista moderno es admisible y este sistema de castas parece hoy un arcaísmo destinado a desaparecer. Bien, pero el sistema moderno, completamente inestable, donde los errores en la percepción de la propia vocación y en la valoración de uno mismo y de sus potencialidades son la norma; este sistema moderno en cuya máxima expresión, los EEUU, es habitual la movilidad horizontal (los cambios de domicilio) y vertical (cambios de profesión), no parece mejor que el antiguo, sino, como mucho, más inestable.

Lo esencial a efectos de nuestro estudio, no es entrar en discusiones de esta índole, sino reconocer el valor y la realidad de tres tipos invariables de caracteres: aquel en el que la acción es el rasgo dominante encuentra su lugar en una serie de profesiones. La milicia es una de ellas. La milicia es la profesión tradicional que corresponde a aquellos seres para los que la tendencia a la acción priva sobre cualquier otra.

 

(c) Ernesto Milà Rodríguez - infokrisis - infokrisis@yahoo.es - 07.06.06 

 

 


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