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Antropología de la Vieja España (XI): el Convite de Boda

Antropología de la Vieja España (XI): el Convite de Boda Redacción.- En esta nueva entrega de la serie Antropología de la Nueva España traemos a colación dosa de las tradiciones más arraigadas incluso en nuestros días: el convite de novios y el lanzamiento del ramo a la salida de la ceremonia de boda. El material del que disponemos sobre estos temas es particularmente significativo y dispone de una fuerza suficiente como para que buena partes de estas costumbres locales hayan persistido a lo largo de los siglos

El lanzamiento del ramo

El matrimonio en los primeros años del cristianismo se limitaba a una bendición impartida por el sacerdote o el obispo. Solo muy tardíamente pasó a ser un sacramento, pero cuando alcanzó este rango le fueron incorporados los atributos característicos de cualquier rito iniciático. Los ritos de este tipo dramatizaban el tránsito entre la situación anterior al desarrollo del rito y la siguiente que aportaba todas las cualidades prometidas a quienes han respetado escrupulosamente el desarrollo del rito. Esto se traducía en peregrinaciones como las que la cristiandad realizó a Santiago de Compostela, a Roma o a Jerusalén, en la costumbre pascual de recorrer “monumentos” (iglesias adornadas de morado) o simplemente dar vueltas en torno a unos lugares sagrados.

Todas estas ceremonias son designadas genéricamente como “ritos de circunvalación”. Este tipo de ritos no parece que abundasen en la España de otro tiempo, pero sí estaban presentes en algunos pueblos hasta no hace mucho. Se sabe que en Barcelona hasta mediados del siglo XIX, en Semana Santa, la procesión daba la vuelta a la catedral y quienes la seguían recibían las mismas indulgencias que los peregrinos a Tierra Santa. En Niño de San Esteban, el día siguiente de la boda los novios estaban obligados a montar en un burro y a dar unas cuantas vueltas al pueblo. En otras ocasiones los novios debían subir en un carro o en el cesto de la basura como queriendo indicar que han dejado atrás el estado de soltería. El Barbadillo del Rey los novios son atados a un carro y dan la vuelta al pueblo; solo paran para tomar una copa cuando pasan ante un bar. En Aldehuela de Tubo en los nueve días que siguen a la boda la novia debe dar la vuelta la ermita de Nuestra Señora del Castillo. Finalmente, en Nava del Rey, los novios deben recorrer todo el pueblo bailando la noche de bodas.

Una variante de todas estas extrañas ceremonias lo constituyen las llamadas “carreras rituales” en las que el novio, la novia o ambos, o los amigos de ambos deben salir corriendo hasta llegar a la meta donde reciben algún premio simbólico. En toda Castilla hacia finales del siglo XIX seguían celebrándose estas carreras ceremoniales como en Sorihuela (provincia de Salamanca) donde novio y novia cogen un plato de migas y se las van comiendo mientras corren. En la Maragatería el padrino regala al novio un muñeco de pan al que han introducido una moneda; envuelto en un pañuelo de seda, le entregan la cabeza al vencedor de la carrera que lo come con los amigos solteros, mientras que los novios comen el resto.

Ni Enrique Casas, ni Amadés, ni otros etnólogos, antropólogos y folkloristas han encontrado muchas más muestras de ritos de circunvalación o de carreras rituales que los mencionados antes. El mero hecho de que existieran confirma el carácter de los viejos ritos iniciáticos procedentes de las antigüedades clásicas. Diferente es con los ritos de lanzamiento que todavía están presentes en los matrimonios modernos.

En el siglo XIV apareció en Francia la costumbre de arrojar una liga de la novia, reputada de propiciar buena suerte, felicidad y fortuna. Los invitados, durante el convite, acorralaban a la novia, corrían tras la novia y le quitaban la liga sin ahorrar esfuerzos ni picardías. Para evitar las consecuencias nefandas de esta costumbre, las novias comenzaron a tirar la liga voluntariamente. Un rito de origen frívolo y significado igualmente frívolo. Más calado y seriedad tiene el rito del lanzamiento del ramo de flores. En la actualidad ambas costumbres subsisten y gozan de buena salud, la primera ha sido alterada y la liga es troceada y subastada; en cuanto al ramo la lanza sobre las invitadas solteras una de las cuales, al recogerlo, abandonará tal estado. Pero había otros muchos ritos de lanzamiento de los cuales estos son los pálidos reflejos.

Los antiguos arios se arrojaban una pelota durante los esponsales. La pelota, precisamente por que su forma era esférica, era la forma geométrica más perfecta, hasta tal punto que algunas tribus arias consideraban que por el mero hecho de que mozo y moza se arrojaran uno al otro la pelota ya era suficiente como declarar que el compromiso estaba formalizado. Por sinuosos vericuetos históricos, los ritos de lanzamiento siguieron apareciendo vigorosamente en los casamientos. En el romancero castellano se alude a que al paso del cortejo que casó al Cid con Doña Jimena, los castellanos viejos arrojaban trigo a través de la ventana. Hoy se arroja arroz pero el significado es el mismo: el trigo aludía a la lluvia de oro que se deseaba para los recién casados, el arroz a la felicidad y a la fecundidad. En la actualidad todavía goza de gran predicamento que los novios se aseguren de que les van a arrojar arroz a la salida del templo (o del juzgado que también por ahí pasa el “pensamiento mágico”) o de lo contrario se arriesgarían a no tener descendencia. Pero también se han arrojado flores, confites, nueces, calzado y un largo etcétera. Peor lo pasan en aquellas zonas en las que la tradición obliga a los invitados a arrojar objetos de la mesa sobre los novios: huesos, restos de alimentos, huesos de aceituna, curruscos de pan y demás lindezas. De origen inequívocamente francés es la costumbre que subsistió hasta principios del siglo XX en Ripoll donde los comensales se arrojaban los confites que había sobre la mesa o que habían traído al efecto. La batalla estaba dirigida por el “abate de los locos” que solamente autorizaba el lanzamiento cuando se había retirado la vajilla susceptible de poder romperse. En el pueblo pirenaico de Isil donde todavía se siguen algunas tradiciones de solsticio procedentes de la más remota antigüedad, se sigue la misma costumbre solo que con la vajilla y la cristalería sobre la mesa, cuando se rompe la primera pieza el “abate de los locos” decreta el fin del combate. La costumbre seguía en vigor a principios del siglo XX en Santa Coloma de Gramanet, hoy integrada en el área metropolitana de Barcelona. Aquí no había límite: se trataba de arrojar los confites con tal violencia que el impacto se recordara y no importaba la cantidad de piezas de vajilla que saltaban en mil pedazos. Mucho más comicidad debía tener la tradición también catalana, de Guimerá, que llevaba esta batalla dulzarrona al mismo interior de la iglesia. Los maragatos en esto eran más comedidos y solamente los invitados a la boda arrojaban un puñado de trigo a los novios cuando se acercaban el altar.

Hay que constatar la similitud del rito cuando se arroja trigo (dorado), arroz (fertilidad) o confites. Por que, en efecto, hechos de miel, los confites tenían el mismo sentido áureo que el trigo.

El convite de bodas

En la masonería el ágape es tan importante como el cristianismo, lo cual no impide que ambas instituciones sean enemigas irreconciliables. El ágape masónico es el banquete celebrado por los miembros de la logia tras su “tenida” (reunión). El ágape cristiano es la rememoración de la última cena de Cristo con sus discípulos. El ágape masónico es laico y se celebra tras la conclusión de la ceremonia sagrada, la tenida celebrada en logia. Por el contrario, el ágape cristiano es sagrado. El primero es real: los masones cenan opíparamente cuando toca. El segundo, el cristiano, es simbólico, poco pan y menos vino, el justo para mantener el símbolo de la transubstanciación. En cualquiera de los dos casos, el ágape está relacionado con misterios iniciáticos. No es raro que en otros terrenos, el predicamento del banquete lo haya hecho imprescindible como símbolo y como culminación de la fiesta. Así ocurre en las bodas tras la ceremonia religiosa.
Los “compañeros” eran, originariamente, los que “comían pan juntos”. Lo cual era bastante en tiempos de escasez y de lucha por la vida. En Roma los banquetes ya estaban integrados en las bodas, como remate de las ceremonias. Dato que se trataba de un rito de agregación, las partes intentaban demostrar a través del convite su poder, su fuerza y sus recursos. A medida que avanzó el tiempo los convites ganaron en espectacularidad y asistencia hasta que en la Edad Media fue necesario limitar tanto la duración como el número de asistentes que llegaban a varios cientos congregados durante ocho días seguidos. En la Huesca del siglo XII los invitados debían pagar los gastos generados por su presencia en el convite. Y en Castilla, cuenta Maura Gamazo, se limitó el número de convidados a 10 por cada parte, sin contar los padres y los interesados. Sesenta maravedíes era el gasto máximo que podía dilapidarse en dos días de celebraciones.

Sea como fuere, el convite ha llegado prácticamente hasta nuestros días gozando de la misma reputación y casi con los mismos ingredientes. El plato recomendado en todos los tiempos pertenecía al repertorio de la cocina regional: potes en Galicia, cocidos castellanos, carn d’olla en Catalunya, paella en Valencia, etc. Sin embargo, algunas tradiciones locales merecen ser recordadas. En algunas poblaciones existían platos típicos que solamente se comían en las bodas. En Añora, por ejemplo, se comía una especie de morcilla formada por huevo duro picado, pan rallado, perejil y jamón troceado. En la Alberca el banquete incluía casi de todo con un orden particular e inalterable: pescado para empezar, albóndigas luego, arroz dulce y queso de ovejas para concluir; alterar el orden hubiera constituido un sacrilegio. Curiosa también y de un gran simbolismo era la costumbre maragata de comer los novios en un mismo plato.

Pero de todo el banquete, en todos los tiempos, lo más tradicional y celebrado ha sido la tarta nupcial. La costumbre, al parecer, comenzó en la antigua Roma; después de la boda se abriría un pan encima de la cabeza de la novia simbolizando fertilidad y larga vida. Sin embargo, en aquel tiempo, la tarta no era un pastel dulce como los actuales, sino apenas una torta plana, hecha de harina, sal y agua. Los invitados consideraban que las migas caídas en esta ceremonia aportaban buena suerte así que las recogían del suelo y se las comían. La tradición evolucionó en Inglaterra durante el Medievo: los invitados traían pequeñas tartas y las amontonaban. Estas tortas, como las romanas también eran planas y redondas, pero incorporaban frutas y nueces, símbolos de la fertilidad. El novio y la novia las besaban, luego se les añadía una capa de azúcar glasé y se repartían a los invitados. Evidentemente, el aspecto de las actuales tartas de boda derivan de esta costumbre inglesa. Las antiguas montañas de tartas ingleses frecuentemente se desmoronaban alcanzada cierta altura, lo que aconsejó hacia mediados del siglo XVII, cambiar las tartas por la de un pastel gigante.

En España las tradiciones a este respecto fueron diferentes. En algunas zonas de Castilla, la torta que celebraba la boda no era de la que se compraba en el mercado sino la realizada con harina procedente de las dos casas de los novios. La torta era elaborada por las muchachas de ambas familias unos días antes de la celebración. Y mientras la elaboraban lanzaban bendiciones de felicidad, descendencia y salud para los novios. En algunos de estas tortas –que frecuentemente eran panes aderezados con frutos secos- se colocaba –como en Galicia- un huevo, símbolo de la fertilidad. En ocasiones las tortas o panes era de formas antropomórficas: de falo entre los vaqueiros del Valle de Alzada, de ser humano en la Maragatería.

Cuando no existía facilidad para encargar las invitaciones de boda, de la masa formada para realizar el pastel de bodas, se apartaba lo suficiente para hacer un pan que la madre de la novia o la novia misma iban repartiendo casa por casa. Se consideraba a estos fragmentos como verdaderas invitaciones al convite. En Añora, cuando se recibían estos fragmentos de pan, los invitados estaban obligados a llevar una gallina y una docena de huevos certificando que acudiría a la boda. Si solamente remitía los huevos, quedaba implícito que agradecía la invitación, pero la declinaba. Otras costumbres españolas muy extendidas hasta principios del siglo XX hacían que el pan fuera repartido por el cura durante la misa de desposorios. La costumbre alcanzó particular relieve en la mitad norte de la Península y especialmente en Cataluña. En otras zonas, en la misma época, el pan de bodas se repartía durante el convite y la capacidad adquisitiva de los novios y de sus familias se medía por la cantidad de pan que eran capaces de dar a sus invitados. En León este reparto se acompañaba con alguna cancioncilla tradicional y en Mondoñedo los cantes eran improvisados.

Estamos hablando de una torta o de un pan, no de las tartas lujosas y medidas con altímetro de nuestros días. Los novios son como los niños: cualquier alimento puede satisfacerlos en ese día, incluso el más modesto pan. No en vano en la mayoría de pueblos de nuestra tierra, un último corrusco de pan de aquel día memorable les acompañaba durante toda su vida. Era, no solo el deseo de que nunca faltara nada en el hogar, sino el tributo al día más feliz de su vida en común.

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